Amor por despecho - Penny Jordan - E-Book
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Amor por despecho E-Book

Penny Jordan

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Beschreibung

Ward Hunter tenía serias razones para despreciar a Anna Trewayne, y un accidente la puso en sus manos. Había perdido la memoria y creía que él era su amigo y amante. Él solo quería reclamarle el dinero que creía que le había estafado a su hermano, pero la sensualidad de Anna lo había atraído a su casa, a sus brazos, a su cama... Sin embargo, ¿cómo reaccionaría ella cuando recuperase la memoria y se diera cuenta de que todo había sido un engaño?

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Seitenzahl: 168

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Penny Jordan Partnership

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor por despecho, n.º 1121 - julio 2020

Título original: Lover by Deception

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-726-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DOLOR, rabia, culpabilidad… Ward Hunter sentía todas aquellas emociones mientras escuchaba a Ritchie, su joven e ingenuo hermanastro.

—¿Por qué no me llamaste si necesitabas dinero? —preguntó.

La luz que entraba por la estrecha, casi monástica, ventana del estudio de Ward se reflejaba en el cabello de Ritchie, haciéndolo brillar como el oro.

—Porque ya has hecho suficiente por mí —contestó el joven con la voz suave y modulada que tanto le recordaba a Alfred, el padre de Ritchie y padrastro de Ward—. No quería pedirte nada más, pero el máster en Estados Unidos sería de gran valor para mi carrera —añadió, tímidamente. Después siguió hablando y el entusiasmo por sus estudios hizo que olvidara la vergüenza que sentía cada vez que tenía que pedirle dinero a Ward.

Mientras lo escuchaba, Ward lo miraba fijamente. Sus ojos eran de color gris acero, heredados del joven obrero que le había dado la vida cuarenta y dos años atrás y que había muerto en un accidente laboral cuando Ward era un niño. En realidad, el responsable del accidente había sido un avaricioso empresario al que no importaban las normas de seguridad en el trabajo. Había ocurrido en los tiempos en los que ese tipo de accidente no llamaba la atención de los medios de comunicación, cuando la compensación a la familia por la pérdida de una vida, de un padre, de un marido, se dejaba a la discreción del empresario y no había leyes que lo regulasen.

La madre de Ward no había recibido nada; menos que nada. Tras la muerte de su marido, había tenido que abandonar la casa, propiedad de la empresa, y marcharse con su hijo a casa de sus padres. Ward se quedaba con su abuela, mientras su madre aceptaba cualquier trabajo para poder mantenerlo.

Había sido trabajando como limpiadora en el colegio de Ward donde conoció a su segundo marido, un bondadoso profesor de literatura.

Ninguno de los dos había esperado que su matrimonio diera como resultado un hijo y Ward entendía bien por qué estaban tan entusiasmados con el pequeño Ritchie.

Ritchie era igual que su padre. Amable, bien educado, estudioso, ingenuo y fácil de engañar, no por falta de inteligencia sino porque ni él ni su padrastro entendían la avaricia y el egoísmo de los demás. Esos eran defectos que ellos, sencillamente, no tenían.

Había sido gracias al cariño y el cuidado de Alfred por lo que Ward había podido abrir su propio negocio.

Era, como le gustaba decir a la gente, un hombre hecho a sí mismo. Un millonario que podría costearse cualquier capricho porque su empresa había sido comprada por una gran corporación norteamericana, pero Ward prefería vivir sencilla, casi monásticamente.

Era un hombre alto y fuerte como un león, con hombros anchos y una constitución de hierro, heredada de su padre. Un hombre cuya presencia y dotes de mando temían los otros hombres y, en cuanto a las mujeres…

La semana anterior, Ward había tenido que dejarle claro a la esposa de uno de sus colegas que no estaba interesado en lo que ella tan abiertamente le ofrecía.

Ward había crecido con una madre que era todo lo que él admiraba en una mujer: tierna, sacrificada, dulce y leal.

Había sido una sorpresa para Ward descubrir que ese tipo de mujer era difícil de encontrar.

Su esposa, la chica de la que se había enamorado y con la que se había casado a los veintidós años, se lo había demostrado, abandonándolo un año después de la boda porque prefería un hombre con el que pudiera divertirse, un hombre que tuviera tiempo y dinero para gastarlo con ella.

Para entonces, Ward estaba tan desilusionado con el matrimonio como ella, cansado de volver a casa y no encontrar a nadie y, sobre todo, harto de una mujer que no aportaba nada a la relación pero que, egoístamente, lo pedía todo.

A pesar de ello, no había sentido placer alguno cuando, cinco años después, el segundo marido de su esposa fue a suplicarle que le diera trabajo porque estaban en la ruina.

Más por desprecio que por otra cosa, Ward le había hecho a la pareja un préstamo que no tendrían que devolver nunca. Aún recordaba la mirada de avaricia en los ojos de su ex mujer cuando los había recibido en su nueva casa. Parecía estar tasando la propiedad, recriminándose a sí misma por haber perdido algo que podría haber sido suyo.

No era extraño que hubiera tenido la poca vergüenza de insinuarse cuando su marido no podía verla, diciéndole que siempre lo había amado, que su divorcio había sido un error. Aunque Ward hubiera tenido la desgracia de seguir amándola, no la habría aceptado. Estaba en sus genes, en su herencia y en su tradición valorar la honestidad y la lealtad por encima de todo.

Su matrimonio estaba muerto, le había dicho secamente, y también lo estaba cualquier emoción que hubiera sentido por ella alguna vez.

Desde el fracaso de su matrimonio, Ward había optado por una vida sin mujeres.

Pero eso no significaba que no tuviera problemas y se estaba enfrentando con uno de ellos en aquel momento.

Cuando Ritchie había conseguido plaza en la universidad de Oxford, Ward había ofrecido pagarle la carrera. Al fin y al cabo, era su único hermano y sentía un gran cariño por él.

Sus padres estaban retirados en aquel momento y Alfred, quince años mayor que su madre, sufría del corazón y necesitaba toda la tranquilidad posible.

—¿Por qué no me dijiste que necesitabas dinero? —insistió Ward.

—Porque me daba vergüenza pedírtelo —contestó Ritchie, apartando la mirada.

—Pero tu inteligencia, tu sentido común deberían haberte dicho que todo ese asunto era una estafa. Nadie paga intereses tan altos. ¿Por qué crees que esos anuncios aparecen en letra pequeña?

—Pero parecía la solución a mis problemas… —empezó a explicar el joven—. Tenía en el banco las cinco mil libras que me habías prestado y si hubiera podido convertirlas en diez mil en unos meses, más el trabajo que había aceptado en vacaciones… —Ritchie dejó la frase sin terminar al ver que Ward miraba al techo, incrédulo—. Parecía una buena idea. Yo no sabía que…

—Claro que no sabías —lo interrumpió Ward—. Deberías haber venido a verme… Bueno, cuéntame otra vez qué ha pasado.

Ritchie respiró profundamente.

—Vi un anuncio en el periódico que ofrecía inversiones con un interés del cincuenta por ciento y había que solicitarlo a un apartado de correos.

—Un apartado de correos —Ward volvió a mirar al techo—. Y tú, dando muestras de gran sentido común, te lo creíste.

—Creí que iba a hacer un buen negocio, Ward —protestó Ritchie de nuevo—. Pensé que… bueno, papá siempre me está diciendo la suerte que tengo de que tú me pagues la carrera y eso a veces hace que me sienta… Bueno, no me gusta que mi padre no se sienta orgulloso de mí, ni que mis compañeros piensen que soy un niño mimado porque tú me lo pagas todo —explicó, con expresión dolorida. Ward le dio un golpecito en el brazo para animarlo a seguir—. El caso es que al final un hombre me llamó y me dijo que tenía que enviarle el cheque por cinco mil libras. Me aseguró que me enviaría un recibo e información mensual sobre cómo iba la inversión.

—¿Y, por casualidad, no te informó de cómo iba a conseguir un interés tan alto? —preguntó Ward.

—Decía que era porque no había intermediarios y porque tenía contactos en Estados Unidos y sabía cuáles eran los negocios que estaban en alza…

—Ya, claro, y, por generosidad, pensaba compartir todo eso con cualquiera que respondiera a su anuncio. ¿Es eso?

—Yo… no le pregunté sus motivos —contestó Ritchie con toda la dignidad de la que era capaz—. Ahora me doy cuenta de que no debería haber confiado en él, pero el profesor Cummins acababa de decirme que, si hacía un máster en Estados Unidos, podría conseguir una beca para el doctorado en Oxford. Además, me pidió que, de paso, hiciera una investigación para unas lecturas que tiene que dar en Yale el año que viene. No sé por qué me ha elegido a mí, la verdad.

—Te ha elegido por la misma razón por la que te eligió el que te ha estafado cinco mil libras, Ritchie —lo interrumpió Ward, irónico—. Bueno, vamos a ver, le enviaste el cheque y ¿qué pasó después?

—Durante los dos primeros meses todo iba bien. Me enviaba información sobre los intereses y todo lo demás. Pero al tercer mes, dejé de recibirla y, cuando llamé, el teléfono había sido desconectado.

Ritchie parecía tan perplejo que, en otras circunstancias, Ward hubiera lanzado una carcajada, pero aquello no era asunto de risa. Ritchie era un chico ingenuo al que un tipo sin escrúpulos había robado cinco mil libras de la forma más descarada.

—Qué sorpresa —murmuró.

—Sé lo que estás pensando —dijo Ritchie, apenado—. Al principio, creí que era un error. Escribí una carta a la dirección que venía en los papeles y me la devolvieron porque era una dirección desconocida. Y desde entonces…

—Desde entonces, tu amigo te ha probado que no solo puede hacer desaparecer tu dinero —terminó Ward la frase.

—Lo siento mucho, Ward. Pero… tengo que decirte… que ni siquiera me queda dinero para terminar el semestre y…

—¿Cuánto dinero necesitas para terminar la carrera, incluidos los gastos de manutención? —preguntó Ward, directo al grano. Ritchie se lo dijo, sin atreverse a mirarlo a los ojos—. ¿Y cuánto cuesta el máster en Estados Unidos? Dime la verdad, Ritchie, no me des una cantidad que luego no te permita comer decentemente —añadió. De nuevo, Ritchie le dijo una cantidad, con las mejillas rojas de vergüenza—. De acuerdo —suspiró Ward, sacando una chequera del cajón y firmando un cheque por una cantidad superior a la que su hermano había mencionado. Tan superior que Ritchie no pudo evitar un gemido de sorpresa.

—Ward, no puedo… Esto es demasiado y…

—Acéptalo —lo interrumpió él, mirando su reloj—. Por cierto, te he comprado un coche nuevo. Tengo aquí las llaves, así que puedes olvidarte de tu viejo cacharro.

—¿Un coche nuevo? Pero si el Mini va muy bien, Ward.

—Para ti sí, pero no para tu padre. Ya sabes que está enfermo y siempre anda preocupado por si tienes un accidente. Se quedará más tranquilo cuando sepa que conduces un buen coche.

Sacudiendo la cabeza, Ritchie aceptó las llaves que Ward le ofrecía. Sabía que no se podía discutir con él y, mientras miraba la atractiva y seria cara de su hermano mayor, como orgullosamente le gustaba llamarlo, deseaba, no por primera vez, parecerse un poco más a él.

El trimestre anterior, cuando Ward había ido a visitarlo a la universidad, una compañera de clase le había dicho que su hermano era muy sexy.

Ward emanaba un poder, una masculinidad que lo hacía diferente del resto de los hombres. Era un líder nato y poseía un algo especial que Ritchie sabía que él no tendría nunca, por muchas cualificaciones académicas que consiguiera.

Cuando el joven salió del despacho, Ward tomó la carpeta que había llevado con él y que contenía información sobre la fraudulenta inversión y la estudió con el ceño fruncido. Todo aquello no era más que papel mojado y la policía no podría hacer nada.

Con el cerebro de Ritchie, debería haberse dado cuenta de que era una estafa, pensaba. Había habido muchas advertencias en los medios de comunicación sobre ese tipo de casos, pero Ritchie estudiaba a los clásicos y Ward dudaba que hubiera leído un periódico económico en toda su vida.

Su padre era igual de ingenuo y siempre se había sentido fuera de lugar en la enorme jungla que era el colegio en el que enseñaba y en el que el propio Ward había sido alumno. Ward había entendido muy bien a su madre cuando le dijo que una de las razones por las que pensaba aceptar la proposición de matrimonio de Alfred era porque alguien tenía que cuidar de él.

Ward recordaba cómo sus compañeros le habían tomado el pelo cuando el tímido profesor de literatura se había convertido en su padrastro, pero pronto les había demostrado que de él no se podían reír. Él era un niño muy alto para su edad, con una lengua que podía ser tan rápida e hiriente como sus puños, cuando hacía falta.

Había crecido en un ambiente en el que había que aprender a sobrevivir y esas lecciones le habían sido de mucha utilidad para sus negocios.

Pero aquellos agotadores días habían terminado. No tenía por qué volver a trabajar.

Ward se acercó a la ventana de su estudio. Debajo, el páramo de Yorkshire y, al fondo, la ciudad. La mansión de piedra que había convertido en su casa era considerada por muchos demasiado austera para vivir, pero a él le gustaba. Y Ward tenía opiniones muy firmes sobre las cosas.

Volvió a tomar la carpeta de Ritchie y leyó dos nombres impresos en un papel. Sospechaba que J. Cox y A. Trewayne, fueran quienes fueran, habrían desaparecido. Pero la testarudez y el deseo de justicia que eran parte de su personalidad no le permitirían olvidar el asunto sin intentar hacer algo.

Como había vendido su negocio, tenía mucho tiempo libre. Aunque también tenía cosas que hacer, como controlar su patrimonio o visitar a sus padres que vivían tranquilamente en Tunbridge. También tenía interés en el taller-escuela que había montado allí para chicos que no habían podido estudiar y a los que se les enseñaba un oficio.

Era un proyecto al que Ward dedicaba una considerable parte de su tiempo. Tenía en mente la posibilidad de que, en un futuro, aquellos chavales montaran su propia empresa, saliendo así de la miseria a la que parecían destinados.

—Ward, no puedes financiar la educación de todos los chicos de Yorkshire que no tienen medios para estudiar —le había dicho su administrador.

—Es posible, pero al menos podré darle una segunda oportunidad a algunos de ellos —había replicado él.

—¿Y qué pasa con los que no están interesados en aprender un oficio, los que solo van allí para comer y pasar el rato? —le había preguntado el hombre.

Ward se había encogido de hombros, unos hombros tan anchos que parecían poder soportar el egoísmo del mundo entero. Pero si su administrador o cualquier otra persona le hubiera dicho que era un idealista, un romántico que solo quería ver lo bueno en los demás, Ward lo hubiera negado con firmeza.

Después de estudiar los papeles de Ritchie con expresión ceñuda, buscó en su agenda el número de teléfono de la discreta agencia de investigación que solía contratar cuando necesitaba datos de ciertas empresas. Como millonario y filántropo, recibía innumerables solicitudes de ayuda y, aunque Ward era el primero en meterse la mano en el bolsillo para echar un cable a cualquiera que lo necesitara, también era suficientemente listo como para asegurarse de que la necesidad era real.

Mientras esperaba que contestasen al teléfono, unos papeles sobre su mesa llamaron su atención.

Llevaban su nombre completo, una vez la pesadilla de su vida y la causa de varias peleas infantiles; donde él había crecido solo había una forma de convencer a sus compañeros de que el nombre Hereward no lo convertía en víctima de todo tipo de bromas.

Hereward.

—¿Por qué? —le había preguntado una vez a su madre.

—Porque me gustaba —había sonreído ella—. Me pareció que te iba bien. Que te hacía diferente…

—Eso desde luego —había murmurado Ward.

Hereward Hunter.

Quizá su madre había pensado que aquel nombre lo haría fuerte. Y, desde luego, lo era. Suficientemente fuerte como para asegurarse de que J. Cox y A. Trewayne devolvieran a Ritchie hasta el último céntimo que le habían estafado, aunque tuviera que ponerlos boca abajo personalmente para sacarles el dinero de los bolsillos.

J. Cox y A. Trewayne iban a lamentar lo que le habían hecho a Ritchie. Podría perseguirlos legalmente, pero Ward había decidido que se merecían un castigo más duro y rápido que un lento proceso legal.

Como los matones que se metían con él en el colegio, aquel tipo de gente se aprovechaba de la vulnerabilidad y el miedo de sus víctimas. Y ese miedo hacía que nadie les hiciera pagar por sus delitos.

Pero pronto descubrirían que, engañando a Ritchie, habían cometido el mayor error de sus estafadoras vidas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ANNA! ¿Cómo estás?

Anna Trewayne escuchó la voz alegre de Dee a través del teléfono y su corazón dio un vuelco. Cuando le dijera lo que tenía que decir, Dee iba a llevarse un tremendo disgusto.

Angustiada, se preguntaba si las tres, Dee, Kelly y ella misma, habrían tomado la decisión de desenmascarar al hombre que casi había destrozado la vida y roto el corazón del cuarto miembro de su círculo de amistades, su propia ahijada, Beth, si hubieran sabido cómo iban a terminar las cosas.

Kelly no se había atrevido a ir adelante con el primero de los planes, el de hacerse pasar por una rica heredera para desenmascarar a Julian Cox porque se había enamorado y estaba en el séptimo cielo.

Y entonces Dee había anunciado que seguirían adelante con el plan B. El plan B consistía en que ella, Anna, le pidiera consejo financiero a Julian porque, supuestamente, tenía una cantidad de dinero ahorrada que quería invertir para conseguir el interés más alto posible.

Entrenada por Dee, que además había aportado las cincuenta mil libras que tenía que invertir, Anna había escuchado con aparente ingenuidad mientras Julian, como esperaba, la informaba de que conocía el negocio perfecto para ella.

—Cincuenta mil libras, Dee —había protestado Anna—. Es muchísimo dinero…

—Da igual —había dicho su amiga con firmeza. Aunque Anna era cinco años mayor que Dee, la seguridad de su amiga a menudo la hacía sentir como si ella fuera la pequeña.

En realidad, eran un cuarteto un poco disparatado, tenía que reconocer. Beth, su ahijada de veinticuatro años, era una soñadora y por eso había sido una víctima fácil para Julian Cox. Kelly, la amiga de Beth y socia en su tienda de Rye, era mucho más impetuosa y Dee era la propietaria del edificio en el que estaban la tienda y el apartamento en el que vivían las dos. El padre de Dee había sido un empresario muy conocido y, tras su muerte, ella se había encargado del negocio familiar.

Dee había sido la primera en insistir en que Julian Cox pagase por lo que le había hecho a Beth.