Annie en mis pensamientos - Nancy Garden - E-Book

Annie en mis pensamientos E-Book

Nancy Garden

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Beschreibung

Cuando Liza conoce a Annie en un museo de Nueva York, no sabe qué pensar de esa chica tan extraña a la que le gusta cantar, las leyendas artúricas y las plantas... pero sabe que se siente muy cerca de ella. La amistad entre Liza y Annie pronto se convertirá en algo muy, muy especial, pero también extraordinariamente complicado. El libro Annie en mis pensamientos (Annie On My Mind), de Nancy Garden, es un clásico en la ficción juvenil lésbica. Narra la historia de amor de dos chicas muy diferentes, Annie y Liza, con la ciudad de Nueva York de fondo. KAKAO BOOKS lo edita por primera vez en castellano desde su publicación en 1982. Premios: - Booklist Reviewer's Choice (1982) - American Library Association (ALA) Best Books (1982) - ALA Best of the Best Books for Young Adults (1970-83)  "Ninguna obra ha hecho tanto por la ficción juvenil LGBT como este clásico sobre dos chicas adolescentes que se enamoran." School Library Journal"La literatura adolescente lleva esperando este libro mucho tiempo." VOYA

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Créditos

Annie en mis pensamientos

(Annie On My Mind)

Nancy Garden

Traducción de María Gay Moreno

Esta historia no es real. Los personajes son ficticios y la Academia Foster no existe fuera de esta novela. La casa que compartían las profesoras Stevenson y Widmer es muy parecida a una casa donde una vez viví, una casa que adoraba; no obstante, hasta donde yo sé, allí nunca ocurrió ningún incidente como el que describo en este libro.

Nancy Garden

Para todos nosotros

Está lloviendo, Annie.

Eliza Winthrop, Liza, observó sorprendida las palabras que acababa de escribir. Era como si hubieran aparecido en la página que tenía ante sí sin que ella lo hubiera pretendido. Lo que había pretendido escribir era: «La casa de Frank Lloyd Wright en Bear Run, Pensilvania, es uno de los ejemplos más tempranos y admirables del uso que un arquitecto puede dar a los materiales de la naturaleza y de sus alrededores para…».

La lluvia de aquel noviembre gris golpeaba insistentemente la ventana de su pequeña habitación en la residencia de estudiantes, y el viento hacía que las gotas se pulverizaran contra el cristal. Liza pasó la página de su libreta y escribió:

Querida Annie:

Llueve tanto como el día que nos conocimos, el noviembre pasado. Las gotas son tan gordas que caen como en cintas, ¿te acuerdas?

Annie, ¿estás bien?

¿Eres feliz? ¿Encontraste lo que querías en California? ¿Aún cantas? Seguro que sí, pero no lo has mencionado en tus cartas. ¿A la gente se le pone la carne de gallina cuando cantas, como me pasaba a mí?

El otro día vi a una mujer que me recordó a tu abuela y pensé en ti, en tu habitación, en los gatos y en tu padre contando historias en el taxi aquel Día de Acción de Gracias. Justo entonces llegó tu última carta, donde dices que no me volverás a escribir hasta que tengas noticias mías.

Es verdad que no te he escrito desde la segunda semana que estuviste en el campamento de música este verano. Lo que pasa es que no podía dejar de pensar, de darle vueltas a lo que pasó, y no era capaz de escribirte. Lo siento. Sé que no es justo. No es nada justo, sobre todo, porque tus cartas han sido maravillosas y sé que voy a echarlas de menos. Pero no te culpo por no volver a escribir, de verdad.

Annie, supongo que todavía no soy capaz de escribirte, porque ya sé que no voy a enviar esta carta.

Liza cerró los ojos y se pasó la mano distraídamente por el pelo moreno, corto y ya alborotado. Tenía unos hombros encorvados que la hacían parecer, incluso de pie, más baja que su metro sesenta de estatura. Inconscientemente, hizo un par de rotaciones para intentar aliviar el dolor ocasionado por estar demasiado tiempo sentada ante su mesa de dibujo y después en su escritorio.

La chica que vivía enfrente solía meterse con ella por perfeccionista, pero muchos estudiantes de primero de Arquitectura habían llegado al MIT (el Instituto Tecnológico de Massachusetts) recién salidos de hacer prácticas en verano en grandes empresas, mientras que Liza se había pasado las primeras semanas tratando de seguir el ritmo con la lengua fuera. Aun así, seguía habiendo un plano sin terminar en su mesa de dibujo y un trabajo sin terminar sobre Frank Lloyd Wright en su escritorio.

Liza soltó el bolígrafo, pero tras unos momentos lo volvió a coger.

Creo que, antes de poder enviarte una carta, tengo que aclarar lo que pasó. Tengo que pensar en ello otra vez. En todo: en las partes malas y también las buenas. En nosotras y la casa, la profesora Stevenson y la profesora Widmer, Sally y Walt, la profesora Baxter, la directora Poindexter y los administradores, mis padres y el pobre Chad totalmente desconcertado. Annie, algunas cosas me va a costar recordarlas.

«Pero quiero recordar», pensó Liza mientras se acercaba a la ventana. «Ahora quiero recordar».

La lluvia ocultaba el río Charles y la mayor parte del campus; apenas podía ver el edificio de enfrente. Aun así, siguió mirándolo e imaginando que se trataba de… ¿Qué? ¿Su calle en Brooklyn Heights, en Nueva York, donde había vivido toda su vida hasta ahora? ¿Su antigua escuela, la Academia Foster, que se encontraba a unas manzanas del piso de sus padres? ¿La calle de Annie en Manhattan; el instituto de Annie? O la misma Annie, aquel primer día de noviembre…

1

La profesora Widmer, que enseñaba Lengua en la Academia Foster, siempre decía que la mejor manera de empezar una historia es con el primer incidente importante o emocionante y que los detalles del fondo se rellenan después.

Así pues, yo voy a empezar con el lluvioso domingo del pasado noviembre en que conocí a Annie Kenyon.

Llevo queriendo ser arquitecta desde mucho antes de saber escribir la palabra, así que siempre he pasado mucho tiempo en museos. Aquel día, para concentrarme en las ideas que tenía para la casa solar que estaba diseñando en mi proyecto de fin de bachillerato, había ido al Museo Metropolitano de Arte a visitar el Templo de Dendur y el ala americana.

El museo estaba tan abarrotado que decidí empezar por el ala americana, ya que a veces hay menos gente allí, especialmente en la tercera planta, que era donde yo quería ir. Al principio parecía que iba a ser cierto: cuando llegué a lo alto de las escaleras, había tanto silencio que creí que tal vez no habría absolutamente nadie. Sin embargo, al comenzar a pasear por las estancias coloniales, oí a alguien cantar. Recuerdo que me detuve un instante a escuchar y después comencé a acercarme al sonido. Fue sobre todo por curiosidad, pero también porque, fuera quien fuera, tenía una voz preciosa.

Había una chica de mi edad —diecisiete años— sentada en la ventana de una de las estancias coloniales más antiguas, cantando y mirando al exterior. Yo sabía que más allá de esa ventana solo había un fondo pintado, pero, de alguna manera, la chica, su capa gris y la canción que cantaba me trasladaron a un ensueño donde la plantación Plimoth o la colonia de la bahía de Massachusetts se extendían tras el cristal. La chica bien podría haber sido una joven de la época colonial, y su canción daba la impresión de ser triste. No presté mucha atención a la letra.

Al cabo de un momento dejó de cantar, aunque no de mirar por la ventana.

—Sigue, por favor —me oí decir.

La chica se sobresaltó al escuchar mi voz y se dio la vuelta. Tenía el pelo negro muy largo, la cara redonda con una nariz diminuta y una expresión de tristeza en los labios, pero fueron sus ojos lo que me llamó más la atención. Eran tan negros como el pelo y daba la impresión de que ocultaban tras ellos más de lo que nadie pudiera imaginar.

—Oh —dijo, llevándose a la garganta una mano larga y esbelta que contrastaba con la forma redonda de su cara—. ¡Me has asustado! Pensaba que no había nadie. —Se envolvió todavía más en la capa.

—Era muy bonito lo que cantabas —dije rápidamente, antes de que me diera vergüenza. Le sonreí y ella me sonrió también, dubitativa, como si todavía estuviera recuperándose del sobresalto—. No sé qué canción era, pero me imagino totalmente a alguien de la época cantándola en esta sala.

La sonrisa de la chica se amplió y sus ojos chispearon por un instante.

—Ay, ¿de verdad? —dijo—. No era una canción real, me la estaba inventando sobre la marcha. Me había imaginado que era una chica en la época colonial que echaba de menos Inglaterra; ya sabes, a su mejor amiga y esas cosas. Y a su perro, porque le habían dejado llevarse al gato, pero no al perro. —Soltó una risita—. Seguro que el perro tenía un nombre superoriginal, como Bobby.

Yo también me reí, y luego no se me ocurrió nada más que decir. La chica caminó hacia la puerta y parecía que iba a marcharse, así que volví a hablar rápidamente.

—¿Vienes mucho por aquí? —Al instante, me dio mucha vergüenza lo estúpido que había sonado.

Ella no pareció pensar que era una pregunta estúpida. Sacudió la cabeza, como si fuera muy en serio, y respondió:

—No. Tengo que ensayar un montón, pero a veces me aburro. —Se sacó el pelo de la capa y lo dejó caer sobre sus hombros. La capa se le abrió un poco y pude ver que debajo llevaba unos pantalones de pana verdes y un jersey marrón muy poco coloniales.

—¿Ensayar? ¿Canto, dices? —pregunté.

Ella asintió y comentó distraída:

—Estoy en un grupo especial en el instituto y damos recitales de vez en cuando. Y tú, ¿vienes mucho por aquí? —Ahora estaba muy cerca de mí. Se apoyó en el marco de la puerta y giró la cabeza ligeramente.

Le dije que sí, le conté que quería ser arquitecta y que estaba trabajando en una casa solar. Cuando comenté que iba a ir al Templo de Dendur, ella respondió que solo lo había visto desde fuera del museo y me preguntó si me importaba que viniera conmigo.

Me sorprendió que no me importara, porque normalmente me gustaba ir sola a los museos, sobre todo cuando estaba trabajando en algo.

—No —le dije—. Es decir; vale. No, no me importa.

Caminamos hacia el piso inferior. Yo me sentía algo incómoda, y entonces se me ocurrió preguntar por fin:

—¿Cómo te llamas?

—Annie Kenyon —respondió ella—. Y eso… ¿qué es?

Yo contesté «Liza Winthrop» antes de darme cuenta de que Annie no me había preguntado el nombre. Acabábamos de llegar a la sección de arte medieval, instalada en una sala grande y abierta. Toda la parte trasera estaba ocupada por la impresionante reja dorada de hierro forjado de un coro. Annie la miraba fijamente con los ojos muy brillantes.

—Es de una catedral española —expliqué, orgullosa—. De 1668…

—Es preciosa —me interrumpió Annie. Siguió mirándola en silencio, como hipnotizada, y luego inclinó la cabeza como si estuviera rezando. Un par de personas que pasaban por allí la miraron con curiosidad, y yo intenté convencerme a mí misma de que era ridículo que me sintiera incómoda.

«Puedes irte si quieres», recuerdo pensar. «No conoces a esta chica en absoluto. A lo mejor está loca. A lo mejor es una fanática religiosa».

Pero no me fui y, al cabo de unos segundos, Annie se volvió hacia mí sonriendo.

—Lo siento si te he avergonzado —comentó mientras salíamos de la sala.

—No pasa nada —dije yo, pero aun así me aseguré de llevar a Annie rápidamente a la sala de armas y armaduras, que siempre solía atravesar de camino al templo. Esta sala es una de mis partes favoritas del museo: la entrada está flanqueada por caballeros a tamaño real vistiendo armaduras completas y montados a caballo. El primero de ellos está preparado para atacar con su lanza, que apunta al frente; es decir, a quien entre en la sala.

A Annie pareció encantarle. Creo que fue una de las primeras cosas que me hizo decidir que me caía muy bien, aunque también pensara que era algo rara.

—¡Oh, mira! —exclamó, adentrándose entre las filas de caballeros—. ¡Oh, son geniales! —Aceleró el pasó haciendo florituras con una lanza imaginaria y luego empezó a brincar como si ella también fuera a caballo.

Una parte de mí quería hacer lo mismo. Ya he mencionado que los caballeros siempre me han encantado y, además, de pequeña estaba obsesionada con el rey Arturo. Sin embargo, la otra parte de mí estaba tiesa de vergüenza.

—Annie —empecé a decir, con el tono de advertencia que mi madre solía utilizar cuando mi hermano y yo nos portábamos mal de niños.

Pero en ese momento, Annie acababa de caerse de su caballo imaginario y había soltado su lanza. Desenvainó una espada imaginaria de forma tan convincente que despertó mi admiración a mi pesar, y cuando exclamó: «¡En garde! ¡Luchad o acabaré con vos!», supe que no iba a poder contener la sonrisa durante mucho más tiempo.

—Si no os enfrentáis a mí, caballero —dijo—, ¡lamentaréis el día en que me tirasteis del caballo en este verde bosque!

Tuve que reírme entonces: su fantasía era muy contagiosa. Además, me había dado cuenta de que en ese momento en la sala solo había dos niños que se encontraban en el otro extremo. No tardé mucho en dejar de resistirme: salté de mi caballo imaginario y exclamé, con mi mejor estilo artúrico:

—No seré yo quien se enfrente a un caballero desmontado desde mi corcel. Ahora que mis pies tocan la tierra, ¡no viviréis para contar la batalla del día de hoy! —Arrojé al suelo mi lanza imaginaria y desenvainé una espada yo también.

—¡Vive Dios que vos tampoco! —gritó Annie, con una falta de lógica que nos haría reír más adelante—. ¡Preparaos para morir! —volvió a exclamar, amenazándome con su espada.

Enseguida empezamos a corretear y saltar entre las filas de caballeros, atacándonos con las espadas imaginarias e imprecándonos con insultos caballerescos. Tras el tercer insulto, los niños que estaban al otro lado de la sala se acercaron a mirar.

—¡Yo voy con la de la capa! —chilló uno—. ¡Dale fuerte, dale!

—Pues yo quiero que gane la del chubasquero —dijo su amigo—. ¡Vamos, vamos!

Annie y yo nos miramos y acordamos en silencio pelear hasta la muerte para el disfrute de nuestro público. El único problema era que yo no sabía bien cómo nos íbamos a poner de acuerdo sobre quién moriría y cuándo.

—¡Eh, vosotras! ¿Qué está pasando aquí? ¡Parad inmediatamente! ¿No sois ya un poco mayorcitas para estas cosas?

Noté que una mano me sujetaba el hombro con fuerza y, al girarme, me encontré con el uniforme de los guardias del museo coronado por una cara muy, muy roja y enfadada.

—Lo sentimos muchísimo, señor —dijo Annie con una expresión de inocencia tal que una no sabía cómo nadie era capaz de enfadarse con ella—. Los caballeros son tan… ¡magníficos! No los había visto nunca y me he dejado llevar.

El guardia gruñó, aflojó un poco la presión sobre mi hombro y volvió a decir:

—Sois un poco mayorcitas para estas cosas las dos. —Fulminó con la mirada a los dos niños, que en ese momento observaban la escena apiñados y con la boca abierta—. ¡Y a vosotros no se os ocurra imitarlas! —rugió mientras los niños huían como ratoncillos asustados. 

Cuando se hubieron marchado del todo, el guardia volvió a mirarnos con el ceño fruncido, aunque el enfado no alcanzaba a sus ojos.

—No ha estado mal el combate —gruñó—. Tendríais que meteros en una compañía de teatro. Pero ya está bien —añadió agitando un dedo amenazante—. No lo hagáis más aquí, ¿de acuerdo?

—Desde luego, señor —dijo Annie, compungida.

Yo asentí, y las dos contuvimos el aliento mientras el guardia se alejaba con pasos pesados. En cuanto desapareció, nos echamos a reír.

—Ay, Liza —dijo Annie—, creo que nunca me lo había pasado tan bien.

—Ni yo —confesé—. Eh, ¿y sabes qué? Ni me ha dado vergüenza. Bueno, solo un poco al principio.

Entonces pasó algo curioso: nos miramos la una a la otra; es decir, nos miramos de verdad por primera vez. Y, por un momento, creo que no habría sido capaz de decir mi propio nombre ni dónde estaba. Nunca me había pasado algo así, y creo (no: sé) que me asusté.

No conseguí volver a hablar hasta después de un rato, e incluso entonces solo me salió decir:

—Vamos, al templo se va por aquí.

Pasamos en silencio por la zona de Egipto, y observé la cara de Annie cuando entramos en el ala Sackler y vio por fin el Templo de Dendur, con el estanque y el espacio abierto frente a él.

Es una visión que impacta a la mayoría de la gente, incluso a mí, a pesar de haberlo visitado muchas veces. Creo que es por la ausencia de sombras y por la luminosidad desnuda y pura, hasta en un día tan lluvioso como aquel. La luz penetra en haces a través de los paneles de cristal, tan abiertos como el cielo, y se refleja en el estanque, con lo que el espacio actual del templo parece tan vasto y cambiante como tuvo que ser su entorno original a orillas del Nilo, miles de años atrás.

Annie soltó una exclamación nada más entrar.

—¡Estamos en el exterior! —dijo—. Lo parece, vaya. Y lo parece mucho. 

Extendió los brazos como intentando abarcarlo todo y dejó escapar el aliento en un suspiro exasperado, como si le frustrara no dar con las palabras adecuadas.

—Lo sé —dije yo, que tampoco había dado nunca con esas palabras, y Annie sonrió.

Después, con la espalda muy erguida, caminó lentamente junto al estanque y hacia el templo como si se tratara de la mismísima diosa Isis, que inspeccionaba el lugar por primera vez y lo aprobaba. Cuando volvió, se acercó tanto a mí que nuestras manos se habrían rozado si las hubiéramos movido.

—Gracias por enseñarme esto —me dijo—. Y la reja del coro también. —Se alejó un poco—. Esta sala es como tú. —Sonrió—. Luminosa y clara. No sombría, como la reja del coro y como yo.

—Pero si tú eres… —Me detuve al darme cuenta de que iba a decir «muy guapa», sorprendida y confundida ante mis pensamientos. La sonrisa de Annie se ensanchó, como si me hubiera leído el pensamiento, pero luego se alejó.

—Me tengo que ir, se está haciendo tarde —dijo.

—¿Dónde vives? —La pregunta se me escapó antes de que pudiera pensármelo mucho. Pero tampoco había motivo para no preguntar.

—Muy arriba —dijo Annie tras dudar un momento—. Mira. —Se apartó la capa y palpó uno de sus bolsillos, del que sacó un lápiz gastado y una libretita. Escribió su dirección y su número de teléfono, arrancó la página y me la dio—. Ahora tú.

Escribí mis datos yo también, y después seguimos charlando mientras volvíamos a atravesar la sección de Egipto y salíamos al lluvioso exterior. No recuerdo de qué hablamos, pero recuerdo haber sentido que algo importante acababa de ocurrir, y que las palabras no eran importantes.

Al cabo de unos minutos, Annie había subido a un autobús urbano y yo caminaba en dirección opuesta para coger el IRT hacia mi casa, en Brooklyn. Solo me di cuenta a mitad de camino de que no había pensado en nada de mi proyecto de la casa solar.

2

Al día siguiente, un lunes, la temperatura subió un poco y fue más propia de octubre que de noviembre. Me sorprendí al ver que seguían quedando hojas en los árboles después de la lluvia del día anterior. Las hojas caídas en la calle estaban casi secas, al menos la capa superior de ellas, y mi hermano Chad y yo las removimos mientras caminábamos hacia el instituto.

Chad es dos años más joven que yo, y se supone que se parece a mí: es bajito, robusto, tiene los ojos azules y lo que mi madre llama «cara de corazón».

Más o menos tres años después de casarse, mis padres se mudaron de Cambridge, Massachusetts, donde está el MIT, a Brooklyn Heights, que se encuentra al otro lado de la parte baja de Manhattan. Mi barrio no se parece en nada a Manhattan, que es la zona de Nueva York que la mayoría de la gente visita: es más un pueblo que una ciudad en muchos aspectos. Tiene más árboles, flores y arbustos que Manhattan y no demasiadas tiendas grandes ni edificios de oficinas; no se respira el mismo ambiente bullicioso. La mayor parte de edificios de Brooklyn Heights son residenciales: casas de piedra rojiza de tres o cuatro plantas con jardincitos delanteros y traseros. Siempre me gustó vivir ahí, aunque puede llegar a ser algo aburrido en el sentido de que casi todos son blancos y los padres de casi todo el mundo son médicos, abogados, profesores o peces gordos de las finanzas, del mundo editorial o del sector de la publicidad.

Como decía, aquel lunes por la mañana, mientras Chad y yo atravesábamos las hojas caídas hacia el instituto, Chad repasaba en alto los poderes del Congreso y yo pensaba en Annie. Me preguntaba si volvería a saber de ella y si me atrevería a llamarla en caso negativo. Había colocado el papel donde había escrito su dirección en una esquina de mi espejo y lo veía cada vez que me cepillaba el pelo, así que pensé que seguramente la llamaría yo si no lo hacía ella antes.

Chad me tiró del brazo. Parecía molesto, o más bien exasperado.

—¿Qué? —dije.

—¿Dónde estás, Liza? Acabo de enumerar todos los poderes del Congreso, te he preguntado si estaban bien y no me has dicho nada.

—Por Dios, Chad, yo no me acuerdo de la lista entera.

—Pues ya podías, con las notazas que sacas siempre. ¿Qué sentido tiene aprender algo un año si lo vas a olvidar al año siguiente? —Se echó el pelo hacia atrás de la forma que solía hacer que nuestro padre le recordara que le hacía falta cortárselo, cogió un puñado grande de hojas del suelo y me las echó por encima, sonriendo. Los enfados de Chad no solían durar mucho—. A lo mejor estás enamorada, Li —repuso, llamándome con el apodo que solía utilizar conmigo. Después volvió a mi nombre real y canturreó—: ¡Liza está enamorada, Liza está enamorada…!

Fue curioso que dijera aquello.

En aquel momento ya casi habíamos llegado a la escuela, pero me eché la cartera al hombro y le bombardeé con hojas el resto del camino hacia la puerta.

La Academia Foster parece una mansión victoriana antigua de madera, justo lo que fue antes de convertirse en un centro educativo independiente (privado) donde se enseñaba desde preescolar hasta la universidad. Algunas de las torretas principales y decoraciones recargadas que adornaban el deslucido edificio blanco habían empezado a desmoronarse cuando yo estaba en secundaria, y cada año más estudiantes se marchaban a centros públicos. Como la mayor parte del dinero de la Foster procedía de las matrículas y solo había unos treinta alumnos por clase, perder más de un par al año constituía un desastre importante. Por eso, aquel otoño, la junta de administración había contratado a un organizador de campañas de recaudación de fondos profesional que había «impulsado» una «campaña fundamental», como le gustaba decir a la directora Poindexter. En noviembre, el comité de publicidad de padres y madres había puesto carteles por todo Brooklyn Heights pidiendo contribuciones para salvar la Academia Foster, aparecían anuncios en el periódico regularmente y había planes para organizar una operación de captación de alumnos en primavera. De hecho, cuando le tiré a Chad el último puñado de hojas aquella mañana, casi me choqué contra el portavoz de la campaña de recaudación de fondos: el señor Piccolo, padre de una alumna de primer año.

—Buenos días, señor Piccolo —dije rápidamente para ocultar lo que había hecho.

Él sonrió y nos dedicó a ambos una sonrisa como de avestruz. Era alto y delgado, como su hija Jennifer, y vi que Chad simulaba tocar un flautín al adentrarse en el instituto. Era una broma habitual en la Academia que padre e hija se parecían al instrumento musical de su apellido.

Yo sonreí y fingí tocar el flautín también como respuesta a Chad. Después me dirigí a mi taquilla a través de los grupos de estudiantes que charlaban sobre su fin de semana. Seguramente saludé a un par de compañeros, pero sin duda seguía bastante distraída porque después me enteré de que había pasado justo delante de un cartelón con letras rojas en el tablón de anuncios del sótano, junto al último anuncio relacionado con la recaudación de fondos; lo había dejado atrás sin echarle un solo vistazo:

CLÍNICA DE PERFORACIÓN DE OREJAS DE SALLY JARRELLDE 12 A 1 DEL MEDIODÍA, 15 DE NOVIEMBREBAÑO DE CHICAS DEL SÓTANO1,50 $ por agujero y oreja

Sally Jarrell era entonces mi persona favorita en el instituto. Éramos como la noche y el día: creo que lo más importante que teníamos en común era que no encajábamos del todo en la Foster. No quiero decir que la Foster fuera para esnobs, porque eso es lo que dice siempre la gente sobre los centros privados, pero supongo que muchos alumnos se creían bastante especiales. Y había muchos grupitos, pero ni Sally ni yo formábamos parte de ninguno de ellos. Lo que más me gustaba de ella, antes de que todo cambiara, era que siempre hacía las cosas a su manera. En un mundo de gente que parecía salida de una fotocopiadora, Sally Jarrell no era el duplicado de nadie, por lo menos aquel otoño.

Juro que no me fijé en el cartel incluso tras pasar por delante una segunda vez, y en ese momento Sally estaba al lado, mirándome la oreja izquierda como si tuviera un bicho en ella y murmurando algo sobre un botón. Solo me di cuenta de que la cara delgada y pálida de Sally parecía algo más delgada y pálida de lo normal, seguramente porque no le había dado tiempo a lavarse el pelo; le caía por los hombros lánguidamente.

—Sí, unos sencillos —dijo.

Esa vez la oí con toda claridad, pero antes de poder preguntarle de qué hablaba, sonó el timbre y el pasillo se llenó de repente de empujones y del estruendo de taquillas que se cerraban. Fui a Química, y Sally se alejó hacia el gimnasio contoneándose misteriosamente.

Yo me olvidé de todo el asunto hasta la hora de comer, cuando fui a mi taquilla a por el libro de Física: ese año tenía muchas asignaturas de ciencias porque quería ir al MIT.

El pasillo del sótano estaba a rebosar de chicas que parecían estar haciendo cola para algo. También había algunos chicos esperando junto a Walt, el novio de Sally, que se encontraba en una mesa cubierta con un mantel blanco. Sobre el mantel había una botella de alcohol, un bol lleno de cubitos de hielo, una bobina de hilo blanco, un paquete de agujas y dos mitades de patata cruda peladas, todo dispuesto ordenadamente.

—Eh, Walt, ¿qué pasa aquí? —pregunté, fascinada.

Walt, que era algo pomposo (Chad le llamaba «Dos Caras», pero a mí me caía bien), sonrió y señaló el cartel con una floritura:

—Uno cincuenta por agujero y oreja —leyó animadamente—. ¿Uno o dos, señora presidenta? ¿Tres, cuatro?

El motivo por el que me llamó «señora presidenta» era el mismo por el que yo deseé haberme quedado en casa con gripe aquel día en cuanto leí el cartel. Nunca me lo había conseguido explicar, pero, cuando hubo elecciones, un compañero me nominó como presidenta del consejo estudiantil y gané. Se suponía que el consejo estudiantil, que representaba al cuerpo de los estudiantes, dirigía el instituto en lugar del profesorado o la administración. En lo que a mí respectaba, creía que mi responsabilidad principal como presidenta del consejo sería asistir a reuniones de vez en cuando. No obstante, la directora Poindexter no pensaba lo mismo.

En septiembre me había dado una charla bastante vergonzosa sobre dar ejemplo, sobre cómo yo debía ser su «mano derecha» y sobre cómo tendría que asegurarme de que todo el mundo siguiera las a veces disparatadas «reglas y valores» de la Foster «al pie de la letra».

—Adelante, anímese —exclamó Walt—. Si la gentil presidenta de nuestro consejo estudiantil… o, mejor dicho, de nuestro augusto consejo estudiantil al completo, fuese la primera —Me hizo una reverencia—, seguro que el negocio florecería. Por aquí, señora…

—Cállate, Walt —dije mientras repasaba mentalmente las reglas de la Foster, esperando que la directora Poindexter no pudiera aplicar ninguna específicamente a la perforación de orejas.

Walt se encogió de hombros, me ofreció el brazo y me llevó hasta el principio de la cola.

—Como mínimo, señora presidenta —me dijo—, la invitamos a observar.

Pensé en negarme, pero decidí que seguramente tendría sentido que me hiciera una idea de lo que estaba pasando, así que asentí. Walt se abrochó los botones de los puños de su camisa azul (vestía muy bien; aquel día llevaba un traje beige de tres piezas) y volvió a hacer una reverencia.

—Si nos dan un momento, damas y caballeros… voy a hacerle a la presidenta un tour de las… eh, instalaciones, y enseguida estaré de vuelta —dijo. Me llevó hacia la puerta y se giró, guiñándoles el ojo a los pocos chicos que se agrupaban alrededor de la mesa—. La señorita Jarrell me ha indicado que se encargaría de ustedes, caballeros, tras… despachar a unas cuantas señoritas. —Al pasar, dio un codazo en las costillas a Chuck Belasco, el capitán del equipo de fútbol, y murmuró—: También me ha pedido que les comunique que está ansiosa por atenderlos como se merecen. —Eso, por supuesto, dio lugar a un estallido de risas roncas por parte de los chicos.

Entré al baño de las chicas justo a tiempo de oír cómo Jennifer Piccolo soltaba una exclamación de dolor; sus ojos marrones se llenaron de lágrimas.

Cerré la puerta rápidamente (Chuck intentaba ver lo que pasaba) y me las arreglé para llegar a la mesa que Sally había instalado frente a los lavabos a través de las cinco o seis chicas que esperaban su turno. Los mismos elementos que había sobre la mesa del pasillo se encontraban también en esta.

—Hola, Liza —dijo Sally alegremente—. Me alegra que hayas venido.

Sally llevaba puesta una bata de laboratorio. Sujetaba en una mano una mitad de patata y, en la otra, una aguja ensangrentada.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, e hice un gesto señalando a Jennifer, que sorbía con fuerza por la nariz mientras toqueteaba con cuidado el hilo rosáceo que pendía de su oreja derecha.

Sally se encogió de hombros.

—Creo que no soporta muy bien el dolor. Jen, ¿vamos a por el otro?

Jennifer asintió valientemente y cerró los ojos mientras Sally enhebraba la aguja sangrienta y la limpiaba con alcohol.

—¿Ves, Liza? —comentó—. Totalmente higiénico. —Las chicas que las rodeaban, algo inquietas, se inclinaron comprensivas hacia Jennifer cuando Sally volvió a acercarse a su oreja derecha.

—Sally… —empecé a decir, pero Jennifer me interrumpió.

—A lo mejor… —dijo tímidamente cuando Sally le puso la patata tras la oreja. En ese momento me di cuenta, con un escalofrío, de que la patata estaba ahí para que la aguja no atravesara otras partes de la cabeza si se le escapaba—. Creo que prefiero tener un solo agujero en cada oreja, ¿vale? —Abrió los ojos y miró a Sally, esperanzada.

—Me habías dicho dos agujeros en las dos orejas —dijo Sally con firmeza—. Cuatro agujeros en total.

—Sí, pero… Me acabo de acordar de que mi madre dijo el otro día algo de que dos agujeros en una oreja no quedan bien y… Bueno, que me estaba preguntando si no tendría razón. Eso es.

Sally suspiró y se acercó a la otra oreja de Jennifer.

—Hielo, por favor —dijo.

Cuatro chicas fueron a tenderle el hielo mientras Jennifer cerraba los ojos otra vez, con una expresión como la que imagino que Juana de Arco tendría al acercarse a la hoguera.

No describiré el proceso entero, más que nada porque fue un poco gore, pero aunque Jennifer se quejó cuando la aguja la atravesó y aunque salió del baño de las chicas tambaleándose y confusa (e hizo que los chicos se desperdigaran, como Walt relató después), insistió en que no le había dolido mucho.

Yo me quedé el tiempo suficiente para comprobar que Sally intentaba tener cuidado, a pesar de las limitaciones de su equipamiento. La patata era realmente útil para evitar que la aguja fuera demasiado lejos, y el hielo, que servía para adormecer la oreja, parecía reducir tanto el dolor como el sangrado. Además, Sally no solo esterilizaba la aguja y el hilo, sino también la oreja.

Me pareció que la operación era bastante segura, así que decidí que todo lo que tenía que hacer, dentro de mis funciones oficiales, era recordarle a Sally que utilizara alcohol cada vez.

Sin embargo, aquella tarde hubo muchos pañuelos ensangrentados presionando orejas en varias clases y, justo después del último timbre, cuando yo estaba en el pasillo hablando con la profesora Stevenson, que enseñaba arte y también asesoraba al consejo estudiantil, una alumna de primero se me acercó corriendo y me dijo, tratando de recuperar el aliento:

—¡Liza! Menos mal que no te has ido todavía. La directora Poindexter quiere verte.

—¿Ah, sí? —respondí, intentando sonar despreocupada—. ¿Sabes para qué?

La profesora Stevenson alzó las cejas. Era muy alta y pálida, y solía llevar el pelo rubio con un peinado a lo paje bastante descuidado. Mi padre siempre se refería a ella como «la mujer del Renacimiento», porque, además de enseñar Arte, coordinaba el equipo de debate, cantaba en el coro de la comunidad y daba clases particulares de cualquier materia a los alumnos si se ponían enfermos durante mucho tiempo. También tenía un temperamento temible, pero, como gozaba de la reputación de ser justa, a nadie le importaba, por lo menos entre los alumnos.