Amor de nueve a cinco - Emma Darcy - E-Book
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Amor de nueve a cinco E-Book

Emma Darcy

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Beschreibung

Liz Hart se enorgullecía de ser una buena secretaria: eficiente y casi invisible para su jefe. Sus hermanas sin embargo estaban hartas de que le gustara pasar desapercibida, así que decidieron transformarla y, aunque ella no lo reconociera, estaba entusiasmada con el resultado. ¿Lo notaría también su guapísimo jefe? A Cole Pierson le extrañó ver a una desconocida en el puesto de su secretaria, pero entonces descubrió que se trataba de Liz, que de la noche a la mañana se había convertido en una verdadera diosa. Iba a resultarle muy difícil trabajar junto a ella, sobre todo ahora que tenían que marcharse juntos de viaje.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Emma Darcy

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor de nueve a cinco, n.º 1525 - enero 2019

Título original: His Boardroom Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-460-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LO que tú necesitas es un hombre de los que se casan, Liz.

La voz de su madre interrumpió el aluvión de sugerencias de sus tres hermanas… todas ellas casadas con el hombre de sus sueños. Aparentemente, eso las cualificaba para darle consejos que ella debía seguir sin rechistar al no haber conseguido que su novio… ex novio, sentara la cabeza.

Según Brendan, ella intentaba controlarlo todo, su relación lo ahogaba y necesitaba «espacio».

Tanto espacio que estaba en Nepal, a miles de kilómetros de Sidney, intentando encontrarse a sí mismo en el Himalaya, meditando en un monasterio budista… cualquier cosa menos vivir con una mujer que, según él, intentaba controlarlo todo.

Era humillante tener que admitir esa derrota ante su familia, pero no podía faltar al cumpleaños de su padre, de modo que se vio obligada a explicar la ausencia de Brendan.

Las cinco: su madre, sus tres hermanas y ella, estaban en la cocina fregando los platos mientras los hombres de la familia se relajaban en el jardín y hacían como que cuidaban de los niños.

Liz sabía que debía enfrentarse con la situación y seguir adelante, pero se sentía tan vacía, tan rota… tres años con Brendan tirados por la ventana.

–¿Y cómo sabe una cuáles son los hombres que se casan? –le espetó a su madre.

¡Gran error!

Naturalmente, sus listísimas hermanas tenían la respuesta y se quitaban la palabra unas a otras.

–Para empezar, tiene que ser un hombre con un trabajo fijo –dijo su hermana mayor, Jayne, parando un momento de guardar fiambreras en la nevera–. Debe ser alguien dispuesto a mantener a su familia.

Jayne tenía treinta y cuatro años, estaba casada con un contable y era madre de dos niñas.

–Alguien que tenga buena relación con su familia –contribuyó Sue–. Eso es muy importante.

Sue tenía treinta y dos años, estaba casada con un abogado de buena familia y tenía gemelos.

Liz, en silencio, puso dos ceros a Brendan porque nunca había tenido trabajo fijo, prefiriendo trabajos eventuales en la industria turística, ni podía decirse que tuviera una buena relación familiar porque era huérfano y había vivido con diferentes familias de acogida desde muy pequeño.

Pero ella ganaba dinero suficiente por los dos y habría podido mantener una familia si Brendan hubiese querido ser «amo de casa», algo no tan raro en nuestros días. La forma de vida tradicional no tenía por qué ser la única, pero Jayne y Sue no querían ni oír hablar de ello.

–¿Y tu jefe?

La pregunta de su hermana pequeña, Diana, hizo que Liz dejara de darle vueltas a su fracaso.

–¿Qué pasa con mi jefe?

Diana, que tenía veintiocho años, se había casado con su jefe, el propietario de una cadena de boutiques en la que ella trabajaba como diseñadora.

–Todo el mundo sabe que Cole Pierson es multimillonario. ¿No acaba de divorciarse?

–Sí, pero…

–Lleva mucho tiempo separado de su mujer y ella aparece todas las semanas en las revistas, yendo de una fiesta a otra. Yo diría que Cole Pierson es un buen partido –declaró Diana, mirando a Liz como si fuera tonta por no haberse dado cuenta antes.

–¡Por favor! Como que se va a fijar en mí… –replicó Liz.

Ella sabía que no tenía los atributos necesarios para atraer a un hombre de ese estilo. Aunque, secretamente, siempre le había gustado.

–Claro que se fijará si tú quieres… Él tiene treinta y dos años, tú treinta… después de todo, eres su secretaria y depende de ti para muchas cosas.

–Cole Pierson no está interesado en casarse –declaró Liz.

Además, hacía siglos que dejó de pensar en su jefe como posible marido y no quería hacer nada que estropease una relación profesional extraordinaria.

–¿Por qué no iba a estar interesado? –insistió Diana, mirándose las uñas–. Hasta ahora salías con Brendan, o se que no estabas disponible, pero ahora…

–Además, tu jefe es guapísimo –la interrumpió Jayne, seguramente interesada en el tema porque Cole Pierson, el mago de las finanzas, manejaba los millones de algunos clientes de su marido–. No me digas que no te gusta.

–No he dicho eso –suspiró Liz. Se había sentido atraída por él al principio, cuando Cole era humano y estaba felizmente casado. Aunque nunca se lo demostró, claro.

Además, entonces acababa de conocer a Brendan, una elección mucho más realista, de modo que aplastó cualquier atracción absurda por su jefe.

–¿Cómo no va a gustarte? Cada vez que voy a tu despacho y lo veo… por favor, además de guapísimo es encantador. Y con esos fantásticos ojos azules… –siguió Jayne.

Fríos ojos azules, pensó Liz.

Fríos y distantes.

Desde que perdió a su hijo dieciocho meses atrás, una trágica muerte súbita infantil, Cole se encerró en sí mismo. La separación de su esposa seis meses después no fue una sorpresa para Liz. Su jefe sencillamente ya no conectaba con ningún otro ser humano.

Era encantador con los clientes, por supuesto, al fin y al cabo era un hombre de negocios. Tenía una mente ágil, siempre pendiente de los mercados financieros y siempre consiguiendo el mayor beneficio para sus clientes, pero se había convertido en una persona dura, fría, alguien que bloqueaba cualquier intrusión en su vida personal.

–A Cole sólo le importan los negocios –le dijo a sus hermanas.

Era cierto. Y también era cierto que, por eso, apreciaba su talento. Él no se sentía «ahogado» por su eficiencia, todo lo contrario.

–Pues tendrás que convencerlo de que hay más cosas en la vida –insistió Diana.

–¿Para qué? No se puede cambiar a la gente –replicó Liz. Había sido una ingenua intentando que Brendan cambiase y no pensaba volver a probar con nadie.

Diana hizo un gesto con la mano.

–Seguro que te trata como si fueras un mueble porque no haces nada para llamar su atención. Mírate. No te pintas, no te arreglas…

Liz apretó los dientes. A Diana no le costaba nada arreglarse porque tenía un marido rico que pagaba todas sus facturas. Ella no tenía que gastarse la mitad del sueldo en pagar la hipoteca de un apartamento.

–En la oficina siempre llevo traje de chaqueta –replicó, sin molestarse en añadir que comprar ropa habría sido un gasto absurdo ya que Brendan y ella nunca iban a ningún sitio elegante y solían gastar el dinero en viajar a sitios donde uno podía ir todo el día en vaqueros.

–Ya, trajes aburridos –suspiró su hermana–. Todos negros, marrones o azul marino. Y zapatos bajos. Lo que necesitas es un cambio de imagen, Liz.

–Yo creo que deberías cortarte el pelo –intervino Jayne–. Tienes la cara demasiado pequeña como para llevarlo largo. Y con el pelo echado hacia atrás tus pómulos parecen más prominentes.

–Y deberías ponerte mechas –dijo Sue–. Si tienes que llevar trajes oscuros, el pelo castaño no llama la atención.

–Cariño, tienes que dar un giro a tu vida –le espetó Diana–. Tienes que cuidarte más, preocuparte más de ti misma.

Quizá tuviera razón, pensó Liz. La verdad era que nunca pensaba en su apariencia. No ir a la peluquería le ahorraba tiempo y dinero, de modo que se limitaba a hacerse una coleta. Además, a Brendan le gustaba el pelo largo. Y los trajes de chaqueta… en fin, así no tenía que pensar cada mañana qué iba a ponerse.

–¿Qué más da? –suspiró, harta de que sus hermanas la examinasen–. Nadie me critica en el trabajo.

–La doncella invisible –sonrió Diana–. En eso te has convertido. Pero si hicieras un pequeño esfuerzo dejarías a todos boquiabiertos.

–Venga ya –protestó Liz–. Siempre he sido la más fea de la familia. Y la más bajita.

Jayne, además de ser alta, tenía una preciosa melena oscura, nariz recta, labios sensuales y una figura de modelo. Sue era casi igual de alta, pero más femenina, con más curvas y los ojos de color ámbar.

Y Diana… Diana era una preciosa rubia de ojos azules que hacía girar cabezas fuera donde fuera con su pelo liso como una cortina de oro. Siempre maquillada a la perfección, vestía además con ropa de diseño, de modo que su jefe tendría que haber estado ciego para no fijarse en ella.

Al lado de sus hermanas, Liz se sentía pequeña y no sólo porque tuviera una estatura normal. Se sentía pequeña en todos los sentidos. Su pelo era castaño oscuro y demasiado fosco como para hacer nada con él. Tenía los ojos de color marrón, así de sencillo. Marrón. Y sus pómulos eran… demasiado altos. En realidad, de lo único de lo que se sentía orgullosa era de su dentadura perfecta.

La gente solía decir que tenía una bonita sonrisa, pero en aquel momento no le apetecía nada sonreír.

–Mira, lo único que yo tengo es una cabeza bien amueblada y me temo que a la mayoría de los hombres no les gustan las mujeres demasiado inteligentes.

–A un hombre inteligente sí –sonrió su madre.

–Y Cole Pierson es increíblemente inteligente –añadió Diana.

–¿Queréis dejar a mi jefe fuera de esto? –suspiró Liz, harta del tema.

–Aparte de tu jefe, yo creo que un cambio de imagen te iría de perlas –insistió Jayne–. Tú no eres fea, lo que pasa es que no te arreglas. Con ropa bonita, un buen corte de pelo…

–Unas mechas rojizas te quedarían de maravilla –la interrumpió Sue–. Si te lo cortas a capas por debajo de la barbilla y te pones un poco de color, serás otra persona. Además, el rojo destacará el verde de tus ojos.

–¿Qué verde? Yo no tengo los ojos verdes –suspiró Liz, exasperada.

–Tienes puntitos verdes. ¿Quieres ir a mi peluquería?

–Yo puedo llevarte de compras –dijo Diana.

–Le harás descuento, ¿no? –rió Jayne.

–Claro.

–Primero el pelo, luego la ropa –ordenó Sue.

–Tienes que hacerte una limpieza de cutis. Y cuando mi esteticista te maquille, no te vas a conocer.

–Y zapatos nuevos. Liz, tienes que llevar tacón…

–Desde luego. El tacón hace que las piernas parezcan más largas…

–Y afinan los tobillos…

–¡Ya está bien! –las interrumpió Liz, furiosa.

Las tres hermanas soltaron una risita. Diana, Sue y Jayne parecían creerse en poder de una varita mágica y que, con sólo moverla, Liz se volvería como ellas, pero eso no era verdad. Tenían buenas intenciones, pero la vida no era así de sencilla. Y Liz estaba a punto de ponerse a llorar.

–No quiero oír nada más. Yo no soy una muñeca a la que se puede vestir y desvestir. ¡Me gusta ser como soy y pienso vivir como me dé la gana!

La vehemencia de esa afirmación hizo que sus tres hermanas se pusieran serias. Ellas nunca habían entendido lo que era ser diferente, ser la feíta de la familia…

–Quiero hablar un momento a solas con Liz, chicas –dijo su madre entonces.

Sin una palabra de protesta, Diana, Sue y Jayne salieron de la cocina mientras su madre se acercaba para darle un abrazo. Liz ya no pudo contener las lágrimas y apoyó la cabeza en su hombro; un hombro que siempre había estado allí para los momentos de soledad o de pena.

–Llora lo que quieras, hija. Llevas guardándotelo mucho tiempo.

Liz lloró todo lo que no había llorado desde que Brendan la dejó, desde que rechazó lo que ella le ofrecía con todo su corazón…

–No era hombre para ti. No te merecía –siguió su madre–. Sé que lo intentaste, pero la gente no cambia, cariño.

–Ya lo sé. Pero lo echo de menos.

–¿Qué echas de menos, que no te quiera?

–No… echo de menos viajar con él.

–Yo tengo mi propia teoría sobre eso.

–¿Ah, sí?

–Creo que era una forma de no enfrentarte con tus hermanas, cariño, de no competir con ellas. Desde que empezaste a salir con Brendan prácticamente no has pasado por aquí y ellas quieren ayudarte. Son tus hermanas y te quieren.

Liz levantó la cara.

–Pero yo no soy como ellas.

–No, tú eres única –sonrió su madre–. La más inteligente de todas.

–No tan inteligente. Aunque soy buena en mi trabajo.

–Pero ese no es el problema, ¿verdad? No estás contenta contigo misma, lo sé. ¿Por qué no pruebas el plan de tus hermanas? Te podrías divertir.

–No lo creo.

–Nuevo estilo, un armario lleno de ropa nueva… no lo veas como una competición, sino como algo divertido, algo que no has hecho nunca.

–¿Quieres que sea su conejillo de indias?

–Tus hermanas están muy orgullosas de ti, Liz. Te admiran. ¿Por qué no aceptas que ellas tienen experiencia en campos que a ti, hasta ahora, no te habían interesado?

Ella hizo una mueca.

–Sí, supongo que saben de lo que hablan.

–Desde luego –sonrió su madre.

Liz suspiró, rindiéndose más porque no tenía nada mejor que hacer que porque creyese que unas mechas iban a cambiarle la vida.

–Bueno, supongo que no tengo nada que perder.

–Puede que te lleves una sorpresa, cariño. Tú no eres fea, Liz. Sencillamente, eres diferente –dijo su madre, dándole un golpecito en la mejilla–. Y ahora, ve a hacer las paces con tus hermanas.

–Bueno. Pero, si Diana cree que unas mechas harán que Cole Pierson se fije en mí, está muy equivocada.

Su jefe vivía en otro planeta.

En un planeta helado.

Ni un pelo rojo pasión haría que se fijara en ella, que la viera como una mujer deseable. ¿Cómo iba a fijarse si Tara Summerville, una top model internacional, había sido su mujer? Ni Diana era tan espectacular como Tara.

De modo que era un sueño imposible.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SU madre estaba disgustada.

Y a Cole no le hacía ninguna gracia que su madre estuviera disgustada porque, y lo sabía por experiencia, había tardado mucho tiempo en superar la muerte de su padre.

Durante los últimos dos años, se dedicaba a viajar de un lado a otro con su compañera de bridge, Joyce Hancock… pero desgraciadamente, Joyce se había roto una cadera y tuvo que cancelar el viaje que tenían planeado al sureste de Asia.