Amor servil - Kim Lawrence - E-Book

Amor servil E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

¡Contratada como amante! Zoe Grace era terrible como ama de llaves de la hacienda Montero. Tanto que se enfrentaba a ser despedida tras solo dos semanas. Desesperada por mantener su empleo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para convencer a su guapo jefe español de que le diera otra oportunidad. Alejandro Montero no podía creer que su nueva ama de llaves fuera tan inepta. Tenía que irse, y rápido. Pero despedir a la bella Zoe, que tenía a su cargo a dos niños, arruinaría su reputación. Así que Alejandro decidió instalarla al alcance de sus ojos, y tal vez de sus manos… ¡En su cama!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Kim Lawrence

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Amor servil, n.º 2288 - febrero 2014

Título original: Maid for Montero

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4020-1

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Algunos hombres en la situación de Alejandro se habrían quejado de la intrusión de la prensa. Él no lo hacía. Pensaba que tenía poco de lo que quejarse en la vida, y sabía que, incluso para alguien cuyo imperio financiero atraía la atención mediática tanto como el suyo, era perfectamente posible tener una vida privada.

Sin duda, habría sido más difícil si le hubiera dado por frecuentar clubes nocturnos hasta altas horas de la madrugada o asistir a los estrenos con modelos escasas de ropa, pero esas cosas no lo atraían.

Consideraba la seguridad un mal necesario, un efecto secundario del éxito, pero no era ningún recluso que viviera tras muros de tres metros.

Si hubiera tenido familia, tal vez habría visto peligros potenciales en todas las esquinas, pero no era el caso. Solo tenía una exesposa, con la que últimamente intercambiaba tarjetas navideñas en vez de insultos, y un padre con quien tenía poco contacto. Como se sabía capaz de cuidar de sí mismo, Alejandro no se alarmó al ver que la verja electrónica de la entrada a su hacienda inglesa, que sí tenía tres metros de altura, estaba abierta.

Irritado, redujo la velocidad y echó un vistazo a su alrededor. Aunque no asumía que la razón fuera oscura y siniestra, el hecho en sí indicaba un descuido que no esperaba de sus empleados.

Su ceño se frunció aún más cuando vio un montón de globos de colores enredados en una rama, junto al discreto y elegante cartel que decía: «Casa Ravenwood: Propiedad privada».

Hacía tres años que era propietario de Ravenwood y en sus escasas visitas nunca había encontrado motivo de queja. Empleaba siempre a los mejores trabajadores, ya fueran ejecutivos o jardineros, pagaba muy bien y esperaba que se ganaran su salario.

Era una fórmula que funcionaba. No era un hombre paciente o sentimental en su vida profesional y personal. Si sus empleados no cumplían los estándares que esperaba de ellos, eran despedidos.

Bajó la ventanilla, estiró el brazo y agarró el cordel que colgaba de los globos. Cuando tiró, dos explotaron contra las ramas y el resto volaron por el aire en libertad. Siguiendo sus evoluciones con los ojos, arrugó la frente. No podía inferir nada significativo respecto a la verja abierta y los globos; pero había habido un cambio reciente en la plantilla y el ama de llaves cumplía un papel fundamental en Ravenwood.

La anterior ocupante del puesto había sido muy eficaz y combinaba su destreza para dirigir a otros empleados con la capacidad de mantenerse en segundo plano. Nunca había resultado molesta.

Bajo su vigilancia no habría habido verjas abiertas, ausencia de guardas o globos. Cabía la posibilidad de que la culpable no fuera la nueva ama de llaves, así que le concedió el beneficio de la duda. Nadie podía decir de él que no fuera escrupulosamente justo; entendía que pudiera haber errores humanos.

Lo que no soportaba era la incompetencia.

Por el momento, estaba dispuesto a creer que la nueva ama de llaves era tan perfecta como había indicado su secretario, que había entrevistado a las candidatas. Confiaba en Tom, dado que el joven siempre había demostrado un juicio excelente; habían sido su esfuerzo y diplomacia lo que había calmado la animosidad local cuando Alejandro compró la mansión.

Hacía tres años, los lugareños habían recibido el cambio de propietario de la casa solariega con una suspicacia que rayaba en hostilidad. Dado que la familia que había dado nombre a la casa y al pueblo no había aportado nada tangible a la localidad durante décadas, y que el último propietario había pasado más tiempo en clubes nocturnos y clínicas de rehabilitación que reparando el tejado o ganando dinero, a Alejandro le parecía perversa la lealtad de los lugareños.

Con la ayuda de Tom, había manejado la situación con su pragmatismo habitual. No quería hacer amistad con sus vecinos, pero tampoco la inconveniencia de estar en guerra con ellos. Las quejas iniciales habían ido disminuyendo y las visitas de funcionarios de conservación y patrimonio que cuestionaban las reformas habían dejado de producirse. Él se había preocupado de emplear a obreros y empresas locales para los trabajos de restauración y había hecho una cuantiosa donación para cambiar el tejado de la iglesia.

Consideraba la situación resuelta.

De todas sus casas, era en la que Alejandro se sentía más relajado. Era bellísima y él disfrutaba de la belleza. Solo invitaba allí a sus mejores amigos. Siempre que cruzaba la verja tenía la sensación de librarse de las presiones del trabajo.

Cuando pensó en los días de relajación que tenía por delante, su ancha y sensual boca se curvó con media sonrisa. Un momento después, la sonrisa se apagaba.

Los globos enganchados en la rama podían haber sido accidentales, lo que tenía antes sí, no. Junto a una de las columnas clásicas de la entrada, había una caja de cartón.

Leyó con incredulidad e irritación el letrero manuscrito que indicaba que los huevos eran de corral y costaban una libra la media docena. No había ningún huevo, solo una jarra llena de monedas y billetes, señal de que se habían vendido pronto y de la honradez de los lugareños.

Los largos dedos morenos tamborilearon en el volante. Había recorrido la mitad de la carretera que llevaba a la casa cuando oyó el ruido: una mezcla de música, risas, ladridos de perro y voces.

–¿Qué...? –apretó la mandíbula y maldijo. Un segundo después pisó el freno al llegar a la cima del montículo que ofrecía la primera imagen de la deliciosa mansión palladiana, una joya arquitectónica emplazada en un parque con un lago y jardines formales muy bien cuidados.

La pradera oeste, donde a veces había observado a sus invitados jugar al croquet, y donde se había imaginado disfrutando del silencio y la soledad, con una copa de brandy y un libro, apenas se veía bajo la inmensa carpa, varias tiendas más pequeñas, el escenario, los puestos y una especie de tiovivo, cuyas enormes tazas de té giraban al ritmo de la música de una canción de Tom Jones, a un volumen tan alto que sentía las vibraciones en el pecho incluso a esa distancia.

Observaba la surrealista escena, fascinado a su pesar, cuando los altavoces anunciaron que el ganador del premio por la mascota mejor adiestrada era Herb. Resultado que, a juzgar por los aplausos y vítores, era muy popular.

Alejandro blasfemó largo y tendido en varios idiomas. La persona responsable de esa aberración no seguiría allí mucho tiempo.

De hecho, tal vez los despidiera a todos porque, aunque la idea fuera de una sola persona, presumiblemente el ama de llaves, el resto de la plantilla, incluido su bien pagado y supuestamente profesional equipo de seguridad, había dejado que ocurriera.

¡Fantástico! Ahí quedaba lo de dejar el estrés atrás. Su nivel de resentimiento se elevó mientras decía adiós a su muy necesitado y esperado descanso. Cierto que tras unos días la inactividad lo aburriría y se sentiría inquieto; lo malo era que ya no iba a tener la opción de aburrirse.

La sensación de que había entrado en una especie de universo alternativo se intensificó cuando un globo pasó por encima de su cabeza. Se enganchó en una rama y estalló.

Con ojos fríos como el hielo, metió la marcha atrás y volvió al desvío para tomar el camino secundario que conducía a los establos de la parte de atrás de la casa, que parecía haberse librado de la locura que asolaba su propiedad.

Mientras entraba en la casa por el invernadero, arrancó un racimo de uvas de la viña que ascendía hasta enredarse en el tejado. Fue hacia su despacho sin encontrarse con nadie a quien pedir explicaciones o en quien descargar su ira. Sin embargo, cuando entró en su santuario vio a una niña pequeña, desconocida para él, que daba vueltas en su sillón giratorio.

Al verlo, la niña agarró el escritorio para detenerse, dejando marcas de dedos pegajosos en la valiosa madera. Él torció los labios con desagrado. Su experiencia con los niños se había limitado a aparecer en algún que otro bautizo con un regalo apropiado. Tras estudiar la cara sucia y pecosa, calculó que tenía unos seis años.

–Hola. ¿Estás buscando el cuarto de baño?

La inesperada pregunta lo desconcertó.

–No –contestó. Se preguntó si esa serenidad era normal en una niña de su edad. No parecía en absoluto turbada por verlo.

–Ah –con la manos sobre el escritorio, empezó a mover la silla de lado a lado–. La señora sí, pero el otro hombre buscaba a Zoe. ¿Tú también buscas a Zoe? Puedo dar cincuenta vueltas sin marearme. Seguramente más, si quisiera.

–Seguro que podrías –temiendo por la valiosa alfombra, Alejandro puso la mano en el respaldo de la silla antes de que se lo demostrara.

–Has arrancado uvas –la niña miró el racimo que llevaba en la mano–. No puedes hacer eso –dijo, moviendo la cabeza–. Te meterás en problemas y hasta podrías ir a la cárcel –esa idea pareció complacerla.

–Gracias por la advertencia. ¿Quieres algunas? –la niña parecía tan cómoda que Alejandro se preguntó si la casa había sido invadida por ocupas y nadie se había molestado en decírselo.

–No. Eres un desconocido. Y están ácidas.

–¡Georgie!

Alejandro alzó la cabeza al oír una voz musical con un atractivo deje ronco.

–¡Estoy aquí! –gritó la niña.

Un momento después apareció una figura en el umbral. El cuerpo al que pertenecía la voz no lo decepcionó. Alta, delgada y de pelo oscuro, llenaba a la perfección los vaqueros desgastados. Esa primera impresión de gracia sinuosa y sexualidad innata fue como recibir un martillazo entre los ojos. Pero la respuesta física se manifestó bastante más abajo.

La indignación de Alejandro se redujo bastante al estudiar a la recién llegada que, además de un gran cuerpo, tenía un rostro vívido y expresivo que deseó mirar largamente.

Tenía unos ojos extraordinarios, azules y rasgados, y una boca que haría que cualquier hombre deseara besar los carnosos labios rosados. Alejandro puso freno a su imaginación. Tenía una libido muy saludable, pero se enorgullecía de su capacidad de controlarla.

–Georgie, no tendrías que estar aquí. Te lo he dicho. ¡Oh! –Zoe abrió los ojos de par en par y tragó aire al ver al alto hombre que había junto a su sobrina.

Su instinto protector la ayudó a superar una extraña reticencia a entrar en la habitación. Con una sonrisa cauta, Zoe dio un paso adelante.

En su vida adulta la habían acusado a menudo de ser demasiado confiada, demasiado dispuesta a asumir lo mejor de los demás, pero desde que Zoe se había hecho cargo de sus sobrinos mellizos, niño y niña, de siete años, había desarrollado una nueva cautela que rayaba en la paranoia, al menos en cuanto a la seguridad de los niños.

Tras la agradable sonrisa, su recién despertado instinto protector estaba en alerta. No había visto a ese hombre antes. Se habría fijado en él porque, a pesar de la ropa informal, pero cara, no habría encajado con la gente despreocupada y relajada que había afuera.

Dudaba que ese rostro se relajara nunca.

Sin apartar la vista del guapo desconocido, igual que no la habría apartado de un lobo, una analogía apropiada teniendo en cuenta su mirada, le ofreció la mano a su sobrina.

–Ven aquí, Georgina –dijo con un tono de voz que pretendía expresar apremio sin alarmar a la niña. Eso último era improbable, Georgie era amistosa con todos y no tenía el menor sentido del peligro. Seguramente, los padres auténticos sabían cómo inculcar a sus hijos cautela sin asustarlos ni traumatizarlos para el resto de su vida, pero Zoe no era su madre, y la mayor parte del tiempo se sentía como una pésima sustituta, no de uno, si no de dos progenitores excelentes.

Inspiró profundamente y despejó su mente de las opresivas emociones que aún la asaltaban de improviso. No tenía tiempo para enfadarse con el destino o con el conductor borracho que había acabado con los padres de los mellizos. ¡Algunos días apenas tenía tiempo para peinarse!

–Disculpe. Espero que Georgina no lo haya molestado –era más educado que «¿qué diablos hace aquí?»; la experiencia le había demostrado que era mejor sonreír antes de sacar la estaca.

Mirándolo de reojo, pensó que haría falta una estaca bien grande, o un pequeño ejército, para librarse del intruso si no se daba por aludido. Se sonrojó al darse cuenta de que su escrutinio era correspondido, aunque los ojos oscuros que la recorrían de arriba abajo no tenían nada de cautelosos ni de discretos.

Se echó la trenza por encima del hombro y, llevándose una mano a la mejilla, deseó que la única causa del pesado y frenético latido de su corazón fuera su instinto protector.

Nunca antes se había encontrado con un hombre que exudara una virilidad tan potente y obvia. Era extraño, y nada agradable, descubrir que sus hormonas estaban reaccionando al aura que él proyectaba. Se puso una mano protectora y temblorosa en el estómago, como siempre que se encontraba en una situación que le daba vértigo.

La lógica le decía que no era ningún peligro para Georgie, solo otro visitante del Día de Diversión que se había perdido o curioseaba, pero, como su obligación era proteger a los mellizos de todo lo malo del mundo, Zoe no iba a correr ningún riesgo.

–Georgie, por favor.

Con obvia desgana y un suspiro, la niña de cabello cobrizo se bajó de la silla. Alejandro no la miraba; tenía la mirada perdida en una franja de estómago pálido y firme, que desapareció de su vista cuando la mano de la mujer se cerró sobre la de la niña. Después, se inclinó y le dijo algo que llevó a la niña a asentir y salir corriendo por la puerta.

Alejandro observó a la joven enderezarse y echar hacia atrás la gruesa trenza de cabello oscuro, descubriendo la curva firme de su mandíbula y la larga línea de su cuello.

Darse cuenta de que su respuesta a ella había sido primitiva, descontrolada, le hizo fruncir el ceño hasta que puso la situación en perspectiva. Que hubiera tenido una intensa e inesperada reacción física no implicaba que no pudiera controlarla. Desde su fallido matrimonio, no se había involucrado en una relación de la que no pudiera alejarse. Nunca lo haría.

–Siento eso –dijo ella, enderezándose.

Sus esbeltos hombros se habían relajado un poco tras la marcha de la niña, pero los ojos azules seguían estudiándolo con curiosidad crítica, algo que él no estaba acostumbrado a ver cuando una mujer lo miraba.

Si ella no fuera tan guapa, tal vez no le habría hecho gracia. Sonrió para sí.

Su aprecio por la belleza no se limitaba a la arquitectura. La mujer tenía poco más de veinte años, era lo bastante joven para no necesitar maquillaje. Tenía una piel perfecta, pálida pero con un toque rosa claro en sus mejillas suaves y redondeadas. No solo era sexy, era una belleza, aunque tal vez no en el sentido clásico.

No se parecía nada al tipo de mujer que solía resultarle atractivo. Para empezar, salía con mujeres que cuidaban al máximo su apariencia. La mujer que tenía delante no estaba arreglada, pero el rostro ovalado con grandes ojos azules y rasgados, pómulos finos y marcados, y labios anchos y carnosos creaba un conjunto que le daba un aspecto sexy con un toque vulnerable.

La vulnerabilidad era otra cosa que evitaba en las mujeres. La dependencia requería mucha atención; para él, el tiempo era oro.

Su reacción solo demostraba que la atracción sexual no era una ciencia exacta. Ella ni siquiera tenía aspecto informal y elegante, era más bien informal y descuidado. Aun así, sentía pesadez en la ingle cuando acabó de recorrer con la vista las largas y deliciosas piernas embutidas en vaqueros. Era alta y delgada pero con curvas que la camisa blanca no conseguía ocultar, tenía un cuerpo delicioso; estaría fantástica con algo sedoso e insustancial, y después sin nada en absoluto.

Su mal humor se templó un poco más. El día aún podría salvarse. Lo atraía más que ninguna otra mujer en los últimos meses. Quizás, en parte, porque no era un clon de su tipo habitual. Por eso y por la mirada cristalina, la boca sexy y la seguridad de que podría enredar los dedos en su pelo sin quedarse con un manojo de extensiones en la mano.

Intentó recordar qué la había llamado la niña. No había sido «mamá». No llevaba alianza, pero como eso no significaba nada, prefirió ser cauto.

En su vida había suficientes complicaciones para buscar otras, así que Alejandro tenía una vida amorosa sencilla. No mantenía relaciones largas y lo dejaba claro desde el principio; aun así no le costaba mucho llevarse a una mujer a la cama.

Las casadas, las madres solteras, las mujeres que querían compromiso estaban descartadas. Había aprendido de sus errores, y un caro divorcio que le había costado una esposa y un buen amigo había acelerado la curva de aprendizaje. No tenía sentido buscar problemas cuando había multitud de mujeres atractivas, sin compromiso y libres de cargas.

Podía luchar por algo cuando hacía falta, pero no fantaseaba con lo inasequible. No le costaba alejarse de la tentación, por bonito que fuera el envoltorio, por eso lo sorprendía que en ese caso le costara adoptar su actitud habitual.

Zoe, a pesar de que su sobrina estaba a salvo, no se había relajado. Al entrar, había visto que el hombre no era feo, pero había tardado en ver las largas pestañas que enmarcaban unos ojos negros como el azabache, o la increíble estructura de sus facciones esculpidas. Cada ángulo y plano de su rostro era perfecto.

Era su idea de un ángel caído, bello y seductoramente peligroso, suponiendo que los ángeles midieran un metro noventa y tres y vistieran de negro de pies a cabeza.

Él sonrió. Solía notar cuando una mujer se sentía atraída, y en ese caso era obvio. O no intentaba ocultar su reacción, o no sabía cómo hacerlo, pero no estaba flirteando con él, lo que era muy refrescante. Hasta el mejor vino perdía interés si un hombre lo bebía en cada comida del día; disfrutaba del flirteo hasta cierto punto, pero una vez conocidos los pasos del apareo moderno, podía llegar a ser demasiado predecible. Sonrió.

La blancura de sus dientes y la intensidad de sus ojos oscuros provocó un escalofrío que recorrió el cuerpo de Zoe como una sedosa cinta de deseo. La alivió encontrar una imperfección que tendría que haberlo afeado, pero, por desgracia, incrementaba su atractivo: una cicatriz, una fina línea blanca que empezaba a la derecha de un ojo y trazaba la curva del pómulo.

Zoe tragó saliva mientras el silencio se alargaba. Era tan consciente de él que su cuerpo tardó unos segundos en responder a las órdenes de su cerebro. Casi aplaudió de alivio cuando consiguió bajar la vista.

–Me temo que usted tampoco tendría que estar aquí –intentó sonar amistosa pero firme, pero sonó jadeante. Aun así, era mejor eso que seguir babeando mientras lo miraba.

Alejandro alzó la vista del logo de su camiseta, que no había leído, mientras se imaginaba sacándole la camiseta por la cabeza. De repente, se le ocurrió algo que borró la agradable imagen.

No podía ser... Seguro que ella no era...

Si lo era, Tom había perdido la cabeza.

O tal vez su fiable secretario había estado pensando con otra parte de su anatomía cuando contrató a esa mujer como ama de llaves.

Rechazó la idea. Se aferró a su imagen de la mujer perfecta para ese puesto: una mujer de mediana edad con un casquete inamovible de pelo gris y carácter seco. No esperaba que la nueva ama de llaves fuera un calco de su predecesora, pero... esa mujer, ¡esa chica! no podía ser...

–Esta parte de la casa no está abierta al público –dijo ella, suavizando la recriminación con una sonrisa.

«¡Madre de Dios, sí que lo es! Tom ha perdido la cabeza», pensó él.

–En realidad, ninguna parte de la casa lo está, pero la gente... –al oír el tono de ansiedad de su voz, cerró la boca, movió la cabeza y sonrió–. Así que, ¿podría seguirme, por favor? –añadió, con tono de azafata de avión.

A Alejandro no se le escapó la ironía de que le pidiera que abandonara su propio despacho, pero, en vez de echarle una reprimenda, se descubrió planteándose la pregunta.

Claro que le gustaría seguirla: escalera arriba, a su dormitorio. Imposible, porque él no salía con sus empleadas. Era una regla sin excepciones. Pero como iba a despedirla...

Quizás Tom había pensado algo similar cuando decidió que ella cumplía los requisitos de experiencia y eficacia. Tal vez las poseyera en el dormitorio y su secretario lo sabía.

La posibilidad de que su secretario, basándose en su destreza en la cama, le hubiera ofrecido a su novia un empleo para el que no estaba cualificada le provocó una oleada de ira.

No sabía si le enfurecía que Tom hubiera roto las reglas o que las hubiera roto antes de que él mismo hubiera tenido la oportunidad de hacerlo.

Alejandro gruñó y sus cejas se unieron en una sola línea desaprobadora.

Zoe, al ver que el guapo y ceñudo desconocido de ojos ahumados no respondía a su invitación a salir de allí, sintió el pánico que había intentado controlar durante todo el día.

No dejaba de preguntarse cómo algo que había empezado del modo más inocente había adquirido proporciones tan monstruosas.

La respuesta era fácil: ya no sabía decir que no. Había accedido a tantas cosas que al final las había olvidado o, más bien, bloqueado. A esas alturas, no la habría sorprendido que una avioneta hiciera acrobacias por encima de la casa.