La ecuación de las almas gemelas - Christina Lauren - E-Book

La ecuación de las almas gemelas E-Book

Christina Lauren

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Beschreibung

Jess es madre soltera y una brillante analista que no tiene ni tiempo ni ganas para el amor. Pero cuando descubre que hay una empresa que empareja a personas basándose en su ADN, decide arriesgarse. Después de todo, los números no mienten. O eso pensaba, hasta que resulta que su supuesta alma gemela es el Dr. River Peña, un hombre arrogante y testarudo al que Jess no soporta. Ella se niega a creer lo que la ciencia le está diciendo, pero, cuando le proponen hacer de embajadora de la empresa, tiene que aceptar, a pesar de que eso signifique fingir que ella y River están hechos el uno para el otro. De evento a evento, Jess irá descubriendo que el amor es una ciencia que no se puede calcular.

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Para Holly Root, nuestro match de Diamante.

UNO

Jessica Davis pensaba que era una auténtica tragedia que solo el veintiséis por ciento de las mujeres creyera en el amor verdadero. Ya hacía una década de eso, cuando no podía ni imaginar que pudiera sentir algo que no fuera obsesión por el hombre que más tarde se convertiría en su ex. Esa noche, sin embargo, en su tercera primera cita en siete años, estaba atónita porque el porcentaje fuera tan alto.

—El veintiséis por ciento —murmuró para sí misma, inclinándose hacia el espejo del baño para repasarse el pintalabios—. Veintiséis mujeres de cada cien creen que existe el amor verdadero.

Le colocó la tapa al labial y soltó una risita, que su reflejo, consumido por el cansancio, le devolvió. Por desgracia, su noche distaba mucho de haber terminado. Tenía que sobrevivir al plato principal; los aperitivos se le habían hecho eternos. Claro que, en parte, eso se debía al hábito de Travis de hablar con la boca llena mientras narraba con todo lujo de detalles las historias de cuando se encontró a su esposa en la cama con su socio y sobre lo engorroso que era el proceso judicial del divorcio. De todos modos, considerando que las primeras citas suelen ser muy incómodas, Jess concluyó que podría haber sido peor. Sin lugar a duda, esta era mejor que la de la semana anterior, en la que el tío llegó al restaurante tan borracho que cayó rendido antes siquiera de que hubieran pedido la comida.

—Vamos, Jess. —Dejó caer el pintalabios dentro del bolso—. No tienes que preparar ni servir la cena, ni tampoco limpiar los platos después. La comida está tan buena que, solo por esto, merece la pena aguantar otra historia sobre su ex. —Se sobresaltó cuando se abrió la puerta de uno de los baños y apareció una rubia que la miró con lástima—. Madre mía, sí, ya lo sé —gimió frustrada, dándole la razón—. Estoy hablando sola en un baño público. Ya puedes imaginarte cómo me está yendo la noche.

La rubia no se rio, ni siquiera le dedicó una sonrisa de amabilidad, ni mucho menos le brindó apoyo emocional. En su lugar, se dirigió al lavabo más lejano y se empezó a lavar las manos.

En fin.

Jess se puso a buscar algo en el bolso, pero no pudo evitar observar a la mujer. Sabía que no era de buena educación quedarse mirando fijamente, pero su maquillaje era impecable, y su manicura, perfecta. ¿Cómo lo hacían esas personas que siempre iban impolutas? Para Jess, el mero hecho de salir de casa con la bragueta subida ya era un logro. Una vez, había presentado a un cliente un informe analítico de todo un año fiscal con cuatro pasadores de mariposa de Juno abrochados en la parte frontal de la americana. En cambio, era probable que aquella rubia despampanante nunca se hubiera visto obligada a cambiarse de ropa después de estarse un buen rato limpiando purpurina del pelaje de un gato y de la piel de una niña de siete años. Seguramente nunca había tenido que disculparse por llegar tarde. Y dudaba que tuviera que depilarse, tenía la piel suave ya de natural.

—¿Te encuentras bien?

Jess parpadeó, volviendo al presente, y cayó en la cuenta de que la mujer le estaba hablando. No había manera de fingir que no se había quedado mirando fijamente el escote de la desconocida.

Resistiendo el impulso de taparse sus propios atributos, que no eran tan impresionantes, Jess la saludó con la mano, muerta de la vergüenza.

—Lo siento. Estaba pensando que probablemente tu gatita no esté cubierta de purpurina.

—¿Mi qué?

Jess se volvió hacia el espejo. «Jessica Marie Davis, contrólate». Ignoró la presencia de su espectadora y canalizó a su abuela Jo en su reflejo:

—Aún te queda mucho por vivir. Vuelve a la mesa, come un poco de guacamole y vete a casa —se dijo en voz alta—. No hay ninguna prisa.

—Solo digo que el tiempo corre. —Fizzy hizo un gesto para señalar el trasero de Jess—. Ese culazo no se mantendrá firme toda la vida ¿sabes?

—Puede que no —dijo Jess—, pero Tinder tampoco va a ayudarme a encontrar a un hombre que valga la pena y que me lo agarre.

Fizzy levantó la barbilla, ofendida.

—Debo darle las gracias a Tinder por algunos de los mejores polvos de mi vida. Ya te lo he dicho, te has rendido demasiado rápido. Estamos en la era en la que las mujeres disfrutan del placer y no se avergüenzan de llegar al orgasmo una vez, dos y una más por el camino. Puede que Travis esté obsesionado con su exmujer, pero vi su foto y está buenísimo. Tal vez te podría haber hecho disfrutar durante una hora o dos después de haber comido unos churros, pero nunca lo sabrás porque te fuiste antes de pedir el postre.

Jess se quedó callada. Quizá…

—Joder, Fizzy.

Su mejor amiga se reclinó en la silla, sonriendo con satisfacción. Si algún día Felicity Chen decidiera empezar a vender lejía, Jess le daría todo su dinero sin pensarlo. Fizzy rebosaba carisma, ocultismo y poco sentido común. Esas cualidades la convertían en una gran novelista, pero también explicaban por qué Jess llevaba tatuada la letra de una canción con errores de ortografía en la parte interior de la muñeca, por qué había llevado un flequillo mal cortado que no se parecía en nada al de Audrey Hepburn durante seis amargos meses en 2014 y por qué había asistido a una fiesta de disfraces en un sótano en Los Ángeles que había resultado ser un encuentro BDSM. La respuesta que le dio Fizzy cuando Jess le preguntó «¿Me has traído a una fiesta erótica en un sótano?» fue «Sí, ¡todo el mundo viene a estas fiestas!».

Fizzy se puso un mechón de su brillante cabello negro detrás de la oreja.

—De acuerdo, es hora de que planifiquemos tu siguiente cita.

—No. —Jess abrió su portátil y entró al correo, pero, aunque fijara la vista en otra parte, le fue imposible ignorar la mirada de reproche de su mejor amiga—. Fizz, tener citas es complicado con una hija pequeña.

—Siempre pones esa excusa.

—Porque siempre tengo una hija.

—También cuentas con el apoyo de tus abuelos, que viven al lado y están encantados de cuidarla mientras tienes una cita, y con el de tu mejor amiga, que piensa que tu hija es mucho más guay que tú. Solo queremos que seas feliz.

Jess ya lo sabía. Por eso mismo se había animado a explorar el mundo de Tinder.

—Vale, voy a seguirte la corriente. Digamos que conozco a un hombre increíble, ¿dónde podríamos acostarnos? Era distinto cuando Juno tenía dos años. Ahora vivo con una niña de siete que tiene el sueño ligero y un oído perfecto, y la última vez que fui a casa de un tío, estaba tan sucia que, cuando me levanté para ir al baño, acabé con unos calzoncillos pegados a la espalda.

—¡Qué asco!

—Pues sí.

—De todos modos —Fizzy se frotó la parte inferior del labio con gesto pensativo—, los padres solteros se las apañan todo el tiempo. Por ejemplo, Mike y Carol de La tribu Brady.

—¿Tu mejor ejemplo es una serie de televisión que se emitió hace cincuenta años? —Cuanto más se esforzaba Fizzy por convencerla, menos ganas tenía ella de volver a salir con alguien—. En 1969, solo el trece por ciento de las madres y los padres estaban solteros. Carol Brady era muy avanzada para su época, yo no.

—¡Latte de vainilla! —anunció el chico de la cafetería, Daniel, en medio del bullicio que había en el local.

Fizzy le hizo un gesto a su amiga que indicaba que aún no había acabado antes de ponerse de pie y dirigirse al mostrador.

Desde que Jess había empezado a trabajar por cuenta propia, siempre iba a la cafetería Twiggs de lunes a viernes. Su vida, que esencialmente se desarrollaba en un radio de cuatro calles, le parecía ideal. Su rutina se basaba en llevar a Juno a la escuela, que se encontraba en la misma calle que su piso, mientras Fizzy cogía la mejor mesa de la cafetería —la del fondo, lejos de las miradas de la ventana, pero cerca del único enchufe que aún funcionaba—. Una vez en la mesa, Jess trabajaba con números y estadísticas a la vez que Fizzy escribía sus novelas, y, para intentar no abusar de la hospitalidad de la cafetería, cada hora y media pedían algo más, lo cual, además, las incentivaba a trabajar más y a cotillear menos.

Excepto ese día. Jess ya presentía que su amiga no se iba a guardar nada.

—De acuerdo. —Fizzy volvió con un café y una magdalena de arándanos enorme, y se tomó unos segundos para acomodarse en su asiento—. ¿Por dónde iba?

Jess mantuvo la mirada fija en la pantalla de su portátil, fingiendo que leía un correo electrónico.

—Me parece que estabas a punto de decir que yo soy la dueña de mi vida y que debería hacer lo que yo crea que es mejor para mí.

—Ambas sabemos que eso no es algo que yo diría.

—Recuérdamelo, ¿por qué somos amigas?

—Porque te inmortalicé como la villana en mi novela El corsé carmesí y, como los fans te adoran, no puedo hacer que mueras.

—A veces me pregunto si respondes a las preguntas que te hago o si respondes a las voces que tienes en la cabeza —comentó Jess entre dientes.

Fizzy empezó a quitarle el envoltorio a la magdalena.

—Lo que iba a decir es que no puedes tirar la toalla solo porque hayas tenido una mala cita.

—Es que no se trata solo de una mala cita —replicó—. Se trata de lo agotador y extraño que es el proceso de intentar parecerle atractiva a los hombres. Soy estadística autónoma y, de todo mi armario, las prendas que considero más sensuales son una camiseta vieja de Buffy, cazavampiros y unos vaqueros rasgados. Mi pijama favorito es una camiseta vieja que era de mi abuelo y unas mallas de yoga para embarazadas.

—No —se lamentó Fizzy.

—Sí —afirmó—. Además, tuve una hija cuando la mayoría de la gente de nuestra edad aún fingía que le encantaba el Jägermeister. Parecer elegante y perfecta en una aplicación para ligar es misión imposible. —Fizzy se rio—. Detesto tener que renunciar a pasar tiempo al lado de Juno por salir con un hombre al que, seamos sinceras, no volveré a ver.

Su amiga la miró con los ojos oscuros cargados de incredulidad, tomándose unos segundos para asimilar lo que acababa de decirle.

—Así que… ¿ya está? ¿No saldrás con nadie y punto? Jessica, solo has tenido tres citas con tres buenorros, por mucho que hayan resultado ser superaburridos.

—No saldré con nadie hasta que Juno sea mayor.

—¿Qué edad? —La observó con recelo.

—No lo sé.

Jess levantó la taza para darle un sorbo a su café, pero se distrajo cuando un hombre al que se referían como «el americano», por el café que siempre se pedía, entró con grandes zancadas en la cafetería y se dirigió al mostrador con puntualidad —a las 8:24 de la mañana—, deslumbrando con sus piernas kilométricas, su pelo oscuro y su actitud arisca y malhumorada, evitando el contacto visual en todo momento.

—¿Cuando se vaya a la universidad, tal vez? —continuó Jess. Al despegar la vista del americano, notó que Fizzy la observaba horrorizada.

—¡¿La universidad?! ¿Cuando tenga dieciocho años? —Entonces se dio cuenta de que todos las estaban mirando y bajó la voz—. ¿Me estás diciendo que, si me pusiera a escribir una novela basada en tu futura vida amorosa, la protagonista tardaría dieciocho años en enseñarle todos sus atributos a un hombre? Por supuesto que no, cariño. Ni siquiera tu vagina, por muy bien preservada que esté, podría aguantar tanto.

—Felicity.

—Como una tumba del Antiguo Egipto, prácticamente momificada —añadió Fizz antes de darle otro sorbo al café.

En el mostrador, el americano pagó el café y se hizo a un costado, escribiendo algo en el móvil.

—¿Qué le ocurre? —murmuró Jess.

—Estás enamorada de ese hombre —comentó Fizzy—. ¿Te das cuenta de que te lo quedas mirando cada vez que viene a la cafetería?

—Puede que su semblante me parezca fascinante.

Fizzy miró descaradamente el culo del americano, pero el abrigo azul oscuro que llevaba le tapaba la vista.

—¿Así vamos a llamarlo ahora? ¿Su «semblante»? —Se inclinó hacia delante para escribir algo en la libreta de ideas que siempre tenía a mano.

—Cada vez que viene, su actitud sugiere que asesinaría a cualquiera que se atreviera a hablarle —bromeó Jess.

—Quizá sea un asesino a sueldo.

Jess también se tomó un momento para mirarlo de los pies a la cabeza.

—Más bien sería un profesor de Arte de la Edad Media con alergia a socializar. —Hizo un esfuerzo por recordar cuándo había sido la primera vez que lo había visto entrar en la cafetería. ¿Hacía dos años, tal vez? Iba casi todos los días, siempre a la misma hora, con el mismo café y el mismo silencio taciturno. Estaban en un barrio muy animado, y Twiggs era su corazón. La gente iba a pasar el rato, a beber café, a conversar; el americano sobresalía entre los demás, no porque fuera diferente o excéntrico, sino porque permanecía en completo silencio en medio de una multitud de personas ruidosas, alocadas y encantadoras—. Viste bien, pero por dentro no es más que un cascarrabias.

—Bueno, quizá le iría bien echar un polvo, como a alguien que conozco.

—Fizz, he tenido sexo desde que nació Juno —aseguró Jess, exasperada—. Solo digo que no me queda mucho tiempo libre para comprometerme a una relación seria y no estoy dispuesta a aguantar citas aburridísimas o horribles solo para tener un orgasmo. Ya hay un montón de juguetes para eso.

—No me refiero únicamente al sexo —replicó Fizzy—, sino también a que debes dejar de anteponer la felicidad de los demás a la tuya. —Hizo una pausa para saludar a Daniel, que limpiaba la mesa de al lado—. ¿Lo has oído, Daniel?

Él se enderezó y le dedicó a Fizzy la sonrisa que la había inspirado a crear al protagonista de El diablo del destino, con el fin de poder hacerle todas las obscenidades que no se atrevía a hacerle en la vida real y que nunca haría, pues su relación terminó tan rápido como empezó cuando se encontraron por casualidad en una reunión familiar…

—¿Creéis que es posible no oíros? —respondió Daniel.

—Excelente, entonces dile a Jess que tengo razón.

—¿Quieres que opine sobre si Jess debería meterse en Tinder para acostarse con alguien? —preguntó.

—De acuerdo, muy bien —se lamentó Jess—. Así es cómo debe ser tocar fondo.

—¡O cualquier otra aplicación de citas que le guste! —exclamó Fizzy, ignorándola por completo—. Es una mujer joven y atractiva. No debería desperdiciar sus últimos años de estar buena poniéndose tejanos holgados y camisetas viejas.

Jess le echó un vistazo a su ropa, lista para protestar, pero las palabras no le salieron.

—Puede que no —dijo Daniel—, pero si ella es feliz, ¿importa si va arreglada o no?

Jess le sonrió a su amiga.

—¿Ves? Él está en mi equipo… más o menos.

—¿Sabes qué? —Daniel se giró para hablar con Jess, jugueteando con el trapo, y le sonrió como si supiera algo que ella no sabía—. El americano también es un romántico.

—Déjame adivinar —dijo Jess, sonriendo de oreja a oreja—: ¿es el anfitrión de una fiesta erótica inspirada en los dothraki?

Fizzy fue la única que se rio. Daniel se encogió de hombros, restándole importancia.

—Está a punto de anunciar el lanzamiento de una empresa que tiene una tecnología puntera para ayudar a la gente a encontrar pareja.

Ninguna de las dos chicas emitió palabra. «¿Una qué?».

—¿Para encontrar pareja? —preguntó Jess—. ¿Hablas del mismo hombre que viene a esta cafetería a diario y que nunca le sonríe a nadie? —Señaló la puerta que había a su espalda, por la que el americano había salido hacía un momento—. ¿El mismo hombre que tiene tan malhumor y carácter antisocial que eclipsan por completo su atractivo?

—El mismísimo —asintió Daniel—. Puede que tengas razón y quizá lo que necesita es echar un polvo, pero yo creo que se las apaña bastante bien.

Al menos, el sermón de su mejor amiga había tenido lugar un lunes, ya que era el día en que el padre de Jess se encargaba de recoger a Juno de la escuela y llevarla a la biblioteca. A Jess le había dado tiempo de redactar una propuesta de negocios para Genentech, agendar una reunión con Whole Foods y preparar unas cuantas hojas de cálculo antes de emprender la caminata hacia casa y hacer la cena.

Como casi nunca usaba el coche, no recordaba la última vez que había tenido que ponerle gasolina. De hecho, después de diez años, apenas tenía cincuenta mil kilómetros. «Tengo todo lo que necesito cerca», pensó durante el trayecto a casa. University Heights era la combinación perfecta de bloques de pisos y casas de todos los tamaños, rodeados de pequeños restaurantes y empresas independientes. Para ser sincera, lo único positivo de la cita de la noche anterior había sido que Travis hubiera aceptado cenar en El Zarape, el restaurante que quedaba justa al lado de su piso. La única cosa peor que tener que soportar la conversación más aburrida de la historia habría sido tener que ir en coche hasta el Gaslamp.

Poco antes de que anocheciera, el cielo, cubierto por unas gigantescas nubes grises, amenazaba con traer una lluvia que sacaría de quicio a cualquiera que viviera en el sur de California y tuviera que conducir. Como todos los lunes, unas cuantas personas causaban alboroto en la terraza de la nueva cervecería de la esquina, regentada por unos australianos, y la extensa cola del restaurante tailandés Bahn Thai se estaba convirtiendo en una manada de lobos hambrientos; había tres culos sentados en las escaleras de entrada del edificio de al lado, ignorando el cartel que decía que estaba prohibido sentarse allí. El arrendatario de los abuelos de Jess, el señor Brooks, había instalado una cámara de seguridad y casi todas las mañanas le explicaba todos los universitarios que se habían sentado allí a fumar cigarrillos eléctricos mientras esperaban.

Jess divisó su edificio. Cuando tenía cuatro años, Juno lo había bautizado como «El Edificio Harley» y, aunque no tuviera la estética ostentosa para que se lo considerara un inmueble digno de tener su propio nombre, por costumbre continuaban llamándolo así. El Edificio Harley era de un color verde llamativo que lo hacía sobresalir entre los edificios contiguos, de color marrón. La fachada estaba adornada con una franja horizontal de tejas rosas y moradas que formaban un patrón de arlequín, y las macetas que decoraban las ventanas eran rosa chicle, con flores coloridas casi todo el año. Los abuelos de Jess, Ronald y Joanne Davis, compraron la propiedad el año en que él se jubiló de la marina. Casualmente, también fue el año en que el novio de la joven, con el que llevaba mucho tiempo, decidió que no estaba listo para ser padre y que no quería abstenerse de poder meter el pene dentro de otras mujeres. Jess se graduó de la universidad, cogió a Juno, que en ese momento tenía dos meses, y se mudó al piso de dos dormitorios de la planta baja, frente a la vivienda de sus abuelos, al otro lado del edificio. Dado que habían criado a Jess muy cerca, en Mission Hills, hasta que tuvo que mudarse al campus de la Universidad de California en Los Ángeles, no le había costado nada adaptarse. Ahora, su barrio perfecto la acompañaba en la crianza de su hija.

La puerta lateral emitió un chirrido cuando la abrió y se cerró a sus espaldas. Tras recorrer un alargado pasillo, Jess llegó al patio que separaba su piso de la vivienda de sus padres; parecía un jardín frondoso de Bali, o de algún otro lugar de Indonesia. Se oía el suave gorgoteo de las fuentes de piedra, pero la atracción principal eran unas deslumbrantes buganvilias de color magenta, coral y violáceo que cubrían por completo los muros.

Al llegar, una niña con trenzas se le echó encima.

—¡Mamá, he sacado un libro sobre serpientes de la biblioteca! ¿Sabías que las serpientes no tienen párpados?

—Yo…

—Y se tragan la comida entera. Y sus oídos están dentro de su cabeza. Adivina: ¿dónde es imposible encontrar serpientes? —Los ojos azules de Juno la observaban sin pestañear—. Adivina.

—¡En Canadá!

—¡No, en la Antártida!

Jess entró al piso, y entonces miró hacia atrás y exclamó: 

—¡No puede ser!

—Pues sí. Y ¿recuerdas la cobra que salía en El corcel negro? Bueno, las cobras son la única especie que construye nidos y, además, pueden vivir hasta los veinte años.

Ese dato sí que sorprendió a Jessica.

—Espera un segundo, ¿me lo estás diciendo en serio? —Tiró el bolso en el sofá, que estaba prácticamente pegado a la puerta, y se dirigió a la despensa para ver qué había para cenar—. Es increíble.

—¿Verdad que sí?

De repente, la niña se quedó callada y Jess sintió una presión en el pecho al entender el motivo. Se giró para ver a su hija, que la observaba con ojos de cachorrillo: una señal de que iba a rogarle algo.

—Juno, cariño, no.

—¿Por favor, mami?

—No.

—El abuelo dice que podría adoptar una serpiente del maíz. En el libro se explica que son «muy dóciles». ¿O quizá una pitón real?

—¿Una pitón? —repitió Jess poniendo una olla con agua a calentar—. ¿Te has vuelto loca? —Señaló a la gatita, Pigeon, que dormía plácidamente bajo el último rayo de luz que entraba por la ventana—. Una pitón se la comería.

—Una pitón real —corrigió—. Y jamás dejaría que le hiciera daño.

—Si el abuelo te está animando a que adoptes una serpiente, entonces puede guardarla él en su casa.

—La abuela Jo ya ha dicho que no.

—Me lo imaginaba.

Juno refunfuñó y se dejó caer en el sofá. Jess se acercó, se sentó a su lado y la envolvió en un abrazo. Tenía siete años, pero era pequeña; aún tenía manos de bebé y hoyuelos en los nudillos, olía a champú de bebé y a libros. Cuando la niña le rodeó el cuello a su madre con sus bracitos, esta se tomó un momento para disfrutar de su aroma. Ahora Juno tenía su propia habitación, pero habían dormido juntas hasta que la niña cumplió los cuatro años y, a veces, Jess se despertaba a media noche y experimentaba un dolor punzante porque añoraba sentir a su niña entre sus brazos. Su propia madre le había dicho que era importante que Juno dejara atrás ese hábito, pero Jamie Davis era la menos indicada para dar consejos sobre maternidad. Además, tampoco era como si alguien ocupara ese lado de la cama, y Juno era muy buena dando abrazos, tenía medalla de oro en el arte de acurrucarse.

La niña escondió la cara en el cuello de su madre e inspiró, acercándose más.

—Mami, anoche tuviste una cita —susurró.

—Ajá.

Juno se había mostrado entusiasmada por la cita, no solo porque adorase pasar tiempo con sus bisabuelos y por la comida que la abuela Jo le preparaba cuando su madre salía, sino también porque hacía poco habían visto Aventuras en la gran ciudad y Fizzy le había contado que era una muy buena representación de las citas. En la imaginación de Juno, su madre podría acabar saliendo con el mismísimo Thor.

—¿Fuisteis al centro? ¿Te compró flores? —Se echó hacia atrás para mirarla a la cara—. ¿Lo besaste?

Jess soltó una carcajada.

—No, no lo besé. Cenamos y luego volví a casa.

Juno la estudió con los ojos entrecerrados, convencida de que en una cita deberían pasar más cosas. Se levantó de un salto, como si hubiera recordado algo, y corrió hasta su mochila de ruedas, que había dejado junto a la puerta.

—Tengo un libro para ti.

—Ah, ¿sí?

La niña volvió con el libro en la mano y, una vez sentada en su regazo, se lo entregó.

Ser grandiosa en la mediana edad: La guía definitiva de citas para mujeres de 40-50 años para arriba.

Jess se rio, sorprendida.

—¿La tía Fizz te ha obligado a traérmelo?

La niña soltó una risita alegre.

—Le envió un mensaje al abuelo.

Por encima de su cabecita, Jess divisó la pizarra que colgaba cerca de la nevera. Un cosquilleo la recorrió de pies a cabeza. Escrito en la letra redondita de Juno se leía:

PROPÓSITOS DE AÑO NUEVO

ABUELOS

Contractar un entranador personal

Salir a kaminar todos los diaz

JUNO

Prender que me guste el broocoli

Acerme la cama todas las manianas

¡Acer algo nuebo cada domingo!

MAMÁ

¡Acer algo nuebo cada domingo!

¡La avuela dice ke seas más egoita!

Acer más cosas que me den miedo

«Vale, universo», pensó Jessica, «lo pillo».

Si Carol Brady había logrado ser una pionera en esto, quizá era hora de que Jess le diera una oportunidad.

DOS

Este era el problema de las epifanías: siempre llegaban en el momento más inoportuno. Jess tenía una hija de siete años algo hiperactiva y una próspera carrera como autónoma haciendo malabares con todo tipo de enigmas matemáticos. Con estas dos cosas, no le quedaba mucho tiempo libre para hacer una lista de aventuras que quisiera vivir antes de morir. Además, su hija y su trabajo eran más que suficiente; tenía cuatro clientes que pagaban muy bien y, aunque el dinero no le sobrara, llegaba para pagar las facturas —incluyendo su carísimo seguro— e incluso ayudar a sus abuelos. Juno era una niña feliz y vivían en un vecindario agradable. En pocas palabras, a Jess le gustaba su vida tal y como era.

Pero la frase «Hacer más cosas que me den miedo» parecía materializarse frente a sus ojos cada vez que pestañeaba entre números y celdas.

En realidad, la razón por la que no quedaba con más hombres era, probablemente, más por pereza que por miedo. «No es como si hubiera dejado de salir con hombres de la noche a la mañana», pensó Jess. «Más bien fue una transición lenta, y es ahora cuando me doy cuenta de que ya no me pregunto si debería lavar los vaqueros que he sacado de una montaña en el suelo antes de volver a usarlos». Nunca se quejaba de haber sido madre con veintidós años —Juno era lo mejor que Alec le podría haber dado—, pero debía admitir que le ponía muchísimo más empeño a preparar el almuerzo de su hija que a analizar qué buscaba en una pareja, por ejemplo. Quizá Fizzy, su abuela y la portada de la revista Marie Claire no se equivocaban al sugerir que tenía que salir de su zona de confort y soñar a lo grande.

—¿Cómo se llama esa expresión que tienes en la cara? —Su amiga dibujó un círculo imaginario alrededor del rostro de Jess—. Tengo la palabra en la punta de la lengua…

—¿Esta expresión? —Jess se señaló a sí misma—. ¿Derrota, tal vez?

Fizzy asintió y, mientras escribía, musitó:

—«Apartó la mirada de sus penetrantes ojos; la pálida derrota se veía plasmada en sus facciones».

—Vaya, muchas gracias.

—No estoy escribiendo sobre ti. Es solo que has hecho esa cara en el momento justo. —Continuó escribiendo y luego bebió de su latte—. Tal como vimos en los comienzos de nuestra amistad, no te consideras la protagonista de mis novelas románticas, y por eso nunca serás más que la villana o un personaje secundario. —Hizo una mueca ante lo que probablemente era un café ya helado, señal de que era hora de pedir otro.

Jess se había quedado atontada, asimilando lo que su amiga acababa de decir. Se quedó en silencio al darse cuenta de que su propia vida iba pasarle por delante de las narices si no hacía algo para evitarlo. Se le rompería el corazón si Juno no disfrutara la vida al máximo.

Distraídamente, se percató de que debían de ser las 8:24 cuando vio al americano adentrarse en la cafetería, ataviado como un hombre atractivo con compromisos y cero segundos para desperdiciar hablando con la plebe que merodeaba por Twiggs. Sin decir ni una palabra, sacó un billete de diez dólares de la cartera, recibió el cambio que le entregó Daniel y dejó caer unas monedas en el bote de las propinas. Jess lo observó con detenimiento; sentía que la ira de su interior amenazaba con aflorar.

Agregó «¡Da unas propinas de mierda!» a su lista mental de «Razones por las que el americano es una persona horrible».

Fizzy chasqueó los dedos delante de su cara para traerla de vuelta a la realidad.

—Ahí está, lo estás haciendo otra vez.

Jess frunció el ceño.

—¿El qué?

—Comerte al americano con la mirada. —Fizzy le dedicó una sonrisa de complicidad—. Te parece sexy.

—Claro que no. Solo me he distraído. —Se echó hacia atrás, ofendida—. ¡Qué asco, Felicity!

—Vale, vale… —Señaló con el dedo al aludido, que llevaba unos vaqueros ajustados de un color oscuro y un suéter azul marino. Jess vio que el pelo oscuro se le rizaba en la nuca, apenas unos centímetros más largo de lo normal, lo que indicaba que tendría que cortárselo pronto. Tenía la piel trigueña y unos labios carnosos que daban ganas de morderlos. Era muy alto, tanto que, desde donde estaba sentada Jess, parecía que la cabeza le tocara el techo. Pero sus ojos… Esos sí que eran el centro de atención: expresivos y conmovedores, con unas pestañas largas y oscuras—. ¿Ese hombre da asco? Claro, lo que tú digas.

Jess se encogió de hombros, nerviosa.

—No es mi tipo.

—Ese hombre es el tipo de cualquiera. —Fizzy se rio, incrédula.

—En ese caso, es todo tuyo. —Jess frunció el ceño y se giró para mirar al americano, que, como de costumbre, estaba limpiando el mostrador con una servilleta—. Solo pensaba en que no puedo entender cómo es que va a lanzar una compañía para ayudar a otros a encontrar pareja; no es algo que haría un imbécil como él.

—La verdad, creo que Daniel no tiene ni idea de lo que dice. Los ricachones como el americano están demasiado comprometidos con su trabajo durante el día y con sus carteras de inversión durante la noche como para pensar en la vida amorosa de los demás.

Cuando el americano acabó de limpiar el mostrador, se dirigió a la salida. De repente, la curiosidad le ganó el pulso a Jess e impulsivamente lo cogió del brazo cuando pasó por su lado. Ambos se quedaron paralizados. Los ojos del hombre eran de un color muy inusual y llamativo, de un tono más claro del que ella se imaginaba que serían de cerca. Eran ámbar, no marrones.

—Ey. —Jess se tragó los nervios que la paralizaban y levantó la barbilla—. Espera un momento. ¿Podemos hacerte una pregunta? —Cuando le soltó el brazo, él lo apartó lentamente, le echó una mirada rápida a Fizzy y luego volvió a mirar a Jess. Asintió una vez con la cabeza—. Corre el rumor de que eres un casamentero.

—¿El «rumor»? —repitió entrecerrando los ojos.

—Sí.

—¿Y dónde habéis escuchado ese rumor?

Jess soltó una risita incrédula y extendió los brazos para señalar a su alrededor.

—Estamos en el corazón de los rumores de University Heights. La fábrica de rumores de Park Avenue. —Esperó su respuesta, pero él se quedó mirándola, perplejo—. ¿Es cierto? ¿Eres un casamentero?

—Técnicamente, soy genetista.

—¿Entonces…? —Jess levantó las cejas, pero, al parecer, al americano no le incomodaba el silencio—. ¿Eso es un «no» a la pregunta de si eres un casamentero?

Al final levantó una ceja con expresión divertida.

—Mi empresa ha desarrollado un servicio que ayuda a las personas a conectar con otras a través de una nueva tecnología registrada basada en perfiles genéticos.

Fizzy soltó una expresión de sorpresa.

—Eso son palabras muy complicadas. Qué escandaloso. —Se inclinó para anotar algo en su cuaderno.

—¿«Tecnología basada en perfiles genéticos»? —dijo Jess mirándolo con desconfianza—. Me recuerda un poco a la eugenesia, lo siento.

Fizzy reaccionó de inmediato y aprovechó la oportunidad para distraer al americano de la bocaza de Jess.

—Yo escribo novelas románticas, así que todo esto suena como si fuese mi kryptonita. —Agitó el bolígrafo en el aire con actitud seductora—. Mis lectores se volverían locos con esto.

—¿Cuál es tu seudónimo?

—Uso mi nombre real —respondió—: Felicity Chen.

Le extendió la mano con delicadeza, con el dorso hacia arriba, como si esperara que la besara. Tras un breve instante de confusión, el hombre la cogió de la punta de los dedos y le dio un pequeño apretón.

—Sus novelas han sido traducidas a más de una decena de idiomas —presumió Jess con la esperanza de borrarle la mueca de confusión.

Y funcionó: el americano parecía impresionado.

—¿En serio?

—¿Habrá una app? —insistió Fizzy—. ¿Es parecida a Tinder?

—Sí —respondió frunciendo el ceño—, pero no. No es para rollos de una noche.

—¿Cualquiera puede usarla?

—Pronto. Es un… —Le empezó a vibrar el móvil. Al sacarlo del bolsillo, la arruga de su entrecejo se pronunció aún más—. Disculpad —dijo, volviéndolo a guardar—. Tengo que irme, pero aprecio vuestro interés. Estoy seguro de que pronto oiréis más al respecto.

Fizzy se inclinó hacia él esbozando una sonrisa llena de confianza.

—Tengo más de cien mil seguidores en Instagram. Me encantaría compartir la primicia, si se trata de algo que a mi público, en la mayoría mujeres de entre dieciocho y cincuenta y cinco años, le interesaría saber.

Se le suavizó la frente, poniendo fin al ceño fruncido que tenía clavado en el rostro.

Bingo.

—El lanzamiento oficial es en mayo —dijo—, pero si os interesa, podéis pasaros por mi oficina, escuchar la presentación, darnos una muestra…

—¿Una muestra? —espetó Jess.

Vio que una ráfaga de fastidio le atravesó la mirada cuando se volvió hacia ella. Si Fizzy era la policía coqueta, Jess sin duda era la poli escéptica, y él parecía que apenas podía tolerar el genuino interés de su amiga.

El americano miró a Jess a los ojos.

—Saliva.

Jess soltó una risotada.

—¿Perdón?

—La muestra —explicó él detenidamente— es de saliva.

La miró de arriba abajo, estudiando su figura. Jess sintió que el corazón le daba un vuelco.

Y entonces el americano se miró el reloj.

«Pues muy bien».

Fizzy rio por lo bajo mientras alternaba la mirada entre los dos.

—Estoy segura de que nos las apañaremos para darte una muestra. —Sonrió—. Solo porque es para ti.

Con una sonrisa, el americano dejó caer su tarjeta de visita en la mesa, que aterrizó con un golpe seco.

—Nada de eugenesia —agregó en voz baja—. Lo prometo.

Jess lo vio salir. La campanilla que había sobre la puerta emitió un triste tintineo.

—De acuerdo —dijo, volviéndose hacia su amiga—, ¿cuántas probabilidades hay de que sea un vampiro?

Fizzy golpeteaba la tarjeta de visita contra el borde de la mesa, ajena a la pregunta.

—Échale un vistazo a esto.

Jess entrecerró los ojos para observar por la ventana al hombre, que se estaba montando en un elegante Audi de color negro aparcado sobre el bordillo.

—Estaba tratando de engatusarme.

—La tarjeta es real. —Fizzy entornó los ojos, analizando la tarjeta, y le dio la vuelta para leer el reverso—. No es de las que te haces en una copistería barata.

—«Saliva» —repitió Jess, imitando el tono de voz grave y altanero del americano—. Lo que está claro es que no trabaja en marketing, tiene cero carisma. Anota lo que voy a decirte y, cuando cumpla los noventa, veremos si tenía razón: es la persona más arrogante que conoceré en la vida.

—¿Quieres dejar de hablar de él de una vez?

Jess le arrebató la tarjeta.

—¿Quieres dejar de hablar de su tarje…? —Se detuvo, sorprendida por el peso de la tarjeta—. Anda, sí que es gruesa.

—Te lo he dicho.

Le dio la vuelta para examinar el logo, que consistía en dos círculos interconectados con una hélice doble en el centro. En la parte frontal, debajo de todo, se leía su nombre en unas pequeñas letras plateadas con relieve.

—Jamás hubiera imaginado que se llamara así. Tiene cara de Richard… o de Adam.

—Para mí, tiene cara de Keanu.

—Agárrate fuerte. —Levantó la vista hacia Fizzy y le dedicó una sonrisa ladeada—. El americano en realidad se llama Dr. River Peña.

—Oh, no —exclamó suspirando—. Es un nombre muy sexy, Jess.

Jess se rio; era maravilloso lo predecible que podía ser Felicity Chen.

—El hombre es quien hace que un nombre sea sexy, no al revés.

—Te equivocas. Por muy atractivo que sea un hombre, el nombre Gregg, con dos «G», nunca será sexy. —Se hundió aún más en su asiento, sonrojada—. ¿Sería raro que el protagonista de mi próxima novela se llamara River?

—Sí, sería rarísimo.

Fizzy lo anotó en su cuaderno de todos modos mientras Jess leía en voz alta el nombre de la empresa.

—¿GeneticAlly? Ah, y fíjate en el eslogan: «El futuro ya está dentro de ti». Qué fuerte. —Dejó la tarjeta en la mesa y, con una sonrisa burlona, se reclinó en su asiento—. ¿«Dentro de ti»? ¿Alguien leyó el eslogan en voz alta antes de publicarlo?

—Iremos a su oficina —decidió Fizz mientras guardaba sus cosas, ignorando los comentarios sarcásticos de su amiga.

Jess la miró, atónita.

—¿Hablas en serio? ¿Ahora mismo?

—Faltan más de cinco horas para que tengas que ir a recoger a Juno. La Jolla queda a treinta minutos en coche.

—Fizzy, no se lo veía muy entusiasmado de hablarnos de su proyecto. Se moría de ganas de irse.

—¿Y qué? Considéralo parte de mi documentación, tengo que conocer ese lugar.

Solo había cuatro coches en aquel amplio aparcamiento. Con una risita, Fizzy aparcó su nuevo, pero discreto, Camry azul junto al reluciente Audi de River y le dedicó una sonrisa a Jess, sentada en el asiento del copiloto.

—¿Lista para encontrar a tu alma gemela?

—Para nada —respondió, pero Fizzy ya había salido del coche.

Se bajó y observó el edificio de dos plantas. Debía admitir que era impresionante. En la cuidada fachada de láminas de madera se leía el nombre de la empresa en grandes letras de aluminio pulido: GeneticAlly. La segunda planta constaba de unos amplios ventanales de estilo moderno, hechos de hormigón, aunque todavía no estaban terminados. El logo con los dos anillos fusionados formando la doble hélice del ADN estaba impreso en las enormes puertas de entrada, que se abrieron de par en par cuando Fizzy les dio un empujón. Las dos amigas se adentraron en el lujoso vestíbulo, donde no había nadie más.

—¡Anda! —masculló Fizzy—. Qué raro.

Sus pasos resonaban por todo el lugar mientras se dirigían a la recepción, donde había un mostrador enorme de mármol; a casi un kilómetro de la entrada principal. Todo rezumaba lujo, y había al menos cinco cámaras de seguridad.

—Hola —dijo una mujer, que las observaba sonriente. Ella también rezumaba lujo—. ¿En qué las puedo ayudar?

Fizzy, sin dejarse intimidar, se inclinó sobre el mostrador.

—Estamos aquí para ver a River Peña.

La recepcionista parpadeó mientras revisaba el calendario. Su pánico era evidente.

—¿Tienen una cita agendada?

Jess cayó en la cuenta de que habían entrado como quien no quiere la cosa y habían pedido ver a la persona que dirigía la compañía.

—No —admitió Jess al mismo tiempo que su amiga, con toda la confianza del mundo, respondía:

—Sí.

Fizzy hizo un gesto hacia la otra chica para restarle importancia.

—Puede decirle que Felicity Chen y su socia están aquí.

Jess disimuló una risita fingiendo que carraspeaba. La recepcionista, aún recelosa, les señaló el registro de visitantes.

—De acuerdo. En ese caso, les voy a pedir que firmen aquí. Ah, y también voy a necesitar sus carnés de identidad. ¿Han venido para una presentación? —quiso saber mientras anotaba los datos de las dos amigas.

—¿Una qué? —Jess frunció el ceño.

—Me refiero a… ¿Las ha contratado para ADNDuo?

—ADNDuo, eso mismo —respondió Fizzy con una sonrisa de oreja a oreja mientras escribía sus nombres—. Ha visto a dos chicas solteras y preciosas en una cafetería y prácticamente nos ha rogado que vengamos a escupir en unos tubos de ensayo.

—Fizz. —Por milésima vez, Jess se preguntó si siempre iba a seguir a su amiga en sus locuras, como el recogedor que acompaña a la escoba. Estar con ella la hacía sentir más viva y, a la vez, más sosa.

La recepcionista les devolvió los carnés con una sonrisa amable y les indicó que tomaran asiento.

—Le comunicaré al doctor Peña que ya están aquí.

Se sentaron en unos sillones de cuero rojo. Jess estaba convencida de que eran las primeras en usarlos; no había ni una mota de polvo en ninguna parte ni tampoco indicios de que alguien más los hubiera tocado.

—Esto es muy extraño —susurró—. ¿Estamos seguras de que este lugar no es la tapadera de una secta que nos extirpará los órganos para venderlos en el mercado negro? —Jugueteó con una pila muy ordenada de revistas científicas—. Siempre usan a chicas guapas como cebo.

—Doctor Peña. —Fizzy sacó la libreta y lamió con falsa modestia la punta del bolígrafo—. Está decidido: el protagonista de mi próxima novela llevará su nombre.

—Si cuando salimos de aquí tengo un riñón menos —amenazó Jess—, voy a quedarme con uno de los tuyos.

Fizzy, mientras tanto, golpeteaba el cuaderno con el bolígrafo.

—Me pregunto si tendrá un hermano. Tal vez se llame Luis… o Antonio…

—Y todo esto debe de valer una fortuna. —Añadió Jess acariciando el cuero del sillón—. ¿Cuántos riñones crees que cuesta un sillón de estos? —Sacó el móvil y lo buscó en Google. Los resultados la dejaron boquiabierta—. Aquí dice que un riñón cuesta doscientos sesenta y dos mil dólares. ¿Para qué seguir trabajando? Se puede vivir perfectamente con un solo riñón, ¿no?

—Jessica Davis, suenas como si vivieras en una burbuja.

—¡Tú eres la que está creando el árbol familiar ficticio del americano! ¿Qué narices estamos haciendo aquí?

—¿Buscar al amor de nuestra vida? —respondió. Su expresión se transformó en una sonrisa astuta—. O puede que estemos recopilando información para una novela.

—Tienes que reconocer que el doctor River Peña no es la clase de persona que ves y dices: «Este tío es un romántico empedernido».

—No —admitió—, pero sí lo veo y pienso: «Seguro que tiene un pene enorme». ¿No has visto lo grandes que son sus manos? Podría arrastrarme por la cabeza, como si fuera una pelota de baloncesto.

Alguien se aclaró la garganta y, al levantar la mirada, las chicas encontraron que River Peña estaba a menos de un metro de distancia.

—Bueno, está claro que no habéis perdido el tiempo.

A Jess se le cayó el alma a los pies. A duras penas logró pronunciar la siguiente palabra:

—Mierda.

—¿Has oído lo que he dicho? —preguntó Fizzy.

El hombre exhaló lenta y detenidamente. Sin duda, la había oído.

—¿El qué?

Fizzy se puso de pie, arrastrando a su amiga consigo.

—Excelente. —Hizo una pequeña reverencia—. Te seguimos.

TRES

Lo siguieron por una serie de puertas dobles de lo más sosas y un extenso pasillo. En el lado derecho había algunos despachos separados entre sí por pocos metros, y en cada una de las puertas había un letrero de acero inoxidable con un nombre: Lisa Addams, Sanjeev Jariwala, David Morris, River Peña, Tiffany Fujita y Brandon Butkis.

Jess se giró para mirar a Fizzy, que, como era de esperar, ya se había percatado.

—«Butkis» suena a «besa culos» en inglés —dijo riéndose.

Jess vio la costa de La Jolla a través del ventanal de uno de los despachos que tenía la puerta abierta. A lo lejos, las gaviotas sobrevolaban el mar cubierto de espuma y las olas rompían violentamente contra las rocas del acantilado. Era un paisaje espectacular.

El alquiler anual de ese local debía de valer al menos un riñón y medio.

Los tres siguieron avanzando en silencio hasta llegar a los ascensores. River presionó el botón de subir y se mantuvo callado, mirando hacia delante.

El silencio se volvió incómodo.

—¿Cuánto hace que trabajas aquí? —le preguntó Jess.

—Desde que se fundó.

«Qué información tan útil».

—¿Cuántos empleados hay? —insistió.

—Una docena.

—Es una pena que no trabajes en marketing —comentó con una sonrisa—. Eres tan encantador…

River se giró hacia ella con una cara que le dio escalofríos.

—Sí, bueno, por suerte tengo talento en otras áreas. —Le sostuvo la mirada durante un instante más de lo necesario y, justo cuando las puertas del ascensor se abrieron, el frío del estremecimiento se transformó en calidez.

Fizzy le dio un codazo en las costillas. «Qué sexy», intentaba transmitirle.

«Me dan ganas de asesinarlo», le respondió Jess mentalmente.

Fizzy estaba muy callada, algo atípico en ella, menos aun teniendo en cuenta todas las promesas que había hecho sobre aprovechar al máximo la oportunidad de investigar para su libro. Quizá la frialdad de River la intimidaba. Así que el resto del trayecto en ascensor acabó siendo igual de silencioso e inhóspito que Siberia. Cuando bajaron, Jess observó que su mejor amiga empezaba a anotar una idea tras otra, probablemente sobre el edificio, el grupo de científicos serios que pasó de largo en el segundo pasillo, y la postura perfecta, el ritmo relajado al caminar y los evidentes muslos musculosos de River. Mientras tanto, Jess estaba cada vez más cohibida debido al ridículo rechinar de sus zapatos y su atuendo descuidado. Fizzy llevaba lo mismo de siempre: una bonita blusa de seda con lunares y unos pantalones ajustados de tiro alto. River también iba vestido como siempre: con ropa profesional pero casual, como si lo hubiesen sacado de una revista de moda. Aquella mañana, cuando Jess se había puesto rápidamente una sudadera, unos vaqueros viejos y un par de Vans desgastadas, no se había imaginado que acabaría caminando por los pasillos de unas oficinas en la zona más cara de La Jolla, donde se ubican las compañías de biotecnología más conocidas.

Al final del pasillo había una puerta abierta que conducía a una sala de conferencias. River se detuvo e hizo ademán de dejarlas pasar primero.

—Os podéis sentar. Lisa vendrá enseguida.

Fizzy intercambió una mirada rápida con Jess y luego se volvió hacia River.

—¿Quién es Lisa?

—Es la jefa del departamento de relaciones con el cliente y la directora del proyecto de desarrollo de la aplicación. Ella os explicará cómo funciona nuestra tecnología y el proceso de emparejamiento.

Aquello se había convertido en un montón de enigmas confusos.

—¿No te quedas? —preguntó Jess.

Parecía ofendido ante la pregunta, como si hubiera insinuado que él no era más que el encargado de traer el café.

—No —respondió con una ligera sonrisa. Se dio media vuelta y salió de la sala de conferencias.

«Idiota».

Unos minutos más tarde, llegó una mujer de pelo castaño. Tenía la piel bronceada, un maquillaje muy natural y rizos suaves: la típica apariencia de alguien del sur de California que hace deporte a menudo y puede ponerse un vestido holgado y, aun así, verse fenomenal.

—¡Hola! —Se acercó para darles un apretón de manos—. Me llamo Lisa Addams, soy la jefa del departamento de relaciones con el cliente de GeneticAlly. ¡Me alegro mucho de que hayáis venido! Es la primera vez que hago la presentación a un grupo tan reducido, pero será genial. ¿Estáis listas?

Fizzy asintió entusiasmada, pero Jess empezaba a sentirse como si alguien la hubiera abandonado en un mundo en el que ella era la única que no conocía un secreto importante.

—Antes de empezar, ¿podrías decirme dónde está el baño? —preguntó, arrugando levemente la nariz—. Es que he bebido mucho café.

Sin perder la sonrisa, Lisa le dio unas indicaciones bastante sencillas. Jess recorrió un pasillo donde había unas puertas típicas de laboratorio. La primera tenía un cartel que decía: PREPARACIÓN DE MUESTRAS. La siguiente decía: SECUENCIACIÓN DE ADN, e iba seguida de ANÁLISIS 1, ANÁLISIS 2 y SERVIDORES. Al final del pasillo, encontró el baño.

Hasta los retretes eran futuristas. Jess no sabía qué pensar sobre el hecho de que hubiera un bidet en un baño público, pero tenía tantos botones —¡incluso uno que echaba agua tibia!— que decidió dejarse llevar. Se miró en el espejo mientras se lavaba las manos y se dio cuenta de que esa mañana había olvidado maquillarse, por lo que parecía exhausta y tenía ojeras, incluso bajo aquella luz suave y favorecedora. «Genial».

De regreso a la sala de conferencias, una de las puertas, que estaba abierta, captó su atención. Hacía años que no estaba en un laboratorio de verdad y la invadió la nostalgia. Al asomar la cabeza en la sala de PREPARACIÓN DE MUESTRAS, vio unas mesas de trabajo alargadas y una gran variedad de máquinas con teclados y pantallas a todo color; todo parecía sacado de una película.

Entonces oyó la voz suave y profunda de River:

—¿No quedan más botellas de amortiguador de lisis de diez mililitros?

—Ya hemos pedido más —le respondió otro hombre—. Creo que con lo que tengo me basta para acabar este lote.

—Bien.

—Me ha parecido escuchar que has invitado a dos personas a una demostración, ¿puede ser?

—Sí, a dos mujeres. Una de ellas es una escritora con mucha presencia en redes. —Hubo un silencio. Jess supuso que se estaban diciendo algo por medio de un gesto—. No lo sé —continuó River—. Yo solo intentaba pedir un café, así que las he invitado para que Lisa se encargue de ellas.

«Bueno».

—Ya —dijo la otra voz—. Si nos llegan los lotes para el ADN, los pondré a prueba con dos grupos de dos, usando algunas secuencias de referencia.

—Puede que justo después del lanzamiento haya momentos en los que tengamos pocas muestras con las que trabajar, así que será una buena oportunidad para ponerlo a prueba.

—Tienes razón.

Jess estaba a punto de darse la vuelta para volver a la sala de conferencias cuando oyó a River decir algo entre risas:

—Una oportunidad para demostrar que existe la persona indicada para cada uno.

—¿Era fea? —preguntó el otro hombre.

—No, no era fea. —En ese momento, Jess decidió tomarse aquel comentario como la versión de un cumplido de River, hasta que agregó—: Más bien, del montón.

Dio unos pasos hacia atrás con la mano en el pecho, ofendida, y se sobresaltó cuando una voz habló a sus espaldas:

—¿Querías una visita guiada por el laboratorio después de la reunión con Lisa?

El hombre que tenía detrás levantó las manos al ver que Jess se giraba rápidamente, como si fuera a darle un puñetazo. Era alto y delgado, y tenía el mismo aspecto que todos los actores que hacían de científicos en las películas: caucásico, con gafas y falto de un buen corte de pelo. Era como Jeff Goldblum, si este fuera también Benedict Cumberbatch.

Jess no estaba segura de si le estaba ofreciendo la visita guiada en serio o si la estaba regañando indirectamente por escuchar a escondidas una conversación ajena.

—Ah. No —respondió—, no hace falta. Lo siento, solo quería echar un vistazo mientras volvía del baño.

Con una sonrisa, el hombre le extendió la mano.

—David Morris.

Ella le correspondió el apretón, dudosa.

—Jessica.

—Hacía mucho que no recibíamos clientes en las oficinas. Me gusta ver caras nuevas. —Mientras decía eso último, la miró de arriba abajo—. ¿Estás participando en ADNDuo?

Jess se aguantó las ganas de cruzarse de brazos para disimular el hecho de que se había presentado a un lugar tan ostentoso, donde la ayudarían a encontrar pareja, vestida como una universitaria con resaca.

—Aún no lo he decidido. He venido con mi mejor amiga. Es autora de novelas románticas y esta mañana ha enloquecido cuando el americano, perdón, el doctor Peña, nos ha hablado de la compañía.

David le hizo un gesto para encaminarse hacia la sala de conferencias.

—En ese caso, espero que nuestra tecnología os sorprenda.

—Estoy segura de que así será. —Fingió una sonrisa amable.

David se detuvo en la puerta de la sala.

—Ha sido un placer conocerte, Jessica. Si necesitas algo más, no dudes en llamarme.

Jess esbozó otra sonrisa para reprimir la ansiedad.

—Por supuesto.

Entró a la sala de conferencias sintiéndose un diez por ciento más desaliñada que antes, lo cual era mucho; había tocado fondo. Fizzy y Lisa estaban enfrascadas en una conversación sobre las ventajas y las desventajas de las distintas aplicaciones de citas, pero se enderezaron y se callaron cuando vieron entrar a Jess, como si las hubiera atrapado in fraganti. Sin que ninguna de las dos tuviera que decirlo, Jess sabía que tenía la apariencia de la amiga a la que habían arrastrado hasta ese lugar y que habría preferido quedarse en casa mirando Netflix.

—¿Listas para comenzar? —preguntó Lisa, revisando un iPad.

Se atenuaron las luces de la sala y una pantalla gigantesca descendió desde el techo con un leve zumbido.

—¡Claro que sí! —respondió Fizzy, cumpliendo con el rol de la amiga extrovertida.

Jess decidió ser fiel a su papel y dijo:

—Claro, ¿por qué no?

Lisa se acercó a la pantalla con una gran seguridad en sí misma, como si fuera a hablarle a un público de cincuenta personas en vez de solo dos.

—¿Cuáles son vuestros objetivos en términos de relaciones románticas?

Jess se giró hacia su amiga, esperando su respuesta, y ella hizo lo mismo.

—De acuerdo, está bien, empiezo yo —dijo Fizzy, riéndose de la expresión en blanco de su amiga—. Tengo treinta y cuatro años y me gusta tener citas. Me encanta. Pero supongo que en algún momento sentaré cabeza y tendré hijos. Todo depende de la persona.

Lisa asintió con una sonrisa, como si fuese la respuesta perfecta, y luego miró a Jess.

—Supongo… —comenzó, temblando un poco—. Supongo que existe el hombre perfecto para mí, pero no tengo prisa para encontrarlo. Estoy a punto de cumplir los treinta, tengo una hija y no cuento con mucho tiempo libre. —Se encogió de hombros y murmuró—: No lo sé.

Claramente, Lisa estaba acostumbrada a tratar con gente que tuviera más aspiraciones, pero de todos modos siguió con su discurso:

—¿Alguna vez os habéis preguntado qué es un alma gemela? ¿El amor es una cualidad que se puede cuantificar?

—Oh, buena pregunta. —Fizzy se inclinó hacia delante. Había mordido el anzuelo.

—Nosotros creemos que es posible —continuó Lisa—. Mediante nuestro programa ADNDuo, que está basado en el estudio del ADN de las personas, formamos parejas compatibles. GeneticAlly se fundó hace seis años, pero el doctor David Morris inventó el concepto que inspiró el ADNDuo en su laboratorio, en el Instituto Salk, en 2003. —Pasó de la primera diapositiva, el logo de ADNDuo, a una vista panorámica del Instituto Salk, situado en la misma calle que las oficinas de GeneticAlly—. El concepto de la compatibilidad genética no es nuevo, pero son pocas las compañías que han logrado crear una fracción de lo que el doctor Morris y su estudiante de posgrado, el doctor River Peña, han diseñado. —Las amigas intercambiaron una mirada. Si River y su mentor habían inventado todo eso, Jess supuso que no debería criticarlo demasiado por vender tan mal la idea. Por más engreído que fuera—. La razón por la cual el programa ADNDuo haya tenido tanto éxito a la hora de identificar parejas compatibles es que la idea del proyecto no nació con el ADN en sí —hizo una pausa dramática—, sino con personas.

Jess se contuvo de poner los ojos en blanco cuando la imagen de la diapositiva se alejó de los edificios del Salk y mostró una ilustración digital de un grupo de universitarios riendo y charlando en un bar.

—Lo primero que se propuso el doctor Peña fue encontrar un patrón complementario en el ADN de dos personas que sienten atracción mutua. —La diapositiva hizo zoom sobre una pareja coqueteando—. Es decir, ¿estamos programados para sentirnos atraídos hacia ciertas personas? ¿Es posible predecir quiénes van a sentirse atraídos entre sí antes de que se conozcan? —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. En un estudio realizado con más de mil estudiantes de la Universidad de California, se descubrió que hay unos cuarenta genes correlacionados con la atracción, así que el doctor Peña se dirigió al laboratorio para investigar la felicidad eterna. ¿Lograría encontrar el perfil genético de personas que hubieran estado felizmente casadas durante más de una década?

Pasó la diapositiva para enseñarles una pareja generada por ordenador, mucho mayor, sentada en un sofá, abrazándose. La imagen se alejó para mostrar un vecindario y luego una ciudad, hasta que el mapa de la ciudad tomó una forma parecida a la doble hélice del ADN.

—A partir de un estudio realizado con más de trescientas parejas —continuó—, el doctor Peña descubrió casi doscientos genes relacionados con la compatibilidad emocional a largo plazo, incluyendo tanto los cuarenta genes asociados con la atracción física como muchos otros que, previo al estudio, no tenían correlación alguna. —Hizo otra pausa y las miró—. Esta fue la primera generación del programa ADNDuo.

Fizzy la escuchaba con atención, completamente fascinada, pero Jess tenía sus dudas. Lo que Lisa describía era, en pocas palabras, una máquina tragaperras con doscientas imágenes posibles. En términos estadísticos, las probabilidades de obtener la combinación perfecta eran muy bajas. Aunque GeneticAlly solo buscara patrones compatibles, con todas las variables de genes que hay en el genoma de un ser humano, este algoritmo debía de ser tan complejo que sería imposible calcular la compatibilidad de forma manual. Jess no podía ni imaginar cómo lo harían para procesar la inmensa cantidad de información que tenían a su disposición.

Lisa pareció leerle la mente.

—Doscientos genes es un número grande y el genoma de un ser humano se compone de unos veinte mil, como mínimo. Por supuesto, no todos están asociados con nuestra satisfacción emocional, ni siquiera la mayoría, pero el doctor Peña y el doctor Morris querían encontrar hasta el último de ellos. No solo querían identificar la compatibilidad, sino también ayudar a la gente a encontrar a su alma gemela. Por eso, el doctor Peña se asoció con Caltech para desarrollar una nueva red neuronal.