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Traspié, hijo bastardo del príncipe heredero al trono de los Seis Ducados, carece de aliados. Solo su vínculo mágico con los animales, el antiguo arte conocido como la Maña, le brinda compañía. Pero la magia es peligrosa cuando se emplea con frecuencia y el uso de la Maña está penado con la muerte. Cuando el rey Artimañas lo convoca a la corte, Traspié emprende una nueva vida llena de intrigas palaciegas. A las órdenes del rey, inicia su formación en las artes del asesinato... y también en las de la Habilidad, una magia reservada al linaje real con la que es posible comunicarse mediante la mente, manipular los pensamientos ajenos e incluso sembrar ideas extrañas. Ambientado en un reino donde los miembros de la familia real reciben su nombre por las virtudes que encarnan, Aprendiz de asesino es el primer tomo de la icónica trilogía del Vatídico, editada ahora con ilustraciones de Magali Villeneuve. Cada uno de sus libros ha encumbrado a Robin Hobb como una de las voces fundamentales y más premiadas de la literatura fantástica universal.
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Seitenzahl: 800
Veröffentlichungsjahr: 2025
Título original: Assassin’s Apprentice
Copyright ©1995 by Robin Hobb
Copyright del prólogo © 2019 by Robin Hobb
Published by agreement with the Author c/o The Lotts Agency, Ltd.
Ilustraciones: Magali Villeneuve
Copyright de las ilustraciones © 2019 by Penguin Random House LLC.
Todos los derechos reservados
© de la pluma: Christos Georghiou/Shutterstock.com
© de la traducción: Manuel de los Reyes García Campos, 2025
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: junio de 2025
ISBN: 979-13-87690-05-2
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
AGILES
y
a la memoria de
RALPH NARANJA
y
FREDDIE PUMA,
príncipes entre asesinos
y
felinos intachables
APRENDIZ DE ASESINO
Cerrando el círculo
En mayo de 1995, Bantam Books publicó Aprendiz de asesino, una novela fantástica de una escritora aparentemente nueva: Robin Hobb. Mientras escribo este prólogo, han pasado más de dos décadas. Estas dos décadas han producido muchos cambios en mi vida. Cuando escribí Aprendiz de asesino, la banda sonora que me acompañaba era una niña de dos años obsesionada con la película de Disney La bella y la bestia en el salón y unos adolescentes jugando a Dragones y mazmorras en la cocina. Ahora en mi casa no hay niños, excepto cuando vienen de visita los nietos, la nueva ola de adolescentes. Escribí el borrador inicial de Aprendiz de asesino en mi primer ordenador, un Kaypro, y mi despacho era un rincón del cuarto de la colada. Ahora tengo un escritorio hecho a medida, un ordenador y una tablet para estar al día con el trabajo.
Los cambios no llegaron todos de golpe. En estos veinticinco años, Robin Hobb ha escrito más de una veintena de novelas y obras más breves. La historia de Traspié, que iba a ser solo una trilogía, consta ahora de dieciséis tomos. Hemos visto que sus andanzas se traducían a más de veintidós idiomas, llegando a lectores de todo el mundo. Los libros han ganado premios y han escalado puestos en las listas de más vendidos. Todavía hay días en los que Megan Lindholm se para a pensarlo y se queda pasmada.
Pero, por maravillosas que sean esas cosas, las reacciones individuales de los lectores son mucho más importantes para mí. Traspié y el Bufón tienen seguidores apasionados. Los lectores no solo me mandan correos electrónicos, sino también cartas y postales escritas a mano y con sellos de todos los países. Es un ejercicio de humildad leer esas notas o mantener una conversación breve pero significativa en una firma de libros, cuando un lector cierra el círculo y me dice que los personajes y las historias que concebí le afectaron de un modo especial.
He hablado con otros escritores sobre este fenómeno. Cuando te encuentra (como quiera que lo llamemos: la musa, la inspiración, la historia), la escritura avanza más allá de la elaborada construcción de una trama y los personajes necesarios que vas incorporando. La historia desborda el resumen y se abre paso por el valle de la ficción. Para el escritor, es una inmersión. Yo no recuerdo haber escrito escenas y capítulos; recuerdo una conversación con Traspié en lo alto de una torre nevada o la calidez y los sonidos de un establo iluminado por una lámpara. He percibido las fragancias del Jardín de las Mujeres y he oído la risa burlona del Bufón.
En ocasiones, esa misma inmersión envuelve al lector.
Cuando hablo con esos lectores, no mencionamos las palabras de una página. Rememoramos a las personas que conocemos y las aventuras que compartimos con ellas. Los personajes (no solo Traspié y el Bufón, sino todos: Chade y Burrich y Molly y Regio) cobran vida. Hemos visto sus caras y escuchado sus reconocibles voces. Los lectores han recorrido los ventosos acantilados en las proximidades de Torre del Alce, han tiritado en el frío constante del gran salón de Artimañas y han esquivado telarañas por el laberinto de pasadizos entre esos muros de piedra.
Su afecto por los personajes y las historias inunda sus vidas. He recibido fotografías de perros, gatos, loros e incluso niños que se llaman como los personajes. He visto cosplays increíbles de personajes en sitios tan remotos como Taiwán y Australia. Tengo las paredes llenas de fanarts, pues los lectores hacen suya la historia al dotarla de su propia capa de creatividad.
Y entiendo lo que eso implica. Es conexión, cerrar el círculo entre el autor, los personajes y los lectores. Lo entiendo porque yo también he sido esa lectora que envía una carta o un regalito a un escritor al que nunca ha conocido. Lo hice porque quería que ese escritor supiera que había conocido a sus personajes. Que sus personajes se habían convertido en mis amigos. No había leído una historia; había compartido una vida.
Hace muchos muchos años, antes de iniciar mi carrera literaria, le mandé una apasionada carta a Fritz Leiber. Era uno de mis héroes de la escritura, pero había publicado una novela en la que uno de sus personajes experimentaba una grave alteración en su vida y sus habilidades. Era un personaje sobre el que ya había publicado muchos libros y me quedé destrozada. ¿Cómo podía hacerle eso a un personaje al que obviamente quería? No lo comprendía.
El señor Leiber se tomó el tiempo de enviarme una carta, escrita a mano con una caligrafía enrevesada e ilegible. Me explicó que a los personajes había que ponerlos a prueba. Tenían que crecer y evolucionar. Me dijo que si el final feliz de una historia no era más que el retorno a como habían sido las cosas al principio, en fin, ¿qué sentido tenía escribirla?
Esa era una verdad que yo necesitaba escuchar. Examiné mis anteriores textos y me di cuenta de que en todos había estado protegiendo a mis personajes. Puede que les pasaran cosas, pero no eran horribles ni permanentes. Volví a trabajar en una novela que había empezado. Por fin dejé que algunos personajes se enfrentaran a las cosas de la vida. Y ese fue el primer libro que me publicaron: Harpy’s Flight, de Megan Lindholm. El señor Leiber había cerrado el círculo entre el autor, la historia y el lector. Al hacerlo, me dio lo que necesitaba para escribir mis propias historias, que a su vez llegaran a otros lectores.
Espero que mis lectores hayan experimentado esa misma sensación al ir tras los pasos de Traspié y seguir todos los sucesos en el Reino de los Vetulus. En veinticinco años, Traspié ha pasado de ser un niño desorientado de cinco años a un hábil asesino y, luego, un curtido sextagenario. Por su vida iban y venían amigos y compañeros. Tuvo rachas de dificultades y soledad, y rachas de paz y satisfacción. Libro tras libro, los lectores y yo lo acompañamos. Aguantamos las pérdidas y compartimos momentos de aceptación y alegría. Después, en 2017, con la publicación de Assassin’s Fate, la historia llegó a su fin. Los lectores me han preguntado qué sentí al escribir esa última página. La palabra «inevitable» lo describiría. Desde el momento en que empecé a escribir Aprendiz de asesino hasta el momento en que la última página del borrador final de Assassin’s Fate salió traqueteando de mi impresora, supe dónde debía desembocar la historia. Cada historia tiene su propia corriente. No se la puede desafiar para siempre.
Si acabas de llegar al Reino de los Vetulus, te doy la bienvenida. Si este no es tu primer viaje, te agradezco que te adentres de nuevo en el mundo de Traspié. En cualquier caso, espero que disfrutes de esta edición tan especial. Me alegró muchísimo que Magali Villeneuve aceptara hacer las ilustraciones de este libro. En cierto modo, me la presentó Traspié, ya que fue durante una visita a Francia por una gira promocional cuando vi por primera vez su trabajo en una exposición y pude hablar con ella. Atesoro un boceto a lápiz de Traspié Hidalgo que me mandó de regalo junto con un ejemplar de su libro A Journey Through Illustrations, publicado en 2015. ¡Tengo el ejemplar número 1 de 500! Lo he atesorado durante años, sin imaginarme que algún día ella llenaría una edición de Aprendiz de asesino con imágenes no solo de Traspié, sino también de Burrich, Molly, Chade y muchos otros personajes, todos ellos retratados vívidamente con su talento.
Pero, por encima de todo, te agradezco que les ofrezcas a mis personajes un hogar en tu corazón.
Robin Hobb
1
La primera historia
La historia de los Seis Ducados es por fuerza la historia de su familia regente, los Vatídico. El relato completo se remontaría más allá de la fundación del Primer Ducado y, si aún se recordaran tales nombres, nos hablarían de los marginados que asolaban el mar y visitaban como piratas una orilla más cálida y rica que las gélidas playas de las Islas del Margen. Pero desconocemos el nombre de estos primeros antepasados.
Y del primer rey de verdad perdura poco más que su nombre y un puñado de estrafalarias leyendas. Dueño se llamaba, bien simple, y quizá con ese nombre comenzara la tradición de bautizar a los hijos e hijas de su linaje con nombres que habrían de marcar su vida y su personalidad. La creencia popular afirma que estos nombres se vinculaban a los recién nacidos por medio de artes mágicas, y que esta prole real era incapaz de traicionar las virtudes cuyos nombres portaban. Templados al fuego, sumergidos en agua salada y ofrecidos al viento; así se vinculaban los nombres a estos chiquillos elegidos. Eso se dice. Es una bonita leyenda, y quizá en el pasado existiera un ritual parecido, pero la historia nos demuestra que no siempre bastaba con unir a un niño a la virtud que lo nombraba…
La pluma tiembla, escapa de mis dedos atenazados y traza un sinuoso meandro de tinta que cruza la hoja de Cerica. He estropeado otro papel de buena calidad, en lo que sospecho que es una tarea fútil. Me pregunto si podré escribir esta historia o si en cada página se filtrará insidiosa una muestra de la amargura que creía muerta hace tiempo. Me considero curado de todo rencor, pero cuando mi pluma toca el papel, el dolor de un infante rezuma y se mezcla con la tinta de origen marino, hasta que sospecho que cada una de las palabras, pulcramente caligrafiadas, irrita cierta antigua herida escarlata.
Cerica y Paciencia se entusiasmaban tanto siempre que se comentaba un relato escrito de la historia de los Seis Ducados que me convencí a mí mismo de que escribir al respecto valía la pena. Me convencí de que el ejercicio apartaría mis pensamientos del dolor y contribuiría a que el tiempo pasara más deprisa. Pero todos los hitos históricos que se me ocurren despiertan mis fantasmas personales de pérdida y soledad. Me temo que tendré que renunciar a esta obra, so pena de verme obligado a reconsiderar todo lo que ha propiciado que me convierta en lo que soy. De modo que empiezo de nuevo, una y otra vez, pero siempre descubro que estoy escribiendo acerca de mis comienzos y no de los de esta tierra. Ni siquiera sé ante quién intento explicarme. Mi vida ha consistido en una madeja de secretos que ni siquiera ahora es seguro compartir. ¿Habré de plasmarlos todos en delicados papeles, solo para luego reducirlos a fuego y cenizas? Tal vez.
Mis recuerdos se remontan a la época en que contaba seis años de edad. Antes de eso no hay nada, solo un abismo en blanco que ningún esfuerzo mental ha conseguido salvar. Antes de aquel día en Ojo de Luna, no hay nada. Pero ese día comienzan de improviso los recuerdos, con una claridad y profusión de detalles que me abruma. En ocasiones, el recuerdo parece demasiado completo y me pregunto si de verdad será mío. ¿Lo extraigo de mi memoria o de las decenas de referencias pronunciadas por las legiones de cocineras, los ejércitos de escuderos y las huestes de caballerizos que se explicaban mutuamente mi presencia? Quizá haya escuchado la historia tantas veces, de tantas fuentes distintas, que ahora la rememoro como si en realidad el recuerdo me perteneciera. ¿Obedece el grado de detalle a la capacidad que tiene un niño de seis años para asimilar todo cuanto ocurre a su alrededor? ¿O es acaso la minuciosidad del recuerdo fruto de la incrustación de la Habilidad y de las drogas que toma luego para controlar su adicción a ella, las drogas que conllevan dolor y adicciones propias? Esto último es completamente posible. Quizá incluso probable. Espera uno que no sea ese el caso.
El recuerdo es casi físico: el frío gris que señalaba el final del día, la lluvia implacable que me empapaba, los adoquines escarchados de las desconocidas calles de la ciudad, aun la encallecida bastedad de la enorme mano que asía la mía, diminuta. A veces pienso en aquella presa. La mano era dura y rugosa, atrapaba la mía en su interior. También era cálida, y no estaba exenta de delicadeza. Aunque era firme. No permitía que resbalara en las calles heladas, pero tampoco me dejaba escapar a mi suerte. Era tan implacable como la fría lluvia gris que glaseaba la nieve y el hielo pisoteados del sendero de grava que desembocaba en las inmensas puertas de madera del edificio fortificado, que se erguía como una fortaleza dentro de la propia ciudad.
Las puertas eran altas, no solo para alguien de seis años: podrían transponerlas gigantes, serían capaces de empequeñecer incluso al viejo alto y delgado que se cernía sobre mí. Y me parecían extrañas, aunque no logro imaginar qué tipo de puerta o edificio me hubiera parecido familiar. Solo sé que aquellas puertas, talladas y sujetas con negros goznes de hierro, decoradas con la cabeza de un alce de bronce reluciente a modo de aldaba, eran ajenas a mi experiencia. Recuerdo que la aguanieve me había calado la ropa, así que tenía las piernas y los pies mojados y ateridos. Aun así, insisto, no consigo recordar haber caminado mucho en medio de las últimas inclemencias del invierno, ni que me hubieran llevado. No, todo empieza allí, justo a las puertas de la fortaleza, como mi pequeña mano apresada en la del hombre alto.
Se diría, casi, que es como el comienzo de un espectáculo de títeres. Sí, así lo veo. Se abre el telón y allí estamos, delante de la gran puerta. El viejo levanta la aldaba de bronce y aporrea una, dos, tres veces contra la placa, que retumbó ante sus golpes. Y luego, de fuera del escenario, se escucha una voz. No del otro lado de las puertas, sino a nuestra espalda, en el camino que acabábamos de recorrer.
—Padre, por favor —suplicó la voz femenina.
Me vuelvo para mirarla, pero ha comenzado a nevar de nuevo, un velo de encaje que se adhiere a las pestañas y a las mangas de los abrigos. No recuerdo haber visto a nadie. Una cosa es segura, y es que no pugné por liberarme de la presa del viejo, ni exclamé: «Madre, madre». Me quedé allí plantado, un espectador, y oí el ruido de las botas dentro de la torre y cómo se abría el cerrojo de la puerta.
La mujer habló de nuevo. Todavía oigo sus palabras perfectamente, la desesperación de aquella voz que ahora sonaría joven a mis oídos:
—¡Padre, por favor, os lo ruego!
Un estremecimiento recorrió la mano que apresaba la mía, pero nunca sabré si era de rabia u obedecía a otra razón. Con la presteza de un cuervo que atrapa una miga de pan tirada en el suelo, el viejo se agachó y cogió un puñado de hielo sucio. Lo arrojó sin pronunciar palabra, con fuerza y violencia, y me encogí en el sitio. No recuerdo haber captado ningún grito ni el sonido de la carne al ser golpeada. Lo que sí recuerdo es cómo se abrieron las puertas hacia fuera, obligando al anciano a apartarse precipitadamente, arrastrándome consigo.
Y luego esto. El hombre que había abierto la puerta no era ningún lacayo, como podría imaginar si solo hubiera escuchado esta historia. No, la memoria me muestra un soldado, un guerrero, algo encanecido y con una tripa compuesta de sebo duro más que de músculo, pero no un criado afectado. Nos miró de arriba abajo al viejo y a mí con la suspicacia propia de un soldado, y se quedó allí plantado en silencio, a la espera de que dijéramos qué nos traía por allí.
Creo que impresionó un poco al viejo y lo estimuló, no con miedo, sino con ira. Pues de repente me soltó la mano, me asió por la espalda del abrigo y me empujó hacia delante, como quien ofrece un cachorro a su posible nuevo propietario.
—Os traigo al chico —dijo con voz oxidada.
Y cuando el guardia de la casa continuó mirándolo, sin pronunciar palabra ni mostrar curiosidad siquiera, se explicó:
—Le he dado de comer en mi mesa durante seis años y jamás he recibido noticias de su padre, ni una moneda ni una visita, aunque mi hija me asegura que sabe que tuvo un bastardo con ella. No pienso seguir alimentándolo, no pienso seguir deslomándome para vestirlo. Que le dé de comer el que lo engendró. Yo ya tengo bastante con lo mío; mi esposa anda entrada en años y la madre de este también requiere su sustento. Porque ahora no habrá hombre que la quiera, ni uno solo, no con este cachorro correteando entre sus piernas. Así que quedaos con él y llevádselo a su padre.
Y me soltó tan de repente que me caí de bruces sobre el umbral de piedra a los pies del guardia. Gateé hasta sentarme, no recuerdo que me doliera, y alcé la mirada para ver qué ocurriría a continuación entre los dos hombres.
El guardia me miró, con los labios algo fruncidos, sin juzgarme, simplemente pensando cómo clasificarme.
—¿De quién es? —preguntó, y su tono de voz no indicaba curiosidad. Era la voz de un hombre que solicita información más concreta sobre unas circunstancias determinadas con el fin de informar a un superior.
—De Hidalgo —respondió el anciano, que ya me había dado la espalda y encaminaba sus calculados pasos al sendero de grava—. El príncipe Hidalgo —aclaró, sin girarse para añadir el título—. El Rey a la Espera. De ese es. Por tanto, que él se las apañe, y que se alegre de haber conseguido engendrar un hijo, en alguna parte.
Por un momento, el guardia observó cómo se alejaba el anciano. Luego se agachó en silencio para agarrarme del cuello y apartarme del camino con la intención de cerrar la puerta. Me soltó durante el instante que tardó en asegurar la puerta. Hecho eso, se quedó mirándome. No evidenciaba sorpresa, solo la estoica aceptación de un soldado ante las extravagancias de su deber.
—En pie, chico, caminando —dijo.
Lo seguí, por un pasillo poco iluminado, frente a estancias de mobiliario espartano, con las ventanas aún cerradas para impedir la entrada del frío invierno, hasta llegar a otro juego de puertas cerradas, estas de rica madera suave adornadas con tallas. Allí se detuvo y se alisó a toda prisa la ropa. Recuerdo con claridad cómo puso una rodilla en el suelo para alisarme la camisa y desenmarañarme el pelo con un par de bruscas palmadas, aunque nunca sabré si lo hizo llevado por un impulso de afecto para que yo causara buena impresión o simplemente preocupado por que su despacho luciera bien atendido. Se enderezó de nuevo y llamó una vez a la doble puerta. Tras picar, no esperó respuesta o al menos yo no oí ninguna. Empujó las puertas, me echó delante de él y volvió a cerrarlas a su paso.
Esta habitación era tan cálida como frío había sido el pasillo y tan viva como desiertas las otras cámaras. Recuerdo haber visto numerosos muebles en ella, alfombras y colgaduras, y estanterías de arcillas y pergaminos cubiertos con el desorden de objetos propios de cualquier estancia cómoda y frecuentada. Ardía el fuego en una enorme chimenea, llenando la sala de calor y de una agradable fragancia resinosa. Había una mesa imponente situada en ángulo frente al hogar y detrás de ella se sentaba un hombre fornido, con el ceño arrugado sobre un fajo de papeles. No levantó la mirada de inmediato, de modo que pude estudiar durante unos segundos su espesa mata de cabello negro.
Cuando alzó la vista, fue como si nos abarcara al guardia y a mí con una sola mirada de soslayo de sus ojos negros.
—¿Sí, Jason? —preguntó, e incluso a esa edad capté su resignación ante la inoportuna interrupción—. ¿Qué me traes?
El guardia me propinó un suave empujón en el hombro, que me acercó un paso o más al hombre.
—Lo ha dejado un viejo labriego, príncipe Veraz, señor. Dice que es el bastardo del príncipe Hidalgo, señor.
Por un momento, el atribulado hombre detrás de la mesa siguió mirándome un poco perplejo. Luego algo parecido a una sonrisa divertida iluminó sus rasgos, se levantó y rodeó el escritorio para plantarse con los puños en las caderas, mirándome desde lo alto. No me sentí amenazado por su escrutinio; era más bien como si algo acerca de mi aspecto lo complaciera inusitadamente. Lo observé con curiosidad. Lucía una barba negra y corta, tan poblada y desordenada como su cabello, y tenía las mejillas curtidas sobre ella. Su torso era un tonel y sus hombros tensaban la tela de su camisa. Tenía los puños cuadrados y surcados de cicatrices, con los dedos de la mano derecha sucios de tinta. Mientras me miraba se fue ensanchando su sonrisa, hasta que al final soltó una risa ronca.
—Que me aspen —dijo al cabo—. El crío se da un aire a Hidalgo, ¿a que sí? Fértil Eda. ¿Quién iba a imaginárselo de mi ilustre y virtuoso hermano?
El guardia se abstuvo de responder, pues tampoco se esperaba que dijera nada. Continuó firme y alerta, a la espera de la próxima orden. Soldado entre soldados.
El otro hombre siguió mirándome con interés.
—¿Edad? —preguntó al guardia.
—Seis, según el labriego. —El guardia levantó una mano para rascarse la mejilla antes de recordar que estaba dando parte. La mano bajó de golpe—. Señor —añadió.
El otro no pareció reparar en su falta de disciplina. Aquellos ojos oscuros me recorrieron, y la diversión de su sonrisa se reveló más pronunciada.
—Así que hará siete años o así, para que tuviera tiempo de que se le hinchara la barriga. Demonios. Sí, fue aquel año en que los chyurda intentaron cerrar el paso. Hidalgo llevaba por aquí tres o cuatro meses, intentando persuadirlos para que nos lo abrieran. Se ve que no fue lo único que consiguió abrir con su labia. Que me aspen. ¿Quién se lo iba a imaginar? —Una pausa. Luego, de repente—: ¿Quién es la madre?
El vigilante se agitó incómodo.
—No lo sé, señor. En el umbral solo había un viejo labriego, y lo único que dijo fue que este era el bastardo del príncipe Hidalgo y que ya estaba harto de darle de comer y de vestirlo. Dijo que se ocupara de él quien lo hubiese engendrado.
El hombre se encogió de hombros como si el asunto no tuviera mayor importancia.
—El chico parece bien atendido. Le doy una semana, dos como mucho, antes de que la mujer aparezca en la puerta de la cocina gimoteando porque echa de menos a su cachorro. Ya lo averiguaré entonces, si no antes. A ver, muchacho, ¿cómo te llamas?
Llevaba el chaleco abrochado con una intrincada hebilla con forma de cabeza de alce. Parecía de bronce o de oro, y también roja cuando jugaban con ella las llamas de la chimenea.
—Chico —respondí.
No sé si estaba limitándome a repetir lo que me habían llamado el guardia y el hombre o si en verdad no tenía otro nombre aparte de esa palabra. Por un momento, el hombre se mostró sorprendido y una expresión semejante a la lástima le nubló el rostro. Pero desapareció igual de deprisa, dejando en su lugar un simple desconcierto o una leve contrariedad. Miró de soslayo el mapa que lo esperaba encima de la mesa.
—Bueno —dijo al silencio—. Habrá que hacer algo con él, por lo menos hasta que vuelva Hidalgo. Jason, ocúpate de que el muchacho cene y duerma en alguna parte, al menos por esta noche. Ya pensaré mañana en qué hacemos con él. No podemos dejar que los campos se nos llenen de bastardos reales.
—Señor —dijo Jason sin asentir ni disentir, simplemente acatando la orden.
Apoyó una mano pesada en mi hombro y me giró hacia la puerta. Caminé algo a regañadientes, pues la habitación era agradable, había luz y calor. Comenzaba a sentir un cosquilleo en los pies helados, y sabía que conseguiría entrar en calor si me quedaba un poco más. Pero la mano del guardia era inexorable; me sacó de la plácida estancia y me devolvió al frío y la tenuidad de los monótonos pasillos.
Parecían aún más lóbregos tras el calor y la luz, e interminables mientras intentaba igualar el paso del guardia conforme este deambulaba por ellos. Quizá sollozara, o puede que se cansara de mis pasos más lentos, porque se giró de improviso, me levantó en vilo y me sentó sobre su hombro como si yo no pesara nada.
—Estás empapado, cachorrillo —observó, sin rencor, antes de transportarme por pasadizos, recodos y escaleras hasta llegar a la luz y el espacio amarillos de una espaciosa cocina.
Allí, media docena de guardias ocupaban unos bancos en los que comían y bebían sentados a una gran mesa ajada, situada delante de un fuego dos veces mayor que el del estudio. La estancia olía a comida, a cerveza y a sudor varonil, a ropa de lana mojada, al humo de la madera y a la grasa que goteaba en las llamas. Había toneles y barriles alineados contra la pared, y las patas ahumadas que colgaban de los largueros formaban oscuras siluetas. La mesa exhibía un desorden de platos y viandas. Un pedazo de carne espetada colgaba sobre las llamas y goteaba grasa en la piedra del hogar. El estómago me estremeció las costillas cuando percibí el rico olor. Jason me posó con firmeza en la esquina de la mesa que estaba más próxima al calor del fuego, rozando el codo de un hombre que tenía el rostro enterrado en una jarra.
—Oye, Burrich —dijo Jason, lacónico—. A ver, este cachorro es para ti.
Me dio la espalda. Observé con interés cómo arrancaba un pico tan grande como su puño de una hogaza atezada y cómo luego desenfundaba el cuchillo que portaba al cinto para cortar un trozo de queso de una rueda. Me puso ambos pedazos en las manos y luego se acercó al fuego para serrar una generosa porción de carne de la pata. Me faltó tiempo para llenarme la boca de pan y queso. A mi lado, el hombre llamado Burrich posó su jarra y le echó una mirada torva a Jason.
—¿Qué es esto? —preguntó, casi con el mismo tono de voz que el hombre de la cámara.
Su cabello y su barba eran igual de negros y rebeldes, pero su cara era enjuta y angulosa. Su tez tenía el color de alguien que pasa mucho tiempo al aire libre. Tenía los ojos castaños en vez de negros y sus manos eran diestras y de largos dedos. Olía a caballo, a perro, a sangre y a cuero.
—Es para que lo vigiles, Burrich. Lo dice el príncipe Veraz.
—¿Por qué?
—Sirves a Hidalgo, ¿no? ¿No cuidas de su caballo, sus perros y sus halcones?
—¿Y?
—Pues que ahora cuidas también de su bastardo, por lo menos hasta que Hidalgo regrese y decida lo contrario.
Jason me ofreció el pedazo de carne goteante. Miré el pan y el queso que sostenía, renuente a soltarlos, pero anhelando la carne caliente al mismo tiempo. El guardia se encogió de hombros al comprender mi dilema y, con el pragmatismo de un combatiente, soltó la carne encima de la mesa junto a mi cadera. Engullí todo el pan que me fue posible y cambié de postura para alcanzar la carne.
—¿El bastardo de Hidalgo?
Jason se encogió de hombros, ocupado como estaba en procurarse también algo de pan, queso y carne.
—Eso dijo el labriego que lo ha traído. —Cortó la carne y el queso en lonchas sobre una rebanada de pan, le propinó un bocado inmenso y luego habló mientras masticaba—: Dijo que Hidalgo podía estar contento de haber engendrado un chiquillo, donde fuera, y que ahora tendría que ocuparse él de su manutención.
Un silencio extraño se apoderó súbitamente de la cocina. Los hombres dejaron de comer, con los trozos de pan, jarras de cerveza o espetones en las manos, y volvieron la mirada hacia el hombre llamado Burrich. Este había posado su jarra con cuidado lejos del borde de la mesa. Su voz sonó queda y serena; sus palabras, precisas:
—Si mi señor no tiene heredero, es por voluntad de Eda y no por culpa de su virilidad. Su esposa Paciencia siempre ha sido delicada y…
—En efecto, así es —se apresuró a convenir Jason—. Y ahí sentada está la prueba fehaciente de que es tan hombre como cualquiera; a eso me refería, eso es todo. —Se limpió bruscamente los labios con la manga—. Es igualito al príncipe Hidalgo, incluso su hermano lo ha dicho hace un momento. El heredero de la corona no tiene la culpa de que su dama Paciencia no pueda albergar su simiente…
Pero Burrich ya se había puesto de pie. Jason retrocedió un par de pasos antes de comprender que el objetivo de Burrich era yo, no él. Burrich me asió por los hombros y me giró hacia el fuego. Cuando me agarró el mentón con una mano y alzó mi cara hacia la suya, me sobresaltó tanto que solté el queso y el pan. Pero eso no le importó mientras me volvía la cara hacia el fuego y la estudiaba como si de un mapa se tratase. Clavó sus ojos en los míos y vi una especie de salvajismo en ellos, como si lo que percibía en mi rostro fuera una afrenta contra él. Quise apartarme de esa mirada, pero no aflojó su presa. De modo que se la devolví con todo el desafío que pude reunir y vi su contrariedad nublada por una especie de renuente aprobación. Por fin cerró los ojos un segundo, protegiéndolos de algún dolor.
—He aquí algo que pondrá a prueba la voluntad de su señora hasta el límite de su mismo nombre —dijo Burrich, en voz baja.
Me soltó la mandíbula y se agachó torpemente para recoger el pan y el queso que yo había soltado. Los sacudió y me los devolvió. Miré el abultado vendaje que le rodeaba el muslo derecho y la pierna por encima de la rodilla, lo que le había impedido doblarlas. Volvió a sentarse y rellenó su jarra con una escancia que había en la mesa. Bebió de nuevo, estudiándome sobre el borde de su jarra.
—¿Con quién lo tendría Hidalgo? —preguntó incautamente un hombre sentado al otro lado de la mesa.
Burrich posó su mirada sobre él cuando dejó la jarra. Por un momento guardó silencio y sentí cómo se cernía otra vez aquel mutismo.
—Quién sea la madre es algo que incumbe al príncipe Hidalgo, no a nosotros —respondió con suavidad Burrich.
—En efecto, en efecto —se avino raudo el guardia, y Jason asintió a su vez moviendo la cabeza igual que un pájaro en celo.
Aun joven como era, no pude evitar preguntarme qué clase de hombre sería aquel que, con una pierna vendada, era capaz de acallar toda una habitación llena de hombres rudos con una sola mirada o una palabra.
—El crío no tiene nombre —comentó Jason para romper el silencio—. Atiende a «chico», sin más.
Este aserto pareció dejar sin palabras a todo el mundo, incluso a Burrich. El silencio perduró hasta que hube dado cuenta del pan, el queso y la carne, que trasegué con un par de sorbos de cerveza que me ofreció Burrich. Los demás hombres fueron saliendo de la estancia gradualmente, de dos en dos y de tres en tres, pero él seguía allí sentado, bebiendo mientras me observaba.
—Bueno —comentó, transcurrido un buen rato—. Conociendo a tu padre, dará la cara y hará lo que tenga que hacer. Aunque solo Eda sabe cuál pensará que es su deber. Lo que resulte más doloroso, probablemente. —Me observó en silencio un momento más—. ¿Ya has comido bastante? —preguntó al cabo.
Asentí y él se incorporó con dificultad para apearme de la mesa y dejarme en el suelo.
—Pues entonces, arrea, traspié —dijo.
Salió de la cocina y se adentró en un pasillo distinto. La pierna tiesa restaba garbo a sus andares y quizá la cerveza tuviera también parte de culpa. Lo cierto es que no me costó nada seguir su paso. Llegamos a una puerta pesada y nos encontramos con un guardia que nos saludó con la cabeza mientras me devoraba con los ojos.
Fuera soplaba un viento helado. Todo el hielo y la nieve que se habían reblandecido durante el día habían vuelto a solidificarse al caer la noche. El sendero crujía bajo mis pies y el viento parecía colarse por todos los resquicios de mi atuendo. Me había calentado los pies y las mallas junto al fuego de la cocina, pero no se me habían secado del todo, de modo que el frío se adueñó de mis piernas. Recuerdo la oscuridad y el repentino agotamiento que se abatió sobre mí, una somnolencia espantosa y lastimera que me aplastaba mientras seguía al desconocido de la pierna vendada a través del patio frío y oscuro. Había altas paredes a nuestro alrededor y guardias que las recorrían intermitentemente, siluetas visibles solo cuando ocultaban de vez en cuando alguna estrella del firmamento. El frío me mortificaba, y trastabillé y tropecé en el sendero helado. Pero había algo en la figura de Burrich que me impedía gimotear o pedirle cuartel. Lo seguí sumiso. Llegamos a un edificio y abrió un recio portalón.
Escaparon por la abertura el calor y el olor de los animales, y una tenue luz amarilla. Un adormilado mozo de cuadra se sentó en su nido de paja, parpadeando como un pollo desastrado. A una palabra de Burrich volvió a tumbarse, se acurrucó en el heno y cerró los ojos. Pasamos a su lado, con Burrich cerrando la puerta a nuestra espalda. Cogió la lámpara que ardía débilmente junto al umbral y siguió guiándome.
En ese momento entré en un mundo distinto, un mundo nocturno en el que los animales se agitaban y respiraban en sus cajones, en el que los perros levantaban la cabeza de sus patas delanteras para observarme con relucientes ojos verdes o amarillos al fulgor de la lámpara. Los caballos resollaron cuando pasamos junto a sus compartimientos.
—Los halcones están al final —dijo Burrich mientras dejábamos atrás un compartimiento tras otro. Supuse que aquello era algo que él pensaba que yo debía saber—. Ahí. Esto bastará. De momento, al menos. Que me aspen si sé qué otra cosa hacer contigo. Si no fuera por la dama Paciencia, pensaría que alguien quiere gastarle una broma al señor. Hale, Morrón, aparta y hazle un hueco en la paja a este chico. Eso es, acurrúcate al lado de Fosca, muy bien. Ella cuidará de ti y le propinará un buen bocado al que se le ocurra molestarte.
Me encontré plantado delante de un espacioso compartimiento, habitado por tres perros de caza. Se habían desperezado y estaban tumbados, bataneando la paja con los rabos tiesos al oír la voz de Burrich. Me acerqué a ellos dubitativo y al final me tendí al lado de una perra vieja que tenía el hocico blanco y una oreja desgarrada. El macho mayor me vigilaba con cierta suspicacia, pero el tercero era un cachorro crecido, y Morrón me dio la bienvenida lamiéndome las orejas, frotando su nariz con la mía y poniéndome las patas encima. Lo rodeé con un brazo para tranquilizarlo y luego me acurruqué entre ellos como me había aconsejado Burrich. Este me tapó con una gruesa manta que olía mucho a caballo. Un enorme caballo gris se agitó de pronto en el compartimiento adyacente, propinó una fuerte coz a la pared y luego asomó la cabeza por arriba para ver a qué se debía tanto alboroto nocturno. Burrich lo apaciguó con una caricia distraída.
—Verás que en esta avanzadilla no andamos sobrados de espacio. Seguro que encuentras Torre del Alce más acogedora. Pero esta noche te quedarás aquí, abrigado y a salvo. —Se demoró un instante más, observándonos—. Caballos, perros y halcones, Hidalgo. Te los he cuidado durante muchos años, y bien que me he ocupado de ellos. Pero este desliz…, en fin, esto no tiene nada que ver conmigo.
Sabía que no hablaba conmigo. Lo espié sobre el borde de la manta mientras cogía la lámpara de su gancho y se alejaba, musitando para sí. Me acuerdo perfectamente de aquella noche, del calor de los perros, del hormigueo que me producía la paja e incluso del sueño que me asaltó al final cuando el cachorro se hizo una bola a mi lado. Me introduje en su mente y compartí con él sueños de persecuciones sin fin, en pos de una presa invisible cuyo olor me impulsaba hacia delante en medio de zarzas, ortigas y espinos.
Y con el sueño del perro, la precisión del recuerdo se diluye como los brillantes colores y los marcados límites de una alucinación narcotizada. Lo cierto es que los días que siguieron a aquella primera noche carecen de tal nitidez.
Recuerdo los húmedos días de finales del invierno en que aprendí la ruta que comunicaba mi establo con la cocina. Era libre de entrar y salir de allí a mi antojo. A veces había un cocinero al cuidado, colgando carne en los garfios de la chimenea, amasando pan o abriendo algún tonel. A menudo no había nadie, y yo me procuraba cuanto quedara en la mesa y compartía las sobras generosamente con el cachorro, que enseguida se convirtió en mi compañero inseparable. Los hombres iban y venían, comían y bebían, y me observaban con una curiosidad y especulación que aprendí a aceptar como algo normal. Todos guardaban cierto parecido, con sus toscas capas y mallas de lana, sus cuerpos musculosos y su fluidez de movimientos, y la insignia del alce en pleno salto que portaba cada uno sobre el corazón. Mi presencia incomodaba a algunos. Me acostumbré al murmullo de voces que se desencadenaba siempre que salía de la cocina.
Burrich fue una constante en aquellos días. Me prodigaba la misma atención que a las demás bestias de Hidalgo: me daba de comer, me bañaba y me adiestraba, adiestramiento que solía consistir en correr en torno a sus pies mientras él realizaba otras tareas. Pero esos recuerdos son borrosos y los detalles, como los referentes al aseo o al cambio de ropa, probablemente se han desvanecido con la serena asunción de un niño de seis años que considera corrientes esas cosas. Del que sí me acuerdo es del cachorro: Morrón. Su pelaje era rojo, corto y lustroso, y erizado de tal modo que me traspasaba la ropa cuando compartíamos la manta de caballo por las noches. Tenía los ojos verdes como el mineral de cobre, su nariz era del color del hígado asado y el interior de su boca y su lengua estaban jaspeados de rosa y negro. Si no estábamos comiendo en la cocina, jugábamos a pelearnos en el patio o en el heno de nuestro compartimiento. Ese fue mi mundo mientras permanecí en ese lugar. No duró mucho, creo, porque no recuerdo que el tiempo cambiara. Todos mis recuerdos de esa etapa se enmarcan en días inclementes de fuertes ráfagas de viento, de nieve y hielo que se derretían parcialmente cada día para recuperarse con las heladas nocturnas.
Conservo otro recuerdo de aquel entonces, aunque no resulta muy preciso. Es más bien cálido y de tonos suaves, como se ve un viejo y rico tapiz en una sala mal iluminada. Recuerdo haberme despertado con los meneos del cachorro y la luz amarilla de una lámpara sostenida en vilo sobre mí. Había dos hombres, pero Burrich se mantenía firme detrás de ellos y no sentí miedo.
—Mira, has hecho que se despierte —advirtió uno.
Se trataba del príncipe Veraz, el hombre de la cámara bien iluminada de mi primera noche.
—¿Y qué? Ya se dormirá otra vez cuando nos vayamos. Maldita sea, si hasta tiene los ojos de su padre. Lo juro, habría reconocido su linaje nada más verlo. Nadie que lo vea podrá negarlo. Pero ¿es que entre Burrich y tú no tenéis más sentido común que una chinche? Por bastardo que sea, no se deja un chiquillo con las bestias. ¿No podíais haberlo metido en otra parte?
El hombre que hablaba se parecía a Veraz en el contorno de la mandíbula y los ojos, pero ahí terminaba la semejanza. Este hombre era mucho más joven. Tenía las mejillas despejadas, y su cabello perfumado y alisado era castaño y más fino. Sus mejillas y su frente se veían enrojecidas por el frío de la noche, pero era algo reciente, no el bronceado curtido de Veraz. Además, Veraz vestía igual que sus hombres, con prácticas lanas de sólida confección y colores apagados. Solo la insignia de su pecho despuntaba con los colores del hilo de plata y oro. El joven que estaba a su lado relucía de escarlata y amarillo claro, y su capa colgaba con el doble de la longitud necesaria para que se cubriera un hombre. El jubón que asomaba debajo era de un rico color crema, y estaba cuajado de cordones. Se sujetaba la bufanda en torno al cuello con un venado saltarín de oro cuyo único ojo era una rutilante gema verde. Su cuidada dicción era como una enrevesada cadena de oro en comparación con los simples eslabones del discurso de Veraz.
—Regio, no se me había ocurrido. ¿Qué sé yo de críos? Se lo di a Burrich. Trabaja para Hidalgo, así que se ha ocupado…
—Sin ánimo de ofender a nadie, señor —intervino Burrich, a todas luces confuso—: soy empleado de Hidalgo y he cuidado del pequeño como he juzgado oportuno. Podría haberle procurado unas tablas en la sala de guardias, pero parece demasiado pequeño para estar en compañía de hombres así, que entran y salen a todas horas, siempre peleándose, bebiendo y alborotando. —El tono de sus palabras evidenciaba el desagrado que le producían sus compañeros—. Aquí echado estaba tranquilo, y el cachorro se ha encariñado con él. Además, Fosca lo cuida de noche, así que nadie podría hacerle ningún daño sin llevarse un buen mordisco. Señores, sé poco de niños y pensé…
—Está bien, Burrich, está bien —dijo Veraz con suavidad, interrumpiéndolo—. Si se hubiera tenido que pensar algo, la tarea habría recaído sobre mí. Lo dejé en tus manos, y estoy complacido con tu trabajo. Es bastante más de lo que tienen muchos críos en esta aldea, Eda lo sabe. Aquí, por ahora, estará bien.
—Tendrán que cambiar las cosas cuando llegue a Torre del Alce. Regio no parecía complacido.
—De modo que ¿nuestro padre desea que vuelva con nosotros a Torre del Alce? —Fue Veraz el que formuló la pregunta.
—Nuestro padre sí. Mi madre no.
—Oh. —El tono de Veraz indicaba que no le interesaba profundizar en ese debate.
Pero Regio frunció el ceño y continuó:
—A mi madre, la reina, no le hace ni pizca de gracia todo esto. Ha intentado aconsejar al rey al respecto, sin éxito. Madre y yo estábamos a favor de dejar al chico… al margen. Es de sentido común. La línea sucesoria ya está de sobra enrevesada.
—Pues yo ahora no la veo nada enrevesada, Regio —replicó Veraz, sereno—. Hidalgo, yo y luego tú. Luego nuestro primo Augusto. Este bastardo sería el quinto.
—Ya sé que me precedes; no hace falta que me lo restriegues por la cara a la menor ocasión —contestó Regio con frialdad. Me fulminó con la mirada—. Sigo pensando que lo mejor sería no tenerlo rondando por ahí. ¿Y si Hidalgo no consigue tener un heredero legal con Paciencia? ¿Y si decide reconocer a este… niño? Sembraría la discordia entre los nobles. ¿Para qué tentar a la suerte? Eso opinamos mi madre y yo. Pero nuestro padre el rey no es dado a irreflexiones, como bien sabemos. Más vale maña que fuerza, que reza el adagio. Ha prohibido que nadie tome cartas en el asunto. «Regio», me dijo con esa voz que pone, «no hagas nada que no puedas deshacer hasta haber pensado qué no podrás deshacer cuando lo hayas hecho». Luego se rio. —El propio Regio soltó una risita amarga—. Qué harto estoy de sus gracias.
—Oh —repitió Veraz.
Yo seguía tumbado, preguntándome si intentaba dilucidar el significado de las palabras del rey o si solo se resistía a replicar a las quejas de su hermano.
—Como es natural, comprenderás cuál es su verdadero motivo —le informó Regio.
—¿Cuál es?
—Sigue prefiriendo a Hidalgo. —Regio parecía disgustado—. A pesar de todo. A pesar de su estúpido matrimonio y su excéntrica esposa. A pesar de este contratiempo. Y ahora cree que esto influirá en la gente, que lo aceptarán. Demostrará que Hidalgo es un hombre, que puede tener descendencia. O eso o que es humano y puede cometer errores como todo el mundo. —El tono de Regio denotaba que no comulgaba con sus palabras.
—¿Y esto hará que la gente lo quiera más, que apoye más su futuro reinado? ¿Haber engendrado un mocoso con alguna salvaje antes de casarse con su reina? —Veraz parecía desconcertado por esa lógica.
—Eso piensa el rey, al parecer. —Percibí el rencor en la voz de Regio—. ¿Es que le importa un bledo el deshonor? Aunque sospecho que Hidalgo no opinará lo mismo sobre utilizar así a su bastardo. Sobre todo en lo que se refiere a la adorable Paciencia. Pero el rey ha ordenado que el bastardo marche a Torre del Alce cuando volváis.
Regio me miró como si se sintiera insatisfecho.
Veraz se mostró atónito por un breve instante, pero asintió. Sobre los rasgos de Burrich pesaba una sombra que la luz amarilla de la lámpara no conseguía levantar.
—¿Mi señor no tiene voz en este asunto? —aventuró Burrich—. Yo diría que, si quiere entregar un estipendio a la familia de la madre del muchacho y dejarlo al margen (bueno, por no herir la sensibilidad de mi señora Paciencia), se le debería permitir esa discreción…
El príncipe Regio lo interrumpió con un bufido desdeñoso.
—Tenía que haberse acordado de la discreción antes de revolcarse con esa fulana. La dama Paciencia no es la primera mujer que tiene que hacer frente a un bastardo de su marido. Aquí todos saben de su existencia; la torpeza de Veraz se ha ocupado de eso. No tiene sentido intentar ocultarlo. Y en cuanto a lo que concierne a un bastardo real, ninguno de nosotros puede permitirse el lujo de pensar en sensibilidades, Burrich. Dejar a este crío en este lugar equivaldría a dejar un arma apoyada en la garganta del rey. Seguro que hasta un criador de perros se da cuenta de eso. Y si tú no te das cuenta, tu amo sí.
Una gélida dureza había asomado a la voz de Regio, y vi que Burrich se encogía ante sus palabras como no lo había visto encogerse ante nada. Eso me atemorizó; me cubrí la cabeza con la manta y me hundí más en la paja. A mi lado, Fosca gruñó suavemente en el fondo de la garganta. Creo que eso hizo que Regio retrocediera, pero no estoy seguro. Los hombres se fueron poco después y siguieron hablando de mí tras aquello. No guardo ningún recuerdo. Pasó el tiempo, y creo que fue dos o quizá tres semanas más tarde que me encontré aferrado al cinturón de Burrich, intentando rodear con mis cortas piernas el lomo de un caballo detrás de él mientras salíamos de la fría aldea y comenzábamos lo que yo creía un viaje interminable a tierras más cálidas. Supongo que en algún momento Hidalgo debió de ir a visitar al bastardo que había engendrado y debía de haber llegado a alguna conclusión al verme, aunque no conservo ningún recuerdo de tal encuentro con mi padre. La única imagen que guardo de él en mi mente es la de su retrato en la pared de Torre del Alce. Años después supe que su diplomacia había surtido el efecto deseado y había asegurado una tregua y una paz que duraron hasta bien entrada mi adolescencia, ganándose el respeto e incluso el aprecio de los chyurda.
A decir verdad, yo fui su único fracaso aquel año, aunque monumental. Se adelantó a nosotros en su regreso a Torre del Alce, donde renunció a su derecho al trono. Para cuando llegamos, la dama Paciencia y él habían abandonado la corte para vivir como señor y señora de Bosque Blanco. He estado en Bosque Blanco. Su nombre no guarda ninguna relación con su aspecto. Es un valle cálido, distribuido en torno a un río de aguas cantarinas que surca una amplia planicie asentada entre lomas y colinas. Un lugar en el que cultivar uvas, cereales y niños robustos. Son tierras amables, alejadas de las fronteras, de la política de la corte, de todo lo que había sido la vida de Hidalgo hasta entonces. Era un pastizal, un exilio afable y amable para un hombre que hubiera podido reinar. Un descanso de terciopelo para un guerrero y el silencio de un extraordinario y hábil diplomático.
Así fue como llegué a Torre del Alce, hijo único y bastardo de un hombre al que no conocía. El príncipe Veraz se convirtió en Rey a la Espera y el príncipe Regio ascendió un peldaño en la línea de sucesión. Si lo único que hubiera hecho fuese nacer y ser descubierto, habría dejado una marca indeleble en la tierra. Crecí sin padre ni madre en una corte donde todos me tenían por un catalizador. Y en un catalizador me convertí.
2
Nuevo
Circulan numerosas leyendas acerca de Dueño, el primer marginado que reclamó Torre del Alce como Primer Ducado y el fundador del linaje real. Una de ellas cuenta que la partida de saqueo en que estaba embarcado fue su primera y última incursión lejos de la árida y fría isla ignota que lo engendró. Dicen que, al ver las empalizadas de Torre del Alce, anunció: «Si tienen fuego y comida, no saldré de ahí». Y tenían, y no salió.
Pero los rumores familiares hablan de un mal marinero, enfermo a causa de las aguas embravecidas y las raciones de pescado azul que constituían el sustento de los demás marginados. Cuentan que su tripulación y él llevaban días a la deriva y que, si no hubiera conseguido apoderarse de Torre del Alce, sus propios hombres lo hubieran tirado al mar. Sin embargo, el viejo tapiz del Gran Salón lo muestra como un osado capitán sonriendo ferozmente en la proa de su velero mientras sus remeros lo impulsan hacia una antigua Torre del Alce de troncos y piedras mal alineadas.
Torre del Alce había nacido para ser un puesto defendible en un río navegable en la boca de una bahía de fácil acceso. Algún terrateniente sin importancia, cuyo nombre se ha perdido en las brumas de la historia, vio el potencial para controlar el comercio en el río y construyó la primera fortaleza del lugar. En apariencia, la había levantado para defender el río y la bahía de las incursiones de marginados que llegaban todos los veranos para saquear las poblaciones ribereñas. Pero no contaba con los saqueadores que se infiltrarían en sus fortificaciones mediante ardides. Las torres y las murallas se convirtieron en su punto de apoyo. Avanzaron sus ocupaciones y dominios río arriba, y al reformar su fuerte de madera en torres y murallas de resistente roca, convirtieron Torre del Alce en el corazón del Primer Ducado y, a la larga, en la capital del reino de los Seis Ducados.
La casa regente de los Seis Ducados, los Vatídico, descendía de esos marginados. Durante varias generaciones habían mantenido lazos con ellos, realizando viajes de cortesía y volviendo a casa con orondas esposas atezadas de su pueblo. De ese modo, la sangre de los marginados se conservaba fuerte en los linajes reales y las casas nobles, produciendo vástagos de pelo y ojos negros y extremidades robustas y musculosas. Acompañaba a estos atributos cierta predilección por la Habilidad, y por todos los peligros y debilidades inherentes a dicha sangre. También yo tenía mi porción de esa herencia.
Pero mi primera experiencia con Torre del Alce no tuvo nada que ver con la historia ni la herencia. La conocí como la última parada de un viaje, un panorama de ruido y personas, carros, perros, edificios y calles sinuosas que desembocaban en una inmensa fortaleza de piedra erigida en lo alto de los acantilados que dominaban la ciudad cobijada a sus pies. El caballo de Burrich estaba cansado, y sus pezuñas patinaban en los resbaladizos adoquines de las calles de la ciudad. Yo me agarraba tenazmente al cinturón de Burrich, demasiado agotado y dolorido para quejarme. Levanté la cabeza una vez para mirar las altas torres y paredes grises de la fortaleza que señoreaba sobre nosotros. Pese a la desacostumbrada calidez de la brisa marina, parecía fría y ominosa. Apoyé la frente en la espalda de Burrich y me sentí mareado por culpa del penetrante olor a yodo del inmenso mar. Así fue como llegué a Torre del Alce.
Burrich tenía su alojamiento encima de los establos, no muy lejos de las antiguas caballerizas. Allí me llevó, junto a los perros y el halcón de Hidalgo. Se ocupó primero del halcón, pues el viaje lo había dejado lamentablemente maltrecho. Los perros estaban encantados de haber regresado a su hogar y hacían gala de una vitalidad inagotable que resultaba enervante para cualquiera que estuviese tan cansado como yo. Morrón me revolcó por el suelo media decena de veces antes de que lograra meterle en su terca cabezota perruna que estaba cansado y mareado y no tenía ganas de jugar. Respondió como habría hecho cualquier cachorro: buscando a sus antiguos compañeros de camada y enzarzándose de inmediato en una pelea medio en serio con uno de ellos, pelea que Burrich zanjó con un grito. Quizá fuera sirviente de Hidalgo, pero cuando estaba en Torre del Alce era el señor de los perros, los caballos y los halcones.
Una vez atendidas sus bestias, recorrió los establos supervisando las obras realizadas, o incompletas, en su ausencia. Los mozos de cuadra, caballerizos y cetreros aparecieron como por arte de magia para defender sus responsabilidades de cualquier crítica. Yo troté pegado a sus talones mientras pude aguantar el ritmo. Solo cuando al final me di por vencido y me hundí exhausto en un montón de heno pareció reparar en mí. Le cruzó el semblante un gesto de irritación y luego otro de enorme cansancio.
—Eh, tú, Mazurco. Llévate al pequeño Traspié a las cocinas y ocúpate de que le den de comer. Luego llévalo de vuelta a mis aposentos.
Mazurco era un perrero bajo y moreno, de unos diez años de edad, que acababa de ser halagado por la buena salud de una camada parida en ausencia de Burrich. Momentos antes participaba de la aprobación de este, pero ahora perdió la sonrisa y me observó con suspicacia. Ambos nos miramos fijamente mientras Burrich seguía su paseo entre los compartimientos con su séquito de nerviosos cuidadores. El muchacho se encogió de hombros y medio se agazapó para mirarme a la cara.
—Así que tienes hambre, ¿eh, Traspié? ¿Vamos a buscar un bocado? —preguntó con tono incitante, justo el mismo que había empleado para conseguir que sus cachorros salieran donde Burrich pudiera verlos.
Asentí, aliviado porque no esperara de mí nada más que lo esperable de un cachorro, y lo seguí.
Volvió la vista atrás frecuentemente para ver si yo mantenía el paso. En cuanto salimos de los establos, Morrón vino a mí dando saltos de alegría. El evidente afecto que me profesaba el perro aumentó la estima que pudiera sentir Mazurco hacia mí, y siguió dirigiéndose a nosotros con breves frases de aliento, diciéndonos que íbamos a buscar comida, venga, no, deja en paz a ese gato, corre, verás qué gente más buena.
Los establos eran un hervidero, con los hombres de Veraz descargando sus caballos y su equipo y Burrich encontrando faltas en todo lo que no se había hecho siguiendo sus indicaciones en su ausencia. Pero, conforme nos acercábamos a la torre interior, el tráfico pedestre aumentaba. La gente pasaba junto a nosotros ocupada en todo tipo de recados: un muchacho que cargaba con un inmenso trozo de beicon sobre el hombro, un risueño grupo de chicas abrazadas a manojos de juncos y brezo, un anciano malhumorado con una cesta de pescado vivo, y tres damas con trajes de colores y cascabeles, de voces tan cantarinas como sus campanillas.
Mi olfato me informó de que nos acercábamos a las cocinas, pero el tránsito aumentaba proporcionalmente, hasta que llegamos a una puerta por la que entraba y salía un verdadero torrente de personas. Mazurco se detuvo, y Morrón y yo nos paramos a su espalda, olisqueando complacidos. Vio la multitud que se agolpaba en la puerta y frunció el ceño.
—Esto está a rebosar. Todo el mundo se prepara para el banquete de bienvenida de esta noche en honor a Veraz y Regio. Todo el que es alguien ha venido a Torre del Alce para asistir al acto; se ha corrido la voz de que Hidalgo renuncia al trono. Todos los duques se han personado o han enviado algún consejero. He oído que incluso los chyurda envían a alguien para asegurarse de que Hidalgo hace honor a su palabra y que ya no piensa…
Se calló, azorado de repente, bien por estar hablando de mi padre con el motivo de su abdicación o bien por estar dirigiéndose a un cachorro y a un crío de seis años como si fueran inteligentes, no estoy seguro. Miró alrededor, valorando la situación.
—Esperad aquí —nos dijo después—. Ya entro yo y te saco algo. Corro menos peligro de que me pisen… o me agarren. Quietos. —Subrayó su orden con un gesto firme.
Retrocedí hasta una pared y me quedé allí en cuclillas, lejos del tráfico, con Morrón sentado obediente a mi lado. Vi con admiración cómo Mazurco se acercaba a la puerta y se colaba entre las gentes apiñadas, adentrándose en las cocinas como una anguila.
Con Mazurco lejos, me llamó la atención el gentío. En general, las personas que pasaban junto a nosotros eran lacayos y cocineros, entre los que se mezclaban varios juglares, mercaderes y repartidores. Los vi ir y venir con una mezcla de curiosidad y hastío. Ese día ya había contemplado demasiadas cosas como para considerarlos de gran interés. Más que comida, lo que deseaba era un lugar tranquilo lejos de toda esa actividad. Me senté de golpe en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la torre, cálida por el sol, y puse la frente en las rodillas. Morrón se recostó contra mí.
El rabo del perro golpeando en el suelo me desperezó. Alcé la cara de las rodillas y me topé con un par de botas altas marrones. Mis ojos ascendieron por los pantalones de cuero basto y una tosca camisa de lana hasta reparar en un rostro hirsuto coronado por una mata de pelo gris pimienta. El hombre que me observaba balanceaba un barrilete sobre un hombro.
—Oye, ¿tú eres el bastardo?
Ya había escuchado aquella palabra lo suficiente para saber que se refería a mí, aunque seguía sin comprender la totalidad de su significado. Asentí despacio. El interés iluminó la cara del hombre.