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¡Su belleza hacía arder su corazón! Por la cama de César Carreño ha pasado una larga lista de guapas mujeres de la alta sociedad hasta que conoce a Jude. ¡Su belleza inmaculada hace arder su sangre española! Jude se esfuerza por encajar en el exclusivo mundo en que vive César. Pero su inexperiencia pronto se pone de manifiesto: está esperando un hijo de él. Para César, sólo existe una opción… el matrimonio. Después de todo, él es un Carreño. Y, como Jude pronto descubre, su proposición no es una pregunta… ¡es una orden!
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Seitenzahl: 186
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2009 Cathy Williams
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Alma de fuego, n.º 1939 - agosto 2021
Título original: Ruthless Tycoon, Inexperienced Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-691-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
CÉSAR no estaba de muy buen humor. El navegador de su coche le había conducido hasta una pequeña callejuela. Eran poco más de las nueve de la noche y el clima había ido empeorando mientras había ido saliendo de Londres. No había parado de nevar desde hacía cuarenta y cinco minutos.
Cuando había organizado una cita con su hermano, aquel lugar no había sido lo que había tenido en mente. De hecho, hubiera preferido quedar en su club en Londres, pero Fernando había insistido en que se vieran en su propio terreno, en Kent, un sitio que no tenía ningún interés para César y que no había visitado nunca.
César maldijo para sus adentros mientras aparcaba frente a lo que parecía un almacén abandonado. Durante unos segundos después de apagar el motor, se quedó mirando la pared pintada con grafitis y se preguntó si la voz femenina que le había dado las indicaciones para llegar no le habría dado una dirección incorrecta.
Con impaciencia, salió del coche y buscó la puerta de entrada.
No podía creer que su hermano viviera en aquel basurero. Fernando no era el tipo de hombre al que le gustaran los lugares de mal aspecto. Lo cierto era que Fernando siempre había intentado evitarlos a toda costa.
César tragó saliva. Estaba furioso por tener que ir allí. Pero tenía un objetivo concreto y, de todos modos, no tenía sentido sufrir porque su noche del viernes se hubiera echado a perder. Ni tenía sentido molestarse porque su hermano hubiera elegido aquel punto de encuentro, en pleno invierno, lejos de la civilización. Pensó que, al final de la noche, Fernando tendría suficientes cosas de las que ocuparse.
César encontró la puerta en las paredes llenas de grafitis y, cuando la abrió, se tomó su tiempo para acostumbrarse a lo que vio.
No era lo que había esperado. El lugar parecía abandonado desde el exterior pero, una vez dentro, tenía un aspecto muy diferente. Unas docenas de personas deambulaban dentro de lo que parecía ser un club nocturno. A un lado de la sala en la penumbra, había unos cuantos sillones y sillas de cuero, repartidos alrededor de mesas bajas. Había también una larga barra, en forma de U, que ocupaba casi toda la parte trasera de la sala. A la izquierda, parecía haber un pequeño escenario y más asientos.
No tardó en ver a su hermano, que hablaba animado en un pequeño grupo. Como siempre, Fernando era el centro de atención.
César le había especificado que quería reunirse con él en privado, para hablar sobre su herencia, de la que César era albacea. Por eso, se enfureció al descubrir que había sido citado en lo que tenía todo el aspecto de ser una fiesta privada. La débil iluminación no le dio muchas pistas sobre el tipo de asistentes, pero no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que serían todos los amigotes habituales de su hermano. Rubias impresionantes, compañeros de juego y ociosos en general que tenían las mismas ambiciones que Fernando: gastar el dinero de la familia tan suntuosamente como fuera posible y, al mismo tiempo, huir de cualquier cosa que oliera a trabajo.
Su hermano iba por el mal camino si creía que iba a poder evitar hablar de su futuro escudándose en ese puñado de amigotes, pensó César con aire sombrío.
Cuando llegó a su lado, César dedicó a Fernando una sonrisa cargada de reproche, sin molestarse siquiera en mirar a la jovencita que tenía a su lado.
–Fernando –dijo César, extendiendo la mano para saludarlo–. Esto no es lo que esperaba.
César llevaba varios meses sin ver a su hermano. De hecho, la última vez había sido en una reunión familiar en Madrid. En esa ocasión, sus esfuerzos por despertar el interés de Fernando por el negocio familiar habían sido un completo fracaso. Entonces, le había dicho a su hermano que pensaba mirar con lupa cómo estaba gastando su herencia. Como representante legal, tenía el poder de retenerla si lo consideraba oportuno, hasta que le pareciera procedente.
–Reconsidera tu comportamiento –le había advertido César–. O despídete de ese estilo de vida que llevas.
Por supuesto, Fernando había reaccionado alejándose de su hermano todo lo que había podido.
–Creí que… como es viernes por la noche… –replicó Freddy, sonriendo con encanto–. ¡Disfruta un poco, hermanito! Podemos hablar mañana. Lo cierto es que quería enseñarte… –añadió, y gesticuló con las manos a su alrededor.
César lo miró con frialdad, en silencio.
–Pero estoy siendo grosero –continuó Freddy, y se giró hacia la mujer con la que había estado hablando cuando su hermano había llegado–. Ésta es Judith. Jude, éste es mi hermano, César. ¿Qué te traigo, César? ¿Whisky, como siempre?
–Yo quiero otro vaso de vino, Freddy –pidió Jude, y dio un pequeño paso para colocarse justo enfrente del hombre más intimidante que había visto en su vida.
Así que ése era el famoso César, se dijo Jude. No le sorprendía que Freddy se hubiera puesto tan nervioso ante la perspectiva de tener una reunión con él. Era unos seis centímetros más alto que su hermano y, mientras Freddy era atractivo y encantador, ese hombre resultaba impresionante. Tenía el rostro oscuro y una estructura ósea perfecta. Su aspecto era realmente impactante.
Jude se esforzó en sonreír. Aquel elaborado escenario se había planeado con meticulosidad. Freddy había estado ansioso por mostrarle a su hermano el lugar que había comprado. Era un antiguo almacén, que pretendía convertir en el club de jazz de sus sueños y sólo estaba esperando una inyección económica. Pero, según le había contado Freddy con preocupación, estaba a punto de quedarse sin poder sobre su herencia. Había invertido ya mucho en el lugar, pero no llegaría lejos sin la aprobación de César.
Y qué mejor manera de convencer a su hermano de que lo apoyara que seducirlo mostrándole su idea, probándole que ya no era el despreocupado donjuán que solía ser. Freddy había invitado a las personas adecuadas para que le ayudaran a crear el escenario perfecto, incluyéndola a ella. Había allí banqueros, abogados, un par de contables… todo el mundo que iba a participar en su nueva empresa.
–Freddy me ha hablado mucho de ti –comentó Jude, y tuvo que mirar hacia arriba para verle los ojos.
–Bueno, yo no tengo ni idea de quién eres ni sé por qué Fernando ha quedado conmigo aquí –respondió César, y la miró con el ceño fruncido. Jude tenía el cabello corto y llevaba zapatos planos. Él tenía una idea muy clara del aspecto que debía tener una mujer y no era aquél–. ¿Lo sabes tú?
–Creo que quería que conocieras… a algunos de sus amigos…
–He conocido a los amigos de Freddy en el pasado. No tengo ganas de conocer a ninguno más, créeme.
Entonces, César pensó que nunca había visto antes a esa amiga en particular y que no se parecía a las amigas que Freddy solía frecuentar. ¿Qué estaría haciendo ella allí?, se preguntó, observándola escrutador.
–¿Quién eres tú? ¿De qué conoces a Fernando? Nunca me había hablado de ti.
Fernando llevaba un estilo de vida por todo lo alto y era muy generoso con su dinero. César lo sabía porque tenía acceso a todas las facturas de su hermano. También sabía que solía encantarle gastar dinero con las mujeres. Siempre había tenido imán para las cazafortunas. Y aquella Jude no tenía el aspecto de ser una de ellas, por lo que sintió un súbito interés en conocer qué relación tenía con su hermano.
César miró a su alrededor. No había nadie en los sillones, todo el mundo estaba de pie. Fernando llegaría dentro de unos minutos con las bebidas y, cuando lo hiciera, seguro que empezaría con un montón de presentaciones inútiles. Señaló hacia los sillones.
–El viaje hasta aquí ha sido muy largo. Sentémonos y así podrás contarme… cuál es tu relación con mi hermano.
Jude se preguntó cómo una invitación para charlar podía sonar tan amenazadora. Freddy había desaparecido en la barra y, sin duda, alguien lo estaba entreteniendo. Ése era uno de los malos hábitos de Freddy. Era capaz de entretenerse con cualquier conversación y olvidar lo que estaba haciendo antes.
–No tengo ninguna relación con tu hermano –comentó ella después de sentarse en uno de los carísimos sofás. La iluminación en esa zona era aún más débil y el rostro de César estaba lleno de sombras. Rió nerviosa y apuró su vaso de vino–. Me siento como si me estuvieran haciendo un interrogatorio.
–¿Ah, sí? No sé por qué. Sólo quiero saber de qué conoces a Fernando. ¿Dónde os conocisteis?
–Lo estoy ayudando con un… proyecto –repuso ella. Su papel era ayudar a convencer a César para que apoyara a su hermano en su nueva empresa.
–¿Qué proyecto? –preguntó César frunciendo el ceño. Que él supiera, Fernando no tenía ningún proyecto.
–Quizá quiera contártelo él mismo –repuso ella.
–Mira, he venido aquí para tener una conversación seria con Fernando sobre su futuro –señaló él, inclinándose hacia delante con aire amenazador–. En lugar de eso, me encuentro en un bar, rodeado de personas que no tengo ningún deseo de conocer y escuchando hablar de un proyecto que mi hermano nunca me ha mencionado. ¿Exactamente, cuál es tu trabajo en ese proyecto que dices?
–¡No me gusta tu tono de voz!
–Y a mí no me gusta que jueguen conmigo. ¿Desde cuándo conoces a Fernando?
–Desde hace casi un año.
–Casi un año. ¿Y hasta qué punto habéis intimado?
–¿Adónde quieres llegar?
–No veo mucho a mi hermano, pero conozco su forma de actuar y nunca ha tenido relaciones duraderas y platónicas con el sexo contrario. Siempre ha querido tener a su alrededor mujeres dispuestas a complacerle y a acostarse con él. También ha sido siempre muy predecible en sus preferencias. Rubias, con mucho pecho, piernas largas y poco cerebro. ¿Tú en qué grupo encajas?
Jude se sintió ultrajada. Se sonrojó y respiró unas cuantas veces para mantener la compostura.
–Si te ha hablado de mí, entonces es obvio que eres más que una compañera de trabajo –continuó él–. Entonces, dime, ¿qué eres tú?
Salvada por la campana. O, mejor dicho, por Freddy, que apareció con las bebidas en una bandeja. César se percató de la expresión de alivio de Jude. Y observó cómo los dos se miraban y Fernando le decía algo al oído. Jude se levantó de inmediato y se fue.
César la miró alejarse, en especial, observó su trasero. Podía ir vestida como un chico, pero había algo sutilmente sexy y gracioso en su modo de caminar. Seguiría hablando con ella después, pensó. Sabía que algo estaba pasando y no descansaría hasta averiguarlo. Pero, por el momento, se tomaría su tiempo.
Sentarse y esperar siempre había sido el lema de César y fue fiel a él mientras se desarrollaba la predecible ronda de presentaciones. Le pareció sospechoso que todos parecieran gente normal. ¿Dónde estaban las rubias despampanantes? ¿Y los jóvenes hijos de papá con conversación superficial? Era desconcertante que todo el mundo reunido allí esa noche pareciera estar deseando hablar con él de negocios.
Al final de la noche, César se dijo que casi estaba disfrutando del misterio.
Afuera, la nieve caía con mayor intensidad. Entre el grupo de personas que corrían a sus coches, aparcados en una zona habilitada para ello en la parte trasera del edificio, César vio a Jude, envolviéndose en una bufanda. El exterior estaba más iluminado que el interior y pudo verla mejor. Tenía el pelo corto y castaño y un rostro nada masculino. Unas largas pestañas oscuras enmarcaban sus ojos castaños y su boca era carnosa y atractiva.
Fernando siempre había tenido debilidad por lo obvio, pero ¿quién sabía? Una cazafortunas podía tener cualquier aspecto. Y las más sutiles, en cierta forma, podían ser más peligrosas.
De nuevo, César la vio hablando rápido y bajito con su hermano. ¿De qué hablarían?
–No había planeado quedarme a dormir en el bar –dijo César a su hermano, interrumpiéndolos. Aunque no la miró, notó cómo Jude clavaba los ojos en él.
–Ah –repuso Freddy, y sonrió–. Hay un excelente hotel en la ciudad…
–¿No tienes casa aquí? –preguntó César, frunciendo el ceño.
–Bueno, un apartamento. Bastante pequeño…
César observó a Jude, que había apartado la mirada y tenía los labios ligeramente apretados.
–Está nevando mucho. Y no tengo ninguna intención de ponerme a dar vueltas buscando un sitio donde quedarme. ¿Cómo se llama el hotel?
–Nombre del hotel… –repitió Freddy, y lanzó una rápida mirada a Jude.
Jude suspiró, resignada.
–Tengo una guía de teléfonos en mi casa. Si me llevas, puedo llamar y reservarte una habitación –dijo ella.
–¿Llevarte a casa? ¿Cómo has llegado hasta aquí?
–He venido con Freddy.
–Bueno, parece una oferta que no estoy en disposición de rechazar –indicó César–. Y mañana, Fernando… tenemos que hablar.
–Claro, hermanito –repuso Freddy, y le dio una palmada en la espalda, haciendo el amago de abrazarlo.
Aunque estaba acostumbrado a tener una relación fría con su hermano, César sintió un poco de tristeza por la ausencia de calidez sincera entre ellos. La pérdida de sus padres cuando él había sido adolescente, en vez de unirlos, los había alejado. Con la pesada carga del imperio familiar sobre los hombros, él se preguntaba si habría fracasado en su deber de amar a su hermano. Sin embargo, dejó de lado sus pensamientos pesimistas y se dijo que se había esforzado mucho en crear una vida estable y segura para Freddy. Había hecho todo lo posible.
–Mi coche está en la puerta.
–¿Por qué no lo dejaste en el aparcamiento de detrás?
–Porque al llegar tuve la sensación de que me había equivocado de sitio. Nunca sospeché que el edificio fuera utilizable ni que hubiera un aparcamiento detrás.
–¿Una buena idea, no crees? –dijo Freddy, radiante–. Hablaremos de eso mañana.
Jude miró a César, que ya se había puesto a caminar hacia su coche. Lo último que quería era verse sola en un coche con él o llevarlo a su casa, pero no parecía tener elección. Freddy no podía llevarlo a su apartamento, no con Imogen allí.
Al pensar en aquel pequeño secreto, Jude se sonrojó, sintiéndose culpable. Imogen debía haber estado en la pequeña fiesta de esa noche. Era, después de todo, una parte clave del proyecto. Sin embargo, Freddy había insistido en mantenerla fuera de la vista de César. Al menos, por el momento.
Y después de haber conocido a César, Jude podía comprender por qué, pues César era un hombre desconfiado por naturaleza. Si hubiera visto a Imogen, con su largo cabello rubio, sus grandes ojos azules y sus largas piernas, sin duda César le habría retirado la herencia a su hermano. El hecho de que Imogen estuviera embarazada de siete meses del hijo de Freddy, seguramente le provocaría un ataque cardiaco.
–Podríamos ir directos a la ciudad –sugirió ella, y miró hacia el espeso manto de nieve–. No vivo lejos de aquí, pero el camino a mi casa es un sendero campestre y puede que este coche no sea adecuado para ello.
–Este coche está equipado para cualquier cosa –informó César.
–Cualquier cosa menos la nieve a mediados de enero. Para eso, necesitas algo más robusto. Este tipo de coches de moda puede que estén bien para Londres, pero en el campo no sirven de nada.
César la miró con incredulidad mientras ella miraba por la ventana, con el ceño fruncido.
Jude lo dirigió hacia la calle principal que, a la una de la mañana, estaba desierta. Tardaron un buen rato en dejar atrás la ciudad y, luego, entraron en un laberinto de caminos comarcales.
–¿Cómo diablos puedes vivir en estas condiciones? –murmuró César mientras se concentraba en llegar sin caer en una zanja.
–Tengo un vehículo de tracción en las cuatro ruedas. Es un poco viejo, pero es bastante seguro y puede llevarme a todas partes –admitió ella.
–A diferencia de este coche de moda mío –comentó él.
–Yo no podría permitirme un coche así ni en un millón de años. Pero tampoco lo quiero. No les veo sentido.
–Es cuestión de confort –repuso él.
Entonces, César se preguntó qué trabajo desempeñaría ella, aparte de ayudar a su hermano en el dichoso proyecto. Podría ser cualquier cosa, desde contable hasta consejera de imagen. Se dijo que quería conocer más acerca de ella aunque por el momento, sin embargo, estaba demasiado ocupado controlando el coche como para hacerle un interrogatorio detallado. Mientras doblaba una esquina a paso de caracol, se preguntó también cómo iba a arreglárselas para regresar solo a la civilización, al hotel.
–Yo prefiero las cosas prácticas –afirmó ella.
–Se nota por cómo vas vestida.
–¿Qué quieres decir?
–¿Tu casa está muy lejos? Lo digo porque, si seguimos a esta velocidad, igual sería mejor que nos bajáramos y fuéramos andando –dijo él, sin responderla.
–Está un poco más arriba –respondió ella, señalando a la débil luz de una farola, empañada por el manto de nieve.
Jude comenzó a rumiar en su cabeza el comentario que él había hecho acerca de su atuendo. Era cierto que llevaba vaqueros, pero su aspecto era lo bastante presentable. Llevaba un grueso abrigo negro de lana y botas negras, lo bastante elegantes, aunque no conjuntaran mucho con los lujosos sillones de cuero del coche.
Entonces, Jude posó los ojos en él. Era, tal vez, el hombre más grosero que había conocido pero, sin duda, era impresionantemente atractivo. Aunque no era su tipo en absoluto, se dijo.
Cuando estaban a punto de llegar, las ruedas del coche chirriaron y… se paró de pronto, quedándose bloqueado en la nieve.
César maldijo y la miró.
–¡No es culpa mía! –exclamó ella.
–¿Cómo diablos habrías vuelto? ¿A pie?
–Me habría… –comenzó a decir ella, pero se detuvo, ocultando que se habría quedado en el apartamento de Freddy, que estaba en el centro de la ciudad–. Me habría quedado en casa de Sophie –mintió.
–¡Maldito coche! –refunfuñó él, y abrió la puerta del vehículo–. Vamos a tener que caminar hasta la casa.
–¡No puedes dejar el coche aquí!
–¿Y qué sugieres que haga?
–Podríamos intentar empujarlo.
–¿Estás loca? –dijo él, y comenzó a andar hacia la casa–. Volveré a por él en cuanto la nieve amaine.
–¡Pero puede que falten horas para eso! –protestó ella–. ¡Tienes que irte a un hotel!
–¡Bueno, pues saca tu varita mágica para ver si el temporal se calma! –exclamó él.
César pensó que debía haber insistido en quedar con Fernando en Londres y que debía haberse detenido cuando había empezado a nevar, porque no podía permitirse el lujo de quedarse bloqueado en medio de ninguna parte. El sábado tenía que hacer una llamada a larga distancia muy importante y tenía que establecer unas cuantas citas a través del correo electrónico con personas que vivían en la otra punta del mundo. ¡Fernando quizá podía tumbarse cuando el tiempo no era bueno, pero él, no!, se dijo con frustración.
Al menos, la casa de Jude estaba calentita. Era, más bien, una cabaña, pequeña, blanca y rodeada por una valla de cuento. El interior era bastante cómodo, con viejos suelos de madera. Era todo lo opuesto a su mansión de mármol blanco, sofás de cuero y cuadros abstractos, inversiones que le habían costado un riñón.
–Guía de teléfonos… guía de teléfonos –murmuró Jude para sus adentros mientras la buscaba–. Ah. Aquí está. Hoteles. ¿Alguno en particular?
–Olvídalo.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Mira fuera –dijo él, y señaló con la cabeza hacia la ventana.
Jude se percató, con el estómago encogido, de que se había levantado una tormenta muy fuerte. Haría falta un quitanieves para limpiar el camino y una grúa que llevara su coche a la ciudad. Era una locura pensar en salir de la casa en ese momento.
–¡Pero no puedes quedarte aquí!
–¿Por qué no? –preguntó César, y la observó con aire escrutador–. ¿Le importaría a Fernando?
–¿Freddy? ¿Importarle? ¿Por qué iba a importarle? –repuso ella, casi quedándose sin aliento. Charlar tranquilamente con aquel hombre sobre las virtudes de Fernando y su proyecto era una cosa, pero tenerlo como compañía durante toda la noche era algo muy diferente–. ¡Puedes llevarte mi coche para ir a la ciudad! –sugirió, contenta de la idea que había tenido–. No es muy cómodo, pero podrás llegar al centro de una pieza y seguro que cualquier hotel será más grato que el suelo de mi casa…
–¿Suelo?
–Así es –repuso Jude, sin quitarse el abrigo, a modo de indirecta–. Es una casa pequeña.
–Olvídalo, Jude. No intentes echarme. Me iré por la mañana y, si tengo que dormir en el suelo, así sea. No voy a arriesgar la vida en tu viejo coche con este tiempo.
–Oh, muy bien –le espetó ella.
–Entonces, ¿por qué no te quitas el abrigo y me muestras en qué parte del suelo quieres que me ponga?
–Hay un pequeño cuarto de invitados –admitió ella con reticencia–. Pero es muy pequeño y está lleno de cosas. Tiene poco espacio para dormir.
César pasó a su lado y se dirigió a la zona de la cocina, observando la casa a su alrededor. No había ninguna señal de su hermano por allí. Ni fotos, ni restos de posesiones masculinas, como ropa o como los caros sombreros que Fernando solía coleccionar.
–¿Te gustaría una visita guiada? –preguntó Jude con ironía, sin descruzar los brazos–. ¿O te parece bien meter las narices en mi casa tú solito?