Comando conjunto - Mónica Gónzalez - E-Book

Comando conjunto E-Book

Mónica González

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Beschreibung

El Comando Conjunto fue un organismo represivo de la dictadura chilena del que nada se sabía hasta que uno de sus agentes –Andrés Valenzuela Morales, alias Papudo– desertó y, arriesgando la vida, entregó su testimonio. El organismo secreto fue responsable de brutales secuestros, torturas, desapariciones y asesinatos en distintos centros de detención de Santiago. Parece volver a ser necesario, quizás más necesario que nunca, recordar el horror. Ante el olvido, ante el desconocimiento, ante la negación, vale recordar. A fin de cuentas, además de un libro de denuncia, este es un libro que previene sobre el alcance de la maldad. La maldad de la llamada lucha antisubversiva lo contaminó todo, dice el agente arrepentido Andrés Valenzuela: "Un sistema [que] además de destruir a las víctimas destruye al victimario, en su vida afectiva, mata sus sentimientos y los convierte en unas bestias". De eso se habla aquí. Del alcance de la violencia institucional, de sus consecuencias, del modo en que esa violencia lo inundó todo y terminó entrando en las casas de los perpetradores y de un país. De ahí que Mónica González lo dedique, además de a sus hijas y a los sobrevivientes, "a los hijos de las víctimas y de los victimarios, principales destinatarios de esta historia". Entonces, como ahora, hay en ese gesto una esperanza de redención. Juan Cristóbal Peña

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GONZÁLEZ, MÓNICA / CONTRERAS, HÉCTOR

COMANDO CONJUNTOEl grupo de exterminio más secreto de la dictadura

Santiago de Chile: Catalonia, Periodismo UDP, 2023256 pp. 15 x 23 cm

ISBN: 978-956-415-047-5ISBN digital: 978-956-415-048-2

PERIODISMO DE INVESTIGACIÓN CH 070.40.72

Este libro forma parte de la colección de periodismo de investigación desarrollada al alero del Centro de Investigación y Proyectos Periodísticos (CIP) de la Facultad de Comunicación y Letras UDP.

Edición periodística: Alberto Arellano

Diseño de portada: Trinidad Justiniano

Fotografía de portada: Archivo CENFOTO-UDP (Fondo Diario La Nación, AP 0039, Roberto Fuentes Morrison, 17 de octubre de 1985)

Retrato de Mónica González: Gabriel Pérez M.

Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco

Composición: Salgó Ltda.

Editorial Catalonia apoya la protección del derecho de autor y el copyright, ya que estimulan la creación y la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, y son una manifestación de la libertad de expresión. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar el derecho de autor y copyright, al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo ayuda a los autores y permite que se continúen publicando los libros de su interés. Todos los derechos reservados para esta publicación que no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información. Si necesita hacerlo, tome contacto con Editorial Catalonia o con SADEL (Sociedad de Derechos de las Letras de Chile, http://www.sadel.cl).

Primera edición: Los secretos del Comando Conjunto, Ediciones del Ornitorrinco, 1991.

ISBN: 978-956-415-047-5

ISBN digital: 978-956-415-048-2

RPI: 80.835 (1991)

© Mónica González, 2023

© Héctor Contreras, 2023

© Catalonia Ltda., 2023

Santa Isabel 1235, Providencia

Santiago de Chile

www.catalonia.cl - @catalonialibros

www.cip.udp.cl/investigacion - @cip_udp

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

Índice

Nota a la nueva edición

UN MISMO INFIERNO Juan Cristóbal Peña

VISITA INESPERADA

INFIERNO EN LA AGA

LOS NIDOS DEL COMANDO

LA SORDERA DE BETO

“YO NO MENTÍA”

REMO CERO

LAS EJECUCIONES DE PELDEHUE

LOS COLABORADORES

EL CUARTEL LA FIRMA

LA ORDEN SECRETA

EL AUTO DEL GENERAL

EL LEGADO DE UN JUEZ

ANEXO 1Causas penales de víctimas de secuestro y homicidio calificados del Comando Conjunto

ANEXO 2Víctimas de secuestro y homicidio calificados del Comando Conjunto

Nota a la nueva edición

Los editores agradecen muy especialmente a la periodista Mónica González y al abogado Héctor Contreras su disposición para que este libro periodístico, publicado originalmente en noviembre de 1991, pudiera reeditarse el año en que se conmemoran cincuenta años del golpe de Estado de 1973 en Chile.1

El Comando Conjunto fue un organismo represivo de la dictadura del que nada se conocía hasta la aparición, en diciembre de 1984, de la entrevista realizada por la periodista Mónica González a uno de sus desertores –Andrés Valenzuela Morales, alias Papudo– y que tiempo después dio pie a la publicación de este libro. Si nada se supo de esta agrupación es porque, a diferencia de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), que fue formalizada por la Junta Militar vía decreto en junio de 1974, el Comando Conjunto operó defacto, clandestinamente. El organismo hizo su aparición hacia fines de 1975, conformado por agentes de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea (DIFA), de la Dirección de Inteligencia de Carabineros (DICAR) y, en menor medida, por miembros de la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), del Servicio de Inteligencia Naval (SIN) y de civiles del grupo paramilitar Patria y Libertad. Desde un comienzo su objetivo fue la persecución y desmantelamiento del alto mando del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y del Comité Central del Partido Comunista (PC) y sus juventudes. Al poco andar, sus métodos y los resultados en la ejecución de esa tarea propiciaron una rivalidad con la DINA que gatilló una confrontación entre ambos aparatos, la que se extendió hasta enero de 1977, cuando el Comando Conjunto fue disuelto.

Hasta esa fecha, esta agrupación secreta fue responsable de decenas de secuestros, torturas, desapariciones y asesinatos en distintos centros de detención. Hoy se cuentan al menos 33 víctimas de homicidio y secuestro calificados perpetrados por este aparato represivo. Aunque años después, casi la totalidad de esos casos fue atendida por la justicia. Una mayoría está con sentencias a firme y con condenas para los perpetradores; otras causas continúan abiertas a la espera de un fallo definitivo (ver Anexo 1).

El texto se ha mantenido fiel a la primera edición en todo lo sustantivo. Pensando en las nuevas generaciones de lectores se agregaron notas al pie de contextualización y de actualización. También se sumaron dos anexos: uno con el detalle del estado procesal de esas causas judiciales al 27 de junio de 2023, y otro con un índice fotográfico de las víctimas desaparecidas o asesinadas por el Comando Conjunto. Por último, esta nueva edición abre con un prólogo del periodista Juan Cristóbal Peña.

Los editores también expresan su gratitud hacia los abogados de derechos humanos Nelson Caucoto y Franz Möller, el abogado del Programa de Derechos Humanos de la Subsecretaría de Justicia Hugo Pavez y el equipo de comunicaciones del Poder Judicial, por su asistencia en el seguimiento de las causas que involucran a víctimas y perpetradores del Comando Conjunto. También agradecen a la Fundación Vicaría de la Solidaridad y al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos por autorizar el uso de material de sus bancos de imágenes.

UN MISMO INFIERNO

Cuando este libro fue publicado por primera vez la portada era una foto elocuente, crudísima, de esas que aparecían en las secciones de policiales de los diarios. El hombre de la imagen es el mismo en esta nueva edición, Roberto Fuentes Morrison, elWally, pero en esa portada de 1991 yace ensangrentado en la acera con los ojos cerrados para siempre. La fotografía se hizo poco después de que fuera acribillado por un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo, que lo esperaba a la salida de su departamento de Ñuñoa para ajustar cuentas.

Fue una emboscada certera, profesional. El Wally que apura una taza de café, se despide de su esposa, cruza la puerta de su departamento en un primer piso con un bolso en la mano y una Browning calibre 9 milímetros al cinto. Ya en la calle, camino a su camioneta, se topa con cinco hombres que lo saludan con sus armas automáticas, sin darle oportunidad de sacar su pistola. “El sol proyectaba ya su luminosidad luego de varios días nublados y el atlético ex comandante de la FACh ofreció un buen blanco a los criminales”, reportó El Mercurio al día siguiente. También reportó que los cinco hombres “dispararon por sorpresa, ubicados en forma de abanico”, que “erraron sólo dos tiros” y que uno de esos hombres, cuando las balas cesaron, se acercó a examinar el cuerpo tendido en el piso. Tras pulsar la yugular, no fuera a ser cosa que siguiera con vida, ordenó la retirada.

Cincuenta y dos años, tres hijos, comandante de escuadrilla de la Fuerza Aérea de Chile, el Wally ha sido ejecutado con dieciocho balazos y lo rodean policías y agentes de civil, quizás algunos de los mismos agentes de los servicios de seguridad de la dictadura con los que compartió hasta poco antes de su retiro, dos años atrás. En el momento de esa foto, tomada en picado, probablemente el cuerpo todavía no termina de enfriarse. Una frazada lo cubre, y de su rostro salpicado de sangre asoma la mueca del dolor y la desgracia. Es una foto perturbadora. Es la mañana del viernes 9 de junio de 1989 y el Wally acaba de dejar este mundo del mismo modo en que vivió: ensangrentado, arrastrando una sombra de horror y de muerte a su paso. 

En ese sentido la ejecución del Wally tuvo el significado de una vuelta de mano, de justicia popular, si se quiere, que era la única forma posible de justicia para los crímenes de la dictadura que existía hasta entonces. Cuatro años antes, como se ve en la portada de esta nueva edición, Fuentes Morrison había llegado a los tribunales para declarar ante el ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago Carlos Cerda, quien lo sometió a proceso junto a otros integrantes del Comando Conjunto, la organización clandestina de la Fuerza Aérea que quedó al descubierto cuando en 1984 el agente Andrés Valenzuela llegó a la revista Cauce preguntando por la periodista Mónica González para dar cuenta de un infierno desconocido. Hasta entonces se creía que detrás de todos los crímenes sistemáticos de la dictadura en los setenta estaba únicamente la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). 

La confesión del hombre al que llamaban Papudo fue el punto de partida de este libro y de la corta investigación del ministro Cerda, que fue forzado por sus superiores a aplicar la ley de amnistía, y de paso sancionado. El Wally, identificado por los sobrevivientes por su porte alto y fornido como un oso, por sus cejas y bigotes poblados, por sus pecas y su crueldad sin límites, se paseaba tranquilamente por la calle a fines de los años ochenta, como se paseaban y seguirán paseándose gran parte de los represores, confiados en la vigencia de la ley de amnistía y en la permanencia de Pinochet y los suyos en el poder, confiados en que Pinochet había perdido el plebiscito de 1988 pero no el poder, en que seguiría al frente del Ejército y dejaría a jueces, senadores, jefes militares, alcaldes y funcionarios de todo orden designados a su arbitrio por muchos años. La democracia que venía en camino estaba condicionada a la impunidad. Una democracia secuestrada, bajo amenaza y tutela.

Por si había alguna duda, Pinochet lo dejó en claro en una entrevista de agosto de 1989 en la revista Qué Pasa: “Yo no amenazo, no acostumbro a amenazar. Sólo advierto una vez. El día que toquen a alguno de mis hombres se acabó el Estado de Derecho”.

Un año y medio después de esa entrevista, al dar a conocer por cadena nacional de radio y televisión los resultados del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, el presidente Patricio Aylwin advirtió con tono severo y de reproche que “nadie tiene derecho a atentar contra la vida ajena, a pretexto de justicia”.

Claro, los asesinatos políticos estaban a la orden del día. Un mes después será asesinado el senador gremialista Jaime Guzmán, el más influyente de los civiles del régimen. Once meses antes había sido el turno del coronel de Carabineros Luis Fontaine. Y en marzo de 1990, a diez días del regreso de la democracia, el general de aviación Gustavo Leigh y su socio Freddy Enrique Ruiz, exjefe de Inteligencia de la Aviación y responsable del Comando Conjunto, habían quedado gravemente heridos por un atentado a balazos. Los dos hacían una vida de ciudadanos respetables en una oficina de Providencia, dedicados al corretaje de propiedades.

En ese contexto, antes de que Aylwin asumiera la presidencia y diera inicio a la transición a la democracia, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo comenzó la campaña No a la Impunidad, que puso en la mira a una larga lista de criminales y cómplices civiles de los crímenes de la dictadura. El primero de esa lista fue el Wally. Y en ese contexto también, ya en democracia, en que la verdad comenzaba a aflorar en una dimensión más completa, en que los agentes de la dictadura seguían operando en las sombras, en que no había perspectiva de una justicia real, sin eufemismos –a excepción del crimen del excanciller Orlando Letelier, expresamente excluido de la ley de amnistía–, es que fue escrito y publicado el libro de Mónica González y Héctor Contreras con la foto ensangrentada del Wally en portada.

Si, como dijo Aylwin, “en este tema de las violaciones a los derechos humanos, el esclarecimiento de la verdad ya es una parte importante del cumplimiento de la justicia para con las víctimas”, puede darse por seguro que este libro y la entrevista que lo originó hicieron mucho más por la justicia que los tribunales chilenos en tiempos de la dictadura y durante buena parte de la transición a la democracia en los años noventa. De hecho, si algo cruza su lectura de principio a fin, además de una perversidad exacerbada, es la complicidad de la enorme mayoría de los jueces de las altas cortes. Jueces que desatendieron recursos de amparo que llegaron a sus escritorios de manera oportuna y formal, recursos desesperados de familiares que fueron tramitados con desidia, ingenuidad o condescendencia. La justicia queda en entredicho y explica en parte la cadena de ejecuciones a los represores. Y explica también la necesidad de dar cuenta detallada de los crímenes, tal como ocurrieron, en tiempos en que la verdad estaba en cuestión.

En ese sentido Comando Conjunto es un libro crudo y doloroso, aun con la perspectiva del tiempo; también un libro humano, reparador, que reconstruye la historia de un grupo de exterminio clandestino a la vez que entreteje las historias de vida de cada una de las víctimas que cayeron en sus manos.

No son sólo números. No es un conteo de casos. Los números no alcanzan a dimensionar el horror. Para medir en su amplitud y hondura la pérdida, el daño, se hace necesario contar quiénes eran las víctimas, sus cercanos, contar sus orígenes, sus creencias, quiénes eran esos militantes a los que el Wally, el Fifo, el Lito, el Lolo, el Chirola, el Fanta, don Beto, Kiko, Patán, Larry, Papudo y otros agentes mal aspectados iban a buscar a sus casas y se los llevaban a los golpes frente a sus parejas, frente a sus hijos, frente a sus padres y madres, una cacería guiada por una búsqueda frenética de armas que nunca aparecían. ¡Las armas! ¿Dónde están las armas? Al recorrer cada caso, como una cadena de tragedias que se concatenan, queda en claro que las víctimas no tenían armas y a veces ni siquiera se escondían, quizás porque no tenían a dónde ir o no esperaban que pasara lo que pasó, porque cómo iba a ser posible que esa gente que se había tomado el poder llegara a hacer lo que hizo; porque, en último caso, qué cosa tan reprochable habían hecho para tener que andar escondiéndose.

Como contracara están las biografías de los represores, su banalidad, sus límites. El “olor a muerto que le impregnaba la piel” a Andrés Valenzuela y que lo llevó a desertar y contar todo, aunque no dudara de que lo buscarían para matarlo. La asepsia cómplice de los médicos. El goce del Fifo Palma ante el padecimiento ajeno. La compasión del guardia Rojas Campillay ante los detenidos una noche de Navidad, lo que significó su baja. Los modales del Wally, otra vez el Wally, que solía volver a la casa de los detenidos para buscar ropa y consolar a las esposas, que se compadecía de los huérfanos de sus víctimas, porque qué culpa tenían esas pobres criaturas. El Wally, que era capaz de acercarse a una muchacha desnuda que acababa de ser torturada salvajemente para decirle al oído, quizás mesándole el pelo, que le había arruinado el almuerzo porque él tenía una hija de la misma edad que ella.

La perversidad fue tan grande que alcanzó a afectar a los torturadores y persiguió de por vida a las víctimas sobrevivientes. Torturadores que terminaron torturados y asesinados por sus compañeros, como ocurrió con el soldado Guillermo Bratti. Víctimas para quienes haber salido con vida de esos cuarteles secretos fue motivo de vergüenza y culpa, considerando que la gran mayoría de quienes pasaron por ahí se vieron forzados a delatar bajo tortura a compañeros, amigos, familiares. “La culpa de ser un sobreviviente sería a veces casi tan horrible como la tortura”, se lee en este libro. “El peso de haber dicho, al límite de la resistencia, un nombre, una dirección” es una cruz que se carga de por vida y de la que los partidos de la izquierda chilena hicieron un tabú, porque era un tema incómodo y deshonroso, del que no se hablaba, porque la lucha, compañero, la lucha continúa y hay que resistir hasta las últimas.

Muchas cosas pasaron desde la publicación de este libro. Empezando por el hecho de que desde fines de los años noventa, como consecuencia de la detención de Pinochet en Londres y la renovación de jueces de las altas cortes chilenas, la justicia comenzó a operar como tal, de modo lento y tardío, pero se puso en marcha al fin, asumiendo el criterio de que los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles. En consecuencia, como puede leerse en esta edición actualizada, desde entonces varios de los agentes y jefes del Comando Conjunto han sido juzgados y condenados. Algunos siguen presos o murieron en prisión, si es que no tuvieron la fortuna de morir antes de que la justicia los alcanzara. Desde entonces también, pese a los avances de la justicia, pese al mea culpa de las instituciones y a libros como este, la memoria y la conciencia sobre los crímenes sistemáticos de la dictadura han estado en permanente tensión, en un constante tira y afloja, sin que termine de decantar un consenso social en favor del nunca más.

Por eso resulta significativo que este libro vuelva a circular al conmemorarse cincuenta años del golpe de Estado. Más todavía considerando que la conmemoración ocurre en medio de una oleada negacionista que tiende a relativizar los hechos o bien a justificarlos con la excusa de los contextos o la teoría de los dos demonios. La idea de reconocer culpas en ambos lados a modo de pretexto del horror, la idea de que todos somos responsables de la violencia desatada antes y después del golpe de Estado, como si fueran la misma cosa, pone en un mismo lugar a víctimas y victimarios. Y no. No son lo mismo, ni por lejos. De un lado había agentes financiados por el Estado; del otro, civiles perseguidos por sus ideas políticas y, en pocos casos, resistiendo esa persecución. De cualquier modo, como da cuenta este libro, ambos grupos fueron arrastrados a un mismo infierno. 

Parece volver a ser necesario, quizás más necesario que nunca, recordar el horror. Ante el olvido, ante el desconocimiento, ante la negación, vale recordar. A fin de cuentas, además de un libro de denuncia, este es un libro que previene sobre el alcance de la maldad. La maldad de la llamada lucha antisubversiva lo contaminó todo, dice el agente arrepentido Andrés Valenzuela: “Un sistema [que] además de destruir a las víctimas destruye al victimario, en su vida afectiva, mata sus sentimientos y los convierte en unas bestias”.

De eso, en definitiva, se habla aquí. Del alcance de la violencia institucional, de sus consecuencias, del modo en que esa violencia lo inundó todo y terminó entrando en las casas de los perpetradores y de un país. De ahí que Mónica González lo dedique, además de a sus hijas y a los sobrevivientes, “a los hijos de las víctimas y de los victimarios, principales destinatarios de esta historia”.

Entonces, como ahora, hay en ese gesto una esperanza de redención.

Juan Cristóbal PeñaJunio de 2023

A mis hijas. A los hijos de las víctimas y victimarios, principales destinatarios de esta historia. A los sobrevivientes, a los que aún la sociedad les debe reconocimiento y amor.

Mónica González

A mi familia, sobre todo a Lucía, mi esposa, y a mis “hijas” Clara y Lucía, a quienes les debemos la verdad sobre su madre detenida desaparecida; a Andrés Valenzuela, por arriesgarse a decirnos la verdad con una valentía que pocos han tenido; a la Vicaría de la Solidaridad, que hizo posible esta investigación que, como tantas otras, ha podido descorrer el velo de la impunidad, para el bien de un Chile reconciliado. A don Carlos Cerda, un JUEZ... entre tanta injusticia.

Héctor Contreras

VISITA INESPERADA

Jueves 27 de agosto de 1984. En tres oportunidades la recepcionista de la revista Cauce2 me informó que un hombre “muy extraño” me buscaba. Buscaba a la periodista Mónica González. Su mirada inquisitiva y su hablar ansioso provocaron desconfianza. Se le respondió que estaba ausente. La reiteración de amenazas había dado origen en esos días a medidas de seguridad extraordinarias en la sede de la redacción del semanario, ubicado en Huérfanos al llegar a Bandera, en Santiago Centro.

La mañana de ese jueves retiré del mesón de recepción unas cartas y me encaminaba al segundo piso cuando escuché una voz de hombre que nuevamente pedía hablar con Mónica González. Al escuchar que la secretaria le respondía con voz seca y cortante “No está”, me di vuelta y vi su dedo nervioso que con disimulo me indicaba que saliera del lugar. Mis ojos se detuvieron en el hombre sospechoso. Lo observé de espaldas: alto, delgado, pelo negro. En sus manos estrujaba un ejemplar de la revista Cauce. En voz baja preguntó a qué hora regresaría, y en su tono percibí angustia. Alzando la voz hacia él dije: “Yo soy la persona que usted busca. ¿Qué desea?”. Se volvió, me miró y escrutó con detención mi rostro, lentamente, después caminó hacia mí y extendió su mano derecha. Entre sus dedos apretaba una tarjeta de identificación militar (TIFA Ne 66.650), que me entregó al tiempo que, con voz muy tenue y sin bajar la vista, exclamó:

–Quiero hablarle de cosas que yo hice, desaparecimiento de personas...

–¿Recuerda nombres?

–Sí... Los hermanos Weibel Navarrete...

Fue su carta de presentación. Con la mano derecha le palpé el bolsillo de la chaqueta para intentar cerciorarme de que no estuviera armado. Sin alzar el tono de la voz me dijo que no portaba armas y al enfrentar sus ojos fue tal la desesperación que transmitía que en ese mismo minuto tomé una decisión. Sin saber si efectivamente se trataba de un agente de los servicios de seguridad en problemas o de una trampa, decidí escucharlo. A los pocos minutos nos encerrábamos con llave en la oficina del director de Cauce, Edwin Harrington.

Con los dedos agarrotados saqué la grabadora sabiendo que cada uno de mis nerviosos movimientos era seguido de cerca por el sorpresivo visitante. Cuando levanté la cabeza para invitarlo a comenzar vi a un hombre joven, con barba de días, que exhalando un gran suspiro comenzó un relato que salía de sus labios a borbotones.

Los nombres de detenidos y asesinados que Andrés Valenzuela Morales recordó aquel día no me eran desconocidos. Eran rostros, voces y risas de aquellos con los que había compartido hermosos años de juventud. De golpe esos rostros y esas voces inundaron mi retina y mis oídos. Traté de concentrarme en el relato, en las preguntas que permitieran saber si era verdad lo que Andrés Valenzuela relataba, pero no pude despegar la mirada de sus manos: grandes, delgadas. Fijé la atención en sus dedos mientras una voz fría iba relatando paso a paso el secuestro, la tortura y luego el asesinato de José Weibel. Los dedos apuraron el movimiento incesante, violento, y de pronto me sorprendí gritando:

–¡Cómo pudo hacerlo!... ¡Diga!... ¡Cómo!

Más adelante diría: “Uno de los motivos fundamentales que me llevaron a tomar la decisión de hablar fue comprobar que este sistema, además de destruir a las víctimas, destruye al victimario, en su vida afectiva, mata sus sentimientos y lo convierte en una bestia”.

En ese momento fue como si mi grito lo despertara. Abrió muy grandes los ojos, miró a su alrededor y deteniendo su mirada en mis lágrimas musitó:

–Sólo necesito hablar.

Durante algunos segundos sólo se escuchó mi llanto. A duras penas logré poner en movimiento nuevamente la grabadora al mismo tiempo que le anuncié que grabaríamos su relato y después, entre ambos, veríamos qué hacer con su testimonio. Con voz segura cortó mis palabras:

–Me da lo mismo lo que haga con todo esto. Yo me voy a presentar en mi unidad.

–No quiero que lo maten.

–Va a suceder, porque voy a volver a mi unidad. Pero al menos antes hablé..., hablé...

Andrés Valenzuela era un hombre en el límite de sus fuerzas. En cierta forma su confesión era un suicidio porque lo que quería era dejar de respirar y recordar. Hijo de campesinos, once años de régimen militar lo convirtieron primero en carcelero y luego en torturador. “Sin querer queriendo me fui transformando”, susurró luego de muchas horas de agobiador relato. Cientos de hombres y mujeres pasaron bajo la tortura ante sus ojos y por sus propias manos. Muchos fueron torturados hasta la muerte; otros, despojados de toda integridad y dignidad, obligados al límite de la resistencia a entregar a sus propios compañeros, fueron más tarde expulsados a la calle, convertidos en hombres sin identidad y sin alma. Una manera diferente de matar.

Pero aquel 27 de agosto de 1984 Andrés Valenzuela Morales era también un hombre muerto. Costó muchas horas convencerlo de que debía vivir. Era paradojal: al hombre que había formado parte del grupo que asesinó a muchos de mis amigos había que demostrarle que su vida valía, que su familia lo necesitaba, que su mejor manera de reparar los daños era aprender a vivir con dignidad. Le hablaba de la vida, del amor, de sus hijos, del futuro, sin dejar ni por un instante de pensar que en cualquier momento un grupo de choque de los servicios de seguridad podía llegar y acabar con la vida de ambos y de otros compañeros que allí trabajaban.

Al cabo de dos días Andrés Valenzuela se decidió a vivir y a confiar. Pasó largas horas en silencio y después, al volver a recordar hechos y personas que dejaron huellas imborrables en su memoria y en su piel, lloró. Confieso que no fui capaz de consolarlo. No pude extender mi mano para intentar hablarle el lenguaje de la solidaridad. Tuve una excusa, pero sólo fue una excusa: había que ocuparse de su vida futura. Misión nada fácil en esos días.

Días más tarde, Andrés Valenzuela partía al encuentro de Héctor Contreras, abogado de la Vicaría de la Solidaridad.3

Ese primer encuentro tuvo un escenario público, la Plaza Santa Ana, en Catedral con San Martín, y un gran telón de fondo, el miedo. Al atardecer de un martes, Héctor esperó durante media hora que llegara su invitado. Escrutó con esmero los rostros de todos los paseantes. Veía ojos y vestimentas sospechosas en cada uno de los transeúntes que circulaban por el sector, hasta que a la distancia lo vio aproximarse acompañado por la persona previamente establecida. Se veía normal, mucho más que su acompañante. Con una chaqueta de mezclilla y las manos en los bolsillos caminaba hacia él. Contreras cuidadosamente recorrió con la vista una vez más el entorno, tomó impulso y se dirigió hacia la Renoleta color crema estacionada en un costado, especialmente preparada para la ocasión. Segundos más tarde el abogado estrechaba la mano de Valenzuela y le decía: “Ahora vamos a trabajar”.

La Renoleta se puso en marcha. Contreras miró a su copiloto y le dijo:

–Usted conoce unos lugares que necesito que me muestre.

–¿Ahora? –replicó sorprendido Valenzuela.

Contreras no le respondió. Con los ojos fijos en el retrovisor, apoyó el pie en el acelerador, consciente de que a partir de ese momento el tiempo escaseaba. Su primer objetivo fue llegar hasta Padre Hurtado, hacia la cuesta Barriga, allí donde Valenzuela había declarado haber participado en operativos de ejecución y entierro clandestino de detenidos.

En ese mes de agosto de 1984 conoceríamos de labios de un protagonista un relato que nos llevaría a descubrir, tras largos años de trabajo, parte de la historia secreta del Comando Conjunto y la verdad sobre muchos detenidos desaparecidos. Uno de los capítulos más negros del régimen militar.

INFIERNO EN LA AGA

A principios de abril de 1974 el Regimiento de Artillería Antiaérea de Colina se pobló de un nuevo contingente de conscriptos. El hijo de campesinos Andrés Valenzuela, de dieciocho años, estuvo entre los llamados. Fue un abrupto cambio en su vida. Atrás quedaban la libertad de sus tierras, el mar, el campo, la familia, su amado Papudo.

Su instinto campesino le indicó de inmediato que la primera regla a observar era la obediencia. A los tres meses, junto con otros 59 conscriptos, fue seleccionado al azar para trabajar en la Academia de Guerra de la Fuerza Aérea (AGA). Ya no más aprendizaje militar. Un mundo desconocido surgió ante él cuando se abrieron las puertas de la AGA en Santiago. Un mundo en el que la prisión y las torturas de los detenidos se mezclaban con las fojas de los consejos de guerra a que eran sometidos connotados militantes de la Unidad Popular.

Los consejos de guerra estaban en su momento álgido y el hombre que mandaba en la AGA era el fiscal de Aviación en Tiempo de Guerra, coronel Horacio Otaíza, quien era a la vez jefe del SIFA, el Servicio de Inteligencia de la FACh.

El segundo hombre al mando era el comandante Edgar Cevallos Jones, ingeniero, quien –según su propia declaración ante el ministro Carlos Cerda en 1985– debía “proveer de detenidos, armamentos y documentos a las fiscalías”. Cevallos diría:

“Debía además interrogar a los detenidos en forma preliminar a la declaración judicial con el fin de determinar la orgánica de los partidos, sus relaciones, para decidir a quiénes había que detener por los delitos investigados. Nos interesaban sólo los partidos que constituían una amenaza armada, tales como el Partido Comunista. Me correspondió allanar casas y recintos particulares. En la Fiscalía me correspondió trabajar sobre todo en el MIR.4 Allí dependía directamente del coronel Otaíza, quien centralizaba toda la labor y me daba las órdenes en forma directa”.

Una mañana de junio, Andrés Valenzuela junto a otros catorce conscriptos fue entregado al mando del coronel Edgar Cevallos para integrar los “equipos de reacción”. De labios del propio Cevallos, su nuevo jefe, Valenzuela supo que su trabajo consistía en ser “guardia de prisioneros políticos”. A partir de ese momento fue autorizado para vestir de civil y se dejó crecer el pelo.

Al mismo tiempo, en la Base Aérea El Bosque, en el Paradero 36 de la Gran Avenida en Santiago, otro contingente, esta vez de soldados de planta, fue seleccionado por el general Mario Vivero Ávila para ser asignado al servicio de inteligencia que funcionaba en la AGA. Fernando Zúñiga, alias Chirola; Eduardo Cartagena, Lalo, y el soldado Guillermo Bratti Cornejo, alias Pelao Lito, estuvieron entre los escogidos.

En ese mismo mes de junio el grupo operativo se vio reforzado por cuatro detectives enviados por la Dirección General de Investigaciones. Los detectives Jorge Arnaldo Barraza Riveros, alias Zambra; Manuel Salvatierra Rojas, alias Negro; Marcos Cortés Figueroa, alias Yoyopulos, y Werther Contreras pasaron a integrar los equipos que efectuaban allanamientos y detenciones. El detective Marcos Cortés recordó años después esos tiempos ante el ministro Carlos Cerda:

“El equipo era dirigido por Cevallos. Yo actuaba ubicando a la persona buscada, identificándola y siguiéndola para posibilitar su arresto”.

Andrés Valenzuela nunca olvidó el día en que bajó por primera vez al subterráneo de la AGA para encontrarse con los “prisioneros de guerra”:

“Nos formaron y nos dijeron que lo que íbamos a ver teníamos que olvidarlo y al que hablaba algo... Hubo amenazas (...) Descendimos por el sector de la cocina, por una escalera de caracol con vértices y tubos. Tuve la impresión de ir en un submarino. Éramos seis o siete hombres que íbamos a relevar a los reservistas. Lo primero que vi fue mucha gente de pie, con los ojos vendados y esposas. Entre los detenidos había muchos oficiales y clases de la Fuerza Aérea, aún en uniforme de la FACh. El capitán Ferrada estaba entre los presos. Fue mi primer impacto. Venía de un regimiento donde tenía que saludar a medio mundo y pregunté al oficial si tenía que dirigirme a él como ‘capitán Ferrada’. Todos se rieron y el oficial respondió: ‘No, huevón, son prisioneros’ ”.

“Los prisioneros incomunicados se encontraban en el pasillo. Normalmente estaban vendados y esposados. Algunos tenían a sus espaldas un cartel: ‘Sin agua ni comida’. ‘De pie 48 horas’. Las piezas estaban a los lados del pasillo y eran habitadas por prisioneros de cierta antigüedad. Ese primer día vi a Víctor Toro [miembro del Comité Central del MIR]. Fue otro impacto. Lo había escuchado nombrar en la televisión, en los diarios. Era como estar sentado frente a un famoso. También vi a Arturo Villabela, dirigente del MIR”.

“Un oficial me explicó que había que sentarse en la puerta de las piezas con el fusil e impedir que conversaran. La primera pieza que me tocó fue la número 2, en ella había una señora de edad y Carol Flores, de quien se me dijo era miembro del Partido Comunista”.

La primera noche en la AGA Andrés Valenzuela la recordó nítidamente. Les habían dicho que en caso de que sonara la alarma toda la Academia se oscurecía y se encendían los reflectores. Había ametralladoras punto 50 estratégicamente apostadas para repeler todo intento de rescate de prisioneros. Esa primera noche sonó la alarma y Valenzuela vio que todo se oscureció. Fue como una película, pero él estaba allí, al medio:

“Teníamos la orden de que, al darse la alarma, todos los prisioneros tenían que tenderse con las manos en la nuca, desnudos o vestidos, heridos o moribundos. Y si el oficial daba la orden debíamos disparar contra los prisioneros. Yo estaba frente a una pieza donde había una señora de edad, la esposa del diputado comunista Jorge Montes, y sus hijas”.

“Todo quedó a oscuras. Había una gran tensión. El oficial de turno tomó una granada, le sacó el seguro y comenzó a pasearse por el pasillo granada en mano mientras decía: ‘Tranquilos, muchachos, si quieren rescatar detenidos van a cagar, van a morir todos porque tiro la granada al pasillo’. El prisionero Carol Flores nos dijo que no nos asustáramos, porque eso pasaba todos los días”.

¿Cómo había llegado hasta allí Carol Flores? Su historia era como muchas otras: por una denuncia. Militante de las Juventudes Comunistas, en 1971 había sido contratado en el Departamento de Aseo y Ornato de la Municipalidad de La Cisterna. Lleno de energía y de euforia triunfalista, muy pronto destacó entre sus compañeros. Inquieto, no se conformaba con su puesto, buscaba siempre nuevas perspectivas en el trabajo y en la militancia. Cuando se casó, junto a otras familias formó el Comité Sin Casa 22 de Julio y participó en una toma de terrenos. En abril de 1972 el Serviu le asignó una casa en la comuna de San Bernardo. El golpe de Estado interrumpió sus sueños, su trabajo y su euforia. Se convirtió en soldador e intentó rearmar su vida adaptándose a las nuevas condiciones.

El 5 de agosto de 1974 es una fecha que la familia Flores Castillo jamás olvidará. El padre, Óscar Flores, suboficial de Carabineros en retiro, salió temprano rumbo a la Cooperativa de Carabineros, dejando a su esposa y a sus hijos en la casa de la población El Almendro.

Cerca del mediodía, su hijo Boris Flores, de diecisiete años, estaba parado en la puerta de su casa cuando divisó una caravana de cuatro autos y una liebre que se introducían lentamente por un extremo de su calle. Con estupor vio que un hombre encapuchado y con uniforme de carabinero, que viajaba en el auto que encabezaba la caravana, señalaba su puerta con el índice. No se movió, el pánico lo paralizó y sólo reaccionó cuando una voz de mando le gritó: “¡Párate! ¡Ríndete!”. Boris tomó en brazos a una sobrina que correteaba en la vereda y se escondió al interior de la casa junto a su madre. Las botas patearon la puerta con violencia, la derribaron y segundos después se abatían contra el cuerpo de Boris.

Ana Castillo Ponce, la madre, de cincuenta y siete años, contó siete hombres de civil que pateaban a su hijo y a gritos le preguntaban por las armas que supuestamente escondían. Carol, quien vivía cerca de la casa de sus padres, llegó en esos momentos y de inmediato fue detenido, al igual que sus hermanos Boris y Lincoyán. De nada valieron los ruegos y llantos de la madre. Cerca de las cinco de la tarde el comando armado se llevó a sus tres hijos.

Los hermanos fueron llevados a la Base Aérea El Bosque y entregados a la guardia como “extremistas peligrosos”. Horas más tarde empezaron los interrogatorios. Entre golpes y patadas los desnudaron, los mojaron y los tendieron de espaldas en un somier metálico. Boris recuerda que le amarraron pies y brazos y le conectaron corriente eléctrica. Escuchó entre sus propios quejidos una lista de dirigentes comunistas. Entre cada golpe le ordenaban que dijera dónde se escondían. Por fin la sesión llegó a término. Con rudeza y a la rastra fueron llevados a un patio. Sin anuncio les hicieron un simulacro de fusilamiento. Después, Boris fue transportado en el maletero de un auto a otro lugar, donde fue tirado con los ojos vendados junto a otras personas que percibió en similares condiciones. Hubo nuevos interrogatorios, más electricidad, golpes y una tina donde lo sumergían hasta el límite. Cuando le pusieron un plato de comida al frente, ya no podía masticar.

Fue arrojado en una pieza. En ella se amontonaban cerca de quince personas distribuidas en seis literas y en colchonetas en el suelo. Distinguió a una señora gordita y de lentes y a un hombre alto, medio rubio, con las cejas partidas y los ojos morados por los golpes. El hombre partió su toalla y su jabón por la mitad y se los ofreció a modo de recepción. El gesto solidario lo reconfortó. Pudo dormir. Pero sólo sería por pocas horas; los gritos indignados del oficial al que conocería como “inspector Cabezas” [el coronel Edgar Cevallos] lo despertaron. A golpes y patadas lo sacaron de la pieza y nuevamente lo tiraron en el sector de los interrogatorios. Esa noche escuchó los gritos de su hermano Carol bajo tortura.

Al día siguiente lo sacaron en una camioneta y le anunciaron que lo matarían. Iba aplastado contra el piso del vehículo por los pies de sus captores. La camioneta frenó bruscamente, Boris escuchó que las puertas se abrían, gente que corría, gritos ahogados y una mujer que decía: “Por favor, avísenle a mi papá que es abogado”. Después, el golpe del cuerpo de la mujer contra el piso del vehículo y su llanto ahogado. El vehículo se puso en marcha y Boris fue conducido nuevamente al sector de los interrogatorios. Sintió que le retiraban la venda de los ojos. Una voz de hombre le dijo: “Firmarás una declaración y te irás”.

Horas después, entre golpes y patadas, Boris fue depositado como un bulto en San Antonio con Alameda. Apenas se recuperó del asombro tomó una micro, se sentó y se durmió. Sólo vino a despertar sobresaltado en el terminal. A paso lento y tambaleándose caminó hasta la casa de su hermano Fabio. En la misma puerta se desvaneció. Era ya de noche.

En la madrugada su hermano lo llevó al policlínico de la población. El médico de turno lo paró en seco al comenzar su relato. Con premura y nerviosismo, no se detuvo en las llagas causadas por los golpes eléctricos, le recetó pastillas para los nervios, calmantes para los dolores y dio por terminada la consulta. Al salir, Boris se dio cuenta de que había transcurrido un mes desde el día en que lo sacaron de su hogar.

Al llegar a la casa lo esperaba una sorpresa. Lincoyán también estaba de regreso, en muy malas condiciones. Pero Carol aún permanecía prisionero en la AGA. La familia Flores Castillo curó en silencio las heridas de los dos hijos, hasta que el 23 de octubre de 1974 fue liberado Carol y volvieron a sonreír.

Carol no dijo una palabra de lo sucedido. No describió ni una sola escena de las que vivió durante sus tres meses de encierro, pero ellas poblaron sus pesadillas. Sin comentarios miró al hijo que había nacido en su ausencia. Nunca volvería a ser el mismo.

Andrés Valenzuela también experimentaba cambios. Durante aproximadamente seis meses estuvo vigilando detenidos, viendo cómo les aplicaban corriente eléctrica y las reacciones de aquellos que torturaban. Su comportamiento era observado por sus superiores para determinar si era digno de confianza. Valenzuela recordó:

“Uno de esos hombres, no recuerdo su nombre, intentó suicidarse. Se cortó la garganta con un vaso en el baño. Tenía la marca en la garganta después. Pero en ese tiempo yo era centinela no más... Después me fui metiendo más. Fueron seleccionando gente y siempre me incluyeron”.

Valenzuela destacaba por su obediencia. Sus jefes lo consideraban “vivaracho”. Comenzó a salir en operativos, protegiendo de posibles ataques a los grupos que efectuaban allanamientos y detenciones. Un día quedó paralogizado: los golpes se descargaban con furia sobre una mujer:

“Me choqueó mucho. Era una niña del MIR cuyo nombre olvidé, muy joven, de buena situación socioeconómica. Tenía el pelo rubio. En el baño le sacaron la cresta. Le pusieron corriente. Ella gritaba. Era la polola de un muchacho del MIR. Nos estaban haciendo una prueba para ver quiénes podían quedar definitivamente en el servicio”.

“¿En qué consistía la prueba?”.

“Nos metían de a poco en el sistema y nos observaban, veían cómo reaccionábamos. Parece que yo reaccioné bien (...) Pero otra vez también me impresioné: había un hombre que tenía la piel morada, estaba entero morado...”.

Valenzuela pasó el examen. El 5 de diciembre de 1974, el coronel Otaíza reunió a lo mejor de su equipo y él estuvo entre los escogidos. Iban a la caza del “Coño Molina” [el ingeniero civil José Bordas Paz], dirigente del MIR que ya se había escapado en dos oportunidades. Cuando estaban a punto de detenerlo, Bordas se percató de la trampa y en un Volvo de color rojo escapó por Vitacura. Eran las 15:30 cuando el grupo de Edgar Cevallos emprendió la persecución por las calles del barrio alto. Valenzuela relató:

“Cuando le dimos alcance, Molina intentó sacar un arma y fue rafagueado por Roberto Fuentes Morrison. Murió casi instantáneamente”.5

Los diarios del 6 de diciembre de 1974 informaron de la espectacular cacería efectuada por el SIFA, y también de un segundo hombre abatido. Un “lamentable accidente”, dirían después. Valenzuela recordó el episodio con todos sus detalles:

“Cuando manejábamos la situación apareció un Peugeot rojo [patente EN-670 de Las Condes] que corría por Alonso de Córdova hacia avenida Kennedy. No quiso obedecer nuestra orden de alto y tirando el auto sobre nuestros agentes se dio a la fuga. Fue seguido por una camioneta Chevrolet C-10 donde yo iba con otros dos agentes y un oficial. El fugitivo tomó por Kennedy hacia el centro y abrimos fuego sobre el vehículo faltando aproximadamente dos cuadras para llegar al paso bajo nivel que está al terminar el Club de Golf. El auto se estrelló contra un poste y uno de nuestros impactos le dio al sujeto en la espalda, atravesándole el pulmón y causándole la muerte. Al revisar sus pertenencias nos dimos cuenta de que se trataba de un teniente de Ejército, cuyo auto había comprado poco tiempo antes al hijo del general Pinochet. Era el teniente Hugo Cerda Espinoza, hijo del coronel de Sanidad Hugo Cerda Pino, jefe del departamento de Dentística del Hospital Militar. Su hijo desde que había comprado el auto sufría de delirio de persecución”.

El “lamentable accidente” agregó una nueva chispa a la disputa que mantenía en esos días el equipo de la naciente DINA6 con el grupo de contrainteligencia del SIFA por la captura y aniquilamiento del MIR. Andrés Valenzuela no supo que la muerte de Bordas Paz, jefe de la fuerza militar central del MIR, uno de los hombres más importantes del movimiento en esos días, había sido el epílogo de una audaz operación de inteligencia ideada por Cevallos que buscaba acabar con las actividades del MIR en Chile. Años más tarde, Lautaro Videla, dirigente del MIR en esa época,7 relató:

“En diciembre de 1974 fui convocado de urgencia a Santiago para hacerme cargo de la tarea de organización. Tuve un contacto con José Bordas y este me comunicó que se planificaba un operativo de gran envergadura. Se trataba de bombardear el edificio de la Unctad,8 donde funcionaba la Junta de Gobierno. Sin embargo, a los pocos días José Bordas murió en un enfrentamiento con miembros del SIFA”.

Poco después de este hecho, que le parecía inexplicable, Videla se reunió con “Joaquín”, segundo jefe de la fuerza central del MIR. Así resumió dicho encuentro, uno de los últimos que tuvo en libertad:

“Joaquín me informó que la caída del Coño Molina era inexplicable y que había sospechas de que el contacto de Bordas con la organización fuera un infiltrado. El contacto era un militante de apellido Schneider a quien conocíamos como el Barba.9 Joaquín me explicó que habían intentado capturarlo para confirmar sus sospechas, pero el Barba Schneider había desaparecido”.

Andrés Valenzuela sí sabía lo que había sucedido con Schneider. En diciembre de 1974, cuando la dirección del MIR comenzaba a tener la sospecha de la infiltración de la que había sido objeto, para Valenzuela el Barba ya era “el señor Velasco”. Un día de julio de 1975, cuando salía con el “señor Velasco” desde las oficinas de la Comunidad de Inteligencia,10 en Santa Rosa con Alameda, sucedió un hecho inusitado:

“Estando yo a cargo del informante Barba o señor Velasco, un día en que transitábamos por Alameda, a unos metros de la calle Nataniel, exactamente donde ahora está la salida del Metro, un equipo de agentes de la DINA nos encañonó y se lo llevaron. Pocos días antes había fallecido en un accidente el jefe del SIFA...”.

Valenzuela ya no volvería a ver al señor Velasco, y en 1984 aún era una incógnita que le rondaba.

Lautaro Videla, por su parte, terminó de armar el rompecabezas en una celda de Villa Grimaldi uno de los últimos días de julio de 1975, cuando ya llevaba algunos meses prisionero de la DINA.11

“Me tenían solo en una celda de aislamiento cuando irrumpió en ella sorpresivamente el Barba Schneider. Allí supe una parte desconocida de nuestra historia. Barba me contó que había caído en manos del SIFA en la Academia de Guerra Aérea, sin que nadie de la organización se enterara. En su presencia habían fusilado a un boina negra militante del MIR y luego le pusieron al frente a su padre y a su hermano menor y lo amenazaron con fusilarlos también si no colaboraba. Schneider aceptó. ‘Fue un plan de Edgar Cevallos’, me dijo Schneider, el que se implementó para transformarlo en un hombre importante del MIR”.

Andrés Valenzuela sí estuvo enterado de esa parte de la operación de inteligencia, y recordó:

“Hubo un allanamiento en La Reina Alta, en Peñalolén, y en él se nos escaparon unos miristas. Después supe que no había para qué frustrarse pues se trataba de una operación simulacro para proteger a un informante de la organización que ya trabajaba con nosotros y se encontraba en esa casa, y al que le decían Barba o señor Velasco”.

Lautaro Videla también recordó aquel allanamiento:

“Para el MIR ese había sido un enfrentamiento en donde cuatro destacados militantes pudieron escapar gracias a que el Barba se jugó la vida asegurándoles la huida. A partir de ese momento, por la eficiencia, la abnegación y la entrega demostradas, el Barba Schneider se transformó en el hombre de seguridad del encargado militar del MIR, José Bordas”.

Y fue en una celda de aislamiento de Villa Grimaldi que finalmente Lautaro Videla escuchó de boca del mismo Schneider el resto de la historia.

“Barba me contó que a partir de ese momento él grabó todas las reuniones de la comisión militar del MIR, las cuales entregaba a Cevallos en el SIFA. Fue así como Cevallos se enteró de inmediato del operativo contra la Unctad, y cuando sólo le faltaba tomar conocimiento de la fecha en que se llevaría a cabo la operación el Barba entró en contradicciones en el MIR, se sintió observado y en la mira como sospechoso. Cevallos fue alertado y se enfrentó a un dilema: o esperaba y mandaba por última vez al Barba a un encuentro, y este podía no volver pues había sido descubierto, o detenía la acción matando a José Bordas, lo que además acabaría con la infiltración, primera fase de su operación de inteligencia para neutralizar al MIR”.

Finalmente, Cevallos y el coronel Otaíza decidieron terminar con José Bordas. El equipo, Andrés Valenzuela incluido, salió a la calle y con la ayuda de la información que poseía Schneider –como enlace de Bordas– sobre sus casas de seguridad e itinerarios lo buscaron hasta encontrarlo. Roberto Fuentes Morrison lo remató.

No hubo operativo terrorista en la Unctad. El golpe asestado por el SIFA al MIR fue uno de los más decisivos que recibió ese movimiento.

Nelson Gutiérrez, uno de los fundadores del MIR y uno de los pocos dirigentes de esos días que sobrevivió, contó otra parte de la historia:

“El coronel Cevallos tenía una política que le permitió asestarnos golpes muy fuertes. El más duro fue cuando logró tomar casi a la mitad del Comité Central del MIR en 1974. Fue un golpe del SIFA en Santiago. Cevallos descubrió el sistema de comunicaciones que teníamos y por esa vía apresó a nuestros compañeros. (…) La política de Cevallos era cercarnos, asediarnos y tratar de inducir un proceso de derrota política del MIR. Lo que él buscaba era que nosotros conviniéramos en deponer nuestra decisión de lucha e hiciéramos un compromiso mediante el cual el MIR se desarmaba política y militarmente”.

“¿Usted vio el compromiso-convenio que le hizo llegar el coronel Cevallos a la entonces dirección del MIR, de la cual usted formaba parte?”.

“Sí. Lo discutimos en la comisión política a mediados de 1974, cuando aún estaba vivo Miguel Enríquez.12 Al 11 de septiembre de 1974 la mayoría del Comité Central estaba en manos del SIFA. Paralelamente Cevallos hizo un trabajo de infiltración usando a uno de nuestros militantes, de apellido Schneider. A raíz de la secuela de detenciones y ejecuciones, la dirección del MIR reevaluó la situación y determinó que las condiciones para la permanencia de la totalidad de la dirección en el país eran muy precarias. Poco antes de que muriera Miguel Enríquez habíamos tomado la decisión de sacar a buena parte de la dirección histórica al extranjero. A Miguel le faltaba menos de un mes para salir...”.