Amor y otras palabras - Christina Lauren - E-Book

Amor y otras palabras E-Book

Christina Lauren

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Beschreibung

Macy Sorensen cree tener las riendas de su vida: está a punto de casarse con un hombre que le aporta seguridad cuando se reencuentra con su primer y único amor. Entonces, la burbuja que había construido con tanto empeño, empieza a disolverse. En el pasado, Elliot Petropoulos lo fue todo para Macy, la única persona con quien fue capaz de compartir sus secretos más profundos. Pasó de ser el vecino de la casa de al lado a ser su mundo entero. Hasta esa fatídica noche… Elliot nunca supo por qué Macy se alejó de repente, y nunca tuvo la oportunidad de contar su versión de los hechos. Ahora, once años después, se han vuelto dos extraños. ¿Podrán Elliot y Macy recuperar el tiempo y las oportunidades perdidas? ¿Serán capaces de superar el pasado? ¡Una historia fascinante sobre la magia y la eternidad del primer amor!

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«Una historia de amor dinámica… Restaurará la fe en el amor de cualquiera». —Booklist

«Christina Lauren escribe sobre los dolores agridulces del amor y la pérdida con una claridad penetrante, y ofrece una historia sobre lo que se necesita para abrirse camino hacia la curación, tanto romántica como personal». —Entertainment Weekly

«Con un lenguaje franco y una trama paciente, este amor adolescente se convierte en una historia de amor adulta y segura». —Kirkus Reviews

«Christina Lauren da una mirada única a la evolución del enamoramiento». —Associated Press

Para Erin y Marcia, y la casa del bosque cerca del arroyo.

PRÓLOGO

Mi padre era mucho más alto que mi madre, pero muchísimo. Medía un metro noventa y cinco, y mi madre apenas llegaba al metro sesenta. Un gigante danés y una brasileña diminuta. Cuando se conocieron, ella no hablaba ni una palabra de inglés. Pero cuando ella murió, cuando yo apenas tenía diez años, parecía que hubieran creado un lenguaje propio entre los dos.

Recuerdo como la abrazaba cuando volvía del trabajo. La envolvía entre sus brazos y hundía el rostro en su melena. Los brazos de mi padre se convertían en un paréntesis que contenía su frase de amor particular.

Yo desaparecía cuando se tocaban así, sentía que presenciaba algo sagrado.

Para mí, el amor es algo que debe consumirlo todo. Incluso de niña, sabía que no quería menos que eso.

Pero, cuando lo que empezó como un grupo de células malignas mató a mi madre, ya no quise tenerlo. Cuando la perdí, sentí que me ahogaba en todo el amor que aún poseía y que nunca podría dar. Me invadía, me asfixiaba como un trapo cubierto de queroseno, estallaba en lágrimas y gritos y silencios pesados y latentes. Y, de algún modo, por mucho que sufriera, sabía que para mi padre era aún peor.

Siempre supe que él nunca se enamoraría de nuevo después de mi madre. En ese sentido, mi padre siempre fue fácil de entender. Él era directo y silencioso: caminaba sin hacer ruido, hablaba en voz baja; incluso su furia era silenciosa. Pero su amor era ensordecedor. Su amor era un rugido atronador e intenso. Y después de haber amado a mi madre con tanta fuerza, y después de que el cáncer la matara con un gemido sutil, supuse que él se quedaría mudo el resto de su vida y que nunca más querría a otra mujer del modo en que la había querido a ella.

Antes de morir, mi madre le dejó a mi padre una lista de cosas que quería que él recordara mientras me acompañaba en mi camino hacia la adultez:

1. No la consientas con juguetes, consiéntela con libros.

2. Dile que la quieres. Las niñas necesitan oír esas palabras.

3. Cuando esté callada, tú serás quien hable.

4. Dale a Macy diez dólares cada semana. Haz que ahorre dos. Enséñale el valor del dinero.

5. Hasta que cumpla los dieciséis, su horario de llegada deberá ser las diez de la noche, sin excepciones.

La lista continuaba hasta los cincuenta puntos. No era tanto porque ella no confiara en él; solo quería que yo sintiera su presencia incluso después de su partida. Mi padre releía la lista con frecuencia, escribía notas con un lápiz, resaltaba ciertas cosas, se aseguraba de no pasar por alto algo esencial y de no equivocarse. A medida que fui creciendo, la lista se convirtió en una especie de Biblia. No necesariamente en una guía, sino más bien en la certeza de que todas las dificultades por las que pasábamos mi padre y yo eran normales.

Había una regla en particular que era imprescindible:

25. Cuando Macy esté tan cansada después de clase que no pueda ni formular una frase, llévala lejos del estrés. Encuentra un sitio tranquilo donde pasar el fin de semana y que le permita respirar un poco.

Y aunque mi madre no tuviese la intención de que nos compráramos una casa en la que pasar los fines de semana, mi padre, un hombre que se lo toma todo al pie de la letra, ahorró, planificó e investigó todos los pueblos que quedaban al norte de San Francisco, preparándose para el día en que necesitase invertir en nuestro lugar de descanso.

Los primeros años después de la muerte de mi madre, él solía observarme, con sus ojos azules suaves e inquisitivos a la vez. Hacía preguntas que requerían respuestas largas, o al menos más largas que «sí», «no» o «me da igual». La primera vez que respondí a una de estas preguntas específicas con un gemido vacío, demasiado cansada después de la clase de natación, los deberes y el tedio de lidiar con mis amigos los dramáticos, mi padre llamó a una inmobiliaria y le pidió que encontrara la casa de fin de semana perfecta en Healdsburg, California.

La vimos por primera vez en una jornada de puertas abiertas, guiados por una agente de la inmobiliaria local, quien nos hizo pasar con una sonrisa y una mirada de desprecio hacia nuestra agente de la gran ciudad de San Francisco. Era una cabaña de cuatro habitaciones, con techos de madera y ángulos pronunciados, llena de humedad y moho en alguna que otra parte, escondida bajo la sombra del bosque y cerca de un arroyo que burbujeaba continuamente al otro lado de la ventana de la que sería mi habitación. Era una casa más grande de lo que necesitábamos, con más terreno del que podríamos mantener, y, en ese momento, ni mi padre ni yo sabíamos que la habitación más importante de la casa sería la biblioteca que él construiría para mí dentro de mi vestidor.

Mi padre tampoco podría haber sabido que todo mi mundo se centraría en la casa vecina, dentro de la palma de la mano de un chico friki y delgado llamado Elliot Lewis Petropoulos.

AHORA

MARTES, 3 DE OCTUBRE

Si dibujaras una línea recta desde mi apartamento de San Francisco hasta Berkeley, serían solo dieciséis kilómetros y medio, pero, da igual el tráfico que haya, sabes que siempre tardarás más de una hora en llegar.

—He cogido el autobús a las seis de la mañana —digo—. Dos líneas de tren y otro autobús. —Miro mi reloj—. Las siete y media. Nada mal.

Sabrina se limpia los restos de leche espumosa que le han quedado en el labio superior. Por mucho que entienda por qué evito los coches, sé que hay una parte de ella que cree que debería superarlo y comprarme un Prius o un Subaru, como cualquier otro residente del Área de la Bahía que se respete a sí mismo.

—No permitas que nadie te diga que no eres una santa.

—Lo soy. Tú me has hecho explotar mi burbuja. —Pero lo digo con una sonrisa y miro a su diminuta hija. Solo he visto a la princesa Vivienne dos veces y ya parece haber duplicado su tamaño—. Pero al menos tú vales la pena.

Cojo a bebés en brazos todos los días, pero nunca tengo esta sensación. Sabrina y yo vivíamos a una habitación de distancia en el campus de Tufts, luego nos mudamos a un apartamento antes de subir de nivel en la escala social, o algo así, y trasladarnos a una casa en ruinas. Por arte de magia, las dos acabamos en la costa oeste, en el Área de la Bahía, y ahora Sabrina tiene un bebé. Que ya tengamos edad para hacer eso (parir hijos, criarlos) es una sensación rarísima.

—Anoche estuve despierta hasta las once —dice Sabrina, mirándonos con cariño. Aparece cierta ironía en su sonrisa—. Y me desperté a las dos. Y a las cuatro. Y a las seis…

—Bueno, tú ganas. Pero para ser justa, huele mejor que la mayoría de las personas que iban en el autobús. —Le doy un besito en la cabeza a Viv y la acomodo mejor en el hueco seguro de mi brazo antes de coger mi café con cuidado.

La taza me produce una sensación rara en la mano. Es de cerámica, no es un vaso desechable ni el termo de acero inoxidable inmenso que Sean me llena hasta el borde cada mañana al asumir (no incorrectamente) que necesito una dosis colosal de cafeína para poder enfrentarme al día. Hacía siglos que no tenía tiempo de sentarme con una taza de verdad a beber algo.

—Pareces una madre de verdad —dice Sabrina, observándonos desde el otro lado de la mesita de la cafetería.

—Los beneficios de trabajar con bebés todo el día.

Sabrina se queda en silencio un segundo y me doy cuenta de mi error. Regla básica número uno: no hacer referencia a mi trabajo delante de madres, más si se trata de primerizas. Prácticamente escucho su corazón.

—No sé cómo lo haces —susurra.

La frase ya es un coro repetitivo en mi vida. Mis amigos aún no saben por qué tomé la decisión de especializarme en UCI pediátrica. Sin equivocarme, veo siempre un atisbo de desconfianza que me hace creer que quizás no poseo cierta ternura esencial, cierto instinto maternal que evitaría que pudiera presenciar el sufrimiento de niños enfermos como parte de mi rutina.

Le doy a Sabrina mi respuesta habitual «Alguien tiene que hacerlo» y luego añado:

—Y se me da bien. Pero ¿neurología pediátrica? Eso sí que no podría hacerlo —digo, y luego me muerdo los labios, limitándome físicamente para no decir nada más. «Cállate, Macy. Cierra el pico». Sabrina asiente un poco, mirando a su bebé. Viv me sonríe y sacude las piernas con entusiasmo—. No todas las historias son tristes. —Le hago cosquillas en el estómago—. Los milagros pasan todos los días, ¿no crees, bonita?

—¿Cómo van los preparativos de la boda? —El cambio de tema de Sabrina es tan brusco que me estremezco un poco. Gruño y acerco el rostro al cuello de Viv, que tiene ese olor dulce a bebé—. Veo que muy bien, ¿no? —Riendo, Sabrina extiende los brazos hacia su hija, como si fuera incapaz de compartirla durante más tiempo. No la culpo. Viv parece un ovillo de lana y da gusto tenerla entre mis brazos.

—Es perfecta, la verdad —digo en voz baja y se la entrego—. Es una niña maravillosa.

Y, como si todo lo que hago estuviera entrelazado con mis recuerdos sobre los bebés (la familia numerosa y caótica que nunca tuve), me invade la nostalgia por el último bebé no relacionado con el trabajo con el que pasé tiempo de calidad.

Es un recuerdo de mi adolescencia.

Mi cerebro rebota entre cientos de imágenes: Dina haciendo la cena con Alex amarrada contra su pecho; Nick sosteniendo a Alex entre sus brazos robustos y peludos, mirándola con la ternura de una aldea entera; George, de dieciséis años, intentando (sin éxito) cambiar un pañal sin que haya un accidente sobre el sofá; la austeridad protectora de Nick Jr., George y Andreas mirando a su nueva hermanita… Y luego, inevitablemente, mi cabeza recuerda a Elliot esperando en silencio a que sus hermanos mayores empezaran a pelearse, a correr o liarla, para poder recoger a Alex y darle toda su atención.

Me duele echarlos tanto de menos a todos, en especial a él.

—Mace —dice Sabrina.

Parpadeo.

—¿Qué?

—¿La boda?

—Sí. —Mi humor cambia; la idea de planear una boda mientras hago malabares con el trabajo me agota—. No hemos avanzado mucho. Todavía tenemos que escoger la fecha, el lugar…, todo. A Sean no le importan los detalles, aunque no crea que eso sea malo.

—Por supuesto —responde con una alegría falsa, moviendo a Viv para darle el pecho con disimulo en la mesa—. Además, no hay prisa.

Bajo su afirmación subyace una idea enterrada a muy poca profundidad: «Soy tu mejor amiga y he visto a tu futuro marido solo dos veces, por Dios. ¡No hay prisa!».

Y tiene razón. No hay prisa. Solo llevamos juntos unos meses. Pero Sean es el primer hombre con el que no siento que debo contenerme, al menos que haya conocido estos últimos diez años. Es muy tranquilo y, cuando su hija de seis años, Phoebe, preguntó cuándo nos casaríamos, pareció despertar algo en él que hizo que me propusiera matrimonio.

—Te lo juro —le digo—, no tengo ninguna novedad interesante. Espera, no. Tengo que ir al dentista la semana que viene. —Sabrina ríe—. A esto hemos llegado, esa es mi única novedad, además de ti, que romperá la monotonía de un futuro predecible. Trabajar, dormir, y vuelta a empezar.

Sabrina se lo toma como una invitación para hablar libremente de su nueva familia de tres, y despliega una lista de logros: la primera sonrisa, la primera risa, y, ayer, un puño diminuto y preciso que sujetó con firmeza el dedo de mamá.

Escucho, me encanta cómo cada detalle cotidiano es considerado como lo que es realmente: un milagro. Desearía poder escuchar todos sus «detalles cotidianos» todos los días. Me encanta lo que hago, pero echo de menos… conversar.

Este mediodía me toca trabajar y es probable que esté en la unidad hasta la noche. Luego volveré a casa, dormiré unas horas y repetiré la misma rutina mañana. Incluso después del café con Sabrina y Viv, el resto de este día se prolongará hasta el próximo y (a menos que ocurra algo terrible) no recordaré ni un solo detalle.

Así que, mientras ella habla, intento absorber lo máximo posible del mundo exterior. Inhalo el aroma a café y tostadas, el sonido de la música bajo el zumbido de los clientes. Cuando Sabrina se agazapa para sacar un chupete, levanto la vista hacia la barra y observo a una mujer con rastas rosas, a un hombre bajito con un tatuaje en el cuello que apunta los pedidos, y, frente a ellos, veo un torso largo y masculino que me devuelve a la realidad con una bofetada.

Tiene el pelo casi negro, despeinado, y la cabeza ladeada, la parte inferior de su camisa sobresale sobre un par de vaqueros negros gastados. Lleva unas alpargatas con estampado a cuadros con aire vintage y una cartera usada de piel cuelga de uno de sus hombros y descansa contra la cadera.

De espaldas a mí, es igual a miles de hombres, pero sé con exactitud quién es.

Lo que lo delata es el libro de tapa dura con las esquinas de las hojas dobladas que lleva bajo el brazo: solo una persona releería Ivanhoe cada octubre. Como un ritual y con devoción absoluta.

Incapaz de apartar la mirada, soy presa de la expectativa y espero el instante preciso en que se dé la vuelta y pueda ver cómo lo han tratado los últimos once años. Apenas pienso en mi propia apariencia: mi jersey verde menta, mis zapatillas cómodas, mi melena recogida en una coleta desordenada. Aunque ninguno de los dos le prestó nunca atención a nuestro aspecto. Siempre estábamos demasiado ocupados memorizándonos mutuamente.

Sabrina llama mi atención mientras el fantasma de mi pasado paga su café.

—¿Mace?

Parpadeo y la miro.

—Siento. Lo. Siento. ¿Qué… decías?

—Solo hablaba de un sarpullido por el pañal. Pero me interesa más saber qué te ha puesto tan… —Se da media vuelta para seguir la dirección de mi mirada—. Oh.

Su «oh» muestra que no entiende nada todavía. Su «oh» solo se refiere al aspecto del hombre que está de espaldas. Es alto; cuando cumplió los quince pegó un estirón repentino. Y sus hombros son amplios; eso también pasó de golpe, pero más tarde. Recuerdo haberlo notado la primera vez que se puso de pie, con los vaqueros por las rodillas, su espalda robusta cubrió la luz tenue del techo. Conserva su pelo grueso, y eso siempre ha sido así. Sus pantalones de tiro bajo le hacen un culo increíble y… no tengo ni idea de cuándo pasó eso.

Para resumir, es exactamente igual que la clase de hombre al que miraríamos en silencio antes de mirarnos entre nosotras para compartir una expresión silenciosa de asombro. Es una de las revelaciones más surrealistas de mi vida: él ha crecido y se ha convertido en la clase de desconocido que yo contemplaría en secreto.

Es bastante extraño verlo de espaldas, y lo observo con tanta intensidad que, por un segundo, me convenzo de que, después de todo, no es él.

Podría ser cualquiera… Y, además, después de una década separados, ¿cómo de bien reconozco su cuerpo?

Pero luego se da la vuelta y siento que la cafetería se ha quedado sin oxígeno. Es como si me hubieran dado un puñetazo en el esternón, mi diafragma se paraliza.

Sabrina oye el crujido polvoriento que brota de mi interior y se da media vuelta. Veo como empieza a abandonar su silla.

—¿Mace?

Inhalo, pero la respiración profunda y algo ácida hace que me ardan los ojos.

Su cara es más ancha, su mandíbula, más marcada, su barba incipiente, más frondosa. Todavía lleva el mismo estilo de gafas de pasta, pero parecen gigantes. Los vidrios todavía agrandan sus brillantes ojos avellana. Su nariz es la misma, pero ya no es demasiado grande para su cara. Y su boca también está igual: recta, suave, capaz de esbozar la sonrisa sarcástica más perfecta del mundo.

Ni siquiera puedo imaginarme la expresión que pondría si me viera aquí. Sería nueva para mí.

—¿Mace? —Sabrina agarra mi antebrazo con su mano libre—. Cariño, ¿estás bien?

Trago saliva y cierro los ojos para salir de mi propio trance.

—Sí.

—¿Segura? —Suena poco convencida.

—Pues… —Trago, abro los ojos con intención de mirar a mi amiga, pero, una vez más, mi vista se posa a su espalda—. Ese chico… es Elliot.

Esta vez, su «oh» es significativo.

ANTES

VIERNES, 9 DE AGOSTO

QUINCE AÑOS ATRÁS

La primera vez que vi a Elliot fue en la jornada de puertas abiertas.

La cabaña estaba vacía; a diferencia de los «productos» de inmobiliaria montados meticulosamente en el Área de la Bahía, esa casa llamativa en venta en Healdsburg estaba deshabitada. Aunque en la adultez aprendería a apreciar el potencial de los espacios sin decorar, para mis ojos adolescentes el vacío era frío y hueco. Nuestra casa en Berkeley se componía descaradamente por una auténtica plaga de objetos. Cuando estaba viva, las tendencias sentimentales de mamá se antepusieron al minimalismo de mi padre danés, y, después, él no fue capaz de cambiar la decoración.

Aquí, las paredes tenían manchas más oscuras donde habían colgado cuadros. Había un sendero marcado en la alfombra que revelaba la ruta favorita de los habitantes previos: desde la puerta principal hasta la cocina. El piso superior estaba abierto hacia la entrada, el pasillo de arriba, que solo tenía barandillas de madera antigua en el borde, miraba hacia el piso inferior. Arriba, todas las puertas de las habitaciones estaban cerradas, lo que le daba al pasillo largo la sensación de estar un poco embrujado.

—Vamos al final del pasillo —dijo mi padre, señalando con el mentón para indicar hacia dónde quería que fuera. Él había visto la casa en la página web de la inmobiliaria, y sabía qué esperar—. Este podría ser tu cuarto.

Subí las escaleras de madera oscura, pasé por la habitación principal y el cuarto de baño, y continué avanzando hacia el final del pasillo angosto y profundo. Veía una luz verde pálida que provenía de debajo de la puerta; lo que pronto descubriría es que era el resultado de una pintura verde iluminada por el sol de la tarde. El picaporte de cristal transparente estaba frío, y, al girarlo, emitió un quejido oxidado. La puerta se atascó, los bordes estaban deformados por la humedad crónica. La empujé con el hombro, decidida a entrar; casi me caigo dentro de la habitación cálida y luminosa.

Era más larga que ancha, quizás incluso tenía el doble de largo que de ancho. Una ventana inmensa ocupaba la mayor parte de la pared larga, con vistas a una colina plagada de árboles cubiertos de musgo. Como un mayordomo paciente, una ventana pequeña y alta esperaba en un extremo del cuarto, sobre la pared angosta, con vistas del río Ruso a lo lejos.

Aunque el piso inferior no destacaba por nada en concreto, al menos las habitaciones tenían bastante potencial.

Con mejor ánimo, me di media vuelta para ir en busca de mi padre.

—¿Has visto el armario, Mace? —preguntó en cuanto salí—. He pensado que podríamos convertirlo en tu biblioteca personal —dijo mientras salía de la habitación principal.

Justo en ese momento, uno de los agentes lo llamó, así que, en vez de caminar hacia mí, mi padre bajó las escaleras.

Regresé al cuarto, caminé hasta el fondo. La puerta del armario se abrió sin protestar. La manilla incluso estaba templada.

Al igual que el resto de los espacios de la casa, el armario carecía de decoración. Pero no estaba vacío.

La confusión y el pánico leve me aceleraron el corazón.

Sentado al fondo, vi a un niño leyendo, escondido en el extremo más alejado de la puerta, formando una C con la espalda y el cuello para encajar en el punto más bajo del techo hundido.

No podía tener más de trece años, igual que yo. Delgado, con un pelo oscuro y grueso que pedía con desesperación unas tijeras, y con unos ojos avellana enormes detrás de unas gafas de pasta gruesas. Su nariz era demasiado grande para su cara, sus dientes eran demasiado grandes para su boca, y su presencia era demasiado grande para un cuarto que debía estar vacío.

La pregunta brotó teñida de incomodidad:

—¿Quién eres?

Él me miró, con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa.

—No sabía que iba a venir alguien a ver la casa.

Mi corazón aún latía desbocado. Y algo en la mirada del chico, en esos ojos inmensos que no parpadeaban detrás de las gafas, me hizo sentir extrañamente expuesta.

—Estamos pensando en comprarla. —El chico se puso de pie y se sacudió el polvo de la ropa, lo que me permitió ver que sus rodillas eran la parte más ancha de cada una de sus piernas. Sus zapatos de cuero color café estaban lustrados, tenía la camisa planchada y metida dentro de los pantalones cortos. Parecía completamente inofensivo… Pero en cuanto dio un paso al frente, mi corazón se paró preso del pánico y solté—: Mi padre es cinturón negro de kárate.

Él parecía sentir una mezcla de miedo y escepticismo.

—¿En serio?

—Sí.

Frunció las cejas.

—¿Y eso?

Dejé caer los puños, que antes descansaban sobre mi cadera.

—Bueno, no es cinturón negro. Pero es enorme. —Aquello le pareció verosímil, así que me miró con nerviosismo—. Por cierto, ¿qué haces aquí? —pregunté, mirando a mi alrededor. El armario era inmenso, un cuadrado perfecto de al menos tres metros y medio a cada lado, un techo alto que caía con dramatismo en la parte trasera, de quizás solo un metro de alto. Me imaginaba sentada allí dentro, en un sofá lleno de cojines y libros, pasando una tarde de sábado perfecta.

—Me gusta leer aquí. —Él se encogió de hombros, y algo dormido despertó en mi interior ante la simetría mental, un zumbido que no había sentido en años—. Mi madre tenía una copia de la llave de la época en que la familia Hanson era dueña de la casa, y ellos nunca venían.

—¿Tus padres van a comprar esta casa?

Él parecía confundido.

—No. Yo vivo al lado.

—Entonces, ¿no estás invadiendo una propiedad privada?

Él sacudió la cabeza.

—Hoy es la jornada de puertas abiertas, ¿no?

Lo miré de nuevo. Su libro era de tapa dura y tenía un dragón en la cubierta. Él era alto y tenía ángulos por todo el cuerpo: codos puntiagudos y hombros en punta. Su pelo estaba enmarañado, pero peinado. Tenías las uñas cortas.

—¿Sueles venir aquí a pasar el rato?

—A veces —respondió—. La casa lleva vacía un par de años.

Lo miré con desconfianza.

—¿Seguro que te dejan estar aquí? Pareces nervioso.

Él se encogió de hombros, subiendo un hombro puntiagudo hacia el techo.

—Es que vengo de correr una maratón.

—No pareces capaz de correr ni hasta la esquina. —Hizo una pausa para respirar, y luego se rio a carcajadas. Parecía una risa que no dejaba escapar con libertad frecuentemente, y algo en mi interior floreció—. ¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Elliot. ¿Tú?

—Macy.

Elliot me miraba fijamente mientras se recolocaba las gafas con el dedo índice para que no se le cayeran, pero, aunque se esforzase, cada vez que quitaba el dedo, las gafas se deslizaban por su nariz.

—Si compras esta casa no vendré a leer aquí sin avisar.

Se me había planteado un desafío, cierta elección ofrecida: ¿amigos o enemigos?

Me vendría muy bien un amigo.

Exhalé y esbocé una sonrisa a regañadientes.

—Si compramos esta casa, puedes venir a leer aquí cuando quieras.

Él sonrió, con una sonrisa tan amplia que podía contar sus dientes.

—Quizás hoy estaba calentándote el sitio.

AHORA

MARTES, 3 DE OCTUBRE

Elliot aún no me ha visto.

Espera cerca de la máquina de expreso. Tiene la cabeza inclinada mientras mira hacia abajo. En el mar de personas desconectadas del mundo aisladas en sus teléfonos móviles, Elliot está leyendo un libro.

¿Tendrá Elliot un móvil? Para cualquier persona, sería una pregunta absurda. Para él no. Hace once años tenía uno, heredado de su padre, la clase de teléfono en el que era necesario pulsar el número cinco tres veces si querías escribir la letra L. Rara vez lo utilizaba como algo más que un pisapapeles.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —pregunta Sabrina.

Parpadeo y la miro, con el ceño fruncido. Sé que ella sabe la respuesta a esa pregunta, al menos de manera general. Pero relajo la expresión cuando entiendo que ahora mismo no hay otra cosa que ella pueda hacer más que darme conversación; no quiero pagarlo con mi amiga.

—Mi último año de instituto. En Año Nuevo.

Hace una mueca de dolor mostrando todos los dientes.

—Es cierto.

Un instinto se despierta en mí: una energía de autopreservación que hace que me levante de la silla.

—Lo siento —digo, mirando a Sabrina y a Viv—. Tengo que irme.

—Claro. Sí. Por supuesto.

—Te llamaré este fin de semana, ¿vale? Podemos ir al Golden Gate Park. —Ella sigue asintiendo como si mi sugerencia robótica no fuera ni siquiera una posibilidad remota. Ambas sabemos que no he tenido un fin de semana libre desde antes de que empezara mi residencia en julio. Intentando moverme del modo menos sospechoso posible, me cuelgo el bolso y me inclino para besar la mejilla de Sabrina—. Te quiero —digo al ponerme de pie, deseando poder llevármela conmigo. Ella también huele a bebé.

Sabrina asiente, devolviéndome el sentimiento, y luego, mientras miro a Viv con su puñito regordete, mi amiga mira por encima de mi hombro y se paraliza.

A juzgar por su postura, sé que Elliot me ha visto.

—Mmm… —dice Sabrina, dándose media vuelta y alzando el mentón para indicarme que quizás debería echar un vistazo—. Viene hacia aquí.

Hurgo en mi bolso, intentando parecer muy ocupada.

—Me iré corriendo —murmuro.

—¿Mace? —Me quedo petrificada con una mano en la tira del bolso y los ojos clavados en el suelo. Un pinchazo de nostalgia me atenaza el cuerpo en cuanto oigo su voz, que había sido aguda y chillona hasta que maduró. Recibió cientos de burlas por su voz nasal y estridente hasta que, un día, el universo lo compensó con una voz similar a la miel espesa. Repite mi nombre; esta vez sin apodo, en voz más baja—: ¿Macy Lea?

Levanto la vista (en un impulso del que sin duda me reiré hasta que me muera), alzo la mano y saludo sin vigor, diciendo con alegría:

—¡Elliot! ¡Hola!

Como si fuéramos conocidos.

Como si nos hubiéramos cruzado una vez en un tren que venía de Santa Bárbara.

Mientras él se aparta el pelo de los ojos en un gesto de incredulidad que le he visto hacer un millón de veces, me doy la vuelta, me abro paso entre la multitud y salgo a la calle. Troto en la dirección equivocada antes de percatarme de mi error y volver sobre mis pasos a toda prisa. Doy dos pasos largos, con la cabeza inclinada y el corazón acelerado, cuando me choco con un pecho ancho.

—¡Oh! ¡Lo siento! —digo antes de alzar la vista y darme cuenta de lo que he hecho.

Las manos de Elliot sostienen la parte superior de mis brazos, sujetándome con firmeza a pocos centímetros de él. Sé que está observándome, esperando que lo mire a los ojos, pero mi mirada está clavada en su nuez, y mis pensamientos están atascados recordando cómo solía contemplar su cuello a escondidas de manera intermitente durante horas mientras leíamos juntos en el armario.

—Macy. ¿En serio? —dice con calma, implicando mil cosas diferentes.

En serio, ¿eres tú?

En serio, ¿por qué acabas de huir?

En serio, ¿dónde te has metido estos diez años?

Parte de mí desearía que fuera la clase de persona que puede seguir caminando, huir y fingir que esto nunca ha sucedido. Podría subirme al tren, coger el autobús hasta el hospital y sumergirme en un día laboral frenético para lidiar con emociones que, la verdad, son mucho más importantes que las que siento ahora.

Pero otra parte lleva esperando este preciso momento los últimos once años. El alivio y la angustia laten con fervor dentro de mi pecho. He deseado verlo cada día. Pero, a su vez, quería no volver a verlo nunca más.

—Hola. —Por fin, lo miro. Intento descifrar qué debo decir; mi cabeza está llena de palabras sin sentido. Es una tormenta en blanco y negro.

—¿Estás…? —dice él sin aliento. Aún no me suelta—. ¿Te has mudado aquí de nuevo?

—A San Francisco.

Lo observo mientras él asimila mi uniforme, mis zapatillas de deporte horribles.

—¿Médica?

—Sí. Residente.

Soy un robot.

Levanta las cejas.

—¿Y qué haces por aquí?

Qué sitio tan raro para empezar. Pero cuando tienes una montaña delante, supongo que uno empieza a subirla con un paso, rumbo a la cima más alta.

—Tomarme un café con Sabrina. —Él frunce la nariz en un gesto de incomprensión dolorosamente familiar—. Era mi compañera de piso en la universidad —aclaro—. Vive en Berkeley.

Elliot se desinfla de un modo muy sutil, recordándome que él no conoce a Sabrina. Y eso que antes no pasábamos ni un mes sin ponernos al día. Pero ahora hay años y vidas enteras que ninguno de los dos conoce.

—Te llamé —dice—. Un millón de veces. Y luego cambiaste de número.

Se pasa la mano por el pelo y se encoge de hombros con impotencia. Y lo entiendo. Esto es surrealista. Es incomprensible que nos hayamos distanciado tanto. Que yo haya permitido que pasara.

—Lo sé. Mmm… Cambié de teléfono —digo sin convicción.

Él se ríe, pero no emite un sonido particularmente feliz.

—Sí, eso me pareció.

—Elliot —digo, superando el nudo que aparece al sentir la presencia de su nombre—, lo siento. Tengo que irme para llegar pronto al trabajo.

Él se inclina para quedar a la altura de mi rostro.

—¿Estás de broma? —Abre los ojos de par en par—. No puedo encontrarme contigo en Saul, decir «Hola, Macy, ¿qué tal?», dejar que vayas al trabajo y no hablar contigo durante otros putos diez años.

Ahí está. Elliot nunca ha sido capaz de jugar sin ir con todo el equipo.

—No estoy preparada para esto —admito en voz baja.

—¿Necesitas prepararte para mí?

—Si hay alguien para quien debo prepararme… es para ti.

Acierto en la diana, en el centro de un núcleo vulnerable para él, pero, en cuanto hace una mueca de dolor, me arrepiento.

Mierda.

—Dame un minuto —insiste, y me aparta a un lado de la acera para no obstruir el flujo constante de transeúntes—. ¿Cómo estás? ¿Hace cuánto que has vuelto? ¿Cómo está Duncan?

A nuestro alrededor, el mundo parece detenerse.

—Estoy bien —digo de forma mecánica—. Me mudé en mayo. —Su tercera pregunta me destruye, y mi respuesta brota con voz temblorosa—: Y mi padre… murió.

Elliot retrocede levemente.

—¿Qué?

—Sí —digo con la voz afectada. Me quedo sin palabras mientras lucho por reescribir la historia, por darle un sentido y un orden a la sinapsis de mi cerebro.

De algún modo, estoy siendo capaz de tener esta conversación sin perder la cordura, pero, si permanezco de pie aquí dos minutos más, todo podría pasar. No me viene bien tener a Elliot delante, preguntándome cosas sobre mi padre tras apenas dos horas de sueño y la previsión de un día de dieciocho horas por delante… Necesito salir de aquí cuanto antes.

Pero, cuando lo miro, veo que el rostro de Elliot es un espejo de lo que sucede en mi pecho. Parece devastado. Él es el único que estaría así después de oír que mi padre ha muerto, porque él es el único que puede entender a la perfección el efecto de su muerte en mí.

—¿Duncan ha muerto? —Su voz está cargada de conmoción—. Macy, ¿por qué no me lo dijiste?

Mierda, esa sí que es una pregunta inmensa.

—Pues… —empiezo y sacudo la cabeza— ya habíamos perdido el contacto cuando pasó.

Las náuseas suben desde mi estómago hasta mi garganta. Vaya manera de evadir el asunto. Qué maniobra tan rastrera.

Él sacude la cabeza.

—No lo sabía. Lo siento mucho, Mace.

Me permito mirarlo tres segundos más y siento que alguien me da otro puñetazo en las entrañas. Él es mi persona. Él siempre ha sido mi persona. Mi mejor amigo, mi confidente, quizás el amor de mi vida. Y he pasado los últimos siete años enfadada. Pero, a fin de cuentas, él fue quien abrió la brecha entre nosotros, y el destino la desgarró hasta abrirla de par en par.

—Tengo que irme —digo en un impulso abrupto de incomodidad—. ¿Vale?

Antes de que él pueda responder, avanzo por la calle hacia la estación. Camino rápido y siento que él está ahí, a mis espaldas o en un asiento del vagón contiguo.

ANTES

VIERNES, 11 DE OCTUBRE

QUINCE AÑOS ATRÁS

La familia Petropoulos estaba en su patio delantero cuando llegamos en un camión de mudanzas dos meses después. El camión que alquilamos para la mudanza estaba solo lleno a medias porque mi padre y yo pensamos que tendríamos más cosas que trasladar. Pero, al final, resultó que habíamos comprado solo muebles para dormir, comer, leer y no mucho más.

Mi padre lo llamaba «muebles para la hoguera». Pero yo no entendía a qué se refería. Quizás lo hubiera pillado si me hubiera tomado el tiempo de pensarlo unos segundos, pero la única idea que tuve durante todo el viaje de noventa y cinco minutos fue que íbamos a una casa que mi madre nunca había visto. Sí, a ella le gustaría, pero no la había elegido, no la había visto. Esa realidad me resultaba amarga y horrible. Mi padre todavía conducía su Volvo viejo y ruidoso. Todavía vivíamos en la misma casa en Rose Street, llena de esos muebles que ya estaban allí cuando mi madre vivía. Yo me había comprado ropa nueva, pero siempre sentía que mi madre seleccionaba las prendas a través de una intervención divina cuando íbamos de compras, porque mi padre solía sugerirme la ropa más holgada y enorme posible, pero siempre aparecía alguna vendedora empática con el brazo lleno de prendas más apropiadas diciendo con confianza: «Sí, esto es lo que todas las chicas llevan ahora y no hace falta preocuparse, señor Sorensen».

Bajé del camión de mudanzas, me coloqué bien la camiseta y observé al grupo. Al primero al que vi fue a Elliot: el rostro familiar en medio de la multitud. Pero a su alrededor había tres chicos más y dos padres sonrientes.

La imagen de la familia numerosa, esperando para ayudar, solo aumentó el dolor que brotaba de mi pecho y subía por mi garganta, clavando sus garras.

El hombre (que sin duda alguna era el padre de Elliot, con su cabello negro grueso y su nariz distintiva) trotó hacia nosotros y estrechó la mano de mi padre. Era más bajo que él, pero apenas un par de centímetros, lo cual resultaba inusual.

—Nick Petropoulos —dijo, y luego se giró para estrecharme la mano—. Tú debes ser Macy.

—Sí, señor.

—Llámame Nick.

—Bueno, señor… Nick. —Jamás hubiera pensado en llamar a un padre por su nombre propio.

Rio y miró a mi padre.

—Hemos pensado que necesitaríais ayuda para descargar el camión.

Mi padre sonrió y habló con su simpleza característica:

—Qué amable. Gracias.

—También he pensado que a mis hijos les vendría bien un poco de ejercicio para que no se pasen todo el día peleando. —Nick extendió su brazo grueso y peludo y señaló—: Ahí está mi esposa, Dina. Mis hijos: Nick Jr., George, Andreas y Elliot.

Tres chicos fornidos (y Elliot) estaban de pie al final de los escalones de nuestra entrada, observándonos. Supuse que todos tenían alrededor de quince o diecisiete años, excepto Elliot, cuyo físico era tan distinto al de sus hermanos que no estaba segura de su edad. Su madre, Dina, era maravillosa: alta, con curvas y con una sonrisa marcada por un par de hoyuelos profundos y amables en las mejillas. Excepto Elliot, que era la versión esmirriada de su padre, el resto de sus hijos eran idénticos a ella. Ojos somnolientos, hoyuelos, altos.

Guapos.

Mi padre me pasó un brazo por los hombros y me acercó a él en lo que no supe si era un gesto protector o una afirmación de que él también sentía lo pequeña que era nuestra familia en comparación con la de ellos.

—No sabía que teníais cuatro hijos. Creo que Macy ya conoce a Elliot. —Mi padre me miró en busca de confirmación.

En mi visión periférica estaba Elliot, moviéndose en su sitio con incomodidad. Lo miré con una sonrisa astuta.

—Sí —dije, y agregué con un poco de ironía—: Me lo encontré leyendo en mi armario.

Nick le restó importancia sacudiendo la mano.

—El día de la jornada de puertas abiertas, lo sé. Le encantan los libros, y ese armario era su lugar de lectura favorito. Su amigo Tucker solía venir aquí los fines de semana, pero ahora se ha ido. —Mirando a mi padre, añadió—: Su familia se mudó a Cincinnati. ¿De Wine County a Ohio? Qué mierda, ¿no? Pero no te preocupes, Macy. No volverá a pasar. —Con una sonrisa, siguió la marcha estoica de mi padre por los escalones—. Llevamos viviendo en la casa de al lado los últimos diecisiete años y hemos visitado vuestra casa mil veces. —Un escalón crujió debajo de su bota de trabajo y lo tanteó con la punta del pie—. Este escalón siempre da problemas.

A pesar de mi corta edad, noté que mi padre se tensaba tras el comentario. Mi padre, un hombre agradable y cercano, que había sido víctima de cierta rigidez por culpa de la familiaridad relajada de Nick.

—Puedo arreglarlo —dijo mi padre con voz grave poco usual en él mientras se agazapaba sobre el escalón ruidoso. Ansioso por garantizarme que resolvería cada problema, por diminuto que fuese, añadió en voz baja—: Tampoco me encanta la puerta principal, pero es fácil cambiarla. Y si notas alguna otra cosa, dímelo. Quiero que esta casa sea perfecta para los dos.

—Papá —respondí, empujándolo con el codo con cariño—, ya es perfecta.

Mientras los chicos de la familia Petropoulos iban hacia el camión de mudanzas, mi padre les daba vueltas a las llaves, hasta que encontró la correcta en un llavero pesado lleno de llaves para abrir otras puertas, para nuestra otra vida a ciento veinte kilómetros.

—No sé qué nos hará falta para la cocina —me susurró mi padre—. Y es probable que haya que hacer reformas…

Me miró con una sonrisa insegura y abrió la puerta principal. Yo todavía estaba evaluando el porche amplio que se extendía por el lateral de la casa y que escondía un paisaje desconocido de árboles frondosos al otro lado del patio lateral. Mi mente vagaba pensando en largas caminatas por el bosque en busca de flores de colores. Quizás un chico me besase algún día en ese bosque.

Quizás sería uno de los Petropoulos.

Mi piel ardió por el rubor e incliné la cabeza para que mi cabello cayera hacia delante. Hasta hoy, solo me había enamorado de Jason Lee. Nos conocíamos desde la guardería y bailamos juntos y a trompicones una canción en el Baile de Fin de Curso, y luego nos separamos con incomodidad y nunca más volvimos a dirigirnos la palabra. Aparentemente, yo era buena siendo amiga de casi todo el mundo, pero si añadías cierta química romántica, me convertía en un robot espasmódico.

Formamos una cadena humana para pasar cajas del camión a la entrada de la casa y terminamos rápido el trabajo en equipo. Luego, dejamos que los cuerpos más robustos se encargaran de los muebles. Elliot y yo cogimos cada uno una caja de cartón que ponía Macy pintado a rotulador y las llevamos hasta mi habitación. Lo seguí por el pasillo hasta el vacío luminoso de mi cuarto.

—Puedes dejarla en una esquina —dije—. Y gracias.

Él me miró, asintiendo mientras dejaba la caja en el suelo.

—¿Son libros?

—Sí.

Tras una mirada tímida en busca de aprobación, Elliot abrió la tapa y ojeó su interior. Sacó el libro que estaba encima: Favor por favor.

—¿Te lo has leído? —preguntó dudoso. Asentí, le quité mi adorado libro de las manos y lo puse en la estantería vacía que había dentro del armario—. Es un buen libro.

Sorprendida, lo miré y le pregunté:

—¿Tú también lo has leído?

Asintió y dijo sin vergüenza:

—Me hizo llorar. —Metió de nuevo la mano dentro de la caja, cogió otro libro y deslizó un dedo sobre la cubierta—. Este también es bueno. —Me miró con sus ojos grandes, parpadeando—. Tienes buen gusto.

Lo miré fijamente.

—¿Tú lees mucho?

—En general, leo un libro al día.

Abrí los ojos de par en par.

—¿En serio?

Se encogió de hombros.

—Las personas que vienen a pasar las vacaciones por aquí suelen olvidarse sus lecturas de viaje al irse. La biblioteca recibe cientos de libros y he hecho un trato con Sue, la bibliotecaria: soy el primero en ver las novedades siempre y cuando las recoja el lunes y las devuelva el miércoles. —Se acomodó las gafas sobre el tabique—. Una vez, recibió seis libros nuevos de una familia que vino de visita una semana y me los leí todos.

—¿Te los leíste todos en tres días? —pregunté—. Es una locura.

Elliot frunció el ceño, entrecerrando los ojos.

—¿Crees que es mentira?

—No. ¿Cuántos años tienes?

—Catorce, los cumplí la semana pasada.

—Pareces más joven.

—Gracias —dijo con tono inexpresivo—. Esa es mi intención. —Exhaló y se apartó un mechón de pelo de la frente.

Una risa brotó de mi garganta.

—No quería ofenderte.

—¿Cuántos años tienes tú? —preguntó.

—Trece, mi cumpleaños es el 18 de marzo.

Elliot se acomodó las gafas de nuevo.

—¿Estás en el instituto?

—Sí, ¿tú?

Elliot asintió.

—También. —Miró el espacio vacío a su alrededor, evaluándolo—. ¿Qué hacen tus padres? ¿Trabajan en la ciudad?

Sacudí la cabeza, mordiéndome el labio. No me había dado cuenta de lo mucho que estaba disfrutando de la conversación con alguien que no sabía que yo no tenía madre, que no me había visto destrozada y vulnerable después de perderla.

—Mi padre tiene una empresa en Berkeley que importa y vende cerámica hecha a mano, artesanía y esas cosas. —No añadí que todo comenzó cuando él empezó a importar la cerámica que hacía su padre y que se vendía sin parar.

—Genial. ¿Y tu…?

—¿Qué hacen tus padres?

Entrecerró los ojos ante mi exabrupto, pero, de todos modos, respondió:

—Mi madre trabaja a media jornada en la sala de degustación de la bodega Toad Hollow. Mi padre es el dentista de la ciudad… —El dentista de la ciudad. ¿El único dentista? Supongo que no me había dado cuenta de lo pequeña que era Healdsburg hasta ahora. En Berkeley había tres clínicas dentales solo en mi camino de cuatro manzanas hasta la escuela—. Pero él solo trabaja tres días a la semana y es probable que hayas notado que no le gusta nada estar desocupado. Hace de todo en la ciudad —dijo Elliot—. Ayuda en el mercado agrícola, ayuda con transacciones en algunas bodegas…

—Sí, el vino es importante en esta zona, ¿no? —Me había dado cuenta, mientras él hablaba, de que habíamos pasado junto a muchas bodegas en la carretera de camino hasta aquí.

—El vino es lo más importante —dijo Elliot riendo. Y con eso, en ese preciso instante, sentí que entre nosotros las cosas serían sencillas. No lo había sentido en los últimos tres años. Tuve amigas que ya no sabían cómo hablarme, o que se habían cansado de que yo estuviera triste, o que estaban tan enfocadas en los chicos que ya no teníamos nada en común. Pero, de repente, Elliot corroboró que quizás no iba a ser tan sencillo—: ¿Tus padres están divorciados?

Inhalé, extrañamente ofendida.

—No. —Él inclinó la cabeza a un lado y me observó sin hablar—. Mi madre murió hace tres años.

Aquella verdad resonó en la habitación, y supe que mi revelación había abierto una brecha permanente entre nosotros. Yo ya no era algo simple: su nueva vecina, una chica potencialmente interesante. Ahora era una chica herida por la vida de modo irreversible. Era alguien frágil a quien tratar con cautela.

Él había abierto los ojos de par en par detrás de sus gafas gruesas.

—¿De verdad? —Asentí. ¿Deseaba no habérselo dicho? Un poco. ¿Qué sentido tenía una casa de descanso para los fines de semana cuando no podía descansar de la única verdad que parecía detener mis latidos cada pocos minutos? Él se miró los pies y se puso a juguetear con nerviosismo con un hilo suelto de sus pantalones cortos—. No sé qué haría si me pasase a mí.

—Yo todavía no sé qué hacer.

Y se hizo el silencio. Nunca sabía cómo continuar una conversación después del tema de mi madre muerta. Y ¿qué era peor? ¿Tener la charla con un desconocido como él o tenerla en casa con alguien que me conocía de toda la vida y que ya no sabía cómo hablarme sin falsa alegría o sin pena empalagosa?

—¿Cuál es tu palabra favorita?

Sorprendida, alcé la vista hacia él, sin saber si había oído bien.

—¿Mi palabra favorita?

Él asintió y se recolocó las gafas, frunciendo rápido el rostro en un gesto habitual que lo hacía parecer enfadado y, medio segundo después, sorprendido.

—Tienes siete cajas de libros, algo me dice que te gustan las palabras.

Supongo que nunca había pensado en tener una palabra favorita, pero ahora que lo preguntaba, me gustaba la idea. Entorné los ojos para concentrarme.

—Ranúnculo —dije después de un instante.

—¿Qué?

—Ranúnculo. Es una flor. Es una palabra muy fea, pero la flor es tan bonita que no te lo esperas.

No dije: «Era la flor favorita de mi madre».

—Es una respuesta bastante típica para una chica.

—Bueno, soy una chica. —Elliot mantuvo la vista clavada en sus pies, pero noté igualmente el brillo de interés cuando dije ranúnculo. Apuesto a que se esperaba que respondiera unicornio o margarita o vampiro—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu palabra favorita? Apuesto a que es tungsteno. O, no sé, anfibio.

Él esbozó una sonrisa y respondió:

—Regurgitar.

Lo miré mientras fruncía la nariz.

—Es una palabra asquerosa.

Aquello amplió más su sonrisa.

—Me gusta el sonido rígido de las consonantes que tiene. Suena exactamente a lo que significa.

—¿Una onomatopeya?

Me hubiese encantando que empezaran a sonar unas trompetas con música celestial por un altavoz invisible en la pared mientras Elliot me miraba con los labios abiertos y las gafas deslizándose despacio por su nariz.

—Sí —dijo.