Anatomía de la memoria - Eduardo Ruiz Sosa - E-Book

Anatomía de la memoria E-Book

Eduardo Ruiz Sosa

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A principios de la década de los setenta, en el norte de México, un grupo de estudiantes conocido como Los Enfermos inició un movimiento revolucionario que pretendía instaurar un nuevo orden nacional. El entonces joven poeta Juan Pablo Orígenes formaba parte de aquel grupo. Cuarenta años después, el Ministerio de Cultura encarga a Estiarte Salomón escribir la biografía del escritor con el propósito de publicar, a manera de homenaje, sus obras completas. Será en las conversaciones que mantiene con Salomón, cuando Orígenes, enredado en el delirio de su propia memoria, descubra que algo en su pasado quedó incompleto y volverá a recorrer las calles de la ciudad tratando de recuperarlo. Desde la pesadilla de la impostura, la conspiración y las traiciones, Orígenes se reencuentra con aquellos Enfermos de su juventud, pero el país ha cambiado y otros grupos de enfermos aparecen en el trayecto de esa búsqueda: no se trata de lo que el poeta y los Enfermos hicieron en aquellos años, sino de lo que harán ahora: el Ensayo de Resurrección, el regreso de la Enfermedad al país. Estructurado a la manera de un tratado anatómico y en estrecha relación con Anatomía de la melancolía, de Robert Burton, Anatomía de la memoria es la historia de la descomposición y recomposición de los recuerdos, de cómo nos aferramos a lo perdido o, en resumen, como dice uno de los epígrafes del libro, citando al poeta Guillermo Sucre, de cómo "la memoria no perfecciona el pasado, sino la soledad del pasado".

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Eduardo Ruiz Sosa

Eduardo Ruiz Sosa nació en Culiacán, México, en 1983. Estudió Ingeniería Industrial y es doctor en Historia de la Ciencia. Actualmente es profesor en la Facultad de His teoría de la Universidad Autónoma de Sinaloa, y coordina un taller de creación literaria y el programa de lectura 101 Libros.

Ha publicado narrativa, crónica y ensayo en diversos periódicos y revistas. Textos suyos han aparecido en las antologías: A fin de cuentos, La letra en la mirada, Renovigo, Siete caminos de sangre y Emergencias, Doce cuentos iberoamericanos (Candaya, 2013). En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo con el libro La voluntad de marcharse (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008).

En 2012 fue ganador de la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, que le permitió estudiar el Máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. En 2014 fue incluido en México 20, una antología impulsada por Conaculta y el British Council, que reunía a los 20 escritores jóvenes más sobresalientes de México.

La edición española de Anatomía de la memoria (Candaya, 2014) tuvo una excelente acogida entre los lectores y despertó el entusiasmo unánime de la crítica.

Candaya Narrativa, 27

Anatomía de la memoria

© Eduardo Ruiz Sosa

Primera edición: marzo de 2014

Segunda edición: junio de 2016

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández, a partir de una ilustración de Gaspar Becerra para el libro Historia de la composición del cuerpo humano (1556)

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-88-2

Depósito Legal: B5215.2014

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte

Un jurado formado por los escritores Juan Villoro, Ignacio Vidal-Folch y Lourdes Iglesias concedió por unanimidad a Eduardo Ruiz Sosa la Primera Beca de Creación Literaria convocada por la Fundación Han Nefkens en colaboración con el Máster de Creación Literaria del Instituto de Educación Continua (IDEC) de la Universidad Pompeu Fabra (UPF), con la ayuda de la cual se escribió Anatomía de la memoria

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para mis dos abuelas

Gloria y Manuela

Para María

NOTA PRELIMINAR

Entre 1971 y 1974, en el norte de México, un grupo de estudiantes conocido como Los Enfermos llevó a cabo una campaña que pretendía, de alguna manera, instaurar un nuevo orden nacional.

Este libro parte de algunos hechos reales y de algunos hechos imaginados. Su intención no es la de un texto histórico, pero algo de testimonio surca sus páginas.

Por tanto, recordando la nota preliminar de Fernando del Paso en su libro Palinuro de México, nadie tiene derecho de sentirse incluido en los hechos que aquí se narran. Nadie, tampoco, tiene derecho de sentirse excluido.

Pero, porque no todos lo entienden bien, declaremos agora la diferencia y distancia que puede aver entre dezir mentira y mentir, y en quántas maneras puede ser, pues Aulo Gelio y otros de más autoridad se preciaron de tratarlo y es cierto que no es siempre todo uno. Y, para mejor entenderse, se sepa primero que mentir es afirmar o negar el hombre algo al contrario de lo que siente o tiene por verdad; y el que ansí no lo hiziere, no se podrá dezir que miente. Passa, pues, desta manera: que puede uno afirmar una mentira, pensando que es verdad; y éste tal dize mentira, pero no miente, porque no haze contra lo que siente y cree

Pero Mexía

Silva de varia lección

Violento no es solo lo que muestran los muertos

violento es también lo que ocultamos los vivos

Los ex misteriosos desaparecedores

“Epílogo para una desaparición”

Sin memoria, sin presencia del no presente, sin la confusa noción inminente de ser otra cosa, sin la negativa medio implícita a definirse a través del momento y de los estados actuales – sin la espera que se une a esa propiedad – sin la imposibilidad de escribir una ecuación finita de uno mismo – la conciencia sería un caos, un dolor inexplicable – un eterno comienzo

Paul Valery

Cuadernos

La memoria no perfecciona el pasado

sino la soledad del pasado

Guillermo Sucre

Hasta dónde debemos

practicar las verdades

Silvio Rodríguez

a los desaparecidos la grandeza de haber sido hombres en el

suplicio y haber muerto cantando

Gonzalo Rojas

Índice

I

Cita

I-I

I-II

I-III

I-IV

I-V

I-VI

II

Cita

II-I

II-II

II-III

II-IV

II-V

III

Cita

III-I

IV

Cita

IV-I

IV-II

IV-III

IV-IV

V

Cita

V-I

V-II

V-III

I

CUERPO

DEL LATÍN Corpus

AQUELLO QUE TIENE EXTENSIÓN LIMITADA PERCEPTIBLE

POR LOS SENTIDOS «ESTE ES MI CUERPO QUE SERÁ ENTREGADO

POR VOSOSTROS»

Mateo 26:26-29; Marcos 14:22-25;

Lucas 22:19-20; ICo 11:23-26;

El arte de olvidar

comienza recordando

Jorge Fernández Granados

El cordero en la piel del lobo. La voz de los que tienen miedo tiembla, porque su corazón se agita. «[…] y es su propio ejecutor, un lobo, un demonio para sí mismo y para los demás» (Secc. I, Miembro I, Subsecc. II)

El porvenir no es un presente futuro,

ayer no es un presente pasado

Edmond Jabès

QUÉ ES LO ÚLTIMO QUE QUIERES RECORDAR, qué porvenir será tu pasado?

Lo último que vio de la ciudad fue el desgastado monolito por donde pasaba la imaginaria línea del trópico.

¿Qué es lo último que quieres recordar, Juan Pablo, qué porvenir será tu pasado?

Empezó el desierto a llenar los paisajes, a comerse el mundo, a echarse a dormir sobre el País y la memoria; empezó a estirarse el tiempo, a alargarse el camino: la espalda del prehistórico animal de los colmillos y el verano; empezó la espera desesperada, la espera sin paciencia, la turbia madrugada de los asesinos y las víctimas; empezó a gestarse el crimen después del trópico porque el desierto es el clima más propicio para la violencia. Empezó el libro, entonces, cuando empezó el viaje:

Hasta aquí llegan los trópicos, escribió, aquí es donde empieza el cáncer.

El basilisco de su desierto tendría la forma de un cangrejo gigantesco: ése es el lugar de la escritura. Y por la necesidad de olvidar lo anterior supo que había que escribirlo todo.

El libro que Isidro Levi le regaló era lo único que tendría hasta llegar a la frontera. No pudo evitar escribir un poco en las primeras páginas, esas láminas en blanco donde el libro aún no ha comenzado. Después escribiría, ahí mismo, que el libro comienza ya desde antes, afuera del propio libro, y que nos toma por sorpresa cuando encontramos en el mundo, de golpe y frente a nosotros mismos, su vocablo y su historia.

¿Así fue?;

Atrás se quedan los ríos, que apenas ofrecen redención y pavura; se queda su madre, enferma de esa letanía de cangrejo que le floreaba las entrañas; allá atrás se quedan los amigos muertos y los sueños muertos de un País donde ellos, un día, ya no fueran necesarios; se quedan, pues, la esperanza, el aliento, los puentes que cruzan los ríos desde el malecón hasta el Barrio de Almada, desde el Orabá hasta la Plaza de Rosales; se queda aquella muchacha, con el bellísimo arco tensado de la espalda y sus sueños tristes y llenos de árboles; se queda Isidro Levi, que le regaló el ejemplar del libro de Robert Burton donde empezó a escribir todo esto, donde tenía la esperanza de que el porvenir ya no iba a alcanzarlo, donde la historia escondería su cifra definitiva,

atrás se queda la secreta noticia de un crimen, el alma rota de su voluntad de guerra, el amor y su pesada deuda que no espera, la llamada que recibió de Pablo Lezama y que le decía con voz de fantasma:

Están todos muertos;

Pablo Lezama siempre tendrá una voz de fantasma, a veces me habla al oído, y me dice:

Todos están muertos, Orígenes, sólo faltas tú, allá te están esperando, allá estamos todos.

No busque usted en la memoria, ahí sólo hay cadáveres. No me cuente usted lo que no puedo olvidar. Nos están escuchando, no lo olvide: Ellos siempre nos están escuchando. No pierda el tiempo y escape ya, Salomón, Ellos son veloces y nunca olvidan, no se cansan porque no tienen cuerpo, su cuerpo está hecho de muchos cuerpos, eso es la burocracia: una hidra poderosa;

¿Cómo fue entonces?;

Como si fuera en un barco,

perdido en el cadáver de un mar milenario; como si el desierto se empeñara en un oleaje arenoso y el autobús diera bandazos a babor y estribor azotado por la tormenta; como si nada pudiera ser estable al recorrer el estirado espinazo; como asomado por la borda a un abismo lleno de alacranes y ponzoña; con la espalda encorvada de los que leen algo prohibido, las rodillas juntas para esbozar una mesa, un punto de apoyo, el cuello estirado en la histeria para que nadie leyera sus palabras y esperando que la luz fuera suficiente para no torcer el horizonte de las líneas:

así fue como Juan Pablo Orígenes empezó a escribir,

iba de camino a la frontera y tenía veinte años. Así escribiría el resto de la vida ese libro que nunca podría terminar porque la escritura, lo descubrió mucho tiempo después, es lo que nunca tiene final:

La escritura, leyó una vez, es el momento de la separación, y Juan Pablo Orígenes ya había comenzado a separarse de su pasado, del porvenir de aquel pasado nunca prometido: comenzaba una ausencia que estaría para siempre inacabada.

¿En qué pensaba Orígenes cuando se fue de la ciudad, cuando el autobús echó a andar por el desierto, cuando abrió por primera vez el libro de Burton, cuando lo único que esperaba era que nadie pudiera encontrarlo?;

Nunca pensó en la escritura como en la factura de una carta larguísima, pero un día, en el viaje, descubrió que el libro es toda la escritura que se sucede en torno del libro, que es lo mismo que decir en torno de la vida. Su madre, que se quedaba en la ciudad, enferma de esa constelación celular que crecía desmesurada, estaría sola hasta la muerte:

La peor enfermedad es la soledad, escribió;

luego, debajo de esa línea, muchos años después, con un pulso más firme, escribió:

La peor enfermedad es el libro;

y luego, con los años, con la vejez encima y con el pulso tembloroso de los que esperan la muerte:

La peor enfermedad es el cáncer. Y en lugar del punto agregó una coma y la palabra Madre.

En la juventud, cuando empezó la escritura marginal, no pensaba en un testamento, sino en un testimonio. Se trata de libros distintos, escribió. Hacia el final de su vida, cuando ya no quería escribir más pero no podía evitarlo, anotó que el testimonio es el libro que escriben los vivos contra la muerte, y el testamento es el libro que escriben contra la vida los que están a punto de morir.

Usted, Salomón, está escribiendo su propia muerte. Yo no conocí a Pablo Lezama, yo no lo maté en aquella casa abandonada ni enterré su cuerpo en la misma fosa que él había cavado para mí, yo nunca conocí a ningún Pablo Lezama, yo no le he dicho a usted nada de esto. El libro que usted escribe, Salomón, es el libro que lo va a matar;

¿Los libros pueden matar, Juan Pablo?;

No cabe en el País todo esto, no hay sitio para la Enfermedad ni para los Enfermos. Sólo en el libro hay espacio para lo que en el País ya no tiene lugar, escribió.

Escribió tanto y pensando en tantas personas que no se dio cuenta, sino hasta mucho tiempo después, de que la historia y el crimen estaban ahí, en el libro, entre los fragmentos que había ido escribiendo, bajo la forma de inferencias, breves sospechas, falsas promesas que le hizo a todos aquellos a quienes ya había traicionado. Comprendió que la escritura proviene siempre de las ruinas, de los despojos, de lo que un día se vino abajo. Su vida, ya desde que pensó el viaje como una obligación, era una ruina que nunca podría levantar.

Que me echen encima todas las ruinas, escribió, que me lo den todo a mí, para deshacerme de la memoria como de una urna de ceniza y huesos;

¿Cuándo empezó todo?

Juan Pablo Orígenes nació bajo el signo del trópico. Había soñado con la música y las palabras en la medida en que el calor y la humedad nos permiten soñar en estas latitudes; pero a los veinte años, en la cumbre de la juventud eterna, eligió la pesadilla de la Enfermedad porque creyó, y lo hizo con fe, con esperanza, que la voz es un arma. Conoció a Isidro Levi, a Eliot Román, a Javier Zambrano, a Virgilio Bátiz, a Bento y Roldán Santos,

y con ellos, en las noches ebrias del Sin Rumbo y el Número 23, se contagió de aquel deseo enloquecido que después lo obligaría a marcharse.

Escribir es retirarse, leyó una vez, y cuando se fue, obligado por la persecución y el miedo, no pudo sino recurrir a la escritura como único vínculo con el futuro y el olvido. Su madre, que apenas pudo despedirse de él sin de verdad nunca saber que no volvería a verlo, le enseñó que los acordes en tono menor dicen la melancolía. Su padre, que murió demasiado joven como para todavía recordarlo como algo más que una sombra que camina, nunca supo arrancarse de las manos una vieja guitarra llena de cicatrices. En el viaje lo perdió todo, pero en el regreso perdería lo único que creyó que nadie podría quitarle:

el nombre:

Yo me llamo Juan Pablo Orígenes, cualquiera puede decírselo. Pero ahora, también, me llamo Pablo Lezama, y eso usted no puede decírselo a nadie. Debo ser los dos, para poder ser uno de ellos;

¿Quién era, entonces, Pablo Lezama?;

Pablo Lezama era un nombre,

o ahora es sólo un nombre,

es el recuerdo de uno que vivió hace demasiado tiempo, pero que no quiere irse, que no puede irse porque yo no lo dejo:

su ausencia será mi condena de muerte,

necesito que Pablo Lezama esté muerto, pero que su nombre siga vivo.

Pablo Lezama era una ausencia presente, una línea implícita en el libro que Orígenes había escrito, que es el mismo libro que seguiría escribiendo el resto de su vida en otros libros, en otros volúmenes de papel y tinta. Era una línea inferida apenas, un oscuro gemelo ya muerto, el corazón de un crimen que sucedió décadas atrás: Pablo Lezama era la marca de Caín en su frente, en la frente de este Juan Pablo Orígenes oculto en la piel de aquel Pablo Lezama:

el cordero en la piel del lobo: la víctima había tomado el nombre de su asesino.

¿Así fue?

Pablo Lezama apareció una noche en el Número 23 después de que Virgilio Bátiz, acompañado de aquella agrupación de malos músicos llamada Ciencia Roja, donde Juan Pablo Orígenes tocaba la batería, ofreciera un concierto prodigioso con su guitarra de palo,

entonces alguien, no se sabe quién, lo vio a Pablo Lezama alejarse de su mesa en el único rincón iluminado del lugar y acercarse al teléfono público que nadie usaba nunca. Sin la música, el sonido de la moneda era la señal de un advenimiento:

Ahora lo sé: ésa era sin duda una de las treinta monedas de plata;

quizá fue Roldán quien lo escuchó, con más intención que prudencia, hablar de un secuestro, una muerte, o del sueño alimenticio de una guerra necesaria. Soñábamos con utopías, entonces. Teníamos esperanza, entonces, dijo Orígenes;

¿Así empieza esto, Juan Pablo, así empezó tu pasado?;

Es el porvenir el que empieza. El pasado es una cosa que solamente puede terminar, algún día, quién sabe cuándo. Sólo mediante la duda se llega a la aprehensión de los acontecimientos. Es necesario crucificar el recuerdo para poder enterrarlo en lo más hondo de un pozo al que, obstinados, le otorgamos la propiedad del pálpito y nombramos corazón. Entonces teníamos corazón. Escribíamos cartas, leíamos libros, la música siempre estaba ahí, sonando en torno a todo. Éramos jóvenes y siempre estábamos por decir las palabras más trascendentales, siempre estábamos por sufrir los males más terribles. Pero nadie pensaba en Pablo Lezama. Pensábamos en Ellos, y nunca creímos que Ellos tendrían un rostro. Uno, quiero decir, uno sólo. Pablo Lezama es ese rostro de Ellos,

estoy seguro de que lo último que vi de la ciudad fue el desgastado monolito por donde pasa la imaginaria línea del trópico. ¿Qué es lo último que quiero recordar, qué porvenir fue mi pasado? Estamos hablando de que Pablo Lezama soy yo. Juan Pablo Orígenes es un invento del libro. No se confunda, Salomón, lo que Ellos saben es esto:

que Pablo Lezama, después de que los Enfermos intentaron secuestrar a aquel político, Hernández Cabello, cuando todo salió mal porque Lezama era en verdad un enviado de Ellos, porque Lezama era un gemelo de sí mismo, un hombre falso con una historia falsa que traicionó a los que confiamos en él, yo mismo confié en él aún después de que todos murieran,

la confianza, Salomón, nos puede matar,

hablamos de que Pablo Lezama, pues, siguió a Juan Pablo Orígenes, único sobreviviente que pudo escapar, o el único al que Ellos dejaron escapar porque creían que yo sabía algo más, que iría a la frontera a encontrar a los otros y Lezama, que vino por el desierto como yo, mató a Juan Pablo Orígenes, enterró su cuerpo en una casa abandonada y siguió buscando durante años a los que quedaron, a los Enfermos que estaban por ahí, como locos deambulando por las calles y los desiertos del País, desamparados porque no sabían encontrarse;

¿Eso fue lo que pasó?;

Eso fue lo que Ellos saben que pasó. Pero yo estoy vivo, o vivo en parte porque, para que Juan Pablo Orígenes siga vivo, Pablo Lezama también debe vivir. Ellos saben que Pablo Lezama volvió muchos años después: para la burocracia el tiempo no existe, y desde entonces puede que hayan pasado un par de noches apenas, algunas horas, pero no más de veinte años. Ellos entienden el mundo así, circular, esférico acaso. No reconocen ni lo simultáneo ni lo lineal. El mundo es lo que está cerca de Ellos, porque si no, si el mundo fuera más grande, ¿cómo iban a controlarlo?,

hablamos de que Ellos saben, ahora, que Pablo Lezama se hace pasar por Juan Pablo Orígenes para vigilar a otro Enfermo, quizás el último de los que quedan,

hablamos también de que Juan Pablo Orígenes mató a Pablo Lezama, pero eso, Salomón, no debemos decirlo en voz alta. Y hablamos de que Juan Pablo Orígenes es ahora Pablo Lezama, ¿entiende? Yo ya no sé cuál de los dos soy en realidad;

¿Quiénes son los Enfermos, Juan Pablo, quiénes eran?;

Los Enfermos son los que sueñan con el hambre, y su pesadilla es este País. Son los que quieren despertar porque la vida lastima y su paso, su peso, los asfixia. Tuvieron esperanza. Soñaban con la esperanza como con una lámpara que alumbra sin desgaste. Tenían una idea del mundo donde la justicia de los que sufren pasa por compartir con todos el sufrimiento. Pero el que espera siempre tiene una semilla de inocencia, un dejo de ilusión pura. Los Enfermos son los que están despiertos cuando todos los demás duermen. Son los que mueren cuando todos los demás viven tranquilamente y no saben que ahí afuera los espera el final de sus días. Son los que leen, en silencio, un libro que nadie ha escrito. Y escriben, por su parte, el libro de un País que nadie leerá. Nadie sabe quiénes son, ni cuántos han sido, a lo largo de los años, contagiados por su palabra. Su palabra es contagiosa. Su palabra es la posibilidad de un arma empuñada en lo más hondo de la noche. Sueñan con Rusia, y una mañana luminosa algunos de ellos despertaron en Corea, en una barraca o en un campo abierto donde les enseñaron a matar en nombre de una justicia a la que llaman Patria. Los Enfermos creían que el porvenir ya estaba escrito por otros, y que había que reescribirlo con una caligrafía doliente de mordedura y balas. Nunca supe si tenían razón,

mis amigos más queridos, los que están muertos, eran Enfermos. Mi madre estuvo enferma, pero el cáncer fue su muerte. Yo, ahora, ya no soy un Enfermo, pero alguna cosa me estará comiendo por dentro, sindudamente. Duele ser un Enfermo, o en aquel tiempo, al menos, dolía.

¿Con quién estás hablando ahora, Juan Pablo, con Estiarte Salomón, que escribe tu biografía, o con las sombras de aquella habitación con el espejo de Gesell en la que interrogaron a Pablo Lezama tantos años después?;

Con nadie hablo. Nadie escucha a los Enfermos.

¿Quiénes son Ellos?;

Ellos son el País. O quieren ser el País,

Ellos son mis asesinos y mis cómplices,

Ellos están ahí, siempre al otro lado de la mesa, al otro lado del espejo gigantesco de Gesell, en silencio todavía porque son sus actos los que tienen peso, no sus palabras. Ellos son los que cumplen lo que nunca prometen,

son Ellos los que encontraron a Juan Pablo Orígenes muchos años después, cuando por fin volvió a la ciudad, cuando la errancia le había cansado el cuerpo y quiso encontrar, porque era una herida vieja y siempre dolorida, siempre abierta, la tumba de su madre. Son Ellos los que, al encontrarlo, lo confundieron con otro. Son Ellos los que enviaron a Pablo Lezama, los que le dieron vida a ese falso amigo que traicionó a los suyos. Ellos son Pablo Lezama, aunque Pablo Lezama ahora esté muerto,

son Ellos los que no saben que en el libro está escrito el testamento de Juan Pablo Orígenes. Son Ellos los que preguntan ahora qué pasó con Lezama y creyeron en las cartas que envió desde la distancia porque su naturaleza es el engaño y la mentira, y creyeron que Pablo Lezama seguía vivo cuando ya su cuerpo se pudría bajo la tierra. Son Ellos los que creen que este Pablo Lezama traído por el desierto y el tiempo es aquél que siguió a Orígenes porque había que matarlo. Son Ellos los que no saben que el rostro de Juan Pablo Orígenes es la superposición de dos rostros;

¿Entonces Juan Pablo Orígenes era un Enfermo?;

Hay que hacer la memoria, que es lo único que nos salva. Hay que escribir el libro, porque el libro se ha perdido y sin la escritura la memoria es un murmullo, el rumor de los desaparecidos;

¿Recuerdas el rostro de Pablo Lezama, el sonido de su voz, el arma que guardaba en el cajón de su habitación en aquel hotel al lado del Dragón Rojo, cerca de la frontera?, ¿recuerdas la profundidad de la tumba, el peso del cuerpo, el peso de la tierra que cubrió el cuerpo?,

si Juan Pablo Orígenes no quiere hablar, que hable Pablo Lezama, que hable el asesino, el que vive en el muerto que volvió a su casa, a su predio, a su pasado robado por Ellos. Que hable el que durmió junto a un rémington en el primer cajón de la mesa de noche, el que les dijo dónde encontrar a Hernández Cabello y los llevó a la muerte, a la bahía donde se acumulan los cuerpos de los Enfermos, donde ya no contagiarán a nadie. Si la parte Enferma de Orígenes se murió en la frontera, ¿qué pasó ahí cuando se encontró con Pablo Lezama?

Lo último que vio Juan Pablo Orígenes al irse de la ciudad fue el avejentado monolito que marca la invisible línea del trópico. ¿Cuántas veces había escrito la palabra trópico sin de verdad detenerse a pensar que la etimología, las sucesiones astronómicas y su propio destino eran una misma ciencia? Una cosa sí había reflexionado con el tiempo cuando descubrió que el movimiento estelar le cambiaba el nombre a las geografías que nosotros creemos como verdades escritas en piedra, inamovibles porque su naturaleza astronómica está por encima de cualquier cordialidad a la altura de los cielos:

Ya no es el Cáncer nuestro trópico, escribió al margen del libro, ahora el trópico debería llamarse Géminis;

y se quedó callado cuando escribió eso, como se quedó callado cuando supo que Pablo Lezama no era un camarada fiel, un luchador más, sino uno de Ellos, un infiltrado que dio al traste con todo y que seguramente había tenido que ver con la muerte de algunos amigos muy queridos: un hombre con dos caras, un gemelo de sí mismo:

Eso es un traidor, pensó Juan Pablo Orígenes, eso era Pablo Lezama y eso es lo que soy ahora, un Tropo del Gemelo, un trópico que cambia con la rotación, otro traidor más; pero entonces yo quién soy, Ellos quién creen que soy, qué esperanza puedo tener de que nadie sepa nunca quién he sido y quién seré;

¿Cómo murió Juan Pablo Orígenes?, escuchó que le preguntaron Ellos mucho tiempo después, cuando por fin lo encontraron y creían que él era Pablo Lezama,

todavía escuchaba sus voces como si estuvieran ahí mismo, todo el tiempo vigilándolo, todo el tiempo metidos en su sombra:

Ellos son mi sombra porque Ellos eran la sombra de Pablo Lezama;

Murió cansado, dijo él, la muerte es un trabajo agotador; no supo si eso lo había leído o lo había escrito él mismo alguna vez.

Juan Pablo Orígenes murió para Ellos aquella noche. Pablo Lezama no. Para mí, que soy Orígenes y Lezama, ninguno de los dos murió, ninguno de los dos está de verdad vivo. Pero hay un solo cuerpo enterrado en aquella casa, y no soy yo, que estoy aquí, Salomón, usted es mi testigo. Pero Ellos, que muchos años después habían creído encontrar de vuelta a aquel perdido Pablo Lezama, querían saber cómo había muerto Juan Pablo Orígenes,

y se lo preguntaron, en aquella habitación con el espejo de Gesell, donde sólo se escuchaba el murmullo de las voces de Ellos, la dudosa voz de Pablo Lezama, hijo pródigo vuelto desde el oscuro ojo de la muerte, desde el oscuro hocico del desierto, años después de matar a Juan Pablo Orígenes, un Enfermo:

Matar a un Enfermo es un trabajo que lleva años, dijo, cuando le preguntaron por lo que pasó aquella noche;

¿Cómo murió Juan Pablo Orígenes?, volvieron a decirle;

Murió en silencio, dijo, y no recibió respuesta. Murió en silencio, sin testigos, quiero decir. Murió en una casa abandonada, sin muebles ni ventanas. Murió tirado en el suelo luego de la última cuchillada. Murió gritando un grito a borbotones. Murió tendido y estirado sobre un pedazo de tierra. Murió al lado de su tumba, que era una tumba sin nombre ni apellido. Murió en secreto, con un montón de palabras en la boca. Murió creyendo que me mataba. Engañado, murió. Esperando otra cosa que no era la muerte, murió. No sé, de verdad, qué esperaba cuando finalmente murió.

¿Así fue?;

Entonces hubo murmullos, palabras tiradas al suelo de la habitación, el rumor de un juicio que Ellos iban tejiendo con la cítara de la especulación y la duda. Orígenes hablaba como si estuviera solo, como si la cinta magnética no estuviera girando en los carretes de la grabadora, como si un transcriptor no estuviera escribiendo todo aquello con el sonido de la máquina de escribir como un golpeteo rítmico que se traslapaba con sus palabras y les infundía ese correr de las cosas de la memoria, ese azar de los recuerdos siempre cubiertos de líquenes y óxido, siempre mitificados por el olvido y la voluntad de no recordar nada:

¿Y el cuerpo?, escuchó que le preguntaban;

¿El cuerpo de Pablo Lezama?;

No: Ellos le preguntaban por el cuerpo de Juan Pablo Orígenes;

¿Y el cuerpo?;

Él mismo se había hecho esa pregunta tantísimas veces: ¿El cuerpo de quién? ¿El de Pablo Lezama, enterrado en aquella casa abandonada cerca de la frontera o el cuerpo de Juan Pablo Orígenes, enterrado en la memoria de aquella casa abandonada cerca de la frontera?

Las preguntas mueven al tiempo, escribió una vez Orígenes;

¿Y el cuerpo?, ¿dónde está el cuerpo del Enfermo?, le preguntaron a Juan Pablo Orígenes, que recordaba las cosas como Juan Pablo Orígenes pero tenía que enunciarlas como Pablo Lezama, que dormía hecho huesos, que hablaba con la boca llena de tierra, que soñaba desde la muerte que estaba vivo y que se llamaba Juan Pablo Orígenes.

Soy el sueño de un muerto, escribió.

Quizás la pesadilla mortal de Pablo Lezama era todo este repetido desorden de identidades: ser sin estar en ningún lado, estar sin ser él mismo, siendo otro que no es, que tiembla cuando habla, cuando le clava el cuchillo en el pecho, cuando miente y cuando dice la verdad, otro que ocupe su lugar diciendo en voz alta:

Yo soy Pablo Lezama;

pensando, sintiendo en el fondo las verdaderas letras de su nombre:

Me llamo Juan Pablo Orígenes, nunca me mataron, yo fui un Enfermo, yo fui uno de los que perdió la esperanza;

¿Dónde estaba el cuerpo?

Todavía siente en los brazos el peso de aquel arrastrar, de aquel cubrir la tumba que el otro ya había abierto, de aquel hondo cuchillo atravesando el esternón; el ardor de frotarse los brazos para limpiar el lodo, la sangre, el miedo; el bulto de los dos cuerpos, el suyo, todavía vivo, y el de Pablo Lezama, hundido en la tierra hasta los huesos, perviviendo en él como un fantasma: hecho de memoria y mentira;

Se me subió el muerto al cuerpo, decía Orígenes.

El cuerpo estaba bajo la tierra. ¿El cuerpo de su madre? No, el cuerpo podrido de toda la memoria podrida que nunca podría borrarse;

Porque se borran los hechos, escribió en el libro, pero no su influjo,

se olvida la herida, pero no su dolor;

¿Qué vio Juan Pablo Orígenes en aquella casa abandonada en la esquina de Andrade y General Reina?;

Escuchó los jadeos de un trabajo cansado, los embates del metal contra la tierra, esta tierra dura y partida de lagarto, de prehistoria; escuchó la pausa, el descanso, la continuación de todo y pudo ver, entrando apenas un poco por la puerta de madera recién resquebrajada, sin asomarse demasiado porque pensaba que ahí había alguna cosa más, llena de espinas, pudo ver, entonces, que Pablo Lezama estaba cavando una tumba;

¿Estás seguro de que era una tumba?;

Nadie podría negar la posibilidad de una tumba. Nadie, sobre todo, cuando se está siempre a punto de morir;

¿Qué hizo entonces Juan Pablo Orígenes?;

Juan Pablo Orígenes se fue a su habitación a esperar la llamada de Pablo Lezama según lo acordado la noche anterior, y escribió, en uno de los márgenes del libro de Burton:

Las tumbas son la revelación de nuestra responsabilidad para con los muertos.

Muchos años después, frente a la tumba de su madre, escribió:

Los sepulcros son la crucifixión de los muertos: sin sepulcro la muerte es una idea.

¿Por eso la tumba que cavó Pablo Lezama no tiene marcas?;

Aquella tumba está perdida, como nosotros. Los Enfermos tienen su sepulcro marino en la Bahía de las Águilas, ahí terminaremos todos. Para el Estado, la muerte es una ausencia, y la ausencia de muerte es el olvido. Los que duermen en la bahía no han muerto todavía: siguen desaparecidos: no hay oleaje ni marea que los pueda devolver a nuestra cercanía;

Pero el desierto devolvió a Pablo Lezama;

O a Juan Pablo Orígenes. O a los dos. A ninguno tal vez;

¿Dónde comienza el desierto, Juan Pablo?;

El desierto empieza donde lo encuentras, y luego sigue apareciendo por todas partes, escribió. El desierto, apuntó Orígenes, es el recuerdo lejano de una tierra prometida que siempre está allá, donde termina la llanura rota. Todo es desierto, todo es la enunciación de una promesa,

y este desierto no me lo prometió nadie;

¿Cuál fue la promesa que Pablo Lezama le hizo a Juan Pablo Orígenes?;

La promesa de un día volver a casa;

¿Y Pablo Lezama cumplió su promesa?, ¿cómo lo hizo?;

El teléfono de la habitación de Juan Pablo Orígenes sonó a las once de la noche aquella vez, un poco más tarde que de costumbre. Lezama dijo que había hablado con algunos conocidos, que podrían cruzar la frontera, pero que necesitaban dinero:

Estuve toda la tarde tratando de convencerlos de que nos llevaran sin pagar, le dijo, pero no fue posible;

entonces Juan Pablo Orígenes supo que le mentía;

La mentira, escribió, es la fundación del País.

Se encontraron, como siempre, en el segundo piso del Dragón Rojo, en la mesa del fondo, cerca de la medianoche. Hablaron poco. ¿De qué hablaron? De cruzar la frontera. De atravesar el desierto. De nada. Hablaron de la Nada. Orígenes escribió, al final de la primera sección del libro de Burton, una nota que puede relacionarse con lo que ocurrió aquella noche:

Entonces se convirtieron en dos extraños: ya no sabían nada el uno del otro: saber que nos mienten es desconocer todo lo que antes nos han dicho.

Hablaron poco, entonces. Juan Pablo Orígenes, de pronto, le diría a Pablo Lezama que estaba pensando en quedarse ahí y esperar, que quería volver a la ciudad, que su madre estaba enferma, que le daba igual todo. Lezama, fumando, se frotaba las manos lastimadas por algún trabajo excesivamente cansado: tenía las uñas llenas de tierra, luego tendría la boca llena de tierra, los ojos, el corazón, todo lleno de tierra seca y pedregosa. Hablaron poco:

ya se habían dicho todo lo que podían mentirse, no hacía falta más consideración entre el asesino y su víctima;

Lezama dijo que irían a buscar a los que habrían de llevarlos al otro lado de la frontera, que tenían que negociar el precio. Orígenes lo siguió sabiendo que en aquella casa en la esquina de Andrade y General Reina había una fosa. La caminata no fue larga, pero iban despacio. Eso era el desierto: la distancia de repente germinada entre ellos dos, la espera del cumplimiento de lo nunca prometido. Y en el camino fueron perdiendo la paciencia, la sangre, el sudor, los pasos que dieron desde el Dragón Rojo hasta la calle General Andrade, las ideas de escapar, la necesidad de volver, el tiempo necesario en todos los relojes para que se acabe la madrugada; y así también fueron perdiendo poco a poco la distancia que se había abierto entre ellos:

cercados, como si ya estuvieran los dos en un mismo sepulcro, entraron en la casa abandonada, primero Lezama, luego Orígenes, y en algún momento, como si aquello estuviera planeado, los dos estaban de pie frente a la tumba:

Aquí no va a venir nadie;

¿Quién dijo eso?;

Lo habrá dicho Lezama, pero lo pensamos los dos;

¿Qué pasó entonces, Juan Pablo?;

Uno mató al otro. Sin hablar, sin mediar palabra porque no se necesitan las palabras para reventarle el alma a alguien, para atravesarle el cuello por la carótida, para meterle una bala en el pecho o en el rostro, para romperle la médula de todos los huesos; no se necesitan palabras, pues, para matar a alguien, ni para que lo maten a uno. Sólo sé que en ese momento los dos estaban cercados. Ya lo dije, cercados y juntos, como si fueran hermanos, como gemelos abrazados que mueren juntos, unidos por tendones invisibles, pero no eran gemelos ni hermanos ni morirían abrazados, aunque quizás, muchos años después, morirían juntos. No eran hermanos. No eran el mismo hombre. Yo no estoy loco. Pablo Lezama era uno de Ellos. Juan Pablo Orígenes, que fui yo, era un Enfermo. Tenían que odiarse. No hay muerte posible sin que medie el odio entre el que mata y el que muere. Que nadie crea, Salomón, que yo inventé a Pablo Lezama, o que Pablo Lezama me inventó a mí:

la muerte no es un invento, es el final del libro,

o el comienzo,

la muerte ocurre en los linderos del libro, pero sólo es real para quien no muere, sólo es real para el que permanece y sobrevive llevando consigo la conciencia de la muerte, el saber de la muerte del otro, que nunca será el saber de su propia muerte.

Estuvieron de pie frente a la tumba, pero luego estuvieron dentro los dos. Cayeron dentro, o entrarían a voluntad para matarse más cerca de donde la muerte reside. Aunque la muerte, escribió Orígenes, no reside en los cementerios, reside ahí, afuera, donde Ellos merodean. Entonces fue que adentro de la tumba se mataron. Porque se mataron los dos. Sólo murió uno, pero ninguno de los dos salió vivo del sepulcro. O porque los dos salieron, unificados en uno sólo, en Juan Pablo Orígenes, es que ninguno está de verdad vivo. No se oyó ni un disparo:

La muerte fue un cuchillo, Salomón, y cuesta tanto atravesarle el pecho a un hombre. Cuesta tanto. Hay que ponerse de rodillas sobre él, sobre Pablo Lezama, apretarle la barriga para que no pueda respirar, darle golpes en la cara, desfigurarle la cara hasta el cansancio, hay que morder y presionar, morderle los dedos y los nudillos para que suelte el cuchillo que sacó de quién sabe dónde porque no tuvo tiempo, de veras no hubo tiempo de sacar el revólver; hay que aplastarle el pecho con las rodillas, golpearle la cabeza contra la tierra, arrancarle el pelo y los ojos, el pelo sudado es una araña múltiple, un asqueroso pulpo, y hay que golpear, clavar las uñas, usar los codos, pero de eso no se muere nadie:

hay que agarrar el cuchillo por la empuñadura, firmemente, decididamente, Salomón, y cerrar los ojos, en esto ya no hay firmeza que valga, no hay distancia suficiente en un sepulcro para levantar los brazos en alto y que la gravedad más dramática ayude al crimen, hay que poner el cuchillo sobre el pecho y echar encima el cuerpo, que se hunda en la carne y el hueso toda la rabia de los muertos que tenemos encima, todo el odio que viene con la traición y el fraude, toda el agua llena de sangre de la bahía y el desierto,

hay que aplastar el filo y cortarse las manos, desgajarse las manos como una fruta hasta el hueso, hasta la corteza del hueso y más allá, donde la simiente se esconde, donde la memoria cree guardarse segura de que nadie la alcanza:

la muerte nunca deja sin marca al asesino.

¿Así fue?;

Esto es lo que Juan Pablo Orígenes recuerda;

Entonces fue Orígenes quien mató a su asesino;

Es Juan Pablo Orígenes el que lleva encima el nombre de su asesino. Yo soy el cordero que se viste de lobo. Yo soy el que Ellos creen que es Pablo Lezama;

Entonces, ¿y el cuerpo?;

El cuerpo tiene en el pecho un cuchillo fosilizado;

¿El cuerpo de Pablo Lezama?;

Pero Ellos no lo saben;

¿Qué les dijo a Ellos Juan Pablo Orígenes cuando comenzó a hacerse pasar por Pablo Lezama; qué historia hizo él de lo que pasó después del viaje por el desierto, después de llegar a la frontera?;

Yo les conté esto: les dije que el cuerpo de Juan Pablo Orígenes no será encontrado nunca,

y había el silencio detrás de las palabras, el aliento de un eco que no repite nuestras palabras, que se las roba, se las guarda en los bolsillos como monedas sobre la mano del ahorcado. Había el silencio. Había el espejo de Gesell, limpio como pocas cosas limpias había ahí. Había, como un atento estudiante, el transcriptor que iba pescando los peces del aire, las palabras o los golpes de la máquina y su dentadura alfabética, el pulpo escribiente que atrapaba todas las palabras que saltaban al aire, las que caían al suelo, tímidas, las que se arrastraban entre los pies, escondiéndose, débiles, apenas barnizadas con la saliva mentirosa y blanca de los corderos, las palabras que se lanzaban desde el borde de la mesa al vacío porque nadie las quería, las palabras dormidas de esos recuerdos lejanos, las palabras incompletas que nada dicen, las palabras de odio y de amor si es que en todo esto está permitido el amor tal y como está permitido el odio, y las palabras que iban disparadas hacia Ellos, hacia el monstruoso corazón de esa burocracia inquisitiva, las que decían:

Sí, yo soy Pablo Lezama,

y las que querían decir, pero no lo hacían:

No, yo soy Juan Pablo Orígenes, y soy un Enfermo.

¿Qué pasó con esa transcripción, Ellos también escriben un libro?,

En ese libro Pablo Lezama mató a Orígenes, volvió a la ciudad y sigue vigilando ahora debajo de la máscara del nombre de su víctima. En ese libro yo soy Lezama. En ese libro usted no sabe quién soy, usted escribe sobre el poeta, no sobre el asesino;

¿Qué libro escribió aquel Juan Pablo Orígenes?;

En el libro habría de escribir, entonces, un esbozo de testimonio que terminaría siendo, no mucho tiempo después, el largo testamento de los rencorosos. La heredad, escribió, no es la dádiva del recuerdo, sino la intentona por aligerar la carga en los últimos días: repartir entre los más odiados el peso que nos hunde en el olvido. El libro sería la escritura de un porvenir ya sin pasado. Entonces supo que la historia es un juego cuyas reglas se han extraviado, y que la memoria tiene un cuerpo que vamos desmembrando con los años hasta dejar solamente la sombra de una idea;

eso es el libro. Pero la memoria restituye solamente aquello que nos desbarata el alma. La memoria es un cuchillo. Deje usted de escribir sobre Pablo Lezama, Salomón;

¿Quiere Juan Pablo Orígenes olvidar a Pablo Lezama?;

Usted también querría olvidarlo. Usted, Salomón, querrá olvidarlo todo, como yo, pero ya será demasiado tarde y no tendrá salvación. La historia nos alcanza, siempre viene detrás y corre con prisa. No le gusta ser pasado a la historia, no le gusta el olvido sino cuando Ellos escriben con su puño y su letra. Siempre hay alguien queriendo hacer la historia hoy, pero es que la historia no tiene tiempo, no tiene ahora. La historia tiene orillas y sus bordes son afilados. Su muerte, Salomón, como la mía, ya está escrita en el libro que Ellos escriben. Usted y yo ya estamos muertos, o quizás haya que decir:

ya estaremos muertos cuando dejemos de hablar,

seguir hablando no nos salvará la vida. A mí me reventará el alma un aneurisma, dirán que fue una muerte tranquila, que estaba dormido y nunca desperté, que me enterrarán con todos los honores con que se entierra a un poeta. Ellos creen que yo he sido un poeta, lo creen porque así lo escribieron en sus libros. A usted, Salomón, quizás lo colgarán de un puente, desnudo, sin nombre, sin esperanza, porque es más fácil hacer pasar su muerte como cosa de las mafias,

yo no estoy hablando con nadie: usted y yo ya estamos muertos. Nuestro presente es mañana mismo, cuando ya no estemos. Pero ahora no, que ahora nadie piense que ya hemos muerto: no está muerto el que sigue hablando, no está muerto el que vive en el libro: hoy no estamos muertos todavía, todo habrá de ocurrir en ese mañana que nunca esperamos, que nos sorprenderá en el sueño, como nos sorprende el desierto cuando entramos en sus entrañas, como nos sorprende el cáncer cuando viene su mordida lenta, como nos sorprende la bahía cuando estamos a punto de golpear el agua;

¿Así fue?;

Sé que lo último y lo primero que vi de la ciudad fue el viejo y desgastado y roto monolito por donde pasa el cáncer, el trópico, la imaginaria línea de la frontera que nunca de verdad nos separó del desierto y de la muerte,

sí,

creo que así fue.

La Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas. Por un crimen se conoce a los demás. «La conjunción del error y de la locura llevan igualmente a lo absurdo y lo extraño» (Un Nuevo Demócrito al Lector)

No se pierde sin castigo el pasado

Ida Vitale

UNA VIDA CON, DENTRO, EL RECUERDO de infinitas vidas.

Por eso, le decía Salomón a Bernardo Ritz, la biografía de Orígenes no puede ser un relato simple. Hace falta la polifonía, como en su poesía, como en sus novelas. Y esperaba una señal de aprobación, un gesto, cualquier motivo para seguir adelante sin sentir que estaba torciendo el camino del libro;

pero Bernardo Ritz, que tenía una mente de trazos minuciosos, donde el requiebro ocupaba el mismo lugar que el error, le respondía que no, que aquello era un documento sobre la vida de un escritor, no sobre política ni sobre estudiantes locos ni sobre otros escritores o amigos de la juventud:

Cíñase a la literatura, le dijo, el texto aparecerá en la edición de las obras completas, no es ni siquiera un libro: es parte de un libro que tampoco es suyo.

Siempre tuvo la sensación de que Bernardo Ritz lo trataba como a alguien que llega a la ventanilla de la oficina de reclamación a hacer algún trámite trabajoso y lento, como en esas llamadas telefónicas interrumpidas siempre por otras llamadas telefónicas que se intercalaban cuando Ritz le decía:

Espere un momento;

y el momento podía durar quince, veinte minutos, una hora de espera o incluso no tener fin; o como esas visitas a su oficina en las que nunca dejaba de entrar gente que iba y venía por los pasillos del Ministerio como si no tuvieran dónde sentarse, como si su trabajo fuera ir y venir por los pasillos y las ventanas, y que pasaban sin tocar la puerta interrumpiendo la conversación como si Estiarte Salomón no estuviera ahí, como si fuera parte del mobiliario, y que Bernardo Ritz casi siempre aprovechaba para zanjar los encuentros con un genérico:

Quedamos en eso;

y una mirada que lo echaba a Salomón de aquella oficina con olor de cigarrillo, papelería nueva y betún de zapatos.

Salomón, sin embargo, no hacía caso a los consejos, o exigencias, de Bernardo Ritz: en cambio, seguía buscando Enfermos, concertando entrevistas, llamando a Orígenes, que cada vez era más evasivo; a Isidro Levi, que siempre lo invitaba a su casa y terminaban hablando de otras cosas; a Eliot Román, que le contestaba el teléfono cuando le daba la gana; y aquello que debía ser algo breve, un texto que sirviera de introducción a las obras completas del escritor, se estaba convirtiendo en un tomo independiente, en un volumen incontenible donde aparecían:

los Enfermos, salidos de todos lados, perdidos en cualquier sitio;

las calles de la ciudad de Orabá, donde los pasos de los que huyen se confundían con los pasos de los perseguidores, con el estruendo de los tiros, con las puertas que se abrían y se cerraban;

el río con su cauce de baba lenta y sumisa, con su nombre repetido en el nombre de la ciudad, donde todo regresa;

los volúmenes de la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas de Eliot Román, enterrados en algún sitio, llenos de palabras y notas;

los grafitis en los muros de toda la ciudad, que escribió, en su momento, Juan Pablo Orígenes y, después, el propio Isidro Levi;

el nombre y las diferentes muertes y vidas de un desconocido llamado Pablo Lezama, a quien nadie reconocía ni recordaba, de quien nadie podía ofrecer una descripción, ese fantasma albino que aparecía simultáneamente en todos lados y en ninguno;

el intento de secuestro de algún político, a inicios de aquel último año en que se erradicó la Enfermedad, cuando finalmente Orígenes se fue al norte del País, huyendo a quién sabe dónde, y donde se mantuvo oculto algunos años;

los Guardias Blancos, que mataban estudiantes o gente cualquiera que se pusiera en el camino, que entraban en las casas rompiendo las puertas, que dejaban caer desde los helicópteros los cuerpos, quizá todavía con vida, de los capturados, en el abismo duro del agua de la Bahía de las Águilas;

la Botica Nacional, donde algunos Enfermos lograron salvar la vida, donde Eliot Román recibió tres o veinte tiros en las piernas y la espalda, sobreviviendo quién sabe cómo;

y los versos, las historias, indudablemente, de Juan Pablo Orígenes, de Isidro Levi, que habían hecho de la escritura una especie de culto secreto que a nadie le importaba;

¿Cómo no hacer con eso un libro?, ¿cómo no decirlo todo?

Una vez, cuando habló con Eliot Román, le preguntó:

¿Qué le gustaría que se dijera de todo aquello?;

y Eliot Román le respondió:

Que se sepa;

y se quedó callado, quizás pensando que todo el mundo en Orabá ya lo sabía, pero que a nadie le importaba;

luego le hizo la misma pregunta a Isidro Levi, que le dijo:

El asesino vive mientras haya víctimas;

y Salomón supo de inmediato que estaba citando a Orígenes;

Ya no tenemos veinte años, Salomón, le explicó Isidro Levi, ya pasó mucho tiempo, ¿sabe cuánta gente ha venido a preguntarme por los Enfermos en todos estos años, antes de usted? Cada uno que viene, por eso entiendo a Orígenes, a Eliot Román, a todos, cada uno que viene, le digo, Salomón, nos revive el miedo que uno siente en la juventud cuando se juega la vida, cuando uno puede jugarse la vida, o cree que puede, o cree que lo hace; yo conocí a muchos que lo hicieron; y a esta edad nuestra tener miedo es un trabajo muy cansado, penoso, que nos revive cosas que ya no podemos hacer, que nos recuerda los nombres y las caras de aquellos a los que tuvimos miedo, y ellos viven porque ustedes, todos ustedes que vienen sin ninguna preocupación, Salomón, nos los devuelven desde el olvido, nos entregan a ellos y a su recuerdo una y otra vez,

¿qué cosa nueva puede decir usted de la Enfermedad, o de aquellos años, o de cualquier cosa de las que ocurren hoy mismo y hay tanta gente hablando?,

¿qué cosa puede decir usted, Salomón, que sea más intensa, más cierta, más alumbradora?;

y Salomón se quedó callado, y en su cuaderno de notas escribió:

La memoria es a veces un incordio.

Lo mismo le preguntó a Orígenes en otra ocasión, una tarde en el Sin Rumbo, y Orígenes, que empezó la respuesta cientos de veces, que ensayó un asomo de enunciado y a veces dejaba escapar un cierto silbido, el aspaviento inicial de una frase, un seseo leve de globo desinflándose, de pulmón herido, de último suspiro en vida y primera respiración de espectro, le contestó, como si hablara de otra cosa:

Yo quiero salirme de esa memoria, Salomón, no me hace falta recordar, a veces me da vergüenza el pasado;

¿Por qué, Juan Pablo?, le preguntó;

y Orígenes, luego de otro rato, otra pausa, un despacioso aliento de enfermo y cigarrillo, un desparpajado corte en la conversación como si de verdad anduviera pensando en decir todo aquello que siempre quiso decir pero que se quedó guardado como si se hubiera tragado un puñado de alacranes, luego de un silencio así, apretado en el cogote, le dijo:

Sospecho que mi vida es lo que no recuerdo;

y aunque tenía dos cigarrillos encendidos en el cenicero, encendió uno más porque, quizás, el paso del tiempo es lo primero que el olvido nos roba, la aprehensión del paso del tiempo es lo primero que perdemos cuando perdemos la memoria:

Recordar algo que no está aquí, en lo nuestro cercano, o no recordar algo que sí está y que es vecindad irremediable: esto, sin duda, usted puede comprenderlo, Salomón:

tantas cosas hay en la congoja, tantos pesares en el discernir,

no hay acontecimiento que no cifre su permanencia en nosotros bajo la forma de una herida, como una cicatriz rasposa, como la crucifixión de una memoria que no nos salvará, le dijo,

le queda muy poco que ofrecer a mi futuro. Cada noche escucho a Aurora, esto usted no se lo diga a nadie, escucho a Aurora que me dice, cuando estoy quedándome dormido:

Le queda muy poco que ofrecer a tu futuro, Juan Pablo;

y tiene razón, yo también lo sé. Y por eso, Salomón, lo que yo quiero es olvidar. No me importa la justicia.

Pero Salomón, que sí era joven y que creía que se jugaba la vida escribiendo esas palabras, anotó en su cuaderno:

Si la memoria no nos salva, que se salve la memoria.

Y entre paréntesis agregó: (Primera frase del libro).

¿QUIÉN LE TIENE MIEDO a la memoria?

Una vez Orígenes le dijo:

Todo lo que ya perdí estará en algún lado.

Quizá fue entonces que Salomón comprendió que la historia de la vida de Juan Pablo Orígenes no estaba solamente en la memoria del escritor, y que sería necesario, para completarla, buscar lo perdido, lo que constantemente, durante las entrevistas, Orígenes negaba o confundía o mezclaba:

A veces la memoria es una amenaza, Salomón.

La amenaza, tal vez, era Pablo Lezama, o su recuerdo, o la sola evocación de su nombre. Seguía sin saber, Estiarte Salomón, si aquel nombre era un recuerdo real o un recuerdo inventado, si era parte de esas amenazas de la memoria que se atoraban en la voz y que cobraban cuerpo en la forma del desierto, el viaje a la frontera, el regreso a la ciudad, esas latencias olvidadas que persisten en la memoria como un pulso, como un rumor que viene de lejos, como una voz que de pronto nos habla en los sueños;

Como los Enfermos, decía el poeta.

Cuando le preguntaba por los Enfermos, Orígenes casi siempre terminaba hablando de otra cosa:

¿Cómo fue que usted se acercó a los Enfermos, Juan Pablo?;

y aunque Orígenes sabía, en el fondo, de qué le hablaba Salomón, le decía:

Todo empezó con mi madre, con el cáncer de mi madre, yo nunca conocí a nadie enfermo, luego, con los años, vino la ceguera de Isidro Levi, que la viví muy de cerca, ¿sabe?, hasta que Isidro no pudo más y murió;

Pero Isidro Levi no está muerto, Juan Pablo;

Eso dígaselo a él;

o le preguntaba:

¿Los Enfermos eran comunistas, anarquistas, qué eran?;

A mí me contaron, le decía, que los Enfermos eran unos locos, que escribían en las paredes, que lloraban todo el día;

¿Pero, usted era un Enfermo?;

A veces me duele la espalda, y se me olvidan cosas; lo que pasa es que quien no vivió la historia perdona más fácilmente. Conocí a una muchacha que estaba enferma, se desmayaba a cada rato, era imposible bailar con ella.

Entonces Salomón le contó que la primera vez que él escuchó hablar de los Enfermos, su padre, cuando todavía estaba en vida, en voz alta le dijo:

Querían cambiar el mundo, eran estudiantes, decían que estaban enfermos;

¿Enfermos de qué?;

De lo que han perdido, de lo que otros han perdido, de lo que nadie tiene.

Un día, pensando en Isidro Levi, Orígenes le dijo que los ciegos siempre hablan de la vista porque uno siempre habla de lo que ha perdido:

Así son los Enfermos, siempre hablaban de lo perdido;

y Salomón le preguntó:

¿De qué hablan los Enfermos, Juan Pablo?;

Ya no hablan, ya están muertos todos, contestó.

Pero otro día:

No existe la maldad, existe la manifestación de la maldad, como tampoco existe la memoria, sino la manifestación de la memoria. El libro es el lugar donde la memoria se hace cuerpo. La Enfermedad tampoco existe, Salomón, lo que existe es el cuerpo del Enfermo, donde todo se manifiesta en su dureza y su infección;

luego dijo:

Un Enfermo es un muchacho flaco que esconde una pistola bajo la camisa.

Para cuando Estiarte Salomón habló con Juan Pablo Orígenes por primera vez, con el firme encargo de escribir su biografía, ya sabía que los Enfermos habían soñado con un País distinto, que habían soñado con la guerra y despertaron encerrados en sus tumbas, que la bahía estaba llena de sus cuerpos, hundidos como anclas que han perdido su barca, que eran los que soñaban con la utopía sabiendo que no hay utopía que no se cumpla con la herida de la violencia, que los Enfermos son los que arden ante la negligencia y la comodidad, que se prenden fuego espontáneamente y hablan del tiempo como si el tiempo no pasara, como si todo estuviera aquí hoy y no hubiera distancia; que son los que se saben perseguidos y perseguidores, los que sabían que la ciudad es el hospital de los rebeldes, el núcleo encerrado donde se guarda la voluntad en un archivo perdido entre carpetas y formularios, los que nunca supieron que el peor lugar para una revolución no proclamada es, precisamente, la calle, la casa, la ciudad.

Y podría hundirse Estiarte Salomón en cada recuerdo, enterrarse en lo hondo de cada remolino, en el pelaje espeso de la memoria, en la condenada idea de ir y venir haciendo perdedizo el verdadero sentido del recordar, sin volver al comienzo de todo, al principio en donde, a la distancia, Juan Pablo Orígenes pronunciaba unas palabras llenas de pulpa y entraña, una cosa oculta que había que desatorar de la garganta del tiempo y comprender para acercarse, quizás, a la verdad sobre Orígenes, sobre Pablo Lezama:

¿Quién era de verdad Pablo Lezama?;

la primera vez Orígenes le había dicho:

Pablo Lezama es un recuerdo;

un despedazado recuerdo que no agarra forma, pensaba Salomón, o una alevosa manera de contar un secreto sin decirlo,

una especie de albino o lienzo en blanco al que hay que ir poniéndole, prueba y error, unos ojos ¿negros?, una boca que no dice mucho, un sonido respiratorio encajado en la nariz, el pelo quizá desordenado, una palidez que se mueve en la noche porque los crímenes, entonces, siempre eran en la noche, en lo escondido, y porque el nombre de Pablo Lezama tendría que ver con algún crimen.

Cada nombre tiene su historia, le dijo Orígenes, o su hora del día, o su mes del año, o su esquina de una calle, o su canción favorita, o su ojo de la cara, o su diente de la boca. Cada nombre lleva a un lugar específico. El nombre de Pablo Lezama siempre llevaba hacia la noche, o hacia donde la noche era posible.

¿Cómo saber, se preguntaba Salomón, quién era Pablo Lezama?, ¿cómo saber que Orígenes no había inventado todo aquello?

Entonces Orígenes le habló, un día, de los otros Enfermos:

Yo apenas los conocí, Salomón, íbamos a la escuela juntos, pero uno no se imagina que los compañeros de escuela van a ir por ahí robando bancos o quemando autobuses. Conocí a Eliot Román, por ejemplo;

y le habló de la Biblioteca Ambulante de Libros Izquierdistas:

Eliot Román había nacido, dijo Orígenes, en el margen del Orabá cuando el Orabá sale de la ciudad y cambia de nombre, cuando el río deja de ser una corbata pasiva y elegante y se convierte en una soga alrededor de cualquier pescuezo; cuando el río, en lugar de alejarse, se acerca a uno y crece y se desborda siempre, cuando el río es río y no frontera interior, cuando el río es salvaje como los ríos deben ser y come gente y perros locos y caballos tristes, que es lo que comen los ríos de verdad, y no la basura y la mierda que en las ciudades les damos para mantenerlos mansos y que se dejen rasurar y cambiar de curso. En esos márgenes nació Eliot Román, que también fue salvaje;

¿Eliot Román era un Enfermo?;

Usted, Salomón, cree que todos estaban Enfermos. No se equivoque, en aquellos tiempos había de todo, había Enfermos, había Pescados del Partido Comunista, había Morelinos, había Espartacos y Jesuitas, había Guardias Blancos, Halcones del ejército, Orejas de la policía política, Perspectivos y Mafufos, delatores comunes y corrientes, políticos corruptos, como también los hay ahora, izquierdistas, derechistas, Maderistas de los de Ciudad Madera, no de los de la Revolución, y había hijos de puta y cabrones que estaban ahí nomás porque no tenían nada más que hacer, y había periféricos y simpatizantes, antipáticos y apartidistas. No todos estaban Enfermos;

¿Y Eliot Román?;

Él sí era un Enfermo;

¿Hace cuánto que no lo ves, Juan Pablo?, y quizás en la pregunta había una trampa;