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UNA OBSESIÓN PELIGROSAAl vizconde Emilian St Xavier lo arrancaron de los brazos de su madre cíngara a los doce años y ha tenido que acostumbrarse a vivir ignorando los insultos de "gitano" que oye a sus espaldas. Pero cuando los cíngaros llegan a Derbyshire con noticias del asesinato de su madre a manos de una turba de payos, algo explota en su interior. Y Ariella de Warenne es la persona perfecta para su lujuria y su venganza…La herencia de Ariella de Warenne le asegura un lugar en la buena sociedad, aunque como pensadora radical e independiente desdeñe los intereses frívolos de las damas de su condición: la moda y el matrimonio. Hasta que llega un campamento de cíngaros a Rose Hill y se siente atraída por Emilian, su carismático líder. Éste intenta ahuyentarla diciéndole que su intención es seducirla y deshonrarla, pero ella no puede negarse a él. Y es que Ariella está más que decidida a luchar por ese amor peligroso…"La veterana del romance Brenda Joyce se vale de su fino sentido del humor y de su destreza como escritora para crear personajes ingeniosos, bien formados". Publishers Weekly"Amor peligroso es la historia de un amor a primera vista, de la lucha por un amor capaz de superar barreras y obstáculos, de un amor para siempre. También es una historia cargada de odio e incomprensión. De ignorancia desatada. Una novela que me ha hecho derramar muchas lágrimas por la joven Ariella y su incombustible esperanza. Una luchadora como pocas." El Rincón Romántico
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Seitenzahl: 462
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc. Todos los derechos
reservados.
AMOR PELIGROSO, Nº 77 - Agosto 2013
Título original: A Dangerous Love
Publicada originalmente por Hqn™ Books
Publicado en español en 2009
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3489-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Derbyshire, 1820
Su agitación no conocía límites. ¿Por qué demonios tardaba tanto el policía? Había recibido carta de Smith el día anterior, pero era una nota breve, que solo decía que el policía llegaría al día siguiente. ¡Maldición! ¿Habría conseguido Smith encontrar a su hijo?
Edmund St Xavier paseaba a todo lo largo de su gran salón. Era una habitación amplia, con siglos de antigüedad, igual que la propia casa, pero escasamente amueblada y que necesitaba reparaciones. El damasco del único diván estaba raído y roto, una desvencijada mesa de caballete requería algo más que cera y abrillantado, y el brocado de color oro y marfil que tapizaba las sillas hacía tiempo que había adquirido un desagradable tono amarillento que transmitía vejez y una falta seria de economía. Woodland había sido en otro tiempo una gran hacienda con más de diez mil acres, en la que los antepasados de Edmund habían llevado con orgullo el título de vizconde y mantenido además otra casa espléndida en Londres. Ahora quedaban mil acres y la mitad de las quince granjas de alquiler esparcidas por ellos se hallaban desocupadas. En los establos moraban cuatro caballos de tiro y dos jamelgos. El servicio se había reducido a dos lacayos y una doncella. Su esposa había muerto de parto cinco años atrás y una gripe terrible se había llevado el año anterior a su único hijo. Solo quedaban una hacienda empobrecida, una casa vacía y un título de prestigio, que ahora corría peligro.
El hermano menor de Edmund lo miraba desde un ángulo del salón, tan petulante y pagado de sí mismo como siempre. John estaba seguro de que el título pasaría pronto a él y a su hijo, pero Edmund estaba decidido a que eso no sucediera. Pues había otro hijo, un bastardo, y confiaba en que Smith lo hubiera encontrado.
Edmund volvió la espalda a su hermano. Habían rivalizado de niños y seguían siendo rivales ahora. Su condenado hermano había ganado una fortuna con el comercio y ahora poseía una buena hacienda en Kent. Se presentaba a menudo en Woodland con su carruaje de seis caballos y su esposa cubierta de joyas. Todas las visitas eran iguales. Caminaba por la casa inspeccionando con disgusto evidente cada grieta en los suelos de madera, cada trozo desconchado de pintura, las tapicerías y los retratos polvorientos. Y luego se ofrecía a pagarle las deudas... con un interés nada despreciable. Edmund estaba deseando que John se marchara... dejando tras de sí su préstamo a alto interés, que él firmaba porque no tenía otra opción.
Prefería morir a ver a Robert, el hijo de John, heredando Woodland. Pero las cosas no llegarían a ese extremo.
–¿Estás seguro de que el señor Smith ha encontrado al chico? –inquirió John, con tono condescendiente–. Me cuesta imaginar que un policía de Bow Street pueda localizar una tribu gitana en concreto, y mucho menos a una mujer en particular.
John disfrutaba con aquello. Se burlaba de la aventura de su hermano con la gitana y creía que el chico sería un salvaje.
–Pasan el invierno en los astilleros de Glasgow –contestó Edmund–. En primavera se desplazan a la frontera para trabajar en los campos. Dudo que sea muy difícil encontrar esa caravana.
John se acercó a su esposa, que cosía sentada al lado del fuego, y le puso una mano en el brazo como si quisiera transmitirle así que sabía que el tema era duro para ella y que ninguna dama tendría que verse obligada a saber que su hermano había tenido una amante gitana.
Su esposa, bonita, perfecta, le sonrió y siguió cosiendo.
Edmund no pudo evitar pensar entonces en Raiza. Diez años antes se había presentado en Woodland con el hijo de ambos y los ojos brillantes de orgullo y de la pasión que tan bien recordaba él todavía. Había sido una sorpresa mirar al niño y ver sus mismos ojos grises reflejados en aquel rostro de piel morena. El pelo del chico era de un dorado oscuro, mientras que el de Raiza era negro como la noche. Edmund era también rubio. Su esposa, Catherine, estaba en esa ocasión en la casa, embarazada de su hijo, y Edmund había insistido en que el bastardo no era suyo, aunque se había odiado a sí mismo por ello. Pero su aventura con Raiza había sido breve y él amaba a su esposa y no podía permitir que se enterara de lo de ese hijo. Había ofrecido a Raiza el poco dinero que tenía, pero la gitana lo había maldecido y se había marchado.
–¿Cómo puedes estar seguro de que el chico es tuyo? –preguntó John.
Edmund no le hizo caso. Doce años atrás, él se hallaba en una casa en la frontera con Escocia, cazando con unos amigos solteros, cuando llegaron los gitanos y acamparon cerca de la aldea. Se cruzó con Raiza en el pueblo y, cuando sus ojos se encontraron, la mirada de ella lo afectó de tal modo, que cambió la dirección de sus pasos y la siguió como si ella fuera el flautista de Hamelín. Ella se rio con coquetería y él, hechizado, la persiguió sin tregua. Su aventura empezó esa misma noche y él permaneció dos semanas en la zona, donde pasó la mayor parte del tiempo en la cama de ella.
Le habría gustado quedarse más, pero tenía que ocuparse de su hacienda. En la despedida, Raiza lo miró con lágrimas en los ojos y le susurró: Gadje ganjense. Edmund no la entendió, pero creyó que estaba enamorada de él y no estaba seguro de no amarla a su vez. Aunque eso no importaba, pues eran de dos mundos totalmente diferentes y no esperaba volver a verla nunca.
Un año más tarde conoció a Catherine, una mujer tan distinta de Raiza como la noche del día. Sobrina del rector de su propiedad, era una mujer honesta, recatada y muy dulce. Una mujer que jamás habría podido bailar salvajemente con música gitana bajo la luna llena, pero a él eso no le importaba. Se enamoró de ella, se casaron y ella se convirtió en su amiga más querida. Todavía la echaba de menos.
Tenía intención de volver a casarse, por supuesto, porque confiaba en tener más herederos. Pero no podía poner en peligro la hacienda. Había aprendido de primera mano lo caprichosa e incierta que era la vida y por eso había decidido buscar a su hijo bastardo.
Edmund oyó ruido de caballos que llegaban al camino de piedra del exterior y corrió a la puerta, consciente de que John lo seguía.
Cuando abrió, vio al policía, de constitución fuerte, bajando del carruaje, un coche de un solo caballo. Las condenadas cortinillas del vehículo estaban corridas.
–¿Lo habéis encontrado? –casi gritó Edmund, consciente de su desesperación–. ¿Habéis encontrado a mi hijo?
Smith era un hombre grande, al que obviamente no le gustaba afeitarse a diario. Escupió una brizna de tabaco y sonrió.
–Sí, señor, pero no me deis las gracias todavía.
Había encontrado al chico.
John se situó a su lado.
–No me fío nada de la muchacha gitana –murmuró.
–Me da igual lo que pienses tú –replicó Edmund con los ojos clavados en el carruaje.
Smith se acercó al coche y abrió la puerta. Metió el brazo y Edmund vio a un chico delgado con pantalones marrones remendados y una camisa suelta sucia. Smith tiró de él y lo sacó al suelo.
–Ven a conocer a tu padre, muchacho.
Edmund vio horrorizado que el chico tenía las muñecas atadas con una soga.
–Desatadlo.
Entonces vio la cadena y el grillete en el tobillo.
El muchacho se soltó de Smith con la cara llena de odio y le escupió.
Smith se limpió la saliva de la mejilla y miró a Edmund.
–Necesita que lo azoten, pero es gitano, ¿no? Está tan acostumbrado a los azotes como un caballo malo.
Edmund lo miró ultrajado.
–¿Por qué está atado y encadenado como un criminal?
–Porque es traicionero, por eso. Ha intentado escapar una docena de veces desde que lo encontré en el norte y no me apetece morir apuñalado mientras duermo –repuso Smith. Tomó al chico por el hombro y lo zarandeó–. Tu padre –dijo, señalando a Edmund.
En los ojos del chico había una rabia asesina, pero guardó silencio.
–Habla inglés tan bien como vos y como yo –Smith escupió más tabaco, esa vez en los pies descalzos del chico–. Entiende todas las palabras.
–Desatadlo, maldita sea –Edmund se sentía impotente. Quería abrazar a su hijo y pedirle perdón, pero el muchacho parecía tan peligroso como afirmaba Smith. Parecía odiar al policía... y a él–. Hijo, bienvenido a Woodland. Soy tu padre.
Unos ojos grises lo miraron con frialdad y condescendencia. Eran los ojos de un hombre más mayor, un hombre de mundo, no de un chico.
–Ella lo entregó sin protestar mucho –dijo Smith.
Edmund no podía apartar la vista de su hijo.
–¿Le disteis mi carta?
–Los gitanos no saben leer, pero le di la carta.
¿Había entendido Raiza que era mejor para su hijo que lo educara él? Como inglés, se le abrirían muchas oportunidades. Y tenía derecho a la hacienda, el título y todos los privilegios que eso conllevaba.
–Pero lloró como una moribunda –prosiguió Smith, mientras soltaba el grillete–. Yo no entendí su discurso gitano, pero no hacía falta. Ella quería que se fuera y él no quería marcharse. Se escapará –Smith miró a Edmund con un gesto de advertencia–. Ya podéis encerrarlo por la noche y ponerle guardia durante el día –lo tomó del brazo–. Muchacho, muestra respeto a tu padre, un gran lord. Si él habla, tú contestas.
–No importa, todo esto es nuevo para él –Edmund sonrió a su hijo. Era un chico hermoso. Excepto en los ojos y en el color del pelo, se parecía mucho a Raiza. El calor empezó a inundar su pecho. No había hecho bien en alejar a Raiza años atrás. Pero eso ya no tenía remedio. Tendrían que intentar superar aquel comienzo terrible y sus diferencias–. Emilian –sonrió–. Hace mucho tiempo, tu madre te trajo aquí y nos presentó. Soy lord Edmund St Xavier.
La expresión del chico no cambió. A Edmund le recordaba a un tigre letal que esperara el momento preciso para saltar y atacar.
Edmund, desconcertado, tiró de las sogas de las muñecas.
–Dadme una navaja –dijo a Smith.
–Lo lamentaréis –le advirtió el policía; pero le tendió una navaja enorme.
–El chico es tan salvaje como esperaba –murmuró John.
Edmund no hizo caso a ninguno de los dos comentarios y cortó la soga.
–Así está mejor –comentó.
Pero las muñecas del chico estaban laceradas y Edmund se enfureció con el policía.
El muchacho lo miraba con frialdad. Si le dolían las muñecas, no dio señales de notarlo.
–Más vale que protejas tus caballos –murmuró John detrás de ellos, con una risita burlona.
Edmund no necesitaba la presencia petulante de su hermano en aquel momento. Ya iba a ser bastante difícil superar la hostilidad de su hijo sin eso. No podía ni imaginar cómo lo iba a convertir en un caballero inglés ni cómo iba a ser un verdadero padre para él.
El chico estaba inmóvil y lo miraba fijamente. Edmund casi tenía la impresión de tener delante a un animal salvaje, pero John se equivocaba, porque los gitanos no eran bestias ni ladrones, y él lo sabía de primera mano.
–¿Hablas inglés? Tu madre lo hablaba.
Si el chico lo entendió, no dio muestras de ello.
–Ahora tu vida es esta –Edmund probó a sonreír–. Hace mucho tiempo, tu madre te trajo aquí. Yo fui un tonto. Tenía miedo de lo que diría mi esposa y te rechacé. Y siempre me arrepentiré de eso. Pero Catherine ha muerto, Dios la bendiga. Mi hijo Edmund, tu hermano, ha muerto. Emilian, esta es ahora tu casa. Yo soy tu padre. Pienso darte la vida que mereces. Tú también eres un inglés. Y un día Woodland será tuyo.
El chico emitió un sonido duro. Miró a Edmund de arriba abajo con burla y negó con la cabeza.
–No, yo no tengo padre y esta no es mi casa.
Hablaba con acento, pero hablaba.
–Sé que necesitas tiempo –repuso Edmund, encantado de que al fin estuvieran hablando–. Pero yo soy tu padre. Y una vez quise a tu madre.
Emilian lo miró fijamente, con el rostro retorcido como con odio.
–Debe de ser un momento difícil conocer a tu padre y aceptar que eres mi hijo. Pero, Emilian, tú eres tan inglés como yo.
–¡No! –gruñó Emilian. Levantó la cabeza y declaró con orgullo–: No, yo soy cíngaro.
Derbyshire, primavera de 1838
Tan absorta estaba en el libro que leía, que no oyó la llamada en la puerta hasta que los golpes se hicieron imperiosos. Ariella se sobresaltó, acurrucada en una cama de columnas con el libro sobre Genghis Khan en las manos. Visiones de una ciudad del siglo XIII bailaron todavía un momento en su mente y vio hombres y mujeres de clase alta vestidos con elegancia huyendo presas del pánico entre artesanos y esclavos ante las hordas mongoles que galopaban en sus caballos de guerra por las calles polvorientas.
–¡Ariella de Warenne!
La joven suspiró y apartó de su mente las visiones imaginarias. Estaba en Rose Hill, la residencia de sus padres en la campiña inglesa; había llegado la noche anterior.
–Adelante, Dianna –dejó el libro a un lado.
Su medio hermana, ocho años más joven que ella, entró corriendo y se detuvo en seco.
–¡Ni siquiera estás vestida! –exclamó.
–¿No puedo llevar esto en la cena? –preguntó Ariella con fingida ingenuidad. No le interesaba la moda, pero sabía que, en su familia, las mujeres llevaban vestidos de noche y joyas para la cena y los hombres esmoquin.
Dianna abrió mucho los ojos.
–¡Ese vestido lo has llevado para desayunar!
Ariella se levantó de la cama con una sonrisa. Todavía no había asimilado lo mucho que había madurado su hermanita. Un año atrás, Dianna había sido más niña que mujer y ahora costaba creer que tuviera solo dieciséis años, sobre todo con un vestido como el que llevaba.
–¿Tan tarde es? –miró por una ventana del dormitorio y le sorprendió ver que el sol estaba bajo en el cielo. Había pasado horas leyendo.
–Son casi las cuatro y sé que sabes que esta noche tenemos compañía.
Ariella recordaba que Amanda, su madrastra, había mencionado que habría invitados para la cena.
–¿Sabías que Genghis Khan nunca empezaba un ataque sin avisar? Siempre enviaba antes recado a los jefes y reyes de los países pidiendo su rendición en lugar de atacar y matar a todos, como afirman tantos historiadores.
Dianna la miró confundida.
–¿Quién es Genghis Khan? ¿De qué hablas?
Ariella sonrió.
–Estoy leyendo un libro sobre los mongoles. Su historia es increíble. Con Genghis Khan formaron un imperio casi tan grande como el británico. ¿Lo sabías?
–No, no lo sabía. Ariella, mamá ha invitado a lord Montgomery y a su hermano... en tu honor.
–Claro que hoy habitan una zona mucho más pequeña –prosiguió Ariella, que no había oído las últimas palabras–. Yo quiero ir a las estepas de Asia Central. Los mongoles siguen viviendo allí todavía. Su cultura y su modo de vida ha cambiado muy poco desde los tiempos de Genghis Khan. ¿Te imaginas?
Dianna hizo una mueca y se acercó a mirar los vestidos colgados en el vestidor.
–Lord Montgomery es de tu edad y ha heredado el título este año. Su hermano es algo más joven. El título es antiguo y la hacienda está bien cuidada. He oído a mamá hablar de eso con tía Lizzie –sacó un vestido azul pálido–. Este es precioso. Y parece que está sin estrenar.
Ariella no quería rendirse todavía.
–Te dejaré el libro cuando lo termine; seguro que te va a gustar. A lo mejor podemos ir juntas a las estepas. Y acercarnos a ver la Gran Muralla China.
Dianna se volvió y la miró de hito en hito.
Ariella notó que su hermana empezaba a perder la paciencia. Siempre le costaba recordar que no todo el mundo compartía su pasión por aprender.
–No, no he estrenado el azul. Las cenas a las que asisto en la ciudad están llenas de académicos y reformadores y hay muy pocos nobles. A nadie le importa la moda.
Dianna sujetó el vestido contra su pecho y movió la cabeza.
–Eso es una lástima. A mí no me interesan los mongoles, Ariella, y no comprendo bien por qué a ti sí. No pienso ir a las estepas contigo... ni a ninguna muralla china. Me encanta mi vida aquí. La última vez que hablamos, estabas loca por los beduinos.
–Acababa de volver de Jerusalén y de una gira con guía por un campamento beduino. ¿Sabías que nuestro ejército utiliza beduinos como guías y exploradores en Palestina y en Egipto?
Dianna se acercó a la cama y dejó allí el vestido.
–Es hora de que te pongas este vestido tan bonito. Con tu pelo y tu piel dorados y los famosos ojos azules de los De Warenne, harás volver la cabeza a todo el mundo.
Ariella la miró, ya a la defensiva.
–¿Quién has dicho que venía?
–Lord Montgomery –presumió Dianna–. Un buen partido. Y dicen que es guapísimo.
Ariella se cruzó de brazos, confusa.
–Eres demasiado joven para buscar marido.
–Pero tú no –contestó Dianna–. No me has oído, ¿verdad? Lord Montgomery acaba de heredar el título y es muy guapo y bien educado. He oído además que tiene prisa por casarse.
Ariella volvió la vista. Tenía veinticuatro años, pero no pensaba en el matrimonio. La pasión por el conocimiento la había embargado desde pequeña. Los libros habían sido su vida desde que podía recordar. Si tenía que elegir entre pasar el tiempo en una biblioteca o en un baile, elegía lo primero.
Por suerte, su padre la adoraba y alentaba sus ansias intelectuales, algo muy poco corriente. Desde que cumpliera los veintiún años, residía principalmente en Londres, donde podía ir a bibliotecas y museos y asistir a debates públicos sobre temas sociales candentes con radicales como Francis Place y William Covett. Pero a pesar de la libertad que tenía, ansiaba una independencia mucho mayor... quería viajar sin carabina y ver los lugares y las personas sobre los que leía.
Ariella había nacido en la Berbería, de madre judía esclavizada por un príncipe bereber. Su madre había sido ejecutada poco después del nacimiento de Ariella por dar a luz a una hija de piel blanca y ojos azules. Su padre había conseguido sacarla del harén y la había criado personalmente desde la infancia. Cliff de Warenne era ahora uno de los magnates más importantes del transporte marítimo, pero en aquella época había sido más corsario que otra cosa. Ella había pasado los primeros años de su vida en las Indias Occidentales, donde su padre tenía una casa. Cuando conoció a Amanda y se casó con ella, se trasladaron a Londres. Pero su madrastra amaba el mar tanto como Cliff y, antes de llegar a la mayoría de edad, Ariella había viajado de un extremo del Mediterráneo al otro, a lo largo de la costa de los Estados Unidos y a las ciudades más importantes de Europa. Había ido incluso a Palestina, Hong Kong y las Indias Orientales.
El año anterior había viajado tres meses por Viena, Budapest y Atenas. Su padre había autorizado el viaje con la condición de que la acompañara su hermano Alexi, que seguía los pasos del padre como comerciante aventurero y había estado encantado de escoltarla y desviarse brevemente a Constantinopla a instancias de ella.
Su tierra favorita era Palestina y su ciudad preferida Jerusalén; la que menos le gustaba, Argel, donde su madre había sido ejecutada por tener una aventura con su padre.
Ariella sabía que era afortunada por haber recorrido buena parte del mundo. Sabía que era afortunada de tener unos padres permisivos, que confiaban en ella y se sentían orgullosos de su intelecto. No era la norma. Dianna no poseía mucha educación; solo leía de vez en cuando alguna novela de amor. Pasaba la temporada en Londres y el resto del año en la casa de campo, llevando una vida de ocio. Aparte de sus caridades, mataba los días cambiándose de ropa, asistiendo a comidas y tés y visitando a los vecinos. Lo habitual en una joven bien educada.
Dianna saldría pronto al mercado matrimonial y buscaría el marido perfecto. Ariella sabía que su hermosa hermana, una heredera de pleno derecho, no tendría problemas para casarse. Pero ella deseaba una vida muy distinta. Prefería la independencia, los libros y los viajes al matrimonio. Solo un hombre muy poco corriente le permitiría la libertad a la que estaba acostumbrada y no podía imaginarse dando cuentas a nadie. El matrimonio nunca le había parecido importante, aunque se había criado rodeada de mucho amor, devoción e igualdad en los matrimonios de sus tíos y de sus padres. Sabía que, si se casaba alguna vez, sería porque había encontrado ese amor grande y poco corriente por el que eran famosos los hombres y las mujeres De Warenne. Pero a los veinticuatro años, eso no había ocurrido y no lo echaba en falta, pues tenía miles de libros que leer y de lugares que ver. Dudaba que la vida entera le llegara para todo lo que quería conseguir.
Miró a su hermana.
Dianna sonrió con cierta ansiedad.
–Me alegro de que estés en casa, te he echado de menos, Ariella.
–Yo también a ti –repuso Ariella, no del todo franca.
Un país extranjero, donde estaba rodeada de olores, vistas y sonidos exóticos, y personas nuevas a las que intentar comprender, resultaba demasiado interesante para dar cabida a la nostalgia de casa. Incluso en Londres, podía pasarse días enteros en un museo sin notar el paso del tiempo.
–Me alegro de que hayas venido a Rose Hill –dijo Dianna–. Esta noche será muy divertida. Conozco al joven Montgomery y, si su hermano mayor es tan encantador como él, será mejor que te olvides de Genghis Khan. Y no creo que debas mencionar a los mongoles en la cena. Nadie lo entendería.
Ariella vaciló.
–La verdad es que me gustaría que estuviéramos solo la familia. No soporto pasar una velada entera hablando del tiempo, de las rosas de Amanda, la última cacería o las próximas carreras de caballos.
–¿Por qué no? Esos son temas apropiados para la cena. ¿Me prometes no hablar de los mongoles ni las estepas ni de reuniones con académicos y reformadores? –Dianna sonrió–. Todos pensarán que eres una radical... y demasiado independiente.
–En ese caso, me quedaré callada.
–Eso es infantil.
–Una mujer tiene que poder decir lo que piensa. En la ciudad lo hago. Y sí soy algo radical. Hay unas condiciones sociales terribles en el país. El Código Penal ha cambiado muy poco y en cuanto a la reforma parlamentaria...
–Pues claro que en la ciudad dices lo que piensas –la interrumpió Dianna–. Pero no estás en compañía de nobles, tú misma lo has dicho –la chica parecía agitada–. Te quiero mucho y te pido como hermana que intentes una conversación apropiada.
–Tú te has vuelto muy conservadora –protestó Ariella–. Está bien. No hablaré de ningún tema sin tu aprobación. Te miraré y esperaré a que me guiñes el ojo. No, espera, tírate del lóbulo izquierdo de la oreja y sabré que se me permite hablar.
–¿Te estás burlando de mis sinceros intentos por verte bien casada?
Ariella se sentó con fuerza. ¿Tanto deseaba su hermana que se casara? Resultaba sorprendente.
Dianna sonrió.
–También creo que no debes mencionar que papá te permite vivir sola en Londres.
–Casi nunca estoy sola. Hay una casa llena de sirvientes, el conde y tía Lizzie pasan mucho tiempo en la ciudad y tío Rex y Blanche están a media hora de casa en Harrington Hall.
–No importa quién entre o salga de Harmon House, tú vives como una mujer independiente. Nuestros invitados se escandalizarían. Lord Montgomery se escandalizaría –dijo Dianna con firmeza–. Papá tiene que recuperar el sentido común en lo que a ti respecta.
–No soy totalmente independiente. Recibo dinero de mis propiedades, pero papá es mi fiduciario –Ariella se mordió el labio inferior. ¿Cuándo se había vuelto Dianna exactamente igual que todas las chicas de su edad y condición social? ¿Por qué no entendía que el librepensamiento y la independencia eran algo que había que anhelar, no condenar?
Dianna alisó el vestido sobre la cama.
–Papá está tan hechizado por ti que no piensa con la cabeza. La gente murmura porque resides en Londres sin familia –levantó la vista–. Yo te quiero. Tienes veinticuatro años. Papá no se siente inclinado a forzar un matrimonio, pero tienes la edad. Ya es hora, Ariella. Estoy pensando en lo mejor para ti.
Ariella estaba consternada. Ya era hora de decirle la verdad a su hermana.
–Dianna, por favor, no se te ocurra emparejarme con Montgomery. No me importa quedarme soltera.
–¿Y qué harás si no te casas? ¿Y los hijos? Si papá te da tu herencia, ¿te dedicarás a viajar? ¿Cuánto tiempo? ¿Viajarás a los cuarenta años? ¿A los ochenta?
–Eso espero.
Dianna movió la cabeza.
–Eso es una locura.
Eran tan distintas como el día y la noche.
–Yo no quiero casarme –declaró Ariella con firmeza–. Solo me casaré si es un verdadero encuentro de dos mentes. Pero seré educada con lord Montgomery. Te prometo que no hablaré de los temas que me importan, pero, por lo que más quieras, tú desiste ya. No se me ocurre nada peor que una vida sometida a un caballero de mente cerrada. Me gusta mi vida tal y como es.
Dianna se mostraba incrédula.
–Eres una mujer y Dios te creó para que tomaras esposo y le dieras hijos, y sí, te sometieras a él. ¿A qué te refieres con lo de unión de las mentes? ¿Quién se casa por esa unión?
Ariella estaba escandalizada de que su hermana defendiera puntos de vista tan tradicionales... aunque los defendiera casi toda la sociedad.
–No sé lo que Dios tiene decretado para las mujeres ni para mí –consiguió decir–. Los hombres han decretado que las mujeres deben casarse y tener hijos. Dianna, por favor, intenta comprender. La mayoría de los hombres no me permitirían entrar en Oxford disfrazada de hombre y escuchar las clases de mis profesores predilectos –Dianna dio un respingo–. La mayoría de los hombres no me permitirían pasar días enteros en los archivos del Museo Británico –siguió Ariella con firmeza–. Me niego a sucumbir a un matrimonio tradicional... si es que sucumbo a alguno.
Su hermana lanzó un gemido.
–Ahora puedo ver el futuro. Te casarás con un abogado socialista radical.
–Quizá lo haga. ¿De verdad me imaginas como la esposa de un caballero, quedándome en casa, cambiándome de vestido varias veces al día y siendo un adorno bonito e inútil? Excepto, claro, por los cinco, seis o siete niños que tendré que parir, como una yegua de cría.
–Eso es un modo terrible de ver el matrimonio y la familia –comentó Dianna, que parecía atónita–. ¿Eso es lo que piensas de mí, que soy un adorno bonito e inútil? ¿Mi madre y tía Lizzie son eso? ¿Y nuestra prima Margery? Y tener hijos es algo maravilloso. A ti te gustan los niños.
Ariella se preguntó cómo había podido ocurrir aquello.
–No, Dianna, disculpa. Yo no pienso en ti en esos términos. Yo te adoro y estoy muy orgullosa de ti. Ninguna de las mujeres de nuestra familia es un adorno bonito e inútil.
–No soy estúpida. Sé que eres muy lista. Todo el mundo en esta familia lo dice. Sé que has leído más que casi todos los caballeros que conocemos. Sé que crees que soy tonta. Pero querer un buen matrimonio e hijos no es tonto. Al contrario, es admirable querer un hogar, un marido e hijos.
Ariella retrocedió.
–Pues claro que sí... porque tú quieres esas cosas de verdad.
–Y tú no. Tú quieres que te dejen sola para leer un libro tras otro de gente rara como los mongoles. Es muy tonto pensar en consumir tu vida leyendo vidas de extranjeros y muertos. ¿No se te ha ocurrido pensar que un día puedas lamentar esa elección?
Ariella estaba sorprendida.
–Pues no –suspiró–. Yo no descarto el matrimonio, pero no tengo prisa y no puedo casarme nunca si eso pone en peligro mi felicidad. Aunque quizá un día encuentre ese amor de una vez en la vida por el que es famosa nuestra familia –añadió, principalmente para complacer a su hermana.
Dianna gruñó.
–Si es así, espero que tú seas la única De Warenne que consigue escapar al escándalo tan a menudo asociado con nuestra familia.
Ariella sonrió.
–Por favor, intenta comprender. Estoy muy satisfecha con mi estado de solterona.
Dianna la miró sombría.
–Nadie te llama solterona todavía. Gracias a Dios que tienes fortuna y las oportunidades que eso conlleva, pero me temo que te arrepentirás de muchas cosas si continúas por ese camino.
Ariella la abrazó.
–No será así, te lo juro –soltó una risita–. Ahora pareces tú la hermana mayor.
–Te voy a enviar a Roselyn para que te ayude a vestirte. Te prestaré mis aguamarinas. Y sé que serás muy amable con Montgomery –sonrió.
Ariella le devolvió la sonrisa, con una expresión de amabilidad en el rostro. Expresión que pensaba llevar toda la velada para contentar a su hermana.
Emilian St Xavier estaba sentado en el amplio escritorio de su padre en la biblioteca, pero no podía concentrarse en los libros de cuentas que tenía entre manos. Aquello era raro, pues la hacienda era su vida. Pero ese día se sentía invadido por una agitación familiar. Era una sensación que odiaba y siempre procuraba combatir, pero en días como aquel, la casa le parecía más grande que nunca y vacía a pesar de los sirvientes.
Se recostó en la silla y miró objetivamente la lujosa biblioteca de altos techos. La estancia apenas se parecía a la habitación en la que tan a menudo lo habían reñido cuando era un chico resentido empeñado en aferrarse a las diferencias con su padre y en fingir una absoluta indiferencia por los deseos de Edmund y los asuntos de Woodland. Pero, incluso de recién llegado, su curiosidad había sido más fuerte que su cautela. Nunca había estado dentro de la casa de un inglés y Woodland le había parecido un palacio. Raiza había insistido en que aprendiera a leer inglés y él había mirado los libros de la biblioteca preguntándose si se atrevería a robar uno para leerlo. No había tardado en empezar a robar uno tras otro. Aunque estaba seguro de que Edmund sabía que leía en secreto filosofía, poesía e historias de amor en su dormitorio.
Aunque su madre había querido que dejara la caravana y fuera a vivir con su padre, él no había olvidado nunca sus lágrimas ni su pena. Edmund le había roto el corazón apartándolo de ella y él había odiado a Edmund por hacer daño a Raiza. Sabía que él no habría ido a Woodland si hubiera vivido el hijo legítimo de su padre y su orgullo gitano, que era considerable, le había exigido mostrarse distanciado e indiferente a la vida que su padre le ofrecía.
Su sangre cíngara le había dictado recelo y hostilidad. Había vivido toda su vida con el odio y los prejuicios de los payos y sabía que su padre era un payo más. Pero, en realidad, Edmund se había mostrado firme pero justo y compasivo. La adaptación al modo de vida inglés no había sido fácil y se había escapado varias veces, pero Edmund siempre lo había encontrado. La última vez había robado un caballo a un vecino y lo habían marcado físicamente para que el mundo lo conociera como ladrón de caballos antes de que apareciera Edmund para llevarlo a casa. No era el primer cíngaro que tenía la oreja derecha marcada, pero esa era una de las razones por las que llevaba el pelo tan largo. Edmund había acabado por pedirle que se quedara y decirle que él lo dejaría marchar cuando cumpliera los dieciséis años si ese seguía siendo su deseo.
Emilian había accedido y, al final, había decidido quedarse. En los años siguientes había ido a Eton y luego a Oxford, donde sobresalió en ambas instituciones. Pero la relación entre ellos había seguido siendo difícil, como si Edmund no se creyera del todo su transformación en un inglés. Emilian, por su parte, tampoco confiaba del todo en su padre. Ser su hijo y heredero no cambiaba el hecho de que su madre era cíngara, y toda la sociedad lo sabía... incluido Edmund.
La condescendencia y la burla de su primera juventud existían todavía, pero ahora disfrazadas. Para los payos, incluidas las mujeres que le calentaban la cama, ni la educación ni la riqueza podían cambiar su certeza de que sentía inclinación por robar caballos y engañar a los vecinos. Eso quedaba patente en todas las cenas y bailes, en los asuntos de negocios y en los amores.
La muerte de Edmund había sido un trágico accidente. Emilian acababa de graduarse en Oxford con honores y estaba de viaje con los cíngaros. Era su primera visita a su madre desde que su padre los separara diez años atrás. El administrador de Edmund le había escrito y, al enterarse del accidente de caza, Emilian había vuelto inmediatamente a la casa.
Aturdido porque su padre hubiera muerto sin haber tenido ocasión de despedirse, había ido directamente desde la tumba al escritorio. Solo podía pensar en las oportunidades del pasado y en que nunca había dado las gracias a Edmund por ninguna de ellas. Recordaba a su padre enseñándole a montar, explicándole todos los aspectos de la hacienda, insistiendo en que recibiera la mejor educación posible, y el orgullo con el que Edmund lo llevaba a los acontecimientos del condado, ya fuera un té, una fiesta o un baile, como si fuera tan inglés como el que más. Se había sentado ante el escritorio y empezado a revisar cuentas y libros hasta que las lágrimas le impidieron leer las páginas. Y, al final, había triunfado un sentimiento del deber muy inglés. Era consciente de los fallos de su padre como vizconde y siempre había sabido que él podía hacerlo mejor. Se había propuesto, pues, enderezar Woodland y hacer que Edmund estuviera orgulloso de él.
Y lo había conseguido. En tres años había logrado borrar todas las deudas de las cuentas de Woodland y la hacienda ahora daba beneficios. Había inquilinos nuevos y los productos se exportaban al extranjero además de venderse en los mercados de la zona. Era socio de una compañía de transporte marítimo, tenía inversiones provechosas en un aserradero de Birmingham y en el ferrocarril, pero el golpe de gracia era la mina de carbón St Xavier. Las exportaciones de carbón británico crecían todos los años y él se beneficiaba de ello. Era el noble más rico de Derbyshire con una excepción... el magnate naviero Cliff de Warenne.
Emilian apartó el libro de cuentas.
No conocía personalmente a De Warenne, pues había rehuido a la buena sociedad desde que heredara el título y las propiedades. Desde la primera vez que apareciera ante la gente al lado de Edmund, habían murmurado de él a sus espaldas y nada había cambiado, excepto que ahora se lo esperaba. Prefería evitar las relaciones sociales que no conducían a nada. Cuando se sentaba a comer con ingleses y sus esposas, era con hombres que fueran importantes para él: los directores de su mina, sus socios en la empresa de transportes o personas que deseaban que invirtiera en otras aventuras.
–¿Señor? –Hoode, el mayordomo, se detuvo en el umbral de la biblioteca–. Tenéis visita –Hoode le pasó una pequeña bandeja con varias tarjetas.
Emilian las miró sorprendido. Tenía pocas visitas. Una de las tarjetas pertenecía a su primo Robert y las otras dos a amigos de Robert.
–Fantástico –murmuró. Solo había un motivo para que lo visitara su primo, ya que se detestaban mutuamente–. Haced pasar a Robert.
Se levantó y se desperezó.
Robert St Xavier apareció al instante, con una sonrisa obsequiosa y la mano tendida. Era un hombre rubio y grueso.
Emilian se cruzó de brazos, negándole el apretón de manos.
–¿Vamos al grano, Rob?
Su primo dejó de sonreír y bajó la mano.
–Pasábamos por aquí –dijo con tono jovial–. Y confiaba en que pudiéramos compartir una botella de vino. Hacía tiempo que no nos veíamos y somos primos –se echó a reír–. Hemos tomado habitaciones en la posada Buston. ¿Vendrás con nosotros?
–¿Cuánto quieres? –preguntó Emilian con frialdad.
Robert se puso serio.
–Esta vez juro que te lo devolveré.
–¿De veras? –Robert había heredado una fortuna de su padre y se había gastado hasta el último penique en menos de dos años. Llevaba una vida disoluta e irresponsable–. Pues sería la primera vez. ¿Cuánto necesitas esta vez?
Robert vaciló.
–¿Quinientas libras?
–¿Y cuánto tiempo te durará eso? Muchos caballeros pueden vivir un año con esa suma.
–Durará un año, te lo juro.
–No te molestes en jurármelo.
Emilian se inclinó y buscó su libro de cheques. Recordaba muy bien que Robert y su padre lo habían llamado sucio salvaje y se habían reído de él. Pero eso no le impidió extender un cheque y arrancarlo.
–No sé cómo darte las gracias.
Emilian lo miró con desdén.
–No temas, no te pediré que me devuelvas nada.
Robert sonrió.
–Gracias. ¿Y te importa que pasemos la noche aquí? Nos ahorraríamos unas libras...
Emilian agitó una mano en el aire. No le importaba que el trío se quedara, pues había sitio de sobra como para que no tuviera que cruzarse con ellos. Se acercó a las puertas de cristal y miró más allá de los jardines, a las colinas que se perdían en el horizonte gris. Tenía la terrible sensación de que iba a suceder algo... Miró el cielo. No había el menor asomo de tormenta.
Oyó voces y se volvió. Los dos amigos de Robert se habían reunido con este, que les mostraba el cheque. Sus amigos se reían y le daban palmadas en la espalda, como si acabara de llevar a cabo una hazaña.
–Compensa tener un primo rico, ¿eh? Aunque sea medio gitano –se rio uno de ellos.
–Solo Dios sabe cómo lo hace –sonrió Robert–. Por supuesto, es su sangre inglesa la que lo hace tan rico.
El tercer hombre se acercó a ellos.
–¿Alguna vez habéis estado con una chica gitana? Están en Rose Hill, me lo ha dicho un sirviente.
Emilian se puso rígido. Había cíngaros cerca. ¿Era eso lo que presentía?
Y de pronto, un chico cíngaro, de no más de quince o dieciséis años, entró en la terraza y lo miró a través de las puertas correderas de cristal.
Emilian se adelantó.
–¡Espera!
El chico se giró y echó a correr.
Emilian corrió tras él.
–¡No te vayas! –gritó–. Na za –repitió en romaní.
El chico se quedó inmóvil al oírlo. Emilian se acercó y siguió hablando en romaní:
–Soy cíngaro. Soy Emilian St Xavier, hijo de Raiza Kadraiche.
El chico pareció aliviado.
–Emilian, me manda Stevan. Tiene que hablar contigo. No estamos lejos... una hora a caballo o en carro.
Emilian estaba atónito. Stevan Kadraiche era su tío, al que no había visto en ocho años. Raiza viajaba con él, así como también su hermana Jaelle. Pero nunca bajaban tan al sur. No podía imaginar lo que significaba aquello.
Y entonces lo supo. Había noticias... y no podían ser buenas.
–¿Vienes? –preguntó el chico.
–Voy –repuso Emilian.
Ariella estaba de pie al lado de la chimenea, deseando poder retirarse a su habitación. Habría preferido con mucho pasar la velada leyendo. Todos se habían saludado educadamente y hablado del tiempo y de las famosas rosaledas de Amanda. Dianna, que estaba muy guapa con su vestido de noche, comentaba ahora el próximo baile que organizaría su madre, el primero que se hacía en Rose Hill en años.
–Espero que asistáis los dos –decía con dulzura.
Ariella tenía una sonrisa fija en la cara y miraba a su padre. Alto y apuesto, a sus cuarenta y cinco años seguía atrayendo las miradas femeninas. Pero él no se daba cuenta; seguía enamorado de su esposa, tan apasionada del mar como él, y lo bastante excéntrica como para permanecer en el puente con él. Pero Amanda también amaba los bailes, cosa que Ariella no entendía. Decidió que, después de cenar, intentaría convencer a su padre para que le permitiera una osada aventura al corazón de Asia Central.
Lord Montgomery se volvió hacia ella.
–No parecéis muy entusiasmada con el baile de Rose Hill –hablaba con serenidad, muy serio.
–No me interesan los bailes –no pudo evitar contestar Ariella–. Los evito siempre que puedo.
Dianna se colocó inmediatamente a su lado.
–Oh, eso no es verdad.
–Prefiero viajar –añadió Ariella. Vio sonreír a su padre.
–Yo también disfruto viajando. ¿Cuál es el último viaje que habéis hecho?
–El último fue a Atenas y Constantinopla. Ahora deseo visitar las estepas de Asia Central.
Dianna palideció.
Ariella suspiró. Había prometido a su hermana evitar cualquier mención a los mongoles. Consideró varios temas y optó por uno que le interesaba.
–¿Qué opináis de los grandes experimentos de Owens para ayudar a los obreros a mejorar su posición y su lugar en la economía?
Montgomery parpadeó. Luego achicó los ojos, aparentemente interesado.
Pero su hermano pequeño la miró escandalizado. Se volvió al padre de ella y dijo:
–Es un desastre consolidar así el empleo. Pero ¿qué se puede esperar de un hombre como Robert Owens? Es hijo de un comerciante.
–Es brillante –le dijo Ariella a su espalda.
Cliff de Warenne se colocó a su lado y le puso una mano en el hombro.
–Yo estoy impresionado con los experimentos de Owens –comentó con amabilidad–. Apoyo la teoría de consolidar el empleo.
El más joven de los Montgomery no tuvo más remedio que volverse hacia Ariella y él.
–¡Santo cielo! ¿Y qué será lo siguiente? ¿La ley de las diez horas? Los obreros la pedirán seguro –lanzó a Ariella una mirada sombría que ella recibía a menudo, una mirada que insinuaba que no era bienvenida la opinión de las damas.
Ariella puso los brazos en jarras, pero sonrió con dulzura.
–Fue una farsa política y social permitir que la ley de las diez horas sucumbiera a las presiones de la industria y el comercio. Es inmoral. Ninguna mujer o niño debería tener que trabajar más de diez horas al día.
Paul Montgomery enarcó las cejas y la ignoró.
–Como decía –miró a Cliff–, este país se hundirá si se permite a los sindicatos salirse con la suya. Nadie será tan tonto como para limitar las horas de trabajo ni consolidar el empleo.
–No estoy de acuerdo. Solo es cuestión de tiempo que se imponga una ley laboral más humana –repuso Cliff con calma.
–Se hundirá el país –advirtió el joven Montgomery, ruborizado–. No podemos permitirnos sueldos más altos ni mejores condiciones de trabajo.
Amanda sonrió.
–Y creo que ahora deberíamos pasar a cenar. Podemos continuar este ferviente debate en la mesa.
A Ariella le habría encantado, pero Dianna la miró con expresión de súplica.
–Soy demasiado caballero para llevarle la contraria a una dama –repuso Montgomery con rigidez; pero parecía muy molesto.
Su hermano mayor soltó una risita, y Cliff hizo lo mismo.
–Vamos a entrar, como ha sugerido mi esposa.
De pronto se oyeron gritos terribles procedentes del vestíbulo de la mansión, como si una turba hubiera invadido Rose Hill.
–¿Qué es eso? –preguntó Cliff, que salía ya del salón–. Esperad aquí –les ordenó a todos.
Ariella no tenía la menor intención de obedecer. Lo siguió.
La puerta principal estaba abierta. El mayordomo de Rose Hill, sulfurado, intentaba detener a una docena de hombres que parecían empeñados en entrar. Cuando vieron a Cliff, empezaron a gritar.
–Capitán De Warenne, señor, tenemos que hablaros.
–¿Qué sucede, Peterson? –preguntó Cliff al mayordomo–. ¡Por el amor de Dios, es el alcalde. Dejadle pasar.
Peterson se apresuró a abrir la puerta y los cuatro primeros señores entraron enseguida.
–Señor, el alcalde Oswald, el señor Hawks, el señor Leeds y su inquilino, el señor Jones. Tenemos que hablar con vos. Me temo que hay gitanos en el camino.
Ariella se sobresaltó. ¿Gitanos? No había visto una caravana de gitanos desde que era niña. Tal vez su estancia en Rose Hill no sería tan aburrida después de todo. Sabía muy poco de los gitanos. Recordaba vagamente haber oído su música exótica de niña y haber sentido curiosidad.
–En el camino no, capitán. Están acampando en terreno de Rose Hill, muy cerca de aquí –informó el alcalde, un hombre grande y grueso.
Todos empezaron a hablar a la vez. Cliff levantó ambas manos.
–De uno en uno. Alcalde Oswald, tiene usted toda mi atención.
Oswald asintió.
–Son por lo menos cincuenta. Han aparecido esta mañana. Esperábamos que no se detuvieran, pero han hecho justamente eso, señor. Y están en vuestras tierras.
–Si roban una de mis vacas, solo una, colgaré personalmente al gitano ladrón –gritó el señor Jones.
Los otros empezaron a hablar a la vez. Ariella se encogió al oír los comentarios de niños que desaparecían, caballos robados y vueltos a vender a sus dueños tan cambiados que no resultaban reconocibles y perros que corrían sueltos y salvajes.
–Nada estará seguro en vuestra casa ni en la mía –dijo un hombre–. Es una desgracia.
–Mis hijos tienen dieciséis y dieciocho años –declaró otro con fiereza–. No permitiré que los perviertan las rameras gitanas. Ya les ha leído la mano una de las chicas.
Ariella miró a su padre, atónita ante tantos prejuicios y miedo. Pero antes de que pudiera gritar que aquellas acusaciones eran muy injustas, Cliff levantó ambas manos.
–Yo me ocuparé de esto –dijo con firmeza–. Pero antes quiero deciros que nadie será asesinado en su cama ni le robarán a nadie sus hijos, sus caballos, sus vacas ni sus ovejas. He conocido a gitanos de vez en cuando a lo largo de los años y los informes de sus crímenes son muy exagerados.
Ariella casi se relajó. Ella no sabía nada de los gitanos, pero su padre debía de tener razón.
–Capitán, señor. Lo mejor es echarlos fuera de la parroquia; no los necesitamos aquí. Son gitanos escoceses, señor, del norte.
Cliff volvió a pedir silencio.
–Hablaré con su jefe y me aseguraré de que se ocupan de sus asuntos y siguen su camino. Dudo que piensen quedarse mucho. No hay de qué preocuparse –se volvió y miró a Ariella con una invitación en los ojos.
Ella sonrió.
–Claro que iré contigo.
–No se lo digas a tu hermana –le advirtió su padre, cuando salían de la casa.
Ariella se situó a su lado, feliz de haber dejado atrás la cena.
–Dianna ha crecido mucho. Es muy amante de las convenciones.
Cliff soltó una risita.
–Eso no lo ha sacado de su madre ni de mí –la miró–. Te adora. Hablaba sin parar de tu visita. Procura ser paciente con ella. Ya sé que no podría haber dos hermanas más distintas.
Ariella se sintió mal.
–Supongo que la he descuidado mucho.
–Comprendo la atracción de tus pasiones. A tu edad, es mejor sentir pasión que no sentir nada.
Su padre comprendía su naturaleza. Cuando doblaron la acera de la casa y salieron al camino público, se encontraron con una vista increíble. Atardecía y dos docenas de carromatos pintados de vivos colores resplandecían como joyas a la luz del crepúsculo. Los caballos pacían por allí, los niños corrían y jugaban y la ropa de los gitanos, púrpura, oro o escarlata, contribuía al caleidoscopio de colores. El alcalde tenía razón. Debían de sumar unos sesenta o setenta por lo menos.
–¿Lo que has dicho de los gitanos iba en serio? –preguntó la joven, cuando se detuvieron.
Tenía la sensación de que la hubieran transportado a un país extranjero. Oía su idioma extraño y gutural y olía aromas exóticos, quizá del incienso. Alguien tocaba una melodía a la guitarra. Pero la risa alegre de los niños y las voces de las mujeres no tenían nada raro.
Cliff había dejado de sonreír.
–He conocido a muchas tribus cíngaras a lo largo de los años, la mayoría en España y Hungría. Muchos son honrados, pero, desafortunadamente, no se abren a los extraños. Desconfían de nosotros, por buenas razones, y es bastante común que se enorgullezcan de timar al payo.
–¿El payo? –preguntó ella.
–Nosotros, los no gitanos.
–Pero tú le has dicho al mayor que no había de qué preocuparse.
–¿Hay algún motivo para acrecentar su miedo? No sabemos si se van a quedar ni si van a robar. Por otra parte, la última vez que vi cíngaros fue en Irlanda. Robaron mi maravilloso alazán y no volví a verlo.
Ariella lo miró.
–¿Estás seguro de que fueron ellos?
–Fue la conclusión que saqué. Pero si la pregunta es si estoy seguro al cien por cien, la respuesta es no –le puso la mano en el hombro con una sonrisa y reanudaron la marcha.
Llegaron a la línea exterior de los carros, que estaban colocados en círculo en torno a un amplio claro, donde habían cavado varios hoyos para las hogueras. Los niños corrían descalzos, mezclados con perros que estaban muy delgados. Las mujeres cargaban cubos de agua desde el arroyo. Los cubos parecían pesados, pero los hombres estaban atareados clavando palos y colocando las lonas de las tiendas, apresurándose a preparar el campamento antes de que cayera la noche. Ariella miró a las mujeres. Tenían rostros bronceados, que acusaban las inclemencias del tiempo. Las coloridas faldas se veían remendadas y llevaban los largos cabellos sueltos o recogidos en trenzas. La mujer más próxima a ellos llevaba a un niño colgado a la espalda en una especie de bolsa de tela y sacaba artículos de un carro.
Ariella pensó que la vida de aquella gente era dura y se dio cuenta de que las risas y voces se habían detenido. Hasta el guitarrista había dejado de tocar.
Las mujeres hicieron una pausa en sus tareas y se enderezaron para mirar. Los hombres se volvieron también a mirar. Los niños corrieron a esconderse en los carromatos, aunque se asomaban desde ellos. Cayó sobre el claro un silencio absoluto, roto solo por los ladridos de un perro.
Ariella se estremeció, nerviosa. Aquella gente no parecía alegrarse de verlos.
Un hombre enorme, con el pelo moreno y descuidado, salió del centro del campamento a colocarse delante de los carromatos, como para cortarles el paso. Llevaba una camisa roja bordada y un chaleco negro y dorado encima. Cuatro hombres más jóvenes, igual de morenos y de altos, se colocaron a su lado. Sus miradas eran hostiles.
Se oyeron cascos de caballos. Ariella se volvió y vio a un jinete montado en un alazán gris acercarse a los carromatos exteriores, seguido por otro jinete. Saltó al suelo y se acercó a los gitanos.
El recién llegado llevaba una camisa blanca, pantalones de piel de cierva y botas llenas de barro. No llevaba levita ni abrigo y la camisa iba desabrochada casi hasta el ombligo. Tal y como iba ataviado, era como si estuviera desnudo. Ningún inglés viajaría públicamente de ese modo. Era alto, ancho de hombros y de constitución fuerte. No era tan moreno como los demás gitanos y su pelo era castaño claro con tonos dorados y rojizos. No lo veía claramente desde esa distancia pero, curiosamente, el corazón empezó a latirle con fuerza.
Cliff la tomó por el codo y se adelantó. Ariella oyó al recién llegado hablar a los cíngaros en su lengua extraña, que sonaba eslava. Su tono era de mando y ella adivinó que era su líder.
Y entonces ese líder de los gitanos los miró a ellos.
Sus fríos ojos grises se encontraron con los de ella, que contuvo el aliento. ¡Qué hermoso era! Unas pestañas larguísimas enmarcaban sus penetrantes ojos, situados encima de unos pómulos altos y exóticos. Tenía la nariz recta y la mandíbula fuerte y dura. Nunca en su vida había visto tanta perfección masculina.
Su padre se adelantó.
–Soy Cliff de Warenne. ¿Quién es el vaida aquí?
Hubo un momento de silencio, lleno de hostilidad y tensión. Ariella aprovechó la oportunidad para mirar al jefe gitano. Por supuesto, no era inglés. Era demasiado moreno y llevaba el pelo muy largo, rozándole los hombros.
Bajó la vista a la boca, llena pero rígida. Divisó la cruz dorada que llevaba sobre la piel bronceada del pecho. El corazón le latió con más fuerza y se ruborizó. Sabía que debía apartar la vista, pero no podía. Veía subir y bajar el pecho dentro de la fina camisa de seda. Bajó más los ojos. Los pantalones se pegaban a los muslos y las caderas, delineando bien la anatomía masculina.
Sintió sus ojos fijos en ella y alzó la vista. Sus miradas se cruzaron por segunda vez.
Ariella se sonrojó. Sabiéndose pillada, apartó rápidamente la vista.
–Soy Emilian. Hablaréis conmigo –dijo, con un leve acento.
–Veo que ya están preparando el campamento. Estáis en mis tierras –le informó Cliff con tono duro.
Ariella levantó la vista, pero el gitano de ojos grises miraba ahora a su padre. No sabía por qué estaba nerviosa; tal vez porque él era un enigma. Vestía como podía vestir un inglés en sus aposentos, pero no estaba en la intimidad de su hogar. Su inglés parecía impecable, pero también hablaba la lengua gitana.
Emilian sonrió con desagrado.
–Hace mucho tiempo, Dios dio a los cíngaros el derecho a vagar libremente y dormir donde deseen –repuso con suavidad.
Ariella se encogió. Reconocía un desafío cuando lo oía y sabía también que, aunque su padre estaba dispuesto a negociar la situación, tenía un lado peligroso. En los fríos ojos grises de Emilian había un asomo de salvajismo despiadado.
La sonrisa de Cliff fue igual de desagradable.
–Estoy seguro de que vos opináis así. Pero el Gobierno de Inglaterra ha aprobado hace poco una ley limitando los lugares en los que pueden quedarse los vagabundos y los gitanos.
Emilian parpadeó.
–Ah, sí, las leyes de vuestra gente... las leyes que permiten colgar a un hombre simplemente porque viaja en un carromato.
–Estamos en el siglo XIX. No colgamos a los viajeros.
Una sonrisa fría acogió sus palabras.
–Pero ser gitano es ser un criminal, y el castigo para esa vida sin ley es la muerte. Esas son vuestras leyes.
–Dudo que vos comprendáis correctamente la ley. No colgamos a nadie porque sea gitano. Nada de eso cambia el hecho de que estáis en mi tierra.
Emilian repuso con suavidad:
–No seáis condescendiente conmigo, De Warenne. Conozco la ley. En cuanto a este campamento, aquí hay mujeres y niños que están muy cansados para seguir esta noche. Me temo que nos quedaremos.
Ariella se puso tensa. ¿Por qué tenía que ser tan beligerante aquel hombre? Sabía que su padre no tenía intención de echarlos esa noche. Pero ahora vio que Cliff parpadeaba con irritación y presintió una batalla inminente.
–Yo no he pedido que os marchéis –repuso su padre–. Pero tenéis que darme vuestra palabra de que no causaréis daños esta noche.
El gitano de ojos grises lo miró de hito en hito.
–Intentaremos no robarle el collar a la dama mientras duerme –dijo con sorna.