Algo tan seductor - Jill Shalvis - E-Book
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Jill Shalvis

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Beschreibung

El hombre que esperaba era el más inesperado. Como buena diseñadora de interiores, Cami Anderson deseaba que su casa fuera única, por eso contrató los servicios de un carpintero para que la ayudara. Ella esperaba un hombre mayor, amable y con experiencia... Ni en sus sueños más inconfesables habría imaginado un carpintero como Tanner McCall, que no era mayor, ni amable, pero sí tenía experiencia... y parecía tener mucho interés en oír todos sus desastres amorosos.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Jill Shalvis

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Algo tan seductor, n.º 1661 - julio 2016

Título original: Blind Date Disasters

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8699-5

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Nunca hay nada bueno que decir de un lunes, especialmente de un lunes por la mañana, excepto, tal vez, que solo quedan cinco días para el fin de semana.

Cami Anderson odiaba los lunes con la misma pasión que adoraba los domingos. Por eso, cuando su despertador, que era ruidoso hasta lo detestable, sonó por tercera vez sobre la mesilla de noche, lo empujó suavemente. Bueno, no tan suavemente dado que voló por la superficie de la mesilla para ir a estrellarse contra el suelo. Al menos, así se quedó en silencio.

Con un suspiro, se acurrucó un poco más en su suave y cálida cama e intentó no prestar atención al sol de la mañana, que había empezado a darle en la cara. Y lo consiguió un delicioso momento, durante el que flotó dulcemente sobre la tierra de los sueños, que estaba llena de comida con muchas calorías y atractivos hombres. Todas las duras realidades de la vida, como conseguir cuadrar su chequera, tarea imposible o agradar a su imposible madre, se desvanecieron.

Sin embargo, de repente sintió algo sobre la cabeza, que empezó a asfixiarla, a cegarla, a apretarla hacia abajo y… a ahogarla con pelo.

–¡Annabel! –exclamó, librándose de la presión. Entonces, se sentó sobre la cama y empezó a escupir pelo de gato–. ¡Qué asco!

Tras verse tirada al suelo con tan poca ceremonia, la gata aspiró con aire ofendido. Levantó la cola y, después de pensárselo un momento, volvió a saltar encima de la cama.

–Miau…

–No, todavía no es hora de comer –dijo Cami, al ver que la gata le golpeaba la mejilla con la cabeza.

Pensando que podía aprovechar unos minutos más, Cami se dio la vuelta y enterró la cabeza bajo una almohada. Las mañanas deberían ser ilegales. Necesitaban aprobar una nueva ley que dijera que el día debía comenzar a una hora más prudencial. Más o menos al mediodía.

–Nunca vas a atrapar a un hombre estando tumbada en la cama todo el día –le decía siempre su madre.

A pesar de todo, Cami estaba completamente segura de que una mujer podía atrapar a un hombre haciendo precisamente eso, aunque solo si se le daba bien, lo que, aparentemente, dado su estado civil y falta de una posible cita en un futuro cercano, no era el caso de Cami.

Aquella vez, Annabel se le sentó encima del trasero. Afortunadamente, se trataba de una zona más acolchada, dado que utilizó las garras, con uñas y todo, para mullir el lugar donde se iba a sentar.

–¡Ay!

–Miau.

–Más tarde –musitó Cami, a punto de volver a quedarse dormida. Ya se había olvidado de la chequera, de los comentarios de su madre ni de todo lo demás y se encontraba en una playa. En una playa tropical.

Era una playa muy lejana, repleta de hombres muy monos. Sí, eso estaba mucho mejor. Estaban muy bronceados y con un físico glorioso. Y desnudos, con las manos llenas de aceite solar que le frotaban a Cami sobre el cuerpo y…

El timbre sonó y estropeó aquella maravillosa fantasía.

Cami gruñó y fingió que no lo había oído. Decidió que los timbres también debían ser ilegales. Tal vez debería cambiar de planes y dedicarse a la política, para así poder crear algunas leyes nuevas.

–Hombres desnudos –musitó, esperando convocar de nuevo aquel fantástico sueño–. Con aceite solar en…

El timbre volvió a sonar.

–Miau.

–¡Maldita sea! Sí, sí ya lo he oído.

No podían echarle la culpa porque no le gustara madrugar. Era una falta de su personalidad y, por lo tanto, estaba fuera de su control.

–Ya voy –dijo débilmente, levantándose de la cama completamente desnuda. Como era habitual, había vuelto a descuidar la colada.

¿Quién podría estar llamando a aquellas horas de la…? «Dios santo». Eran casi… tuvo que parpadear durante un momento para asegurarse. ¿Las once? Sintiéndose algo culpable, miró a la pobre Annabel, que la miraba fijamente, como reivindicando su postura.

–De acuerdo, tal vez sea hora de darte la comida –susurró Cami.

La cabeza le estaba a punto de estallar y tenía una extraña sensación en el estómago. Resultaba muy extraño dado que, habitualmente, estaba tan fuerte como un toro.

–Gracias, Dimi –murmuró, maldiciendo a su hermana gemela, quien, afortunadamente, ya no vivía con ella.

Había sido Dimi quien la había animado para que se tomara dos copas de champán, cuando era sabido que Cami casi no bebía alcohol.

–Venga, Cami, no te va a hacer daño –dijo Cami, imitando perfectamente a su hermana.

El timbre volvió a sonar. Ella apretó los dientes, sintiendo que el sonido iba reverberándole por toda la cabeza.

–¡Que ya voy! –exclamó.

Tras envolverse en una manta y tropezar con Annabel en el camino a la puerta, llegó hasta la entrada, preparada para hacer trizas a su visitante. Había dado por sentado que sería Dimi. Siempre era Dimi, porque, aparte de su hermana gemela de veintiséis años, Cami no tenía mucha vida social, como tampoco Dimi. Era una situación muy dolorosa para dos antiguas reinas de la belleza del Instituto Truckee.

No era porque no lo intentaran. Cami, la payasa, siempre había sentido debilidad por un hombre que sonriera con facilidad y que tuviera un ingenio rápido. Dimi, que era más seria que su hermana, prefería un hombre con habilidad para conservar un trabajo. No había muchos donde elegir, pero habían hecho todo lo que habían podido.

Estar soltera en el mundo actual era horrible. Por mucho que habían salido, buscado y anhelado a Don Perfecto, ninguna de las dos lo había encontrado. En vez de eso, se consolaban la una a la otra por el triste estado de la población masculina soltera. Cada uno de ellos tenía un problema. En realidad, algo iba mal con la sociedad, incluso la vida, pero la culpa no podía ser de ellas. ¿O sí?

Como habían decidido que ellas podrían tener algo que ver, habían decidido conseguir una vida propia, pero por separado. En consecuencia, Dimi se había mudado de la casa de Cami a la suya propia… que estaba al otro lado del pequeño grupo de casas, lo que suponía que las separaba un paseo de unos quince metros. Al menos Cami no tenía que seguir compartiendo sus cosas con su hermana y siempre había patatas fritas en el armario de la cocina cuando las necesitaba, que era bastante a menudo.

Cami abrió la puerta de par en par.

–Muchas gracias por la resaca…

Vaya. No era Dimi. Ni siquiera era una mujer. Era un hombre. Y menudo hombre. Era guapísimo…

–Yo… Usted… Vaya… –tartamudeó Cami, esbozando una nerviosa sonrisa. Entonces, volvió a empezar–. Hola.

–Hola –respondió el magnífico ejemplar de hombre, sonriendo por la confusión que mostraba Cami. Entonces, miró a Annabel, que estaba al lado de Cami y lo miraba como si él fuera su desayuno–. Hola a ti también –añadió, con una voz que podría haber derretido el Polo Norte.

Annabel, que odiaba a todo el mundo menos a la propia Cami, se alejó de su dueña y empezó a frotarse contra las piernas del recién llegado. Y vaya piernas. Iban cubiertas por tela vaquera y, por encima de las caderas, llevaba un cinturón de herramientas. Y, más arriba, se veía el mejor torso que Cami había podido contemplar, cubierto por una camisa azul de tela vaquera y otra camisa de cuadros, aquella de trabajo, que llevaba puesta por encima.

En realidad, aquello era solo el principio. Además, había unos anchos hombros, un cuello fuerte y bronceado… y un rostro con el ceño fruncido.

–¿Me he equivocado de día? –preguntó él–. Creí que me había dicho el lunes.

–¿El lunes? ¡Oh! –exclamó, recordándolo todo. Aquel día. Su vida. Lo que Dimi y ella habían estado celebrando la noche anterior–. ¿Usted es… es?

–Tanner Jamese –dijo, extendiendo una mano fuerte y curtida por el trabajo.

Dios. ¿Cómo se podía haber olvidado, ni por un segundo, que aquel era el primer día del resto de su vida?

De algún modo, entre la cena de celebración de la noche anterior y el dolor de cabeza que tenía aquella mañana, se había olvidado de que todo lo que siempre había querido estaba a punto de convertirse en realidad. Lo había conseguido. Se había graduado en la Escuela de Diseño y, oficialmente, era diseñadora de interiores.

Al pensarlo, esbozó una amplia sonrisa. Le dolió, porque todo lo que tenía en la cabeza le dolía, pero no pudo contenerse. La payasa, la que lo estropeaba todo, la Anderson que todo el mundo aseguraba que nunca llegaría a nada tenía una profesión, que adoraba con todo su corazón. Aunque no tuviera ropa interior limpia.

Lo único que necesitaba a partir de entonces eran clientes. Dado que las apariencias lo son todo, se imaginó que debía empezar con su propia casa, arreglarla y convertirla en su tarjeta de presentación. En realidad, no era un mal sitio para empezar. La pequeña manzana, que consistía solo de cuatro casas, estaba en la ciudad de Truckee, a orillas del Lago Donner, un lugar que no solo era muy importante en la historia del Oeste sino también una leyenda de California. La estructura de la vivienda había sido construida a finales del siglo XIX, lo que significaba que había tenido que vérselas con la sociedad histórica. Aquello solo era un detalle sin importancia si se comparaba con el desafío que suponían los marrones, verdes y horribles amarillos de los años setenta, que seguían dominando la casa.

Como necesitaba un carpintero, había enviado los planos, había aceptado presupuestos y había escogido un contratista. Se había imaginado que sería alguien de más edad, con experiencia.

No se había esperado a alguien como Tanner James, que no era viejo, pero que se adivinaba que tenía experiencia… en hacer que las rodillas de las mujeres se echaran a temblar.

Aquello no le valía. Necesitaba permanecer centrada.

–Bueno…

–Usted es Cami Anderson, ¿verdad?

–Sí.

–Entonces, no me he equivocado de lugar.

–No, pero…

–Bien. ¿Por qué no me muestra lo que tiene?

–¿Cómo dice? –replicó ella, apretándose un poco más la manta alrededor del cuerpo que había sido una maldición para ella toda su vida.

Era demasiado alta. Con curvas demasiado voluptuosas. Demasiado… todo. Todo consistía de tres kilos de grasa de más, lo que le hizo pensar de nuevo en las patatas fritas. En realidad, también tenía que ver con el chocolate. Y los helados. Bueno, en realidad, podrían ser cinco kilos, pero… ¿quién estaba contando?

–¿Esta es su casa? ¿La casa para que le mandé un presupuesto? –preguntó el hombre, estudiándola con el ceño fruncido, más aún que antes–. Todavía quiere que trabaje para usted, ¿verdad?

–Sí –dijo ella, dejando escapar una ligera risita. Era una idiota, pensando que se había fijado en ella como mujer–. Sí, claro. El trabajo.

–Estupendo. En ese caso, empecemos enseguida. No me gusta ponerme a trabajar tan tarde.

Las alarmas empezaron a sonarle en la cabeza, lo que no era demasiado bueno, dado el dolor de cabeza tan firme que tenía.

–Solo por curiosidad, ¿qué hora le parece a usted buena para empezar? –quiso saber Cami, deseando que dijera a mediodía. Si ese era el caso, probablemente lo abrazaría de gratitud.

–A las seis.

–¿De la mañana? –preguntó ella, atónita.

–Sí.

Dios bendito. Aquel hombre no solo era capaz de distraerla, con aquella piel dorada por el sol, cabello castaño claro y los ojos castaños más intensos que había visto nunca, sino que también le gustaba madrugar.

Aquello no iba demasiado bien. Sin embargo, lo achacó a que todavía no había tomado un poco de cafeína.

Lo hizo entrar en el vestíbulo, más allá del cual estaba el salón, que se había visto sometido a los terribles excesos del anterior dueño. Las paredes estaban pintadas de color verdoso y la moqueta era naranja. Las ventanas también estaban en muy mal estado y sin pintar, dado que ella les había aplicado un decapante para retirar la horrible pintura el mismo día en que se había mudado a la casa. Por alguna razón desconocida, había tres muros bajos, convirtiendo lo que podría haber sido una enorme y maravillosa habitación en una monstruosidad.

–Dios santo.

–Sí. Me mudé aquí el año pasado, pero, hasta ahora, he estado muy ocupada con mis estudios y con mi trabajo –explicó, ajustándose un poco más la manta, aunque él no se había dignado a mirala.

Mientras entraban, se había visto en el espejo que había en el recibidor y… casi se había caído redonda al suelo.

En algunas partes, tenía el pelo de punta y, sin embargo, en otras lo tenía aplastado, probablemente porque había estado tumbada de ese lado toda la noche. El lado derecho de la cara tenía una preciosa marca roja encima, seguramente por la almohada. Además, tenía los ojos sin maquillar y completamente hinchados. Menuda reina de la belleza…

–Volveré dentro de un momento –dijo ella, sorprendida de que aquel hombre no hubiera salido corriendo, completamente horrorizado.

–Tómese su tiempo –dijo él, mientras sacaba los planos que ella le había enviado–. Esto es mucho peor de lo que creía.

–¿Cómo dice?

–Me refería a su casa –respondió él, empezando a tomar notas–. Es horrible.

–No hay nada que unos arreglos no puedan curar –replicó Cami, algo a la defensiva.

–Ya lo sé. Bajo esa espantosa pintura y esos ridículos muros, este lugar tiene mucho potencial. No se preocupe, yo me encargaré de ello.

–Le recuerdo que no fui yo quien lo pintó de color –dijo ella, ansiosa por dejarlo claro y sintiéndose también algo… celosa por la seguridad que mostraba en sus habilidades.

–Ya lo sé –contestó él, sin levantar la mirada de su carpeta, sobre la que estaba escribiendo furiosamente.

–Y tampoco tuve nada que ver con esos muros bajos.

–Claro.

Cami estaba de pie, prácticamente desnuda, tratando de convencer a aquel hombre de que ella no era responsable de la decoración de su casa y a él no le importaba. Al final, ella tuvo que reírse.

–Al menos, es sincero.

El hombre no pareció oírla o, si lo hizo, no sintió la necesidad de responder. Tras arrodillarse sobre el suelo, extendió los planos, sin saber cómo se le ceñía la camisa por el cuerpo y sobre sus interesantes músculos y cómo el cinturón de herramientas se le pegaba a los vaqueros y exponiendo un poco de piel, tensa y bronceada, de la parte baja de la espalda.

Se suponía que los albañiles tenían tripas cerveceras y que, en ocasiones, se les veía el inicio del trasero por encima de los pantalones. Tanner James no tenía ninguna de las dos características.

Y ¿qué estaba él haciendo mientras ella se lo comía con los ojos? Parecía haberse olvidado completamente de ella.

Cami suspiró y salió del salón, pensando que, tal vez, no estaba tan mal ser soltera. No tenía que preocuparse de hacer la cama, ni de la ropa limpia, tampoco de sus cinco kilos de más… O, al menos, no mucho.

Además, si se conseguía alguna vez un hombre, y si su madre tenía algo que ver al respecto, querría que fuera estupendo. En realidad, querría tener uno que fuera perfecto, que pudiera reír y pensar, tal vez incluso al mismo tiempo.

¡No! Ese hombre no existía. Sin embargo, si fuera real, no sería el señor Ni-siquiera-se-había-fijado en ella, por muy sexy que resultara un cinturón de herramientas.

Capítulo 2

 

Cami necesitaba un analgésico, café y una ducha, y no necesariamente en ese orden. Entonces, y solo entonces, podría ser ella misma y sentirse verdaderamente extática sobre el futuro.

Sin embargo, no tenía tiempo. Tenía un hombre esperándola, algo que no ocurría todos los días. Efectivamente, solo era el carpintero, pero estaba esperándola de todos modos.

En su dormitorio, se las arregló para ponerse una camisa y unos calcetines. En aquel momento, el teléfono empezó a sonar. Continuó buscando sus pantalones, que estaban en el suelo la última vez que los vio. Aquello le ocurría principalmente porque no tenía una percha disponible. ¿A qué se debía? Parecía ser uno de esos misterios de la vida, como por qué sus llaves nunca estaban donde las había dejado.

–Miau.

–Lo sé –dijo Cami, mirando a cuatro patas debajo de la cama–. Quieres comer. Ve a decírselo a tu nuevo amigo.

Annabel la miró con cierto aire de superioridad mientras el teléfono seguía sonando.

–¿Dónde están mis pantalones? ¿Sí? –dijo, al mismo tiempo que encontraba la prenda que había estado buscando, aunque, naturalmente, tenían una mancha–. ¡Oh, maldita sea!

–Jovencita, ¿qué clase de lenguaje es ese?

Perfecto. Su madre era medio italiana y medio irlandesa. No se podría encontrar a nadie más mandón, testarudo o dominante que Sara Lynn Anderson, que alteraba entre dirigir la vida de Cami y rezar por el alma de su hija para mantenerla alejada del diablo.

–Lo siento, mamá. No sabía que eras tú –respondió Cami. Si lo hubiera sabido, no habría respondido al teléfono.

–No importa, cariño. Mira, quería hablarte.

¿Que no importaba? ¿Cami había utilizado un taco y su madre le decía que no importaba? Todos los problemas de Cami se desvanecieron mientras se sentaba en la cama y escuchaba. Seguramente, alguien estaba enfermo. O muriéndose. O ya se había muerto.

–¿Qué es lo que pasa? –preguntó–. Dímelo, puedo asimilarlo.

–Nada.

–¡Mamá!

–Solo tengo un pequeño favor que pedirte, eso es todo. ¿Es que una madre no puede llamar a su propia hija para pedirle un favor sin importancia?

–Sí, claro que puedes –contestó ella, aliviada. Entonces, bajó la guardia, lo que, en el caso de su madre, era un grave error.

–Necesito que salgas con…

–No, no, no –afirmó Cami. No hacía falta ser un genio para imaginarse lo que se le venía encima–. Otra cita a ciegas no.

Su madre había empezado a organizarle citas a ciegas cuando Cami y su hermana cumplieron los veintiún años. Desde entonces, no había cejado en el empeño de casar a sus hijas para tener nietos.

–Es otra cita sin importancia. Un favor sin importancia. ¿Qué importancia tiene una noche más en tu vida?

–Demasiado «sin importancia».

Tal vez, muy, muy, muy dentro de ella, Cami tenía el mismo sueño de un final feliz para ella como su madre, pero no lo iba a admitir ante la mujer que le había preparado más citas a ciegas desastrosas que cualquier agencia. Además, a decir verdad, a Cami le aterraba encontrar al hombre perfecto. De hecho, ni siquiera creía en él.

–No.

–Solo porque te crees que ya lo tienes todo porque te han dado tu título de diseño de interiores no significa que tengas el futuro solucionado.

–Mi futuro está bien.

–¿De verdad? ¿Has hecho la colada?

–¿Qué tiene eso que ver con nada? –preguntó Cami, mirando con sentimiento de culpabilidad la pila de ropa que tenía detrás de la puerta.

–Es decir, no la has hecho.

–A la cita a ciegas, no. Doble no. Triple no.

–Oh, claro –susurró su madre, cambiando de táctica y poniendo un tono de voz más vulnerable. Triste–. Eso, recházame en mi momento de necesidad. Lo entiendo. Solo me pasé veinticuatro largas horas de tortuoso y sudoroso parto con Dimi y contigo y…

–Y casi te matamos –dijo Cami, al mismo tiempo que su madre, que se estaba empezando a creer ella misma la historia e incluso había empezado a sollozar–. Lo sé, mamá –añadió, frotándose el lugar de la frente que más le dolía–. Ya me acuerdo.

–¿Sabes una cosa? Voy a morirme pronto.

–Eso no es cierto –replicó Cami, riendo–. Vas a sobrevivirnos a todos.

–Eso nunca se sabe.

–Mama…

–De verdad me mandarías al cielo, donde sabes que me voy a encontrar con la tía Bev y la tía Cici. Las dos tuvieron hijas que les dieron cinco nietos. A cada una.

–Mamá…

–Lo único que te pido es que me des un nietecito para que me alegre mis últimos días. Un nieto. Pero, aparentemente, incluso eso es demasiado.