Aprisionarte quisiera - Rafael Ramírez Heredia - E-Book

Aprisionarte quisiera E-Book

Rafael Ramírez Heredia

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Beschreibung

Sabiendo que no es el tema sino el cómo se aborda lo que le da valor a la creación literaria, Rafael Ramírez Heredia nos presenta un texto, Aprisionarte quisiera, que va a caballo entre el cuento y la novela corta. La relación erótica de una muy joven mujer y un hombre maduro, es la temática de este experimento literario en donde el autor anima su narración mediante el entrecruzamiento de planos temporales que desplazan al lector entre escenas presentes, escenas posibles, así como de hechos del pasado, lo que permite subreyar los varios secretos que la historia posee. Hace además, revalecer un tono de nostalgia al evocar personajes de Salgari, sitios con nombres santos, que, rodeados por canciones populares, ayudan a que los personajes, alejados diametralmente por sus circunstancias, pueden identificarse por el deseo de vaciar su intimidad en el otro.

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Primera edición, septiembre de 2003

Segunda reimpresión, enero de 2004

Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinadora de la colección: Ivonne Gutiérrez Obregón

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital Diseño de portada: Luis Rodríguez

Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Leda Rendón

© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

[email protected]

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com

ISBN 978-607-8312-41-2

Para Alida y Pirro,

dondequiera que se encuentren,

y para mi amiga Ivonne Gutiérrez

La noche cargaba apenas una ronda de canciones pero no de tragos, cuando Alida vio al grupo de personas entrar de lleno a la penumbra del sitio.

Si se fijó en ellas fue porque de alguna manera su irrupción festiva sacudía el abandono que la chica arrastraba en el cuerpo, esa misma abulia que pensó romper al aceptar la invitación de las amigas un par de horas antes, la incomprendida desazón que la hizo salir de casa y con un beso echado al aire, despedirse de su padre sentado frente al televisor y la mamá a un lado, como esperando órdenes.

A los recién llegados los notó también por el ruido que hicieron en el local y por el sobresalto que la cubrió como enredadera de tan sólo ver al hombre que iba adelante, charlando y riendo mientras movía las manos al compás del trío que cantaba:

…que seguiré tus pasos, tu caminar, como un lobo en celo desde mi hogar…

Y esa imagen que la alertó sin que ella lo demostrara: la del hombre entrando al bar en medio de la música y los olores, quizá por ser la primera registrada, fue detonadora de los recuerdos al momento de subirse al barco en que viajaría al Caribe, cuando la espiral de sucesos se le vino encima apenas un poquito antes de que pisara la cubierta y el sonido interior de un bambuco le ganara la partida a la pieza española, hecha bolero por la voz de Marco Antonio Muñiz, aquella que sonaba en el bar la noche donde se inició todo…

… dije que te quiero, como a nadie en el mundo...

Y ni siquiera en el instante de trepar al barco, en medio del caos que conlleva el pensamiento de una historia resumida en segundos, Alida aceptó que pese a negarlo y adoptar una pose de indiferencia hacia los recién llegados, como si sólo estuviera atenta al trío del escenario, el hombre que entraba al bar San Isidro le interesó, más que eso, la inquietó como nunca antes nadie lo había hecho.

Quizá en aquel momento Alida engañara su interés con otro engaño: fingir evadirse del parloteo incesante de las amigas quienes no hicieron ninguna referencia al grupo ruidoso que mostrando gusto por la música, se sentara en una larga mesa, muy cerca del escenario y frente al sitio ocupado por las chicas, entre ellas Alida, que jugaba a la múltiple apariencia: hacer creer que estaba aburrida pero escuchaba las canciones; que estaba oyendo la música pero en verdad oía la charla de las amigas; que fingía no escuchar pero sí lo hacía; o miraba a los recién llegados y en realidad pensaba en algo lejano al bar de esa noche…

…que al igual que Alida se cubría con varios disfraces, porque siendo el mismo, si alguien entrara a ese sitio en horas mañaneras, el bar mostraría lo sucio de la pintura y lo apelmazado de las alfombras, pero como la noche funge de albañil en esas imperfecciones, y las guitarras y las voces llenaban la alegría, Pirro, al frente del alborozado grupo, iba cantando en espera de que las horas se hicieran cortas porque el Bacardí con coca y hartos hielos le llenaban la panza, y mientras así estuviera, no triunfarían los espacios del silencio.

¿Por qué, para qué diablos iba a pensar en el día siguiente en que la resaca lo hiciera maldecir y jurar que ya no estaba en edad de meterse el turbión de tragos que sólo medio anestesian la soledad?

Nada de eso, su ley era rechazar cualquier motivo que lo espantara dos veces, por eso no valía la pena sufrir duplicado embate: el preventivo ahora, y el verdadero, el de la mañana siguiente, cuando en el hotel padeciera los ataques de la cruda jurando, otra vez y en cadena, que todo tiene su tiempo y el de él apenas da para de vez en cuando nostalgiar en bares de boleros añejos escuchando bambucos ya estragados por la música tecno, atento a trovas que, como los bares por el día, se notan descascaradas por los humos de hielo seco con que se adornan hoy las antipoéticas baladas; no, y aunque los tiempos pasan, la música se clava terca en los que, como Pirro, no quieren sentarse a mecer los recuerdos porque a fuetazos de ron los subleva en la armonía enroscada en el bar del hotel San Isidro, mientras él y sus amigos se instalaban cerca del escenario donde unos cancioneros construían notas de requiebro lento…

…con la puerta abierta, de par en par, de par en par.

…sin que Pirro tuviera la menor idea de que al llegar ahí, precisamente ahí y no a cualquier otro de los bares de la ciudad, penetraba en el escenario donde él sería el actor principal, más bien, el coprotagonista en el arranque de los acontecimientos, como tampoco sabía que alguna vez, poco tiempo más tarde, lo de la puerta abierta de la canción en el escenario, y que él y el público repite en algunas estrofas…

…con la puerta abierta, de par en par…

iba a ser apenas entreabierta en el tema de un poema que ella repetiría cuando con la luz apagada descansaban, esto días más tarde de lo que en ese momento en el bar ninguno de los dos sabía, estando en el mismo sitio pero en mesas diferentes.

Mirar fijamente a las personas es signo de malacrianza, sólo los zafios miran a la gente como lo hacen los bárbaros: con la vista entre arriba y entre el suelo pero sin perder al objetivo, tercos los ojos, acechantes, como tratando de meterse en el alma del revisado, y Alida aceptó desde siempre que mirar así, con insistencia, era asunto más allá de la desvergüenza, era de contubernio odioso, por eso, entre bocanada y bocanada del cigarrillo, entre levantada de copa y contestación a la charla de Maricela que estaba a su lado, Alida, con el suficiente disimulo para negar el hecho si le fuera reclamado, o de siquiera insinuarlo, que para eso no necesitaba ejercer un entrenamiento en un disfraz que le era natural, se dio a mirar a la mesa de los tipos alegres, medio viejones, acompañados por unas mujeres peinadas de salón, de risa soterrada…

…sus esposas…

…pensó Alida, unos clientes que de seguro eran forasteros por el tono de voz y por lo desparpajado de las acciones, pero con la mirada especial hacia el hombre que entrara primero como guía, de estatura media, cabello largo, diferente de como lo usan sus paisanos, de beber veloz, de carcajada fácil, y que al parecer era quien más gozaba de la música esa noche de cualquier sábado que tiempo después ella remarcara con fecha concisa, delimitante, el antes y después de todo.

¿Quién de los dos fue el que dio el primer paso? Durante las semanas anteriores al siguiente noviembre, metidos en el hotel de siempre, antes de quitarse la ropa y darse a jinetear los deseos, los dos armarían una especie de sesión aclaratoria para descubrir el misterio.

Ninguno aceptó haber sido quien lanzara los anzuelos iniciales, como si esto en verdad tuviera algún significado especial comparado con lo embrollado de su relación y sus ramificaciones, pero que en aquella noche del bar los dos pensaron inexistente, pues no podían ser adivinos de lo no intuido, aunque después, a tenor de las charlas, aceptaran que lo desconocido puede ser anunciado por una especie de inquietud diferente a todas las demás inquietudes, y que en la sesión aclaratoria los dos confesaron haber padecido.

En esa reunión aclaratoria, en la cual las conclusiones fueron distor-sionadas por las caricias, y después cubiertas por los acontecimientos de la jornada: bellos, como los catalogaran, sucedidos al margen de las confesiones: desde el amasijo de besos antes de beber cava con jugo de naranja, hasta el remate en una corrida de toros en San Carlos, a donde viajaron metidos en la cabina de la camioneta de carga que Alida odiaba por no tener clima artificial, y que Pirro festejaba como parte de la vivencia, y mientras entraban a la plazapequeña, con escasos espectadores y una descontrolada orquesta que apenas si se sabía una tercia de desafinados pasodobles, Pirro y Alida no buscaban recordar si las condiciones de aquella inicial noche se irían a recolar en terrenos desconocidos, porque la primera vez, en el bar, Pirro, ajeno a los futuros, la miró de frente en el momento mismo en que iniciaba su actuación Espinosa, el cantante de voz turbulenta, quien con dulzura rasposa emprendiera aquella de:

…te amaré hasta la muerte…

como presagio de lo que sucedería en aquel noviembre de ese año, unos segundos antes de que ella, ya con las piernas asentadas en la cubierta del barco, traslapara a Pirro con el mestizo filipino de una novela de Emilio Salgari, y que por supuesto ninguno la tenía en mente cuando los dos se midieron en el bar San Isidro, porque por lógica los acontecimientos les eran desconocidos, como también incierto lo que minutos después habría de pasar en aquella oscuridad de copas y boleros.

La anochecida andaba en tragos y la euforia provocada por la habilidad y la voz de Espinosa sacudió los cantos de la clientela, menos en Alida que seguía pensando en las posibilidades de las tareas escolares, en sus deberes en la oficina de la agencia de importaciones, abatidas ambas por el recuerdo odioso del reciente viaje a San Pedro para asistir a la reunión anual de la familia, las horas de aburrición tratando de acompasar su parsimonia a la silenciosa agresividad de su padre, a la zalamería empalagosa de los abuelos, a la euforia de los hermanos de su madre, a la feracidad verbal de los primos, y como uno de ellos, Alejandro, le dijo que para cualquier chica, a los veinte años…

—…la vida no tiene fronteras…

…y Alida, sabedora del poder de sus acciones ante el sexo contrario, movió los pechos al salir de la piscina, como para demostrar lo bien plantados que tenía esos veinte años, y que si bienestaba consciente de lo que a veces provoca su movimiento, nada le importaba, y menos la erección violenta que el primo Ale dejaba asomar bajo la calzonera de baño y que ella intuyó desde el momento de ver los ojos del primo meterse por entre el bikini buscando los resquicios de la piel, y cómo ella, por un estúpido momento, pensó en acercarse y, sin más, sin caricias previas o fingimientos absurdos, masturbar al muchachito para que aun con la cercanía de edades, éste sintiera quién era la que llevaba el mando y él dejara de sentirse el amo de la parvada familiar.