De mujer a mujer - Gabriela Mistral - E-Book

De mujer a mujer E-Book

Gabriela Mistral

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En De mujer a mujer. Cartas desde el exilio a Gabriela Mistral (1942-1956) se han reunido treinta misivas escritas por Teresa Díez-Canedo, María Enciso, Maruja Mallo, Ana Maria Sagi, Francesca Prat i Barri, Margarita Nelken, Victoria Kent, Zenobia Camprubí, María Zambrano y María de Unamuno, protagonistas de la cultura española contemporánea que, al término de la Guerra Civil, se vieron obligadas a vivir en el destierro. Las circunstancias personales que rodearon su comunicación epistolar con la poeta chilena, Premio Nobel de Literatura de 1945, resultan tan dispares como lo fueron ellas mismas. Lo que las pone en relación hasta convertirlas en una significativa gavilla de cartas es la sororidad que revela un contacto postal que estuvo presidido por el afecto, la amistad y la solidaridad, sentimientos que también se observan en las epístolas que Gabriela Mistral les remitió a María Zambrano y a Margarita Nelken que se ofrecen al final del volumen, donde se rescatan asimismo dos textos en recuerdo de la autora de Tala escritos por María Enciso y por Victoria Kent.

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DE MUJER A MUJER

DE MUJER A MUJER

CARTAS DESDE EL EXILIOA GABRIELA MISTRAL(1942-1956)

Edición, introducción y notas de

Francisca Montiel Rayo

CUADERNOS DE OBRA FUNDAMENTAL

Responsable literario: Javier Expósito Lorenzo

Diseño: Armero Ediciones

Cuidado de la edición: Antonia Castaño

La Orden Franciscana de Chile autoriza el uso de la obra de Gabriela Mistral. Lo equivalente a los derechos de autoría son entregados a la Orden Franciscana de Chile, para los niños de Montegrande y de Chile, de conformidad a la voluntad de Gabriela Mistral.

© Casa Museo Unamuno / Universidad de Salamanca, 2020

© De las cartas de Zenobia Camprubí: Herederos de Juan Ramón Jiménez, 2020

© Fondo Margarita Nelken / Archivo Histórico Nacional, Madrid, 2020

© Fundación María Zambrano, 2020

© Herederos de Teresa Díez-Canedo

© Herederos de María Enciso

© Herederos de Victoria Kent

© Herederos de Maruja Mallo

© Herederos de Ana María Martínez Sagi

© Herederos de Margarita Nelken

© Herederos de Francesca Prat i Barri

© De esta edición: Fundación Banco Santander, 2020

© De la introducción: Francisca Montiel Rayo, 2020

ISBN: 978-84-17264-23-9

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ÍNDICE

Francisca Montiel Rayo

UNA SORORIDAD EPISTOLAR: CORRESPONDENCIA DE EXILIADAS REPUBLICANAS CON GABRIELA MISTRAL

SOBRE ESTA EDICIÓN

DE MUJER A MUJERCARTAS DESDE EL EXILIO A GABRIELA MISTRAL (1942-1956)

TERESA DÍEZ-CANEDO (1942-1955)

MARÍA ENCISO (1943-1947)

MARUJA MALLO (1943-1954)

ANA MARÍA SAGI (1946)

FRANCESCA PRAT I BARRI (1946)

MARGARITA NELKEN (1946-1949)

VICTORIA KENT (1950)

ZENOBIA CAMPRUBÍ (1951-1953)

MARÍA ZAMBRANO (1953)

MARÍA DE UNAMUNO (1956)

ANEXOS

CARTAS DE GABRIELA MISTRAL

A TERESA DÍEZ-CANEDO (1939-1948)

A MARÍA ZAMBRANO (1940)

A MARGARITA NELKEN (1946-1949)

A MARÍA DE UNAMUNO (1956)

SEMBLANZAS Y RECUERDOS

"GABRIELA MISTRAL" de María Enciso

"GABRIELA MISTRAL" de Victoria Kent

AGRADECIMIENTOS

Francisca Montiel Rayo

UNA SORORIDAD EPISTOLAR: CORRESPONDENCIA DE EXILIADAS REPUBLICANAS CON GABRIELA MISTRAL

Aunque en los años veinte había visitado España en dos ocasiones, tiempo en el que tuvo la oportunidad de conocer personalmente a algunos de los integrantes de aquella mítica Edad de Plata, fue entre 1933 y 1935 —durante su estancia en Madrid como cónsul de Chile en la ciudad— cuando Gabriela Mistral tomó conciencia de la compleja realidad de un país que, dos años después de instaurado el régimen republicano, vivió un convulso bienio negro que trajo consigo una creciente y preocupante politización de la vida española. Situada al margen de los ambientes literarios y culturales de la capital, Mistral contó con el respeto y con la consideración de escritores e intelectuales de la talla de Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez o Enrique Díez-Canedo, con algunos de los cuales —y con sus familias— trabó leales lazos de amistad. También confraternizó con destacadas socias del Lyceum Club Femenino —en el que se congregaron, como recordó Carmen Baroja en sus memorias, las mujeres que, por ellas mismas o por la labor realizada por sus maridos, encarnaban lo más representativo de la sociedad madrileña de entonces—, entre las que cabe recordar a su impulsora y presidenta —María de Maeztu—, a Zenobia Camprubí, a Ernestina de Champourcín o a Victoria Kent. Todas ellas tenían, más allá de sus ideas políticas o de sus creencias religiosas, intereses comunes sobre los que conversaron a menudo en la casa de Ciudad Lineal en la que Gabriela Mistral vivía recluida.

Según había confesado en 1931, el advenimiento de aquella República de intelectuales a los que se sentía unida por un sincero sentimiento de fraternidad la había alegrado mucho. Hacía tiempo que había abandonado el budismo que practicara a escondidas durante algo más de diez años para profesar otra vez el catolicismo, marcado ahora por un nuevo sesgo, la espiritualidad de san Francisco de Asís, a la que se aproximó durante una estancia en México. En Madrid no ocultó sus convicciones indigenistas, de las que venía haciendo gala en aquella época; pero no actuó del mismo modo con su supuesto antiespañolismo, una leyenda —con la que venía conviviendo últimamente, conforme reconoció ella misma— que saltó a la prensa española en 1933. Dos años después se desvelaba en Chile el contenido de una carta privada en la que la escritora había vertido sus opiniones sobre los defectos de los españoles y los problemas del país. Con el fin de atajar el revuelo que generó a uno y otro lado del Atlántico la publicación referida, abandonó su cargo, en el que la sustituyó Pablo Neruda, hasta entonces destinado en Barcelona. Un nuevo nombramiento la llevó a Lisboa, donde desempeñó las mismas funciones que había desarrollado durante dos años en Madrid.

En la capital portuguesa recibió la noticia de la sublevación militar que dio inicio a la Guerra Civil. Sin dudarlo, se solidarizó con la causa republicana, a pesar de los recelos que le producían su ateísmo —estúpido y cerrado, a su parecer— y la actuación de los comunistas, cuyo ideario político reprobaba. La alternativa —el mismo fascismo que se cernía sobre Europa— no era, en sus palabras, menor calamidad. Por ello, se aprestó a realizar cuanto estuvo en su mano para ayudar —desde su condición de cristiana, educadora, escritora y diplomática— al mayor número de personas posible. Tras concluir Tala —poemario que vio la luz en Buenos Aires, editado por su amiga Victoria Ocampo, en 1938—, decidió donar los derechos de autor a beneficio de los niños vascos refugiados en la que fuera la Residència Internacional de Senyoretes Estudiants, con sede en el Palau de Pedralbes, donde se había alojado cuando viajó a Barcelona y donde había trabado una cordial amistad con la periodista María Luz Morales, miembro del equipo de dirección del centro. Desde el primer momento se interesó por la suerte de quienes podían encontrarse en peligro —así lo hizo en el caso de María de Maeztu—, y realizó gestiones para que abandonaran la Península intelectuales y artistas como Maruja Mallo —que estaba siendo vigilada por la policía del dictador Oliveira Salazar—, a quien le ofreció protección diplomática hasta que logró embarcar rumbo a Argentina. En Portugal, primero, y en París, después, trabajó con Daniel Cosío Villegas, fundador de la editorial Fondo de Cultura Económica, en la elaboración de las primeras listas de los republicanos a los que el Gobierno de México deseaba invitar a trasladarse a aquel país, convirtiéndose así, sin saberlo —como no dejó de reconocerlo Cosío Villegas—, en partícipe del nacimiento de un importante proyecto, La Casa de España en México, una iniciativa que se materializó finalmente, impulsada por el presidente Lázaro Cárdenas, a mediados de 1938. En La Casa de España —transformada en 1940 en El Colegio de México, institución que poco tiempo después vería amenazada su continuidad y que hoy es un prestigioso centro dedicado a la investigación y a la enseñanza superior— y en algunas universidades del país, los intelectuales, científicos, profesores y creadores desterrados pudieron proseguir sus trabajos, como sucedió en los casos del crítico Enrique Díez-Canedo, del escritor y pintor José Moreno Villa o de la filósofa María Zambrano.

Gabriela Mistral también colaboró con Federico de Onís —veterano profesor de literatura española en la Universidad de Columbia gracias al cual había logrado publicar en 1922 Desolación, su primer poemario—, con quien se puso en contacto en 1937. Según lo acordado, el hispanista se ocupó de recabar apoyos en Estados Unidos —convirtiéndose en poco tiempo en el más eficaz intermediario entre los profesores e intelectuales exiliados y las instituciones docentes y culturales norteamericanas—, en tanto que la poeta chilena lo hizo en Hispanoamérica. Pocos meses antes de la finalización del conflicto bélico, cuya resolución resultaba ya evidente, Mistral intensificó sus actuaciones desde Niza, ciudad a la que llegó como cónsul de su país a principios de 1939. Allí recibió la petición de ayuda a Antonio Machado que le remitió Onís solo un día antes de que el poeta sevillano falleciera en Collioure. Ante la imposibilidad de que se trasladara a Estados Unidos, era necesario que Mistral recaudara dinero para él.

Esa fue otra de las ocupaciones a las que se entregó la escritora cuando se produjo la llegada masiva de exiliados a Francia. Sus donativos y los fondos que logró recaudar —buena parte de los cuales procedían de la venta en Hispanoamérica de Tala— se los hizo llegar a Victoria Kent para que los gestionara desde París, y le indicó también los grupos de niños, las familias y las personas a quienes, conocedora de las penurias que estaban viviendo, urgía que se les entregara alguna ayuda económica. La solicitó, entre otros, para el poeta catalán Carles Riba y para su esposa, la también escritora Clementina Arderiu; para los filósofos Eugenio Ímaz y Joaquín Xirau, o para la joven pareja formada por Francesca Prat i Barri y Antoni Bonet i Isard, que debían sacar adelante a una hija de corta edad. Implicada en el auxilio de los intelectuales que permanecían recluidos en los campos de concentración franceses y en la consecución de las autorizaciones y de los pasajes que les permitirían viajar a América, no logró convencer a Victoria Kent de que lo hiciera ella también. La política republicana permaneció en Francia socorriendo a los expatriados porque esa era, según creía, su obligación. Allí le sorprendió la ocupación alemana, lo que la condenó a vivir en la clandestinidad. Mistral se trasladó en 1940 a Brasil, donde, como estaba previsto en cualquier lugar en el que residiera, desempeñó el cargo de cónsul de Chile desde su residencia de Petrópolis, ciudad a la que le fueron llegando noticias sobre la nueva vida emprendida por los intelectuales en el destierro, una vida que, como no se le ocultó, no podía sino enriquecer culturalmente a los países de acogida. Por ello lamentó desde el primer momento que el suyo no se mostrara especialmente receptivo con ellos.

Si en los años precedentes había pedido a sus conocidos en Hispanoamérica que ayudaran a subsistir a algunos exiliados republicanos ofreciéndoles la oportunidad de colaborar en las publicaciones periódicas a las que estaban vinculados —como sucedió en el caso del poeta catalán Josep Carner—, cuando quienes habían logrado refugiarse allí fundaron sus propias revistas o se unieron a los proyectos en los que les dieron cabida no dudaron en ocuparse de la obra de Gabriela Mistral y en invitarla a participar en sus páginas. Lo hicieron tempranamente desde México Juan Rejano, secretario de redacción de Romance, y Juan Larrea, impulsor de España Peregrina, iniciándose así una relación profesional entre la poeta chilena y los exiliados españoles cuyo origen tuvo mucho que ver con el agradecimiento debido y con el respeto personal que les merecía. Desde el punto de vista político, la mayoría de ellos quizá no llegó a saber nunca que, finalizada la Guerra Civil, Mistral había prometido no pisar suelo español mientras viviera Franco, según le confesó a su entrañable amiga la mexicana Palma Guillén, esposa desde 1946 del exiliado republicano Lluís Nicolau d’Olwer. Sí trascendió, en cambio, el mensaje que había remitido al Papa, a principios de ese mismo año, para solicitarle su intervención a fin de que no se ejecutara la condena a muerte de la doctora María Teresa Toral y de dos de sus compañeras, recluidas en las cárceles franquistas.

A finales de 1945 Gabriela Mistral había recibido el Premio Nobel, un reconocimiento del que no se consideraba merecedora. Creía que era una victoria de América, una convicción —modestia aparte— que compartieron con ella muchos exiliados, para quienes la poeta, encarnación del americanismo cabal —o de la americaneidad, como ella solía decir—, representaba la hospitalidad y la generosidad de ese Nuevo Mundo que los había acogido tras ser expulsados de España y donde no tardarían en echar raíces. Por ello, la noticia fue recibida por buena parte del colectivo con tanta satisfacción como si el galardón le hubiera sido otorgado a un escritor español, una complacencia que se revistió de orgullo cuando once años después el reconocimiento recayó en el exiliado Juan Ramón Jiménez. Mucho tuvo que ver en ello Gabriela Mistral, para quien, según había afirmado en su día, su maestro lo merecía antes que ella. De las gestiones que realizó en favor de la candidatura del autor de Diario de un poeta recién casado da cuenta una copiosa correspondencia en la que no faltan las misivas de los intelectuales desterrados, con los que se mantuvo en contacto durante años, un tiempo en el que estableció su residencia en distintos países —mujer errante, siempre trashumante, era «también una vagabunda», le reconoció en una carta a María Zambrano incluida en este volumen [p. 147]— y durante el cual sus problemas de salud se fueron volviendo cada vez más incapacitantes.

Entre la documentación que Gabriela Mistral guardó en su archivo personal se encuentran las treinta cartas que se incluyen en este libro. Se trata de los escritos que le remitieron diez exiliadas republicanas que vivían distantes y dispersas por la extensa geografía del destierro, desde la Francia en la que se inició el éxodo republicano hasta los restrictivos Estados Unidos, pasando por Colombia, Argentina, Cuba, Puerto Rico y, por supuesto, aquel México prodigioso —como lo llamó su buen amigo el también exiliado José Bergamín— que acogió al mayor número de refugiados republicanos en tierras americanas, país en el que también residió Gabriela Mistral en diferentes etapas de su vida y que consideró su segunda patria.

Se las enviaron entre 1942 —cuando el curso de la Segunda Guerra Mundial, que tanto las sobrecogía y les dolía a todas ellas, seguía alimentando las esperanzas de que la derrota del fascismo devolviera la democracia a España, lo que permitiría el regreso de quienes se habían visto obligados a abandonarla— y 1956, algunos meses antes de que Gabriela Mistral falleciera en Nueva York, adonde había llegado en 1953 —poco antes de recibir el reconocimiento de su país que le había sido hurtado durante demasiado tiempo— como cónsul de Chile en la ciudad. La unía a algunas de ellas una antigua relación; a otras apenas las conocía, y, en algún caso, nunca llegó a hacerlo personalmente. Cuatro de las remitentes pertenecían a su misma generación; el resto, a la inmediatamente siguiente. Las circunstancias personales que rodearon la comunicación epistolar —tanto si la comenzó la poeta como si la iniciativa la tomaron sus interlocutoras— resultan tan dispares como lo fue la frecuencia con la que se cartearon, extremo este último que no se puede determinar por tratarse de un epistolario incompleto y necesariamente parcial. El carteo se inició, en algunos casos, antes del primer escrito conservado, por lo que se desconoce cuándo empezó exactamente la correspondencia. Tampoco es posible saber por qué se interrumpió el contacto. Dichos datos, aunque relevantes, no se consideran imprescindibles en la concepción de este libro, cuyo objetivo no es presentar una correspondencia íntegra y cerrada, sino dar a conocer un conjunto de envíos postales que contienen elementos en común.

Lo que las pone en relación hasta convertirlas en una significativa gavilla de cartas es, además de la determinante condición de exiliadas que compartían todas sus emisoras, la sororidad que revela la comunicación que mantuvieron con Gabriela Mistral, amistad y solidaridad que se vieron favorecidas y fortalecidas por el talante y por la trayectoria de la escritora chilena. En sus envíos le hablaron, de mujer a mujer, de cuestiones profesionales, de temas personales y de asuntos relacionados con la vida cotidiana; le pidieron y le ofrecieron apoyo, y le expresaron su afecto, su admiración y su agradecimiento. En sus respuestas, según se desprende del contenido de las cartas localizadas, hallaron la aprobación, la cordialidad, la comprensión y en ocasiones la ayuda que necesitaban. Aquellos escritos que les llegaron por vía postal fueron para ellas una suerte de bálsamo emocional. Les proporcionaron, en ocasiones, el alivio anímico que les hacía falta, por lo que llegaron incluso a reclamarle que les escribiera, a pesar de ser conscientes de que a Gabriela Mistral, que mantenía correspondencia con numerosos interlocutores, no le sobraba, precisamente, el tiempo. Las cartas sustituyeron los ratos de conversación y las confidencias frente a frente que no pudieron tener y que tanto echaron de menos.

A Teresa Manteca Ortiz —esposa de Enrique Díez-Canedo, buen amigo de Gabriela Mistral, gracias a cuya intercesión pudieron exiliarse en México tanto él como su familia— le hubiera gustado que ambos hubieran podido pasear junto a ella por las montañas de Vermont, adonde se trasladó el matrimonio en el verano de 1942 —como lo hicieron tantos otros exiliados entre los que cabe mencionar a Pedro Salinas— para que el crítico participara en los cursos de la Escuela Española de Middlebury College. Desde allí le escribió la primera carta exhumada en este volumen, una correspondencia que se había iniciado antes de la Guerra Civil, durante el tiempo en el que su marido ejerció el cargo de embajador de la República en Uruguay, primero, y en Argentina, después. Los envíos que siguieron a partir de la misiva que le remitió en 1944 para agradecerle las condolencias por el fallecimiento de su esposo que le había hecho llegar Gabriela Mistral estuvieron marcados por su recuerdo, siempre presente en las cartas que le escribió, con algún propósito o por gusto, hasta 1955. «No se vive de recuerdos, pero se vive para los recuerdos», le dirá el 1 de agosto de 1947 [p. 44]. En ese tiempo lograron verse en México en alguna ocasión, algo que no pudieron hacer en Estados Unidos, desde donde Teresa Díez-Canedo, que pasó alguna temporada con los familiares que residían allí, lamentó que se lo impidieran las distancias y las estrecheces económicas. «Cuánto me gustaría poder verla y oírla hablar», le confesó [p. 39]. Tuvo que conformarse con las cartas que Gabriela Mistral le remitió periódicamente, envíos que dan cuenta de la ayuda que le prestó a su familia al emprender el camino del destierro y del afecto que sintió siempre por ella y por los suyos, como puede observarse en las misivas de la poeta chilena que pueden leerse en el último apartado de este libro.

A pesar de que ambas coincidieron en Nueva York en 1948, la pintora gallega Maruja Mallo no logró localizar a Gabriela Mistral, con quien se había comunicado por vía postal unos años antes y a la que, como también hizo la escritora Rosa Chacel, le había cursado un telegrama para felicitarla en cuanto supo que le habían concedido el Premio Nobel. Esta correspondencia se retomaría también tiempo después para rememorar el apoyo, ya referido, que la escritora había prestado a Mallo en Lisboa y la ayuda que, en la distancia, le proporcionó a su llegada a Buenos Aires. Gabriela Mistral y Margarita Nelken sí lograron encontrarse en México, país desde el que la escritora, crítica de arte y política madrileña le remitió las cartas que se incluyen en el presente volumen, escritos en los que expresó el inmenso dolor que sentía por la prematura muerte de su hijo. Este trágico desenlace la aproximó a su interlocutora, que había perdido poco tiempo antes a su sobrino y ahijado Juan Miguel —Yin Yin—, a quien había criado desde sus primeros meses de edad. Nadie mejor que la poeta chilena podía comprenderla. Por eso le ofreció palabras de consuelo y de ánimo, como puede observarse en sus envíos, reproducidos también al final del volumen. Dichas cartas componen un epistolario muy breve, en nada comparable por su extensión con el que conforman las misivas que intercambió Mistral con su fraternal amiga Victoria Kent, escritos que han sido publicados recientemente. Preciadas cartas (1932-1979). Correspondencia entre Gabriela Mistral, Victoria Ocampo y Victoria Kent