Antología poética de Gabriela Mistral - Gabriela Mistral - E-Book

Antología poética de Gabriela Mistral E-Book

Gabriela Mistral

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Beschreibung

El presente libro es una selección de los textos poéticos de Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura en 1945. Incluye poemas de todas sus obras (Desolación, Tala, Ternura, Lagar y Poema de Chile) y una "entrevista póstuma" preparada por Alfonso Calderón –quién ha tenido a su cargo la antología– sobre la base de la correspondencia de la Mistral y materiales de archivo. Antología poética de Gabriela Mistral incluye, asimismo, una nota con abundantes y completos datos biográficos de la autora.

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Ch861

M678a Mistral, Gabriela, 1889-1957.

Antología poética de Gabriela Mistral/

Selección de Alfonso Calderón.

–2a reimp. de la 16a ed.– Santiago de Chile: Universitaria, 2017.

208 p.; 13 x 18,5 cm (El mundo de las letras)

ISBN Impreso: 978-956-11-2102-7

ISBN Digital: 978-956-11-2731-9

1. Poesías chilenas I. t. II. Calderón, Alfonso, 1930-2009, comp.

© 1974, ALFONSO CALDERÓN

Inscripción Nº 42.576. Santiago de Chile

Derechos de edición reservados para todos los países por

© Editorial Universitaria, S.A.

Avda. Bernardo O’Higgins 1050. Santiago de Chile.

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos, químicos o electrónicos, incluidas las fotocopias, sin permiso escrito del editor.

DIAGRAMACIÓN

Yenny Isla Rodríguez

DIAGRAMACIÓN DIGITAL: EBOOKS PATAGONIA

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

w w w . u n i v e r s i t a r i a . c l

Índice

Entrevista póstuma a Gabriela Mistral

Datos biográficos de Gabriela Mistral

DeDESOLACIÓN

El niño solo

Credo

El encuentro

Amo amor

El amor que calla

Éxtasis

Íntima

Desvelada

Vergüenza

Balada

Los sonetos de la muerte

Interrogaciones

El vaso

El ruego

Poema del hijo

Paisajes de la Patagonia

I. Desolación

II. Árbol muerto

III. Tres árboles

El espino

A las nubes

DeTALA

Lápida filial

Nocturno de la consumación

Nocturno de la derrota

Gestos

La copa

La medianoche

Dos ángeles

Historias de loca

I. La muerte-niña

II. La flor del aire

III. La sombra

IV. El fantasma

Materias

I. Pan

II. Sal

III. Agua

Dos himnos

I. Sol del trópico

II. Cordillera

País de la ausencia

La extranjera

Beber

Todas íbamos a ser reinas

Cosas

Ausencia

Canción de las muchachas muertas

Deshecha

Confesión

Vieja

Dedicatoria

“Muerte de mi madre”

“Nocturno de la consumación”

“Nocturno de la derrota”

“Dos Himnos”

“Saudade”

“Beber”

“Todas íbamos a ser reinas”

DeTERNURA

Piececitos

Hallazgo

Rocío

Apegado a mí

La noche

Arrorró elquino

Canción amarga

El establo

Niño rico

Niño chiquito

Canción de la muerte

¿En dónde tejemos la ronda?

Dame la mano

Los que no danzan

Que no crezca

Encargos

Miedo

Devuelto

La nuez vana

II. Jugarretas

La pajita

La manca

La rata

El papagayo

El pavo real

DeLAGAR

La otra

Campeón finlandés

Nacimiento de una casa

Mesa ofendida

La abandonada

La fervorosa

La que camina

Muerte del mar

El regreso

Puertas

Patrias

Último árbol

DePOEMA DE CHILE

Viento norte

Valle de Elqui

Monte Aconcagua

Chillán

Biobío

Helechos

Niebla

Electra en la niebla

ENTREVISTA PÓSTUMA A GABRIELA MISTRAL

Esta entrevista ha tenido como propósito el presentar, en forma relativamente vasta, el pensamiento y los recuerdos de Gabriela Mistral. Para ello hemos revisado algunas correspondencias particulares, el notable archivo mistraliano del padre Alfonso Escudero y lo que resta del archivo del Instituto de Literatura Chilena de la Universidad de Chile.

Nos será perdonado el haber entresacado de aquí y de allá, refundido preguntas y respuestas, pero era la única manera de conservar un texto unitario y coherente. Aseguramos no haber agregado una sola palabra a los textos y todo lo que va en las respuestas es de Gabriela Mistral.

Los textos consultados corresponden aproximadamente a los años que van desde 1920 a 1956.

Agradezco también a don Francisco Rojas Encina por haberme permitido el acceso a su archivo particular de periódicos.

A. C.

¿Cómo era usted de niña?

—Yo era una niña triste... una niña huraña como son los grillos oscuros cuando es de día, como es el lagarto verde, bebedor de sol.

¿Dónde, verdaderamente, nació usted?

—Yo nací en Vicuña, por accidente. Mi madre tuvo miedo de dar a luz en el pueblecito de La Unión, donde mi padre era profesor de la escuela, y donde había solo una “meica”. A caballo fue trasladada a Vicuña, y allí nací, el 7 de abril de 1889.

A los diez días mis padres me llevaron al pueblo de La Unión. Mi infancia la pasé casi toda en la aldea llamada Monte Grande. Me conozco sus cerros uno por uno. Fui dichosa hasta que salí de Monte Grande; y ya no lo fui nunca más.

¿Cuáles fueron las razones de esa infelicidad?

—Quedé en Vicuña por mis estudios. Fui matriculada en una escuela pequeñísima. La Directora de la Escuela, que había sido maestra de mi hermana Emelina, era mi madrina y tenía una reputación de santa. Estaba casi ciega y por ello me hacía que yo la acompañara al colegio, para no tropezar en la calle. Yo tenía ocho años. Mi hermana me había encargado también al visitador de la escuela, don Bernardo Araya, a quien le gustaba conversar con los niños y me hacía ir todos los domingos a su casa. Cada vez me regalaba papel, pluma y lápices. Estos detalles parecen tontos, pero no lo son en relación con lo que voy a contarle. Mi madrina me había puesto para que yo repartiera el papel a las demás alumnas. Yo era tímida y las otras muchachas audaces y con un mano­tón me quitaban siempre más cuadernillos. Resultado, el papel se acabó antes de la mitad del año. Cuando esto ocurrió, me acusaron a mí de habérmelo robado. La Directora sabía que mi hermana era profesora y me daba todo el papel que yo quería, y otro tanto hacía con Bernardo Araya. ¿Para qué iba yo, entonces, a robarme el papel? Sin embargo, fui acusada de ladrona, y la Directora, aquella mujer considerada como una santa, dio una lección contra el robo mirándome a mí. Yo, que era una niña puro oídos y sin conversación, no dije nada. A este propósito, sus amigas le decían siempre a mi madre: ‘Vos tan conversadora, y a esta niña no se le oye nunca la voz’; pues bien, aquel día cuando oí a la Directora, yo me quedé trabada, sin poder enunciar palabra. Después, afuera, me esperaban las otras muchachas con los delantales llenos de piedras que lanzaron contra mí. Llegué a la casa de mi tía, donde me alojaba, con la cabeza llena de sangre, y mi hermana tuvo que venir a buscarme y llevarme con ella a Diaguita…

¿No viene lo de La Serena, enseguida?

—Después de aquello me quedé un tiempo de vaga en la casa. Me pasaba las horas en el huerto con los árboles que eran mis amigos, hasta que mi hermana decidió que yo no podía seguir así. Por aquel entonces ella se casó con un hombre con dinero. Pero a su marido no le gustaba tener a su suegra y a su cuñada en la casa. Inventaron entonces ponerme en la Normal de La Serena. Di los exámenes con nota buena. Yo no sé de dónde consiguió mi mamá, que era una viejecita con estatura de niño, los tres mil pesos de fianza que exigían, y que para aquel tiempo eran una suma enorme. Es el hecho que llegó el día de mi ingreso a la Normal. La directora era una yanqui que apenas hablaba español, de modo que salió a recibirnos la subdirectora, Teresa Figueroa de Guerra, para decirle a mi mamá que yo no estaba admitida. Mi mamá, que era porfia­da, insistía en que yo había salido bien y tenía la fianza. Fue inútil. Entretanto, yo permanecía muda y sin comprender nada. Solo años más tarde supe por qué yo había sido recibida primero y luego echada de la Normal, por boca de la propia Teresa Figueroa. Resulta que por aquel tiempo yo leía libros que me prestaba un curioso hombre que yo conocía, don Bernardo Ossandón, un astrónomo que me había hecho leer a Flammarion, y yo había escrito un artículo en que decía que la “naturaleza era Dios”. A causa de aquella frase, pagana, el capellán de la Normal dijo, en consejo de profesores: ‘Esta niña es naturalista’ y pidió que yo no fuera admitida. Yo ni siquiera conocía el significado de aquella palabra.

El secreto de la felicidad está en la oportunidad con que nos llegan las cosas. Y la infancia la marca a una para siempre. La mía fue desdichada y nadie podrá devolverme jamás la alegría que me robaron…

¿Había comenzado usted a escribir, por esos años?

—No lo sé con precisión. Me veo escribiendo siempre; pero supongo que comencé a hacerlo alrededor de los diez años. Mi hermanastra recogía mis papeles y los rompía, argumentando que me distraían de los estudios; pero mi madre salía en mi defensa diciendo: “Déjala; si ella se entretiene así…”.

¿Entiendo que, después de lo de la Normal usted comienza a hacer clases?

—Por aquel entonces mi cuñado se había arruinado y yo tuve que trabajar para sostener a mi madre. Conseguí la única vacante posible en el pueblecito de Compañía Baja. Así me inicié como maestra interina a los catorce años de edad y con alumnos que eran, a menudo, mayores que yo.

¿Aparece en ese momento Romelio Ureta?

—Yo conocí a Romelio siendo profesora en la Compañía, o sea cuando tenía poco más de catorce años. Él debe haber tenido veinte o veintiuno. Era un hombre vulgar. Una bella cabeza, un rostro casi feo.

Nos pusimos de novios; pero él no tenía dinero para tomar mujer. Un día me dijo que se iba al norte a buscar trabajo en las minas, para hacer dinero y regresar a buscarme para que nos casáramos. Aquella promesa constituye el re­cuerdo más dulce que tengo de él; pero volvió al poco tiempo sin nada. Luego se enredó con una muchacha que, pertene­ciente a una familia que tenía humos de grandeza, lo hizo llevar una vida cuyo tren él no podía seguir. Dejamos de vernos y escribirnos. Pasó el tiempo. Cinco años, en los que, cuando nos divisábamos, huíamos el uno del otro.

Yo era maestra en un lugar llamado Cerrillos, en el fundo de los Ripamonti. Como no había alumnos de día, hacía clases nocturnas. Tenía algunos alumnos de ochenta años y hasta uno que era sordo y al que enseñaba a leer gritándole al oído.

Una noche estaba sentada en un sofá y, de pronto, tuve la extraña sensación de un peso que caía a mi lado y de ese ronquido típico de la agonía. Pensé que algo le había ocurrido a mi madre. Al día siguiente me comuniqué por teléfono con mi hermana, pero ella me aseguró que todo estaba bien. Solo al otro día, cuando llegó el periódico, me enteré de la noticia de que Romelio se había suicidado. El periódico la daba muy escueta, porque su hermano Macario tenía un alto puesto en la compañía de ferrocarriles. Solo algunos días después, de paso por Coquimbo, supe lo ocurrido. Iba yo en compañía de Aurora Barraza, quien fue a una casa a saludar a unas amigas. Yo entré con ella, pero, como de costumbre, no dije mi nombre, de modo que ellas no sabían quién era yo, y se pusieron a comentar el suicidio, que seguía siendo la comidi­lla de todo Coquimbo. Así me enteré de la historia de Romelio con aquella muchacha con la que se decía que iba a casarse. Como no podía seguir el tren de lujo en que se hallaba metido, se había dedicado a jugar. Un día tomó dinero de la caja del ferrocarril donde era empleado. Parece que intentó comunicarse con su hermano para que lo ayudara. No sé qué pasó, si no consiguió hablar con él o qué. Después, en un momento de desesperación, decidió quitarse la vida. Lo preparó todo minuciosamente. Siempre había sido muy pije y le gustaba vestir bien. Para su muerte se vistió de frac. Y aquí viene otro detalle curioso, que nunca he comprendido. Antes de suicidarse rompió todas las cartas de su novia. Después se vistió para la muerte y se disparó un tiro; pero en un bolsillo se le encontró una postal mía… ¿Por qué estaba allí, cuando hacía más de cuatro años que no nos escribíamos? A causa de aquella tarjeta, sin embargo, se asoció su nombre conmigo.

No se suicidó por mí; se mató de vergüenza.

Dado ese conjunto de situaciones desdichadas, ¿dónde le hubiera gustado vivir para ser feliz?

—Hubiera querido vivir entre el pueblo hebreo y ser la Mujer Fuerte de la Biblia.

A propósito de la Biblia, ¿cuándo aparece en su vida para llegar a marcar tan notoriamente su poesía?

—La Biblia es para mí EL LIBRO. No comprendo cómo alguien pueda vivir sin ella, sin que se empobrezca, ni cómo uno pueda ser fuerte sin esa substancia, ni dulce sin esa miel.

Cuando yo era muy niña conservaba viva aún a mi abuela paterna. Era una mujer ancha, vigorosa, físicamente parecida a mí. Decía mi padre que su madre era capaz de leer el futuro en las estrellas. Yo solo sé que era una mujer enigmática, muy silenciosa. Se mantenía casi constantemen­te recluida en su dormitorio, y mi madre me ordenaba todos los crepúsculos que fuera a hacerle compañía.

Recuerdo aquellos atardeceres en mi pueblo de Monte Grande, con una nitidez muy tibia. Mi abuela estaba sentada en un sillón rígido, y yo me sentaba en una banqueta de mimbre. Ella me alargaba su Biblia, muy vieja y muy ajada, y me pedía que le leyera. Siempre me la entregaba abierta en el mismo sitio, en los Salmos de David.

Durante años leí y releí aquellos versos maravillosos, aquellos poemas de vigorosa sonoridad y honda profundidad poética. Al comienzo, sin entender lo que decían, repitiendo como un loro balbuceante; después sintiendo infiltrarse en mi espíritu la poderosa cadencia y fuerza de aquellos símbolos. Entonces, bebiendo la sabiduría milenaria del libro sagrado, hice de la Biblia mi libro predilecto. Y desde entonces, como no encuentro en las oraciones corrientes la belleza y armonía de aquellos salmos, rezo con los versos de “Nuestro Padre David”, como decía mi abuela. Y también a esto se debe, quizás, que mis propios versos tengan cierto sabor bíblico.

¿Es usted cristiana?

—Si usted quiere, llámeme beata. Solo soy creyente. Lo que no quiere decir que sea derechista. Soy una especie de izquier­dista tradicional. ¿Me entiende? Creo que la propiedad, por ejemplo, debe ser subdividida. Pero una revolución social debe inspirarse, entre nosotros, en ideales indoamericanistas. ¿Qué quiere usted? Tengo este misticismo pagano, mitad quechua y mitad maya, y no olvido mi sangre india…

¿Pero en qué cree?

—Creo en las catacumbas, creo en la rehúsa del alma delante del éxito físico, carnal y material. Creo en la santa testarudez de los primeros cristianos.

Me parece recordar que alguna vez usted indicó que se hallaba muy cerca del socialismo.

—Soy socialista, un socialismo particular, es cierto, que consiste exclusivamente en ganar lo que se come y en sentirse prójimo de los explotados.

¿Y los cristianos explotadores?

—El cristiano presidente puede mantener vistas muy claras sobre sí mismo. ¿Teme por sus bienes o teme realmente por la civilización cristiana?

Usted es cristiana. ¿No se dio el baño orientalista, en cierta época?

—Yo fui budista durante más de veinte años; creía en el Karma de los orientales, como otros creen en las Moiras de la mitología. Fui una buena budista, pero evolucioné, así lo creo.

En una de sus respuestas usted mencionó el éxito. ¿O exitismo? ¿Cómo enjuicia este fenómeno sudamericano y yanqui?

—El exitismo sudamericano es algo descomunal. Me conozco muy bien su cara vulgar; la he visto en la condescendencia ante el dinero, ante el poder estatal, ante la mediocridad personal afortunada. De golpe y porrazo, caímos en el bric a-brac de las democracias fabricadas como los carros Ford o el jabón Palmolive.

¿Cómo ve a la clase media chilena, a la que casi todo el mundo pertenece?

—Tenemos que decir muy claro y preciso que la clase media tiene en Chile un aprovisionamiento tan caro de sus necesida­des que en cada trance revolucionario nuestra magra hacienda de país pobre se queda en poder de ella y que a nuestra fabulosa miseria popular solo se aplican las raspas de la marmita estatal… Toda mi vida vi claro en esto y supe que cuanto tenemos en recursos fiscales debe ser aplicado con una prisa quemante a la clase que en Chile no tiene suelo, muro, mesa ni lecho, que no posee sino luz y aire, al pueblo rural.

Si usted quiere, vamos un momento a su zona de preferencias. ¿Música?

—La Canción de Solveig, el Largo, de Haendel; los lieds, de Schumann, y la Patética, de Tchaikovski.

¿Literatura?

—La Biblia y el Dante. Más la Biblia que el Dante. También las leyendas populares, el simple relato, la sencilla poesía del pueblo. Amo mucho toda la literatura popular. Han ejercido asimismo influencia sobre mí Poe y Guerra Junqueiro. Como todos los poetas modernos, he sentido el influjo de Rubén, pero poco en realidad. Rubén me dio la libertad de lengua rítmica. Otro maestro que ha ejercido sobre mí una influencia más sensible ha sido Tagore.

Entre mis influencias españolas he de mencionar a Eduardo Marquina. Una obra que ha ejercido sobre mí gran influencia es El Candelabro de los Siete Brazos, de Cansino Assens. También me he sentido muy removida dentro de mi pesimismo por Valle-Inclán, en lo que tiene de recio, es decir, en sus Comedias Bárbaras. Mis grandes devociones antiguas son los místicos del Siglo de Oro: Santa Teresa de Jesús, Fray Luis de Granada y, por encima de estos, San Juan de la Cruz.

El Dedalus, de James Joyce, es el más extraordinario relato de adolescencia que yo conozca.

¿De dónde surgió su seudónimo? Hay varias historias circulantes.

—Tomé este nombre, GABRIELA MISTRAL, por tres causas. La primera, por devoción a Federico Mistral, al que me gustó sentir hombre de la tierra; la segunda, porque dicho nombre me agradaba eufónicamente, pero, además de eso y por sobre eso, hay otra razón principal que voy a decirle. Es la tercera causa a que me he referido. La creencia general es la de la primera razón apuntada, que he dejado se extienda porque no he hecho nunca rectificaciones y creo que siempre el que se rectifica se acusa un poco.