"Antes de arrojarse al mar, la señora Brown fue a misa" - Yolanda Delgado - E-Book

"Antes de arrojarse al mar, la señora Brown fue a misa" E-Book

Yolanda Delgado

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La originalidad del título de este volumen encabezaba una noticia en el Diário de Notícias de Portugal fechado el 29 de marzo de 2015. De un suceso real surgió este libro compuesto por veintisiete relatos en los que Yolanda Delgado Batista juega con los géneros literarios, los códigos de la lengua y distintos lugares geográficos. Rompiendo con la idea preconcebida de lo que entendemos por relato, la autora narra en un estilo muy personal, situaciones cotidianas, pasiones literarias y recuerdos aparentemente autobiográficos. La memoria y la realidad son sus mejores aliadas aunque toda historia que uno se cuente a sí mismo o cuente a otros no sea otra cosa que una sarta de mentiras.  Mujeres y hombres en crisis (Solos), jóvenes desorientados (El tablero imperfecto del mundo); personas excluidas (Cuando una tortuga y Primo Levi me salvaron) e inmigrantes que luchan por conservar su dignidad en tierras extrañas (Baila la diosa en el ombligo de la Luna). Pero también experiencias vividas por escritores admirados (De hombres sin pantalones), ciertos hábitos sociales corrompidos y llevados al absurdo (Comunicado urgente a la nación), y algunas escenas que pudieran formar parte del álbum familiar de cada uno (¡Ay!, Mama Iné), conforman este paisaje humano de ficción.  La voz de la autora, poética, crítica, de una ironía melancólica, en ocasiones mordaz, siempre directa al epicentro del dolor, persiste en el empeño de intentar comprender nuestra sociedad esquinada, conmovedora y compleja en la que vivimos, pero sin duda alguna, de la que somos además responsables.

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SITIO DE FUEGO/229

ANTES DE ARROJARSE AL MAR, LA SEÑORA BROWN FUE A MISA

Y OTROS RELATOS

Yolanda Delgado Batista

Baile del Sol Ediciones | Apdo. Correos, 133 | 38280 Tegueste, Tenerife-Islas Canarias | [email protected] | www.bailedelsol.org

A mi madre y a mi padre.

A Timothy.

«Antes de arrojarse al mar, la señora Brown fue a misa»

Cuando una tortuga y Primo Levi me salvaron

¡Penélope, no corras!

El «efecto mariposa» en la psique humana

La novia

Solos

Gastos innecesarios

Aniversario de boda

Baila la diosa en el ombligo de la luna

El bello durmiente

La cartilla de leer

Exploradores del aire

«Pedid y se os dará», dijo el Señor

El hereje

La tía Rosario y el luchador

La importancia de llamarse

¡Ay!, Mamá Iné

Almuerzo de ayuno involuntario

¿Es la RAE?

Premio de relato corto

De hombres sin pantalones

Homenaje a «un entreverado loco»

¿Escritoras españolas?

Entrevista con Joyce

Cuestión de género

Comunicado urgente a la nación

El tablero imperfecto del mundo

I want to understand. And if others understand –in the same sense that I have understood– that gives me a sense of satisfaction, like feeling at home.

–HANNAH ARENDT

The last interview and other conversations

«Ridendo dicere severum»

(Decir riendo algo serio)

–FRIEDRICH NIETZCHE

Nietzche contra Wagner

«ANTES DE ARROJARSE AL MAR, LA SEÑORA BROWN FUE A MISA»

Este titular epigramático, desconcertante, fúnebre, encabezaba la noticia de un suceso que ocupó un lugar destacado en la portada del Diário de Notícias de Portugal del 29 de marzo de 2015, e igual que apareció, rápidamente quedó engullida en la bruma espesa del olvido adonde, sin que a nadie le importe, van a parar todas las historias y sus protagonistas en cuanto pierden el color de lo nuevo. Vivimos tiempos desechables.

Sucedió lo mismo en España. Los medios de comunicación, entretenidos con la actualidad doméstica, utilizaron para el «caso Brown» el método corta y pega del texto enviado por alguna agencia de noticias, obviaron detalles importantes y lo que in strictu sensu era una tragedia –rocambolesca desde cualquier ángulo posible, sí, pero al fin y al cabo, un drama humano– quedó convertido en una broma.

Tras días de investigación, quien les escribe ha logrado reconstruir los pocos fragmentos conocidos de esta historia que, desde ahora confieso, me tocó muy de cerca pues conozco en persona a la señora Brown aunque no venga al caso explicar desde cuándo ni en qué circunstancias. La profundidad de su mirada permanece intacta en mi memoria. Sus ojos azul índigo parecían se hubieran bebido un océano entero, hablaban con melancolía de un lejano naufragio.

¿Quién podía vaticinar la tempestad que se desencadenaría en su interior una noche de primavera luctuosa? ¿Cuál fue aquella oscura razón que años más tarde la arrojaría al abismo marino? ¿Qué viento huracanado batió las puertas de su dolor? Con toda franqueza, mi querido lector, si tuviera al menos una de las llaves de estas tres puertas, no estaría achicando dudas, recosiendo frases como se remiendan los jirones de las velas, luchando contra el oleaje de preguntas inútiles noche y día en este zozobrante oficio que es escribir.

Pero pongámosle un principio a la odisea Brown, supongamos dio comienzo una mañana fría y lluviosa de finales de febrero, fecha en la que el matrimonio formado por Susan (65 años) y Michel (69) subieron a bordo del transatlántico Marco Polo en el muelle de Bristol, al suroeste de Inglaterra.

Vivían en el empinado pueblo de Shaftesbury, dato geográfico sin importancia salvo porque en ese rincón del mundo, el matrimonio había convivido cuarenta y cinco largos años. Tiempo suficiente para que la charlatanería de los comienzos fuera haciendo hueco a unos silencios cada vez más prolongados. Envejecieron juntos, pero en camas separadas. Se lo habían dicho todo y de todo se dijeron hasta que por la fuerza de la costumbre, aprendieron a decirse lo imprescindible con el mínimo esfuerzo: «Querido, la bombilla del sótano está fundida». «Me voy un rato al pub, querida».

Hace relativamente poco, me he enterado que Michel Brown era un hombre pusilánime, flemático, dotado de una increíble lentitud de reflejos. Su dolencia dipsomaniaca junto a una aguda aversión hacia su cónyuge, se le manifestó un año después de la boda. En el sopor de sus ensoñaciones etílicas odiaba a su esposa con tal grado de perfeccionamiento, que imaginaba el inmenso placer que supondría perderla algún día de vista. Tal idea fermentaba en su subconsciente como uva en barrica, con la cautela y paciencia de quienes, por mucho que a solas lamenten su destino, nunca se esforzarán por cambiar su suerte.

Sin embargo, y contra todo pronóstico, saltándose el reglamento de la rutina conyugal, propuso a su esposa la posibilidad de disfrutar de un crucero: «Respirar otro aire y activar los nervios, querida». La idea de cambiar por unas semanas el tedio del hogar por la sensualidad de las playas del Caribe, a Michel se le antojó una obsesión.

Aquel inesperado arranque de espontaneidad fue celebrado por su esposa. El viaje se convirtió para ambos en «el sueño de sus vidas». Y así, «el sueño de sus vidas», Susie anunció el acontecimiento a sus vecinos y conocidos pocas semanas antes de zarpar. No pudo sospechar que el destino se tomaría a pecho aquella declaración de intenciones, y en un exceso de celo profesional, las vacaciones de ensueño se tornarían una pesadilla inolvidable.

El 26 de marzo, tras treinta y dos días de crucero, el barco procedente de las Islas Barbados hizo escala en Funchal. A falta de cuatro jornadas para que el MarcoPolo concluyera su travesía en el puerto de Bristol, el matrimonio decidió no proseguir el viaje por mar sino por aire, tal y como le comunicaron al capitán sin aportar más detalles al respecto. Según declaró el taxista a la policía, la pareja llegó al aeropuerto alrededor de las 18:55 (hora local). Es a partir de este momento cuando los acontecimientos se precipitan hacia la total confusión.

Una hora más tarde, algunos parroquianos situaron a la señora Brown de nuevo en Funchal, concretamente en la iglesia de São Pedro. Al parecer asistió a la eucaristía del Sábado Santo donde no pasó inadvertida. «Aquella mujer rubia parecía una turista. Cantaba muy fuerte, además en inglés», declaró una testigo óculo-auricular en la comisaría local. La primera de las dos afirmaciones pudo corroborarse gracias a la foto que tras el accidente publicó el Jornal de Madeira. En dicho documento gráfico es fácil reconocer a la señora Brown con gafas de sol en el interior del templo, de pie, sosteniendo un cirio pascual con la mano derecha.

Cuatro horas después, al filo de la media noche del sábado glorioso, un grupo de pescadores escucharon gritos en mitad del océano. «Al principio creíamos que eran pardelas, pero cuando paramos el motor de la embarcación, escuchamos: Help! Help! Fue como en la película Titanic. Es un milagro que la señora esté viva», contaba Marildo Freitas, uno de los tres marineros protagonistas del rescate. En sus explicaciones todos coincidieron en que la señora, una vez a salvo en la pequeña embarcación, se identificó con el nombre de Susie. Temblando de frío y ahogada en lágrimas, les contó que había tenido una fuerte discusión con su marido en el aeropuerto poco antes de embarcar. Él entonces decidió regresar al barco.

A eso de las diez, al salir de misa, mientras paseaba por el paseo marítimo, vio cómo el Marco Polo abandonaba el muelle. Sin pensárselo dos veces, se arrojó al mar creyendo que su esposo estaba a bordo.

El capitán del puerto, Félix Marques, declaró a los medios que todavía quedaban muchos cabos sueltos en la investigación y esperaba que estos quedaran resueltos cuanto antes. Susie Brown había sido localizada a quinientos metros de la costa con síntomas de hipotermia puesto que había estado nadando en el océano más de cuatro horas, valiéndose únicamente de su bolso a modo de flotador.

Primero ingresó por urgencias en el hospital de la ciudad, y desde de allí, fue trasladada al centro Cámara Pestana, el psiquiátrico de mujeres de la isla donde los facultativos le diagnosticaron: cuadro psicótico agudo.

Hecho público el desafortunado suceso, varios viajeros del Marco Polo ofrecieron a un tabloide inglés toda clase de especulaciones y testimonios dudosos sobre el comportamiento de Susie Brown durante el crucero. «Una mañana, el socorrista tuvo que sacar a la señora de la piscina. No paraba de gritar que su marido quería ahogarla», declaró una de las pasajeras. Más adelante, en el mismo artículo, un miembro de la tripulación, que prefirió mantener el anonimato, añadía: «Paseaba sin descanso por la cubierta, arriba y abajo, con la mirada clavada en sus zapatos, sin cesar de farfullar. Le pregunté si se encontraba enferma, y le recomendé que acudiera a nuestro médico. Tenemos un excelente facultativo a bordo, ¿sabe?».

Conjeturas aparte, según informó la policía madeirense, lo único en claro es que el sábado 26 de marzo, a última hora de la tarde, el esposo de la víctima viajó solo rumbo a Inglaterra en la compañía Easyjet. Fue en la madrugada del día siguiente cuando las autoridades pertinentes lograron localizarle y ponerle al corriente del accidente.

Resulta muy difícil de creer, barajar argumentos admisibles que expliquen su conducta. Pero hasta la fecha, que se conozca, Michel Brown ni ha vuelto a la isla portuguesa ni se ha puesto en contacto con su esposa por ningún medio.

Tal y como hiciera el mencionado diario lusitano, aventuro con otra frase epigramática, una certeza que se desprende de este episodio fatal:

El marido olvidó recuperar a su esposa y de paso, la mala conciencia.

CUANDO UNA TORTUGA Y PRIMO LEVI ME SALVARON

¡Bingo!

De pronto, la vida que conocía, que medianamente tenía bajo control, en la que me movía con mis costumbres aprendidas más o menos segura, se desbocó a tal velocidad, que me precipité al vacío con un paracaídas roto.

Para los romanos «vivir» era sinónimo de «estar entre hombres»; «morir», por el contrario, significaba «cesar de estar». De alguna forma, muchos ya estamos muertos, nos hemos convertido en seres superfluos, ignorados. Somos cuatro millones de personas afectadas por una enfermedad contagiosa. En apariencia, conformamos un grupo silencioso, atacados por el virus de la culpabilidad, pero si a cada uno nos colocaran un fonendo en el pecho al despertar o cuando nos duchamos, nos vestimos, tomamos nuestro café, mientras hablamos, o en el momento en el que caminamos por cualquier calle a la deriva... ¡Ay, tristeza!, compañera inseparable. En cada latido: soledad y signos de interrogación.

Lunes, martes, miércoles... Ninguna falta me hace el maldito calendario. Estoy aquí, a la puerta de la oficina, una vez más, con este fracaso pegajoso del que no consigo librarme. Aguardamos en formación militar. Somos mujeres y hombres dóciles. Detesto tanto las filas como reniego de los uniformes, sean verde oliva o cuero negro, igual me da el nombre del zoológico.

Una se siente humillada en una cola. Perder el empleo no es suficiente, debes exhibirte en la calle, guardar un orden de hormiga bajo el ojo atento de un segurita con pistola. Si te quedaba algo de orgullo, lo llevas pegado a las suelas.

Los indignos, los expulsados, los que perdimos el compás del paso, solemos llegar temprano a todas las citas. También hoy, por supuesto. Una de esas primeras mañanas de finales de diciembre en la que todavía los abrigos despiden olor a naftalina.

A quien madruga, Dios le ayuda, pero una vez estemos en el interior de la oficina, el premio al «avispado matutino» quedará desierto. Una máquina vomitona expulsa un trozo de papel con una letra y un par de números. Esperas a que la pantalla electrónica cante tu número de la suerte. ¡Bingo!

¡Qué equivocado estabas, Dante! La esperanza no se abandona en el umbral del infierno, es en el infierno donde la esperanza arde igual que un rastrojo.

Al otro lado de la mesa de este averno burocrático, un tipo mayor con porte de capitán me acribilla a preguntas a las cuales respondo como un soldado inútil. Me escucha con la atención de quien tiene los oídos prejubilados. Rápidamente, para no hacerle perder el tiempo, le hago un breve resumen de mis aptitudes: no sé poner ladrillos, tampoco arreglo tuberías ni cortocircuitos. Carezco de la fuerza física necesaria para cargar cajas en un supermercado, y si no fuera por Primo Levi, esta que tiene enfrente, no se hubiera levantado de la cama. Esto último me lo ahorro. ¡Mira que me da rabia! El asco lo lleva pintado en el rostro, el tipo. Mi caso, como el de cualquiera, le viene importando un comino, al sujeto. Ya tiene bastante con sus problemas; su póliza de jubilación, por ejemplo. Además, no le pagan un plus por aguantar neuras y miserias de cualquier bicho que pase por aquí. Hace treinta y siete años, cuando se puso al servicio del Estado, tuvieron la precaución de extirparle el corazón y los lagrimales. A los sesenta y siete, sus compañeros de departamento le regalarán un reloj ¡¿Qué jubilado necesita un jodido reloj?! y, mientras brindan con vasos de plástico, cantarán en su honor ¡Adiós con el corazón que con el alma no puedo! Sin duda, el tipo es un funcionario ejemplar.

Me pregunta por mis aptitudes. Leer y escribir, digo, por hacérselo corto. Estudios básicos, dicta en voz alta a sus lombrices dactilográficas. Observo cómo teclean eficientes en lo que debe ser mi expediente informático, y presumo que el capitán, con un pie en la reserva, no ha tenido la amabilidad de leer porque lo de guionista de televisión durante mis últimos dieciocho años lo pasa por alto; también la regulación de empleo con la que aquellos gestores, cada uno con un máster en dirección de empresas por la universidad del Tío Sam, resolvieron el problema de su ineptitud, jugándose a los chinos el destino de muchas familias.

«Estudios básicos», consignó en mi ficha penal. No le saqué del error. Preferí disfrutarlo en privado. Me guardé el malentendido en el bolsillo del pantalón, junto con el pañuelo y el cuadernito de notas. Los funcionarios, cuando trabajan, no tienen sentido del humor.

Finalizado el interrogatorio, estampa un sello sobre un trozo de papel con la próxima fecha en la que debo presentarme de nuevo en la oficina. Quién sabe dónde estaré en primavera, Bandini. Posiblemente trabajando por cuenta ajena en cualquier gran empresa. Las de cincuenta estamos muy solicitadas. ¡Eso lo sabe cualquiera!

Los libros también pagan facturas

El día amaneció dentro de una jaula de lluvia. La atmósfera de esta ciudad se torna desagradable, hasta la gente se vuelve más antipática cuando llueve. De un tiempo a esta parte hemos olvidado la manera en la que los labios se desplegaban con la intención de iluminar el rostro con un gesto dulce. Si una sociedad frunce más el ceño que ejercita los músculos risorios..., síntoma de que algo anda atrofiado en este gueto súper feliz en el que la tufarada a pis es el perfume de la ciudad.

Hay un problema de incontinencia urinaria. Madrid, el meódromo capitalino, ha sido destronada. Inclusive al cielo le han robado el azul de Velázquez. La luz biliosa de un tiempo pasado, oscuro y miedoso, parpadea renqueante en las farolas. Esta ciudad se ha convertido en la boca de un viejo insano devorando las entrañas de sus hijos. ¿Por qué sigo aquí? ¿Entre unas calles que me son tan familiares y en todo momento tan extrañas? Preguntas manoseadas como inútiles. Callejones sin salida en las que una se emperra. Y erre que erre.

El mal tiempo resulta un fastidio para lo que me he propuesto hacer hoy. Pero, en cuanto llego a casa, empiezo a llenar el carrito de la compra hasta arriba de libros para otra vez salir deprisa, sin mirar atrás. Mejor hacer las cosas en caliente, que ya nos conocemos. Me quedaría como aquellos dos, esperando a Godot y la casa sin barrer.

La primera vez se me ocurrió llamar a una librería de segunda mano que recogía libros a domicilio. Llegaron dos hombretones y se llevaron los libros que ocupaban dos librerías Billy (de 160 cm de ancho, 30 de fondo y 202 cm de alto con altillo supletorio). Había ejemplares nuevos, recién publicados, todavía las editoriales me enviaban puntualmente sus novedades. Otros, como las obras de los premios Nobel editados en papel biblia, la enciclopedia Larousse de doce tomos –fuente bibliográfica de referencia en mis años escolares–, catálogos de arte y algunos suplementos de la revista Japón habían ocupado primero las estanterías de la casa de mis padres. Puede que aquellos viejos volúmenes no tuvieran ya valor económico, pero sí mucho del sentimental. Conocía bien cuánto sacrificio se había puesto en cada libro, en una familia de muchos hijos como la nuestra.

Mientras se producía aquel expurgo forzoso, escuchaba en mi interior la Quinta de Mahler a modo de: «sinfonía mortuoria con biblioteca vacía al fondo». Como supongo le sucede a muchas personas, también yo guardo en mi interior una sinfonola con vida propia. Un repertorio musical caprichoso que, a la mínima oportunidad, hace saltar un tema u otro según las circunstancias.

Ajenos a la desestabilización emocional que padecía en aquel momento, los dos hombres de una voluminosidad desproporcionada, cuyos cuerpos acromegálicos me recordaban al boxeador italiano, Primo Carnera, atrafagados con bolsas de plástico de hipermercado, a toda prisa recolectaban tomates en lugar de libros. Esa sutil diferencia de puntos de vista, tan común cuando se hace negocio a costa de la necesidad del otro, me hirió en lo más hondo.

En ningún momento, la pareja de antropoides hicieron mención del vil metal aunque bien que se aseguraron de guardar la mercancía en la furgoneta. Y cuando les pregunté: cuánto, me respondieron: nada. Pero, ¡si hay algunos que salieron ayer y están intactos!, protesté con nerviosismo. De todas, todas, aquello era un robo que a mí me cogió desarmada. A uno de ellos, el de cabeza pequeña y cara grande, se le debió soltar alguna fibra sensible porque en un gesto atrofiado y burdo, casi me arrojó un billete de diez euros. En verdad fueron cinco, pero digo diez para no pintarlo más miserable. Hecha una furia, interrumpí el concierto íntimo. «Entschuldigen Sie bitte, Herr Mahler», me disculpé. «Comprenda usted que me encuentro en una situación violenta. Su música resulta demasiado elevada y sublime para desperdiciarla ahora con individuos de este calibre». La ira cabalgaba al galope en mis venas. Fuera de mí, le grité al mamut dónde podía meterse el billete. ¡A no! ¡A no! ¡ANO! Repetí tres veces. El gran cínico: el ojo que se caga en todo naturalmente.

Una vez aquellos ladrones se hubieron largado, y a medida que fueron pasando las horas, yo seguí recriminándome lo idiota que había sido. La próxima vez... La próxima vez caería en el mismo error. Hay personas que no cambian.