Antonio Gramsci, una educación conservadora para una política radical - Harold Entwistle - E-Book

Antonio Gramsci, una educación conservadora para una política radical E-Book

Harold Entwistle

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Antonio Gramsci, figura seminal del pensamiento europeo de siglo XX, es uno de los pocos teóricos marxistas que analiza el papel y la naturaleza de la educación. Paradójicamente, su teoría revolucionaria, política y social, parece contraria a su enfoque conservador del contenido y los procesos de la escolarización. Este clásico libro, publicado originalmente en 1979, examina sus escritos educativos, políticos y cultura­les en un esfuerzo por resolver esta aparente discrepancia. La relevancia de Gramsci radica en el tratamiento, en el contexto de su teoría política radical, de temas que actualmente ocupan a los modernos educadores. Entre los temas que aborda están la sociología del currículo, la aparente discon­tinuidad entre la cultura de la escuela y la de la vida cotidia­na, los problemas de la alfabetización y el lenguaje en la educación, el papel del Estado en la provisión de la educación, el cultivo de élites y el papel de los intelectuales, las funciones relativas de la autoridad y la espontaneidad en la educación, y la relación ambigua de estas con diferentes ideologías políticas, en particular el fascismo. Una lectura imprescindible para afrontar el debate educativo de la actualidad.

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Akal / Educación / 4

Harold Entwistle

Antonio Gramsci, una educación conservadora para una política radical

Traducción: Enrique Galindo Ferrández

Antonio Gramsci, figura seminal del pensamiento europeo de siglo XX, es uno de los pocos teóricos marxistas que analiza el papel y la naturaleza de la educación. Paradójicamente, su teoría revolucionaria, política y social, parece contraria a su enfoque conservador del contenido y los procesos de la escolarización. Este clásico libro, publicado originalmente en 1979, examina sus escritos educativos, políticos y culturales en un esfuerzo por resolver esta aparente discrepancia.

La relevancia de Gramsci radica en el tratamiento, en el contexto de su teoría política radical, de temas que actualmente ocupan a los modernos educadores. Entre los temas que aborda están la sociología del currículo, la aparente discontinuidad entre la cultura de la escuela y la de la vida cotidiana, los problemas de la alfabetización y el lenguaje en la educación, el papel del Estado en la provisión de la educación, el cultivo de élites y el papel de los intelectuales, las funciones relativas de la autoridad y la espontaneidad en la educación, y la relación ambigua de estas con diferentes ideologías políticas, en particular el fascismo.

Una lectura imprescindible para afrontar el debate educativo de la actualidad.

Harold Entwistle (1923-2015) fue un filósofo y sociólogo de la educación anglocanadiense, conocido por argumentar la defensa de una escuela de corte clásico desde una posición progresista. Profesor de Educación comparada en la Sir John Williams University (después integrada en la Universidad Concordia) hasta su jubilación, su influencia dentro del campo de los estudios críticos de educación es indiscutible. Defensor a ultranza de una educación rica en contenidos y exigencia académica para las clases trabajadoras, su posicionamiento le granjeó tanto críticas como valoraciones muy remarcadas ya sea desde posiciones conservadoras como progresistas de la academia. Hoy, sus textos son de obligada referencia y discusión para la sociología de la educación, la didáctica y la pedagogía. Entre sus publicaciones destacan Child-centred education (1970), Education, work and leisure (1970), Political education in a democracy (1971), Class, culture and education (1978) y, sobre todo, Antonio Gramsci: Conservative schooling for radical politics (1979).

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

Directores de la colección

Enrique Galindo Ferrández y Olga García Fernández

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Authorised translation from the English language edition published by Routledge, a member of the Taylor & Francis Group

© Harold Entwistle, 1979

© Ediciones Akal, S. A., 2023

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5346-0

Agradecimientos

Mi interés por la teoría de la educación de Gramsci fue estimulado hace varios años a través de un artículo sobre su concepto de hegemonía presentado por James Robinson al seminario sobre «Ideologías proletarias» en el Centro Interuniversitario de Estudios Europeos de Montreal. Más o menos al mismo tiempo, comenzaron a aparecer en la literatura sobre la educación las referencias a la obra de Gramsci. Me llamó la atención que las conclusiones que se extraían de sus escritos con respecto a la educación variaban ampliamente y posteriormente traté de explorar las paradojas implícitas en su propio trabajo en dos artículos presentados al seminario en Montreal. Desde entonces, me he beneficiado enormemente de los comentarios críticos ofrecidos por los miembros de ese grupo, por mis propios colegas del Departamento de Educación, especialmente por Arpi Hamalian, Joyce Brand, Bill Knitter y Geof Fidler y por Norman Klein en el Departamento de Antropología en Concordia.

Durante un permiso sabático pasado en el Instituto de Educación en la Universidad de Bristol en 1975-1976, descubrí un creciente interés en las implicaciones de la obra de Gramsci para la teoría y la práctica educativa moderna, y mantuve largas discusiones, especialmente con Ray Bolam, Chris Sinha, Eric Hoyle y Gordon Reddyford, que me incitaron a escribir el primer borrador de este texto.

Mi agradecimiento a mi propia universidad, que puso a mí disposición los fondos disponibles de su Fondo de Investigación del Consejo General de Canadá para visitar el Istituto Gramsci en Roma en 1977. El personal del Instituto, en especial sus bibliotecarios, me dio una ayuda inestimable en la recopilación de materiales relacionados con mi investigación. El Centro Interuniversitario Europeo de Montreal también puso a disposición fondos para la compra de libros y materiales. Fred Bassett, Geof Fidler, David Godwin, Dieter Halbwidl, Arpi Hamalian y Eric Hoyle leyeron un borrador completo del texto y estoy en deuda con ellos por el tiempo que le dedicaron y el posterior debate de los comentarios que hicieron. También estoy agradecido a Ronnie Braendel, Mary Jean, y Beverley Cobb por sus servicios escribiendo diferentes borradores del texto.

Por último, estoy especialmente agradecido a mi esposa que, en esta ocasión, ha hecho más que la contribución habitual a mi trabajo. Su ayuda ha sido inestimable para discutir conmigo las fuentes italianas, revisar mis traducciones y ayudar con las tareas de secretaría que son inseparables de una obra de este tipo.

Introducción

RELEVANCIA DE GRAMSCI

El nombre del difunto marxista italiano, Antonio Gramsci, aparece cada vez más en los medios culturales del mundo de habla inglesa. Como era de esperar, esto se produce sobre todo en la literatura política, pero su trabajo también ha sido una inspiración para la novela (por ejemplo, David Martin de John Fowles) y en el teatro (Occupations de Trevor Griffiths). Desde que Grams­ci consideró la teoría de la educación como parte integrante de la teoría política, la referencia a su trabajo también ha comenzado a aparecer en la literatura educativa. En este último contexto, la invocación de Gramsci suele ser poco más que una mención académica con la promesa ocasional, como en Karabel y Halsey, por ejemplo, de que para los educadores «el concepto de hegemonía ideológica de Gramsci, parece abrir una vía particularmente prometedora de pensamiento» (1977, p. 369, nota 9, véase también ibíd., p. vi). De hecho, vinculada con el nombre de Gramsci, la noción de que la escuela es hegemónica amenaza con convertirse en uno de esos eslóganes que con frecuencia sirven como sustitutos del examen detallado de nuestros acuerdos [¿dispositivos?] educativos. Pero no está claro que un examen minucioso de la obra de Gramsci lo confirme como autoridad para la retórica radical de gran parte de la teoría neomarxista contemporánea de la educación y, especialmente, para la de los «nuevos» sociólogos de la educación que invocan su nombre[1]. La relevancia de Gramsci radica precisamente en su tratamiento, en el contexto de su teoría política radical, de aquellos temas que ocupan a los modernos educadores radicales: la sociología del currículo, la aparente discontinuidad entre la cultura de la escuela y la de la vida cotidiana, los problemas del lenguaje y la alfabetización en la educación, el papel del Estado en la provisión de educación, el cultivo de las élites y el papel de los intelectuales, las funciones relativas de la autoridad y la espontaneidad en la educación y la relación ambigua de estas con diferentes ideologías políticas (especialmente el fascismo), los problemas de la formación profesional, el lugar de la teoría en el currículo y su relación con la acción en el mundo fuera de la escuela; y, en particular, la consideración de estos temas en relación con la educación de la clase trabajadora. Desafortunadamente para la mayoría de los que invocan su nombre, pero que evidentemente saben poco de su obra, las conclusiones de Gramsci sobre estos asuntos apuntan en direcciones muy diferentes de las de la actual teoría educativa neomarxista.

Sin embargo, la relevancia de la escritura de Gramsci para el presente radica no solo en su contribución sustantiva al esclarecimiento de estos problemas, sino también en la ilustración de su aparente intratabilidad, una vez que se escapa del discurso retórico hacia un examen de las complejas relaciones entre política y educación. No hay duda de que Gramsci estaba preocupado principalmente por el cambio sociopolítico radical y su trabajo debería ser especialmente relevante para los agentes críticos comprometidos con la actividad educativa contrahegemónica. También es cierto que la noción de hegemonía es central en la teoría social de Gramsci y que reconoce a la escuela, entre otras instituciones de la sociedad civil, como un instrumento de hegemonía política. De esto se deduce que Gramsci vio la sustitución de la hegemonía de la clase media por la de la clase obrera como resultado de una revolución social basada en una reforma radical de las escuelas, especialmente en su currículo y en sus procesos pedagógicos. Pero, paradójicamente, las recetas de Gramsci para el plan de estudios y el método de enseñanza son esencialmente conservadoras. Mi tarea en este libro es intentar resolver esta contradicción aparente entre su teoría política y social revolucionaria y su énfasis en el valor de la práctica educativa tradicional con referencia al contenido y los procesos de la escolarización.

Cuando se leen aisladamente del resto de su trabajo, no hay duda de que los escritos explícitamente educativos de Gramsci se leen como un Black Paper[2], cuarenta años antes de su época. Sus Cuadernos y Cartas podrían servir adecuadamente como textos autorizados para el actual movimiento de «vuelta a lo básico» en la educación, incluso un académico gramsciano ha afirmado que sus opiniones y prejuicios sobre la educación podrían incluso «llevar a los estudiantes a una febril efervescencia en St. Davids College Lampeter» (una pequeña fundación religiosa en el centro de Gales no señalada para el activismo estudiantil –Gwyn A. Williams, 1975, p. 336–). La paradoja solo se ve subrayada por el hecho de que los adversarios fascistas de Gramsci parecían estar hablando el lenguaje de la educación progresista. Por lo tanto, una implicación de sus escritos educativos es que la educación progresista tiene indicios de autoritarismo político, mientras que un énfasis educativo en la «vuelta a lo básico», en contra de las suposiciones de que este es un movimiento reaccionario que debería ser resistido por los educadores progresistas, es un requisito esencial para el desarrollo de ese temperamento del que depende la crítica social radical. A la luz del análisis de Gramsci, es defendible que debemos reconsiderar la ecuación convencional de la didáctica de la escolarización tradicional con el autoritarismo político y de la educación progresista con la democracia; debemos tener calma antes de descartar como reaccionarias y fascistas las críticas actuales a los excesos de la educación progresista. De hecho, en relación al debate sobre el tipo de prácticas educativas que son parte integrante del cambio social radical, resulta extraño que ese interés en la obra de Gramsci lo muestren los teóricos neomarxistas de la educación, que lo consideran un exponente de la sociología crítica y del marxismo cultural, pero que abrazan ellos mismos ideologías educativas de corte idealista que tienen más en común con las de los perseguidores de Gramsci que con el mismo Gramsci. Uno de los temas que se abordarán aquí será la cuestión de qué constituye una educación para el fascismo, teniendo en cuenta que la teoría educativa conservadora de Gramsci se ha articulado, en parte, en la crítica de las reformas educativas aparentemente progresistas emprendidas por el ministro de Instrucción Pública de Mussolini en 1923 (véase cap. 1, Educación y fascismo).

El argumento desarrollado aquí será que, lejos de la paradoja de que el radicalismo político y el conservadurismo educativo de Gramsci sean una de sus «incoherencias acreditadas», su escritura revela de hecho una teoría sociopedagógica coherente de relevancia para cualquier persona interesada en un cambio social radical. Desde este punto de vista, el trabajo de Gramsci tiene que tomarse en serio como modelo para la educación socialista. En la actualidad, los intentos más explícitos de explorar la relación entre socialismo y educación están teniendo lugar en Estados Unidos. Pero el trabajo de Gramsci no apoya ni a Jencks, que apunta a que no hay conexión entre el socialismo y la educación, ni a Bowles y Gintis, que asumen que en una sociedad socialista los niños se librarían de las limitaciones disciplinarias tradicionales en la escuela, así como los trabajadores adultos lo harían de las constricciones impuestas por las instituciones del capitalismo corporativo. Por el contrario, Gramsci estaba especialmente interesado en el potencial cultural de un enfoque disciplinado del trabajo que él llamó «americanismo» y sus recetas para la educación técnica son muy opuestas a las requeridas por los neomarxistas para la vida del trabajo en una sociedad socialista (véase cap. 2, Educación técnica y profesional).

Sin embargo, reivindicar la consistencia de la teoría socioeducativa de Gramsci, en la que la paradoja de una teoría educativa conservadora al servicio de una ideología política radical es susceptible de ser resuelta, no es ignorar las contradicciones que aparecen en su obra. Las inconsistencias son evidentes, por ejemplo, entre sus primeros escritos, que muestran una gran cantidad de retórica radical dogmática con referencia a las escuelas y las conclusiones mucho más tentativas y abiertas de su obra madura. Manacorda nos recuerda que la posición de Gramsci en antes de su encarcelamiento debe leerse en el contexto de las circunstancias rápidamente cambiantes en que se encontraba, especialmente su experiencia de la Revolución rusa y su creencia de que su propagación por toda Europa era inminente (1976, pp. 39-40). Dadas estas (para él) expectativas optimistas, la retórica intransigente de sus primeros escritos es comprensible. Pero desde el momento de su encarcelamiento, estaba escribiendo ante la decepción de estas esperanzas; de ahí su conclusión de que la sustitución de la hegemonía existente requería una educación política minuciosa y prolongada. Así, a raíz de la efímera y ahora difunta retórica educativa radical de finales de los años sesenta, la evolución del pensamiento educativo de Gramsci es de particular relevancia para cualquier examen de la relación entre la educación y el cambio social. Es la experiencia política de Gramsci, intensamente comprometida pero abortada, la línea divisoria entre los periodos anteriores y los posteriores en los cuales funcionó principalmente como un teórico, lo que distingue su trabajo de la mayoría de los relatos de lo que constituye una educación política radical.

Además, los pensamientos maduros de los Cuadernos y las Cartas no eran simplemente el resultado de una reclusión forzada que le dio el «ocio» para revisar y sistematizar su pensamiento, sino también una consecuencia de haber participado en la dirección de una revolución fallida y de sufrir una exitosa contrarrevolución fascista. Como concluye Clark, «gran parte de la contribución duradera de Gramsci al pensamiento social europeo surgió de un replanteamiento crítico de su propio pasado» (1977, p. 225). Su experiencia de fracaso, sin duda, contribuyó al carácter tentativo de sus primeros escritos en prisión. De este periodo, Manacorda señala que «todo se presenta como problemático e incierto», con la repetición de frases como «todavía no he decidido qué pensar» y «en general, creo» (1976, p. 85). Concluye que (ibíd., p. 89),

el duro aprendizaje de su carrera académica, su educación esencialmente idealista, la experiencia educativa de su militancia política y, por último, su reciente experiencia como padre frustrado por el encarcelamiento y el creciente desacuerdo con su familia sobre cuestiones educativas, constituyen una maraña de experiencias, a menudo discretas y contradictorias, de las que Gramsci no había madurado todavía una conclusión coherente, motivada y profunda.

No es de extrañar que, como el propio Gramsci sugirió, su cabeza fuera un campo de batalla para teorías educativas bastante contrarias. Estas contradicciones –lo que McInnes (1971, p. 15) llamó «sus acreditadas inconsistencias»– son el producto de una inteligencia que lucha con franqueza con problemas aparentemente irresolubles y de un rechazo, en última instancia, a ser dogmático. De hecho, en su propia vida y en su trabajo está inmanente la dialéctica de la teoría y la práctica, y un intento constante de fusionarlos en la praxis. Tanto en los Cuadernos como en las Cartas, «la experiencia personal fue siempre el punto de partida para las generalizaciones teóricas» (Manacorda, 1976, pp. 155-156). La cuestión acerca de Gramsci no es simplemente, como lo dirían Frith y Corrigan (1977, p. 255), que era (como Althusser) un miembro del Partido Comunista, sino que, como demuestra Anderson, fue probablemente el último de los marxistas occidentales cuyos escritos derivaron de la participación en un intento de ingeniar una revolución socialista (1976, p. 54) [1979, p. 70]:

Los Cuadernos de la prisión, la obra más grande de toda esta tradición, fueron escritos por un dirigente revolucionario de la clase obrera, no por un filósofo profesional, proveniente de un estrato social mucho más pobre y humilde que el de cualquier otro intelectual marxista importante de Europa occidental u oriental antes o después de la primera guerra mundial.

Por el contrario, después de Gramsci, los teóricos marxistas se aislaron «en las universidades, lejos de la vida del proletariado de sus países», mientras se daba «el desplazamiento de la teoría desde la economía y la política a la filosofía» (ibíd., pp. 92-3) [p. 115].

Pero si el encarcelamiento apartó a Gramsci de la práctica de la política, la correspondencia con su hermana sobre la educación de sus hijos y, posteriormente, con su esposa sobre la educación de sus propios hijos, le proporcionó un tenue vínculo con la práctica educativa. El propio Gramsci advirtió contra el uso de la correspondencia de un escritor como material crítico sin la debida precaución: «Una afirmación tajante hecha en una carta no sería tal vez repetida en un libro […] en las cartas, como en los discursos, como en las conversaciones, se cometen muy a menudo errores lógicos» (Notebooks, p. 385) [T. 2, C. 4 (XIII), §1, p. 132]. Y especialmente en las cartas posteriores a sus hijos, hay que tener en cuenta la creciente frustración, incluso la desesperación, que provenía de no estar presente para dar a su educación la reorientación que él sentía claramente necesaria. Sin embargo, como muestra el análisis paralelo y secuencial de Manacorda del contenido educativo de las Cartas y los Cuadernos, el «contacto continuo con la realidad que ofrecen las primeras era parte de la dialéctica de la que se derivaron los principios generales de los Cuadernos» (1976, p. 108).

LA VIDA DE GRAMSCI

Es evidente que mucho más de lo que ocurre con la mayoría de los teóricos de la educación (y, sobre todo, los teóricos de la educación política), la biografía de Gramsci es crucial para comprender su obra. Como observan Hoare y Nowell Smith, «la relación entre la autobiografía y la reflexión sociológica en el pensamiento de Gramsci es […] estrecha y compleja» (1971, p. 25, cfr. también Cammett, 1967, vol. 4, p. 192). De hecho, dado que sus anotaciones explícitas sobre la educación son relativamente breves, no solo han de ser leídas en el contexto más amplio de sus primeros escritos, sino también de los hechos de su vida personal y de su actividad política[3].

Nacido en Cerdeña en 1891, Gramsci fue hijo de un funcionario menor del Gobierno que fue encarcelado durante seis años en 1900, condenado por malversación de fondos electorales. Hay dudas sobre su culpabilidad y una suposición de que la condena fue motivada por su oposición al candidato electo. Sin embargo, la importancia de esto para el joven Antonio está en que fue sacado de la escuela al final del quinto grado y obligado a trabajar diez horas al día en la oficina del catastro local llevando libros de registro que pesaban más que él, una ocupación que afectó gravemente a sus fuerzas (Lettere, p. 299) [Cartas, p. 431]. De este periodo, más tarde se quejó de que habitualmente lloraba antes de dormir y rara vez experimentaba un día sin dolor. De hecho, Gramsci pasó la mayor parte de su vida con mala salud. Jorobado desde los seis años de edad, como resultado de ser arrojado desde unas escaleras altas por una chica que debía cuidar de él, sufrió de niño la indignidad de ser colgado del techo por los brazos en un esfuerzo por enderezar su columna vertebral.

En 1908, fue capaz de regresar a la escuela secundaria (gymnasium)en la cercana ciudad de Santu Lussurgiu. Había seguido estudiando mucho durante su ausencia forzada y tuvo tanto éxito en el gimnasio que fue capaz de obtener becas, primero en el Liceo, y luego en la Universidad de Turín, donde sus estudios fueron interrumpidos constantemente por la enfermedad. Finalmente, abandonó la universidad antes de graduarse y se convirtió en periodista, colaborando con una serie de periódicos radicales antes de fundar en 1919 (junto con otras tres personas) y editar L’Ordine Nuovo, un periódico semanal (que en 1921 se convirtió en diario) dirigido a la educación política de los trabajadores de las fábricas de automóviles de Turín, donde pasó la mayor parte de su vida adulta antes de su encarcelamiento.

En 1921, Gramsci rompió con el Partido Socialista Italiano y se convirtió en miembro fundador del Partido Comunista Italiano. Fue su secretario general desde 1924 y se convirtió en diputado nacional en las elecciones del mismo año. Sin embargo, estos acontecimientos coincidieron con el ascenso al poder del partido fascista, y en 1926 Gramsci fue encarcelado por su antiguo colega socialista, Mussolini, quien dio instrucciones de que su cerebro debía dejar de estar activo por lo menos veinte años[4] (en 1921 Mussolini había comentado que Gramsci tenía «un cerebro incuestionablemente poderoso», Cammett, 1967, p. 138). Paradójicamente, fue durante la siguiente década a partir de este encarcelamiento cuando Gramsci escribió las obras por las que es más conocido, las Cartas y los Cuadernos, que constituyen su aportación sistemática a la teoría política y social. Rechazó pedir la clemencia a que le habría dado derecho su estado de salud cada vez más deteriorado, fue finalmente liberado en «arresto hospitalario» solo meses antes de su muerte, en 1937, por una combinación de insomnio e indigestión crónicos, tuberculosis, hipertensión y, finalmente, una apoplejía. Más que por la persecución abierta en prisión, su declive físico se debió a la negligencia (pese a que la mayor parte de su encarcelamiento lo pasó en la cárcel especial de Turín para presos con problemas de salud); una falta de atención médica adecuada, así como de una dieta apropiada a sus males y estar situado en el punto más ruidoso del bloque de celdas, lo que le impidió tener más de dos o tres horas de sueño nocturno durante un periodo de varios años.

En 1923, en Moscú, Gramsci se había casado con Giulia Schutz, una refugiada austríaca. De ella tuvo dos hijos, al más joven de los cuales nunca llegó a ver; al mayor lo conoció solo durante unos pocos meses. No es la característica menos conmovedora de sus cartas de la prisión su creciente desesperación por tratar de mantener el contacto con sus dos hijos, que evidentemente encontraron dificultades en considerarlo como algo más que un remoto extraño; en particular, la manera en que aconseja sobre su educación y su evidente frustración por lo que considera como la mala gestión de su enseñanza.

Leer a Gramsci y a sus biógrafos es una experiencia conmovedora e intelectualmente estimulante. Obviamente, a nivel personal y doméstico, su vida es la materia de la que se hace la tragedia clásica. De hecho, Trevor Griffiths ha aprovechado las posibilidades dramáticas de la biografía de Gramsci en su pieza teatral Occupations. Sin embargo, en esta obra, la tragedia de Grams­ci es más política que personal. Es el actor central en el drama de la huelga obrera de Turín, cuyo desenlace se centra en si los trabajadores establecen la revolución mediante una toma de posesión completa de las fábricas, estableciendo así el comunismo, o se conforman con los beneficios del sistema industrial existente. En el caso real, optaron por esto último (véase Cammett, 1967, pp. 120-121).

En términos del compromiso fundamental de Gramsci con la revolución a través de los consejos de fábrica, este resultado debe ser juzgado como el fracaso de su trabajo como político práctico. Un estudioso de su vida y de su trabajo ha concluido que fue un fracaso, en aquel entonces y ahora –entonces en referencia al colapso de la revuelta de Turín, hoy debido al hecho de que se ha convertido en el santo patrón del moderno Partido Comunista Italiano, un partido que ha diseñado el llamado «compromiso histórico» con los partidos parlamentarios democráticos en Italia y se enfrenta a la posibilidad de alcanzar el poder a través del mecanismo democrático de las urnas con los inevitables compromisos que esto implica (véase Boggs, 1976, p. 80)[5]–.

Sin embargo, Gramsci no era ajeno al compromiso, un hecho que contribuye a un elemento más de su tragedia como político. Pues, como hemos visto, Gramsci es el radical político, comprometido con la acción, y las consecuencias trágicas están implícitas en la disposición al compromiso que ello conlleva. Por ejemplo, era partidario de una alianza contra el fascismo de todos los trabajadores y campesinos, independientemente de su lealtad partidista, una postura que atraía las críticas de los intransigentes de su partido. Quizá la más conmovedora de sus cartas de la prisión registra su intento abortado, hacia el final de su vida, de organizar un seminario encaminado a convencer a sus compañeros presos políticos de que no había dejado de ser comunista (Cammett, 1969, p. 182; Pozzolini, 1970, pp. xviii-xix). Esta sensibilidad a la necesidad de compromiso y alianza con los no marxistas le ha valido a Gramsci los títulos de «marxista abierto», «marxista liberal», «marxista occidental», «marxista cultural», «marxista creativo» e igualmente, tanto por parte de marxistas como de no marxistas, el juicio de que no era un marxista en absoluto[6] (Gwyn Williams, 1975, p. 306; Kiernan, 1972, p. 11; Boggs, 1976, pp. 16, 19; Cammett, 1967, p. 123).

Un reciente revisor de una nueva edición de las Cartas desde la cárcel se ha preguntado «por cuánto tiempo su marxismo humano y abierto habría sobrevivido a la atmósfera corrosiva del sistema duro y cerrado de Stalin». Habiendo «muerto en el apogeo de la gran purga en Rusia, había enfatizado el deber de estar preparado para morir, pero había ignorado el peligro de estar preparado para matar» (Walter, 1975). Gramsci se salvó, obviamente, de este trágico dilema (como Hobsbawm dice, «por una agradable ironía de la historia», «se salvó de Stalin porque Mussolini lo puso tras las rejas» 1974, p. 43), pero sus biógrafos y editores suelen emplear la noción de tragedia para resumir los resultados de su experiencia política. MacIntyre se ha referido a «la opinión de Trotsky de que la brecha entre la aspiración y el logro será una característica permanente de la vida humana, de modo que la tragedia será permanentemente relevante para la experiencia humana» (1970, pp. 36-37) y, en un contexto diferente, al hecho de que «lo trágico es una categoría que […] sigue siendo una posibilidad donde quiera que se intenta vivir dentro y trascender a una sociedad» (1971, p. 86). Y es esencialmente en estos términos como Kiernan ha subrayado la tragedia de la vida política de Gramsci: «El sentido de lo trágico de la humanidad se encuentra cerca de esta disparidad entre intención y consecuencia. Lo que hace la tragedia no es el fracaso en la acción, sino la imposibilidad de ver sus resultados, de modo que toda tragedia es una tragedia de errores» (1972, p. 27). Para comprender su obra, esta referencia a sus dimensiones trágicas nos alerta de las paradojas, si no de las contradicciones, que manifiesta. Broccoli nos recuerda que los Cuadernos son «desinteresados» en el sentido de ser reflexiones sobre sus experiencias políticas con miras a la recopilación de «las razones de los fracasos, así como las victorias» (1972, p. 91).

LA EDUCACIÓN Y EL CONCEPTO DE HEGEMONÍA

No pocos estudiosos de Gramsci han considerado que su desarrollo de la noción de hegemonía es su única contribución a la teoría política. Raymond Williams ha atribuido a la influencia de Gramsci el renovado interés por el concepto y su más amplia aplicación, y ha concluido que su comprensión de la hegemonía era «de una profundidad que es […] extraña» (1973). Williams también observa que la noción de hegemonía es compleja (ibíd.):

Tenemos que dar una explicación muy compleja de la hegemonía si hablamos de una verdadera formación social. Ante todo, tenemos que dar una que permitasus elementos de cambio real y constante. Tenemos que enfatizar que la hegemonía no es singular; de hecho, que sus propias estructuras internas son muy complejas y tienen que renovarse y defenderse continuamente; y por la misma razón, que pueden ser continuamente desafiadas y, en ciertos aspectos, modificadas.

Es evidente que hay peligros al intentar caracterizar brevemente la hegemonía, pero debe intentarse, ya que la noción es esencial para comprender la concepción de Gramsci sobre la función de la educación.

La noción de hegemonía es más común en la historia política y en los asuntos internacionales, donde se refiere a situaciones en las que una nación ejerce influencia política, cultural o económica sobre otras. Pero, siguiendo a Lenin, Gramsci extendió su referencia aplicándola a las relaciones entre los grupos, especialmente las clases sociales. Por lo tanto, se puede pensar que una clase social ejerce su hegemonía sobre otras clases «subalternas». En la sociedad capitalista, la burguesía es hegemónica en relación con la clase obrera industrial. A su vez, lo característico de la revolución socialista es que es contrahegemónica, destinada a reemplazar la hegemonía burguesa por la proletaria.

Los estudiosos de Gramsci han debatido hasta qué punto este uso de la hegemonía es simplemente una formulación alternativa de la noción común de dictadura de clase y, por lo tanto, hasta qué punto es aplicable a una sociedad democrática. En uno de los primeros análisis en lengua inglesa del uso del concepto por parte de Gramsci, Gwyn Williams mantenía que la hegemonía correspondía «a un poder estatal concebido en términos marxistas de la época como la dictadura de una clase» (1951, p. 587). Del mismo modo, Hughes consideraba que es «un pensamiento totalitario vestido de disfraz progresista» (1958, pp. 101-102). Desde este punto de vista, el uso de la palabra hegemonía parece ser una táctica para vaciar la noción de gobierno de clase de las implicaciones peyorativas de la dictadura. Concediendo esto, sin embargo, la sustitución de la hegemonía burguesa por la proletaria solo cambiaría una dictadura por otra: es decir, si la hegemonía no es más que un eufemismo de dictadura y toda sociedad tiene su clase hegemónica, ya tenemos una dictadura de clase ejercida por una clase «respetable», la burguesía. De hecho, Gwyn Williams señaló que por hegemonía Gramsci probablemente tenía en mente lo que ahora llamamos un Establishment. Otros, sin embargo, han argumentado una diferencia esencial entre la hegemonía y la dictadura: «La hegemonía es una palabra clave en Gramsci que implica oposición a la “dictadura” en el sentido de que el predominio cultural se puede distinguir del poder político» (McInnis, 1971, p. 11, nota 4; véase también Cammett, 1967, p. 204; Joll, 1977, p. 9).

Parece esencial para la noción de hegemonía de Gramsci que la implicación del gobierno mediante la coerción física, que la noción de dictadura suele conllevar, esté ausente. Boggs ve la concepción de Gramsci como un punto de ruptura del «enfoque marxista clásico del poder (que) fue unilateral en la atención exclusiva al papel de la fuerza y la coerción como base de la dominación de la clase dominante» (1976, p. 38). Joll sostiene que ni el ejercicio del poder económico ni físico es central en la concepción de hegemonía de Gramsci (1977, p. 8) y que incluso el poder político es innecesario para el establecimiento de la influencia moral y cultural de la que depende (ibíd. p. 11). En la formulación de Gramsci, la dirección hegemónica es la persuasión moral e intelectual en lugar del control por parte de la policía, los militares, o el poder coercitivo de la ley: «Gobernar mediante la hegemonía intelectual y moral es la forma de poder que da estabilidad y funda el poder en el consentimiento y aquiescencia generalizados». Para que esto sea así, «toda relación de “hegemonía” es necesariamente una relación pedagógica» (Quaderni, vol. II, p. 1331) [T. 4, C. 10 (XXIII), §44, p. 210]. El control de las clases subalternas es mucho más sutilmente ejercido de lo que a menudo se supone; opera de manera persuasiva más que coercitiva a través de las instituciones culturales –iglesias, sindicatos y otras asociaciones de trabajadores, escuelas y la prensa–.

En la terminología marxista, la hegemonía burguesa depende de la «falsa conciencia» de la clase obrera: o, como Raymond Williams apunta, las complejas fuerzas de la hegemonía saturan tan totalmente todo el proceso de la vida «que las presiones y los límites de lo que puede ser considerado, en última instancia, como un sistema cultural, político y económico específico, nos dan la impresión a la mayoría de nosotros de ser las presiones y límites de la simple experiencia y del sentido común» (1977, p. 110) [2000, p. 131]. Es decir, estamos convencidos de que el mantenimiento del statu quo no podía sino estar en nuestros propios intereses. Además, es posible para la hegemonía existente acomodar fuerzas culturales alternativas y contrahegemónicas, «neutralizándolas, cambiándolas o realmente incorporándolas» (ibíd., p. 114). Como un ejemplo concreto de esto, Klein ha analizado la radical y activa contracultura estudiantil de la década de 1960 para demostrar cómo una hegemonía «puede funcionar para absorber, asimilar e integrar una variedad de formas de protesta en su propia red ideológica». En la moderna, y compleja, sociedad industrial el recurso de la fuerza es redundante (1969, p. 313). De hecho, la erosión del consentimiento activo al orden sociocultural existente, hasta el punto de obligar a la clase dominante a recurrir a la fuerza, ya sería una indicación del colapso de su hegemonía. Cammett observa indicios de este requisito consensual de hegemonía en Maquiavelo, que influyó en el desarrollo intelectual de Gramsci: «La mejor fortaleza (del príncipe) es el amor de la gente; pues aunque es posible que tenga fortalezas, no se salvarán si es odiado por el pueblo» (1967, p. 211, citando el capítulo XX del Príncipe; cfr. Notebooks, p. 126) [T. 5, C. 13 (XXX), §1, pp. 13-14].

De ello se desprende que el recurso a la violencia por una clase subalterna no es una condición suficiente para establecer su propia hegemonía; esto requiere un cambio profundo en la conciencia de masas (Joll, 1977, p. 79; Notebooks, pp. 57-58):

Un grupo social puede e incluso debe ser dirigente aun antes de conquistar el poder gubernamental (esta es una de las condiciones principales para la misma conquista del poder); después, cuando ejerce el poder y aunque lo tenga fuertemente en el puño, se vuelve dominante pero debe seguir siendo también «dirigente» [T. 5, C. 19 (X), §24, p. 387].

Gramsci llegó a afirmar que «puede y debe existir una actividad hegemónica incluso antes del acceso al poder y que no hay que contar solo con la fuerza material que el poder da para ejercer una dirección eficaz» (ibíd., p. 59) [ibíd.]. Esto sugiere que la descripción de una revolución contrahegemónica no sería la historia de un exitoso golpe de estado armado por parte de un grupo revolucionario y de la forma en que se reafirma y se mantiene en el poder por el recurso a la fuerza. Sería necesariamente una historia cultural, una descripción de las relaciones educativas que sustentan su propia hegemonía moral e intelectual (Political Writings, p. 12):

Toda revolución ha sido precedida por una intensa labor de crítica, por la difusión de la cultura y la propagación de ideas entre las masas de hombres que son resistentes al principio, y solo piensan en la solución de sus propios problemas económicos y políticos inmediatos por sí mismos [Antología, p. 22].

Como McInnis expone, solo cuando predominio cultural y poder político coinciden hay revolución (1971). Clark, que insiste en que Gramsci creía que la militancia de la clase trabajadora era «inútil en la construcción del socialismo» y, por lo tanto, dedicó «los esfuerzos de toda la vida a “educar” a los obreros más allá de la “militancia”», también llega a la conclusión de que «la revolución, para Gramsci, no fue un acontecimiento específico, sino un “proceso dialéctico del desarrollo histórico”» (1977, 6, p.59). Y Cammett concluía (1967, pp. 205-206):

El supuesto fundamental tras la concepción de Gramsci de la hegemonía es que la clase obrera, antes de que tome el poder del Estado, debe establecer su pretensión de ser una clase dominante en el sentido político, cultural y ético […] La hegemonía –el gobierno por consentimiento, la legitimación de la revolución por una cultura superior y más completa– es la idea unificadora de la vida de Gramsci.

Esto equivale a la afirmación de que los trabajadores deben aprender a pensar y actuar «como una clase dominante», y la continua controversia en la que Gramsci estaba envuelto con colegas de los partidos socialista y comunista italiano era sustancialmente acerca del lugar de la educación en la realización de una contrahegemonía socialista. Que él mismo vio la educación como parte integral de esta tarea se indica por la rúbrica que el primer número de L’Ordine Nuovo llevaba en su cabecera: «Instruíos, porque necesitaremos toda nuestra inteligencia. Agitaos, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo. Organizaos, porque necesitaremos todo nuestro poder».

Su suposición de que los trabajadores deben llegar a pensar «como una clase dominante» deja claro que vio la tarea contrahegemónica como educativa. Esto está implícito en el resumen de Gwyn Williams de la contribución distintiva de Gramsci a la teoría política (1975, p. 183):

El desarrollo más creativo y distintivo de Gramsci del marxismo fue su exploración del problema esencial de romper la hegemonía burguesa sobre las mentes de los trabajadores, la necesidad de los trabajadores y del partido obrero de pensarse a sí mismos en la autonomía histórica, sin la cual no hay revolución permanente posible.

Sin embargo, como muestra Williams, el énfasis en la tarea educativa que supone llevar a la clase obrera hasta el punto donde se piensa como una clase dominante también plantea la pregunta «¿cómo los gramscianos toman el poder?» (ibíd., p. 184). La conclusión de sus adversarios fue que «la revolución no podía ser el producto de la educación, la cultura o la capacidad técnica de la clase obrera» (ibíd., p. 180). Su principal rival, el intransigente abstencionista Armadeo Bordiga, se había burlado de los socialistas que, como Gramsci, ponían el énfasis en la educación: «La necesidad del estudio es algo proclamado por un congreso de maestros de escuela y no de los socialistas. No te conviertes en un socialista través de la instrucción, sino a través de la experiencia de las necesidades reales de la clase a la que perteneces» (citado por Joll, 1977, p. 41). Para Gramsci esto era, por supuesto, una falsa dicotomía; como en su propia vida, nada podría ser mejor formación política que la experiencia de los intereses y necesidades de clase. Sin embargo, también creía que la instrucción formal asociada con la escolarización era una base necesaria para la comprensión de los propios problemas personales y de clase (a través del conocimiento de la historia, por ejemplo) y para la articulación de las propias necesidades e intereses (a través del dominio de las habilidades de alfabetización, por ejemplo). De ahí que, como muestra Gwyn Williams, la respuesta de Gramsci a la crisis fuera apta para conformarse a través de una iniciativa educativa (1975, p. 219; cfr. también Davidson, 1977, pp. 124, 151, 215, 223-224). Algunos críticos condescendientes tendían a despacharlo, maliciosamente, en juicios como: «Gramsci se inclina hacia la exposición, la enseñanza, la escuela» en contraste con otros que prefieren «comandar batallones armados» (Ruggero Grieco citado por Gwyn Williams, 1975, p. 302). Incluso una crítica amable ha sugerido que «puede ser acusado de suponer que la mano que llena el tintero gobierna el mundo» (Kiernan, 1972, p. 29). Fue un maestro nato (aunque no siempre exitoso) y podría afirmarse que allí donde dos o tres se juntaran Gramsci organizaría una clase[7]. En su opinión, esta tarea educativa era inevitable, y en los Cuadernos define el propósito del marxismo en términos distintivamente educativos. Una de sus tareas fundamentales era «educar a las masas populares, cuya cultura era medieval […] y suscitar un grupo de intelectuales propios del nuevo grupo social del cual era la concepción del mundo» (Notebooks, pp. 392-393) [T. 5, C. 16 (XXII), § 9, p. 262].

Como hemos visto, fue en las diversas instituciones de la «sociedad civil» donde Gramsci encontró la expresión concreta de las relaciones hegemónicas educativas, sobre todo en la escuela. Es en este punto donde nos encontramos con la paradoja que ya hemos señalado: la búsqueda de una educación política radical a través de un plan de estudios y una pedagogía tradicionales. Si las escuelas son un instrumento importante de la existente dominación hegemónica de clase, ¿cómo puede producirse el cambio contrahegemónico si no es a través de la reforma curricular radical y una pedagogía progresista? ¿Acaso las escuelas que ya sirven a la hegemonía capitalista no tienen éxito en el desarrollo de una falsa conciencia de la clase trabajadora a través de la manipulación del plan de estudios con el fin de transmitir la falsedad, medias (o irrelevantes) verdades y valores, y mediante la adopción de una pedagogía cuyo currículo «oculto» sirve para perpetuar los hábitos de trabajo y los valores que son funcionales solo para el mantenimiento del capitalismo corporativo? La primera parte de este estudio es un intento de descubrir cómo Gramsci entendía que la escuela era hegemónica y cómo la organización tradicional de la escuela ha servido a la hegemonía existente, pero también en qué aspectos su pedagogía tradicional podría tener un potencial revolucionario. La segunda parte evalúa cómo y por qué, a ojos de Gramsci, la escolarización solo puede fructificar en la educación de los adultos.

Sin duda, como los estudiosos de la concepción de la hegemonía de Gramsci se esfuerzan en insistir, los procesos y las relaciones de hegemonía son sutiles y complejos. Esto es cierto en la forma en la que la escuela funciona dentro de la hegemonía y ni las observaciones de Gramsci sobre la escolarización, ni un análisis de las mismas, pueden ser una descripción exhaustiva del lugar de la escuela en el complejo de tradiciones, instituciones y valores hegemónicos. Sin embargo, su tratamiento de la cuestión se centra en elementos que permanecen en el centro de la teoría educativa y es de interés, no poco importante, ya que desde su punto de vista una buena parte de la teoría radical de la educación actual es claramente errónea y, como tal, tiene más probabilidades de servir a la hegemonía existente que a las necesidades educativas y los intereses de la clase obrera.

[1] El término «nueva sociología de la educación» fue sugerido por Gorbutt para caracterizar una tendencia en la sociología inglesa de la educación, especialmente en el trabajo de algunos pedagogos del Instituto de Educación de la Universidad de Londres y de la Facultad de Educación de la Universidad Abierta. Utilizando la noción de Kuhn del «cambio de paradigma» que caracteriza a las revoluciones científicas, Gorbutt consideró que la intención de los nuevos sociólogos era la de sustituir lo que consideraban una orientación positivista en la sociología tradicional de la educación por un paradigma alternativo, centrando la atención en las implicaciones curriculares de la sociología del conocimiento. De hecho, la nueva sociología de la educación se sitúa dentro de la sociología del conocimiento: la «gestión del conocimiento» es su preocupación central. Esto contrasta con la «antigua» sociología de la educación, que se situaba supuestamente dentro del paradigma sociológico estructural-funcionalista, una ciencia social «sin valores» basada en el supuesto de que las verdades fundamentales sobre la sociedad pueden derivarse de la investigación empírica. Se refiere a un mundo social objetivo, no creado por el hombre, al que este debe adaptarse pasivamente. De ahí que el papel de la escuela se refiera a la socialización en relación con determinadas normas sociales. En lugar de este «paradigma normativo», el nuevo sociólogo adopta un «paradigma interpretativo» derivado principalmente del marxismo y la fenomenología. El texto innovador para la nueva sociología se considera que es Knowledge and Control de Young, especialmente los ensayos de Young, Keddie y Esland.

Tal vez por su insistencia en la naturaleza problemática de todas las cuestiones educativas, los escritos de esta nueva escuela de sociólogos tienden a ser oblicuos (haciendo un uso considerable de la pregunta retórica, por ejemplo) más que prescriptivos. Sin embargo, las siguientes parecen ser algunas de sus implicaciones:

(i) Lo que cuenta como «conocimiento educativo» debe considerarse problemático, no se da por sentado como tradicionalmente se hacía en las escuelas (¿pero era así?); en particular, el propio alumno es competente para participar en la definición de lo que cuenta como conocimiento educativo.

(ii) Estos conocimientos están determinados socialmente, ningún conocimiento de un grupo es superior a los demás; por lo tanto, todas las subculturas son formas de vida adecuadas o válidas y el currículo debe acomodar este hecho; en particular, el conocimiento académico no es en absoluto superior a otras formas de conocimiento.

(iii) El problema de la igualdad en la educación no es el del acceso a lo que han sido, históricamente, las escuelas para los socialmente privilegiados; radica en la igualdad de estima que se otorga a todos los modos de vida cultural existentes.

Desde el punto de vista de este estudio sobre Gramsci, es interesante que gran parte de la nueva sociología se parezca notablemente al idealismo subjetivo de Gentile (1922), el «filósofo del fascismo» italiano y primer ministro de Instrucción Pública de Mussolini, contra cuya reforma de la educación en 1923 se dirige gran parte de la polémica de Gramsci.

Cabe destacar que, aunque los nuevos sociólogos tienden a compartir una herencia intelectual y una metodología comunes, no existe un consenso sobre las implicaciones precisas de su trabajo para la educación. Además, los escritos recientes son más circunspectos, autocríticos, que la polémica original (véanse, por ejemplo, las contribuciones de Whitty y Young a [ed.] Young y Whitty [1977]). Para algunas evaluaciones de la nueva sociología y el debate que ha estimulado véase, por ejemplo, Pring (1972), Lawton (1975), Bernbaum (1977), Karabel y Halsey (1977).

[2] Los Black Papers [libros negros] (véase Cox y Dyson, 1969a y b, 1970) fueron una serie de folletos polémicos que contenían artículos de educadores conservadores en Inglaterra a finales de los años sesenta y principios de los setenta. Aunque las últimas publicaciones eran principalmente un ataque a la política del Partido Laborista de sustituir los diferentes tipos de escuelas secundarias por escuelas comprensivas (y, por tanto, un ataque a la posición adoptada por Gramsci sobre la estructura de la enseñanza secundaria), el principal objetivo de los mal avenidos autores de los Black Papers era la educación progresista en la escuela primaria y su tendencia a impregnar todo el sistema educativo, incluidas las universidades. Así, su posición sobre el plan de estudios y el método no era muy diferente de la defensa de Gramsci de una pedagogía tradicional, disciplinada y estructurada, que hacía hincapié en la importancia del dominio de las habilidades intelectuales básicas y la adquisición del «bagaje cognitivo» (véase cap. 1, El currículo como «todo el pensamiento del pasado»).

[3] En la página 223 se encuentran referencias a textos que tratan diferentes aspectos de la vida y la obra de Gramsci.

[4] Gramsci fue acusado de «conspiración, de instigar a la guerra civil, de justificar actos criminales y de fomentar el odio de clase» (Fiori, 1970, p. 230). Fue condenado a veinte años, cuatro meses y cinco días de prisión en junio de 1928. Véase Fiori (1970), caps. 23 y 24, para un relato de su detención, encarcelamiento y juicio.

[5] El PCI se disolvió en la clausura de su XX Congreso Nacional, en 1991, dando lugar al Partido Democrático de Izquierda [N. del T.].

[6] Joll concluye que «su marxismo era muy personal», producto de un diálogo en su interior entre Croce y Lenin (1977, p. 76).

[7] Gramsci tenía la intención de convertirse en profesor de literatura, y Davidson escribe sobre «su talento natural como profesor» (1977, pp. 33, 42, 71, 73). Los relatos (incluidos los suyos propios en las Cartas) muestran que fue paciente e inventivo como «maestro» de niños pequeños (cfr. Lettere, n.o 26; Manacorda, 1976, p. 77). Con los adultos, su enseñanza formal (como en el Club Vita Morale