4,99 €
Un hombre imposible ¡Estaba dispuesta a hacer que aquel hombre imposible cambiara! El atractivo magnate neoyorquino, Matt Strickland, buscaba a la niñera ideal para su hija y Tess Kelly no cumplía ninguno de los requisitos del anuncio. La sensatez, la severidad y las cualificaciones académicas no eran precisamente sus puntos fuertes, pero estaba dispuesta a enseñar a su jefe a divertirse. Un desafío que pondría a prueba su relación… El heredero escondido Su aventura tuvo la consecuencia más sorprendente de todas… Sarah Scott no había querido enamorarse de un mujeriego incapaz de comprometerse, pero la experta seducción de Raoul la dejó indefensa. Sin embargo, cuando él desapareció de su vida, el legado de Raoul siguió vivo… Sarah estaba embarazada del heredero Sinclair. Cinco años después, Sarah tenía que esforzarse para llegar a fin de mes trabajando como limpiadora en una oficina. Estaba de rodillas fregando el suelo cuando sus ojos se encontraron con los de su nuevo y elegante jefe, el hombre al que nunca había podido olvidar y el padre de su hijo: Raoul Sinclair.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 383
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid www.harlequiniberica.com
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 499 - mayo 2025
© 2011 Cathy Williams Un hombre imposible Título original: Her Impossible Boss
© 2012 Cathy Williams El heredero escondido Título original: The Secret Sinclair Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-520-9
Créditos
Un hombre imposible
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
El heredero escondido
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro...
MATT ojeó el improvisado currículum que tenía ante sí y frunció sus sensuales labios. No sabía por dónde empezar. La variopinta lista de empleos, de duración asombrosamente corta, hablaba por sí sola. Al igual que el perfil académico, breve y ordinario. En circunstancias normales habría tirado la solicitud a la papelera sin molestarse siquiera en leer el perfil personal escrito a mano que figuraba al final del documento. Desgraciadamente, aquellas no eran circunstancias normales.
Finalmente posó su mirada en la chica que estaba encaramada en el asiento frente a él al otro lado del escritorio de caoba.
–Ocho empleos –se apartó del escritorio y se quedó en silencio mientras redactaba mentalmente lo que iba a decir a continuación.
Tess Kelly venía recomendada por su hermana y, no gozando él de una situación que le permitiera ser exigente, estaba entrevistándola para el puesto de niñera de su hija.
Por lo que podía ver, Tess Kelly no solo carecía por completo de experiencia relevante, sino que además parecía no estar muy dotada desde el punto de vista académico.
Ella le devolvió la mirada con sus enormes ojos verdes y se mordió el labio inferior. Puede que él tuviera las manos atadas, pero no por eso le iba a facilitar el proceso.
–Sé que no suena bien…
–Tiene usted veintitrés años y ha tenido ocho empleos. Creo que no soy injusto si digo que es una barbaridad.
Tess apartó la mirada de los fríos y oscuros ojos que la observaban. El escrutinio la estaba poniendo nerviosa. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Había llegado a Nueva York hacía tres semanas y estaba viviendo con su hermana mientras decidía qué hacer con su vida. Esas habían sido las palabras de despedida de sus padres en el aeropuerto antes de poner rumbo al otro lado del Atlántico.
–Tess, tienes veintitrés años –le había dicho su madre con firmeza–. Y todavía no tienes ni idea de qué quieres hacer con tu vida. A papá y a mí nos gustaría que sentaras la cabeza, que encontraras algo que hacer y a lo que te quieras dedicar más de cinco minutos… Claire conoce al dedillo el mundo de los negocios; ella podrá ayudarte. Además, te sentará bien pasar el verano en un lugar distinto…
Nadie le había comentado que parte del proceso incluía aceptar un trabajo de niñera. Nunca en su vida había trabajado con niños ni había demostrado interés en hacerlo. Y, sin embargo, ahí estaba, sentada frente a un hombre que le resultaba atemorizador. Desde el momento en que oyó su voz aterciopelada y lo vio apoyado en el marco de la puerta, inspeccionándola, sintió un escalofrío de aprensión. Había esperado encontrarse a un hombre gordo y de mediana edad. Al fin y al cabo, era el jefe de su hermana. Era el propietario y gerente de la empresa y, según Claire, no se andaba con chiquitas.
¿Cómo podía ser todo esto y tener nada más que treinta y tantos años? Además, no solo era joven, sino que además era increíble, verdadera, sensacionalmente guapo.
Pero su frialdad era aterradora y su perfecta estructura ósea indicaba que no sonreía jamás. Tess se preguntó cómo se las arreglaba su hermana para trabajar con él sin sufrir ataques de nervios.
–En cuanto a sus cualificaciones… No tiene nada que ver con su hermana. Claire posee una licenciatura cum laude y dirige el departamento jurídico de mi empresa. Usted cuenta con… a ver… el bachillerato terminado con una nota mediocre y un curso de formación en arte.
–Es que yo no soy Claire, señor Strickland –se defendió ruborizándose–. Claire y Mary sacaban muy buenas notas en el colegio y…
–¿Quién es Mary?
–Mi otra hermana. Es médico. Las dos han triunfado en la vida. Pero no todos tenemos las mismas aptitudes.
Tess, que era jovial por naturaleza, empezaba a odiar a aquel hombre. Desde sus primeras palabras: «llegas media hora tarde y yo no tolero la impuntualidad» hasta su infundada suposición de que ella era una fracasada. No la había expresado con esas palabras, pero estaba reflejada en la expresión desdeñosa de sus oscuros y glaciales ojos.
–Bueno, dejémonos de ceremonias y vayamos al grano. Está aquí porque no tengo elección. No sé qué le habrá contado Claire exactamente, pero le voy a explicar la situación. Mi exmujer falleció hace unos meses y desde entonces tengo la custodia de mi hija Samantha, que tiene diez años. Durante ese tiempo hemos visto pasar a tantas niñeras como trabajos ha tenido usted. En consecuencia, la agencia ha terminado por cerrarme las puertas. Tengo tres empleados en mi casa, pero ninguno es idóneo para este trabajo. Podría seguir buscando, pero francamente, se trata de un empleo de tres meses y va a resultar difícil encontrar a una niñera profesional dispuesta a aceptar un trabajo de tan poca duración. Lo importante en mi caso, señorita Kelly, es el tiempo. Trabajo muchísimas horas al día. No tengo ni el tiempo ni la capacidad de ocuparme de ella. Su hermana me habló de usted; dice que es una persona muy sociable. Por eso está aquí, a pesar de sus obvias limitaciones.
Matt volvió a repasar la cadena de acontecimientos que lo habían llevado a su situación actual. Divorciado durante ocho años, estaba bastante distanciado de su hija. Catrina, su exmujer, se había ido a vivir a Connecticut un año después de que les concedieran el divorcio y le había puesto tan difícil el visitar a la niña que padre e hija no habían desarrollado lazos afectivos. De pronto, seis meses atrás, Catrina había muerto en un accidente de coche, y Samantha, a la que nunca había llegado a conocer, había aparecido ante su puerta resentida, acongojada por la muerte de su madre y silenciosamente hostil.
Varias niñeras habían entrado y salido de la casa y él se hallaba en una situación desesperada.
–Lo siento muchísimo, Claire no me dio detalles. Qué lástima me da su hija –se lamentó Tess parpadeando para evitar que se la cayeran las lágrimas–. No me sorprende que le esté costando tanto acostumbrarse a su nueva vida.
Sorprendido por su emotividad, Matt abrió el cajón de la mesilla, sacó una caja de pañuelos de papel y se la tendió.
–Aunque usted no es, en mi opinión, la candidata ideal… –continuó temiendo que Tess se echara a llorar.
–Me imagino que le preocupa que haya tenido tantos empleos… –Tess estaba dispuesta a concederle el beneficio de la duda. Puede que fuera un hombre duro e intimidante, pero se encontraba en una situación difícil y quería, con razón, encontrar a una persona que no le fallara.
–Exacto. A Samantha no le conviene alguien que se marche al cabo de unos pocos días porque se aburre. ¿Sería capaz de hacer lo posible para que esto funcione?
–Sí, claro.
Lo miró. A pesar de su implacable expresión, no podía negar que era un hombre guapo, casi hasta el punto de resultar bello. Sintió una oleada de calor y apartó la mirada, incómoda, mientras retorcía el pañuelo entre sus dedos.
–Convénzame.
–¿Cómo dice?
–Puede que no tenga elección, señorita Kelly, pero en cualquier caso me gustaría que me convenciera de que no estoy a punto de cometer un error. Vale que su hermana la ponga por las nubes, y yo me fío de Claire, pero… –se encogió de hombros y se apoyó en el respaldo del asiento– quiero que me convenza.
–Yo no dejaría a nadie en la estacada, se lo aseguro, señor Strickland. Sé que piensa que no soy constante y seguramente mi familia estaría de acuerdo, pero quiero que sepa que me he hecho indispensable en muchos de mis trabajos. Creo que nunca he dejado a nadie colgado. En realidad, lo puedo afirmar con total seguridad. Cuando dejé el empleo de recepcionista en Barney e hijo, Gillian me sustituyó en seguida. Si le soy sincera, creo que todos se quedaron aliviados cuando decidí marcharme. Me pasaba la vida enviando a la gente al departamento equivocado.
–Trate de no irse por las ramas.
–Está bien. Lo que trato de decir es que puede usted confiarme el cuidado de su hija. No le fallaré.
–¿A pesar de que no tiene experiencia y de que pueda acabar aburriéndose en la compañía de una niña de diez años?
–No creo que los niños sean aburridos. ¿Usted sí?
Matt se sintió molesto. ¿Se aburría con Samantha? Tenía muy poca experiencia en el asunto así que no podía contestar. Su relación con su hija era, como mínimo, tensa. La comunicación era intermitente y parecía separarlos un abismo infranqueable. Se trataba de una niña malhumorada y poco comunicativa y él, por su parte, no era ningún sentimental.
–¿Cómo piensa ocuparse de ella? –preguntó saliendo de su breve pero intenso ensimismamiento para centrarse en Tess.
Tenía un rostro fascinante que no ocultaba nada. En ese momento, mientras reflexionaba su respuesta, tenía el ceño fruncido, los labios entreabiertos, la mirada distante. Tess Kelly no era el tipo de mujer que había imaginado. Claire era alta, brusca, eficiente e invariablemente enfundada en un traje de chaqueta. La chica que tenía ante él parecía no saber lo que era un traje sastre. En cuanto a su pelo… No llevaba una de esas melenas cortas y arregladas que estaban tan de moda. Al contrario, tenía el cabello largo. Increíblemente largo. En varios momentos había estado a punto de inclinarse para comprobar por dónde le llegaba exactamente.
–Bueno, supongo que la llevaría a los sitios típicos: museos, galerías de arte… Y también al cine y al zoo. Me encanta Central Park, podríamos ir allí. Seguro que echa de menos su casa y sus amigos, por lo que me encargaría de mantenerla ocupada todo el tiempo.
–¿Y qué hay de los deberes del colegio?
Tess parpadeó y lo miró, confusa.
–¿Qué deberes? Estamos en vacaciones.
–La educación de Samantha se vio gravemente interrumpida debido a la muerte de Catrina, como podrá imaginar. Su venida a Nueva York no ha hecho sino empeorar las cosas. No tenía sentido apuntarla a un colegio aquí teniendo en cuenta que no iba a poder asistir con regularidad, y los profesores particulares que le busqué se fueron como vinieron. En consecuencia, su formación está incompleta, algo que tiene que solucionarse de cara a los exámenes de admisión para el nuevo colegio, que tendrán lugar en septiembre.
–Essstá bien… ¿y qué puedo hacer yo al respecto? –preguntó Tess mirándolo con expresión ausente.
Él chasqueó la lengua con impaciencia.
–Pues va a tener que encargarse de eso también.
–¿Yo? –se quejó Tess, consternada–. No puede pretender que me convierta en profesora particular. Usted ha visto mi currículum. ¡Si hasta se ha burlado de mi falta de cualificaciones!
La idea de tratar de enseñarle algo a alguien la horrorizaba. No era nada estudiosa. Se ponía nerviosa solo de pensar en libros de texto. Siendo la más pequeña de tres chicas había crecido bajo la sombra de sus inteligentes hermanas, y desde su más tierna infancia había lidiado con el problema renunciando a emularlas. Nadie podría acusarla de ser torpe si se negaba a competir. Y sabía perfectamente que jamás podría competir con Claire o Mary. ¿Cómo podía él esperar que se convirtiera en profesora, así de pronto?
–Lamento haberle hecho perder el tiempo, señor Strickland –dijo poniéndose en pie bruscamente–. Si parte del trabajo consiste en hacer de profesora me temo que voy a tener que rechazarlo. No puedo hacerlo. Claire y Mary son las listas de la familia, no yo. Nunca he ido a la universidad, ni he tenido ganas de hacerlo. Hice un curso de formación profesional en arte cuando tenía dieciséis años; eso es todo. Usted necesita a otra persona.
Matt la miró con los ojos entornados y la dejó hablar sin cortapisas. Finalmente, con mucha calma, le pidió que volviera a sentarse.
–Me hago cargo de su falta de competencias académicas. Usted odiaba el colegio.
–¡No lo odiaba!
Aunque en un principio no había deseado el empleo, se dio cuenta de que de pronto quería conseguirlo. La tragedia de la niña la había conmovido. La idea de que fuera tan joven y dependiente de un padre adicto al trabajo le había llegado al alma. Por primera vez quería formar parte de todo aquello.
–Simplemente no se me daban bien los libros.
–No siento mucho respeto por la gente que se da por vencida antes de intentarlo. No le estoy pidiendo que dé clases en la universidad, sino que ayude a Samantha en las asignaturas básicas: matemáticas, lengua, ciencia. Si está tratando de convencerme de que tiene interés en este empleo, no lo está enfocando bien.
–¡Simplemente trato de ser sincera! Si no quiere emplear a más profesores, ¿por qué no la ayuda usted mismo a hacer los deberes? Usted dirige una empresa, seguro que tiene cualificaciones. ¿O quizá no necesita las matemáticas en su trabajo? Algunos niños no rinden con profesores particulares; puede que sea el caso de su hija.
–Samantha podría rendir perfectamente si estuviera dispuesta a esforzarse. Pero no es el caso. A lo mejor le vendría bien una enseñanza menos estructurada. Y no, yo no puedo ayudarla. Apenas tengo tiempo de dormir. Salgo de este apartamento a las siete y media de la mañana, antes de que viniera Samantha lo hacía una hora antes, y hago lo posible por regresar a las ocho cuando no estoy de viaje. Y me cuesta un gran esfuerzo.
Tess lo miró, horrorizada.
–¿Trabaja desde las siete y media de la mañana hasta las ocho de la noche? ¿Todos los días?
–Me relajo durante el fin de semana –repuso él con indiferencia.
Matt no conocía a nadie que considerara que aquel horario de trabajo fuera anormal. Los triunfadores de su empresa, y había varios, se ajustaban a horarios de locos sin protestar. Se les pagaban unos salarios fabulosos y punto.
–Lo siento. Pero me da usted muchísima pena.
–Perdone, ¿me puede repetir lo que ha dicho? –Matt no podía creer lo que acababa de oír. Si no hubieran estado hablando de algo tan importante, se habría reído a carcajadas. Nunca, jamás de los jamases, le había dado pena a nadie. Al contrario. Nacido en una familia rica y poderosa, se le habían abierto todas las puertas. No tenía hermanos, por lo que la tarea de ocuparse de la fortuna familiar había recaído exclusivamente sobre sus hombros, y no solo había conservado los billones sino que había tomado una serie de medidas que habían aumentado espectacularmente su valor.
–No se me ocurre nada peor que ser esclavo del trabajo. Pero me estoy yendo por las ramas. Me preguntaba por qué no ayuda a Samanta con los deberes usted mismo si piensa que las clases particulares no funcionan, pero veo que no tiene tiempo.
–Bien, me alegra que estemos de acuerdo.
–¿Le importa si le pregunto algo? –se aventuró Tess carraspeando–. ¿Cuándo le dedica tiempo a su hija con ese horario que tiene?
Matt se la quedó mirando, incrédulo. La franqueza de la pregunta lo había dejado descolocado. Además, no estaba acostumbrado a que las mujeres le hicieran preguntas de carácter personal.
–No sé qué tiene esto que ver con mi trabajo –dijo severamente.
–Pues mucho. No me cabe duda de que usted tiene un tiempo reservado para ella y no me gustaría importunar. Pero no veo claro cuándo le dedica ese tiempo especial si trabaja todos los días de siete y media a ocho y descansa solo un poco los fines de semana.
–No calculo el tiempo que paso con Samantha –respondió con frialdad–. Muchos fines de semana vamos a The Hamptons para que vea a sus abuelos.
–Qué agradable –comentó Tess sin mucha convicción.
–Y ahora que hemos aclarado ese punto, hablemos de su horario –dijo dando golpecitos en la mesa con el boli–. La quiero aquí cada mañana a las siete y media como muy tarde.
–¿A las siete y media?
–¿Algún problema?
Tess permaneció en silencio y él la miró con las cejas enarcadas.
–Me tomo su silencio como una negativa. Es una exigencia del puesto. Ocasionalmente, y en caso de emergencia, podría pedir a alguno de mis empleados domésticos que la sustituyan, pero solo puntualmente.
Tess siempre había sido puntual en sus trabajos si bien ninguno de ellos le había obligado a levantarse al alba. No le gustaba madrugar, pero le daba la sensación de que él eso no lo entendería.
–¿Todos sus empleados trabajan muchas horas? –preguntó débilmente y a Matt le dieron ganas de soltar una carcajada. Su rostro descompuesto era como un libro abierto.
–No les pago una fortuna para que estén pendientes del reloj –contestó con gravedad–. ¿Me está diciendo que nunca ha hecho horas extra?
–Nunca me ha hecho falta. Claro que nunca me han pagado una fortuna por nada de lo que he hecho. Tampoco me importa, pues el dinero no me interesa demasiado.
Aquello despertó la curiosidad de Matt, a su pesar. ¿Era aquella mujer del mismo planeta que él?
–¿De veras? –preguntó, escéptico–. La felicito. Es usted única en su especie.
Tess se preguntó si había sido un comentario sarcástico, pero al pasear la vista por el lujoso apartamento, en el que lo clásico combinaba sabiamente con lo moderno, y donde cada obra de arte, cada alfombra delataban la opulencia de su dueño, se percató de que seguramente se había quedado genuinamente perplejo ante su indiferencia por el dinero. Tampoco sentía mucho respeto por aquellos para los que el dinero es una propiedad. Como, por ejemplo, Matt Strickland. Aunque apreciaba que fuera inteligente y ambicioso, su lado duro y cortante la dejaba bastante fría.
Pero al mirar de refilón su atractivo rostro el corazón le latió a más velocidad de la normal.
–Se ha quedado callada. ¿Acaso desaprueba todo esto? –preguntó barriendo el aire con un gesto de la mano. Aquella mujer decía tanto con sus silencios como con sus palabras, lo cual no le disgustaba.
–Es muy cómodo…
–¿Pero?
–A mí me gustan más las casas pequeñas y acogedoras, como la de mis padres. Bueno, tampoco es tan pequeña, pues vivíamos cinco personas. Pero creo que cabría entera en una parte de este apartamento.
–¿Todavía vive con ellos?
Le entró la curiosidad. ¿Qué hacía una mujer de veintitrés años viviendo en casa de sus padres? ¿Una mujer de veintitrés años que además era increíblemente bonita? Sus enormes ojos verdes dominaban su rostro en forma de corazón. Su cabello largo era del color del caramelo y… Deslizó la mirada lentamente hacia los pechos rotundos, que rellenaban la camiseta. Entre esta y los vaqueros gastados que enfundaban unas piernas delgadas vislumbró un estómago liso.
Molesto por la distracción, Matt se puso en pie y comenzó a caminar de un lado a otro del despacho.
–Sí… de momento –balbuceó Tess, avergonzada de pronto.
–¿Nunca ha vivido sola?
La incredulidad que advirtió en su tono le hizo mirarlo con rabia. Decidió que era un hombre odioso. Odioso y crítico.
–¡Nunca he tenido necesidad de hacerlo! –exclamó–. No fui a la universidad, ¿por qué iba a alquilar un piso cuando podía seguir viviendo en casa?
Se dio cuenta al oírse a sí misma de lo deprimente que sonaba. Veintitrés años y todavía viviendo con papá y mamá. Lágrimas de ira asomaron a sus ojos y parpadeó varias veces para impedir que cayeran.
–¿Y nunca ha sentido la necesidad de echar a volar y hacer algo diferente? ¿O se dio por vencida antes de desafiarse a sí misma?
Tess se había quedado pasmada ante su propia reacción. Nunca había sido una persona violenta, pero en aquel momento con gusto le habría tirado algo a la cara. Pero no lo hizo. Se quedó sumida en un silencio iracundo.
–No sé qué tiene que ver mi vida personal con este trabajo –contestó evitando mirarlo.
–Estoy tratando de hacerme una idea de qué tipo de persona es usted. Al fin y al cabo, va a estar a cargo de mi hija. No trae referencias profesionales y necesito asegurarme de que no va a suponer ningún peligro. ¿Quiere que le cuente las conclusiones a las que he llegado hasta ahora?
Tess se preguntó si tenía elección.
–Es usted perezosa. Está descentrada. Le falta confianza en sí misma y no parece importarle. Vive en casa de sus padres y no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor a ellos no les gusta la situación tanto como a usted. Consigue empleos y los abandona porque no está dispuesta a esforzarse. No soy psicólogo, pero creo que su problema es que piensa que nunca fracasará si no se molesta en tratar de conseguir algo.
–Lo que ha dicho es horrible –dijo, aunque sabía que tenía parte de razón–. ¿Por qué me está entrevistando para este trabajo si tiene una opinión tan mala de mí? ¿O acaso ha terminado la entrevista? ¿Es esta su manera de decirme que no he conseguido el empleo? Pues entonces yo también le voy a decir lo que pienso de usted –tomó aire y se puso en pie, iracunda–. Es usted grosero y arrogante. Piensa que por tener mucho dinero puede tratar a la gente como le dé la gana. Creo que es espantoso que trabaje tantas horas en lugar de dedicárselas a su hija, que le necesita. Usted no sabe cómo entregarse a otra persona.
Su respiración se había vuelto entrecortada por el esfuerzo de expresar unos sentimientos que no sabía que albergaba. Lo peor era que no se sentía mejor consigo misma.
–¡Y no soy perezosa! –concluyó desinflándose como un globo–. Así que si eso es todo –añadió tratando de hacer acopio de algo de dignidad–, me marcho.
Matt sonrió y Tess se quedó tan atónita que permaneció clavada en su sitio.
–Tiene usted temperamento. Me gusta. Lo va a necesitar para lidiar con mi hija.
–¿Có-cómo?
Él le señaló la silla y se arrellanó en su asiento.
–Es saludable oír críticas de vez en cuando. No recuerdo cuándo fue la última vez que alguien levantó la voz en mi presencia.
«Especialmente, una mujer», podía haber añadido. Como si se le hubiera encendido una lucecita en la cabeza, reparó en las mejillas ruborizadas de Tess. Se le había soltado el cabello, que le caía desparramado por los hombros rozando sus pechos y llegando casi hasta la cintura. Trataba de recobrar la compostura, pero sus pechos seguían subiendo y bajando, agitados.
Se sorprendió al notar que el miembro se le endurecía. ¡Cielos, tenía novia! Una mujer inteligente y poderosa que entendía a la perfección las presiones de su trabajo porque ella tenía uno igual y estaban en la misma onda. Una mujer diametralmente opuesta a la criatura de ojos verdes que tenía delante. Vicky Burns era una mujer centrada, ambiciosa y altamente cualificada. ¿Por qué diablos estaba pensando en el aspecto de Tess Kelly sin ropa, cubierta tan solo por su largo cabello?
Escribió unos números en un trozo de papel y se lo tendió. Tess se inclinó hacia delante para tomarlo y a Matt se le fueron los ojos hacia su escote. Dando un suspiro de frustración, se frotó los ojos y giró su silla para quedar de cara al ventanal.
–Esto es demasiado, señor Strickland. No puedo aceptarlo.
–¡No sea ridícula! –enfadado consigo mismo por su desacostumbrada falta de autocontrol, Matt había adoptado un tono más cortante del que pretendía–. Es perfectamente razonable. Le estoy pidiendo que desempeñe un trabajo importantísimo y por ese dinero espero que haga horas extra. Una cosa más. Tendrá que vestir adecuadamente. Ropa más holgada. Le resultará más práctica con este calor, sobre todo si piensa realizar actividades al aire libre.
–Es que no tengo ropa holgada.
–Pues tendrá que comprársela. No le supondrá un problema insuperable, Tess. Le daré acceso a una cuenta que cubrirá todos los gastos relacionados con el trabajo. Úsela –se puso en pie, de nuevo en control de la situación–. Ahora ha llegado el momento de que conozca a mi hija. Está arriba, en su dormitorio. Le mostraré la cocina, para que se vaya familiarizando. Hágase un café mientras voy a buscarla.
Tess asintió. Tras la dura entrevista, la idea de conocer a Samantha no le resultaba tan intimidante.
El apartamento ocupaba dos plantas del edificio. Matt la condujo a una cocina tan moderna como opulento y antiguo era el resto del piso. Las encimeras de granito refulgían, desprovistas de trastos culinarios. Tess supuso que se metería en líos si trataba de guisar en aquella cocina de revista.
–Póngase cómoda –insistió él, mirándola con expresión de guasa–. No muerden. En los armarios encontrará té y café, y en la nevera… –indicó señalando un objeto camuflado entre el resto de mobiliario– debería de haber leche. Mis empleados se encargan de que haya de todo, especialmente ahora que Samantha vive conmigo. Si está de suerte, hasta encontrará galletas.
–¿No sabe lo que hay en su propia cocina?
Matt sonrió y Tess experimentó una visión desconcertante de lo que sería aquel hombre sin su manto de arrogancia. Alguien peligrosamente sexy.
–Terrible, ¿no le parece? Quizá podría incluir esto en su próximo discurso sobre mis defectos.
Tess sonrió débilmente. Comenzaba a oír en su interior remotas campanas de alarma, pero no era consciente del peligro que anunciaban.
BUENO, ¿qué te ha parecido? ¿Has conseguido el trabajo?
Claire la estaba esperando. Tess apenas había conseguido introducir la llave en la cerradura de la puerta principal cuando su hermana la abrió, llena de curiosidad.
¿Qué pensaba de Matt Strickland? Tess hizo un esfuerzo por describir en pocas palabras a un hombre que representaba todo lo que ella evitaba deliberadamente. Demasiado rico, demasiado arrogante, demasiado estirado. Cuando su mente comenzó a divagar en los extraños sentimientos que despertaba en ella, se frenó.
–¿Te puedes creer que no quiere que vaya a trabajar con ropa ajustada?
–Es tu jefe, tiene derecho a decirte cómo quiere que te vistas. ¿Acaso crees que a nosotras nos deja ir a la oficina en vaqueros rotos? –razonó Claire–. Bueno, sigue. ¿Cómo es su apartamento?
–Apenas he tenido tiempo de verlo –suspiró Tess–. Nunca he tenido una entrevista tan larga. Te puedo describir su despacho con todo lujo de detalles, eso sí. Ah, y la cocina. El apartamento es enorme, y sus gustos artísticos, algo dudosos. Había un montón de cuadros de paisajes y gente extraña.
–Serán miembros de su familia –reflexionó Claire–. Gente con clase.
–¿Tú crees?
–¿Qué te ha parecido la hija?
Matt Strickland era tan celoso de su intimidad que nadie sabía siquiera que tuviera una hija. De momento nunca la había llevado a la oficina.
Tess no tenía mucho que contar, pues no había llegado a conocer a la niña. Había esperado largo tiempo en la cocina hasta que Matt regresó de un humor de perros para decirle que Samantha se había encerrado en su habitación y se negaba a salir.
Tess había bebido un sorbito de té, se había servido distraídamente la quinta galleta y se había mirado los pies mientras reflexionaba sobre el hecho de que había al menos una persona sobre la faz de la tierra dispuesta a ignorar olímpicamente al poderoso y arrogante Matt Strickland.
–No debería poner cerrojos en las puertas –le había informado, pensativa–. En casa nunca nos dejaron tenerlos. A mi madre le aterrorizaba la idea de que se produjera un incendio y no pudieran entrar.
Él se había quedado mirándola como si le hablara en chino y Tess pensó que seguramente carecía de experiencia en todo lo relativo a criar a un hijo.
–Así que el lunes promete ser divertido –concluyó–. Samantha no tiene interés en conocerme y, además, tengo que estar allí a las siete y media. Ya sabes lo poco madrugadora que soy…
El comentario le ganó una mirada tan amenazadora de su hermana que optó por no quejarse más del asunto. Por supuesto que haría lo posible por levantarse al alba. Programaría el despertador y la alarma del móvil, aunque sabía que era muy capaz de seguir durmiendo aunque sonaran los dos aparatos al mismo tiempo. ¿Qué pasaría si eso ocurriera? Recordó las palabras que él había empleado para describirla.
Todavía estaba preocupada por ese asunto cuando, a la noche siguiente, sonó el teléfono del apartamento. Tess contestó y oyó la voz profunda y suave de Matt al otro lado de la línea.
–Se ha equivocado de hermana –dijo Tess tan pronto se hubo él identificado.
Como si fuera posible no reconocer esa voz…
–Claire se está dando un baño; le diré que ha llamado.
–He telefoneado para hablar con usted –le informó Matt con calma–. Solo quería recordarle que la estaré esperando mañana a las siete y media en punto.
–¡Allí estaré, no lo dude! Programaré varios despertadores para no quedarme dormida.
Al otro lado de la línea Matt sintió la tentación de sonreír. Pero no estaba dispuesto a reírle la gracia; tenía la sensación de que la mayoría de la gente le reía las gracias a Tess Kelly. Su calidez resultaba contagiosa. Pero en lo referente a su hija, hacía falta mostrar severidad.
–¿Hola? ¿Está usted ahí?
–Sí. Para ayudarla a ser puntual, haré que un coche pase a recogerla. Estará en su casa a las siete en punto. Se le ha olvidado darme su número de móvil.
–¿El mío?
–Necesito poder localizarla en todo momento. No olvide que está usted a cargo de mi hija.
Cuando colgó el teléfono se giró y se encontró con Claire observándola, sonriente.
–Lección número uno sobre cómo convertirse en adulta responsable. ¡Prepárate a ser responsable de otra persona! Matt es un hombre justo. Exige mucho a la gente que trabaja para él, pero da mucho a cambio.
–No me gustan los mandones –se quejó Tess automáticamente.
–Lo que a ti te gusta es la gente que no impone norma alguna y te deja hacer lo que te da la gana. ¡Cómo se nota que eres la hermana pequeña!
Tess, que antes no se habría sentido molesta por el comentario, frunció el ceño. ¿Acaso daba a entender que era una persona irresponsable? Sus padres la habían mandado a Nueva York para que su hermana la enseñara a madurar. ¿Era su manera de «echarla» delicadamente de la casa familiar? ¿Tendría razón Matt? Cuidar del hijo de otra persona, una criatura que había sufrido y que obviamente tenía problemas con su padre, no parecía un trabajo para una persona irresponsable. Matt Strickland le estaba dando la oportunidad, a pesar de no haber dado demasiadas muestras de merecerla.
Tess suponía que a la mañana siguiente se pondría a trabajar bajo las órdenes de alguno de los misteriosos empleados que él había mencionado, pero la realidad fue que, tras el cómodo trayecto en coche que aprovechó para disfrutar de las vistas de la ciudad, fue el mismo Matt quien le abrió la puerta.
Estaba vestido para ir a trabajar. Traje oscuro, camisa blanca y zapatos hechos a medida, una combinación que normalmente la habría repelido, pero que en aquel momento le pareció increíblemente sexy.
–No lo esperaba aquí –dijo Tess, sorprendida.
–Es donde vivo, ¿lo había olvidado?
Se hizo a un lado y ella pasó junto a él, extrañamente consciente de su propio cuerpo.
Ahora que se encontraba bajo menos presión tuvo la oportunidad de observar de cerca el entorno. Era más impresionante de lo que había imaginado. Sí, la vivienda era gigantesca y los cuadros deprimentes, por más que fueran de sus familiares, pero la decoración era exquisita. Matt no había caído en el minimalismo de sofás de cuero y superficies cromadas en todas partes, como hubiera cabido esperar. Al contrario, aquel lugar era opulento. Los suelos de madera lucían un tono oscuro y profundo, las alfombras eran antiguas y bien acabadas. El descansillo con galería daba a un inmenso espacio inferior y dos amplios ventanales ofrecían unas vistas increíbles de Manhattan.
–¡Caray! La última vez que estuve aquí no me fijé en el apartamento. Aparte del despacho y la cocina, claro –dijo con los ojos como platos, girando lentamente sobre sí misma–. Perdone, sé que es una grosería quedarse mirando así, pero no lo puedo evitar.
Por primera vez en mucho tiempo, Matt apreció los privilegios de los que disfrutaba desde la cuna.
–La mayoría de las cosas que hay aquí son heredadas. De hecho podría averiguar el origen de prácticamente cada una de las piezas. ¿Qué tal ha ido el trayecto?
–Estupendamente, gracias.
–¿Está lista para conocer a Samantha?
–Lamento no haberla conocido la última vez –se disculpó Tess sintiendo un brote de conmiseración.
Matt, que no quería perder el tiempo pues tenía la agenda repleta, se detuvo.
–Como le he dicho, ha pasado una época mala. A veces resulta difícil conectar con ella.
–Debe de resultarle muy triste. Lo normal es que se hubiera refugiado en usted tras la muerte de su madre.
–Algunas situaciones no son tan simples –apuntó él fríamente–. Veo que no ha traído libros de texto. Espero que no haya olvidado que una de sus obligaciones es hacer de profesora.
–¿No esperará que empecemos el primer día?
–No creo que haya que dejar para mañana lo que se puede hacer hoy.
–Bueno, es que… pensé que sería mejor que nos conociéramos primero, antes de ponernos con las fracciones y los decimales.
–Me alegro de que haya abandonado su actitud derrotista y se haya puesto al día con el programa.
–¡No tengo una actitud derrotista, se lo aseguro!
Había meditado mucho en lo que él le había dicho sobre rendirse, y había llegado a la conclusión de que estaba muy equivocado. Siempre se había sabido capaz de hacer cualquier cosa. ¿Por qué si no había probado suerte en tantos trabajos?
Matt alzó la mano para hacerla callar.
–No importa. Los múltiples tutores que han pasado por aquí en los dos últimos meses dejaron varios libros. Los encontrará en el estudio; la mayoría están nuevos –añadió apretando los labios–. Espero que usted sea la excepción a la regla.
–Ya le advertí que no soy muy estudiosa…
–Ya he probado con los que sí lo eran –señaló Matt–, y ninguno ha funcionado. ¿Por qué insiste en infravalorarse a sí misma?
–No me infravaloro.
–Si usted misma se cataloga como estúpida, no se queje si el resto del mundo se muestra de acuerdo.
–¡Oiga, que yo no soy estúpida! Podría haber sacado buenas notas si hubiera querido.
–¿Y por qué no lo hizo? ¿Era más fácil fracasar por no haberlo intentado que competir con sus hermanas mayores y quedar por debajo? Está bien, retiro el comentario que hice sobre su pocas ganas de trabajar, pero si quiere demostrarme sus habilidades tendrá que tomar el toro por los cuernos. Deje de disculparse por su falta de éxito académico y empiece a darse cuenta de que lo único que me importa es que deseche la idea de que no puede ser profesora de mi hija. Que, por cierto, está en la cocina.
A Tess se le puso el vello de punta. Mientras él le explicaba los horarios de los múltiples empleados, que trabajaban por turnos con el fin de que no se acumulara ni un grano de polvo en el apartamento, Tess le dio vueltas a lo que acababa de oír. Se había pasado la vida haciendo lo que le daba la gana, sin escuchar realmente a sus padres cuando estos la instaban a echar raíces y centrarse. A su manera afable y bonachona, se había negado cabezonamente a adoptar un modo de vida que pensaba que no podía aguantar. Nadie había sido nunca tan brutalmente franco como lo había sido Matt, ni le había dado a entender que fuera una cobarde, que tuviera miedo de parecer un fracaso comparada con sus hermanas. Se dijo a sí misma que él no la conocía en absoluto, pero sus palabras resonaban en su cabeza como un panal de avispas furiosas.
Cuando se detuvo frente a la puerta de la cocina, estuvo a punto de tropezar con él. Ella pasó primero y vio a su pupila sentada a la mesa, encorvada sobre un tazón de cereales y jugando a llenar la cuchara de leche, alzarla y hacer caer el líquido en el tazón, sin importarle que la mitad cayera fuera salpicando la mesa de madera.
Tess no tenía claro qué había esperado encontrar. Lo que la pilló completamente por sorpresa fue la expresión de dolorosa confusión que advirtió en el rostro de Matt y, durante unos intensos segundos, sintió lástima por él.
Era un hombre duro e intransigente, y crítico hasta el punto de inspirar miedo, pero en lo referente a su hija no tenía ni idea de cómo actuar.
Ella tampoco, todo sea dicho. Nunca había tenido que lidiar con la mirada terca y reconcentrada de una niña de diez años.
–Samantha, mírame –se metió las manos en los bolsillos y frunció el ceño–. Esta es Tess, ya te he hablado de ella. Va a ser tu nueva niñera.
Samantha apoyó la barbilla en las manos y bostezó a modo de saludo. Llevaba una ropa carísima y anticuada. Pesadas sandalias marrones y una camisa de flores sin mangas que parecía de seda. ¿Seda para una niña de su edad? Su largo cabello estaba pulcramente recogido en dos trenzas rematadas por lacitos. Era morena, como su padre, y tenía las mismas facciones obstinadas.
Con el tiempo acabaría convirtiéndose en una belleza, pero en ese momento tenía el rostro triste y sombrío.
Tess carraspeó y se acercó a la niña.
–Hola, Samantha. No tienes por qué mirarme si no quieres –lanzó una risita nerviosa que fue recibida con una mirada de reojo–. Soy nueva en esta ciudad y… –discurrió intensamente en busca de algo que una niña de diez años pudiera tener en común con ella–. ¿Te apetece ir de tiendas conmigo? Mi hermana no lleva la misma ropa que yo y a mí me da miedo entrar en los grandes almacenes sola…
–Ha sido satisfactorio.
Cuando Matt la llamó al móvil para comunicarle que esperaba informes diarios sobre el progreso de la niña, Tess se quedó sin palabras. Los esperaba en su despacho a las seis en punto, una vez la hubiera relevado Betsy, la chica que entraba por la tarde para preparar la cena.
El mismo coche que la había recogido por la mañana pasó a buscarla al apartamento y la depositó, como si de un paquete se tratara, en su oficina en una de los mejores zonas de Manhattan.
Una vez vista su residencia, su lugar de trabajo no le impresionó tanto. Subió los veintipico pisos en ascensor y no se sorprendió al comprobar que su despacho ocupaba la mitad de una planta. Disponía de su propio salón de estar, sala de reuniones y una gigantesca oficina exterior con sillas y plantas en la que una señora de mediana edad se preparaba para marcharse a casa.
–Defina «satisfactorio».
Él se arrellanó en el sillón de cuero y colocó las manos tras la cabeza.
–Siéntese.
No podía creerse la facilidad con la que había roto el hielo con Samantha. La comparó con las otras niñeras, que sonreían fríamente y trataban de estrechar la mano de la niña.
Tess se encogió de hombros.
–Todavía queda un largo camino por recorrer, pero por lo menos no me ha mandado a paseo.
–¿Habló con usted?
–Le he hecho varias preguntas y ella me ha contestado a algunas.
Todavía la humillaba el bajo concepto que tenía Matt de ella, pero lo superaría, aunque solo fuera para demostrarle de lo que era capaz.
–Odia su ropa. Creo que eso nos ha acercado. Siento decirle que voy a tener que negarme a llevar ropa holgada como usted me pidió. No puedo ir a comprar trapitos modernos y juveniles para su hija y adquirir ropa sosa para mí misma.
–¿Trapitos modernos y juveniles?
–¿Sabía que nunca ha tenido un par de vaqueros rotos?
–¿Vaqueros rotos?
–Ni unas buenas deportivas, y no estoy hablando de las que se pone uno para la clase de gimnasia.
–¿Qué son unas buenas deportivas?
Matt la miró. Traía la cara sonrosada y brillante tras la calurosa caminata y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo alta de la que escapaban algunos mechones color caramelo.
Era la antítesis de todas las mujeres con las que había salido, incluida su exmujer. Vicky, su novia, era guapa, pero de una manera controlada, inteligente, algo masculina: pelo corto y oscuro, pómulos marcados y trajes de chaqueta rematados con zapatos de tacón. Y Catrina, aunque no era una mujer trabajadora, venía de buena familia y siempre hacía gala de un glamour sutil y refinado consistente en jerseys de cachemira, perlas y elegantes faldas a la altura de la rodilla.
No le costaba creer que Samantha nunca hubiera poseído un par de vaqueros rotos o desgastados, o de ningún tipo. Que él recordara, tampoco los había tenido su exmujer. Se percató de que su imaginación había vuelto a descontrolarse y le ofrecía todo tipo de imágenes de la chica que tenía delante. Mientras ella parloteaba acerca de unas «buenas deportivas» él pugnaba por dejar de imaginársela sin aquellos vaqueros ceñidos y la exigua camiseta verde adornada con el logo de algún grupo de rock. Se trataba de un impulso primitivo que no tenía lugar en su mundo rígidamente controlado.
–Bueno, espero que no le importe que le haya comprado un par de cosillas. Deportivas, vaqueros, unas camisetas en el mercadillo…
–¿Le ha comprado prendas en un mercadillo?
–Son mucho más estilosas. Ay, por la cara que ha puesto, creo que no le hace mucha gracia. ¿Nunca ha comprado en un mercadillo?
Por alguna razón, aquella pregunta inocente alteró el ambiente entre ellos. Fue un cambio minúsculo, apenas perceptible, pero de pronto ella fue consciente de sus ojos oscuros clavados en su persona y de cómo su propio cuerpo respondía a su mirada.
–No he pisado un mercadillo en mi vida.
–Pues no sabe lo que se pierde. Una amiga mía trabajaba en uno los fines de semana antes de ponerse a estudiar joyería. Los conozco bien. Mucho de lo que venden es basura de importación, pero algunas cosas son buenas, hechas a mano. Hubo una época en que pensé dedicarme a eso… –explicó con las mejillas arreboladas por el entusiasmo.
–Eso ya no importa. Ahora está usted aquí –la cortó él bruscamente–. Dígame qué planes tiene para el resto de la semana. ¿Ha hablado con ella de los deberes?
–¡Todavía no… es el primer día! Pero cuando volvimos al apartamento, mientras Samantha se bañaba, le he echado un vistazo a los libros de los que me habló.
–¿Y bien?
Tess estuvo a punto de advertirle que nunca se le habían dado bien las ciencias, pero se lo pensó mejor.
–Supongo que podría hacerlo.
–¡Así me gusta! Ahora lo que tenemos que hacer es diseñar un plan de estudios.
–Le preocupa ir a un nuevo colegio. ¿No se lo ha comentado?
Matt se removió inquieto en el asiento.
–Espero que la haya tranquilizado. No tiene motivos para inquietarse –dijo tratando de eludir el hecho de que Samantha y él no habían mantenido una conversación profunda desde su llegada a Manhattan.
–Eso es trabajo suyo –repuso Tess mirándolo a los ojos. Nunca había sido amiga de discusiones, pero no estaba dispuesta a asumir la responsabilidad de algo que sabía que no le correspondía–. He estado pensando y…
–¿Debería preocuparme?
–Usted me ha impuesto toda una serie de normas…
Matt echó la cabeza hacia atrás y se rio. A continuación volvió a mirarla, serio de nuevo.
–Suele ocurrir cuando se trabaja para otra persona. Estoy corriendo un riesgo contratándola y usted está siendo recompensada con creces, así que no piense ni por un momento que puede evadirse de sus responsabilidades.
–No es eso lo que pretendo –repuso ella, acalorada–. Pero creo que si yo tengo que seguir ciertas normas, usted debería hacer lo mismo.
Matt la miró con expresión de incredulidad y volvió a soltar una carcajada.
–¿Qué es tan divertido?
–Lo que usted considera «normas» es, para la mayoría de la gente, la descripción del puesto de trabajo. ¿Era esa la actitud que mostraba usted en sus trabajos anteriores? ¿La de no estar dispuesta a trabajar a menos que su jefe estuviera dispuesto a acoplarse a sus exigencias?
–Por supuesto que no.
«Cuando las cosas empezaban a ponerse aburridas, me limitaba a dejar el trabajo», pensó, incómoda.
–Y tampoco estoy tratando de quebrantar las normas.
¿Qué tenía aquel hombre que la volvía tan contestataria?
–Está bien. Diga lo que tenga que decir.
–He elaborado una lista.
Una lista garabateada en el coche con ayuda de Stanton, el chófer, a quien le había preguntado qué cosas le gustaba hacer con sus padres cuando era niño.
Matt tomó la lista y la leyó y releyó con expresión de creciente desconcierto.
–«Lunes por la noche» –leyó en voz alta–, «Monopoly o Scrabble o cualquier juego de mesa previamente acordado. Martes por la noche, velada culinaria ». ¿Qué demonios es una velada culinaria?