Apuntes de una época feroz - Mónica González - E-Book

Apuntes de una época feroz E-Book

Mónica González

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Después de su exilio y tras once años sin ejercer el periodismo, Mónica González volvió a sentarse ante una máquina de escribir para publicar el reportaje "La mansión de Lo Curro". Su regreso fue una declaración de principios: a la urgencia de denunciar las violaciones a los derechos humanos se sumaba la audacia de mostrar la corrupción al interior de la familia Pinochet. Este libro es el reflejo de una voluntad incansable por encontrar la verdad en un contexto en que hacer periodismo podía significar la cárcel, cuando no la muerte. La propia Mónica González recibió múltiples amenazas y su auto explotó después de publicar una investigación sobre los bienes de Pinochet. Como en el coro de las tragedias griegas, aquí escuchamos las voces de Gladys Marín, Sola Sierra, Raúl Pellegrin, Carmen Gloria Quintana, Isabel Allende, Patricio Aylwin, Mónica Madariaga, Gustavo Leigh y Arturo Fontaine Aldunate, entre muchas otras. Además, está la entrevista al primer agente que confesó cómo se torturaba y hacía desaparecer en Chile; el relato de la Flaca Alejandra, que pasó del MIR a la DINA, entregando a muchos compañeros; la historia del impresionante enriquecimiento de Julio Ponce Lerou, el yerno de Pinochet y controlador de Soquimich. Recorrer las páginas de este volumen es adentrarse en una época feroz. Mónica González transmite el miedo y la violencia que se respiraba en las calles, logra develar los niveles de descomponsición que alcanzaron nuestras instituciones y demuestra que el mejor periodismo no está supeditado a la actualidad. Muy por el contrario, adquiere categoría de documento histórico.

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Apuntes de una época feroz. Reportajes y entrevistas en dictadura

Mónica González

© Editorial Hueders

© Mónica González

Primera edición: octubre de 2015

Primera reimpresión: octubre de 2016

Segunda reimpresión: septiembre de 2019

ISBN edición impresa 978-956-365-144-7

ISBN edición digital 978-956-365-203-1

Registro de Propiedad Intelectual N° 258.245

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin autorización de los editores.

Diseño de portada: Inés Picchetti

Diseño de interior: Valentina Mena

Imágenes de portada: Archivo autora

www.hueders.cl | [email protected]

SANTIAGO DE CHILE

Diagramación digital: ebooks Patagonia

[email protected]

PRÓLOGO

Juan Cristóbal Peña

Cuando la conocí, hacia el invierno de 2007, Mónica González ya era quien es: una de las periodistas ineludibles en la historia de Chile, no sólo por su trabajo en dictadura. A diferencia de muchos profesionales de su generación que destacaron durante los años 80 en medios de la oposición, ella siguió haciendo periodismo en democracia. No comenzó a trabajar en el gobierno o para empresas. Tampoco jubiló de manera anticipada, que fue lo que ocurrió con varios periodistas que no encontraron espacio en el nuevo orden. Mónica González persistió, no siempre en las mejores condiciones. Sabía que con el retorno de la democracia venía lo más difícil para el periodismo chileno, más que lo que quedaba atrás. En el nuevo escenario, los límites entre política y negocios se volvían difusos. Y sabía también que, tal como había ocurrido en dictadura, ella no sería una figura cómoda ni funcional para quienes administraban una democracia reconstruida en la medida de lo posible.

Yo terminaba un libro sobre el atentado de 1986 a Augusto Pinochet protagonizado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y a última hora di con una entrevista al líder de ese comando subversivo que ella había hecho para el diario El País, de España, y que luego fue publicada completa en revista Análisis. La última entrevista a Raúl Pellegrin Friedmann, realizada en 1988, unos meses antes de que fuera asesinado junto a su pareja tras una incursión guerrillera en el sur del país. Entonces me animé a llamarla para pedirle esa entrevista. Ahora pienso que era una excusa para conocerla, porque el ejemplar de esa revista estaba en la Biblioteca Nacional.

Me recibió en el altillo de su casa en Bellavista, con vista al cerro San Cristóbal, rodeada de archivos y libros ordenados en estanterías y cajones. A un costado había un escritorio cubierto de papeles apilados y dispersos. Unos meses atrás, el diario Siete, del que fue directora, se había visto forzado a cerrar por falta de financiamiento. Los gobiernos de centroizquierda privilegiaron el avisaje público en medios opositores, pero funcionales a sus intereses. Aunque el cierre del diario fue un proceso ingrato para ella, ya estaba embarcada en un nuevo proyecto llamado Centro de Investigación Periodística, Ciper, el medio más innovador y relevante de los siguientes años.

Mónica, que estaba convaleciente por un accidente en auto, con dificultad para desplazarse, trabajaba desde su casa en una investigación para Ciper, que aún no tenía dirección electrónica ni oficina.

No me conocía, pero así y todo, sin más, me recibió y confió uno de los tomos empastados de su colección de Análisis. Fue una presentación rápida, pero amable. Me examinó con un vistazo rápido y dijo algo que no me esperaba:

–Bah, eres tímido –sonrió–. Por teléfono sonabas más pretencioso.

No fueron más que unos pocos minutos. Me contó de su accidente en auto y me despidió, porque –dijo– tenía un montón de trabajo por delante.

La volví a contactar en la primavera de ese mismo año. Mi libro ya había sido publicado y quería obsequiarle una copia. Además, tenía una mejor excusa que la primera vez: debía entregarle el tomo empastado de Análisis.

Esta vez me citó en una pequeña oficina de la Corte Suprema. En ese entonces, Ciper estaba recién arrancando y ella terminaba una asesoría para los ministros de la máxima corte de Justicia. El mismo poder que tres décadas antes la había enviado a prisión por sus publicaciones, el mismo que ella había denunciado múltiples ocasiones por negligencia y complicidad en los crímenes de la dictadura, ahora la buscaba para dar forma a un inédito proceso de transparencia y publicidad de sus actos.

Fue un encuentro breve, todavía más que el anterior. Recibió el tomo de revistas y el ejemplar de mi libro, que agradeció con una sonrisa. Luego me preguntó si quería trabajar con ella en un nuevo centro de investigación. También me habló de las condiciones y yo, únicamente para guardar las formas, le dije que la propuesta me seducía mucho, pero que pronto le daría una respuesta. Al día siguiente renunciaba a mi trabajo en el diario La Tercera para trabajar con ella.

Cuento lo anterior porque es parte del origen de este libro. El tiempo en que trabajé en Ciper pude conocer el trasfondo de algunas de las historias que se reúnen en esta antología, trasfondo que a veces da para un capítulo aparte y es tanto o más dramático que la misma historia que lo origina. En ese tiempo también pude escribir crónicas o reportajes sobre la violencia política en dictadura y en la transición, con la perspectiva que otorga el tiempo y en condiciones de libertad editorial que difícilmente habría encontrado en otro lado.

En un comienzo ella no estaba interesada en que alguien, quien fuera, publicara una antología de su trabajo. No le daba demasiado mérito. De hecho, cuando se lo propuse, estando ya fuera de Ciper, me comentó lo siguiente:

–No sé a quién podría interesarle algo así.

Dijo que lo pensaría. Y tiempo después, cuando comenzamos a trabajar en el proyecto, comprendí que, además de incomodarla, la idea de volver sobre esos años le dolía. Estaba orgullosa de lo que había hecho, lo está aún, por cierto, pero tras varias charlas en torno al trasfondo de las historias de las piezas reunidas comprendí, sin que me lo dijera directamente, que había una herida que no terminaba de sanar. En su caso, reportear la dictadura fue sumergirse en un campo de batalla inundado por la corrupción y la muerte; fue vivir el dolor de las víctimas, comprometerse y padecer con ellas, para luego recuperar el aliento y contárselo al mundo. Ese proceso, además, estuvo acompañado de un alto costo personal.

Ahora que el libro está concluido, y que hemos gastado horas hablando de su trabajo en dictadura, y de lo que ocurrió antes y después de esa etapa, pienso en las víctimas. En las víctimas y en el sentido de esta profesión. En que la mejor forma de sobrellevar el pasado y de tributar a las víctimas es seguir ejerciendo un periodismo sin concesiones.

Numerosos periodistas se jugaron la vida y sacrificaron un cómodo y seguro estándar de vida por denunciar a una dictadura a la que pocas cosas amenazaban tanto como la prensa de oposición. En el caso de Mónica González, muchas de sus publicaciones tuvieron un impacto político al interior de la misma dictadura, impacto que además trascendió al mundo. Sus artículos marcaron agenda y derivaron en censura de prensa, procesos judiciales, amenazas, golpizas o encarcelamientos.

Desde que publicó en 1984 el reportaje sobre la mansión de Lo Curro, un palacio de lujos absurdos que la familia Pinochet levantó en medio de una aguda crisis económica, se transformó en una figura incómoda para la dictadura, si es que no en una amenaza. Volvía del exilio y de un receso de 11 años en el periodismo, sin proponérselo, porque en un comienzo no estaba segura de su talento ni de que el periodismo fuera lo suyo, se volvió un referente. Sus reportajes y entrevistas ayudaron a contener la brutalidad y los abusos. En casos más extremos, salvaron vidas, aunque también derivaron en venganzas brutales.

El guión es perfecto para un drama de película: en el trasfondo de los reportajes y entrevistas que componen este libro hay tragedia y heroísmo en partes iguales. El drama se inicia en 1967, cuando Mónica González Mujica (Santiago, 1949) comenzó a estudiar periodismo en la Universidad de Chile y al poco tiempo, impulsada por sus maestros y su militancia en el Partido Comunista, ya trabaja en el diario El Siglo.

Sus primeros editores fueron Sergio Villegas y Guillermo Ravest, quienes la entrenan como reportera volante: un día en el Congreso, otro en tribunales, en sindicatos o en cuarteles policiales y en terreno, cubriendo la calamidad de turno. El periodismo todavía se aprendía más en la calle que en la academia, a la que va lo justo para aprobar los cursos de Mario Planet, director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, de quien es ayudante en la cátedra de Periodismo Interpretativo. De él asimiló el rigor y la necesidad de cultivar un archivo que se alimenta a diario, con recortes, cables y fotos. Hasta hoy, de preferencia por la mañana, después de leer los diarios del país, ella selecciona y recorta las publicaciones más relevantes y otras que no lo parecen tanto, como las páginas sociales de El Mercurio, donde la élite política y empresarial chilena se exhibe y, de manera involuntaria, deja asomar las pistas para grandes noticias y reportajes.

Mario Planet, que fue corresponsal para Life y Time, y dirigió los diarios Las Noticias de Última Hora y La Tarde, también intentó inculcarle otra cosa importante para la época. El periodismo militante –decía Planet– no es periodismo. O se hace periodismo o se milita, pero no las dos cosas a la vez.

Ella, sin embargo, prefería hacer ambas, y lo cierto –dice ahora– es que en ese entonces, impulsada por la convulsión de los tiempos, se sentía más militante que periodista. Su compromiso estaba con el partido y el proceso de transformaciones políticas liderado por Salvador Allende, que en noviembre de 1970 llegó a la presidencia con una coalición de partidos de izquierda y una oposición mayoritaria apoyada por Estados Unidos, cada vez más dispuesta a desestabilizar al gobierno por cualquier medio.

En esas condiciones, el periodismo sin banderas era muy difícil de ejercer.

En 1971, casada y con dos hijas, comenzó a trabajar en Ahora, revista de actualidad y política que editorial Quimantú lanzó ese mismo año para competir con Ercilla. De hecho, varios periodistas de izquierda de ese medio partieron a trabajar a Ahora, que dirigía Fernando Barraza y editaba Edwin Harrington, un agudo periodista de investigación que poco antes había estado a cargo del departamento de prensa de Canal 13. Harrington fue decisivo en la carrera de Mónica. No sólo la animó a escribir reportajes y a buscar en ellos una mirada y una voz propia, que hasta entonces había estado supeditada a la voz de la revolución. Una década después, con un país en dictadura, el mismo Harrington la convenció de volver al periodismo, cuando ella lo había descartado por completo.

La impronta de Edwin Harrington –como la de Mario Planet– está presente en una crónica testimonial de mediados de 1971, en que la autora documenta su paso dos años antes por la maternidad del Hospital del Salvador:

Maletín en mano, la “enferma” camina por un pasillo de baldosas, frío y tétrico, hasta el baño. Mira hacia atrás, para ver a su esposo, pero él está lejos, más allá de varias puertas. Una auxiliar con delantal sucio y ondulines en la cabeza le indica con el dedo un camastro donde le aplicarán un lavado, trámite previo.

Los dolores aumentan, y la muchacha empieza a respirar como “perrito jadeante”. Así le enseñaron en el curso de parto sin dolor. Mientras le introducen el líquido por vía anal, la chiquilla se aferra a la mano de la auxiliar; dolores profundos y desgarradores le cruzan el vientre, para después sentir un incontenible deseo de expulsar todo lo que lleva en el interior.

La muchacha se incorpora, pero no alcanza a llegar al baño. Líquido y excrementos corren por el suelo de la pieza. La vergüenza y el dolor provocan un llanto angustioso a la parturienta. La auxiliar está furiosa. “¡Qué se ha imaginado!”. Y enseguida: “¡Tú crees que voy a limpiarte la mierda!”. La muchacha la mira un instante, y no vacila. Una sonora cachetada corta el “diálogo”.

El texto aparecido en revista Ahora se tradujo en una querella por calumnias, la primera en la carrera de Mónica González. Pero el pleito legal no llegó muy lejos: cuando el director del Hospital del Salvador acusó a la periodista de inventarse la historia, ella exhibió la página del 27 de abril de 1969 del libro de partos del hospital, donde su nombre aparece inscrito como paciente de la unidad de maternidad. En esas condiciones nació Andrea, su primera hija. Muy distintas, como sugiere en la misma crónica, al parto de su segunda hija, Lorena, nacida un año y medio después en una clínica privada.

Puede ser distinto a todo lo que vino después, y de hecho lo es. Pero el periodismo que ejerció en dictadura no se explica sin el periodismo ejercido desde los últimos años del gobierno de Eduardo Frei Montalva. En esos primeros años de aprendizaje hay una épica y un compromiso que guiarán todo lo que vino después. Y hay, por cierto, una vida marcada por todo lo que acarreó el golpe de Estado.

Entonces estaba de vuelta en El Siglo, donde fue destinada a las páginas de economía, y era profesora auxiliar en la Escuela de Periodismo. Estaba casada, tenía dos hijas, militaba. A los 24 años, el mundo giraba muy rápido para ella cuando ocurrió el derrumbe. Muchos de sus colegas y amigos y compañeros de partido con los que se formó fueron perseguidos, encarcelados o torturados, cuando no asesinados y desaparecidos. Los más afortunados sobrevivieron, como su gran amiga Gloria Alarcón, periodista política en El Siglo, pero ya no volvieron a ser los mismos.

Al conmemorarse 40 años del golpe de Estado, escribió:

Ese martes 11 de septiembre de 1973 mi vida se partió en dos. Pude haber sido no sé qué clase de persona. Incluso una muerta en vida, como los muchos que bajo tortura hablaron y jamás se han logrado despojar de la culpa. ¡Cómo asesinaron tanto talento y vitalidad! Yo sobreviví. Soy parte de un río cuyo caudal nunca dejó de crecer... Si miro hoy hacia atrás no puedo sino sentir orgullo de esa identidad.

Dos años después de publicar ese texto, al recordar sus años de formación profesional, me dice: “Yo soy parte de una generación perdida. Perdida y muy privilegiada, las dos cosas, la verdad. Participamos de una época gloriosa, de experiencias hermosas y durísimas que nos marcaron de por vida. Y que nos tienen aquí haciendo lo que hacemos”.

Entonces viene el abismo. Un receso de 11 años, de no terminar de consolarse, de ganarse la vida en cosas que tienen poco y nada que ver con el periodismo. El camino que se inicia a fines de 1973 con el exilio en Francia fue una agonía permanente. Un golpe tras otro. Una noticia mala y otra peor. La historia de un chileno que llega con una tragedia propia o ajena que contar está a la orden del día.

Llegó a vivir a Sarcelles, en las afueras del norte de París, y trabajaba en la imprenta del mismo municipio, a cargo de la limpieza de las máquinas. Era obrera, como su padre, pero lo de ella tenía más el sentido de la urgencia. De las imprentas pasó a la administración del municipio. Pertenecía al Departamento de Compras y Mercado, veía cuentas y licitaciones, y siguió un curso de derecho comercial. Lo suyo ahora eran los números y, aunque entonces no lo sabía, sentó las bases de lo que necesitará saber años después para desentrañar las cuentas y escrituras enrevesadas de la dictadura.

Pese a que sus compañeros de L’Humanité la animaban a publicar, no se sentía en condiciones de escribir en una lengua que no era la suya. El periodismo estaba sepultado para ella.

Lo que sí hacía, y también servirá para lo que viene, era recoger el testimonio de chilenos que llegaban a París y habían vivido o escuchado del horror que ocurría en Chile. Recopilaba testimonios y los enviaba a Radio Moscú, donde estaba su amigo José Miguel Varas. Algunos de esos testimonios hablaban de sus propios amigos o compañeros de partido. Como el del profesor Fernando Ortiz, a quien se le perdió el rastro a plena luz del día en Santiago. Como el del periodista Carlos Berger, su compañero de escritorio en El Siglo, sacado de una cárcel en Calama y hecho desaparecer en el desierto. Como Fernando Barraza, director de la revista Ahora, torturado brutalmente hasta dejarlo sin ganas ni opción de hacer periodismo.

En Chile estaba en marcha una masacre y ella sentía que no podía quedarse de brazos cruzados en Francia, donde no había mucho que hacer por la causa chilena. Quería volver y volvió, con sus dos hijas, recién separada, sin un plan, sin muchos vínculos políticos, aun contraviniendo la opinión del partido. La dictadura se preparaba para perpetuarse mediante un plebiscito de fachada legal. La resistencia era mínima, para qué hablar de libertad de prensa. Dos años antes, la última dirigencia del Partido Comunista había sido exterminada, lo que significó un duro golpe a la lucha clandestina.

Era 1978, quizás el peor momento para volver.

Una de las primeras cosas que hizo fue visitar a Mario Planet. Su maestro, que también había partido al exilio y estaba de vuelta, la animó a ejercer el periodismo. Ella decía que no podía, que cómo, se preguntaba, “si tengo los dedos crespos”. Es cierto que en ese tiempo casi no había prensa de oposición, y la poca que había estaba bajo estricto control. Pero Planet insistía en que no la veía haciendo otra cosa. Ella, en cambio, se veía en cualquier ocupación menos en el periodismo.

Por un aviso en el diario consiguió trabajo en Falabella, como subgerenta de crédito. Era algo parecido a lo que hacía en el municipio de Sarcelles. Cuentas, balances, facturas. Trabajaba a la par con los gerentes y tenía la confianza de ellos. Pero como militaba de manera clandestina, que era la única forma de militar en esos días, y como la dictadura tenía redes de espionaje en todos lados, la información no tardó en llegar a los gerentes. La despidieron.

Algo similar ocurrirá en el Colegio de Constructores Civiles, donde ofició de gerenta por dos años. Y luego en el Instituto Chileno Norteamericano de Cultura, donde fue directora de comunicaciones por otros dos. Donde sea que estuviera, la dictadura, de tentáculos amplios y profundos, se encargaba de alertar de su militancia.

No le quedaban muchas opciones. Estaba sin trabajo y el país vivía una aguda crisis económica, que derivó en revuelta social. El descontento se expresó en radios y revistas de oposición que rozaban los límites de la censura. Mario Planet ya no estaba en este mundo para decirle que volviera al periodismo. Pero estaba Edwin Harrington, su otro maestro, que había vuelto del exilio en México y trabajaba en un proyecto de revista llamado Cauce. Le propuso integrarse y ella dudó. No se tenía confianza, pero necesitaba trabajar y, además, hacer lo que había venido a hacer a Chile: combatir una dictadura. Entonces, apremiada por las circunstancias, se decidió.

Eran los primeros días de 1984, días de noticias flojas, aun para un país en dictadura, y Mónica González volvía al periodismo con un reportaje sobre la mansión de Lo Curro que remecería las entrañas del régimen. Es justamente el texto que abre este volumen.

Fue tal el suceso, que Cauce tuvo que imprimir una segunda edición de la revista, algo inédito para la época. Destacado en portada, donde se anunciaban “increíbles antecedentes sobre la faraónica mansión de Lo Curro de costo incalculable”, el reportaje echó por tierra la versión del gobierno, que poco antes había anunciado la suspensión de las obras, producto de la crisis económica. La construcción seguía viento en popa, y no sólo eso: por primera vez se revelaban detalles sabrosísimos de la decoración –lámparas de lágrimas de anticuario para los baños, escaleras de mármol rojo, tinas de hidromasajes, tapices finísimos–, que a la vez perfilaban lo que la autora llamó “el difícil gusto de la señora Pinochet”.

A partir de entonces, Mónica González publicó un reportaje tras otro sobre la ambición de esa familia por incrementar su patrimonio. También escribió sobre violaciones a los derechos humanos, pero al menos en esta primera etapa en Cauce, que sería intensa y breve, las piezas de mayor impacto político trataron de corrupción. Una dimensión poco explorada de la dictadura, cuyos partidarios levantaban como gran reserva moral.

Como se ve en estas páginas, a la mansión de Lo Curro le siguió un reportaje sobre los negocios a costa del Estado de Julio Ponce Lerou, el yerno de Pinochet; otro sobre el patrimonio de la hija del general y un tercero sobre el origen de la casa de descanso que la familia había construido en El Melocotón, en las cercanías de Santiago. Desde ese verano no hubo respiro. Ni para ella ni para el régimen. Por primera vez la Justicia admitió una querella contra el mismísimo Augusto Pinochet por fraude al Fisco. Unos días antes, el general había acusado “una campaña difamatoria contra mi persona y mi familia”.

No sólo fueron palabras, por cierto. Cauce consignó seguimientos y amenazas contra sus periodistas. También hubo burdos actos de censura. En los días previos a la aparición del reportaje de la casa de El Melocotón, el gobierno suspendió la circulación de todas las revistas que no le eran favorables. Luego permitió que volvieran a circular, pero no pasó mucho tiempo para que aparecieran con fotos censuradas, en un espacio encuadrado en blanco, por orden del jefe de zona en Estado de Emergencia.

La tolerancia del régimen se colmó con la entrevista a Gustavo Leigh, defenestrado general golpista, quien criticó duramente a Pinochet y lo acusó de tener “una ambición ilimitada”, de “eliminar sistemáticamente” a personas a quienes “considera peligrosas” y de que “sólo se mantiene (en el poder) por la fuerza”. Publicada en junio de 1984, la entrevista provocó tal revuelo que su autora, Mónica González, fue detenida por orden de la jueza Marta Ossa, por negarse a entregar los audios.

Al día siguiente, después de pasar la noche en la cárcel de San Miguel, la quinta sala de la Corte de Apelaciones reconocía el derecho de la periodista al secreto profesional y ordenaba su liberación, la que se dilató por otros cuatro días.

En esos tiempos el periodismo era una profesión al límite, de un cigarrillo tras otro, de trasnoches martillando una máquina de escribir y teléfonos que suenan de madrugada para lanzar insultos y amenazas anónimas. En ese contexto la censura era lo de menos. También la cárcel. La vida pendía de un hilo con cada publicación. Cada publicación podía ser la última. Esa sensación de vulnerabilidad y temor se acrecentó a partir de ese día de fines de agosto, en que un hombre de bigotes y aspecto desaliñado entró a la revista y preguntó por Mónica González. Decía ser un agente de la dictadura que quería contar todo lo que sabía y había hecho, que era mucho.

Después de cerciorarse de que ese hombre no portaba armas, Mónica González lo condujo a una oficina de la revista. Cerró la puerta por dentro y preguntó:

–¿Qué me quiere contar usted?

–Sobre mi trabajo actual, nada. Yo quiero hablar sobre detenidos desaparecidos.

–¿Recuerda nombres?

–Sí. Los hermanos Weibel Navarrete, por ejemplo...

–Explíquese. Usted está muy nervioso y la carga emocional que ambos tenemos es grande. No será fácil este trabajo, pero es necesario que explique con detalles. Grabaremos todo y después veremos qué se publica. ¿Está de acuerdo?

–Me da lo mismo.

–Lo van a matar.

–Va a suceder, pero al menos hablé.

Lo que siguió fue una entrevista de varias horas en la que el agente Papudo, alias de Andrés Valenzuela Morales, contó todo lo que sabía de un organismo de inteligencia militar hasta entonces desconocido. Formado por funcionarios de la Fuerza Aérea, la Armada y Carabineros, el Comando Conjunto era una organización clandestina que rivalizaba con la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) en la persecución de opositores, no obstante usaba las mismas técnicas: detenciones ilegales, tortura, muerte y desaparición de personas.

Frente al relato de ese hombre que “olía a muerte”, la periodista no terminaba de convencerse. Temía ser objeto de una operación de los servicios de Inteligencia, que la tenían en la mira y la habían amenazado por sus publicaciones. Pero a la vez, el relato de Papudo era tan exacto, poblado de detalles y nombres que ella conocía, que la llevaban a confiar en que la historia del agente arrepentido era cierta, por muy inverosímil que pareciera el modo en que había surgido. Un hombre que dice ser agente se presenta un día en las oficinas de Cauce –calle Huérfanos, entre Morandé y Banderas– y pregunta por una tal Mónica González. En su mano trae el último ejemplar de la revista, cuyo tema de portada –el caso del robo de un banco por parte de agentes de la CNI en Calama– había sido escrito por ella. Para no creérselo. Para sospechar, sobre todo. Nunca antes un agente arrepentido había confesado los crímenes.

Papudo entregó nombres de agentes y víctimas, de lugares y circunstancias en los que ocurrieron las detenciones y posteriores crímenes. Algunas de las víctimas habían sido amigos o conocidos de la periodista, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para sobreponerse a las emociones –incluso náuseas– que le provocaba el relato.

–¿Estaba usted realmente consciente del trabajo que hacía?

–Sí.

–¿Cómo pudo hacerlo?

–Es una máquina que lo va envolviendo a uno hasta el punto de la desesperación, como me ha ocurrido a mí ahora. Sé que en este momento me estoy jugando la vida. Yo sé que quizás mi familia no me va a acompañar. Ni siquiera están de acuerdo con lo que he hecho, pero tenía que contarlo. Me sentía mal, estaba asqueado. Como le decía, quiero volver a ser civil.

El testimonio de Papudo era un misil de alto impacto para la dictadura, que se había empeñado en negar sistemáticamente las denuncias de violaciones a los derechos humanos. Pero no era cosa de llegar y publicar ese testimonio. Además de verificarlo, había que alertar a los familiares de las víctimas, hacer las denuncias a la Justicia y resguardar la vida de Papudo, que había decidido desertar de la Fuerza Aérea, de la que era suboficial.

Lo que siguió fue una carrera contra el tiempo. Mientras la Vicaría de la Solidaridad iniciaba una operación para sacar del país a Papudo, la periodista trabajó en la verificación de los datos con el sociólogo José Manuel Parada, jefe de Documentación y Archivo de la misma Vicaría. También ayudó el profesor Manuel Guerrero, que ocho años antes había sido torturado por agentes del Comando Conjunto. En ese proceso surgió la constatación de que muchos de los militantes de izquierda que habían sido detenidos delataban a sus compañeros, incapaces de resistir las torturas prolongadas. Y no sólo eso: dos de ellos –Miguel Estay Reyno y René Bazoa, de militancia comunista al momento de su detención– habían terminado como agentes de la dictadura.

Aunque esto último era un asunto conocido por la dirigencia del Partido Comunista, nunca se había hecho público. Y menos aún, que lo hiciese un ex agente. Los máximos dirigentes del partido pidieron excluir ese capítulo del testimonio, pero la periodista –que seguía militando– se negó. Fue un quiebre definitivo. Abandonó el partido y tomó distancia de la dirigencia, encabezada por Gladys Marín.

Los tres meses que antecedieron a la publicación de la entrevista fueron de máxima tensión. La decisión de Papudo de hablar con una periodista demoró unos pocos días en llegar a conocimiento del gobierno y de quienes hacían el trabajo sucio. La periodista recibió múltiples amenazas y su casa fue allanada. Sus dos hijas ya habían regresado a Francia. Por seguridad, Mónica González deambulaba por casas de amigos. Además, había un problema adicional: para evitar que el testimonio de Papudo se diera a conocer, a comienzos de noviembre el gobierno decretó Estado de Sitio y ordenó la clausura de los medios de oposición, entre ellos Cauce, que despidió a todos sus periodistas.

La idea original era publicar la entrevista en The Washington Post, pero unos días antes, por un equívoco, llegó a manos de un periodista chileno residente en Venezuela que gestionó su publicación en un diario de ese país, sin la autorización de la autora. La entrevista a Papudo apareció en El Diario a comienzos de diciembre de 1984, como una saga de tres entregas. La publicación comenzaba con una advertencia: “Hay fundado temor por la vida de Mónica González. Es de esperar que esa entrevista convenza a la CNI de que ya no vale la pena asesinarla”.

La venganza no tardaría en llegar de un modo inesperado: en marzo, tres profesionales comunistas eran degollados por un comando de Carabineros. Entre las víctimas estaban Manuel Guerrero y José Manuel Parada, quienes habían colaborado en la corroboración del testimonio de Papudo. En el comando asesino participó Miguel Estay Reyno, el Fanta, mencionado por Papudo como uno de los militantes comunistas que había pasado a colaborar activamente con la persecución y muerte de opositores de izquierda.

Devastada por el degollamiento de los tres militantes comunistas, a dos de los cuales conocía de cerca, sin trabajo, con la muerte pisándole los talones, Mónica González partió a Francia en abril de 1985. Estaba a salvo, pero no bien llegó a París, donde se reencontró con sus hijas, comenzó a planear el regreso.

A José Carrasco lo conocía desde sus tiempos de estudiante de periodismo. Ella asistía a clases en la escuela de la Universidad de Chile, ubicada en la calle Doctor Johow, y solía dejar a su hija Andrea con la secretaria de Mario Planet, que era pareja de Carrasco. En la práctica, algunas veces era Carrasco quien cuidaba a la niña mientras su mamá estaba en clases. Desde entonces surgió una amistad que quedó interrumpida por el exilio. Se reencontraron hacia 1984: él llegaba a Chile cuando ella volvía al periodismo. A mediados del año siguiente, apenas regresó de París, él la recomendó como periodista en Análisis, la revista donde era editor internacional. Aceptó con la condición de que pudiera trabajar con Edwin Harrington, que también había sido despedido de Cauce tras su clausura.

En Análisis, que dirigía Juan Pablo Cárdenas, se convirtió en entrevistadora política. Y no pasó mucho tiempo antes de que volviera a golpear al corazón de la dictadura.

En diciembre de 1985, Mónica Madariaga, ex ministra de Justicia y de Educación, prima de Pinochet, la buscó para hacer un mea culpa de su papel como “autora intelectual de gran parte del aparato jurídico que sostiene al régimen”. De paso, la ex ministra criticó al general Pinochet y la “obsecuencia indescriptible” de quienes lo rodeaban, incluidos los gremialistas, responsables del debilitamiento absoluto del Estado mediante la degradación de las organizaciones sociales y las entidades en que se desarrollaba la vida en común. La revista agotó su edición y, al mes siguiente, “ante los insistentes pedidos del público” –según se lee en la edición del 14 de enero de 1986–, volvió a publicar el texto.

Los límites de la censura otra vez estaban a prueba. De la censura y la muerte, que rondaba cada semana. Era cosa de tiempo.

Primero vino la clausura de Análisis por tres semanas, además del encarcelamiento de su director, tras una jornada de paralización nacional en julio de 1986. Y en septiembre de ese mismo año, unas horas después de que el Frente Patriótico Manuel Rodríguez atentara contra el general Pinochet y su comitiva, dejando a cinco de sus escoltas muertos y nueve heridos graves, un comando de la dictadura escogió al azar a cinco opositores de izquierda para tomarse venganza. Uno por cada escolta muerto. Entre esos cinco opositores que fueron sacados de sus casas y fusilados de madrugada estaba el periodista José Carrasco.

El mismo fin de semana del atentado, ocurrido un domingo 7 de septiembre, el editor internacional de Análisis había estado trabajando en una nueva edición de la revista, que no pudo salir a la luz. El gobierno decretó Estado de Sitio y prohibió la circulación de la mayoría de los medios de oposición. El asesinato de José Carrasco Tapia fue un golpe durísimo, que se vivió en el silencio impuesto por la clausura de los medios.

La prohibición se extendió por seis meses. En ese tiempo, Mónica González viajó a Buenos Aires para rastrear archivos que comprometían a la DINA en el asesinato de Carlos Prats y la Operación Cóndor, que derivó en la muerte y desaparición de miles de opositores en el Cono Sur. De ese trabajo surgió un libro, Bomba en una calle de Palermo, que publicó con Edwin Harrington en 1987.

El libro, el primero de su carrera, traería repercusiones ese mismo año. En septiembre, tras una entrevista al dirigente de la Democracia Cristiana Andrés Zaldívar, la periodista fue requerida por el gobierno, que le aplicó la Ley de Seguridad Interior del Estado. La entrevista era larga y trataba diversos temas de actualidad política, pero el problema estuvo en la última pregunta, referida al general Pinochet, a quien Zaldívar calificó de “burdo, de bajo nivel intelectual y brutalmente audaz”.

En la siguiente edición de Análisis se lee que, horas antes de ser detenida, Mónica González dijo que “no se encarcela sólo a la periodista que escribió la entrevista a Andrés Zaldívar, sino a la que denunció la existencia de la casa del general en El Melocotón, a la misma que escribió el complot para asesinar al general Carlos Prats en el libro Bomba en una calle de Palermo”.

Esta vez permaneció 17 días en la cárcel de San Miguel. Quizás pudo haber salido antes, pero se negó expresamente a que su abogado pidiera la libertad condicional. Según reprodujo Análisis, “quiero hacer conciencia en la opinión pública y en mis propios colegas de que en Chile no se puede ejercer libremente nuestra profesión”.

El penúltimo día antes de quedar en libertad estuvo de cumpleaños. Celebró sus 38 junto a las presas políticas que estaban recluidas en la cárcel de hombres de San Miguel.

Uno de los últimos reportajes que Mónica González publicó en Análisis trató de los bienes de la familia Pinochet. Apareció en octubre y noviembre de 1989, en dos números consecutivos, cinco meses antes de que la dictadura emprendiera la retirada y entregara el gobierno con una serie de condiciones. En rigor, más que un reportaje, era un especial por entregas que operaba como una despedida al hombre que afirmó que “no hay nadie que haya amasado una fortuna personal o familiar en este régimen”.

El reportaje comienza precisamente así, con una cita al general recogida de la prensa oficialista. Y termina con un retrato lapidario al mismo hombre, que “se prepara para atrincherarse al interior de los cuarteles”, “orgulloso, pero no tranquilo”, “en la soledad que han dejado 16 años de poder absoluto, alejado irremediablemente de sus más antiguos amigos”.

La dictadura se despedía y también la periodista, que clausuraba la década golpeando donde más le dolía al régimen. Para Pinochet no había cosa más irritante que las acusaciones de corrupción. Más que las denuncias por violación a los derechos humanos. Por eso ocurrió lo que ocurrió. Ya había recibido amenazas telefónicas y le habían arrojado animales muertos al antejardín de su casa, si es que no habían matado a sus propias mascotas. Pero esto fue más serio que todo lo otro. Unas semanas después de que apareciera la última parte del reportaje, el auto de la periodista explotó. Acababa de estacionarlo en calle Seminario y había bajado hacía minutos.

Para ella no hubo dudas. La bomba que casi le costó la vida era una respuesta al reportaje de los bienes de la familia Pinochet. La dictadura, que estaba en retirada, tenía sus formas de despedirse.

La despedida fue larga, demasiado larga. La transición política chilena estuvo marcada por pactos secretos y amenazas de una dictadura que seguía latiendo en el Congreso, en el Poder Judicial y, desde luego, en las Fuerzas Armadas. Pinochet se había retirado del gobierno pero continuaba al frente del Ejército, desde donde administraba amplias cuotas de poder. En ese escenario, a partir del 11 de marzo de 1990, Mónica González llegó a trabajar al diario La Nación.

Desde esas páginas, a cargo de la unidad de investigación y las entrevistas del domingo, le tomó el pulso a la vida política de esos días. Varios de los textos de ese período están determinados por la coyuntura del momento, que a menudo pone a prueba la frágil democracia. Pero hay otros, recopilados en este libro, que miran los hechos en perspectiva y vienen a recapitular lo ocurrido en el pasado reciente.

En esta línea se inscribe el testimonio de Sola Sierra, histórica dirigente de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, que relata la angustia y tenacidad de quien perdió a su esposo y dedicó una vida a su búsqueda, aun cuando con el correr del tiempo estuvo consciente de que era una labor estéril. En la contraparte está el relato de la Flaca Alejandra, alias de Marcia Merino, ex militante del MIR que tras ser detenida y torturada se convirtió en colaboradora de la DINA. Como escribe la autora, se trata de un testimonio que va a contracorriente de “un país que se resiste a entender lo que fue verdaderamente el infierno que creó la DINA en sus campos de detenidos”.

En este período desfilan varios de los personajes más renombrados de la vida pública. Sean de izquierda o de derecha, son explorados siempre en una dimensión que trenza lo político y lo humano. Así, mientras Isabel Allende Bussi se lamenta de no haber sido consciente de la depresión que motivó el suicidio de su hermana Tati, el ex director de El Mercurio, Arturo Fontaine, llega a decir que cuando se ocupa un puesto como ese, “uno se ve rodeado de muchos halagos y pierde un poco el sentido de la autocrítica y la modestia”.

Mónica González no fue una figura cómoda para quienes sustentaron la dictadura. De eso no hay duda. Pero tampoco lo fue para quienes administraban el gobierno en un contexto de democracia tutelada. De ahí que a principios de 1994, cuando Eduardo Frei Ruiz-Tagle asumió la presidencia, renunció a La Nación. Las nuevas autoridades políticas le ofrecieron la dirección del diario de gobierno, pero bajo condiciones que no estuvo dispuesta a asumir.

Ese acto de independencia marcó el cierre de una etapa. La misma que documenta este libro, que reúne piezas publicadas entre 1984 y 1993. El conjunto incluye voces emblemáticas del período, pero también otras más anónimas, las que no pasaron a la historia. Una muestra de la condición humana, con sus infinitos grados de altruismo y mezquindad, de valor y cobardía. Al sumergirnos en las cloacas del pasado, se devela cómo el sistema político y económico instaurado por la dictadura militar impactó en el cuerpo de miles de compatriotas. Por momentos, la lectura de estas páginas provoca un sudor frío en nuestras espaldas. Es la señal del miedo y el dolor. También, la señal de que estamos vivos.

 

 

SOBRE LA EDICIÓN

Los textos reunidos en este volumen fueron publicados en distintos medios, entre los años 1984 y 1993. Se optó por dividirlos de acuerdo al género, entre reportajes y entrevistas, más un relato en que la autora cuenta su paso por la cárcel. El orden es cronológico y, si bien hay textos que no fueron publicados durante la dictadura, éstos remiten a hechos y personajes gravitantes en aquel período. Ello explica el subtítulo del libro. Los propios textos se reproducen aquí inalterados, excepto en las contadas ocasiones en que fue necesario efectuar una precisión. También se suprimieron y/o modificaron algunos recursos periodísticos orientados a atraer la atención en diarios y revistas, pero que estorbarían la lectura en un libro. Los subtítulos se eliminaron o cambiaron de acuerdo con el ritmo del relato más que con la diagramación de una página; ciertos recuadros fueron integrados al texto central, mientras que otros se eliminaron, y el editor agrega unas líneas introductorias en cada artículo, de tal manera que quede más claro el contexto en que se publicó dicho trabajo.

REPORTAJES

 

LA MANSIÓN DE LO CURRO

(1984)

El primer reportaje que Mónica González publicó en revista Cauce fue una bofetada al régimen: en secreto, en medio de una aguda crisis económica, Augusto Pinochet levantaba un palacio cuyos lujos y caprichos quedaron al descubierto. La periodista acudió al testimonio de obreros, arquitectos y proveedores que trabajaban en la obra, quienes le revelaron sabrosos detalles de la decoración dispuesta por la esposa del general. El reportaje, que obligó a Pinochet a dar explicaciones públicas y a desistir de habitar la mansión, marcó el retorno de Mónica González al periodismo después de un receso de 11 años, luego de que su carrera quedara interrumpida por el golpe de Estado de 1973.

No es posible establecer con exactitud cuánto costaron al erario nacional la denominada “Casa de los presidentes”, en Lo Curro, la casa que el general Pinochet ocupa algunos fines de semana en el Cajón del Maipo (San Alfonso), la casa que el gobernante arrendaba en Luis Thayer Ojeda y hoy ocupa uno de sus hijos como propietario, la casa de los comandantes en jefe del Ejército en la Avenida Presidente Errázuriz, los trabajos de remodelación en la casa de Bucalemu, sin contar con que todavía no nos hemos ocupado de la ostentosa casa del general Mendoza, en Diego de Almagro con Pedro de Valdivia, y si el almirante Merino sigue viviendo en la “modesta casa vieja” que ocupaba en 1973.

Un cálculo conservador de los gastos incurridos en la casa del general Pinochet y familia en Lo Curro consume, según los datos obtenidos, sin contar con continuos cambios de parecer, producto de actos de voluntad propios del poder omnímodo, una suma equivalente al cinco por ciento del presupuesto de Obras Públicas para 1984.

La revista brasileña Isto E escribe que el terreno de 80 mil metros cuadrados en Lo Curro costó un millón de dólares. Esa cantidad fue pagada por el Ministerio de Vivienda y Urbanismo directamente, sin pasar por el conducto regular de los estados de pagos del Serviu. Todo lo que se hizo en forma posterior sí pasó por el Serviu a título de “obras extraordinarias”. El promedio de pago bordeó los cinco millones de pesos semanales, pero... ¿se incluirán en estas sumas los cambios de azulejos expresamente importados, los mármoles europeos, las costosas lámparas adquiridas a exclusivos anticuarios? ¿Se incluirán aquí las obras de acceso a Lo Curro destinadas específicamente a facilitar el paso hacia la “Casa de los presidentes”? En este ítem deberá consignarse la construcción del Puente de Lo Curro, cuestionado técnicamente por destacados profesionales.

Muchas preguntas quedarán sin respuesta, pero en todo caso el prolijo trabajo de investigación que les entregamos es suficientemente clarificador. La pregunta que surge es más bien una exigencia: ¿dará el gobierno una explicación sobre todo lo que aquí se informa? El país atraviesa por la más grave crisis económica de su historia, de modo que es indispensable que el gobierno responda con claridad con respecto a las ingentes sumas que se han usado en estas construcciones faraónicas.

A la luz de lo que narra esta crónica sería interesante saber si la ciudadanía comparte el juicio del general Pinochet de que existe democracia en Chile y de que los chilenos están resguardados en su honor, en su propiedad y en su familia.

A la distancia (es más saludable observarla desde lejos), la casa del general Pinochet se parece bastante a una fortaleza construida en seis niveles, dos de los cuales son totalmente subterráneos. Para levantarlos fue necesario dinamitar el cerro Lo Curro, desplazando 500 mil metros cúbicos de tierra (equivale a las excavaciones necesarias para construir 150 mil viviendas mínimas).

El terreno, como está dicho, tiene una superficie de 80 mil metros cuadrados, de los cuales seis mil están construidos. El total del terreno está rodeado por rejas altas y controlado a través de un circuito cerrado de televisión cuyas cámaras auscultadoras están a la vista en una serie de casetas en altura pintadas de blanco.

De los seis mil metros edificados, 1.600 corresponden solamente a salones y oficinas y 1.200 a servicios de cocinas, bodegas, salas de guardia, equipos de calefacción y otros. Las cocinas están habilitadas para atender a dos mil personas al mismo tiempo.

Los 62 mil metros cuadrados de parque y jardines adornados con azaleas, rododendros, plantas exóticas y árboles de las mejores familias, costaron 15 millones de pesos, incluyendo la instalación de tres invernaderos de 40 metros cuadrados cada uno.

En caso de suspensión brusca del suministro o posibles atentados por envenenamiento, el abastecimiento de agua está asegurado por cuatro estanques subterráneos con capacidad de 2.800 metros cúbicos. Lo propio sucede con el abastecimiento de luz conectado a una central eléctrica subterránea con 400 kilowatts de potencia.

La mansión cuenta con las más acabadas medidas de seguridad. En un sector secreto de los niveles subterráneos existe un refugio antiaéreo, cuya salida nadie conoce, y separado de la residencia y con una de las entradas camufladas, el recinto que ocupan las fuerzas especiales preparadas para defender en turnos de 24 horas la seguridad del general.

Las ventanas de los niveles habitacionales están dotadas con cristales importados de Bélgica. Cada hoja tiene tres metros de ancho por tres de alto. Las puertas están confeccionadas con madera de lingue fino. Entre marcos y cristales se gastaron aproximadamente 120 mil dólares. Sólo los detalles como los revestimientos de piedra ascendieron a la cantidad de 150 mil dólares.

Los tres niveles superiores no tienen lo que se llama propiamente techo, sino que están recubiertos por terrazas plantadas y con un área mínima pavimentada.

El primer nivel está definido como el de recepción oficial. Para llegar a él es necesario cruzar por un hall de acceso con piso de mármol que originalmente fue verde y hoy es del mismo material, pero en tonos un poco extraños. La señora Pinochet hizo retirar el costoso mármol traído de Europa porque no le gustó una vez que estuvo instalado. Hubo de realizarse una nueva importación de mármol de Alcántara, España, del color deseado por la dueña de casa.

Siempre rumbo al amplísimo salón oficial de recepciones, es menester ascender por una escalera de mármol de color... rojo. Esta tonalidad sí fue del agrado de la señora Pinochet. Mas no las alfombras de las dependencias privadas de la familia, que figuraban en el proyecto original. En el momento de dar su visto bueno, la señora Hiriart manifestó ante varios testigos: “Alfombras no. Cuando yo me muera, si el que viene aquí así lo decide entonces colocarán nuevamente las alfombras. Por ahora las sacaremos porque a mí me gusta el parquet”.

Esta es sólo una anécdota dentro del cuadro total. Más graves fueron los problemas surgidos entre el personal de TECSA, empresa seleccionada para realizar los trabajos, y los efectivos de seguridad del gobernante.

Mientras los técnicos de la empresa privada realizaban su labor, los elementos de seguridad llevaban a cabo la suya (secreta y, por ende, ajena a la incumbencia de TECSA), por lo cual transportaban extraños objetos, destruían parte de lo ya realizado y provocaban a los empleados de la empresa con su actitud autoritaria y amenazante.

El conflicto estalló y los operarios de TECSA se negaron a seguir trabajando cuando los funcionarios de seguridad rompieron las instalaciones del tendido de luz, el sistema de riego y otras instalaciones. El arquitecto Sergio Gómez, funcionario del Ministerio de Vivienda, debió oficiar como mediador y logró con esfuerzo solucionar el problema.

Ya en el interior de la casa se distribuyen salones diversos, el comedor de recepciones, cocinas, baños, dependencias de cocinas, todo dentro de una superficie para estos efectos de 2.800 metros cuadrados. Lo mencionado corresponde al nivel de recepción.

En el segundo nivel (hablamos de los tres niveles residenciales que están a la vista y que están diseñados como escalones) están las habitaciones reservadas a la familia, que fueron expresamente supervigiladas por la señora Hiriart. La suite presidencial comprende dos dormitorios completamente separados con sus respectivas salas de baño y habitaciones de vestuario y clósets.

Los baños fueron el principal problema de la dueña de casa. Tanto los artefactos como los azulejos fueron cambiados en dos oportunidades porque no fueron del agrado de la señora Pinochet. En vista de que los decoradores no acertaban con el exclusivo gusto de esta clienta tan particular, la propia señora Pinochet decidió trasladarse a la lujosa tienda Átika para elegir lo que deseaba.

Tardó en decidirse, por lo que efectivos de seguridad acordonaron todo el sector durante algunas horas para que la señora Lucía pudiera elegir a su gusto. El resultado tal vez no figure en la antología de la decoración, pero sí corresponde a la elección de la primera dama: el baño del general Pinochet quedó revestido definitivamente en azulejos de color azul oscuro, con visos tornasolados y metálicos. La tina, provista de un sistema de aguas vibratorias (propias para masajes), es de color azul oscuro, lo mismo que el resto de los artefactos. El motor que permite funcionar las aguas vibratorias quedó debajo de la tina, pero fue trasladado a mayor distancia por medidas de seguridad.

Otro problema se registró en el revestimiento de las paredes de las habitaciones interiores. Se importó rafia (material nuevo, caro, corrugado y elegante para algunos gustos), que los encargados de adosar a las murallas no supieron aplicar y hubo de desecharse la idea y, desde luego, tirar el material importado a la basura.

El baño de la dueña de casa terminó con azulejos beige haciendo juego con los sanitarios. Un vanitorio (mueble integral francés para guardar toallas y cosméticos) ocupa todo el muro del baño, con espejos hasta el techo. Un elemento ajeno a todo este decorado es una finísima lámpara de lágrimas, valiosa pieza de anticuario, cuya presencia en el baño es de difícil explicación.

LOS DETALLES EXQUISITOS

Cuando uno de los dos salones de la familia estuvo terminado, la señora Pinochet echó de menos algunos detalles. Con el propósito de solucionar estos olvidos, se llamó a Pavez Decoraciones Ltda., lo más chic de la capital, a quien se le encargaron tres trabajos. El primero fue recubrir el cielo del salón con madera, a fin de dejar vigas a la vista con algunas incrustaciones de gusto dudoso, por no concordar con el estilo general de la casa. Una segunda labor fue elaborar una puerta de acuerdo con el techo enmaderado, a la que se le aplicó un juego de vitreaux, y la tercera fue la confección de una chimenea de piedra con campana de bronce. Por todas estas exquisiteces de último minuto, Pavez cobró 11 millones de pesos. Habrá que agregar una cantidad adicional, pues la dueña de casa decidió finalmente hacer modificaciones posteriores a la instalación, cuya naturaleza se desconoce.

Las comunicaciones de la casa están aseguradas por una central telefónica automática, alimentada por 30 líneas y una red de 120 anexos. Una clínica equipada con los últimos adelantos se instaló en la casa para hacer frente a casos de emergencia de sus moradores. No se pudo determinar su localización exacta.

Este verdadero tic de hacer varias veces las mismas cosas alcanzó también a la gran piscina de la residencia, que fue construida dos veces. No pudimos saber si el hecho se produjo por fallas de construcción, por filtraciones detectadas o por el difícil gusto de la señora Pinochet. La alberca, que cuenta con una zona de camarines con todas las condiciones del caso, es sólo una de las atracciones del parque.

Una verdadera curiosidad son las cuatro pérgolas sostenidas por troncos de pino oregón en bruto, debido a que se trata de una especie en extinción que no es posible encontrar hoy en ningún lugar del mundo. Nadie sabe cómo y dónde fueron conseguidos.

En el inmenso parque, de unos 74.000 metros cuadrados, hay música ambiental en cada uno de sus sectores. Los equipos comprados son Philips. Hay también un gran asador con campana de bronce para manifestaciones campestres, además de una caseta para los jardineros de 90 metros cuadrados de construcción. Al parecer, todas estas instalaciones no registraron modificaciones posteriores.

No sucedió lo mismo con las dos canchas de tenis con que cuenta la fabulosa residencia, que también sufrieron alteraciones de la hora undécima, aunque quizás las razones fueron de orden deportivo. Primitivamente eran de asfalto (superficie rápida) y pertenecieron al Club de Tiro de Lo Curro, que funcionaba en esos terrenos. Más tarde llegó una contraorden: debían tener piso de ladrillo molido (superficie lenta), donde tradicionalmente los tenistas chilenos se desempeñan mejor. Ese parece ser también el caso de los dueños de casa y sus invitados. Las canchas cuentan con una excelente iluminación, así como las multicanchas, que ofician en las eventualidades como helipuerto. Cada una cuenta con 120 focos de 1.000 watts.

Otro de los cambios de esta singular competencia de gustos variables lo sufrieron los estacionamientos. Originalmente se construyeron 100 estacionamientos empotrados en el cerro. A la hora del visto bueno final, la orden varió: se deberían construir 100 estacionamientos adicionales, lo que representó demoler todo lo ya levantado, incluyendo la destrucción de terrazas, jardines y muros. Al final se agregaron 150 estacionamientos para hacer un total de 250. Hay, eso sí, seis estacionamientos especiales para la familia, localizados en otro sector del parque.

Uno de los lugares más cerrados a la información es ciertamente el destinado a la seguridad. Hay una llamada Zona de Guardia, cuya entrada está por la calle Vía Roja. Un pequeño regimiento puede vivir cómodamente en el lugar, que cuenta con salas de juego, dormitorios, comedores y piezas de TV (con juegos de Atari, por cierto).

En algunos de los niveles que no están a la vista existen otras comodidades propias de los Emiratos Árabes, como un gimnasio, una moderna sala de cine y diversos saunas.

La nota curiosa la constituye la enigmática Área de Contraataque, sostenida por gruesos muros de hormigón y techos de concreto en cuyo alto se han colocado bolones para que las balas (de haberlas) reboten. Está localizada de manera que no sea posible detectarla a simple vista. Cuenta con ventanas estrechas hacia el interior y que se van abriendo hacia afuera, tomando una forma de corneta, para mejorar el ángulo de tiro. Lo que no se sabe es por qué se llama Área de Contraataque.

Todas las barandas de la construcción de seis mil metros cuadrados están pintadas con pintura especial de avión. El único representante en Chile de este tipo de elemento es un hermano del general Fernando Matthei.

Las enormes bodegas están repletas de armamento ligero y pesado, y están proyectadas para defender el sitio por un tiempo prolongado. La pregunta que salta de inmediato es: ¿habrá alguna amenaza que requiera tal poder de fuego?

Es sólo una y no la más importante de las preguntas que pueden formularse sobre este palacio llamado la “Casa de los presidentes”.

 

 

LO QUE NO SE HA DICHO DEL YERNO DE PINOCHET

(1984)

Cuando el escándalo por la mansión de Lo Curro no terminaba de aplacarse, la periodista viajó al sur de Chile para indagar sobre Julio Ponce Lerou, yerno del general Pinochet, quien había comenzado a amasar una de las mayores fortunas del país gracias a los puestos de privilegio en los que lo ubicó su suegro. El entonces gerente de la Corporación de Fomento de la Producción (Corfo) y director de varias de las principales empresas públicas –entre ellas Soquimich, que terminaría bajo su control una vez privatizada– estaba envuelto en un pleito legal con dos poderosos personajes: el ex fiscal militar Alfonso Podlech y el empresario Ricardo Claro. En Temuco, la periodista recogió un testimonio fundamental que corroboraba las acusaciones en contra del yerno del general. Vale la pena agregar que Alfonso Podlech estuvo más de un año detenido en Italia, acusado de violaciones a los derechos humanos mientras fue fiscal militar de Temuco después del Golpe.

Frente a la Plaza de Armas de Temuco, en un pequeño y cómodo departamento, se encuentra la oficina del abogado Alfonso Podlech. Con ademanes enérgicos pero sin alzar en ningún momento la voz, imparte instrucciones a un equipo de colaboradores. Orden, precisión, limpieza. Estas características constituyen parte de su personalidad. Hay que hacer un esfuerzo para desentenderse de ese clima, que por momentos se asemeja a un mini cuartel, y hacerlo entrar en materia.

Ninguna pregunta parece molestarlo. Se diría que tiene una cruzada personal por la verdad desde que el 3 de agosto una llamada telefónica desde Santiago le informó que el ingeniero y yerno del presidente Pinochet, Julio Ponce Lerou, lo sindicaba como uno de los financistas de un panfleto anónimo sobre sus actividades comerciales. Luego vino el asedio periodístico, una querella y Podlech arremetió, además, emplazando a Julio Ponce con 50 preguntas que nunca han sido publicadas en forma íntegra. Las 50 preguntas aún no tienen respuesta.

“Hay que tener mucho cuidado en este asunto –dice– para no incurrir en errores. Hay distintas versiones. El panfleto que se adjuntó al proceso es el que tenemos que examinar”.

Mientras busca en sus carpetas prolijamente ordenadas, me comenta que hay otro legajo de 200 páginas cuya circulación ha sido muy confidencial. Entre sus papeles está el diario alemán Die Welt del 5 de enero de 1983. Allí, Francisco Baraona, hermano del ex ministro Pablo Baraona, dice: “Se critica al presidente Pinochet por el poder y la influencia que han cobrado su mujer y sus diversos familiares. Particularmente se habla de uno de sus yernos, quien gracias a su parentesco ocupa diversos puestos simultáneamente. Hace algún tiempo era un simple empleado público, posición que en Chile siempre ha sido mal pagada y a través de la cual nadie ha llegado a ser millonario”.

Mientras se pregunta en voz alta: “¿Por qué Francisco Baraona habló?”, me entrega un papel. Allí se puede leer la primera pregunta:

“En diversas entrevistas concedidas por usted, señala que desempeñó los siguientes cargos: director ejecutivo de Conaf, director o gerente de Celulosa Arauco Constitución, presidente de la Compañía de Teléfonos, vicepresidente de Chilectra, director de Soquimich, gerente de Empresas Corfo, presidente del Complejo Maderero Panguipulli y gerente general de Corfo”.

“¿Podría desarrollar una secuencia de los cargos que desempeñó desde que ingresó hasta que se retiró de la Administración Pública (entre 1974 y 1983)? ¿Podría precisar cuántos de esos cargos fueron ocupados simultáneamente? ¿Podría indicar remuneraciones y en qué forma organizaba su trabajo como funcionario público y empresario privado?”.

Uno a uno Podlech muestra los documentos que hablan de la carrera funcionaria de Julio Ponce. Interrumpo el itinerario para hablar sobre el Complejo Maderero Panguipulli, que según el panfleto Julio Ponce habría ocupado como suyo para el talaje de sus animales y para comerciar con las reservas de madera, especialmente raulí.

Podlech replica que él no tiene confirmación sobre este asunto. Me muestra un recorte de diario. En él, Javier Vargas Niello, gerente agropecuario del complejo estatal de 500 mil hectáreas, desmiente que Panguipulli haya sido utilizado por Julio Ponce. Muestra documentos, entrega cifras. Podlech mueve la cabeza.

“Mucho se ha hablado de Javier Vargas. Lo concreto es que ha sido el hombre de confianza de Ponce. En esa entrevista –agrega– Vargas niega ser socio de Ponce. Yo tengo este documento que prueba lo contrario. La escritura hecha ante el notario Rubén Galecio certifica que Vargas y Ponce constituyeron una sociedad, Ganadera y Forestal Martell Ltda., para la explotación y comercialización agrícola, ganadera y forestal, ya sea en terrenos propios o ajenos”.

“Lo que también me consta es que el señor Vargas, funcionario del Estado, compró el 23 de enero de 1981 el Vivero Frutillar, propiedad fiscal licitada en siete millones de pesos. ¿De dónde sacó la plata el señor Vargas?”.

Mientras busca papeles, Podlech comenta que rematar 109,2 hectáreas fiscales en siete millones de pesos le parece a lo menos cuestionable. Me entrega la escritura, allí se estipula que se entregaron dos millones de pesos al contado y el resto en cinco cuotas anuales iguales.