Amado - Romina Pinta - E-Book

Amado E-Book

Romina Pinta

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Beschreibung

Ella tiene miedo de morir. Él juega con la muerte. Ella decide por él y por ella. Ella lo ama, él la ama también. Un entramado de decisiones, casualidades, y el destino encaprichado con un viejo amor. Esa es la historia de Carola y Esteban. Treinta años después, las vueltas de la vida los llevan a reencontrarse en un momento impreciso. A través de una manera simple y con el amor como eje, la autora invita a reflexionar sobre esa fuerza arrolladora capaz de transformarlo todo. Se trata de esa esencia de la vida, ese modo de vivir: Amar y ser Amado.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Pinta, Romina Vanesa

Amado / Romina Vanesa Pinta. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2020.

144 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-652-2

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. 3. Novelas Románticas. I. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2020. Pinta, Romina Vanesa

© 2020. Tinta Libre Ediciones

A mi hija Sara.Ella es presencia y existencia del Amor

Capítulo 1

La boda

Acababa de sonar la campana de la iglesia. Era domingo al mediodía y el padre estaba avisando fervientemente que una pareja se casaba. No había muchos invitados, pues en medio de la soledad serrana, se levantaba aquella capilla que entonaba con el paisaje perfectamente. Parecía que se fusionaban, haciendo un contraste armonioso entre la madre naturaleza y la obra del hombre; el mismo hombre que otras tantas veces daña, corrompe y es responsable del desequilibrio. Sierras, una capilla de viejos muros, muy próximo el casco de una estancia y el perfume de pasto recién quemado que se adueñaba del aroma a primavera. Era una primavera sedienta y empolvada de cenizas. La lluvia era escasa y los diques cercanos dejaban ver su marginalidad desnuda.

En el interior de la iglesia había poca gente, seguramente los más allegados. Ante Dios, en la figura del párroco, una pareja no dejaba de mirarse mutuamente, sosteniendo sus manos; en sus palabras se sentía el tono del verdadero amor, era más que un sí, quiero. Era un verdadero compromiso, era su necesidad de decirle a Dios Todopoderoso que se amaban y que necesitaban de Él para que los bendijera hasta la muerte, hasta el más allá, y que su amor trascendiera los cielos hasta volverse a encontrar.

El padre de la novia lucía su mejor traje negro. No dejaba de mirarla, nunca dejó de mirarla desde el día en que la pusieron en sus brazos. La miraba y contenía sus lágrimas, de seguro creía que lo varonil se definía por el no llorar. Aún en el siglo XXI se mantienen modelos de pensamiento obsoletos, limitantes de sentimientos, que llevan a los países a guerras. Guerras sádicas, batallas de poder, cuando el arma más poderosa continúa siendo la palabra, la palabra vestida de sentimientos. Vacía de ellos, la palabra es simplemente un conjunto de letras que pronuncian sonidos.

A un costado estaban ellos. Los miraban. Ella no podía permitirse no llorar y él pensaba en lo idiota que había sido al negarse el amor un día. Su verdadero amor. Ese que estaba sentado a su lado. Esa mujer que había dejado ir y en ese momento entregaba su corazón a otro hombre. Ese hombre que la había encontrado en la soledad de la vida esperando nada. Esperando absolutamente nada.

Ella dejaba caer sus lágrimas, que no podía contener, y él no podía evitar agarrarle la mano y sostenerla fuerte mientras le hablaba.

—Él no fue tan idiota y débil como su padre, a quien unas malditas drogas le quitaron un pedazo de su vida. —le dijo y ella sigilosamente; no quería que alguien los oyera.

—Si no fuera por tu cobardía para vencer esos vicios que no te dejaban elegir y ver, ellos no estarían viviendo el día más dichoso de sus vidas —respondió—. Tu decisión me dejó ir. Las decisiones son a veces escritas por el propio destino, y el destino era este. Lloro porque estoy feliz. Gracias por tu destino.

Y rápidamente sacó su mano de entre la suya, tratando de escapar de esa pasión, de esas llamas que intentaban sofocarla, ahogarla, perderla; esas llamas que el tiempo no había podido apagar.

Finalmente, el cura dijo “Puede besar a la novia”. Y aunque él no era el novio y ella no era su novia, deseaba besarla como tantas otras veces había querido y no se había animado; solo la miró, la observó como al más bello de los paisajes. Mientras tanto, un silencio profundo y ese beso extenso entre sonrisas y lágrimas que sellaba la unión matrimonial para el resto de sus vidas, que ya era una.

Capítulo 2

El encuentro

Sol pleno y brillante. Un camino de cornisa, polvoriento y zigzagueante. El paso era lento por el tipo de camino, por la belleza del paisaje que lo acompañaba, que no podía desperdiciarse, y porque andar rápido donde no había apuro era un sinsentido. Era majestuoso. Montañas, flora serrana enmarcada por las flores amarillas del espinillo y algunas pircas limitaban los terrenos. Casitas a lo lejos y tal vez algún baqueano andando. Por allí anidaba la paz, y la libertad era aquel suspiro extenso queriendo respirar todo ese oxígeno puro.

No hablaban. Viajaban en silencio. Solo se oía el ruido del motor, su canción preferida y su respiración calmada. Cada tanto hacían comentarios del paisaje y del motivo que los conducía al lugar, su lugar. El lugar que habían elegido para casarse unos cuantos años atrás y que ahora su hija Catalina había escogido por la misma razón. Cata, como le decían ellos, era su única hija y ese ser que eternizaba sus vidas hasta el infinito. Catalina era un cachito de la subjetivad y pasión de Carola y otro tanto de la lógica y objetividad de Juan. Por eso ella era una verdadera apasionada, amaba con el corazón y la razón. Amaba loca y racionalmente.

Ella era su niña. La única por ninguna razón aparente. O quizás porque nunca estuvieron preparados para compartir ese amor con otro hijo. Ella nunca les pidió un hermano, ni les reclamó, pero seguramente esa parte de su vida la había llevado a convertirse en una pediatra, en una doctora de niños. Esos niños eran, cada uno, el hermanito que nunca había tenido. Aunque había uno muy especial, su mimado Benjamín, que sufría del conocido cáncer blanco. Era un luchador y Catalina luchaba con él. Batallaban juntos y eran cómplices. Muchas mañanas las enfermeras encontraban a Cata durmiendo a su lado entre naipes y fichas de juegos, y otras tantas descubrían debajo de su almohada una barrita de cereal, lo que causaba la risa de Benja y su mamá, pues sabían que su ángel protector había andado por la noche. No podía terminar su exhausto día sin verlo y sigilosamente, con su rol de médica, hallaba el modo de entrar a áreas restringidas y dejarle un beso. Ella creía fervientemente en su teoría de que el amor era sanador y que hasta se podía morir por amor.

El tema continuaba y entre vueltas y vueltas, anticipándose a las curvas siguientes, divisaron un vehículo estacionado. Pensaron que quizás el conductor andaba desorientado entre las serranías y decidieron detenerse para ofrecer ayuda. Apenas vio al conductor desorientado, la adolescencia de Carola volvió veloz en unos segundos que se sintieron eternos. Estaba frente al amigo, al amor, a ese primer hombre que amó sin sentirse amada, a ese jovencito que la salvó aquella noche en la que el pánico le asfixiaba.

Ella sabía que era él y respiraba pausadamente tratando de que su corazón mantuviera el ritmo. Sentía que sus gestos la iban a delatar, deseaba que no se diera cuenta de que era ella, deseaba subir la ventanilla del auto y seguir, aunque otra parte de su ser quería decirle: «Soy yo; enamorada de vos por años, oculté mi amor para no perder nuestra amistad. Oculté mis sentimientos para no alejarte, pues tenía que cuidarte de ese maldito vicio». Sabía que así lo tendría cerca, junto a ella, aunque tuviera que verlo besar a otras y escucharlo decirles “te amo” sin amarlas. Aunque tuviera que enojarse furiosamente cuando caía en la trampa de esas malditas. Ella solo quería estar a su lado hasta ese último día en que se fue sin decir nada; su corazón ya estaba desarmado y sus palabras no contenían ese amor que quería gritar, gritarle mientras esa tonta jugaba con él. Con él que en ese momento ya no era él.

El éxtasis invadía su cuerpo y su mente. Esos besos que significaban la nada misma, pues el corazón y la cabeza no tenían el control de la situación. Lo vio, lo miró. Le escribió una extensa carta y se marchó. Fue la última vez que se vieron hasta ese momento en medio del camino, en medio de la casualidad y luego de treinta y cuatro años.

Ella sabía quién era y la duda de si él sabía quién era ella giraba por su mente. No dejaba de pensar, no podía pensar en otra cosa mientras seguían el camino hacia la estancia. Silencio. No hablaba y su esposo rompió el mutismo con una pregunta que ella no contestó. Ella no estaba allí. Estaba comiendo maní con chocolate con los pies en el río mientras Esteban le explicaba nuevamente sobre las técnicas de pesca. Siempre hacían lo mismo, se escondían del mundo en ese lugar mientras comían chocolates y hablaban. Eran solo ellos, el tiempo se detenía y no había prisa. Ella reía libremente y el miedo a morir, con él se desvanecía. Nada podía pasarle junto a él, se sentía respirar y suspiraba por él. Él con ella sentía paz, seguridad de que podía ser él mismo, sin los vicios que lo transformaban en alguien detestable. Se descubría mejor persona con ella y ella lo salvaba.

Nuevamente su esposo le habló y ella volvió a la realidad, al ahí y ahora con él. La estancia estaba a unos metros, eran las últimas vueltas y las paredes de la capilla ya se podían ver. Divisaban el lugar donde se habían prometido amor hasta el fin de sus días y ella se sentía espantosa. Su corazón amaba a ese hombre que estaba a su lado, pero no podía dejar de recordar al hombre que una vez amó.

Al llegar, su hija corrió a recibirlos, era feliz, los abrazó, los llenó de besos; era con su padre que tenía ese amor incondicional, esa cómplice mirada, esa capacidad de entenderse sin hablar. Solo bastaba una mirada entre ellos para decirse lo que no pronunciaban en palabras. Y por eso Juan sabía que ella era feliz, que estaba tomando una decisión con el alma, una decisión segura y que la llenaba de dicha.

Entre mimos y saludos un vehículo ingresó al predio de la estancia. Era la misma camioneta roja que llegaba lentamente y se detenía mientras el corazón de Carola parecía escaparse del pecho. Los vidrios polarizados no dejaban ver a los ocupantes, pero era la misma que habían cruzado en el camino. Se detuvo el motor del vehículo y al abrirse la puerta de la chata, Álvaro salió en busca de su padre que acababa de llegar. Álvaro lo abrazó fuerte y posteriormente caminaron juntos charlando eufóricos, hasta el encuentro con el resto de los invitados. Sus pasos se agigantaban ante cada metro menos y de repente, justo cuando estaban ante ella, detuvieron el andar. Carola tenía delante de sus ojos al otro hombre de su vida.

—Carola —dijo su yerno—, le presento a mi papá.

Se miraron a los ojos, se encontraron, se reconocieron y se aproximaron, después de muchos años, en un beso protocolar que Esteban rompió con un sagaz comentario.

—El mundo es muy grande para andarlo —dijo—, pero un tanto chico para encontrarse. Dudaba de que fueras vos, pero ese lunar en la mejilla que ahora puedo ver me pone frente a mi mejor amiga.

El resto de los presentes enmudeció y él completó la frase diciéndole a su hijo que ahora entendía a quién veía cuando miraba a Catalina.

—Camina y habla igual que su madre —agregó para terminar— y de seguro que has elegido a una gran mujer.

Todos reían por la coincidencia del destino mientras caminaban hacia la casona donde iban a alojarse, a pocos metros de la capilla. El lugar era mágico y se transmitía ese encanto a cada paso. Todo era perfecto, todo tenía un lugar indicado y el aire que se respiraba era profundo y sereno. Tan sereno como el corazón de Carola que ya no tenía que ocultarse, él sabía que era ella y ella sabía que era él, en esa coincidencia perfecta de encontrarse aquel día.

Capítulo 3

Sin final

El día se había entrado y la noche engalanaba la cena. Los invitados estaban sentados en torno a una gran mesa de algarrobo viejo. Era viernes y la idea de compartir unos días juntos antes de la boda entusiasmaba a los novios.

Estaban presentes unos pocos invitados, la madre de Álvaro con su esposo y sus medio hermanas, Esteban, Carola junto a su marido, los futuros esposos y nadie más. Aunque Catalina deseaba que estuviera allí ese hermanito de la vida que yacía en un hospital, cacheteando a esas células cancerígenas que querían invadirle el cuerpo entero y su vida.

Todos charlaban. Un tema llevaba al otro, aunque uno interesaba en mayor medida y no pasaron muchos minutos antes de que alguien se atreviera a preguntar sobre la amistad entre Carola y Esteban, sobre esa coincidencia del destino. Primero, un silencio incómodo. Y luego, astutamente, Esteban empezó a hablar.

—Había una vez… —bromeó para romper el hielo. Rio, los demás rieron también y él prosiguió— Tenía como diecisiete años, estaba en el boliche con mi grupo de amigos cerca de la entrada al lugar. De pronto, una mina pasó velozmente y me chocó, por lo que se derramó parte del balde de fernet encima de mí. Salí a buscarla, quería decirle un par de cosas no muy agradables y poco caballerosas. La vi esperando un remis, la agarré fuerte del brazo y la di vuelta torpemente para mirarla a la cara y largarle un par de frases. Pero cuando la miré, vi sus ojos llenos de lágrimas. Me quedé sin palabras y todo lo que iba a decirle se tradujo en un “¿en qué te puedo ayudar?”.

» No podía hablar, le faltaba el aire y yo me había quedado sin palabras, sin reacción. Apresuradamente, la llevé al auto que papá milagrosamente me había prestado y fuimos al hospital. Iba bastante rápido, recuerdo haber pasado el semáforo de Pontín y Mariano Moreno en rojo, pero por suerte no venía nadie. Su corazón latía velozmente. Yo no sabía qué hacer. No tenía una mínima idea y ni siquiera sabía su nombre. Solo trataba de ayudarla. Al llegar al hospital, teníamos que esperar porque había otras urgencias ycomencé a levantar mi voz. Les gritaba... “¡Le falta el aire, no puede respirar, se ahoga! ¡Alguien que me ayude, que la ayude!”. Un médico, que después de muchas horas de guardia fumaba un pucho en el jardín del hospital, escuchó mis gritos y no dudó en atendernos. Recuerdo lo que me dijo tras las primeras revisaciones.

» —Si le faltara el oxígeno no hubieses llegado hasta acá con ella —empezó diciendo—. Está bien tu amiga, lo que tiene ella es miedo —y terminó diciéndome entre rizas cómplices—. Y vos un espantoso olor a fernet.

» Pero a mí no me interesaba; ni siquiera me acordaba del evento relacionado al fernet. No quería interpretar lo que me decía el profesional. Mientras, él seguía explicando.

» —Miedo a morirse.

» —Miedo —repetí entre enojado y arrepentido. No podía creer que esa minita primero me hubiera bañado en fernet y después me hubiera engañado con una supuesta urgencia. Hasta que el doctor entendió mis gestos. Me llevó a una habitación contigua y comenzó a explicarme que el miedo maneja los sentimientos y las sensaciones.

» —El miedo nos paraliza, nos enferma —continuó explicando—. Ella viene cada semana con el mismo cuadro. Siente morirse en vida y el aire la asfixia. Ella sabe que necesita tratamiento psicológico, no es fácil superar la muerte tan pronta de sus padres.

» Al saber eso me sentí el ser más idiota del mundo, mi enojo se traducía en una jarra de fernet, mientras que el de ella era un enojo reprimido y manifestado en miedo a morir. Enojada con la vida, con el destino o con lo que inesperadamente le había arrebatado a sus padres en cuestión de nueve cortos meses.

» Salí del cuarto junto al médico, la miré y sinceramente sentí lástima por ella, quien para ese momento ya lucía mejor, respiraba serena y por primera vez escuché su voz. Escuché un “gracias” que me penetró el alma. Era sincero y su voz era pacífica, era la voz más femenina que había escuchado en mi vida. Me había bloqueado y ahora era yo el que estaba paralizado.

» Al rato salimos caminando como dos desconocidos conocidos, tras haber escuchado la recomendación del doctor de hacer terapia. Ella necesitaba ayuda y desde ese momento, sin conocerla, yo sentía necesidad de ayudarla, de estar con ella. Se veía vulnerable y sola. Y yo quería ayudarla.

Mientras relataba el encuentro como un cuento al resto de los comensales, pensaba para sí mismo que en realidad se había enamorado de esa chica delgada, con unos enormes ojos negros y que en la primera mirada le había conquistado el corazón, lo había despojado de los tapujos masculinos para dejarse amar.

—Ya afuera de la sala de emergencia —continuó su relato—, le dije que la llevaría hasta su casa. Mientras tanto ella me invitó con una hamburguesa del carrito ubicado justo en frente del hospital. Ella quería agradecerme de alguna manera y yo no pude negarme. Nos sentamos en el cordón a comer. Era una noche templada de noviembre, no había prisa ni ningún compromiso que nos obligara. Respirábamos tranquilos tras lo sucedido. Y después de los primeros bocados, por primera vez, nos presentamos.

» —Soy Carola —dijo ella primero y yo le respondí de la misma manera.

» —Soy Esteban.

Tras el punto final de la historia nadie hablaba. Silencio. Ningún ruido en la sala, salvo por el silbido de la pava que calentaba el agua para un buen café que acompañara el momento en esa noche fresca en medio de la soledad serrana. Al tiempo que Carola miraba a su esposo, él le devolvía la mirada tomándole la mano, enredando sus dedos entre los suyos. La sentía de él, sólo de él, aunque sabía que ese hombre, Esteban, la deseaba tanto como él y que la historia con aparente punto final no había culminado aún.

Capítulo 4

Quién es él

Siempre estaba ocultándose del mundo y de la gente, buscando la soledad, encontrándose a ella misma. Encontrarla mirando un punto fijo sin explicación y que pasaran largos minutos hasta que reaccionara a la presencia de alguien, es una imagen que describe bien a Carola. Nadie le preguntaba qué miraba o en qué pensaba porque sabían que era un torbellino de ideas juntas lo que deambulaba por su cabeza. No podía describirlas en palabras o letras, eran como los sentimientos. Eran ideas propias que se entendían según su mundo y que otros no comprenderían.

Esteban, que la conocía más de la cuenta, se acercó sin decir palabras y se acomodó al lado de ella. Un ruido de papel, el olor a maní con chocolate y ella notó la presencia de él justo a su lado. Montones de recuerdos le vinieron a la mente, los pies en el agua comiendo su golosina preferida, pasando la tarde calurosa en el río que atravesaba el pueblo, escapando del mundo. Se vio con él, sentados en la verja de la plaza, contando los vagones del tren, que pasaba siempre a la misma hora cada sábado por la noche, mientras compartían los maníes. Se vio con él, tirados en el piso del comedor de la abuela mirando películas o ese programa de juegos que ellos también jugaban.

—Sabía que te encontraría aislada, buscando silencio —dijo él—. Pasaron muchos calendarios, pero no has cambiado en absolutamente nada.

—Te equivocás —respondió ella sin mirarlo—. He cambiado. Tengo un par de kilos de más, unas cuantas arrugas dibujadas en mi rostro y la soledad dejó de ser mi compañera; es mi forma de andar por la vida.

Silencio. Pausaron el tiempo. Hasta que él estiró su mano hacia ella, con la bolsita de los maníes abierta, invitándola. Sabía que le podía negar palabras y su mirada, pero no resistiría a esos chocolates que tanto le gustaban. No se equivocó y ahí estaban, como en otras épocas que habían quedado demasiado lejos.

—Te queda bien ese anillo —dijo él, mirando su alianza de boda.

—Lo llevo desde hace veintiocho años —ella respondió corto y sin más explicaciones.

Otra vez, el sigiloso silencio que los envolvía.

Esteban insistía en querer entablar un diálogo con ella, el amor de su vida. Volvió a insistir, pero sin preguntar, sin indagar, sin esperar repuesta alguna, con algo de astucia y el beneficio de conocerla como nadie.

—¡Hay una rana! —dijo exaltado.

—¡¿Dónde?! —gritó ella asustada, ya casi encima de él.

Él reía a más no poder. Ella no entendía nada y aún seguía buscando al indefenso animal. Él respiraba tranquilo. Sabía que su amiga era ella y no había cambiado.

—Sos vos —dijo él entre risas—, sólo quería asegurarme que eras vos y si aún conservabas ese ingenuo miedo a tan desprotegido anfibio.

Él la miraba como siempre la miró. La miraba, mientras ella bajaba la vista y concentraba sus ojos en un infinito.

—Yo llevo mi cuerpo libre de drogas —empezó a decir para atraer la mirada de Carola hacia la suya—, desde hace exactamente treinta y cuatro años. Libre de ellas, libre para ser quien quiero ser.

Esteban trataba de que sus ojos dejaran de mirar el infinito y lo miraran a él.