Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color) - Josemaría Escrivá de Balaguer - E-Book

Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color) E-Book

Josemaría Escrivá de Balaguer

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Beschreibung

Recopilación de 18 meditaciones escogidas entre la abundante predicación de San Josemaría Escrivá, gran parte de la cual todavía permanece inédita. En palabras de Alvaro del Portillo, su sucesor al frente del Opus Dei, este libro es "una catequesis de doctrina y de vida cristiana donde, a la vez que se habla de Dios se habla con Dios". Su contenido gira en torno a las virtudes teologales y humanas, y a otros motivos centrales de la vida espiritual, como la oración o el apostolado. El libro termina con la meditación titulada Hacia la santidad, que el propio autor calificó con frecuencia como "falsilla de la vida interior", ya que es un inspirado resumen de todo el camino espiritual que el cristiano recorre en su marcha hacia Dios. La primera edición en castellano apareció en 1977, con carácter póstumo. Se han publicado numerosas ediciones en las principales lenguas.

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JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER

AMIGOS DE DIOS

35.ª edición

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2021 by Scriptor S. A.,

EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5971-8

ISBN (versión digital): 978-84-321-5972-5

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

EL AUTOR

PRESENTACIÓN

LA GRANDEZA DE LA VIDA CORRIENTE

Dios nos quiere santos

Cosas pequeñas y vida de infancia

La coherencia cristiana de la vida

Sinceridad en la dirección espiritual

Buscar la presencia de Dios

En la barca de Cristo

LA LIBERTAD, DON DE DIOS

Escoger la vida

El sentido de la libertad

Libertad y entrega

La libertad de las conciencias

Responsables ante Dios

EL TESORO DEL TIEMPO

Desde la primera hora

Rendir para Dios

Al pie de la viña

La higuera estéril

En las cosas del Padre

TRABAJO DE DIOS

El trabajo, participación del poder divino

Valor ejemplar de la vida profesional

Hacer del trabajo oración

Hacerlo todo por Amor

VIRTUDES HUMANAS

Virtudes humanas

Fortaleza, serenidad, paciencia, magnanimidad

Laboriosidad, diligencia

Veracidad y justicia

Los frutos de la templanza

La sabiduría de corazón

Un camino ordinario

Virtudes humanas y virtudes sobrenaturales

HUMILDAD

Para oír a Dios

La soberbia, el enemigo

Un borrico por trono

Frutos de la humildad

Humildad y alegría

DESPRENDIMIENTO

Ejemplo de Cristo

Señorío del cristiano

Padre,... no los saques del mundo

Dios ama al que da con alegría

TRAS LOS PASOS DEL SEÑOR

El camino del cristiano

Con la mirada en la meta

Como el latir del corazón

Espíritu de penitencia

EL TRATO CON DIOS

Somos hijos de Dios

El ejemplo de Jesucristo

Piedad, trato de hijos

Plan de vida

Los palos pintados de rojo

VIVIR CARA A DIOS Y CARA A LOS HOMBRES

La prudencia, virtud necesaria

Los respetos humanos

Actuar con rectitud

El colirio de la propia debilidad

A cada uno lo suyo

Deberes de justicia con Dios y con los hombres

Justicia y amor a la libertad y a la verdad

Justicia y caridad

PORQUE VERÁN A DIOS

El ejemplo de Cristo

Llevar a Dios en nuestros cuerpos

La castidad es posible

Todo el corazón entregado

Amor humano y castidad

Los medios para vencer

VIDA DE FE

Junto a la piscina de Siloé

La fe de Bartimeo

Fe con obras

Fe y humildad

Vida ordinaria y contemplación

LA ESPERANZA DEL CRISTIANO

Esperanzas terrenas y esperanza cristiana

En qué esperar

Todo lo puedo

La miseria y el perdón

Dios no se cansa de perdonar

La importancia de la lucha

Con la mirada en el Cielo

CON LA FUERZA DEL AMOR

Pedagogía divina

Universalidad de la caridad

Manifestaciones del amor

El ejercicio de la caridad

El único camino

VIDA DE ORACIÓN

Cómo hacer oración

Oración, diálogo

Oraciones vocales y oración mental

Un personaje más

PARA QUE TODOS SE SALVEN

El fermento y la masa

Faenas de pesca

Se repetirán los milagros

Apostolado en la vida ordinaria

Las almas son de Dios

Audacia para hablar de Dios

MADRE DE DIOS, MADRE NUESTRA

Fe del pueblo cristiano

Madre del Amor Hermoso

Madre de la Iglesia

Maestra de fe, de esperanza y de caridad

Madre nuestra

HACIA LA SANTIDAD

Hablar con Dios

La Humanidad Santísima de Cristo

La Santa Cruz

La Trinidad Beatísima

Oración viva

Vida corriente

Con los Santos Ángeles

ÍNDICE DE TEXTOSDE LA SAGRADA ESCRITURA

ÍNDICE DE PADRES Y DOCTORES DE LA IGLESIA, DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO ECLESIÁSTICO, TEXTOS LITÚRGICOS, ETC.

ÍNDICE DE MATERIAS

EL AUTOR

San Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de enero de 1902. En 1918 inició los estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño, y los prosiguió a partir de 1920 en el de S. Francisco de Paula de Zaragoza. Entre 1923 y 1927 estudió, además, Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza. Recibió la ordenación sacerdotal el 28 de marzo de 1925. Inició su ministerio en la parroquia de Perdiguera —diócesis de Zaragoza—, y lo continuó luego en Zaragoza.

En la primavera de 1927 se trasladó a Madrid, donde desarrolló una amplia labor sacerdotal en todos los ambientes, dedicando también su atención a pobres y desvalidos de los barrios extremos, y en especial a los incurables y moribundos de los hospitales. Se hizo cargo de la capellanía del Patronato de Enfermos, labor asistencial de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, y fue profesor en una Academia universitaria, a la vez que continuaba los estudios de los cursos de doctorado en Derecho Civil.

El 2 de octubre de 1928, el Señor le hizo ver el Opus Dei (Obra de Dios). El 14 de febrero de 1930 comprendió —por inspiración divina— que debía extender el apostolado del Opus Dei también entre las mujeres. Se abría así en la Iglesia un nuevo camino, dirigido a promover, entre personas de todas las clases sociales, la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado, mediante la santificación del trabajo ordinario, en medio del mundo. El 14 de febrero de 1943 fundó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, inseparablemente unida al Opus Dei, que, además de permitir la ordenación sacerdotal de miembros laicos del Opus Dei y su incardinación al servicio de la Obra, más adelante permitiría también a los sacerdotes incardinados en las diócesis compartir la espiritualidad y la ascética del Opus Dei, buscando la santidad en el ejercicio de los deberes ministeriales, y dependiendo exclusivamente del respectivo Ordinario. El Opus Dei fue erigido en Prelatura personal por san Juan Pablo II el 28 de noviembre de 1982: era la forma jurídica prevista y deseada por san Josemaría Escrivá.

En 1946 fijó su residencia en Roma, donde permaneció hasta el final de su vida. Desde allí, estimuló y guio la difusión del Opus Dei en todo el mundo, prodigando todas sus energías para dar a los hombres y mujeres de la Obra y a muchas otras personas una sólida formación doctrinal, ascética y apostólica. A la muerte de su Fundador, el Opus Dei contaba con más de 60 000 miembros de 80 nacionalidades.

San Josemaría Escrivá falleció el 26 de junio de 1975. Desde hacía años, ofrecía a Dios su vida por la Iglesia y por el Papa. Su cuerpo reposa en el altar de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, en la sede central de la Prelatura del Opus Dei. La fama de santidad de que el Fundador del Opus Dei ya gozó en vida se ha ido extendiendo, después de su muerte, por todos los rincones de la tierra, como ponen de manifiesto los abundantes testimonios de favores espirituales y materiales que se atribuyen a su intercesión; entre ellos, algunas curaciones médicamente inexplicables. San Juan Pablo II canonizó a Josemaría Escrivá el 6 de octubre de 2002.

Entre sus escritos publicados se cuentan, además del estudio teológico jurídico La Abadesa de las Huelgas, libros de espiritualidad que han sido traducidos a numerosos idiomas: Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, Vía Crucis, Surco y Forja. Recogiendo algunas de las entrevistas concedidas a la prensa se ha publicado el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer y se han comenzado a publicar sus escritos inéditos, como En diálogo con el Señor y un primer volumen con sus cuatro primeras Cartas. Una amplia documentación sobre san Josemaría puede encontrarse en www.escrivaobras.org, en www.opusdei.org y en www.josemariaescriva.info.

PRESENTACIÓN[*]

Dios sabe más. Los hombres entendemos poco de su modo paternal y delicado de conducirnos hacia Él. Yo no podía prever, al escribir en 1973 la presentación de Es Cristo que pasa, que se iría tan pronto a la casa del Cielo ese sacerdote santo, a quien millares de hombres y mujeres de todo el mundo —hijos de su oración, de su sacrificio y de su generoso abandono a la Voluntad de Dios— aplicamos con inmenso agradecimiento la misma conmovedora alabanza que San Agustín cantó de nuestro Padre y Señor San José: «Mejor cumplió él la paternidad del corazón que otro cualquiera la de la carne»[1]. Se fue el jueves 26 de junio de 1975, al mediodía, en esta Roma a la que amaba porque es la sede de Pedro, centro de la cristiandad, cabeza de la caridad universal de la Iglesia santa. Y mientras nosotros oíamos aún el eco de las campanas del Ángelus, el Fundador del Opus Dei escuchaba con una fuerza ya siempre viva: amice, ascende superius [2], amigo, ven a gozar del Cielo.

En un día corriente de su trabajo sacerdotal, dejó esta tierra, metido en un trato pleno con El que es la Vida y, por eso, no ha muerto: está a Su lado. Mientras atendía su tarea de almas, le llegó ese dulce sobresalto —así se expresa en la homilía Hacia la santidad [3]— de encontrarse cara a cara con Cristo, de contemplar finalmente el Rostro hermoso por el que tanto suspiraba: Vultum tuum, Domine, requiram! [4].

Desde el mismo instante de su nacimiento a la patria del Cielo, empezaron a llegarme testimonios de un número incalculable de personas, que conocían su vida de santidad. Han sido y son palabras que pueden ya desbordarse: antes, callaban por respeto a la humildad del que se consideraba un pecador que ama con locura a Jesucristo. Tuve el consuelo de escuchar directamente de labios del Santo Padre uno de sus muchos encendidos elogios al Fundador del Opus Dei. En periódicos y revistas de todo el mundo se pueden leer innumerables artículos de reconocimiento, surgidos del pueblo cristiano y de personas que todavía no confiesan a Cristo, pero que comenzaron a descubrirle a través de la palabra y de las obras de Mons. Escrivá de Balaguer.

«Mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca»[5]. Ese fue su único oficio: rezar y animar a rezar. Por eso suscitó en medio del mundo una prodigiosa movilización de personas —como le gustaba decir— dispuestas a tomarse en serio la vida cristiana, mediante un trato filial con el Señor. Somos muchos los que hemos aprendido de este sacerdote cien por cien «el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios»[6].

En este segundo volumen de homilías recogemos algunos textos que se editaron mientras Mons. Escrivá de Balaguer se encontraba aún a nuestro lado, aquí en la tierra, y otros de los muchos que dejó para publicar más adelante, porque trabajaba sin prisa y sin pausa. No pretendió jamás ser un autor, a pesar de que figura entre los maestros de la espiritualidad cristiana. Su doctrina, amable y esforzada, es para vivirla en medio del trabajo, en el hogar, en las relaciones humanas, en todas partes. Tenía el arte, también humano, de dar liebre por gato. ¡Qué bien se le lee! Lo directo de las expresiones, la viveza de las imágenes, llegan a todos, por encima de las diferencias de mentalidad y cultura. Aprendió en la escuela del Evangelio: de ahí su claridad, ese herir en lo hondo del alma; el talante para no pasar de moda, por no estar en la moda.

Estas dieciocho homilías trazan un panorama de las virtudes humanas y cristianas básicas, para el que quiera seguir de cerca los pasos del Maestro. No son ni un tratado teórico, ni un prontuario de buenas maneras del espíritu. Contienen doctrina vivida, donde la hondura del teólogo va unida a la transparencia evangélica del buen pastor de almas. Con Mons. Escrivá de Balaguer, la palabra se hace coloquio con Dios —oración—, sin dejar de ser una entrañable conversación en sintonía con las inquietudes y esperanzas de quienes le escuchan. Son, pues, estas homilías una catequesis de doctrina y de vida cristiana donde, a la vez que se habla de Dios, se habla con Dios: quizá sea este el secreto de su gran fuerza comunicativa, porque siempre se refiere al Amor, «en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio»[7].

Ya en el primer texto se recuerda lo que ha sido pauta constante de la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer: que Dios llama a todos los hombres a la santidad. Haciéndose eco de las palabras del Apóstol —esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación[8]— advierte: «Hemos de ser santos —os lo diré con una frase castiza de mi tierra— sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro»[9]. Y más adelante precisa: «La santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas»[10].

¿Dónde se apoya, con qué títulos cuenta el cristiano para fomentar en su vida tan asombrosas aspiraciones? La respuesta es como un estribillo, que vuelve una y otra vez, a lo largo de estas homilías: la humilde audacia «del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios»[11].

Para Mons. Escrivá de Balaguer es patente la gran alternativa que caracteriza a la humana existencia: «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia»[12]. Ayudado por el ejemplo santo de la entrega fiel y heroica del Fundador del Opus Dei, lo he considerado aún con más insistencia en mi oración, desde que el Señor se llevó a su lado a quien yo más quería: sin la humildad y la sencillez del niño no podemos dar un paso por el camino del servicio a Dios. «Humildad es mirarnos como somos, sin paliativos, con la verdad. Y al comprender que apenas valemos algo, nos abrimos a la grandeza de Dios: esta es nuestra grandeza»[13].

Preciso es que Él crezca y que yo mengüe[14], fue la enseñanza del Bautista, del Precursor. Y Cristo dice: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón[15]. Humildad no es apocamiento humano; la humildad que late en la predicación del Fundador del Opus Dei es algo vivo y profundamente sentido, porque «significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo»[16]. Mons. Escrivá de Balaguer da con una expresión que quizá no tiene precedentes: vibración de humildad[17]; porque la pequeñez del niño, asistido por la protección omnipotente de su Padre Dios, vibra en obras de fe, de esperanza y de amor, y de todas las demás virtudes que el Espíritu Santo infunde en su alma.

En ningún momento se aparta del ámbito de la primera homilía: la vida corriente, lo habitual, lo de cada día. Mons. Escrivá de Balaguer trata de todas las virtudes con referencias continuas a la vida del cristiano que está en medio del mundo porque ese es su sitio, el lugar donde Dios ha querido colocarlo. Ahí se despliegan las virtudes humanas: la prudencia, la veracidad, la serenidad, la justicia, la magnanimidad, la laboriosidad, la templanza, la sinceridad, la fortaleza, etc. Virtudes humanas y cristianas, porque la templanza se perfecciona con el espíritu de penitencia y de mortificación; el austero cumplimiento del propio deber se engrandece con el toque divino de la caridad, «que es como un generoso desorbitarse de la justicia»[18]. Se vive en medio de las cosas que usamos, pero desprendidos, con corazón limpio.

Como para los que andan en negocios de almas, el tiempo es más que oro, es ¡gloria![19], el cristiano ha de aprender a emplearlo con diligencia, para manifestar su amor a Dios y su amor a los demás hombres, santificando el trabajo, santificándose en el trabajo, santificando a los demás con el trabajo: con un solícito cuidado por las cosas pequeñas, es decir, sin ensueños estériles, con el heroísmo callado, natural y sobrenatural, del que vive con Cristo la realidad cotidiana. «En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez (...). Sucede, sin embargo, que los hombres suelen acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!»[20].

Estas palabras del Fundador del Opus Dei nos llegan así: con el frescor de rosas nuevas, fruto de una vida entera de trato con Dios y de un apostolado inmenso, como un mar sin orillas. Junto a la sencillez, resalta en estos escritos un constante contrapunto de amor apasionado, desbordante. Es una «fuerte sacudida en el corazón»[21], un «tened prisa en amar»[22], porque «todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad»[23].

Así pasamos a otro de los grandes temas que trataba en sus meditaciones: «El entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana»[24]. Las referencias son continuas: «A vivir de fe; a perseverar con esperanza; a permanecer pegados a Jesucristo; a amarle de verdad, de verdad, de verdad»[25]; «la seguridad de sentirme —de saberme— hijo de Dios me llena de verdadera esperanza»[26]; «ha llegado la hora, en medio de tus ocupaciones ordinarias, de ejercitar la fe, de despertar la esperanza, de avivar el amor»[27].

Después de las tres homilías sobre la fe, la esperanza y la caridad, viene una sobre oración; pero la necesidad de la vida de trato con Dios está ya presente desde la primera página. «La oración debe prender poco a poco en el alma»[28], con naturalidad, sencilla y confiadamente, porque «los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre»[29]. La oración es el hilo de ese cañamazo de las tres virtudes teologales. Todo se hace una sola cosa: la vida adquiere un sonido divino y «esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos»[30].

En medio de los comentarios ajustados y precisos a la Escritura Santa y del recurso asiduo al tesoro de la Tradición cristiana, irrumpen esos arranques de amor, como un río impetuoso: «¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo»[31].

¿Por qué un amor tan fuerte? Porque Dios lo infundió en su corazón y, a la vez, porque supo secundarlo con su libre voluntad y contagiarlo a millares y millares de almas. Quería en los dos sentidos de la palabra: amaba y quería querer, corresponder a esa gracia que el Señor había puesto en su alma. La libertad en el amor se hizo pasión: «Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo»[32].

El camino hacia la santidad que nos propone Mons. Escrivá de Balaguer está tendido con un profundo respeto a la libertad. Se deleita el Fundador del Opus Dei con las palabras de San Agustín, con las que afirma el Obispo de Hipona que Dios «juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían»[33]. Esa ascensión al Cielo es, además, sendero apropiado para el que está en medio de la sociedad, en el trabajo profesional, en circunstancias a veces indiferentes o decididamente contrarias a la ley de Cristo. No habla el Fundador del Opus Dei a gente de invernadero; se dirige a personas que luchan al aire libre, en las más diversas situaciones de la vida. Es ahí donde, con la libertad, se da esa decisión de servir a Dios, de amarle por encima de todo. La libertad resulta imprescindible y, en libertad, el amor se enrecia, echa raíces: «El santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana»[34].

Se fomentan, por tanto, para nuestro trato con el Señor, dos pasiones: la del amor y la de la libertad. Sus fuerzas se unen cuando la libertad se decide por el Amor de Dios. Y esas torrenteras de gracias y de correspondencia pueden ya contra todas las dificultades: contra el terrorismo psicológico[35] que se alza contra los que desean ser fieles al Señor; contra las miserias personales que no desaparecen nunca, pero que se convierten en ocasiones para afirmar de nuevo, con la libertad del arrepentimiento, el amor; contra los obstáculos del ambiente que hemos de superar con una siembra de paz y de alegría[36].

Hay momentos en los que, en las anotaciones sobre ese gran juego divino y humano de la libertad y del amor, se vislumbra un poco del sufrimiento —del dolor de amor, por la falta de correspondencia de la humanidad a la misericordia divina— que acompañó siempre la vida de Mons. Escrivá de Balaguer. Era difícil darse cuenta, viéndole. Pocas personas pasarán por este mundo con tanta alegría, con tan buen humor, con tal sentido de la juventud y de vivir al día. No era nostálgico de nada, salvo del Amor de Dios. Pero sufrió. Muchos de sus hijos que le han conocido de cerca, me han comentado luego: ¿cómo era posible que nuestro Padre padeciese tanto? Lo hemos visto siempre alegre, atento a los más pequeños detalles, entregado a todos nosotros.

La respuesta, indirecta, está en algunas de estas homilías: «No olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios»[37].

Por ese saber abrazarse apasionadamente a la Cruz del Señor, Mons. Escrivá de Balaguer podía decir que «la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía»[38]. Siempre secundó dócilmente las mociones del Espíritu Santo, de modo que su conducta fuese un reflejo de la imagen hermosa de Cristo. Creía al pie de la letra en las palabras del Maestro, y con frecuencia fue atacado por los que no parecen soportar que se pueda vivir de fe, con esperanza y con amor. «Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras Él me conceda vida, continuaré ocupándome —como sacerdote de Cristo— de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!»[39].

La pasión del amor y de la libertad, la conciencia de que hemos de movernos en el ámbito divino de la fe y de la esperanza, se hacen apostolado. Una homilía —Para que todos se salven— está íntegramente dedicada a este tema. «Jesús está junto al lago de Genesaret y las gentes se agolpan a su alrededor, ansiosas de escuchar la palabra de Dios (Lc V, 1). ¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo: otros —sin culpa de su parte— no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor»[40].

El nervio del apostolado, esa apasionada comunicación del amor impaciente de Dios por los hombres, atraviesa las fibras de todas las páginas de este volumen. Se trata de «pacificar las almas con auténtica paz» y de «transformar la tierra»[41]. Mons. Escrivá de Balaguer vuelve con continuidad su mirada al Maestro, que enseñó a los hombres a hablar de la felicidad eterna con el paso terrestre de sus pisadas divinas. No me resisto a transcribir una página de Hacia la santidad, en la que el Fundador del Opus Dei comenta una escena evangélica que le enamoraba: el apostolado de Jesús con los dos discípulos de Emaús, que habían quizá perdido la esperanza.

«Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia»[42].

Es Cristo que pasa. Aquellos dos hombres, cuando ven que Jesús hace ademán de continuar el camino, le dicen: continúa con nosotros, porque es tarde y va ya el día de caída[43]. «Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y solo Tú eres luz, solo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume»[44].

Este deseo de Dios, que todos llevamos dentro, ofrece el terreno diario para el apostolado del cristiano. Los hombres estamos clamando por Él, y lo buscamos aun en medio de las conciencias dudosas o con los ojos pegados al suelo. «Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha —anochece—, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo»[45].

Yo vuelvo con la memoria —que es presente: no lo olvido nunca— a aquel 26 de junio de 1975. Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer nació definitivamente al Amor, porque su corazón necesitaba ya un Emaús interminable, quedarse para siempre junto a Cristo. En Hacia la santidad había escrito: «Nace una sed de Dios, un ansia de comprender sus lágrimas; de ver su sonrisa, su rostro (...). Y el alma avanza metida en Dios, endiosada: se ha hecho el cristiano viajero sediento, que abre su boca a las aguas de la fuente»[46]. Y más adelante: «Me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la casa del Cielo, a nuestra Patria»[47].

Allí habita, con la Trinidad Beatísima; con María, la Santa Madre de Dios y Madre nuestra; con San José, a quien tanto amaba. Muchos, en todas partes, le confiamos nuestras oraciones, seguros de que Dios Nuestro Señor se complace en quien quiso ser —y lo fue durante su vida en esta tierra— un siervo bueno y fiel [48].

Los escritos del Fundador del Opus Dei publicados hasta ahora —y especialmente Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa, Conversaciones— han superado los cinco millones de ejemplares y están traducidos a más de treinta idiomas. Sale a la luz este segundo volumen de homilías, con el mismo fin: servir de instrumento para acercar almas a Dios. La Iglesia atraviesa momentos difíciles, y el Santo Padre no se cansa de exhortar a sus hijos a la oración, a la visión sobrenatural, a la fidelidad al sagrado depósito de la Fe, a la comprensión fraterna, a la paz. En estas circunstancias no podemos sentirnos desanimados: es la hora de poner en práctica, hasta el heroísmo, las virtudes que definen y trazan la imagen del cristiano, del hijo de Dios que procura «que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra»[49], mientras camina por la ciudad temporal.

La vida del cristiano que se decide a comportarse de acuerdo con la grandeza de su vocación, viene a ser como un prolongado eco de aquellas palabras del Señor: ya no os llamaré siervos, pues el siervo no es sabedor de lo que hace su amo. Mas a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer cuantas cosas oí de mi Padre[50]. Prestarse dócilmente a secundar la Voluntad divina, despliega insospechados horizontes. Mons. Escrivá de Balaguer se goza al subrayar esa hermosa paradoja: «Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos»[51].

Hijos de Dios, Amigos de Dios: esa es la verdad que Mons. Escrivá de Balaguer quiso grabar a fuego en los que le trataban. Su predicación es un constante mover a las almas para que no piensen «en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo»[52]. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: nuestro Hermano, nuestro Amigo; si procuramos tratarle con intimidad, «participaremos en la dicha de la divina amistad»[53]; si hacemos lo posible por acompañarle desde Belén hasta el Calvario, compartiendo sus gozos y sufrimientos, nos haremos dignos de su conversación amistosa: calicem Domini biberunt —canta la Liturgia de las Horas— et amici Dei facti sunt, bebieron el cáliz del Señor y llegaron a ser amigos de Dios[54].

Filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios. A Él acudimos como hijos, en un confiado diálogo que ha de llenar toda nuestra vida; y como amigos, porque «los cristianos estamos enamorados del Amor»[55]. Del mismo modo, la filiación divina empuja a que la abundancia de vida interior se traduzca en hechos de apostolado, como la amistad con Dios lleva a ponerse «al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo»[56].

Se engañan los que ven un foso entre la vida corriente, entre las cosas del tiempo, entre el transcurrir de la historia, y el Amor de Dios. El Señor es eterno; el mundo es obra suya y aquí nos ha puesto para que lo recorramos haciendo el bien, hasta arribar a la definitiva Patria. Todo tiene importancia en la vida del cristiano, porque todo puede ser ocasión de encuentro con el Señor y, por eso mismo, alcanzar un valor imperecedero. «Mienten los hombres, cuando dicen para siempre en cosas temporales. Solo es verdad, con una verdad total, el para siempre cara a Dios; y así has de vivir tú, con una fe que te ayude a sentir sabores de miel, dulzuras de cielo, al pensar en la eternidad que de verdad es para siempre»[57].

Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer conoce ahora directamente esos sabores y dulzuras de Dios. Ha entrado en la eternidad. Por eso sus palabras, también las de estas homilías que presento, han adquirido —si cabe— más fuerza, penetran más hondamente en los corazones, arrastran. Termino con un texto que puede servir para contagiarnos de otra de sus pasiones dominantes:

«Amad a la Iglesia, servidla con la alegría consciente de quien ha sabido decidirse a ese servicio por Amor. Y si viésemos que algunos andan sin esperanza, como los dos de Emaús, acerquémonos con fe —no en nombre propio, sino en nombre de Cristo—, para asegurarles que la promesa de Jesús no puede fallar, que Él vela por su Esposa siempre: que no la abandona. Que pasarán las tinieblas, porque somos hijos de la luz (cfr. Eph V, 8) y estamos llamados a una vida perdurable»[58].

ÁLVARO DEL PORTILLO

[*] Texto escrito por Álvaro del Portillo para la primera edición de Amigos de Dios, en diciembre de 1977 (N. del E.).

[1] San Agustín, Sermo 51, 26 (PL 38, 348).

[2]Lc XIV, 10.

[3]Hacia la santidad, n. 296.

[4]Ps XXVI, 8.

[5]Vida de oración, n. 247.

[6]El trato con Dios, n. 145.

[7]Hacia la santidad, n. 296.

[8]1 Thes IV, 3.

[9]La grandeza de la vida corriente, n. 5.

[10]Ibidem, n. 7.

[11]Humildad, n. 108.

[12]La libertad, don de Dios, n. 38.

[13]Humildad, n. 96.

[14]Ioh III, 30.

[15]Mt XI, 29.

[16]Humildad, n. 108.

[17]Vida de fe, n. 202.

[18]Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 173.

[19] Cfr. Camino, n. 355.

[20]Virtudes humanas, n. 89.

[21]Hacia la santidad, n. 294.

[22]Tras los pasos del Señor, n. 140.

[23]El tesoro del tiempo, n. 43.

[24]La esperanza del cristiano, n. 205.

[25]La grandeza de la vida corriente, n. 22.

[26]La esperanza del cristiano, n. 208.

[27]Trabajo de Dios, n. 71.

[28]Hacia la santidad, n. 295.

[29]Vida de oración, n. 255.

[30]Ibidem, n. 251.

[31]La libertad, don de Dios, n. 33.

[32]Ibidem, n. 35.

[33] San Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 134).

[34]La grandeza de la vida corriente, n. 7.

[35]Hacia la santidad, n. 298.

[36]Humildad, n. 105.

[37]Hacia la santidad, n. 301.

[38]El trato con Dios, n. 143.

[39]Vivir cara a Dios y cara a los hombres, n. 174.

[40]Para que todos se salven, n. 260.

[41]Hacia la santidad, n. 294.

[42]Ibidem, n. 313.

[43]Lc XXIV, 29.

[44]Hacia la santidad, n. 314.

[45]Ibidem, n. 314.

[46]Ibidem, n. 310.

[47]Ibidem, n. 313.

[48]Mt XXV, 21.

[49]Virtudes humanas, n. 75.

[50]Ioh XV, 15.

[51]La libertad, don de Dios,n. 35.

[52]Vida de oración, n. 247.

[53]Hacia la santidad, n. 300.

[54] Responsorio de la segunda lectura, del oficio en la Dedicación de las Basílicas de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.

[55]Porque verán a Dios, n. 183.

[56]Para que todos se salven, n. 258.

[57]Vida de fe, n. 200.

[58]Hacia la santidad, n. 316.

LA GRANDEZA DE LA VIDA CORRIENTE

[Homilía pronunciada el 11-III-1960]

1

Íbamos hace tantos años por una carretera de Castilla y vimos, allá lejos, en el campo, una escena que me removió y que me ha servido en muchas ocasiones para mi oración: varios hombres clavaban con fuerza, en la tierra, las estacas que después utilizaron para tener sujeta verticalmente una red, y formar el redil. Más tarde, se acercaron a aquel lugar los pastores con las ovejas, con los corderos; los llamaban por su nombre, y uno a uno entraban en el aprisco, para estar todos juntos, seguros.

Y yo, mi Señor, hoy me acuerdo de modo particular de esos pastores y de ese redil, porque todos los que aquí nos encontramos reunidos —y otros muchos en el mundo entero— para conversar Contigo, nos sabemos metidos en tu majada. Tú mismo lo has dicho: Yo soy el Buen Pastor y conozco mis ovejas, y las ovejas mías me conocen a Mí [1]. Tú nos conoces bien; te consta que queremos oír, escuchar siempre atentamente tus silbidos de Pastor Bueno, y secundarlos, porque la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste [2].

Tanto me enamora la imagen de Cristo rodeado a derecha e izquierda por sus ovejas, que la mandé poner en el oratorio donde habitualmente celebro la Santa Misa; y en otros lugares he hecho grabar, como despertador de la presencia de Dios, las palabras de Jesús: cognosco oves meas et cognoscunt me meae[3], para que consideremos en todo momento que Él nos reprocha, o nos instruye y nos enseña como el pastor a su grey[4]. Muy a propósito viene, pues, este recuerdo de tierras de Castilla.

Dios nos quiere santos

2

Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad[5]. Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra[6], esta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima.

3

No se va de mi memoria una ocasión —ha transcurrido ya mucho tiempo— en la que fui a rezar a la Catedral de Valencia, y pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura. Me contaron entonces que a este sacerdote, cuando era ya muy viejo y le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano: poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios. Para bastantes de vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano los años, desde que os decidisteis a tratar a Nuestro Señor, a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio. No importa excesivamente este detalle; sí interesa, en cambio, que grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión.

4

La meta que os propongo —mejor, la que nos señala Dios a todos— no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto[7] por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día[8]. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos.

5

Vida interior: es una exigencia de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos. Hemos de ser santos —os lo diré con una frase castiza de mi tierra— sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro. Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas brota como una consecuencia lógica de esa elección: «Cuando descubrís que algo os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos»[9].

Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente —tampoco con las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente, que nunca han faltado desde los inicios del cristianismo—, hemos de tener muy presente que Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida interior la eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos rodean. Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero.

6

Quizá alguno de vosotros piense que me estoy refiriendo exclusivamente a un sector de personas selectas. No os engañéis tan fácilmente, movidos por la cobardía o por la comodidad. Sentid, en cambio, la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, ipse Christus, el mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra —ésa que hemos de pretender— una santidad de segunda categoría, que no existe. Y el principal requisito que se nos pide —bien conforme a nuestra naturaleza—, consiste en amar: la caridad es el vínculo de la perfección[10]; caridad, que debemos practicar de acuerdo con los mandatos explícitos que el mismo Señor establece: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente[11], sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad.

7

Ciertamente se trata de un objetivo elevado y arduo. Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana. «Todo lo que se desarrolla —advierte uno de los escritores cristianos de los primeros siglos, refiriéndose a la unión con Dios—, comienza por ser pequeño. Es al alimentarse gradualmente como, con constantes progresos, llega a hacerse grande»[12]. Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente —sé que estás dispuesto, aunque tantas veces te cueste vencer o tirar hacia arriba con este pobre cuerpo—, has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas.

Cosas pequeñas y vida de infancia

8

Pensando en aquellos de vosotros que, a la vuelta de los años, todavía se dedican a soñar —con sueños vanos y pueriles, como Tartarín de Tarascón— en la caza de leones por los pasillos de su casa, allí donde si acaso no hay más que ratas y poco más; pensando en ellos, insisto, os recuerdo la grandeza de la andadura a lo divino en el cumplimiento fiel de las obligaciones habituales de la jornada, con esas luchas que llenan de gozo al Señor, y que solo Él y cada uno de nosotros conocemos.

Convenceos de que ordinariamente no encontraréis lugar para hazañas deslumbrantes, entre otras razones, porque no suelen presentarse. En cambio, no os faltan ocasiones de demostrar a través de lo pequeño, de lo normal, el amor que tenéis a Jesucristo. «También en lo diminuto —comenta San Jerónimo— se muestra la grandeza del alma. Al Creador no le admiramos solo en el cielo y en la tierra, en el sol y en el océano, en los elefantes, camellos, bueyes, caballos, leopardos, osos y leones; sino también en los animales minúsculos, como la hormiga, mosquitos, moscas, gusanillos y demás animales de este jaez, que distinguimos mejor por sus cuerpos que por sus nombres: tanto en los grandes como en los pequeños admiramos la misma maestría. Así, el alma que se da a Dios pone en las cosas menores el mismo fervor que en las mayores»[13].

9

Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo, para que ellos sean santificados en la verdad [14], percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera[15]. Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas —de cien, las cien—, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.

Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento «hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor»[16], también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención.

10

Voy a proseguir este rato de charla ante el Señor, con una nota que utilicé años atrás, y que mantiene toda su actualidad. Recogí entonces unas consideraciones de Teresa de Ávila: «Todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios»[17]. ¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad? Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo.

Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino.

11

Permitidme una corta digresión, que viene perfectamente al caso. Jamás he preguntado a alguno de los que a mí se han acercado lo que piensa en política: ¡no me interesa! Os manifiesto, con esta norma de mi conducta, una realidad que está muy metida en la entraña del Opus Dei, al que con la gracia y la misericordia divinas me he dedicado completamente, para servir a la Iglesia Santa. No me interesa ese tema, porque los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el Magisterio de la Iglesia. Únicamente me preocuparía —por el bien de vuestras almas—, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo advertiría con claridad. Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, mientras no os aparten de la ley de Dios, no lo entienden los que ignoran el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz, qua libertate Christus nos liberavit[18], los sectarios de uno y otro extremo: esos que pretenden imponer como dogmas sus opiniones temporales; o aquellos que degradan al hombre, al negar el valor de la fe colocándola a merced de los errores más brutales.

12

Pero volvamos a nuestro tema. Os decía antes que ya podéis lograr los éxitos más espectaculares en el terreno social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si os descuidáis interiormente y os apartáis del Señor, al final habréis fracasado rotundamente. Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria el que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución intermedia. Por eso conocéis a tantos que, juzgando a lo humano su situación, deberían sentirse muy felices y, sin embargo, arrastran una existencia inquieta, agria; parece que venden alegría a granel, pero arañas un poco en sus almas y queda al descubierto un sabor acerbo, más amargo que la hiel. No nos sucederá a ninguno de nosotros, si de veras tratamos de cumplir constantemente la Voluntad de Dios, darle gloria, alabarle y extender su reinado a todas las criaturas.

La coherencia cristiana de la vida

13

Me produce una pena muy grande enterarme de que un católico —un hijo de Dios que, por el Bautismo, está llamado a ser otro Cristo— tranquiliza su conciencia con una simple piedad formularia, con una religiosidad que le empuja a rezar de vez en cuando, ¡solo si piensa que le conviene!; a asistir a la Santa Misa en los días de precepto —y ni siquiera todos—, mientras cuida puntualmente que su estómago se quede tranquilo, comiendo a horas fijas; a ceder en su fe, a cambiarla por un plato de lentejas, con tal de no renunciar a su posición... Y luego, con desfachatez o con escándalo, utiliza para subir la etiqueta de cristiano. ¡No! No nos conformemos con las etiquetas: os quiero cristianos de cuerpo entero, de una pieza; y, para conseguirlo, habréis de buscar sin componendas el oportuno alimento espiritual.

Por experiencia personal os consta —y me lo habéis oído repetir con frecuencia, para prevenir desánimos— que la vida interior consiste en comenzar y recomenzar cada día; y advertís en vuestro corazón, como yo en el mío, que necesitamos luchar con continuidad. Habréis observado en vuestro examen —a mí me sucede otro tanto: perdonad que haga estas referencias a mi persona, pero, mientras os hablo, estoy dando vueltas con el Señor a las necesidades de mi alma—, que sufrís repetidamente pequeños reveses, y a veces se os antoja que son descomunales, porque revelan una evidente falta de amor, de entrega, de espíritu de sacrificio, de delicadeza. Fomentad las ansias de reparación, con una contrición sincera, pero no me perdáis la paz.

14

Allá por los primeros años de la década de los cuarenta, iba yo mucho por Valencia. No tenía entonces ningún medio humano y, con los que —como vosotros ahora— se reunían con este pobre sacerdote, hacía la oración donde buenamente podíamos, algunas tardes en una playa solitaria. Como los primeros amigos del Maestro, ¿recuerdas? Escribe San Lucas que, al salir de Tiro con Pablo, camino de Jerusalén, nos acompañaron todos con sus mujeres y niños a las afueras de la ciudad, y arrodillados hicimos la oración en la playa[19].

Pues, un día, a última hora, durante una de aquellas puestas de sol maravillosas, vimos que se acercaba una barca a la orilla, y saltaron a tierra unos hombres morenos, fuertes como rocas, mojados, con el torso desnudo, tan quemados por la brisa que parecían de bronce. Comenzaron a sacar del agua la red repleta de peces brillantes como la plata, que traían arrastrada por la barca. Tiraban con mucho brío, los pies hundidos en la arena, con una energía prodigiosa. De pronto vino un niño, muy tostado también, se aproximó a la cuerda, la agarró con sus manecitas y comenzó a tirar con evidente torpeza. Aquellos pescadores rudos, nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba.

Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios.

Sinceridad en la dirección espiritual

15

Conocéis de sobra las obligaciones de vuestro camino de cristianos, que os conducirán sin pausa y con calma a la santidad; estáis también precavidos contra las dificultades, prácticamente contra todas, porque se vislumbran ya desde los principios del camino. Ahora os insisto en que os dejéis ayudar, guiar, por un director de almas, al que confiéis todas vuestras ilusiones santas y los problemas cotidianos que afecten a la vida interior, los descalabros que sufráis y las victorias.

En esa dirección espiritual mostraos siempre muy sinceros: no os concedáis nada sin decirlo, abrid por completo vuestra alma, sin miedos ni vergüenzas. Mirad que, si no, ese camino tan llano y carretero se enreda, y lo que al principio no era nada, acaba convirtiéndose en un nudo que ahoga. «No penséis que los que se pierden caen víctimas de un fracaso repentino; cada uno de ellos erró en los comienzos de su senda, o bien descuidó por largo tiempo su alma, de modo que debilitándose progresivamente la fuerza de sus virtudes y creciendo, en cambio, poco a poco la de los vicios, vino a quebrantarse miserablemente... Una casa no se derrumba de golpe por un accidente imprevisible: o había ya algún defecto en sus fundamentos, o la desidia de los que la habitaban se prolongó por mucho tiempo, de forma que los desperfectos en un principio pequeñísimos fueron corroyendo la firmeza de la armadura, por lo que, cuando llegó la tempestad o arreciaron las lluvias torrenciales, se destruyó sin remedio, poniendo de manifiesto lo antiguo del descuido»[20].

¿Os acordáis del cuento del gitano que se fue a confesar? No pasa de ser un cuento, un chascarrillo, porque de la confesión no se habla jamás, aparte de que yo estimo mucho a los gitanos. ¡Pobrecillo! Estaba arrepentido de veras: padre cura, yo me acuso de haber robado un ronzal... —poca cosa, ¿verdad?—; y detrás había una mula...; y detrás otro ronzal...; y otra mula... Y así, hasta veinte. Hijos míos, lo mismo ocurre en nuestro comportamiento: en cuanto concedemos el ronzal, viene después lo demás, viene a continuación una reata de malas inclinaciones, de miserias que envilecen y avergüenzan; y otro tanto sucede en la convivencia: se comienza con un pequeño desaire, y se acaba viviendo de espaldas, en medio de la indiferencia más heladora.

16

Cazadnos las raposas, las raposas pequeñas, que destrozan la viña, nuestras viñas en flor [21]. Fieles en lo pequeño, muy fieles en lo pequeño. Si procuramos esforzarnos así, aprenderemos también a acudir con confianza a los brazos de Santa María, como hijos suyos. ¿No os recordaba al principio que todos nosotros tenemos muy pocos años, tantos como los que llevamos decididos a tratar a Dios con intimidad? Pues es razonable que nuestra miseria y nuestra poquedad se acerquen a la grandeza y a la pureza santa de la Madre de Dios, que es también Madre nuestra.

Os puedo contar otra anécdota real, porque han transcurrido ya tantos años, tantísimos años desde que sucedió; y porque os ayudará a pensar, por el contraste y la crudeza de las expresiones. Me hallaba dirigiendo un curso de retiro para sacerdotes de diversas diócesis. Yo los buscaba con afecto y con interés, para que viniesen a hablar, a desahogar su conciencia, porque también los sacerdotes necesitamos del consejo y de la ayuda de un hermano. Empecé a charlar con uno, algo brutote, pero muy noble y sincero; le tiraba de la lengua un poco, con delicadeza y con claridad, para restañar cualquier herida que hubiera allá dentro, en su corazón. En un determinado momento, me interrumpió, más o menos con estas palabras: yo tengo una envidia muy grande de mi burra; ha estado prestando servicios parroquiales en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay si yo hubiera hecho lo mismo!

17

Quizá —¡examínate a fondo!— tampoco merezcamos nosotros la alabanza que ese curita de pueblo cantaba de su burra. Hemos trabajado tanto, hemos ocupado tales puestos de responsabilidad, has triunfado en esta y en aquella tarea humana..., pero, en la presencia de Dios, ¿no encuentras nada de lo que no debas lamentarte? ¿Has intentado de verdad servir a Dios y a tus hermanos los hombres, o has fomentado tu egoísmo, tu gloria personal, tus ambiciones, tu éxito exclusivamente terreno y penosamente caduco?

Si os hablo un poco descarnadamente, es porque yo quiero hacer una vez más un acto de contrición muy sincero, y porque quisiera que cada uno de vosotros también pidiera perdón. A la vista de nuestras infidelidades, a la vista de tantas equivocaciones, de flaquezas, de cobardías —cada uno las suyas—, repitamos de corazón al Señor aquellas contritas exclamaciones de Pedro: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te! [22]; ¡Señor!, ¡Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, a pesar de mis miserias! Y me atrevo a añadir: Tú conoces que te amo, precisamente por esas miserias mías, pues me llevan a apoyarme en Ti, que eres la fortaleza: quia Tu es, Deus, fortitudo mea [23]. Y desde ahí, recomencemos.

Buscar la presencia de Dios

18

Vida interior. Santidad en las tareas ordinarias, santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes de cada día...; santidad, para santificar a los demás. Soñaba en cierta ocasión un conocido mío —¡nunca le acabo de conocer bien!— que volaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, en la cabina; iba montado sobre las alas. ¡Pobre desgraciado: cómo padecía y se angustiaba! Parecía que Nuestro Señor le daba a entender que así van —inseguras, con zozobras— por las alturas de Dios las almas apostólicas que carecen de vida interior o la descuidan: con el peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inciertas.

Y pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción —¡al activismo!—, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel del panal.

19