Amores patológicos - Nuria Barrios - E-Book

Amores patológicos E-Book

Nuria Barrios

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Beschreibung

Amores patológicos fue el primer libro de Nuria Barrios, que ahora ha vuelto a intervenir en él para celebrar los veinticinco años de su publicación. Su escritura suscitó en su momento tantos elogios como reacciones escandalizadas ante aquel mundo apasionado y excesivo, atento a la exploración del cuerpo como lenguaje del eros. Es asombroso comprobar cómo el poder perturbador de las voces de las mujeres cuando hablan de su deseo sigue hoy intacto. Decididos a que no se apague la pasión, ese estado arrebatado que es el más hermoso de una relación, los personajes de Amores patológicos terminan desarrollando patologías amorosas tan grotescas como tiernas. Un mismo fuego erótico alimenta la nueva edición de esta obra híbrida que narra historias de fetichismo y soledad, de celos y entrega, de juegos y abismos.

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Nuria Barrios

Amores patológicos

Nuria Barrios, Amores patológicos

Primera edición digital revisada: octubre de 2023

ISBN epub: 978-84-8393-702-0

© Nuria Barrios, 2023

por mediación de MB Agencia Literaria, S.L.

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2023

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

Colección Voces / Literatura 349

Editorial Páginas de Espuma

Madera 3, 1.º izquierda

28004 Madrid

Teléfono: 91 522 72 51

Correo electrónico: [email protected]

Para Tomás,

por el principio, desde el final

Y los que más se aman habitan cerca,

languideciendo

sobre montañas muy separadas.

Hölderlin,

Nunca digas de este agua no beberé

Cada libro, una vez terminado, se vuelve extraño. Es preciso olvidarlo para escribir el siguiente, para adentrarse en un universo distinto. Yo cierro mis libros tan pronto acaba su promoción. Viví en ellos, he salido de ellos. Me resulta difícil leerlos de nuevo. Es una dificultad no solo emocional, sino también física porque la escritura requiere del cuerpo, y lo reescribe, y lo agota. Pero nunca digas de este agua no beberé. La editorial Páginas de Espuma reedita ahora Amores patológicos, mi primera obra, veinticinco años después de su publicación. Mi editor, Juan Casamayor, me invitó a hacer los cambios que considerara necesarios, si lo creía necesario. En un momento personal de aguas muy revueltas, donde fin e inicio se confundían, la noticia me causó una gran alegría y también bastante inquietud. Amores patológicos tuvo críticas excelentes cuando se publicó en 1998. Todavía hoy me preguntan por él. Y, sin embargo, la idea de releerme y, sobre todo, la posibilidad de intervenir en el texto me desasosegaron. ¿Quién era yo hace veinticinco años? Lo había olvidado. Envejecemos aferrándonos al presente, obstinados en poseer una identidad sólida, negando el cambio. Soy quien fui y quien seré, nos decimos. Y es cierto. Y no lo es.

Cuenta Zadie Smith que, en una cena, se sentó junto a un joven novelista portugués y le comentó que tenía la intención de leer su primera novela. Él le aferró la muñeca y le suplicó: «¡Por favor, no lo hagas! En aquella época yo solo leía a Faulkner. No tenía el menor sentido del humor. ¡Dios mío, qué distinto era!». Al leerlo me reí. La angustia del joven portugués iba más allá de su novela; su verdadero temor era ser identificado con el debutante que ya no era y de quien se avergonzaba. Me reí de él y también de mí, porque su intranquilidad no me era ajena. A pesar del buen recibimiento que tuvo Amores patológicos cuando apareció, no sabía cómo habría envejecido. O, más bien, debería decir cómo habría envejecido yo. Los años transcurridos, la vida vivida, los libros escritos me habían convertido en otra. ¿Y si me sucedía como al escritor portugués y repudiaba a la que fui?

No obstante, más fuerte que mi miedo fueron las ganas de recuperar mi primer libro, de verlo en las librerías, de rescatarlo del limbo de los títulos descatalogados y traerlo de nuevo al mundo de los vivos.

Amores patológicos fue el inicio de mi camino literario. Quizá todo comenzase antes, pero no sé identificar cuándo ni cómo nació mi deseo de escribir. Aquel libro, sin embargo, es algo físico, concreto. En una casa distinta a aquella donde nació, en una vida muy diferente, abrí mi ejemplar y entré en un mundo febril, apasionado, excesivo, atento a la exploración del cuerpo como lenguaje del eros. Seguí el hilo narrativo donde lo imaginado y lo vivido, los sueños y la vigilia, se combinaban hasta confundirse. Escuché la música verbal de las historias, su melodía, su ritmo. Así sonaba mi voz, me dije como quien se escucha en una grabación antigua. Releer mi primer libro reveló ser un ejercicio de asombro, de humildad, de curiosidad, también de hospitalidad. Sentí extrañeza, pero también simpatía hacia la escritora que fui porque, gracias a su arrojo, yo había llegado hasta aquí.

Escribí Amores patológicos inmersa en un tránsito que cambió radicalmente mi existencia: salí de un amor para entrar en otro, arrebatado y desconocido. Escritura y pasión se unieron. Parí al mismo tiempo a mi primer hijo y mi primer libro. Las palabras canalizaron el torrente sentimental, aquel hermoso disparate, y crearon su propia realidad, su propio universo. Me disponía a reeditar Amores patológicos inmersa en otro tránsito existencial tan radical como aquel: con la misma intensa locura que apareció en mi vida, el amor arrebatado de entonces me devastaba mientras desaparecía. El círculo estaba a punto de cerrarse. De aquel amor moribundo, como del pulpo en los versos de José Emilio Pacheco, brotaba la noche y enlutaba el mar y desvanecía lentamente la tierra. Con su tinta sombría me adentré por segunda vez en Amores patológicos.

Reconocí algunas frases, determinados modos de expresar, cierta mirada sobre el mundo. Reconocí la energía, el humor. Reconocí excesos y defectos que he vigilado a lo largo de los años. Y descubrí que esas páginas seguían vivas, que la narración seguía respirando. Ese descubrimiento justificaba el trabajo. Me propuse corregir de manera que el oficio adquirido a lo largo de los años no sofocara el espíritu del libro. Lápiz en ristre, subrayé, taché, rodeé palabras, escribí interrogaciones en los márgenes, lancé flechas para conectar párrafos…

Decía la cantaora Fernanda de Utrera que cuando cantaba bien la boca le sabía a sangre. ¿Conseguiría yo editar Amores patológicos sin que perdiera su impulso, su poder turbador, su sabor a sangre? Al intervenir en el texto desde un espacio y un tiempo tan distintos a los de entonces, ¿lo mejoraría o mataría ese algo intangible y misterioso que anima una creación?

En La impostora, mi último ensayo, había hablado ya de ese temor: «Tengo la posibilidad de corregir y cambiar, de añadir y eliminar, de dar nueva forma a los relatos (de Amores patológicos). Han pasado dos décadas desde su publicación. Releer significa, en realidad, colocarme delante de un espejo y ser testigo de los cambios ocurridos, interpretarlos y, al reescribir, convertirme en agente de los cambios por venir. Significa unir a la lectora, a la traductora y a la escritora para injertar en la lengua de entonces la de ahora, a la escritora que soy en la que era. Para revitalizar la escritura de entonces, evitando que pierda su audacia original. Releer, reinterpretar, reescribir, revitalizar».

El futuro reescribe siempre el pasado. Amores patológicos y La impostora dibujan un arco en movimiento. Aquel abrió el camino; este último le da sentido. Las críticas que recibió mi primer libro parecían anunciar el nacimiento de una prometedora autora erótica. O, como dice uno de los relatos, de una erotómana literaria. Antes de publicarlo, fantaseé con adoptar un seudónimo para moverme en el mundo de la literatura. Creía que presentarme con otro nombre me daría mayor libertad creativa al no estar atada a la versión oficial de mi yo, con sus responsabilidades, sus concesiones, sus inseguridades y sus formalismos. Tiempo más tarde comprendería que mi propio nombre era ya un seudónimo. Soy una y muchas distintas. Soy, ya lo era entonces, una impostora. En el pasado anida el futuro.

De Amores patológicos a La impostora han transcurrido más de veinte años de amor y sufrimiento. De dificultades y decisiones. De azar y trabajo esforzado. De precariedad y anhelo. De miedos y hallazgos. En ese tiempo no solo no he perdido el deseo de escribir: la escritura se ha convertido en el eje de mi vida. El temor que sentía ante la tarea era asimismo un reto. Cada libro explora lo desconocido e implica una transformación. Pero lo desconocido no solo está en el futuro, también está en el pasado. Releerse es abrir la puerta a una interpretación distinta, a una nueva metamorfosis. Es la mejor prueba del misterio que somos para nosotros mismos. En esa oscuridad habita la creación.

De niña vivía junto a un descampado que atravesaban un pastor y su rebaño todos los días. Por las tardes, cuando regresábamos del colegio, mis hermanas y yo bajábamos allí a jugar. En la tierra dura, cavábamos pequeños agujeros donde guardábamos una flor, una piedrecita, el trozo de una cinta, una moneda... Luego cubríamos nuestros tesoros con alguno de los fragmentos de vidrio diseminados por aquel erial y echábamos tierra encima. Repetíamos sin saberlo un ritual que mi madre había oficiado cuando fue niña. Tiempo después construyeron una calle con su asfalto y sus aceras, las ovejas dejaron paso a los coches y el descampado desapareció. Siempre que paso por allí pienso que mi infancia sigue oculta y protegida bajo su improvisada cubierta de vidrio. Los libros son como esos tesoros: partículas de nuestra identidad, esquirlas de nuestra memoria, un mapa de nuestro ser.

¿Un texto es una fotografía de su autora? Lo es de alguna manera, pero ¿qué es una fotografía sino una ficción? Así sucede con la memoria. Recuerdo la excitación cuando escribía Amores patológicos, también la sorpresa cuando el libro fue cogiendo cuerpo. Recuerdo la inmersión. Recuerdo cómo lo demás se desdibujaba. Recuerdo ese estado psíquico de estar ausente y plenamente presente. Recuerdo la experiencia de romper el cerco, de desplazar las fronteras de mi ser, de sentirme viva. Recuerdo la impresión de plenitud. Recuerdo la incertidumbre. Recuerdo el vértigo.

Descubrí que para encontrarme había de perderme.

Roland Barthes fijaba en veinticinco años el período de vida de una traducción. Cada versión da nuevo ímpetu al texto. Quién sabe si veinticinco años es asimismo el intervalo necesario para releer una obra propia e intervenir en ella. Cuando transcurra ese tiempo tal vez abra mi último libro, La impostora, que ahora me es tan cercano, y me resultará ajeno y experimentaré la misma sorpresa que al releer Amores patológicos.

No quiero terminar sin dirigirme a vosotras, a vosotros, que ahora tenéis los primeros relatos que escribí entre las manos. La literatura no es fabulación, sino confabulación. Al editar Amores patológicos me he reapropiado de un texto que solo fue mío hasta que lo entregué a la editorial. A partir de ese momento me perteneció a mí tanto como a las personas que lo leyeron. Por eso, porque el libro es suyo tanto como mío, quisiera que supieran que he intentado ser tan exigente como cautelosa para revitalizarlo sin dañarlo. En caso de que ahora me estéis leyendo, espero que os guste. Si aún guardáis el ejemplar primitivo, tendréis algo similar a una edición bilingüe, pero en este caso las dos lenguas enfrentadas son las del tiempo. La lectura que haréis hablará tanto del texto como de los cambios que asimismo habéis experimentado. A las nuevas lectoras, a los nuevos lectores les doy la bienvenida. Por mi parte, acabado el trabajo, es hora de colocar en la librería de casa mi ejemplar editado de Amores patológicos. Aguardo con curiosidad cómo lo leeré más adelante. Quién seré yo entonces. Qué habrá sucedido entre tanto. Ni pasado ni futuro están cerrados.

Ya hablaremos dentro de veinticinco años.

Una sucia venganza

A Fernando lo tiré al lago de la Casa de Campo hace dos meses. En una urna herméticamente cerrada, como me había pedido. Lo entregué cadáver a la funeraria y me lo devolvieron reducido a limpias cenizas en una caja de bronce con relieves griegos bordeando la tapa. Fernando mismo la había elegido.

Cuando supo que iba a morir, se acercó a mí y me susurró unas palabras al oído. Después me cogió la mano y, juntos, fuimos en busca de su deseo. Era la primera vez que salíamos en mucho tiempo. Le gustó aquella urna porque era grande y, sobre todo, porque la tapa era firme y, según el vendedor, infranqueable. La dejó allí, tras pagarla, con el encargo de que grabaran en una placa negra su nombre y las fechas de nacimiento y muerte tan pronto como yo les llamara. Así ocurrió.

Mi marido murió tras una vida dedicada a buscar lo que no sabe, lo que no huele, lo que no mancha... Era un escrupuloso tiránico que analizaba cada hoja de lechuga antes de comerla, se lavaba los dientes cada vez que se llevaba algo a la boca, se enjabonaba las manos sin descanso y no se desplazaba sin un completo neceser donde nunca faltaban los bastoncillos, el algodón, el alcohol y la lejía. Sus inspecciones siempre culminaban con éxito. «¿Ves? ¡Te lo dije!», declaraba, mientras señalaba con orgullo el pulgón en la ensalada.

Cuando yo le conocí ya tenía algunas rarezas. Recuerdo la primera vez que me besó. Habíamos ido al cine a ver Tal como éramos. Robert Redford estaba abrazando a Barbra Streisand, cuando Fernando colocó su brazo sobre mis hombros. Cuando me volví a mirarle, nos besamos. Fue un beso largo, con los labios ansiosos y las lenguas desorientadas.

Al separarnos, me dio un caramelo de menta y se metió otro en la boca. «Chúpalo bien. Es para limpiarnos», me susurró con una sonrisa. Luego sacó del bolsillo una toallita de colonia, de esas que te dan en los trenes y en los aviones, y se frotó con energía los labios. A mí, la verdad, me hizo gracia.

No sabía lo que me esperaba.

No tuvimos hijos. La oscuridad húmeda de mi vagina le aterraba. Solo una vez consintió en correrse dentro de mí. Aún recuerdo su cara de pánico. Pasó varios días examinándose el pene en espera de una señal fatídica: hongos, una erupción genital, parásitos... Cualquier manifestación patógena. Aunque nada le sucedía, acudió a un urólogo que, al escucharle, antes incluso de pedirle que se bajara los pantalones, le preguntó con sorna:

–¿Dónde la habrá metido?

Aquella frase marcaría nuestra vida conyugal. A pesar de que los análisis fueron negativos, Fernando se negó a partir de entonces a hacer el amor conmigo sin preservativo. Empezaba la siguiente etapa de mi martirio sexual.

Jamás se fio de la esterilidad de los condones. Para empezar, no eran herméticos y, según él, apestaban. Se restregaba el pene con saña antes y después de colocarse la goma y me obligaba a lavativas continuas. Antes de hacer el amor, introducía su nariz entre mis piernas y me olisqueaba como un perro de caza. Al final vendimos la cama de matrimonio, compramos dos individuales y no volvió a tocarme.

Fernando sufría. Fernando era un hijo de puta. Le bastaron 15 años para destrozarme la vida. Yo olía, sabía y manchaba. Si decidió no separarse de mí fue porque me necesitaba. Era su enfermera. Cuando estábamos en casa de amigos, yo iba siempre al cuarto de baño para avisarle si estaba «visitable». Ninguno lo estuvo jamás para mi maniaco, que debía aguantar estoico las ganas hasta que volvíamos a casa. No pasaría mucho tiempo antes de que decidiera dejar de salir.

Nuestra casa era una burbuja estéril. Como nuestra vida. Fernando prescindió de la chica que venía a limpiar alegando que contaminaba por donde pasaba. Me costó despedirla. La pobre había aceptado todas nuestras exigencias, incluidos los guantes, el gorro de plástico y los cubrezapatos desechables, que debía colocarse en cuanto entraba. Limpiaba con amoniaco y cuando no tenía más remedio que hablar con Fernando se cubría la boca con una mascarilla. Se marchó, pero antes nos dejó un regalo. No sé qué momento aprovechó, porque ni él ni yo nos dimos cuenta, pero defecó en medio del pasillo.

Nuestros amigos dejaron de venir a nuestra casa. Las primeras en rebelarse fueron las mujeres, que se negaron en redondo a cubrirse el cabello con el ridículo gorro que les ofrecía Fernando en cuanto abría la puerta. Ellos acabaron cediendo a las protestas de sus parejas, hartas de tanta rareza higiénica. Todos le llamaron loco e intentaron persuadirme para que le abandonara. No pude.

Me quedé a solas con el hombre estéril.

Un escrúpulo mató a Fernando. Cada vez sentía más asco hacia la comida y no toleraba su última fase: la deposición. El estreñimiento le hacía feliz y tomó la determinación de reducir su alimentación. Su obsesión llegó a tal punto que un día dejó de comer. Cuando aceptó que llamara al médico era demasiado tarde. Estaba en las últimas.

Su muerte fue rápida. Al salir del crematorio caí en la cuenta de que Fernando no me había indicado dónde quería que depositara la urna. Con las cenizas en el bolso negro, me dirigí a casa. Cogí el metro y bajé en la estación de la Casa de Campo. A la izquierda descendía el camino hacia el lago. Era domingo.

El cielo estaba encapotado y el agua del estanque parecía un paño oscuro. Pagué un billete y monté en la barcaza junto a una legión de padres e hijos cargados con bolsas de palomitas y pedazos de pan duro para las carpas. Cuando vi que nadie me prestaba atención, saqué la urna del bolso y la tiré al agua. Fernando me había hecho jurar que no abriría la tapa. Le repugnaba la idea de que sus cenizas se esparcieran por el sucio espacio.

Durante los días que siguieron llovió con intensidad. Uno de los muros de contención del lago no resistió y el agua encontró su camino y desembocó en la M-30, el gran río de asfalto de la ciudad. Incapaz de apartar de mi cabeza la imagen del estanque seco, anoche regresé a la Casa de Campo. En el enorme círculo vacío donde antes navegaba la barcaza había un par de camiones entre montañas de fango apiladas aquí y allá. Me quité los zapatos y con los pies hundidos en el barro busqué la urna.

La encontré junto a la caseta de madera de los patos. No sé qué me pasó. Aferré una piedra y empecé a golpearla hasta que saltó la tapa. Allí estaban las cenizas estériles. Volqué parte en la palma de mi mano: en la oscuridad, Fernando relucía como un ratoncito gris. Deseé encontrar un gato. Miré alrededor, muy cerca de mí un pato dormía con la cabeza enterrada bajo el ala. «Pato», dije en voz baja. «Pato, pato...», repetí más alto. El animal irguió el cuello, se puso en pie y se aproximó. Le tendí la mano con las cenizas de Fernando. En cuatro picotazos las engulló. Antes de irme, levantó la cola y cagó.

El retorno de Fernando

Soy viuda desde hace dos años. En todo este tiempo, ni un solo momento he olvidado a Fernando. Desde que murió solo hago el amor los días de la menstruación. No me ha sido difícil encontrar amantes. Los cito en plena hemorragia. Nada me sabe mejor que sus besos de sangre y semen coagulado, como cuajos de leche con fresa. Nada huele mejor que el aire que nos rodea cuando acabamos de follar.

«¡Julia!», suspiran ellos, y mi nombre asciende victorioso entre el olor a sudor, a sangre, a saliva, a semen. Todos los fluidos que empiezan por «s». Como suciedad.

El pasado todavía me atormenta. Hay un sueño que se repite a menudo: entro en la habitación de mi marido y le sonrío. Al ver mi boca entreabierta, él vuelve con disgusto la cabeza, temeroso de un aliento cargado de bacilos. Por más que intento dejar de sonreír, no puedo. Me despierto con la boca dolorida y la cara congelada en una mueca. En los últimos años, Fernando ni me tocaba. Aunque nunca me lo dijo, yo le daba asco.

¿Soy feliz ahora? ¿Qué significa ser feliz? Cuando pienso en él pisoteado, flotando en el lodo y el agua pestilente del lago, siento un calorcito muy agradable por dentro. No he conseguido derrotarle en mis sueños y, sin embargo, a mi manera he ganado la batalla: nada queda de la burbuja estéril que construyó en torno a nosotros. En el extremo de su limpieza despótica empieza la vida impura de su puerca viuda.

Me gustan el sexo, las manchas en la ropa, las uñas con roña, hurgarme la nariz, dejar la pasta de dientes abierta, pasear descalza por la casa para sentir cómo se pegan y se despegan mis pies en el suelo pringoso, las gotas secas de pis en la tapa del retrete y los pelos en el lavabo. No me gustan los desinfectantes, los bastoncillos, la lejía, el amoniaco, la peste a lavanda, a pino o a limón.