Escritos en Brasil: prosa y cartas - Gabriela Mistral - E-Book

Escritos en Brasil: prosa y cartas E-Book

Gabriela Mistral

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Beschreibung

Se reúne por primera vez en un solo libro la producción prosística y epistolar de Gabriela Mistral en su residencia como consulesa en Brasil, entre 1940 y 1945 –con material de su gira de 1937–, donde tuvo una activa presencia en la prensa, con colaboraciones permanentes, y recibió la consideración de los mayores escritores brasileros. En una docena de capítulos, se presenta material traducido del portugués, en especial artículos, entrevistas y cartas, escritas y recibidas por ella de locales, además de personalidades del continente. En 1945 deja en Petrópolis a su hijo –muerto por mano propia, aunque desde 2005 reunidos en tumba común en el valle de Elqui– y parte a Suecia tras el Nobel, con una desconocida secretaria que ya en el barco le mostró su real cara: la de una espía alemana confinada que solo quería salir del país. A pesar del tiempo, este capítulo se desconocía y es junto con el hallazgo de una carta de 1928, desde la Fundación Nobel, de Suecia, solicitando sus obras para la biblioteca de esa institución, uno de los rescates de una gran autora aún por conocer.

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Primera edición, FCE Chile, 2022

Mistral, Gabriela

Escritos en Brasil: prosa y cartas / Gabriela Mistral ; invest., selec., introd. y notas de Carlos Decap. – Santiago de Chile : FCE, Ediciones UFRO Univesity Press, 2022.

390 p. : fots. ; 23 × 17 cm – (Colec. Tierra Firme)

ISBN 978-956-289-275-9

ISBN digital: 978-956-289-290-2

1. Mistral, Gabriela – Correspondencia – Brasil – 1940-1945 2. Mistral, Gabriela – Crítica e interpretación 3. Prosa chilena 4. Literatura chilena – Siglo XX I. Decap, Carlos, invest. II. Ser. III. t.

LC PQ8097.M5 Dewey Ch866 M417g

Distribución en países de habla española

Con este libro, FCE Chile, en conjunto con Ediciones UFROUniversity Press, celebra los 100 añosdel viaje de la poeta a México y la publicación de Desolación.

© Universidad de La Frontera

Av. Francisco Salazar 01145, casilla 54-D, Temuco

Rector: Eduardo Hebel Weiss

Vicerrector académico: Renato Hunter Alarcón

Director de Bibliotecas y Recursos de Información: Carlos del Valle Rojas

Coordinador de Ediciones Universidad de La Frontera: José Manuel Rodríguez

Comité Científico Académico: Mg. Leonardo Castillo Cárdenas, Dr. Mauricio Godoy Molina, Dra. Yéssica González Gómez, Dr. Pablo Navarro Cáceres, Dr. Nicolás Saavedra Cuevas, Dra. Berta Schnettler Morales

D.R. © 2022, Fondo de Cultura Económica Chile S.A.

Av. Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile

www.fondodeculturaeconomica.cl

Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

www.fondodeculturaeconomica.com

Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A.

Cuidado de la edición: Carlos Decap

Diagramación y portada: Macarena Rojas Líbano

Fotografía de portada: Legado Gabriela Mistral, Colección Archivo del Escritor,Biblioteca Nacional de Chile.

Registro de propiedad intelectual 2022-A-3980

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-956-289-275-9

ISBN digital: 978-956-289-290-2

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Índice

Nota de la edición

Sus dos pasos por el “país continente”

ALGUNOS DISCURSOS

Saludo a Brasil

Maternidad y guerra

Los negocios del idioma

Bautizo del avión “Magallanes”

Fiestas de septiembre

La buena fe

Sobre las lenguas íberas

Despedida de los niños de Brasil

ARTÍCULOS SOBRE CIUDADES Y ESCRITORES BRASILEROS

Recado para Carolina Nabuco

Sobre Assis Chateaubriand

Belo Horizonte, la ciudad creada de una sola vez

Dinah Silveira de Queiroz

Recado sobre Mario de Andrade

Un jardín de Petrópolis

La enfermera de Petrópolis

La poesía de Henriqueta Lisboa

GABRIELA MISTRAL VISTA POR SUS PARES LOCALES

María Eugenia Celso

Bienvenida de Anna Amelia de Queiroz

Mario de Andrade

Henriqueta Lisboa sobre Desolación

Assis Chateaubriand sobre Magallanes y Chile

Raquel de Queiroz

Murilo Mendes

Cecilia Meireles

EXTRACTOS DE CINCO ENTREVISTAS

En revista Diretrizes, de Río

En diario Los Andes, de Mendoza

En diario A Manhâ, de Río

En revista Reaçao Brasileira

En Pensamento da América, de Río

RECADOS AMERICANOS

El divorcio lingüístico de nuestra América

Recado sobre Luisa Luisi

Despedida de Alfonso Hernández Catá

Palabras para el Día Panamericano

Paz en América

Recado sobre una maestra argentina

RECADOS CHILENOS

El canciller Fernández y la ruptura de Chile con el Eje

Benjamín Subercaseaux y su “Chile o una loca geografía”

Sobre el maestro Juan Francisco González

Libros de Chile

Arturo Torres Rioseco en Brasil

Escritores brasileros visitan el país

DEL CARTERÍO

Cartas cariocas: De Gabriela Mistral a escritores y funcionarios brasileros

A Mauricio Nabuco

A Assis Chateaubriand

Al subsecretario de Relaciones Exteriores por libro de W. Frank

A las Victorias Regias

A María Eugenia Celso sobre una fiesta literaria

A Iveta Ribeiro

Para un ahijado de guerra

De escritores brasileros a ella

Rui Ribeiro Couto

Carlos Drummond de Andrade

Dos cartas de Jorge de Lima

Manuel Bandeira

Renato Almeida

Rubem Braga

Cecilia Meireles

Tres cartas de Henriqueta Lisboa

Tres cartas de Murilo Mendes

María Eugenia Celso

Vinicius de Moraes

Cartas americanas: A escritores y personalidades en el continente

Dos cartas a Victoria Ocampo (fragmentos)

A Amado Alonso y Guillermo de Torre

A Joaquín García Monje (privada)

A Rafael Larco Herrera (privada)

A Roger Caillois en Buenos Aires

Cartas chilenas:A políticos y escritores

A Pedro Aguirre Cerda

Al ministro de Relaciones Exteriores (privada)

A Norberto Pinilla

A Ismael Edwards Matte por Jorge Amado

A Magda Arce y Marta Brunet

Al presidente de la Alianza de Intelectuales

Carta a El Mercurio

A Winett y Pablo de Rokha

A Óscar Castro

A Gabriel González Videla

LA CIUDAD IMPERIAL DE PEDRO II

La estrella solitaria en cielos petropolitanos

Traslado Consulado

Bandera de Chile

Gabriela Mistral en Petrópolis

Consulesa en radio local

Chile en Petrópolis, por Gabriela Mistral

Morir en Petrópolis

Stefan Zweig

Entrevista a nuestra poeta en exequias de Zweig

Un recado de nuestro Stefan Zweig

Carta a su amigo Alfonso Reyes

Yin Yin

Nota en Tribuna de Petrópolis

Carta al presidente mexicano Ávila Camacho

Carta en “cuadrilátero”

Carta a Eduardo Frei (fragmento)

Sobre la xenofobia

LA LARGA TRAVESÍA AL PREMIO NOBEL

Documentos relativos a su postulación

Oficio de Fundación Nobel

Copia Presidencia de la República de Chile

Carta Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile al director de la Academia Sueca

Carta de Juan Mujica a Gabriela Mistral

Carta de Carlos Errázuriz a Gabriela Mistral

Carta de Gabriela Mistral a Carl August Hagberg

Texto adhesión de las Academias de Letras de Brasil

Carta de Palma Guillén a C.A. Hagberg

Carta de Gabriela Mistral a C.A. Hagberg

La espía del Nobel de Gabriela Mistral

Dos cartas de Marion Terra a Gabriela Mistral

Carta triangular de Gabriela Mistral a Carlos Errázuriz, señora Goes Montero y Palma Guillén

Carta de Gabriela Mistral a Isolina Barraza

Carta de Palma Guillén a Legación de Brasil en Estocolmo

Carta de Gabriela Mistral a la señora Kumling en Río y la historia del abrigo viajero

CRONOLOGÍA BRASILERA

1937

1938

1939

1940

1941

1942

1943

1944

1945

Anexo fotográfico

Bibliografía básica

A mis lectoras favoritas y fieles:Bettina, Colombina, Romina y Julieta.

Nada nos divide en el pasado, nada nos separa en el porvenir. Nuestros destinos históricos se han cumplido paralelamente, sin encontrarse en otras sendas que en el camino real de la civilización y el progreso.

J.A. BARRIGA1

Nunca he podido comprender este hecho: el que la antigua amistad de nuestros países viva de meras razones políticas y carezca enteramente de un ancho intercambio literario.

GABRIELA MISTRAL

Nota de la edición

Para facilitar la lectura de los nuevos lectores de Gabriela Mistral, y como es habitual en las publicaciones del presente siglo, actualizamos tanto la ortografía de sus textos como la edición para hacerla más amigable. Además, cambiamos los adjetivos posesivos en segunda persona: vuestro libro o vuestra obra (el libro u obra de ustedes o su libro u obra), y el tratamiento reverencial que designa al interlocutor como si fuera alta dignidad: vuestra majestad, vuestra excelencia, usado en España y a estas alturas, poco y nada en Iberoamérica, excepto en los tratamientos protocolares de las academias conservadoras. Esto ya fue descrito por Alarcos Llorach (Gramática de la lengua española, 1995): “Una de estas fórmulas, vuestra merced, desgastada por la frecuencia de empleo, ha dado lugar a las unidades de usted de singular y ustedes de plural. Aunque la referencia real que efectúan señala evidentemente una segunda persona (el interlocutor), su comportamiento gramatical se identifica con la tercera persona”.

Asimismo, proponemos poner el gentilicio del gran país continente solo como “brasilero” —en su idioma brasileiro—, como se suele hacer en Sudamérica, al contrario del criterio español, a pesar de que en este idioma la letra ñ había entrado recién a inicios de 1800 e incluso casi desaparece en la década de 1990 del planeta Diccionario.

Sus dos pasos por el “país continente”

La paz es el acta de nacimiento de esta patria; en la paz vino al mundo Brasil, y sus facciones espirituales —derecho, filosofía, literatura— están permeadas de esencias de paz como el naranjo de Bahía tiene sus miembros saturados de olor, de raíz a fruto.

GABRIELA MISTRAL2

Antes de abandonar Europa poco más tarde hacia Brasil, Gabriela Mistral deja por escrito su testamento a su amiga mexicana Palma Guillén en Burdeos, Francia, el 21 de marzo de 1940, en caso de que el barco que la llevará luego a Guanabara naufrague, junto a su secretaria puertorriqueña Consuelo Saleva, Connie, exalumna suya en Nueva York y compañera sentimental por entonces, y su hijo Juan Miguel Godoy, Yin Yin, con el que compartió la tutela con la mexicana. Esto de testar ya lo había hecho antes con Palma Guillén, previo a un viaje también desde Europa a Estados Unidos, en agosto de 1930, cuando volvió a América a hacer clases en el Barnard College, de la Universidad de Columbia.

Gabriela Mistral tuvo por lo menos otros dos pasos por Brasil: uno, en 1925, solo de tránsito en el trasatlántico Oropesa para proseguir a Uruguay y Argentina, y en 1937, en una gira cultural para dar una serie de conferencias y lecturas. El 20 de agosto de 1937, el diario A Noite, de Río de Janeiro, publica una foto de la llegada ese mismo día de “A mais alta poetisa da America no Rio”, a bordo del Asturias y acompañada de Consuelo Saleva: una foto en la prensa carioca las muestra sonrientes y cómplices. Esta gira dura hasta inicios de enero de 1938, cuando la prosigue en Montevideo, donde llegó el 18 de enero de 1938, a bordo del Neptunia; luego la continúa en Buenos Aires y cuando concluye allí, cruza por Bariloche a Chile, pasando por Osorno, Valdivia, Chillán y Santiago; con posterioridad se da la vuelta por el norte a Perú, Ecuador, Panamá, Cuba y Estados Unidos.

Aunque en rigor este libro se centra en su lustro como consulesa, al principio en Niterói y la mayor parte en Petrópolis, recoge algunos de los textos literarios y periodísticos que dejó en esa primera pasada cuando Lucila pisa tierra firme brasilera, en agosto de 1937. Aunque el gran escritor Mario de Andrade publicó en el diario O Estado de Sao Paulo, el 17 de marzo de 1940, un artículo titulado simplemente “Gabriela Mistral”, en el que señala haberla visto en 1927, cuando habría estado en Sao Paulo: “Conocí a Gabriela Mistral ya en plena madurez, maciza y lenta. Fue en 1927, cuando ella, en sus inquietos caminos, pasó por Sao Paulo en busca... ¡en busca de qué, Dios mío! […]. Esta es la inolvidable actitud de Gabriela Mistral. Tendría quizás cincuenta años”. A pesar de que Cecilia Meireles le había informado en carta de 22 de noviembre de 1937, a Mario de Andrade: “Debe haber llegado ayer en la noche a Sao Paulo, la gran poetisa chilena Gabriela Mistral. Ella es una poetisa de veras notable no por lo que más se conoce y se celebra, Desolación, que ya debe contar unos 15 años, sino por sus bellísimos inéditos que en este momento ya casi hacen un libro...”.

Además, como se sabe, Gabriela Mistral desde que salió por segunda vez de Chile en 1925 hasta fines de 1930 —cuando el gobierno dictatorial de Carlos Ibáñez del Campo le quita su jubilación de profesora—, va a Estados Unidos hasta 1931, y luego vuelve a Puerto Rico en 1933 —cuando no puede asumir el consulado en Nápoles porque Mussolini no acepta diplomáticas—, todos esos años los vivió en diversas ciudades de Europa: en 1925, como secretaria del Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones en Ginebra y luego, en 1928, en el Instituto Cinematográfico Educativo, en Roma, y más tarde en el Instituto de Cooperación Intelectual en París. Entonces donde dice 1927 debe leerse 1937, que fue el año en que ella estuvo en Brasil por primera vez y cuando ya se acercaba a la cincuentena. Lamentablemente este error lo repite Ana Pizarro, en uno de los pocos y valiosos libros chilenos sobre este período brasilero: Gabriela Mistral: El proyecto de Lucila (Santiago: Lom Ediciones, 2005), y de allí tesistas y otros estudiosos la siguen con su errata a cuestas.

Antes, tuvo solo un paso fugaz, como lo atestigua el siguiente oficio, enviado por Luis Arteaga desde Santiago a la Embajada de Chile en el Brasil, en Río de Janeiro, el 24 de enero de 1925: “Gabriela Mistral que llegará esa en Oropesa 27 enero ha sido encargada reservadamente propaganda en Uruguay y Argentina. Sírvase manifestarle deseo este Departamento siga viaje a Montevideo, donde debe esperar instrucciones Ministerio le imparta intermedio nuestra Legación”.

Como parte de su corta estadía en Uruguay, hallamos un menú de restorán, con unas palabras de la escritora Luisa Luisi, fechadas el 2 de abril de 1925, y la firma de los otros comensales: “En esta reunión donde se conjugan en un momento interesantísimo de vida intelectual, tantos espíritus selectos venidos de tan lejanos puntos del continente, todos los presentes convergen su pensamiento y su corazón hacia la gran figura de Gabriela Mistral, que se lleva unánimemente nuestro afecto y nuestra admiración. Montevideo, en Pocitos, 2 de abril de 1925”. Hay 15 firmas, entre las cuales se identifican la de los profesores chilenos Enrique Molina Garmendia y Maximiliano Salas Marchán.

Así, conocerá este país continente en dos tandas: esta que durará poco menos de seis meses —desde el 20 de agosto de 1937 a inicios de enero de 1938— y la segunda que empieza el domingo 14 de abril de 1940, en la que arriba con su hijo Yin Yin y Consuelo Saleva (con esta, tal como en la primera) y dura hasta que parte tras el Nobel de Literatura, el domingo 18 de noviembre de 1945, sin ninguno de los dos con los que había llegado un lustro antes y acompañada de alguien a quien hubiera deseado no conocer nunca, como se verá en el capítulo “La larga travesía del Premio Nobel”.

Sin embargo, jamás volvió a pisar de nuevo Brasil. Y digo esto, porque Volodia Teitelboim, en su conocida biografía “novelada”, Gabriela Mistral, pública y secreta (Santiago: Ediciones Bat, 1991), la hace volver después del Nobel y otros copian su invento: “La traslaticia: Cuando retorna al Brasil siente la casa transida por la presencia ubicua de Yin Yin… Como su temperamento es algo desmedido no solo cambiará de residencia; cambiará de país. Pondrá agua, montañas, husos horarios de por medio. Escribe al ministerio pidiendo traslado”.

Antes de este nuevo regreso a nuestro continente, había rechazado el ofrecimiento que le hicieron desde el gobierno para asumir en la legación en Guatemala, como le explica en carta al ministro de Relaciones Abraham Ortega desde San Agustín, en la Florida estadounidense, el 25 de enero de 1939: “Como mis compatriotas saben poco de mí, ignoran que yo he padecido años de persecución fascista: así me explico la oferta de aquel cargo. Aunque no tengo nada de mujer de batalla, vivo la pasión de la libertad y he sufrido por ella más de lo que se conoce… Estoy esperando en la Florida la confirmación de mis pasajes para Niza […]. Francia y Estados Unidos son las únicas tierras que me son propicias en clima y en libertad, y en una u otra de ellas rogaré a su excelencia que me deje”.

Poco después de un año en Niza, parte hacia “el Brasil elefantino”, como lo llama por ahí. El presidente Pedro Aguirre Cerda y su ministro de Relaciones Exteriores firman, el 16 de enero de 1940, en Santiago, el decreto en que se la nombraba cónsul de Chile en Niterói: “Destínase al cónsul particular de profesión de segunda clase, señorita Lucila Godoy Alcayaga, para que preste sus servicios como cónsul de Chile en Niterói (Brasil). Extiéndase a la nombrada las letras patentes de estilo” (estas aparecerán el 12 de marzo de ese año). Solo el 4 de junio, Getulio Vargas, presidente da Republica dos Estados Unidos do Brasil, aprueba el nombramiento de la señora Lucila Godoy Alcayaga para cónsul de su país en Niterói, estado de Río de Janeiro. Dada y sellada con los sellos de armas de la República y suscrita por el ministro de Estado de Relaciones Exteriores, en Río de Janeiro, el 4 de junio de 1940, “a 119 de la independencia y a 52 de la República”.

Hay que señalar que la mayor poeta americana llegó a Río ya como postulante al Premio Nobel de ese año, y muy pronto también sería apoyada por este país, documento que recogemos en lo referente a su máximo galardón. El Jornal do Brasil, el 2 de febrero de 1940, entrevistó al embajador de Chile en Río, Mariano Fontecilla, sobre esa candidatura. Y A Gazeta de Noticias, de Río de Janeiro, informaba el 16 de abril: “La gran poeta chilena Gabriela Mistral, candidata al Premio Nobel, se encuentra en la capital desde el pasado domingo 14. Es una figura eminente de la literatura sudamericana que, por sus méritos, merece todos nuestros homenajes. No solo es una gloria literaria de su noble país, sino de la propia humanidad. Poetisa de fama universal y respetada educadora en su país, nuestra anfitriona ha hecho de su vida un intenso motivo de belleza y perfección moral. Aquí en nuestra convivencia, se sentirá satisfecha de saberse admirada y respetada como si estuviera en el seno de su propio país. A pesar de todo, en Brasil siempre habrá lugar para ser recibido con sincero aprecio a quien se impone por la inteligencia. Y este es el caso de Gabriela Mistral, que está en Río desde anteayer”.

El diario O Estado de S. Paulo, aquel mismo día titulaba: “Gabriela Mistral vae fixar residencia no Río: A bordo, entre los pasajeros de primera clase, hallamos a la poetisa chilena Gabriela Mistral, autora de aquellos puñados de versos, deliciosamente humanos y delicados, que aparecen en Desolación. No es la primera vez que nos visita. Ya estuvo aquí hace algunos años en viaje de intercambio cultural, estableciendo relaciones con los elementos más representativos de la inteligencia brasilera. […] En pocas palabras, la gran educadora, que se reveló en Ternura, ese libro admirable dedicado a la infancia, nos contó los motivos de su retorno a Brasil: ‘Vuelvo a esta tierra amistosa y extremadamente acogedora por dos razones: la primera, porque acabo de ser designada por el gobierno de mi país para ejercer las funciones de cónsul en Niterói, en el estado de Río de Janeiro; la segunda, porque debido a la guerra, habiéndose interrumpido temporalmente las actividades de la Oficina Internacional de Cooperación Intelectual, de la que soy asesor técnico, no había más razones para justificar mi estancia en Ginebra. Sin embargo, lo principal es que me siento inmensamente feliz de encontrarme de nuevo entre mis amigos de Brasil”.

Aquí creará sus “Noticias brasileras”, que mandará a varias revistas y diarios en el continente, y sobre su propósito dirá en su primera entrega, firmada en Petrópolis el 27 de junio de 1941, y reproducida en el diario El Tiempo, de Bogotá, el 6 de julio de ese año: “Estas noticias brasileras no tratarán de todos los acontecimientos del país, pues tienen solo la intención modesta de apuntar con índole alegre hacia aquellas novedades que puedan ser aprovechables para nosotros. Lo cual no quiere decir que he de callarme las Pascuas mayores del país bien querido, en el que como quien dice, afirmo mis costados. Mis ‘Noticias’ serán unas grecas menudas de la vida física y cultural del gigante. Nadie puede pensar en otra cosa respecto de una nación de 48 [hacia 2021, más de 205] millones de habitantes. Un periodista mitológico se necesitaría para hacer la crónica de semejante territorio. Nos conocemos poquísimo, aunque nos amamos bien. La asomada del lector chileno a Brasil no ha de ser inútil. Hagamos cualquier cosa menos vivir el amor indolente que los pueblos criollos se tienen unos a otros, o el amor ciego de la ignorancia cabal. No creo yo en el Eros de ojos azulados, porque el griego fue por excelencia el hombre de pupilas más novedosas y regaladas a la luz”. Pero muy pronto las desechará, luego de algunas enviadas a los diarios El Mercurio, de Santiago, y El Tiempo, de Bogotá, centrándose en escribir artículos, recados y semblanzas sobre Chile y sus creadores, y a hacer lo mismo con algunos temas y escritores brasileros.

Se ve con claridad que fue recibida en el país continente como figura solar de las letras iberoamericanas, con mucho respeto, reverencia y consideración a su estatura intelectual, algo que ya había ocurrido en otras naciones americanas y en su primera visita a Madrid. Aunque aquí llega como si arribara al paraíso, tal como le escribe después de instalarse a fines de ese año en Petrópolis al escritor y académico Phocion Serpa, quien la presentó en el homenaje que le hizo la Federación de Academias de Letras del Brasil y la Asociación de Escritores y Artistas Americanos, efectuado el 30 de junio de 1940, en Río, en la Casa de Rui Barbosa: “Petrópolis es un puro paraíso. La jaboticabeira floreció en nuestro jardín como un milagro y durante unos cinco días toda la ciudad olía a ella, es decir, a gloria”. Phocion Serpa, más adelante, publicará su antología Poesía chilena (Río de Janeiro: Academia Carioca de Letras ed., 1942), donde dice sobre nuestra gran poeta: “¡Maestra de la belleza, conductora de las almas, luz que ilumina, fuego del cielo, que despeja los caminos terrenales, cobijo de los afligidos, madre de los huérfanos, consuelo y refugio de los que viven soñando con la justicia y la verdad!”.

La primera parte de su estación carioca la vive en una casa de dos pisos en Tijuca, en Alto da Boa Vista. Apenas llegada le escribe a Victoria Ocampo, el 19 de mayo de 1940: “Hazme mandar Sur acá. La dirección de mi casa es esta y no hay que escribirme a la oficina: avenida de Tijuca 1505, Tijuca, Río de Janeiro. Vivimos en una de las colinas más altas de la ciudad, al lado del Corcovado”. “La oficina” estaba al otro lado de la bahía de Guanabara en Nitéroi, donde solo iba una vez a la semana y quien viajaba todos los días era Connie.

Hacia fines de ese año, le informa a su amigo el escritor mexicano Alfonso Reyes el cambio a Petrópolis: “Quedamos los tres, el grupito de aquí, esperando que el sueño de que ustedes vengan se vuelva veraz. Nos vamos a Petrópolis. Las señas son Buarque Macedo nº 60, Petrópolis. Si no me daña la altura, me quedo allí”. (Reyes había vivido también aquí en la década del treinta, cumpliendo funciones diplomáticas para México, y donde escribió su libro Río de enero).

No obstante su inicio prometedor, en el que llegó a decir de Petrópolis: “Le agradezco la dulzura de vivir que me da, la salud que me viene de la resina de sus pinos y del diamante de su sol. Le celebro cada jardín que festeja mis ojos y le admiro cada porción de su paisaje, suave y austero como llaman los italianos al florentino”, un lustro más tarde se marchará como arrancando del infierno, tras el desgarro que le dejó la muerte por envenenamiento en 1943 de su hijo Yin Yin, sentirse siempre vigilada y la sustracción permanente de sus cartas escritas para medio mundo. Esto, aunque lo hace a Suecia, para recibir el Premio Nobel de Literatura, el 18 de noviembre de 1945.

Sin embargo, el esfuerzo que hizo sobre todo antes de su mayor tragedia personal por producir un mayor acercamiento cultural entre Chile y Brasil, y de paso también con Argentina, Colombia o Costa Rica —y la América hispánica completa, por qué no decirlo—, haya tenido tan poco eco hasta ahora, salvo algunos chispazos. Si se revisan los muchos libros recopilatorios sobre su obra, no deja de llamar la atención que del lustro brasilero se rescate poco y nada... De este período se conocen una docena de textos periodísticos escritos allí en los muchos libros que se han hecho de su prosa dispersa, ignorando —salvo un par de excepciones— los que ella dedicó a escritores brasileros. Esto muestra que su batalla por recortar las distancias existentes entre las Américas ibéricas, española y lusitana, no tuvo el éxito deseado. Se sigue ignorando la producción literaria de Brasil en Chile, donde es casi imposible hallar una obra en portugués de sus poetas y narradores. Al contrario de allí, donde es usual, como ya lo hacía ver nuestra mayor poeta en algunos de sus textos, encontrar literatura en nuestro idioma, aunque tampoco abundara y abunde la chilena.

Además, siempre señaló algo que la persiguió como un moscón toda su vida: erratas y arcaísmos. Dice que muchos de los que le dan como arcaísmos son erratas que se deslizaron en sus artículos de prensa. A veces basta comprobar en internet algunos términos y nombres para ver que solo aparecen asociados a ella, sin rastros ni en los diccionarios históricos de la Academias de la Lengua Española. Las erratas, un tema que la obsesionaba y que lo sintetizó en la historia de una dedicatoria que hizo su amigo Alfonso Reyes: “A Ventura García Calderón, este libro de erratas con algunos versos” (ver en “Libros de Chile”, en p. 195).

Sobre los arcaísmos, W.J. Entwistle, por entonces profesor jefe del Departamento de Español de la Universidad de Oxford, le escribe una carta como respuesta al envío que le hizo nuestra autora: “Creo ver en la sencillez y la ruralidad del léxico y de la prosodia de Tala otra contribución femenina a las letras hispanas. La maestra se aproxima a la santa, la cual no solo escribió su lengua avilense, sino que dio lugar con ellos a una revolución rústica del castellano como lo ha demostrado bien Ramón Menéndez Pidal. Ella hizo escapar el castellano del cauce de un vocabulario y un ideario demasiado librescos, y también solía mantener en pie los arcaísmos del español, con inmensa ventaja para los escritores del futuro. […] ¡El académico es tan tímido! Él evita el empleo de toda palabra no sancionada por el diccionario, a pesar de que sabe muy bien que en este faltan millares de palabras de alcurnia indudablemente honrada”.

Ahora en relación a la estructura del libro, este fue dividido en una docena de capítulos, donde se recoge primero su prosa producida en el país continente, la que se separa en discursos pronunciados en algunos de los muchos eventos en que sobre todo los tres primeros años era muy habitual que la invitaran, y artículos diversos sobre Brasil y sus creadores. Después se da vuelta el objetivo y se enfoca a cómo ella era vista por los escritores brasileros, a través de artículos, discursos y reseñas, y luego se rescatan algunas entrevistas para conocer su pensamiento vivo allí, en momentos cruciales y en plena Segunda Guerra Mundial. A continuación el lente se pone como gran angular y se copian algunos de sus recados sobre figuras americanas y chilenas.

Aunque se sabe del mucho disgusto que le daban la publicación de sus cartas personales, mi idea se acerca más a lo que le escribió el mexicano Pedro de Alba cuando estaba en la Unión Panamericana: “Leerla a usted, ya sea en poemas, artículos o correspondencia, es algo que nos exalta y nos produce fe en nosotros mismos. Sus amigos debíamos guardar sus cartas para publicarlas algún día, pues revelan un aspecto suyo que muy pocos conocen” (Washington, 29 de agosto de 1942). O como le señala el chileno Alfonso Bulnes: “Sus cartas me hacen mucho bien y me transportan a un plano en que ordinariamente no se vive” (Santiago, 4 de febrero de 1945). Por eso damos un vistazo curioso a su correspondencia para conocer su pensamiento más puertas adentro, dividida en tres partes: “Cartas cariocas”, “Cartas americanas” y “Cartas chilenas”.

El recorrido continúa persiguiendo algunos de sus pasos por Petrópolis, donde después del romance inicial, que no le alcanzó a durar tres años, vivió dos hechos trágicos que enlutaron para siempre su pasar brasilero: las muertes por mano propia de su amigo petropolitano, el escritor austriaco Stefan Zweig, en febrero de 1942, y muy especialmente la de su hijo Yin Yin, en agosto de 1943, aunque a este no se cansará de decir que “se lo suicidaron”...

La recopilación se cierra con algunos de los pormenores de su larga travesía que hizo hasta llegar a recibir el Nobel, el que todo indicaba antes de la Segunda Guerra Mundial que lo recibiría en 1940. Su último viaje desde suelo brasilero lo hizo desde Río, el 18 de noviembre de 1945, con una secuela final de novela policial en Estocolmo que sorprenderá a pesar de todo el tiempo transcurrido.

Por último, el propósito principal de este libro es compartir lo que produjo Gabriela Mistral en su lustro brasilero, y que aún se desconoce mayormente, a pesar de que la investigación fue realizada en pandemia entre fines de 2020 e inicios de 2022, sin más recursos que los propios y los que se pueden consultar en su gran legado en la Biblioteca Nacional Digital, y la de la Universidad de Chile, además de sus pares de Brasil y Argentina. No obstante, tuve que dejar para una segunda entrega todo lo referente a la poesía suya escrita allí, junto con algunos de sus intentos felices de traducción, por lo abultado que iba a resultar esta.

En fin, leyendo su prosa, muchas veces me dio la impresión de que algunos de sus retratos de escritores y amigos más queridos, más que definirlos a ellos, daba pistas aquí y allá sobre sí misma.

CARLOS DECAP

SAN JUAN DEL PUERTO

VALPARAÍSO, ABRIL DE 2022

ALGUNOS DISCURSOS

Gabriela Mistral, como colaboradora habitual de revistas y diarios de la América, acomodaba sus intervenciones públicas, es decir, sus discursos, y la mayoría los adaptaba al modo de sus textos periodísticos: perfiles, semblanzas o “recados”, para que se publicaran con posterioridad del evento que los suscitaba.

Aquí aprovechamos su impulso inicial para incorporarlos en su formato original —salvo los tratamientos protocolares de rigor— y de esta manera darle más frescura y aire al libro, en términos de edición, sin dejar fuera algunos de ellos.

La mayoría de los ocho textos elegidos en este capítulo, como los de casi todo el material recopilado, se halla en su legado en la Biblioteca Nacional Digital de Chile y en algunos casos pudimos acceder a sus recortes guardados de diarios brasileros con la versión en portugués. Cuando no proceden de allí, lo señalamos en nota a pie de página.

El primero y el último discurso provienen de su gran gira cultural de 1937 y los siguientes de su lustro de residencia en este inmenso y “ancho país que rebosa el ojo y el entendimiento”.

Saludo a Brasil3

Yo he recibido al llegar el saludo de Río de Janeiro y después un mensaje de las mujeres brasileras por la radio Cruzeiro do Sul. El acento entrañable de los dos textos verbales me ha conmovido de veras.

Un pueblo sensible, y por sensible alerta al mundo, ha hallado tiempo en medio de su riqueza metropolitana para saludar a una mujer que llega a sus costas y que no tiene realmente títulos que le valgan esta atención y este cuido. Tengo que buscar en mi patria, y no en mí, la razón de tal acogimiento, y en ella solamente la encuentro.

El año en que yo nacía, nuestra América Latina vio levantarse una nueva república en el Atlántico. De la boca de mi primera maestra recibí yo la leyenda de un país, el más real de todos en el mapamundi y también el más fantástico, por las excelencias de un orden casi inefable que Dios le ha dado en disfrute propio y en guardia para nuestra raza común. Puedo decir sin ninguna hipérbole, que el amor de Brasil es en Chile una leche de nuestra infancia, que es una costumbre de nuestra alma como el entender y el obrar.

El mensaje de las mujeres cariocas me indica la segunda justificación de los privilegios que el Brasil quiere acordarme. Hay una solidaridad, más subterránea que ostensible, entre nosotras, mujeres americanas, en esta hora del mundo. Queremos conservar en el continente una forma de vida pacífica, es decir, la única manera de convivencia que conviene a la familia humana y que en ella puede escoger con decoro cabal. Y queremos guardar, mantener, celar, este bien que hoy en el mundo llega a parecer cosa sobrenatural. A causa de los niños, con los ojos puestos sobre este plantel de nuestra carne, las mujeres nos decidimos a velar la paz americana. El continente nuestro, la peana en que se asientan nuestros pies, es una tierra excepcional en el sobrehaz del planeta, y él está señalado en sus facciones geográficas para asegurar la perfección y la dicha junto a las criaturas en él nacidas y en él consumadas.

La mujer lo sabe todo en lo que toca a los asuntos fundamentales de la vida, aunque siempre parecemos ignorar demasiado. Y así es como nosotras, mujeres de la América, sabemos que nuestra única vigilancia angustiada de este momento ha de ser la paz de nuestros pueblos. Ustedes me han saludado como a una de tantas artesanas oscuras y fieles que sirven a la artesanía divina de esa paz continental.

Después de una ausencia larga, que no ha sido nunca desnutrimiento de mi americanidad, aquí estoy otra vez, hija devuelta a la luz y a los limos americanos. El hallarme con ustedes no es cosa muy diferente del vivir con los míos en el valle de Chile: la América es una en su víscera y lo es mucho más de cuanto se haya dicho y de cuanto creamos nosotros mismos.

Bueno era llegar al punto mágico del continente, al que tantos han llamado “hogar del mundo”, y palpar en carne viva la leyenda de Brasil que me regalaron en la infancia. Bueno era vivir un tiempo dentro de su pulso racial. Bueno es recoger su acento, que tiene de común con el mío la pasión, y bueno segar en este sol, donde todo es más veraz, la forma del niño brasilero, para incorporarlo a la ronda de los niños a quienes he amado y he servido siempre en los pedazos más diversos del mundo. Creo que solamente en cuanto a poeta de los niños, yo puedo ser un poco amada de ustedes, madres de Brasil.

Me han hecho oír el himno y las danzas chilenas con una intención tan delicada como aguda, pensando en que la que escuchaba es una hija ausente muchos años de su solar. Han querido, además, recordar a la mujer de verbo español el dolor que cubre como una marea la tierra española. Yo les agradezco la mención fraterna y la piedad atenta, dignas de la gente íbera, a quienes ese duelo no solo alcanza, sino que toca en su esencia con un tacto de fuego.

Gracias anticipadas por cuanto ustedes me han de dar de su naturaleza y de su costumbre. Les agradezco desde luego la riqueza que entra por mis sentidos, a nutrirme la alegría de vivir que en el Viejo Mundo se apaga a ojos vistas. Y por sobre todo, les agradezco la inmediata benevolencia que se llama con nombre verdadero: confianza y buena fe.

Nunca me faltó el amor de las patrias que no eran las mías. Nunca he regateado mi lealtad hacia los pueblos americanos. Ahora yo sé que ha llegado para mí la ocasión de estimar y de admirar una tierra y una raza extraordinarias. Les digo como el campesino de Chile a la criatura que nunca vio y que entra de pronto en su vida: “Mande usted en mí”. Mande en mí el Brasil, y sea servido de ahora y de siempre.

Maternidad y guerra4

Agradezco a la ilustre casa de los jóvenes cristianos su invitación a pasar con ustedes esta noche.

Aquí estamos celebrando la fiesta del suave nombre que fue inventada por gente sajona y que los latinos adoptamos con esa convicción rápida que obtienen las ideas universales.

Bien pudiéramos traer aquí cierto abatimiento y un ánimo en derrota, porque la guerra es la contramaternidad, algo así como el renegamiento de la leche materna. En el medallón de la vida, bien se podría estampar de un lado la guerra bajo el signo natural del cráneo mondo y del otro una mujer que amamanta.

Sin embargo, el círculo que me rodea esta noche no muestra una cara aceda ni me saludó con la voz cascada que es la del vencido. Y es que el perfil de la cristiandad es la esperanza y bien lo sabía el primer cristiano de nuestro tiempo, Charles Peguy, al escribir un libro entero sobre la segunda virtud. Aunque todas las religiones han dado alguna forma de esperanza, el cristianismo la ensanchó más, mucho más, hasta el punto de lograr que ella empequeñezca los dolores máximos como el que vivimos ahora. Y, ¿qué sería de nosotros si en este momento del mundo, que parece un repertorio de pérdidas, lleváramos también a la pirámide del despojo la pérdida de nuestra esperanza?

Dicen algunos que la América es la orilla indemne y la mitad no magullada de la manzana terrestre, talvez pensando en los cuentos de niños, donde se enfrenta siempre el grupo maldito con el bienaventurado. Pero el folclor es paganía y el cristianismo vino a declarar la unidad del género humano, negando de una vez por todas la tragedia aislada y el dolor que llueve sobre una sola raza.

Amigos míos, en esta noche digamos que no existe tal ribera edénica del mundo y que no vivimos la fiesta americana en el viento salado y el buen sol. Las madres brasileras tienen pudor cristiano, el precioso pudor cristiano por el cual en la mansión terrestre ninguna mujer puede sentirse con derecho a la fiesta cuando oye que al otro lado del muro caen los muertos hora a hora y nuestro mar Atlántico se hace más salobre de lamer a sus ahogados. La redondez de la vieja tierra talvez obedece a la voluntad de Dios, que es la de que el llanto como la sangre resbalen, corran por el globo empapándolo, sin dejarle un costado enjuto ni un alhelí alegre.

Nosotras acompañemos en esta noche a las desgraciadas madres de Europa. Ellas no tienen una brizna de responsabilidad en la hecatombe y son en verdad el cogollo puro del roble europeo. En Europa como en América, si las mujeres hubiésemos de ser juzgadas en cuanto a reos de algún delito mayor, si a nosotras nos fuera dable cometer alguna falta de alcance colectivo, esa culpa sería hoy la misma del tiempo clásico, la de Electra o de Antígona: querer salvar el cuerpo de un padre infeliz o el de un hijo tirado a las bestias del campo. La desobediencia de Antígona y no otra vendría a ser nuestra culpa, si a las mujeres, repito, se nos acordara siquiera el derecho de rebelarnos cuando llegan los trances de vida o muerte, de los cuales el hombre decide sin volver su cara a las madres del mundo. En medio de la helada delincuencia bélica a la que asistimos, qué saudade se siente de la culpa por frenesí y de la tragedia que salta del puro géiser de la pasión, qué deseo de vivir la tragedia griega en vez de la tragedia industrial.

El amor de la madre se me parece muchísimo a la contemplación de las obras maestras. Es magistral, con la sencillez de un retrato de Velásquez. Tiene la naturalidad del relato en la Odisea y la falta de esfuerzo, el aire de nonada, que lleva una página de Montaigne. No hay dramatismo histérico ni hay alharaca romántica en los días de la madre común. Su vivir cotidiano corre parejo con la de una llanura al sol: en ella como en el llano agrario, la siembra y la cosecha se cumplen sin gesticulación, dentro de una llaneza que talvez sea la sencillez de Dios cuando él crea y cuando descansa.

A nadie le parece maravilloso que la mujer amamante. El amor maternal, al igual que la obra maestra, no arrebató a su dueño ni asusta por aparatosa a su espectador. Aquel bulto doblado de palmera de leche, que se derrama sin ruido varias horas al día, no se nos ocurre que sea asunto de dolor ni aun de congoja. Pero digamos al indiferentón que pasa sin mirar a la doblada, digámosle que esa leche no es cosa aparte de la sangre, y es la manera que la sangre inventó en la mujer para sustentar, y el que no había parado mientes talvez se quedará un poco azorado. La sangre de él se dio alguna vez en préstamo para un enfermo, pero no se regaló nunca día por día.

Nadie se asombra tampoco de que la madre tenga desvelo y guste solo la mitad de su noche. El hombre ha hecho velas de soldado en un cuartel o tuvo noches en blanco de pescador en alta mar, o ha cumplido el velorio de sus muertos, dos o tres veces en su vida. El desvelo de la madre le parece cosa normal como la pérdida de la luz a las seis de la tarde. Sin saberlo, el hombre asimila el dolor de la mujer a cualquier operación de la naturaleza. Apenas repara en ello. Lo turbaría si él se suspendiera, si las madres como el sol o el suelo se cansaran de pronto y cortasen la cuerda de la maravilla.

El espectador mira tranquilamente también a la madre del hijo loco o del degenerado.Aquella paciencia que se aproxima a la de Dios, la carencia en esa criatura de toda repugnancia, el que aquella mujer sea capaz de amar a su monstruo no como al hijo cabal, sino muchísimo más, todo esto el testigo diario lo ve sin asombro alguno. Y sin embargo, está viendo una especie de aberración, el milagro puro. Escribir la Ilíada en unos años o esculpir en una semana la cabeza de Júpiter, vale mucho menos que enjugar día a día la baba del demente y ser golpeada en la cara por el loco. En madres de este género he visto yo cosas que no sé decir y que me dieron escalofríos, porque me pareció tocar el tope de la naturaleza, y ver el punto en el que la carne se quema y muestra por el desgarrón un fuego que ciega la vista, parecido al fuego del querubín ardiendo.

Y sin ir tan lejos como en lo contado, sin apurar tanto la desventura, he conocido como cada uno de ustedes varones, el hecho de todos los días que es el de la madre que vive al lado de los hijos mediocres, guardando la misma actitud que tendría la madre de Marco Aurelio o la de San Agustín, es decir, la adoración del hijo vulgar o patán como si fuese un héroe. ¡Qué hermosa insensatez y qué ceguera sin apelativo! Siempre será menos fantástico el engaño del que juega sin saberlo con polvo de oro que el engaño del otro que exprime el barro bruto creyendo ver en el brillo de la mica el fogonazo del diamante. La madre del hijo grosero o necio vive tan ebria de gozo y se siente tan favorecida como la madre de San Juan de la Cruz. Ella no creerá nunca en que la naturaleza la engañó, en que fue burlada por el destino, en que está regando la higuerita estéril, que no le va a poner fruto en su mano ni a echar a lo menos sombra a la espalda, porque ya está comida del gorgojo.

La madre del inútil, del nacido en vano, ignora su fracaso y ¡ay, del que la quiera volverla lúcida! De su pecho cae sobre el infeliz un chorro de luz que lo hace relumbrar. La fuerza que canta en su sangre le afirma que él es fuerte. Si leyó cuentos, su niño será Hércules y si oyó contar vidas, su hijo será Marcelino Berthelot de no ser María Curie. Testaruda santa, ojo con viga de oro, concha de música que oye lo que no oye nadie, esta ceguera del abismo maternal hemos de dejarlo intacto cuando se entiende que ella pertenece al orden divino.

Finalmente, a nadie deslumbra la pasión de la mujer por el hijo, aunque sea la pasión que más dure, sin que el hijo la atice con su amor. Veinte, sesenta años, está en pie la pasión maternal, y esto sí no lo produce la mera naturaleza: el frenesí del viento no pasa de unas horas y el fervor de la cascada a ratos se relaja. La pasión del animal, más mísera que la de los elementos, va menos lejos aún y se llama estación o quincena. La madre resbala lindamente a la naturaleza, la pisotea, la quiebra, y ella no sabe siquiera su prodigio. La más pobre mujer se incorpora por el hijo en la vida sobrenatural y a ella sí no le cuesta —¡qué va a costarle!— entender la eternidad: la vive en su pasión. El hombre puede ahorrarle cualquier filosofía sobre lo eterno. En donde ella esté, viva o muerta, allí estará ella haciendo aquel su oficio, que comenzó un día para no acabar nunca.

El amor maternal tiene el mismo absurdo del amor de Dios por nosotros. Vive, alimentado o no, no se le ocurre esperar retorno ni parar mientes en el olvido. La zarza ardiendo del buen Moisés asustó al valiente, pero a ningún hijo de Adán le turba esta otra zarza que se quema sin soltar ceniza y sin ralear su llama.

¡Preciosa criatura que vive la gracia del genio dentro de una familiaridad total! El genio cayó a su pecho, no a su frente, pero bajó allí con un torrente más cálido que el del genio intelectual, luz de luna que a veces no fecunda cosa que valga.

La maternidad admirable se da en todos los climas del mundo como se da el pino aun en el calor o se da el musgo en el peor frío. Pero yo querría decir, sin que ande en esto mi fanatismo americano, que un lugar donde la maternidad logra su miel mejor es nuestro continente sur. Visto me lo tengo por tanta tierra que he andado y hasta podría decir que he sentido muchas veces el orgullo de pertenecer al mujerío criollo, donde se cumple el misterio de que en todas las clases sociales la madre sea magistral. Todavía nuestras mujeres no deciden el número de hijos a pesar de la pobreza. Ella tiene, más que su hombre, la confianza en Dios, rúbrica alegre del cristianismo. Desde las ramas soleadas del árbol nacional hasta las más oscuras, es decir, en burguesía o en campesinado, el mujerío criollo acepta la maternidad sin rezongo, y casi siempre con júbilo. No necesita que se le hable de la patria como asunto demográfico y yo nunca he oído en mi América un discurso donde se la convide al sacrificio, cosa que la asombraría como si se le recordara que debe respirar y caminar... El europeo podrá decir que esta loca aceptación de los hijos representa un mero instinto animal y no un sentido espiritual. No es verdad. El infanticidio es más raro en nuestras tierras que en otros continentes. El mujerío americano, gracias a Dios, está íntegro de cuerpo y alma, y puede vérsele como a los trigos a los que no llega todavía la helada que empala y mata después. Keyserling llegó a escandalizarse de la fertilidad de la familia en nuestros pueblos y los llamó, con un desdén que parece de Malthus, “pueblos de incubadoras”… Herodes no elegiría nuestra América para su degollación de inocentes y el horror moderno del niño, hijo de la ultracivilización, no nace todavía; en nuestra luz limpia su gesto sesgado no trae acá su banderola de calavera que anuncia la muerte a las Babilonias locas. Por cada hombre que cae en la Europa que nos cristianizó y nos enseñó, nacen mil hijos en esta América, por un acto que es de aceptación de lo divino y de fe en el género humano. Podría verse, de alcanzar esta visión con los ojos de carne, a la parca europea atareada que corta más hilos de vida que nunca, y a la Raquel americana que tira por sobre el mar sus hebras rojidoradas de vida.

Este es el tipo de familia que conviene a un mundo nuevo, el que debe poblar el suelo desatado que Dios le dio en un designio que de un lado es claro y del otro, secreto. No tenemos hambre todavía, no somos la China ni el Egipto, y de ser Shanghái o Alejandría, tampoco iríamos como las madres que cuenta Paul Claudel a tirar los recién nacidos en tal o cual pendiente maldita. Somos cristianos y la vida es para nosotros un negocio natural y sobrenatural a la vez, en lugar de un recuento económico.

El Brasil es inmenso como son los países solo en la imaginación de los niños. Un cuento infantil podría decir a las veras que esta es la patria que se puede ver desde donde la miren: del Aconcagua, de Marte o desde Sirio, o de los Apalaches… Por ello le ha sido acordada al Brasil más que a nadie, la dicha de criar hijos con alegría y de sustentarlos sin aflicción.

Yo he caminado un poco mi Brasil aprendiendo que la pobreza en él no llega nunca al hambre oriental, y por qué no decirlo, al occidental, que también conoce el hambre. Y es que la vegetación misma de esta patria anda con una voluntad de maternidad, es decir, una voluntad nutricia. Vuela no sé qué olor de leche en este aire, denso de ser rico. No es el aire de la aridez, que reseca la garganta junto con el pecho de la mujer árabe, y es en los bajíos una bocanada de horno de pan que destapan. En todas las descripciones de los viajeros se halla siempre esta anotación de una patria humana que no solo luce, sino que reverbera de abundancia. La anchura del ecuador dio su medida al Brasil. Mayor no la había en el globo.

Felices son las madres de Bahía o de Mato Grosso que al atardecer, entre un sorbo y el otro de leche que dan, miran al mandiocal y saben que su hijo no está condenado a la pelea rabiosa por el sustento, que sin metáfora, ya parece en otros países el forcejeo de las fieras que bajan a beber al manantial en seco.

Esta ojeada de la criatura brasilera a su territorio debe ser la que da a su semblante la paz alegre que ella lleva. Yo he llamado muchas veces a su gente “el pueblo de linda mirada”. Y no pensaba en tal o cual color de los ojos ni en la forma ni en el destello. El buen mirar es pacífico, de no llevar zozobra ni el fuego seco de la codicia. Es una gracia que sin saberlo su gente va repartiendo al caminar el campo o las ciudades. Y esta mirada la hubiese llamado don Miguel de Unamuno “maternal”, explicando que el hombre también es madre con solo ser cristiano.

No es poca cosa el ojo humano desnudo como el agua, más veraz en su doble remate que el cuerpo entero.

Yo recibí hace dos años tal mirada sobre mí, me la llevé en mi viaje como quien se lleva una flor abierta que perfuma el consciente y el inconsciente, y que así nos endulza despiertos y dormidos. Esa mirada me hizo volver. Por ella estoy aquí de nuevo. Todo cuanto es grande en Brasil se resuelve en esa mirada racial, desde las misiones del padre Anchieta hasta la independencia sin borbollón de sangre; desde la poesía de Castro Alves hasta el deleite del habla lusa de un niño. Esta mirada en que la pupila no es dura, sino tan blanda como el iris y de donde salta una luz ni fuerte ni escasa, parece llevar una leche oscura y reluciente que no se seca, que hace pensar en el ojo oriental de la virgen.

Raza del buen mirar, del dulce vivir y el mejor convivir, raza con dejo de leche materna, viviendo en un territorio que recuerda el bulto de la mujer clásica, ustedes, cristianos, miren esta pausa de horror que vivimos con las tres virtudes mujeriles: la confianza, la piedad y la vigilancia desvelada.

Los que aquí llegamos como los heridos al árbol de bálsamo, desde el primer día les decimos que la luz y el suelo honrados que dan ustedes se los devolveremos no con cosas mejores, que dónde las encontraríamos, dándonos desde la primera hora nosotros mismos, en el único regalo que cuenta, el solo válido, que es la dación cristiana, de la copa que se da vuelta sobre la comunidad sin guardar forma, gesto ni sabor extranjeros.

Los negocios del idioma5

La alocución, breve y sustancial, del señor presidente me ha hecho recordar el dibujo sumario de nuestros “derroteros” de minas: cuatro o cinco puntos que parecen nada, y aquello es nada menos que el rumbo cierto hacia una veta de oro o plata. Las palabras sobrias del presidente me valen por un derrotero insospechado. Por ellas sé su ciencia y su amor del Pacífico; sé su cabal entendimiento de mis dos sangres y sé su pasión de la poesía. Cuando esté sola o muy cargada de congoja, o llena a rebosar de temas americanos, yo le buscaré segura de hallar al consejero sabio y dispensador de consejos y de rumbos.

Estimo con un corazón grave de agradecimiento este acto, al que me trajo la voz convidadora de Affonso Costa, letrado de la familia de Montaigne y en el cual está todo el señorío y la simplicidad de un hidalgo latino. Debía alegrarme el mensaje de las Academias brasileras. Soy una provinciana que cree en la provincia como en el clima natural de la poesía y se fía a ella y al campo para los asuntos más esenciales del alma. Es natural, pues, que responda a un mensaje provincial con una ternura muy viva.

Ha querido presentarme a la benevolencia de ustedes el doctor Phoción Serpa, médico y escritor cuya obra literaria lleva la nobleza que siempre dio a un hombre la combinación de curar y de deleitar, dando una doble asistencia al alma. Su discurso ha sido tan caluroso como los hace siempre el escritor joven. Yo distingo con la prudencia del ojo viejo lo que él tiene de exacto y lo que tiene de dadivoso. Es natural que las mujeres a mi edad no podamos embriagarnos con el hidromiel del elogio. Pero las viejas maestras nos alegramos, esto sí, de que una voz probada y nueva a la vez nos dé una bienvenida, porque los profesores hemos vivido más de la juventud que de nosotros mismos, y mejor de su préstamo vital que de nuestras fuerzas.

El doctor Serpa recordó su viaje a Chile, por la vía del arisco mar del sur, que fue el de Magallanes, sin saber hasta dónde me conmovería su memoria de mi ciudad de Punta Arenas, que fue la estación del clima más duro y de la índole más humana que yo conocí en Chile.

Un barco brasilero, el Prudente Moraes, llevó al doctor Serpa hasta la postrimería continental y ha debido sorprender el mar a ese navío que no llevaba la diligencia del logro comercial ni el ímpetu de la exploración, es decir, que no era traficante ni novedoso.

Cuando un tercio de Chile parecía una costra sanguinosa y un campo de cenizas, por el frenesí telúrico que es nuestro destino, el Prudente Moraes navegaba llevando su cargazón de abundancia cananea.

El gran Brasil se vaciaba sobre la desnudez del Chile central: el café confortador llegaba a la boca del peonaje que removía aún las ruinas; la hierba mate entraba con aire familiar en el ruedo del mujerío; los sacos de arroz daban de comer a aldeas enteras como en el reparto del Divino Repartidor; el maíz criollo se derramaba sobre las piedras que habían parado de moler; y el santo algodón, cuyo resuello blanco nos viste a todos, reventaba de los fardos para cubrir a nuestro niños.

¡Gracias de nuevo! Mi agradecimiento fue tardo en decirse, pero se parece a la gota última de la miel de uva cuando gotea del lienzo filtrador en la confección casera del arrope.

Dios les devuelva en puro espíritu lo que dieron en materia, que nosotros les devolvemos en amor la pena de ese viaje. Los chilenos tenemos la memoria fiel, tal vez por ser una raza de historiadores, y no estampamos estas cosas en corteza de árbol, sino en una memoria de metal andino. Nunca olvidaremos la estampa del barco que partió de la gloriosa Guanabara y buscándonos bajó el continente.

La Sociedad de Escritores Americanos, fundada en Cuba y que ha propagado el embajador Hernández Catá, tan rico en concordia humana, adhiere a este acto por medio de su hombre misionero que ejerce su doble menester de creador y de divulgador, y vive donde sea una juventud de espíritu que vale por un bello espectáculo humano.

Soy muy feliz de vivir este momento con los maestros de la lengua lusobrasilera. Pruebo la misma impresión de un aprendiz de cerámica, que de pronto se hallara frente a Bernardo de Palissy, el artesano magistral, y más que eso siento, pues el maestro está aquí multiplicado como por una caja de espejos...

Me reciben en una casa que dobla la nobleza natural del acto, el cual por delicado no parece de la época, sino del Medioevo, que tuvo para la mujer festejos más sutiles que los que usa la edad del tanque.

Hace unos cinco años entré en la órbita de su cultura, por un viaje a Portugal con un grupo de escritores europeos. Fue ese mi bautismo con su lengua, el bautismo de aire que da el idioma nuevo y que no sorprende menos al oído que el escalofrío del agua la frente del recién nacido. Desde entonces cogí la curda de seda del habla lusa para no soltarla más. El idioma portugués, que yo llamo “el ángel de las lenguas”, trabaja desde ese día mis potencias con su tacto delicado y el libro de ustedes vive en todas mis casas de mujer errante.

La pelea peninsular de las hablas mellizas no la conocí; el portugués se aposentó en mí como un huésped que volviera, mejor que como uno que entrara, porque es cierto que el aprender sin jadeo es un recordar, y alguno de mis Godoy de Badajoz, respirando el mismo aire de Évora, ha debido partir su conversación en las dos lenguas, tal como lo hacía el bueno de Gil Vicente.

Me place el idioma cuya naturaleza parece que sea el pudor, pues guarda tanto el oído de los sonidos duros como guarda el alma de los conceptos brutales. Me gusta su bella índole, que no es la de golpear, sino la de tocar en los sentidos con la llamada de un helecho que nos diese en la cara.

Me place el idioma sin fogonazo, más parecido a la plata dulce que al oro enfático, y cuya política con mi alma es la de ganármela imperceptiblemente, en lugar de arrebatarme como hace el horno fuerte con el pan...

Me acuerdo de una vez que atravesando México, paró mi tren en Querétaro y un grupo de mineros me echó en la mano un puñado de ópalos queretanos. Era aquello mucha luz y ninguna llama. Las piedrecillas redondas, parecidas a insectos, daban a mis ojos su coquetería de colores versátiles. Eran piedras de no alborotar la vista, una cosa más submarina que solar, que se me ocurría la mirada azulosa y blanquecina de los peces. Cuando leo la poesía de Antonio Nobre, tengo la misma fiesta discreta del puñado de ópalos queretanos.

Y este decoro del portugués no solo toca el acento, sino que de allí pasa a las metáforas y resbala al sentido. Es una repugnancia aristocrática de la crudeza y del frenesí, una continencia a la que le basta con la expresión suficiente y le sobra el desvarío.

Pudor, decoro y fineza, hay en la lengua portuguesa. Me conozco su tino cuando da lo patriótico en Castro Alves, sin mojarse en el heroico sanguinoso de tantos poetas del género, y me sé también su sagesse