Analectas - Confucio - E-Book

Analectas E-Book

Confucio

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Beschreibung

Sentencias breves, pequeños diálogos y anécdotas, que fueron recopilados por dos generaciones sucesivas de discípulos a lo largo de unos 75 años después de la muerte de su maestro, considerándose el único testimonio donde podemos encontrarnos un Confuncio vital y real.

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En sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel comentó, no sin cierto desdén, la obra de Confucio, a la que consideró dispersa, asistemática e imbuida de una «moral popular». Ese juicio admite muchos matices. Las Analectas o Lun Yu (cuya traducción más literal sería Discusiones sobre los nombres de las cosas) son un conjunto de sentencias, anécdotas y diálogos breves —algunas presumiblemente apócrifas— recogidos por dos generaciones de discípulos durante los setenta y cinco años posteriores a la muerte del maestro. No se trata de una obra homogénea y coherente, sino fragmentaria. Sin embargo, a través de sus páginas Confucio, convertido en un personaje de una fuerza similar a la del Sócrates platónico, se muestra como un extraordinario conocedor y analista de la naturaleza humana. Su legado, si bien no se ajusta a los cánones de lo que se considera pensamiento filosófico en un sentido estricto, se ha convertido en modelo de sabiduría aplicable a la reflexión ética y política, capaz de mantener su vigencia durante veinticinco siglos.

Confucio

Analectas

PREFACIO

EL ETERNO RETORNO DECONFUCIO

Mientras en China transcurría la vida de Confucio y sus discípulos, en la India florecía el pensamiento budista y en Grecia se estaba desplegando el pensamiento de los filósofos presocráticos. Fue un periodo de grandes pensadores que parece extenderse de un lado a otro de ese continente único y continuo que solemos dividir artificialmente en dos: Europa y Asia.

Conforman la primera expresión de lo que se podría llamar pensamiento laico, y son los fundadores de un saber no sacralizado que se podía y se debía transmitir, por ejemplo, a través de la enseñanza. Por eso, los filósofos tanto chinos como griegos de aquel momento solían fundar escuelas. Platón tuvo su academia a las afueras de Atenas, donde presumiblemente se enseñaba, además de geometría, política, retórica, buenas costumbres; y Confucio (Kong Qiu) también tuvo su escuela, tras haber pasado varios años primero trabajando como administrador de un silo y más tarde como administrador agrario.

Nacido en el 551 a. de C. y muerto en el 479, se dice que fue un niño serio y pacífico y que a los diecisiete años tenía una gran reputación entre sus amigos. He comprobado que esa reputación no la ha perdido entre los más próximos, ya que en Qufu, su ciudad natal, todos se consideran descendientes de Confucio y son muchos los que se apellidan Kong.

Estuve en Qufu en 1997. Se trataba de una ciudad de provincias pequeña si se la comparaba con otras: una ciudad que se podía abarcar, de una gran viveza y bastante hospitalaria. Por la noche, cuando casi todos salían a cenar en los chiringuitos callejeros, se creaba una atmósfera tan agradable que a uno le daban ganas de quedarse siempre allí. Uno de los lugares más interesantes de Qufu es su cementerio. Como allí todos se consideran descendientes de Confucio, el cementerio es en realidad el frondoso, húmedo y vasto camposanto de la milenaria familia Kong o familia de Confucio.

Nada más entrar, después de cruzar una larga avenida de cipreses casi milenarios, se experimenta una mareante sensación de eternidad. La interminable sucesión de losas escritas, algunas de hace siglos, otras recientes, de flores muertas, de fragancias de incienso, de árboles de copas verdinegras formando densas arboledas que no dejan ver los límites del camposanto, de pájaros (cuervos, urracas, mirlos), te libera por unos instantes del sentido de realidad y entras a formar parte de un sueño: el de la rueda del deseo girando incesantemente y generando vida y muerte al mismo tiempo a lo largo de cientos de generaciones: por un instante de una densidad irrepetible, formas parte de la familia Kong.

No sé cuánto tiempo estuve recorriendo el cementerio de la familia Kong. Me dejaba llevar por las emociones, por el canto de los pájaros, por la fisonomía de los árboles, por la blancura o la negrura de las tumbas. Me dejaba llevar por el pasado.

Al atardecer dejé atrás el jardín de los muertos y estuve recorriendo la residencia de la familia de Confucio, donde habían vivido los descendientes directos del pensador. El último de ellos, poderoso terrateniente, había muerto en 1919 dejando a una de sus concubinas embarazada. Tuvo un hijo varón pero fue envenenado y la familia directa de Confucio desapareció para siempre tras haber llegado a la generación setenta y siete. Pero queda su casa, reedificada en el siglo XVI y de seis mil habitaciones. Casi una ciudad llena de luces y sombras: un laberinto en el que perderse con facilidad y en el que debieron de ocurrir muchos hechos confesables y muchos inconfesables.

Dormí en un hotel que se hallaba justamente en el flanco occidental de la residencia, circunstancia que me hacía creer que me hallaba en una de las alcobas de la casa de la familia Kong, en la que perfectamente se habían podido perder los pasos del último descendiente del maestro. Esa noche, antes de dormirme, empecé a leer a Confucio de otra manera, como si estuviese más cerca de mí, en aquella grieta del tiempo llamada Qufu. De pronto, los primeros aforismos de las Analectas (en la traducción de Ezra Pound con matizaciones mías) me sonaban de otra forma, con más ritmo, más sentido y más intensidad:

1. Él dijo: «¿No es agradable estudiar y poner más tarde en práctica lo aprendido?».

2. ¿No es una delicia que lleguen amigos de lugares lejanos?

3. Le dejaba imperturbable que los hombres lo ignoraran, lo cual indica también qué grande era su educación.

Tres aforismos que comunican tres pensamientos y tres consejos: dedícate al estudio con placer, y con placer pon en práctica lo que sabes, regocíjate de ver de vez en cuando a los amigos (sobre todo si vienen de lejos y pueden hablarte del ancho mundo), y demuestra tu formación permaneciendo imperturbable ante la falta de reconocimiento de los demás. Como en tiempos de Confucio la plebe era una clase poco reconocida, estaba indicando también que no lamentases tu plebeyez porque un plebeyo bien formado tenía poco que envidiar a un príncipe. Por eso llegó a decir: «Los hombres son todos semejantes por naturaleza, sólo difieren en los hábitos que contraen». Pensamiento que chocaba contra los principios diferenciales que imponía la aristocracia de su época.

A pesar de todo, Confucio no ha sido un pensador correctamente valorado en los últimos cincuenta años, y buena culpa de ello la tuvo la visión que de Confucio daba el marxismo chino, que decidió aniquilarlo desde el primer momento, quizá porque en el marxismo de Mao había mucho confucionismo, más del que quisiera el mismo Mao, y quizá también porque era muy fácil convertir a Confucio, pensador de los tiempos heroicos, en legitimador de una sociedad feudal y aristocrática.

Por eso, hasta en las historias de China de la época posmaoísta se refieren a él como a un filósofo de antepasados «nobles y esclavistas» que, a pesar de su buena fe, defendía una sociedad al servicio de «la nobleza esclavista». Es obvio que todas las antiguas noblezas eran esclavistas, insistir en ello es ya querer introducir en el tejido de la historia toneladas de ideología, y es también caer en ese anacronismo, tan común en nuestro tiempo, de juzgar los hechos del pasado con la moral del presente.

Pero, dejando al margen esas intromisiones de la moral marxista en la visión de la antigua nobleza, hasta en esas historias oficiales y oficialistas reconocen que en la enseñanza de Confucio se reflejaba la intención de ennoblecer a la plebe, animándola a intervenir en política, por eso muchos de sus discípulos eran plebeyos.

Se suele oponer habitualmente el confucionismo al taoísmo, que lo basó todo en la dialéctica binaria y en el principio de contradicción, pero tanto la lógica binaria como el principio de contradicción son también ampliamente utilizados por Confucio, amante de las paradojas. La prueba de que Confucio utilizaba la contradicción en su sistema se detecta en una sentencia suya que dice:

A quien haya mostrado una de las caras del problema, si no sabe deducir las otras tres caras, le borraré sin miramientos de entre mis alumnos.

Lo que evidencia que exigía ver un problema desde cuatro ángulos opuestos cuyos enfoques había que sintetizar en uno solo. Operación que recuerda las enseñanzas de los sofistas.

Como pedagogo, Confucio prefirió ser «el que transmite, no el que crea; el que ama y tiene fe en los antiguos». Actitud que en este caso lo aproxima a San Isidoro y su proyecto etimológico y de restauración del pasado, en una época en que imperaba el olvido y la aniquilación sistemática de la memoria.

Era un enamorado de la antigüedad como Platón había sido un enamorado de la antigüedad homérica, de la que le separaban cuatro siglos, pero ese amor tenía ya las características de la fascinación por el pasado que puede sentir un historiador, y, como los historiadores, Confucio pensaba que «debíamos estudiar la antigüedad para comprender el tiempo presente».

Su obra, como desenterrador del pasado, fue ejemplar, y en lugar de convertirse él mismo en un cronista, narrando cuanto había leído y oído desde un punto de vista más o menos personal, prefirió, como señala Tsui Chi, compilar documentos históricos y poéticos auténticos. Dicho de otra manera: se comportaba como un estudioso que en lugar de juzgar la literatura de la Edad Media se encargaba de recopilar sus mejores textos poéticos, jurídicos, prácticos, científicos, así como un censo casi antropológico de sus costumbres y ceremonias sociales. Desde esa perspectiva hemos de juzgar sus grandes textos: el célebre Yijing o Libro de las mutaciones, el Canon de la Historia, el Libro de las odas, el Libro de los ritos, y los Anales de primavera y otoño… Confucio no opina, Confucio deja que hablen los documentos, y nos permite a la vez hablar con ellos. No quiere darnos una visión personal del pasado (y que por ser personal podría derivar hacia actitudes tendenciosas), prefiere que juzguemos nosotros mismos él pasado atendiendo a las palabras que empleaban en el pasado y a las costumbres que eran comunes en el pasado.

Tanto el confucionismo como el taoísmo fueron filosofías de la prudencia, una precaución que parecía necesaria en tiempos de una imprudencia tan generalizada, jalonada de continuos derramamientos de sangre que dibujaban un panorama en el que desaparecía por doquier el tabú de matar y la vida humana se devaluaba hasta límites de pesadilla.

Nos referimos al terrible periodo de los Reinos Combatientes, del que surgieron, como urgente y a la vez asentada oposición a la barbarie, el confucionismo y el taoísmo. Fueron tiempos en que, si nos atenemos a las crónicas de la época, la vida sólo era «agitación y oscuridad». Los antiguos rituales de cohesión sólo eran caricaturas del pasado, y todos los Estados feudales que rodeaban la capital crecían cada vez más, como enormes sanguijuelas alimentándose ya del corazón del imperio Zhou. Un periodo gobernado por los señores de la guerra, que habían olvidado todas las normas del espíritu caballeresco, dominados únicamente por la pasión por el poder.

Es en esa tesitura en la que hay que ubicar la importancia que Confucio dio a los ritos, y que luego ha servido como arma arrojadiza contra él, pues ha sido siempre mal interpretada y hasta los que defienden a Confucio no perciben la clave de por qué insistió tanto en los ritos. Y es que, más que intentar reglamentar de nuevo la conducta de los chinos con el objeto de poner los cimientos formales y morales de un nuevo imperio, poderoso, ordenado y cívico, lo que pretendía era crear elementos de cohesión, que a veces podían ser de carácter ritual. Para entenderlo basta con que nos situemos en el territorio de la antropología y nos preguntemos qué es exactamente un rito. Y bien, un rito es siempre una ceremonia que sirve para conexionar. Esto es antropológicamente observable en todas las culturas: todo rito es una ceremonia de cohesión, por eso las culturas poco cohesionadas carecen casi de ritos: de ceremonias de cohesión que no sólo son verificables en la especie humana.

En una época de desconexión generalizada, de barbarie y de olvido de todo el saber del pasado, ¿no era necesario insistir en la importancia de las ceremonias de cohesión? ¿No era necesario tomarse en serio la formación de los individuos, inculcándoles valores como el respeto, las buenas maneras, la suavidad en el trato, la buena educación en suma? ¿No era acaso totalmente necesario? ¿Y ahora no lo es?

Y mientras el confucionismo iba extendiendo sus tentáculos por China, fundamentalmente debido a la labor docente del maestro, que en algunos períodos llegó a ser un maestro errante, también se iba extendiendo el taoísmo, otra vía de oposición a la barbarie de carácter más naturalista que el confucionismo, que le daba poca importancia a los ritos, mas no hay que olvidar que con el tiempo también el taoísmo se llenó de ceremonias de cohesión y de fórmulas inmodificables en su expresión, si bien podían interpretarse de varias maneras.

Obviamente, la vía de Confucio era más voluntariosa. Exigía participar de verdad en el tejido social, y de muchos de sus textos se deduce que Confucio creía, como Aristóteles, que el hombre es un ser social. La vida de Confucio es la prueba de que en todo momento encarnó esa creencia. Fue un hombre tremendamente sociable, como Sócrates, y, como el filósofo griego, comía moderadamente pero podía beber mucho, aunque nunca se emborrachaba, si nos fiamos de lo que más tarde dijeron sus discípulos.

Como muchos maestros de su época y hasta de otras culturas, la vida de Confucio estuvo presidida por la paradoja, y resulta que su obra más personal, y que más atañe a su persona, no la escribió él: lo hicieron sus discípulos. No escribir sobre su propia vida y su doctrina fue algo que también hizo Sócrates, dejando ese papel para Jenofonte y Platón. Algo parecido hicieron Buda, Jesucristo y Mahoma.

Supongo que es una actitud basada en el poder del discurso verbal, en la capacidad de dejar grabado en las cabezas de los que escuchan lo que estás diciendo. Para sintetizar más: en lugar de escribir sobre un papel, escriben sobre el cerebro de los demás, y confían en que, cuando mueran, sus discípulos sólo tendrán que ponerse a volcar lo que recuerdan, y toda la doctrina del maestro surgirá entera, como si estuviese resucitando de entre los muertos.

Con Confucio ocurrió eso, y especialmente con las Analectas, redactadas por sus discípulos directos, y donde podemos asistir, de una forma discontinua y relampagueante, a muchos momentos de la vida de Confucio y, sobre todo, a muchas reflexiones y conclusiones derivadas de esos momentos. Por ejemplo:

Avanzaba rápido, como alado…

No comía alimentos en mal estado…

Cuando había mucha carne, sólo comía la necesaria para el arroz. Sólo con el vino no tenía medida, pero nunca se emborrachaba.

Si el príncipe le enviaba un animal vivo, lo ponía a pastar.

En la cama se tendía como si fuese un cadáver. No quería modales formales en su casa.

Cambiaba de expresión si de repente sonaba un trueno o soplaba súbitamente una ráfaga de viento.

Belleza: lo que asciende, planea y luego regresa al nido.

Las sentencias citadas están recogidas de lugares diferentes del libro, y en ellas el lector puede observar que todo cabe en la vida de Confucio y de todo se habla de forma alegre, desenvuelta y desordenada. De pronto vemos al maestro comiendo, de pronto recibiendo un regalo, de pronto lo vemos caminando, de pronto escuchamos una de sus definiciones de la belleza, de una naturalidad emocionante.

¿Y ya sólo por eso no tendríamos que estar agradecidos a este pensador de hace dos milenios y medio que, tras el ostracismo al que le sometió el maoísmo y sus secuelas, vuelve a estar presente en China y fuera de China?

Muchos de los momentos de las Analectas tienen algo de diálogos platónicos de la primera época, y se observa el sistema de preguntas y respuestas que caracterizó a toda la filosofía antigua, tanto oriental como occidental. Las Analectas comienzan con dos preguntas, y las preguntas se van a ir sucediendo a lo largo de la obra. Elegimos algunas: «¿Cómo puede un hombre ocultar sus verdaderas inclinaciones?», «¿Quieres una definición del conocimiento?», «¿Qué significa sacrificio?», «¿De qué sirven las ingeniosidades verbales?», «¿Para qué necesitas la conversación brillante?», y así sucesivamente. Al igual que Platón, Confucio pretendió una redefinición del mundo y, como vivió en un periodo rabiosamente aristocrático, su filosofía tiene en cuenta el poder de la nobleza y su capacidad para cohesionar hombres y lugares. No podía ser de otra manera. Pero dignifica considerablemente la naturaleza humana y, por primera vez en China, vemos en él un intento claro y sereno de nivelación laica al postular que los hombres son iguales por naturaleza y sólo se diferencian por lo que aprenden, que sería lo mismo que decir que sólo se diferencian por todo lo que les injerta la cultura en la que nacen y viven.

También encontramos en las Analectas numerosos y zigzagueantes retratos del maestro. El más hermoso, concebido para desbaratar los tópicos que los taoístas hacían circular acerca de Confucio, lo define así:

Era tan entusiasta, tan intenso, que se olvidaba de comer, y tan feliz que ignoraba sus problemas y no se enteraba del paso del tiempo.

JESÚSFERRERO

PRÓLOGO

Un buen traductor debe convertirse en el Hombre Invisible: sólo cuando tropieza es cuando se advierte su existencia. Por ello, parecería poco sensato llamar la atención del lector sobre sí mismo desde este primer párrafo; sin embargo, las Analectas de Confucio ya han sido traducidas tantas veces que parece necesario explicar desde el principio la naturaleza y el objetivo de esta nueva traducción.

Aunque, en cierto sentido, esta obra es fruto de toda una vida dedicada a estudiar la cultura china, he firmado con mi nombre literario, en vez de hacerlo con el nombre original con el que he enseñado, investigado y publicado en el campo de la sinología durante los últimos treinta años. Y con esta decisión he querido sugerir que esta traducción es fundamentalmente la de un escritor, ya que está dirigida no sólo a mis colegas académicos, sino sobre todo a los lectores que no son especialistas y que simplemente desean ampliar su horizonte cultural, pero que no tienen acceso directo al texto original.

Entre las traducciones al inglés de las Analectas citadas con más frecuencia, algunas están escritas con elegancia, pero se hallan plagadas de inexactitudes; otras son exactas pero son menos acertadas en su expresión. Yo espero reconciliar el aprendizaje con la literatura. Este ambicioso objetivo puede parecer arrogante o presuntuoso, pero, de hecho, lo único que afirmo es haberme aprovechado de ser el último recién llegado. Apoyándome en una imagen medieval de Bernard de Chartres, los recién llegados son como enanos que se montan en los hombros de gigantes y que, por pequeños que sean, desde su punto de observación pueden ver algo más lejos que sus poderosos predecesores, y este único privilegio justificaría plenamente su osadía.

***

Muchos de mis puntos de vista sobre Confucio están en deuda con las enseñanzas del profesor Lo Mengtze, que me introdujo en la cultura china hace treinta años. Por su vasta cultura, así como por el valor y nobleza de su carácter, el profesor Lo era verdaderamente un modelo de las virtudes del erudito confuciano. Rindo aquí un homenaje a su memoria junto con todos sus amigos y alumnos.

Cuando estaba escribiendo mi primer borrador, Richard Rigby se tomó la molestia de leer mi traducción capítulo por capítulo, comprobándola pacientemente con el texto original. Él me hizo preguntas y objeciones, así como algunas correcciones y sugerencias. Le estoy profundamente agradecido por su invalorable ayuda y fraternal bondad.

Steven Forman, de Norton, fue mi primer lector. Sus sagaces comentarios, críticas, preguntas y ánimos constantes fueron para mí un gran apoyo a lo largo de este trabajo. En ocasiones los necesité realmente, y por ello le doy las gracias de corazón. También estoy especialmente agradecido a Robert Hemenway, por su sensible y cuidadosa puesta en limpio del manuscrito.

En agradecimientos de este tipo es habitual, al final, responsabilizarse plenamente de los propios puntos de vista y de los errores cometidos. Pero siento una gran tentación de romper esta norma tradicional y transferir todas las posibles responsabilidades al profesor Frederick W. Mote: fue él el primero que me sugirió que intentase esta empresa y, después, cuando acabé mi trabajo, emprendió amablemente una lectura atentamente crítica de mi manuscrito final. Para mí es invalorable su aprobación académica.

NOTA

Para la trascripción de los nombres chinos he adoptado el sistema pinyin, que es menos elegante —y menos práctico para quienes no hablan chino— que el Wade-Giles. Dictó esta elección el hecho de que el uso del pinyin es hoy día el que predomina y probablemente llegará a ser el que se utilice universalmente.

Respecto a los nombres personales, es tradicional que los chinos tuviesen diferentes nombres: un nombre era utilizado únicamente por los padres y superiores, había nombres de cortesía y de uso general, nombres figurados, títulos…; para evitar la confusión, como norma general, toda persona es nombrada con un sólo nombre, aunque, a veces, esto puede infringir gravemente las normas convencionales chinas.

En lo que respecta a la bibliografía, se proporcionan las referencias completas cuando se mencionan obras individuales. Las traducciones modernas de las Analectas que he consultado y a las que me he referido con más frecuencia son:

Quian Mu, Lunyu Xin Jie, II vols. Hong Kong: Xinya Yanjiu-suo, 1963.

Yang Bojun, Lunyu Yizhu, Pekín: Zhonghua Shuju, 1958.

Arthur Waley, The Analects of Confucius, Londres: George Allen & Unwin, 1938.

D. C. Lau, Confucius: The Analects, Harmondsworth: Penguin, 1979.

Las explicaciones y comentarios de esta traducción se hallan en las Notas, que constituyen la segunda parte de este libro. En el texto de la traducción no hay ninguna nota a pie de página[1]; los lectores deben acudir directamente a la segunda parte, en donde se han dispuesto las notas siguiendo la numeración correspondiente a los capítulos y párrafos de la traducción. [N. del E. D.: para facilitar la navegación a través del libro, en esta edición digital se han enlazado los textos con sus notas correspondientes, de modo que el lector pueda consultarlas y regresar luego al texto de la traducción].

INTRODUCCIÓN

Lu Xun (que murió en 1936, y es considerado con razón el mayor escritor de la China contemporánea, y, dicho sea de paso, no apreciaba a Confucio por las razones que se expondrán posteriormente) señaló que siempre que aparece un genio verdaderamente original en este mundo, se intenta inmediatamente liberarse de él. A este fin, se utilizan dos métodos. El primero es el de la eliminación: lo aíslan, lo dejan morirse de hambre, lo rodean de silencio, lo entierran vivo. Si esto no funciona, adoptan el segundo método (que es mucho más radical y terrible): la exaltación; lo ponen en un pedestal y lo convierten en un Dios. (Por supuesto, la ironía consiste en que Lu Xun fue sometido a los dos tratamientos: cuando estaba vivo, los comisarios comunistas lo tiranizaron; una vez muerto, lo veneraron como a su icono cultural más sagrado, pero ésta es otra historia). Durante más de 2000 años, los emperadores chinos establecieron y promovieron el culto oficial a Confucio. El confucianismo se convirtió en una especie de religión del Estado. Hoy día los emperadores se han ido (¿se han ido de verdad?), pero el culto parece todavía estar muy vivo: en una fecha tan reciente como octubre de 1994, las autoridades comunistas de Pekín organizaron un gran simpósium para celebrar el 2545 aniversario del nacimiento de Confucio. El principal orador fue el primer ministro de Singapur, Lee . Aparentemente fue invitado porque sus anfitriones deseaban aprender de él la receta mágica (supuestamente encontrada en Confucio) para conciliar la política autoritaria y la prosperidad capitalista. En cierta ocasión, Karl Marx advirtió a sus seguidores acérrimos que él no era marxista. Con más razón podría afirmarse que Confucio no era ciertamente un confuciano. El confucianismo imperial simplemente adoptó del Maestro aquellas afirmaciones que prescribían la sumisión a la autoridad establecida, ignorando oportunamente los conceptos más esenciales, como los preceptos sobre la justicia social, la disensión política y la obligación moral de los intelectuales de criticar a los gobernantes (incluso a riesgo de su vida), cuando éste abusaba de su poder o cuando oprimía al pueblo.

Lesen Sie weiter in der vollständigen Ausgabe!

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