Cartas II (bolsillo, rústica) - Josemaría Escrivá de Balaguer - E-Book

Cartas II (bolsillo, rústica) E-Book

Josemaría Escrivá de Balaguer

0,0

Beschreibung

Este volumen prosigue la edición pública de 38 Cartas largas que san Josemaría escribió a los miembros del Opus Dei, para transmitirles el mensaje de santidad en la vida ordinaria. Junto a las Instrucciones, estas Cartas son documentos en los que el autor explica la naturaleza y los apostolados del Opus Dei, al mismo tiempo que muestra de manera práctica cómo seguir a Jesucristo en el mundo de hoy y difundir el Evangelio donde cada uno se encuentra. Por eso se abren ahora a todos los lectores interesados en esa búsqueda de Jesucristo en la familia, el trabajo y las realidades más corrientes. Esta edición consta de cuatro nuevas Cartas de tema espiritual, fechadas entre 1939 y 1943, aunque profundamente reelaboradas en la década de 1960. Sus temas son: la misión de los laicos en el ámbito de la educación; una descripción del carisma del Opus Dei y de su misión evangelizadora; la labor de formación cristiana de la juventud y el espíritu de servicio a la Iglesia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 300

Veröffentlichungsjahr: 2022

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER

CARTAS

(VOL. II)

Edición preparada por LUIS CANO

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2022 by SCRIPTOR S. A.,

EDICIONES RIALP, S. A., Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid (www.rialp.com)

Preimpresión y realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6177-3

ISBN (edición digital): 978-84-321-6178-0

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

EL AUTOR

PRÓLOGO

NOTA DEL EDITOR

CARTA N.º 5

CARTA N.º 6

CARTA N.º7

CARTA N.º8

ÍNDICE DE TEXTOS DE LA SAGRADA ESCRITURA

ÍNDICE DE MATERIAS

SIGLAS

GLOSARIO

EL AUTOR

San Josemaría Escrivá de Balaguer nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de enero de 1902. En 1918 inició los estudios eclesiásticos en el Seminario de Logroño, y los prosiguió a partir de 1920 en el de S. Francisco de Paula de Zaragoza. Entre 1923 y 1927 estudió, además, Derecho Civil en la Universidad de Zaragoza. Recibió la ordenación sacerdotal el 28 de marzo de 1925. Inició su ministerio en la parroquia de Perdiguera —diócesis de Zaragoza—, y lo continuó luego en Zaragoza.

En la primavera de 1927 se trasladó a Madrid, donde desarrolló una amplia labor sacerdotal en todos los ambientes, dedicando también su atención a pobres y desvalidos de los barrios extremos, y en especial a los incurables y moribundos de los hospitales. Se hizo cargo de la capellanía del Patronato de Enfermos, labor asistencial de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón, y fue profesor en una Academia universitaria, a la vez que continuaba los estudios de los cursos de doctorado en Derecho Civil.

El 2 de octubre de 1928, el Señor le hizo ver el Opus Dei (Obra de Dios). El 14 de febrero de 1930 comprendió —por inspiración divina— que debía extender el apostolado del Opus Dei también entre las mujeres. Se abría así en la Iglesia un nuevo camino, dirigido a promover, entre personas de todas las clases sociales, la búsqueda de la santidad y el ejercicio del apostolado, mediante la santificación del trabajo ordinario, en medio del mundo. El 14 de febrero de 1943 fundó la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, inseparablemente unida al Opus Dei, que, además de permitir la ordenación sacerdotal de miembros laicos del Opus Dei y su incardinación al servicio de la Obra, más adelante permitiría también a los sacerdotes incardinados en las diócesis compartir la espiritualidad y la ascética del Opus Dei, buscando la santidad en el ejercicio de los deberes ministeriales, y dependiendo exclusivamente del respectivo Ordinario. El Opus Dei fue erigido en Prelatura personal por san Juan Pablo II el 28 de noviembre de 1982: era la forma jurídica prevista y deseada por san Josemaría Escrivá.

En 1946 fijó su residencia en Roma, donde permaneció hasta el final de su vida. Desde allí, estimuló y guio la difusión del Opus Dei en todo el mundo, prodigando todas sus energías para dar a los hombres y mujeres de la Obra y a muchas otras personas una sólida formación doctrinal, ascética y apostólica. A la muerte de su Fundador, el Opus Dei contaba con más de 60 000 miembros de 80 nacionalidades.

San Josemaría Escrivá falleció el 26 de junio de 1975. Desde hacía años, ofrecía a Dios su vida por la Iglesia y por el Papa. Su cuerpo reposa en el altar de la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, en la sede central de la Prelatura del Opus Dei. La fama de santidad de que el Fundador del Opus Dei ya gozó en vida se ha ido extendiendo, después de su muerte, por todos los rincones de la tierra, como ponen de manifiesto los abundantes testimonios de favores espirituales y materiales que se atribuyen a su intercesión; entre ellos, algunas curaciones médicamente inexplicables. San Juan Pablo II canonizó a Josemaría Escrivá el 6 de octubre de 2002.

Entre sus escritos publicados se cuentan, además del estudio teológico jurídico La Abadesa de las Huelgas, libros de espiritualidad que han sido traducidos a numerosos idiomas: Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, Vía Crucis, Surco y Forja. Recogiendo algunas de las entrevistas concedidas a la prensa se ha publicado el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, y se han comenzado a publicar sus escritos inéditos, como En diálogo con el Señor y dos volúmenes de Cartas. Una amplia documentación sobre san Josemaría puede encontrarse en www.escrivaobras.org y en www.opusdei.org.

PRÓLOGO[*]

Me produce una gran alegría el comienzo de la edición pública de las Cartas que san Josemaría escribió para los miembros del Opus Dei. Han pasado más de noventa años desde el 2 de octubre de 1928, día en que el Señor lo llamó para que fundara la Obra. Nueve décadas son muchas para la vida de una persona; en cambio, de ordinario no sucede lo mismo con una institución querida por Dios para su Iglesia.

San Josemaría hizo referencia, en cierto momento, a la historicidad propia de un carisma que está destinado a ser fecundo a lo largo del tiempo: «Permanece inconmovible el meollo, la esencia, el espíritu, pero evolucionan los modos de decir y de hacer, siempre viejos y nuevos, siempre santos» [1]. En este juego de identidad y dinamismo se expresa también la fidelidad a un espíritu que busca dar vida en todas las épocas. Las Cartas que ahora se empiezan a publicar constituyen un valioso material para esta tarea ya que, de alguna manera, nos acercan a aquella fecha fundacional.

Durante los primeros años treinta del siglo pasado, san Josemaría se esforzaba por compaginar con su dedicación a la Obra, que daba sus primeros pasos, el resto de su trabajo pastoral, académico y su contribución al sostenimiento económico de su familia. Sabemos que la puesta en marcha del Opus Dei no fue una tarea sencilla: el mensaje que debía difundir —la llamada a la santidad en medio del mundo y tomando ocasión del mundo— no estaba en aquellos años veinte y treinta universalmente reconocido; es más, chocaba con la mentalidad más común. Se trataba de abrir a hombres y mujeres «los caminos divinos de la tierra», de mostrar que los nobles quehaceres humanos podían ser recorridos en comunión con Dios de modo que fueran también caminos de santidad.

Un día de abril de 1933 escribió: «Dios mío: ya lo ves; suspiro por vivir solo para tu Obra, y en lo espiritual dirigir toda mi vida interior a la formación de mis hijos, con ejercicios, pláticas, meditaciones, cartas, etc.» [2]. El fundador se sirvió de la predicación oral y de los escritos como modo de profundizar y de transmitir el mensaje de santidad en la vida ordinaria. Entre los textos que se han conservado, destacan los que denominó Instrucciones y también los que llamó Cartas: ambos recogen consideraciones espirituales y prácticas en las que explica la naturaleza y los apostolados del Opus Dei[3]. Ahora ven la luz las cuatro primeras Cartas pastorales, gestadas precisamente durante esos años en Madrid aunque —como se explica en el presente estudio— trabajadas definitivamente en Roma, años más tarde, cuando adquirieron su forma actual.

San Josemaría preparaba una posible edición de las Cartas cuando el Señor le llamó a su gloria. Y dejó indicado a sus sucesores que las difundieran cuando la prudencia se lo aconsejase. Mi predecesor, Mons. Javier Echevarría, tomó la decisión de iniciar el proceso de publicación hace casi diez años. Ahora, después de diversos trabajos y estudios sobre el entero ciclo de estos textos —un corpus de escritos inéditos de varios millares de páginas—, se ha podido comenzar su publicación, que seguirá a lo largo de los próximos años. Este trabajo se encuadra dentro de la Colección de Obras Completas de San Josemaría, en edición crítica anotada, encomendada al Instituto Histórico San Josemaría Escrivá, con sede en Roma.

Las Cartas están dirigidas expresamente a los miembros del Opus Dei, pero iluminan todo el itinerario de la vida cristiana, con especial referencia a las incidencias y los valores de la vida en el mundo. Por eso san Josemaría previó que, cuando fuese oportuno, se hicieran accesibles a todas las personas interesadas en conocer y vivir el mensaje de santidad en la propia existencia.

Estos textos desarrollan ampliamente los elementos fundamentales del espíritu del Opus Dei, ya enunciados, con estilo distinto, en Consideraciones Espirituales y en Camino publicados entre 1932 y 1939. Y de todos, con mayor o menor extensión según los casos, se encuentran ecos en su predicación de aquellos años y de los sucesivos. En las cuatro Cartas que ahora se publican, se tratan con la fuerza que caracterizó la predicación de san Josemaría, temas nucleares de la llamada universal a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, y de sus múltiples implicaciones doctrinales y existenciales: la santificación del trabajo profesional, la vida de oración con la aspiración a ser contemplativos en medio del mundo, la inspiración cristiana de las realidades sociales, la libertad y responsabilidad del cristiano en sus actuaciones temporales, el valor humano y cristiano de la amistad. Esos y otros aspectos aparecen enraizados en lo más hondo y perenne de la vida cristiana: la filiación divina, la unión con Jesucristo en la Eucaristía y en la oración, la devoción a María Santísima, la conciencia de la vocación recibida con el bautismo y reforzada por la práctica sacramental, el amor a la Iglesia con la adhesión filial al Romano Pontífice y a todos los obispos en comunión con él.

Quisiera dar las gracias a los miembros del Instituto Histórico que han preparado con esmero esta edición de las primeras cuatro Cartas, así como a quienes se encuentran trabajando en la publicación de las siguientes. Más de una vez el lector se conmoverá con la lectura de estos escritos, que nos dan a conocer los pensamientos y deseos que ocupaban el corazón y la mente de san Josemaría. El eco de sus primeros años como fundador del Opus Dei está presente de modo vibrante en estas páginas. Algunas traen a la mente las conversaciones que, desde el principio, mantenía con quienes se acercaban a él; momentos que en Roma, años después, dieron lugar a tertulias en las que pasaba de un tema a otro para dar luz a quienes le escuchábamos, o en las que nos contaba detalles de la historia del Opus Dei. A su intercesión acudo para que nos ayude a profundizar en nuestro amor a Dios, a la Iglesia y a cada persona.

Roma, 28 de noviembre de 2019

Aniversario de la erección del Opus Dei en Prelatura personal

Mons. FERNANDO OCÁRIZ

Prelado del Opus Dei

[*] Este prólogo de mons. Fernando Ocáriz apareció en el primer volumen de la edición crítica y anotada de las Cartas, por lo que se encuentran referencias a los cuatro primeros documentos publicados; ahora se editan los cuatro siguientes, del n.º 5 a 8.

[1]Carta 27,§56.

[2]Apuntes íntimos, n.º 1723.

[3] Cfr. José Luis ILLANES, “Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD3 (2009), p. 218; Id., “Cartas (obra inédita)”, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2013, pp. 204-211; Luis CANO, “Instrucciones (obra inédita)”, en ibíd, pp. 650-655.

NOTA DEL EDITOR

El presente volumen está dedicado a cuatro de las treinta y ocho Cartas que san Josemaría escribió a los miembros del Opus Dei, para exponer de forma detallada aspectos fundamentales del espíritu, del apostolado y de la historia de la institución a la que, siguiendo la luz fundacional del 2 de octubre de 1928, había dado vida.

Estos documentos forman parte de un género literario particular de san Josemaría, distinto de las misivas de su epistolario, de ahí que al designarlas utilizara la palabra Cartas en cursiva. Es un recurso parecido al que emplearon autores tanto de la época clásica como de la tradición eclesiástica, para exponer detenida y detalladamente un tema, dirigiéndose no a un destinatario determinado, sino a un conjunto amplio, e incluso universal, de personas.

El estilo de estos documentos es familiar y directo. San Josemaría se expresa con hondura espiritual e intelectual, pero evitando formalismos y todo aire doctoral o académico. «Mis Cartas —escribe en una de ellas— [...] son una conversación de familia, para daros luz de Dios y […] para que conozcáis algunos detalles de nuestra historia interna» [1]. Y en otro lugar: «Al dirigiros estas cartas, hijas e hijos míos, nopretendo nunca hacer un tratado. Escribo con la sencillez y conel calor de corazón, que pone un padre o una madre cuando hablaa sus hijos» [2]. «Os diría también ahora —añade en otro documento— que son voluntariamente desordenadas. Algunos conceptos, que quiero que se mantengan muy precisos y con mucha claridad en vuestra inteligencia y en vuestra vida, los repetiré de palabra y por escrito mil veces. […]. No penséis que pretendo agotar los temas que toco. No es esta mi finalidad» [3].

El tono es semejante al que empleaba en las tertulias con personas de la Obra. No habla como un pensador que reflexiona especulativa y doctoralmente sobre una realidad, sino como el padre y fundador de una obra a la que trasmite un mensaje que está destinado a convertirse en vida.

El discurso no sigue un esquema rígido y va alternando registros: pasa del comentario profundo de una escena evangélica a la anécdota chispeante; del tono exigente al jocoso; de un recuerdo del pasado a planteamientos de futuro, que resultan actuales todavía hoy.

¿De qué tratan estas Cartas? En general, abordan aspectos o facetas del espíritu del Opus Dei, tan variados como la santificación de la vida ordinaria, la oración, la secularidad de sus miembros y, en general, tratan de la misión específica de esta institución en servicio de la Iglesia. Un grupo de estos escritos se dedica a profundizar en distintos aspectos del apostolado propio de la Obra y de su actividad evangelizadora en algunos campos como el de la juventud, la educación o la comunicación. Varias Cartas hablan del sacerdocio en el Opus Dei o desarrollan temas relacionados con la formación de los miembros: desde su preparación espiritual y doctrinal religiosa, hasta la fidelidad al depósito de la Revelación y al Magisterio eclesiástico.

En varias de ellas hay una preponderancia de cuestiones históricas, entremezcladas con temas ascéticos y explicaciones sobre los rasgos fundamentales del espíritu del Opus Dei, en las que se mencionan a veces las dificultades que han jalonado el desarrollo de la Obra.

¿Cuándo y cómo escribió estas Cartas? Ya en la década de 1930 pensaba en ellas, como dejó escrito en sus Apuntes íntimos [4]. Consta que desde ese momento anotó y reunió materiales que le servirían para la redacción de las Cartas, entre otros propósitos. Durante toda su vida tomó apuntes con las inspiraciones sacadas de su oración personal y de la experiencia, que conservaba con vistas a su meditación, a la predicación o, eventualmente, a la redacción de escritos. Esos materiales eran muy variados: frases incisivas, párrafos largos relativamente elaborados, esquemas más o menos desarrollados, relaciones de sucesos históricos, guiones o esbozos de meditaciones, quizá algún borrador extenso… También pudo disponer de las trascripciones de sus meditaciones y charlas, que a lo largo de los años las mujeres y hombres del Opus Dei se preocuparon de recoger.

Partiendo de ese material compuso las Cartas que nos ocupan, ayudado por algún secretario o mecanógrafo, en un proceso del que conocemos poco, pues lo llevó en primera persona. Además, a medida que revisaba y pulía sus escritos destruía las versiones precedentes, por lo que no es posible saber mucho de cómo trabajó.

A través de conjeturas y de los pocos datos documentales o testimoniales que poseemos, podemos situar la mayor parte de esta actividad de redacción final entre mediados de los años cincuenta y principios de los setenta, pero no se puede excluir que algunos documentos estuvieran muy avanzados bastantes años antes.

Sabemos que los sacó a imprenta a partir de 1963, pero después corrigió numerosas veces esos escritos, mandando destruir versiones ya estampadas e incluso enviadas a los miembros de la Obra, pidiéndoles que las sustituyeran por una nueva edición. Un modo de proceder que estaba dictado por su amor a la perfección en los detalles y a su deseo de dejar escritos definitivos, sin fallos o ambigüedades.

Antes de morir mandó retirar casi todas las Cartas, para revisarlas otra vez a fondo y preparar una edición definitiva. Este trabajo lo pudo realizar entre 1974-1975, pero no le dio tiempo a mandarlas de nuevo a la imprenta antes de fallecer. Después de aclarar diversas cuestiones críticas, se ha publicado en la Colección de Obras Completas que lleva adelante el Istituto Storico San Josemaría Escrivá una edición crítica de los manuscritos originales de las Cartas 1 a 4, a la que ha seguido un segundo volumen, con las Cartas 5 a 8. De esta última edición crítica tomamos los presentes textos, junto a varias notas y otros elementos. El uso de la tilde se ha adaptado a las reglas actuales.

Aunque el núcleo de la redacción pueda datar de un periodo amplio e indeterminado, que va desde los años treinta a los setenta, el lenguaje y la expresión están muy retocados por su Autor entre finales de los años cincuenta y principios de los setenta, dato que es importante tener en cuenta[5].

Como san Josemaría quiso que algunos de estos documentos llevaran una fecha antigua, que puede ser eco de la datación de los papeles que sirven de base a la redacción final o de su memoria viva de todo el proceso fundacional, es muy difícil —por no decir imposible— distinguir qué partes, ideas o expresiones proceden de aquella fecha y cuáles son de los años cincuenta-setenta. San Josemaría quiere dejar constancia de que en una fecha concreta predicaba lasubstancia de lo que recoge en las Cartas, sin ninguna preocupación cronológica. Lo que le interesaba como fundador era transmitir enseñanzas de valor perenne, fruto de una maduración atenta a la voluntad divina y a los cambios impuestos por la historia. Quería quizá subrayar que ese mensaje no era suyo, sino que lo había recibido de Dios, como se recibe una semilla que, con el tiempo llegará a ser un árbol maravilloso. Para Escrivá lo definitivo era esa plantación divina, el momento en que Dios tomó la iniciativa.

Las primeras Cartas que salieron de la imprenta en 1963 estaban traducidas al latín [6]. Hasta ese momento, otros documentos semejantes —como las Instrucciones— habían sido editados en castellano. San Josemaría indicó que dentro del ámbito del Opus Dei se podía designar a las Cartas por su íncipit latino. Cuando, al poco tiempo, cambió de opinión acerca del idioma de las Cartas y solo se editaron en castellano, les asignó no obstante un íncipit latino. Tal vez lo hizo por devoción y deseo de unidad con la Santa Sede, que todavía hoy suele designar sus documentos oficiales de este modo, aunque hayan sido redactados en otras lenguas. Esa denominación, de todas maneras, se empleó poco tiempo y siempre en el ámbito interno del Opus Dei.

Como ni la fecha puesta al final del documento ni su íncipit latino resultan funcionales hoy día para el manejo de estas Cartas, en la Colección de Obras Completas se ha optado por designarlas por un número consecutivo, añadiendo una breve descripción de su contenido. En esta edición simplificada hemos seguido esa numeración, añadiendo una alusión breve al tema de que tratan, para facilitar su utilización.

La clara intención de san Josemaría en estas Cartas era transmitir su visión de la vida cristiana, para ayudar a los lectores, para darles ideas claras, para estimularles a una mayor fidelidad a Jesucristo y empujarles a una acción evangelizadora sin fronteras; y también para explicarles por qué el Opus Dei es como es.

En este segundo volumen, encontramos textos que tratan de la misión de los laicos cristianos en el campo de la educación y la enseñanza, de los rasgos característicos de la llamada al Opus Dei y de su misión evangelizadora, de la obra de San Rafael, para la formación cristiana de la juventud, y del espíritu de servicio a la Iglesia que debe caracterizar la vida de los miembros del Opus Dei.

[1]Carta 13, § 13. Remitimos a esta Carta, y a otras que citaremos a lo largo de esta introducción, designándolas por el número que tienen en la Colección de Obras Completas de San Josemaría Escrivá. El elenco completo, con una breve descripción, se encuentra en la introducción al primer volumen de la edición crítica de las Cartas: cfr. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Cartas (I), Madrid, Rialp, 2020, pp. 24-32.

[2]Carta 7, § 25.

[3]Carta 15, § 3.

[4] El 24 de abril de 1933 escribe en sus Apuntes íntimos: «Dios mío: ya lo ves suspiro por vivir solo para tu Obra, y en lo espiritual dirigir toda mi vida interior a la formación de mis hijos, con ejercicios, pláticas, meditaciones, cartas, etc.» (Apuntes íntimos, 24 de abril de 1933, n.º 989). Dos meses después, al concluir los ejercicios espirituales que realizó ese año, anota: «Propósito: terminado el trabajo de obtención de grados académicos, lanzarme —con toda la preparación posible— a dar ejercicios, pláticas, etc., a quienes se vea que pueden convenir para la O. [Obra], y a escribir meditaciones, cartas, etc., a fin de que perduren las ideas sembradas en aquellos ejercicios y pláticas y en conversaciones particulares» (Apuntes íntimos, junio de 1933, n.º 1723).

[5] Para mayores detalles sobre este proceso de creación puede verse la introducción preparada por José Luis Illanes al primer volumen de las Cartas, ya citado, pp. 3-32.

[6] Quizá para acomodarse a las recomendaciones que Juan XXIII había realizado en 1962 acerca de la preservación y el aprendizaje de esta lengua, en la const. apost. Veterum sapientiae del 22 de febrero de 1962 (AAS 54 [1962] 129-135). En ese documento se subraya que el latín da precisión y claridad a la exposición de las verdades y es considerado «estable e inmóvil», garantizando así una interpretación inmutable, algo que concuerda con el deseo de Escrivá de dejar en sus Cartas una exposición del espíritu del Opus Dei que fuera valedera para siempre. Después abandonó esta idea pues resultaba poco práctica, y las Cartas se imprimieron en castellano.

CARTA N.º 5

[Sobre la misión del Opus Dei y de los laicos cristianos en el campo de la educación y la enseñanza; también designada por el íncipit Euntes ergo, lleva la fecha del 2 de octubre de 1939 y fue enviada el 21 de enero de 1966].

1

Euntes ergo docete omnes gentes[1]; id y enseñad a todas las gentes. Veinte siglos lleva la Iglesia Santa de Jesucristo, fiel al mandato de su Fundador, cumpliendo su misión de enseñar a todos los hombres el camino de la Salvación, de la Verdad y de la Vida. Y ha experimentado siempre —a veces en periodos históricos de particular turbulencia— el cumplimiento de aquella promesa del Señor: et ecce ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi[2]; y yo estaré con vosotros continuamente, hasta la consumación del mundo.

Desde aquellos humildes comienzos, cuando los Apóstoles recibieron de Dios la misión de anunciar el Evangelio por toda la tierra, sumida en la obscuridad del error, se ha recorrido un largo sendero y, a pesar de la resistencia que los hombres ponemos a la luz, podemos repetir con alegría aquellas palabras de la Escritura: ¿no está ahí, clamando, la sabiduría y dando gritos la inteligencia? Se para en los altos cabezos, junto a los caminos, en los cruces de las veredas; da voces en las puertas, en las entradas de la ciudad, en los umbrales de las casas[3].

Pero aún es mucho lo que falta para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, como varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo[4].

2

Con sobrenatural fortaleza ha debido la Iglesia no pocas veces exigir el respeto de su irrenunciable derecho a enseñar todo lo necesario, para el cumplimiento de su fin. En el objeto propio de su misión educativa, es decir, en la fe y en la institución de las costumbres, el mismo Dios ha hecho a la Iglesia partícipe del divino magisterio..., y lleva en sí misma arraigado el derecho inviolable a la libertad de enseñar [5]; para la salvación de las almas, para extender el Reino de Dios, para renovar todas las cosas en Cristo[6].

Misión propia y directa de la Jerarquía de la Iglesia es la enseñanza de todo lo que se refiere a nuestro último fin. Pero, como no puede ser radicalmente extraña a ese fin ninguna cosa que contribuya al bien de los hombres y de la sociedad civil, al cumplir la Iglesia jerárquica su misión, ha hecho sentir su influjo bienhechor en los más diversos órdenes de la vida y de la cultura humana. Y a la vez, todos los que rectamente trabajan en esos sectores de la actividad temporal, contribuyen de algún modo o pueden contribuir a la misión santificadora y redentora de la Iglesia.

Valor apostólico del trabajo profesional

De ahí que todos los cristianos, sin excepción, hayan de sentir la responsabilidad apostólica en el ejercicio de su trabajo profesional, cualquiera que sea: porque si esas actividades han sido dejadas a la libre iniciativa de los hombres, no quiere decir que hayan sido despojadas de su capacidad de cooperar de alguna manera en la obra de la Redención. Lo que el alma es en el cuerpo, eso son en el mundo los cristianos. Extendida está el alma por todos los miembros del cuerpo: y los cristianos, por las ciudades del mundo. Ciertamente, el alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo: como los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo[7].

3

Con esa misión hemos sido nosotros enviados, para ser luz y fermento sobrenatural en todas las actividades humanas. También, como fieles cristianos, hemos oído el mandato de Cristo: euntes ergo docete omnes gentes! [8] No se trata de una función delegada por la Jerarquía eclesiástica, de una prolongación circunstancial de su misión propia; sino de la misión específica de los seglares, en cuanto son miembros vivos de la Iglesia de Dios.

Misión específica, que tiene para nosotros —por voluntad divina— la fuerza y el auxilio de una vocación peculiar: porque hemos sido llamados a la Obra, para dar doctrina a todos los hombres, haciendo un apostolado laical y secular, por medio y en el ejercicio del trabajo profesional de cada uno, en las circunstancias personales y sociales en que se encuentra, precisamente en el ámbito de esas actividades temporales, dejadas a la libre iniciativa de los hombres y a la responsabilidad personal de los cristianos.

Por eso quiero hoy hablaros, hijas e hijos queridísimos, de la necesidad urgente de que hombres y mujeres —con el espíritu de nuestra Obra— se hagan presentes en el campo secular de la enseñanza: profesión nobilísima y de la máxima importancia, para el bien de la Iglesia, que siempre ha tenido como enemigo principal la ignorancia; y también para la vida de la sociedad civil, porque la justicia engrandece a las naciones; y el pecado es la miseria de los pueblos[9]; porque la bendición del justo ennoblece a la ciudad, y la boca del impío la abate[10].

4[*]

Es urgente, decía, formar buenos maestros y profesores, con una profunda preparación: con ciencia humana, con conocimientos pedagógicos, con doctrina católica y con virtudes personales, que —por sus propios méritos, por su esfuerzo profesional— lleguen prestigiosamente a todos los ambientes de la enseñanza.

Hombres y mujeres que ejerzan esa profesión con mentalidad laical, con el convencimiento de que de ese trabajo profesional han de obtener el sustento propio y el de su familia, han de lograr el desarrollo de los talentos naturales que Dios les ha dado, han de cooperar eficazmente al bien de la humanidad, han de alcanzar la perfección cristiana y contribuir apostólicamente a la extensión del Reino de Jesucristo.

Hace falta, en una palabra, que haya muchos que sepan hacer de su profesión un instrumento de progreso civil y un instrumento de santificación para sí y para los demás, con abnegación, con espíritu de servicio y con ilusión humana; que, al ejercitar su noble tarea docente, en los más variados sectores de la ciencia, dirigidos por la fe, puedan repetir aquellas palabras de la Sabiduría: sin engaño la aprendí y sin envidia la comunico, y a nadie escondo sus riquezas[11].

5

Se podría decir, sin demasiada exageración, que el mundo vive de la mentira: y hace veinte siglos que vino a los hombres Jesucristo, el Verbo divino, que es la Verdad. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron... Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo, y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. A cuantos le recibieron, a aquellos que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios [12].

Es preciso que seamos, en todos los ambientes, mensajeros de esa luz, de esa Verdad divina que salva.

El error no solo obscurece las inteligencias, sino que divide las voluntades. Solo cuando los hombres se acostumbren a decir y a oír la verdad, habrá comprensión y concordia. A eso vamos: a trabajar por la Verdad sobrenatural de la fe, sirviendo también lealmente todas las parciales verdades humanas; a llenar de caridad y de luz todos los caminos de la tierra: con constancia, con competencia, sin desmayos ni omisiones, aprovechando todas las oportunidades y todos los medios lícitos para dar la doctrina de Jesucristo, precisamente en el ejercicio de la profesión de cada uno.

Si esto vale para todos —nuestro apostolado se reduce a una catequesis—, vale —con mayor razón aún— para los que se dedican a la enseñanza: por eso es grande y hermosa la tarea docente, si saben ejercitarla con la oportuna preparación científica y con un vibrante espíritu apostólico, porque el estudio se ordena a la ciencia, y la ciencia sin caridad infla, por lo que produce disensiones. Entre los soberbios —está escrito— siempre hay disputas. Pero la ciencia acompañada de caridad edifica y engendra la concordia[13].

La educación cristiana

6

Hacen falta maestros y profesores que sepan enseñar perfectamente las ciencias y las artes humanas, infundiendo a la vez en el ánimo de sus alumnos un profundo sentido cristiano de la vida. Puesto que la educación consiste esencialmente en la formación del hombre, tal como debe ser y como debe obrar en esta vida terrena, para conseguir el fin sublime para el que fue creado, es evidente que como no puede existir educación verdadera que no esté totalmente ordenada al fin último, así... no puede haber educación completa y perfecta si no es educación cristiana[14].

No son suficientes unas clases de religión, como yuxtapuestas al resto de la enseñanza, para que la educación sea cristiana. Es indispensable que la enseñanza misma de las letras y de las ciencias florezca en todo conforme a la fe católica, especialmente la filosofía, de la que depende en gran parte la recta dirección de las demás ciencia s[15].

Ordenar toda la cultura a la salvación, iluminar todo conocimiento humano con la fe [16], formar cristianos llenos de optimismo y de empuje capaces de vivir en el mundo su aventura divina —compossessores mundi, non erroris[17]; poseedores del mundo, con los otros hombres, pero no del error—; cristianos decididos a fomentar, defender y amparar los intereses —los amores— de Cristo en la sociedad; que sepan distinguir la doctrina católica de lo simplemente opinable, y que en lo esencial procuren estar unidos y compactos; que amen la libertad y el consiguiente sentido de responsabilidad personal.

Hijas e hijos míos, esa maravillosa misión del maestro y del profesor es un verdadero y profundo apostolado, hoy especialmente necesario, por la extensión y el influjo de la equivocada enseñanza profana en la vida de los hombres, y para salvar y desarrollar ese ingente patrimonio de la cultura cristiana, que ha exigido siglos de esfuerzo.

7[†]

Enseñar —os lo repito— es una profesión, una actividad laical y secular. Es, por tanto, lo que hemos de hacer nosotros algo muy distinto de la laudable labor que han desarrollado y desarrollan, desde hace siglos, Órdenes y Congregaciones religiosas —incluidas las que han nacido con el fin específico de ejercer el apostolado en el campo de la enseñanza—, porque lo suyo es una tarea eclesiástica, aun cuando se dirija en muchos casos a las ciencias profanas. Los religiosos se entregan principalmente al estudio de la doctrina ordenada a la piedad, afirma el Doctor Angélico. Los demás estudios no son propios de los religiosos, cuya vida se ordena a los divinos ministerios, sino en cuanto se relacionan con la teología[18].

Estos religiosos, con su actividad docente, no pretenden nunca ejercer una profesión, ni tienen propiamente —en la enseñanza— una función que cumplir en el orden civil. Si lo han hecho tantas veces, más allá de lo que exigía su vocación religiosa —con mucho fruto para la Iglesia, y para la misma sociedad civil— ha sido generalmente para llenar un vacío casi total, como en la Edad Media, o para oponer un dique a la descristianización de la cultura, como en la Edad Moderna y aún en nuestros tiempos. Es decir, han tenido que subsanar de alguna forma la ausencia de fieles cristianos que se ocupasen profesionalmente, con competencia y con buena formación religiosa, de ese aspecto tan delicado y trascendental de la vida de la sociedad: y así hacen, no una profesión —un trabajo— civil, sino un meritorio apostolado religioso.

8

Es una gran equivocación, fruto quizá de la mentalidad deformada de algunos, pretender que la enseñanza sea tarea exclusiva de los religiosos. Como lo es también pensar que sea un derecho exclusivo del Estado: primero, porque esto lesiona gravemente el derecho de los padres y de la Iglesia[19]; y además, porque la enseñanza es un sector, como muchos otros de la vida social, en el que los ciudadanos tienen derecho a ejercitar libremente su actividad, si lo desean y con las debidas garantías en orden al bien común.

Por otra parte, y como consecuencia de un movimiento anticatólico de proporciones universales, aunque diverso en sus formas, en los últimos siglos se viene alejando cada vez más a los religiosos del campo de la educación; y esto hace todavía más urgente y necesaria la formación de buenos profesionales cristianos, que se dediquen a la docencia.

Sin embargo, esta es solo una razón circunstancial y contingente: porque nosotros no sustituimos a los religiosos —como ya he dicho, es lo contrario lo que ha ocurrido—, no debemos y no podemos sustituirlos en sus actividades docentes. Su labor es fundamentalmente de carácter eclesiástico, cuando no suplente; y nuestra tarea en la enseñanza es un trabajo esencialmente profesional y secular.

Aunque no se diera ese motivo particular que he señalado —más: aunque, como sería de desear, los religiosos no encontraran obstáculo alguno para cumplir su misión, que nosotros vemos con alegría y cariño—, siempre sería necesario promover la formación de buenos maestros y profesores cristianos, que ejerzan ese trabajo profesional, como ciudadanos.

9

Por el mismo motivo —es decir, porque la actividad de esos religiosos es de carácter eclesiástico, y la nuestra es secular, profesional—, de ordinario no convendrá que trabajemos con los religiosos, y menos en centros dirigidos por ellos.

De esa forma, además, se evita con delicadeza que puedan darse inútiles incomprensiones —aunque sean pequeñas— sobre la conveniencia de seguir o no un determinado método pedagógico, sobre la labor apostólica que los profesores puedan hacer con sus propios alumnos, etc. Y principalmente se evita que gente desorientada nos tome por religiosos.