Alma de peón - Maximiliano Mainero - E-Book

Alma de peón E-Book

Maximiliano Mainero

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Beschreibung

"No vine a ganar. Vine a transformarme." En un mundo donde las piezas de ajedrez no son figuras, sino almas, un joven peón llamado Max inicia un viaje que lo arrastrará desde el mármol helado del Umbral hasta las entrañas ardientes del Camino de las Sombras. Nacido en un sistema que lo educó para obedecer, Max no quiere avanzar para vencer, sino para descubrir quién es y qué parte de sí ha sido silenciada durante demasiado tiempo. Entre guerras invisibles, amores imposibles y traiciones que no hacen ruido, Alma de Peón explora lo que significa ser distinto en un mundo que castiga a quien no encaja. Lo acompañan Eva, hija rebelde de una Reina cruel; Elías, amigo, sombra, espejo y traición; Teo, presencia silenciosa que sostiene; Lys, encarnación de la seducción y la fuga; y sus hermanos, que también intentan avanzar, aunque las sombras a veces ciegan más que la oscuridad. En una torre olvidada, una mujer sin lengua ni manos escribe con los pies sobre los muros: su verdad es el secreto que el Reino teme. Max enfrentará la orfandad emocional, el deseo de huir, el amor verdadero… y la pérdida más cruel, un asesinato ordenado por el Reino Blanco. Hundido en el abismo descubrirá que el camino más fácil es rendirse. Caminará hacia la cima y desde allí, decidirá saltar al vacío. Con una prosa poética y afilada, Alma de Peón narra la batalla interior de quien ya no busca encajar ni conquistar, sino habitar con verdad. Porque solo el peón —el más pequeño, el más subestimado— puede llegar al final del tablero y transformarse en lo que elija. A veces, elegir no da jaque mate. A veces, elegir te da un alma. Y esa alma, por fin, te da identidad. Esta novela no es solo una historia: es un descenso al alma.

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Seitenzahl: 178

Veröffentlichungsjahr: 2025

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MAXIMILIANO MAINERO

Alma de peón

(Cuando te sentís distinto, no podés actuar igual que el resto)

Mainero, Maximiliano Alma de peón / Maximiliano Mainero. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6564-8

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Diario personal

Prólogo

El Umbral

El camino de las sombras

PARTE I - La voz y la sombra - Donde todo parece estar en silencio, pero algo empieza a temblar por dentro

1 - El Umbral

2 - Eva

3 - Torre Blanca

4 - El Camino de las Sombras

PARTE II - Soledad Elegida - Donde el ruido se apaga y el alma empieza a hablar en voz baja

5 - Niebla blanca

6 - El segundo paso

7 - Yucuman

8 - Alfil del juicio

9 - Bordando el alma

10 - Cenizas prendidas

11 - Los cuatro peones

12 - El silencio que sostiene

13 - Zona de promesas

PARTE III - Trascender el viejo yo - Donde no se alcanza la cima se alcanza el alma

14 - El abismo del dolor

15 - Jazmín blanco

16 - El camino

17 - El nombre del dolor

18 - Enroque blanco

19 - El Último Peón

Epílogo

Agradecimientos

Diario personal

Nunca hubo un testigo. Solo el tiempo. Ese animal antiguo que observa sin hablar como si su silencio llevara siglos masticando mi nombre.

No hubo fiesta de bienvenida ni abrazos en los pasillos de la infancia, ni padres diciendo “acá estoy”. Caí y nadie interrumpió la caída.

Fui el que sobraba en la foto. El que no encontraba lugar ni dentro ni fuera.

La soledad no era falta de compañía, era falta de escucha.

Las montañas me ofrecieron exilio. Fue una elección y también una huida.

Con manos desnudas levanté muros y con el alma rota los llené de silencio.

Cocinaba como quien intenta curar el alma. Dormía para olvidar que aún estaba vivo.

Llorando sin motivo, otras veces con todos los motivos y sin una sola lágrima.

Escribía, no para que me lean, sino para no desaparecer.

El frío era un lenguaje que sí entendía. Me hablaba con dientes en los huesos y yo respondía con vino y poesía.

“Otra noche vacía de mi ser”, anoté alguna vez.

“Una copa de vino desnuda mi tristeza. Ya me siento agotado de sentirme así”.

Y era cierto. Porque cuando el alma sangra por dentro, el cuerpo se queda quieto.

Yo me quedé quieto… muchos inviernos.

Fui el tercer peón en una partida que no sé jugar. El que no tenía plan ni equipo, ni reina. Solo preguntas. No supe darme respuesta. Solo la música me la daba. Esa música melancólica que para mí fue refugio. No la escucho, la habito.

Así empiezo este libro.

Desde la sombra.

Desde la música.

Desde el rincón más callado de mi historia.

Desde el eco que nadie respondió.

No importa cuánto me haya roto.

Sigo buscando.

Sigo escribiendo.

Sigo siendo.

19 de marzo…

“YO VENGO A OFRECER MI CORAZÓN”.

–Max

Prólogo

El arte silencioso del ajedrez

El ajedrez es un campo de batalla sin gritos, una guerra muda de ojos fijos y pensamientos que arden sin hablar. Dos almas enfrentadas sin tocarse, que sueñan con el próximo movimiento. Cada jugada es una elección. Cada pieza, una parte del yo. Aunque muchos crean que el objetivo es vencer, en realidad, el ajedrez enseña algo más antiguo: a resistir, a imaginar, a transformarse.

Todo comienza con el gesto más humilde, el primer avance de un peón. Pequeño, limitado, frágil. Es él quien se atreve a romper la quietud. Nada ocurre hasta que el peón se mueve, nada cambia si no hay un primer avance. El peón no salta. No retrocede. Avanza lento uno por uno como quien aprende a vivir. Cae muchas veces, lo sacrifican y lo olvidan. Pero cuando llega al final del tablero, ese ser simple, desarmado y callado, tiene la posibilidad de transformarse en lo que desee.

El rey no puede, la reina con todo su poder no cambia.

El caballo sigue girando en sus círculos.

Solo el peón tiene el privilegio de convertirse. Porque el que nació sin nada puede abrazarlo todo si no abandona el camino.

En este libro no busco hacer jaque mate.

No he venido a vencer. No me mueve el deseo de dejar a nadie sin salida. Mi guerra no es contra un rey. Es contra mi sombra, contra los miedos heredados, los silencios que me mordían por dentro, las culpas que hicieron casa en mi pecho, las canciones que me sirvieron de escudo y los amores que abandoné...

No quiero aplastar. Quiero entender. No vine a conquistar el tablero. Vine a transformarme en alguien capaz de mirarse al espejo y no bajar la mirada.

Este no es un manual de estrategia. Es un viaje interior disfrazado de juego. Una historia donde el tablero es la VIDA y cada pieza una parte rota de mí mismo buscando redención.

Porque cuando un peón llega al final, puede elegir en qué quiere convertirse.

Yo escribo para no olvidar eso.

El Umbral

Antes de que comience el juego existe el Umbral. No es una caja como suelen creer los que no han estado adentro, es un recinto sagrado, un espacio suspendido donde todo es aún posible y nada ha sido escrito.

Allí no hay guerreros, hay promesas. No hay movimiento, hay latencia. No hay historia, hay origen.

En el ajedrez es apenas el contenedor de la espera. En la vida es el vientre del destino, el lugar donde la identidad todavía no ha sido puesta a prueba.

En el Umbral no se oyen gritos ni espadas, solo nombres, susurros antiguos, historias no dichas y una quietud espesa que no es paz, sino pregunta. Pero incluso en ese silencio que parece eterno algo tiembla, un llamado, una urgencia, un latido y cuando ese latido alcanza su pulso las piezas son alzadas y en ese gesto silencioso, la inocencia termina.

El camino de las sombras

Una vez atravesado el Umbral ya no hay retorno.

El llamado “tablero” pierde su forma de líneas claras y casillas predecibles. Lo que emerge es “el camino de las sombras”, no un terreno físico, sino el reflejo brutal de lo que el alma esconde cuando se atreve a ser jugada. Allí los bosques no son de este mundo, se retuercen como pensamientos que no hallan palabras. Las ruinas aún sangran porque en ellas viven los errores no redimidos. Las montañas murmuran antiguos temores que no han sido olvidados y hay fuegos que arden sin dar calor, alimentados por culpas viejas. La niebla no cubre, recuerda.

No es un paisaje. Es una conciencia encarnada. Una cartografía del abismo interior.

No hay mapas, cada paso que se da en este territorio es una fractura en la identidad. Cada avance exige una renuncia, a veces, a una creencia; otras, a una persona y casi siempre a una parte de uno mismo.

En este lugar no hay testigos ni gloria, solo el eco de las decisiones que construyen o destruyen el alma. Aquí se enfrentan, por fin, el miedo y el deseo. Es donde habla la herida. El Peón pequeño vulnerable sin más armas que su perseverancia debe caminar por la noche más densa de su espíritu si desea alguna vez descubrir qué forma lo habita en verdad.

En ajedrez este es apenas el inicio de la partida.

En la vida es el momento exacto en que ya no se puede huir de lo que uno es.

PARTE I

La voz y la sombra

Donde todo parece estar en silencio, pero algo empieza a temblar por dentro

“Debes abandonar la vida que planeaste para poder vivir la vida que te espera”.

Joseph Campbell

1El Umbral

En el principio existía el Umbral.

Un mundo suspendido en mármol frío y silencio espeso. Un lugar sin tiempo donde las piezas dormían su identidad en fila, aguardando el día en que serían llamadas al juego.

Nadie hablaba del “camino de las sombras” como destino, se lo murmuraba como se pronuncia la muerte, con temor, con una esperanza maldita y con la certeza de que al cruzarlo uno jamás regresaba igual.

Las columnas del Umbral sostenían un cielo artificial hecho de cristal opaco que nunca cambiaba. Ni día ni noche, solo luz inmóvil y bajo esa luz desalmada los peones compartían el mismo pedazo de piedra para entregarse al sueño. No había jerarquías ni nombres solo la tenue diferencia entre blancos y negros.

Solo el Rey y la Reina moraban sobre los pilares del linaje donde no llegaban ni el ruido ni la mirada de los comunes en las alturas donde el aire era distinto y el tiempo parecía inclinarse ante ellos. En los extremos las torres vigilaban en silencio, guardianas de antiguos secretos, cómplices de todo lo que nunca debía ser dicho.

Los peones separados por el color que el destino les asignó resistían como orantes sin altar, con la frente baja y el alma encendida. No temían al llamado, lo aguardaban como se aguarda una profecía sabiendo que el Camino de las Sombras no era castigo, sino tránsito. Un rito antiguo donde el dolor purifica y la oscuridad revela.

Entre todos los peones estaba Max.

Desde que tenía memoria supo que no encajaba, no por rebeldía ni por alguna rareza gloriosa que lo hiciera especial, simplemente era distinto como si su alma estuviera afinada en otra frecuencia.

Mientras los demás forjaban músculos y obediencias para la guerra, él escribía no poemas ni proclamas, solo pensamientos que no encontraba en ninguna boca, allí resguardando palabras como si esa fuera su única forma de respirar. Escribía en un cuaderno que escondía bajo el colchón.

Mientras todos hablaban de avanzar, de conquistar, de vencer, él preguntaba ¿por qué? La pregunta flotaba incómoda, nadie respondía, porque sabían que las preguntas desnudan el sinsentido.

Solo con Elías podía compartirlo. Y en ciertas noches de insomnio con Lys.

Lys no era una presencia común, no compartía la mesa ni dejaba huellas en el suelo, no parecía cruzar los pasillos. Su forma de estar era distinta, difusa como una sombra que se acomoda en el borde de la visión, como un susurro que se atreve cuando todo alrededor calla.

Max la conocía desde que tenía uso de razón, no podía recordar la primera vez que la vio, quizá fue en una pesadilla o tal vez en uno de esos días en que todo parecía más fácil si uno tan solo dejaba de intentar. Lys aparecía justo en esos momentos, cuando la duda se enroscaba como una serpiente en su garganta, cuando los otros lo miraban sin verlo y cuando escribir dolía más que callar.

Siempre vestida de rojo con esos ojos verdes que no pedían nada, lo sabían todo. Su voz suave melodiosa con un filo invisible que solo sugería, como quien no da una orden, sino una excusa para rendirse sin culpa.

Una noche, Max estaba sentado contra la pared de piedra en silencio, el cuaderno a su lado, sin una sola línea escrita, la tinta seca y el alma también.

Entonces ella apareció no con estruendo ni como un milagro, solo apareció, apenas iluminada por la luz temblorosa de la vela.

—¿Otra vez escribiendo lo que duele? —dijo con una sonrisa que no era burla, pero tampoco ternura.

Max no contestó, la miró con esa mezcla de recelo y necesidad que solo se le tiene a lo conocido.

—Y ¿si no hace falta más? —susurró mientras caminaba hacia él, con pasos que no hacían ruido.

—Y ¿si ya sos suficiente así?

Se detuvo frente a él, se agachó, le retiró un mechón de cabello de la frente con una delicadeza casi sagrada.

—Siempre estás tratando de llegar a algún lugar, Max.

Buscando un lugar donde todo doliera menos.

—Y vos siempre aparecés cuando me detengo —respondió él, sin fuerza en la voz.

Ella apenas rio. —¿Y si detenerse fuera precisamente el camino?

—No quiero rendirme —murmuró él casi para sí mismo.

—No se trata de rendirse —dijo Lys, acercándose aún más, tan cerca que él podía sentir su aliento tibio— se trata de descansar, de dejar de pelear con fantasmas, de entender que no tenés que demostrarle nada a nadie ni siquiera a vos mismo.

Max cerró los ojos por un instante, creyó que todo podía terminar ahí, que si cedía y se entregaba a esa calma aparente tal vez la angustia se apagaría.

Ella apoyó la cabeza en su hombro y el mundo pareció detenerse.

A veces Max quería creerle. Incluso llegaba a hacerlo. Sin embargo, en lo más profundo del pecho, algo latía distinto, como si intuyera que aceptar esa paz implicaba dejar morir algo que aún no había nacido.

Elías —el Caballo— y Max eran inseparables como los extremos de un mismo hilo, distintos en forma, pero tejidos por el mismo carretel.

Él era ágil, valiente, impredecible; un rebelde sin causa cuya sonrisa bastaba para partir el miedo en dos.

Defendía a Max cuando los demás se burlaban de sus silencios, de su cuerpo, de las dudas que no sabían esconderse y lo estimulaba a gritar cuando todo en él pedía callar. Lo obligaba a saltar cuando apenas quería mirar desde lejos.

Era su mejor amigo, su salvavidas cuando el mundo apretaba.

Nacido dos filas atrás, aunque siempre parecía adelantarse: rápido, decidido, fuerte, certero en todo lo que a Max le temblaba.

A pesar de todo, en las amistades verdaderas también pueden esconderse grietas. A veces, es en la lealtad donde la noche encuentra una hendidura. La de Elías tenía nombre, ese nombre era Eva.

Eva no se parecía a los demás. Peón blanco, hija de la Reina, criada en los recintos altos donde el pan conservaba su sabor y las palabras llegaban envueltas en terciopelo.

Su alma no comprendía de jerarquías ni protocolos, bajaba al ala común sin miedo, no por simple curiosidad, sino por una sed profunda de verdad.

Quería conocer el mundo que le habían ocultado detrás de brocados y silencios.

Amaba curar las heridas de las personas y soñaba con estudiar medicina, un arte prohibido para los peones, a pesar de todo lo hacía en secreto estudiando a la luz de una vela manuscritos antiguos robados del archivo real como si cada página robada fuera un acto de libertad.

Lo vio a Max por primera vez en la sala de lectura abandonada del Ala Norte entre estantes vencidos y muros que supuraban humedad.

Se miraron con timidez entre los estantes. Una sonrisa torpe, casi vergonzosa, bastó para encender el temblor en él. Bajó la cabeza y siguió caminando como huyendo hasta perderse en el rincón donde la luz apenas sobrevivía. Se sentó con la espalda contra la pared, sacó su cuaderno y empezó a escribir o eso intentó. A cada segundo alzaba la vista buscando con disimulo si ella seguía allí. No podía concentrarse, el corazón le latía distinto. Sintió que algo dentro se hubiese movido de lugar.

Ella, por su parte, regresaba cada tarde a la misma hora al rincón donde lo había visto por primera vez. No sabía bien por qué. Solo quería comprobar si seguía allí. Le intrigaba su presencia silenciosa, el modo en que se ocultaba entre sombras para escribir. Quería observarlo sin ser vista, entender qué buscaba o qué escondía. Le llamaba la atención su forma de andar.

Una tarde él estaba sentado en el suelo escribiendo en silencio. Ella se acercó despacio, se arrodilló a su lado y con una voz suave preguntó:

—¿Qué escribís?

Max no se giró de inmediato, permaneció inmóvil, sorprendido. Miraba de reojo intentando comprobar si aquella presencia era real o fruto de su imaginación. El corazón le palpitaba con fuerza, pero la paz que traía su voz fue suficiente para aquietarlo. Entonces, alzó la mirada, la buscó con los ojos y respondió:

—Nada que se entienda, escribo para no olvidarme de que alguna vez pensé distinto.

Eva sonrió, no del todo, fue una sonrisa leve nacida por dentro. Un temblor apenas visible en los labios que se instaló en el pecho y no quiso irse.

—Entonces, vale la pena —dijo.

Al oír sus palabras él sintió una calma nueva. Su cuerpo habló antes que su mente y la mirada le quedó clavada en sus ojos, de un pardo profundo como la tierra mojada al final del otoño. Era rubia, de una belleza callada, una mujer que parecía haber desafiado al tiempo y al linaje por igual. Su presencia no podía pasarse por alto.

Eva se levantó sin decir una palabra, no hubo gesto ni señal que revelara lo que palpitaba en sus pupilas. Giró sobre sí misma y camino hacia la puerta con la calma de quien no huye, sino de quien sabe cuándo retirarse. Antes de cruzarla se detuvo, no se giró del todo, apenas ladeó el rostro y entonces lo miró. Sus miradas se encontraron y el tiempo pareció quebrarse en ese instante mínimo.

En ella había calidez otoñal, en él aquellos ojos verdes —tristes, distintos desde siempre— mostraban una herida de esas que no se ven, hecha de ausencias viejas, silencios que lastiman y palabras que dejaron cicatriz.

Ese momento se le quedó adentro, lo acompañó durante noches enteras, no era seducción lo que habitaba en ella, era algo más profundo.

Sentía que esa mirada pudiera leer pensamientos que aún no se atrevía a pensar. Como si al mirarlo le susurrara sin hablar:

—No estás roto, solo sos real.

Eva, sin saberlo, era el centro de un rito que Max repetía cada tarde en el Ala Norte. Un acto silencioso de búsqueda y fe, cada paso lo arrastraba más cerca de ella, no de su cuerpo, sino de esa sensación inasible que dejaba flotando en el aire como un perfume que no pertenece al tiempo.

La observaba desde la sombra oculto entre estantes polvorientos, era un testigo sin voz perdido en un sueño que no se atrevía a tocar. No era solo su belleza, era la forma en que se movía por el mundo, esa seguridad que no exige y esa distancia que no hiere, pero deja un hueco.

Hasta que un día ella lo vio, su andar se detuvo, la mirada de Eva —por fin— se posó sobre él como si siempre hubiese sabido que estaba allí. Entonces se acercó.

El mundo en ese instante se hizo pequeño, tan pequeño que solo quedaron ellos dos.

Le ofreció la mano y el roce bastó, una corriente tibia le cruzó el pecho, todo en él pareció latir al mismo compás. No hubo palabras, solo el contacto leve de un beso, suave, casi irreal.

Un suspiro se posó sobre sus labios, fue un beso que no pedía permiso, que no decía “te quiero” … lo decía todo. Ese fue el principio. En el Ala Norte encontraron su refugio, se sentaban espalda con espalda, ella estudiaba anatomía y él escribía sobre almas.

Con el tiempo se enamoraron, no como en los libros del Umbral donde el amor era un pacto y los vínculos obedecían a una arquitectura de conveniencias.

Lo suyo fue distinto, nació en los márgenes, en el silencio. Allí donde la mirada del mundo no alcanza. Fue un amor sin moldes, un río fuera de cauce que no destruía y hacía fértil la tierra por donde pasaba.

No obedecía reglas.

No respondía a relojes.

No encajaba en ningún mapa.

Era un incendio manso, ardía sin dejar cenizas, iluminaba sin herir y abrazaba sin poseer.

Aunque vivió lejos de todo lo permitido nunca fue sombra, fue luz, de esas que incluso cuando ya no están, siguen encendidas adentro.

Más tarde Max supo quién era ella, la hija de la Reina Blanca.

La única entre ellos con una puerta abierta hacia lo alto y, aun así, elegía quedarse abajo. Eva no hablaba de libertad, la encarnaba.

Los hermanos de Max sabían del amor que lo unía a Eva, ese lazo invisible que no pedía permiso y sostenía todo.

Eran cuatro peones. Max había nacido tercero.

Él estaba ahí en medio como un puente que nadie pidió construir, pero que alguien, tarde o temprano debía cruzar.

Alex fue el primero y como todo primogénito no nació solo, nació junto a la expectativa, al mandato invisible y al deber no dicho. Nadie se lo pidió, aun así, él lo entendió desde temprano, tenía que ser el fuerte y el que no duda.

Creció entre silencios que otros no sabían nombrar, aprendiendo a ordenar el caos con la sola presencia de su cuerpo erguido. No necesitaba levantar la voz, bastaba su forma de mirar y la quietud con que permanecía en pie mientras los demás se desmoronaban.

Era el tipo de hombre que no busca ser seguido y a la vez al que todos siguen igual. El que no pregunta si está bien, porque ya decidió hacer lo correcto.

Desde joven fue estructura y disciplina, impaciente con la debilidad ajena y más aún con la propia. Parecía hecho de piedra, pero dentro ardía una llama que nunca mostró del todo. Capaz de sostener el mundo con una sola mano, aunque en secreto a veces solo deseara soltarlo un instante, respirar. Pero no lo hacía, nunca lo hacía. Porque ser el mayor no es un privilegio, es una forma de amor que carga más de lo que muestra.

Alex amaba a Max sin decirlo con una lealtad callada, de esas que duelen más cuanto menos se notan.

Paul, el segundo, llegó como una tormenta de verano sin aviso, sin permiso y sin la menor intención de quedarse quieto.

Tenía la sonrisa torcida de quien siempre sabe algo que los demás ignoran y los pies demasiado veloces para cualquier mandato.

Donde Alex había sido estructura, él fue fuego descalzo corriendo sobre piedra. Desafiaba, rompía reglas, discutía sin tregua y después se reía como si el mundo entero fuera un juego que solo él sabía jugar.

Y nadie —nunca— lo castigaba por ello.

Era el que más renegaba y el que más se alejaba. Aunque pocos lo dijeran en voz alta, el que más fascinaba. Tenía algo, una forma de mirar que abría puertas. Insolencia luminosa, luz propia, indomable que lo salvaba incluso de sí mismo.

Mientras los demás se doblaban para encajar, él caminaba derecho, aunque fuera hacia el borde.

Él parecía no mirar a nadie y, sin embargo, los demás lo seguían con los ojos. Tal vez porque era imposible no hacerlo. No cargaba culpas ni arrastraba pasado, vivía como si el mundo no pudiera alcanzarlo.

Ralph, el cuarto, el refugio. Era el menor, pero jamás pareció el más chico.

Desde pequeño hablaba con una voz que no pedía respuestas. No gritaba ni discutía, solo afirmaba. Cuando decía algo, los demás sin saber por qué terminaban haciéndolo. Tenía ese modo de ordenar el mundo sin necesidad de imponer.

Todo en él parecía estar en su sitio, el peinado, las palabras, las emociones, incluso el caos ajeno.

Ralph lo analizaba todo, lo clasificaba y explicaba. No soportaba el azar ni los errores. La improvisación le parecía una forma de pereza emocional. Era observador hasta el límite, podía detectar una mentira en el temblor de una pestaña y escuchar lo que no se decía. Era controlador y tan encantador en su precisión que enojarse con él resultaba inútil. Ordenaba hasta el silencio.