Arsène Lupin contra Herlock Sholmès 1 - Leblanc Maurice - E-Book

Arsène Lupin contra Herlock Sholmès 1 E-Book

Leblanc Maurice

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Beschreibung

Vuelve el mejor Arsène Lupin con otra vertiginosa aventura que lo llevará a enfrentarse a un rival digno de sus impresionantes habilidades. Para atrapar al mejor ladrón del mundo es necesario el mejor detective del mundo, y en esta ocasión Lupin tendrá que medirse con el mismísimo Sherlock Holmes en una trama de persecuciones, engaños, disfraces, identidades confundidas y mucha, mucha acción.-

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Maurice Leblanc

Arsène Lupin contra Herlock Sholmès 1

Arsenio Lupin – 2

Saga

Arsène Lupin contra Herlock Sholmès 1

 

Original title: Arsène Lupin vs Herlock Sholmès

 

Original language: French

 

Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728024126

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Maurice Leblanc estaba convencido de que la propiedad era un robo, de modo que se le ocurrió crear uno de los personajes más populares que ha dado la literatura de misterio: Arsenio Lupin, caballero y ladrón, que durante décadas desvalijó a los ricos sin el menor escrúpulo. Lupin era bromista, fanfarrón, amante de los disfraces, de los efectos teatrales y del peligro... sabía tratar a las mujeres y era implacable con sus víctimas. La policía era incapaz de pescarle... hasta que tuvo que vérselas con el único hombre capaz de estar a su altura: Herlock Sholmes. En «La dama rubia» y «La lámpara judía», las dos aventuras que integran este volumen, el hombre de las mil caras, el maestro de la fantasía, el genio de los ladrones, se enfrenta al rival insobornable, al maestro de la lógica, al genio de los detectives. El resultado es magia y diversión en estado puro.

LA DAMA RUBIA

1 El número 514, serie 23

El 8 de diciembre del año pasado, el señor Gerbois, profesor de matemáticas en el Liceo de Versalles, descubrió entre el batiburrillo de una tienda de compraventa, un pequeño secrétaire de caoba que le agradó por la variedad de sus gavetas.

«He aquí lo que necesito para el cumpleaños de Suzanne», pensó.

Y como se las ingeniaba, en la medida de sus modestos recursos, por complacer a su hija, le quitó el precio y pagó la suma de sesenta y cinco francos.

Cuando daba su dirección, un joven de aspecto elegante y que hacía un buen rato iba husmeando de un lado para otro, vio el mueble y preguntó:

—¿Cuánto?

—Está vendido —replicó el dueño de la tienda.

—¡Ah!... ¿Al señor, quizá?

El señor Gerbois saludó y, tanto más contento por haber comprado un mueble que le gustaba a un semejante, se retiró.

Pero no había dado diez pasos en la calle cuando se le unió el joven, el cual, con el sombrero en la mano y un tono de perfecta cortesía, le dijo:

—Le ruego que me perdone, señor. Pero voy a hacerle una pregunta indiscreta... ¿Buscaba ese secrétaire con mayor interés que cualquier otra cosa?

—No. Buscaba una balanza de ocasión para algunos experimentos físicos.

—Entonces, ¿no le importa mucho?

—Sí me importa.

—¿Porque es antiguo tal vez?

—Porque es cómodo.

—En ese caso, ¿consentiría en cambiarlo por otro secrétaire tan cómodo como ése, pero en mejor estado?

—Éste está en buen estado y el cambio me parece inútil.

—Sin embargo...

El señor Gerbois era hombre fácilmente irritable y de carácter receloso.

Respondió secamente:

—Le suplico, señor, que no insista.

El desconocido se plantó delante de él.

—Ignoro el precio que ha pagado usted por ese mueble, señor. Le ofrezco el doble.

—No.

—El triple.

—¡Oh! Basta ya —exclamó el profesor, impaciente—. No vendo lo que me pertenece.

El joven le miró fijamente, de una forma que el señor Gerbois no olvidaría; luego, sin decir una palabra, dio media vuelta y se alejó.

Una hora después llevaban el mueble a la casita que ocupaba el profesor en la carretera de Viroflay. Llamó a su hija.

—Esto es para ti, Suzanne, si todavía te hace falta.

Suzanne era una muchachita bonita, expansiva y feliz. Se arrojó al cuello de su padre y le besó con tanta alegría como si le hubiese ofrecido un regalo digno de reyes.

Aquella misma tarde, después de haberlo colocado en su habitación con la ayuda de Hortense, la criada, limpió las gavetas y colocó cuidadosamente en ellas sus papeles, sus cajas de cartas, su correspondencia, sus colecciones de tarjetas postales y algunos recuerdos furtivos que conservaba de su primo Philippe.

Al día siguiente, a las siete y media, el señor Gerbois se dirigió al Liceo. A las diez, siguiendo una costumbre cotidiana, Suzanne le esperaba a la salida, y para él era un gran placer ver en la acera de enfrente su graciosa figura y su sonrisa infantil.

Y regresaron juntos.

—¿Y tu secrétaire?

—¡Una verdadera maravilla! Hortense y yo hemos limpiado todos los adornos de cobre. Se diría que son de oro.

—¿Estás contenta, entonces?

—¿Que si estoy contenta?... Claro que sí; no sé cómo he podido pasarme sin él hasta ahora.

Atravesaron el jardín que precedía a la casa. El señor Gerbois propuso:

—¿Podríamos verlo antes de comer?

—¡Oh, sí! Es una idea excelente.

La muchacha subió primero; pero, cuando alcanzó el umbral de su dormitorio, lanzó un grito de espanto.

—¿Qué pasa? —balbució el señor Gerbois.

Y entró en la habitación. El secrétaire había desaparecido.

 

... Lo que extrañó al juez de instrucción fue la sencillez de medios empleados. En ausencia de Suzanne y mientras la criada hacía la compra, un comisario provisto de su placa —los vecinos lo vieron— detuvo su carrito delante del jardín y llamó dos veces. Los vecinos, que ignoraban que la criada estaba fuera, no sospecharon nada, de forma que el individuo efectuó su tarea con la más completa tranquilidad.

Observaron que no había sido fracturado ningún armario ni violentada ninguna gaveta. La cajita que ella había dejado sobre el mármol del secrétaire fue encontrada sobre la mesa con los objetos de oro que contenía. El móvil del robo estaba claramente definido, lo que lo hacía más inexplicable; pues, a fin de cuentas, ¿por qué correr tanto riesgo por un botín tan exiguo?

El único indicio que pudo dar el profesor fue el incidente de la víspera.

—Ante mi negativa, aquel joven demostró una manifiesta contrariedad y tuve la clara impresión de que me abandonaba bajo amenaza.

Eso era muy vago. Interrogaron al dueño de la tienda. No conocía ni a uno ni a otro de aquellos señores. En cuanto al mueble, lo había comprado por cuarenta francos en Chavreuse, en una venta de muebles efectuada después de un fallecimiento, y creía haberlo vendido en su verdadero valor. La investigación prosiguió sin obtenerse nada más.

Pero el señor Gerbois estaba convencido de que había sufrido una pérdida enorme. Una fortuna debía de estar oculta en el fondo de alguna gaveta, y ésa era la razón por la que el joven, conociendo el escondrijo, había actuado con tal decisión.

—¿Qué habríamos hecho con esa fortuna, papá? —repetía Suzanne.

—¿Qué? Con semejante dote habrías podido aspirar a los mejores partidos.

Suzanne, que limitaba sus pretensiones a su primo Philippe, el cual era un partido mediocre, suspiraba amargamente.

Y en la casita de Versalles continuó la vida, menos alegre, menos tranquila, ensombrecida por lamentaciones y decepciones.

Pasaron dos meses. Y de repente, uno tras otro, surgieron los más graves acontecimientos: ¡una serie imprevista de felices oportunidades y de catástrofes!...

El día 1 de febrero, a las cinco y media, el señor Gerbois, que acababa de regresar con un periódico de la tarde en la mano, se sentó, se puso las gafas y comenzó a leer. Como no le interesaba la política, volvió la página. Inmediatamente atrajo su atención un artículo titulado Tercer sorteo de lotería de las Asociaciones de la Prensa, el número 514, serie 23, gana un millón...

El periódico se le escurrió de las manos. Las paredes vacilaron ante sus ojos y su corazón dejó de latir. ¡El número 514, serie 23, era el suyo! Lo había comprado por casualidad, para hacerle un favor a un amigo, porque apenas creía en los favores de la suerte, ¡y había salido premiado!

Rápidamente sacó su agenda. El número 514, serie 23, estaba escrito, para recordarlo, en la página de la agenda. Pero ¿y el billete?

Corrió a su despacho para buscar la caja de sobres entre los cuales había deslizado el preciado billete, y en la misma puerta se paró en seco, vacilando de nuevo y con el corazón encogido: la caja de sobres no estaba allí, y, cosa terrible, ¡se dio cuenta súbitamente de que hacía semanas que no se encontraba allí! ¡Durante ese tiempo no la veía ante él a las horas en que corregía las tareas de sus alumnos!

Un ruido de pasos sobre la grava del jardín... Llamó:

—¡Suzanne!... ¡Suzanne!

La muchacha llegaba de la calle. Subió precipitadamente. El profesor tartamudeó con voz estrangulada:

—Suzanne... la caja... la caja de sobres...

—¿Cuál?

—La del Louvre... que traje el jueves... y que estaba en la esquina de esta mesa.

—Pero recuérdalo, papá... La colocamos juntos...

—La tarde..., ya sabes, la víspera del día...

—Pero ¿dónde?... Responde... Me estás matando...

—En el secrétaire.

—¿En el secrétaire que robaron?

—Sí.

—¿En el secrétaire que robaron?

Repitió la frase en voz baja, con espanto. Luego le cogió las manos y, con voz más baja aún, dijo:

—Contenía un millón, hija mía...

—¡ Ah papá! ¿Por qué no me lo dijiste? —murmuró la muchacha ingenuamente.

—¡Un millón! —repitió el profesor—. Es el número que ha salido premiado en la lotería de la Prensa.

La enormidad del desastre los amilanó, y durante largo rato guardaron un silencio que no tenían el valor de romper.

Al fin, Suzanne dijo:

—Pero, papá, te lo pagarán de todas formas.

—¿Por qué? ¿Con qué pruebas?

—¿Hacen falta pruebas?

—¡Claro que sí!

—¿Y no las tienes?

—Sí, tengo una.

—¿Entonces?

—Estaba en la caja.

—¿En la caja que ha desaparecido?

—Sí. Y es el otro quien lo cobrará.

—¡Eso sería abominable! Vamos papá: ¿podrías oponerte a ello?

—¿Acaso lo sé? ¿Acaso lo sé? ¡Ese hombre debe de ser fuerte! ¡Dispone de tales recursos!... Recuerda el asunto del mueble...

Se irguió con un sobresalto de energía y, golpeando el suelo con el pie, dijo:

—¡No! ¡No conseguirá ese millón! ¡No se apoderará de él! ¿Por qué iba a conseguirlo? Después de todo, por hábil que sea, tampoco puede hacer nada. ¡Si se presenta a cobrarlo, lo detendrán! ¡Ah, nos veremos las caras, amigo mío!

—¿Tienes alguna idea, papá?

—La de defender nuestros derechos hasta el final, pase lo que pase. ¡Y triunfaremos!... El millón es mío, ¡y lo cobraré!

Algunos minutos más tarde expedía este despacho:

 

Gobernador del Crédit Foncier.

Calle Capucines. Paris.

Soy el poseedor del número 514, serie 23, y me opondré por todas las vías legales a cualquiera que desee cobrarlo en mi lugar.

GERBOIS

 

Casi al mismo tiempo llegaba al Crédit Foncier este otro telegrama:

El número 514, serie 23, está en mi poder.

ARSENIO LUPIN

Cada vez que emprendo la tarea de contar alguna de las innumerables aventuras de que se compone la vida de Arsenio Lupin, experimento una verdadera confusión, porque me parece que la más vulgar de estas aventuras es conocida por todos aquellos que van a leerme. En realidad, no hay un gesto de nuestro ladrón-nacional, como graciosamente se le ha llamado, que no haya sido señalado de la forma más retumbante, ni una hazaña que no haya sido estudiada bajo todas sus fases, ni un acto que no haya sido comentado con esa abundancia de detalles que se reservan, por lo general, al relato de acciones heroicas.

¿Quién no conoce, por ejemplo, esta extraña historia de La dama rubia, con sus curiosos episodios, que los periodistas titularon en gruesos caracteres El número 514, serie 23...; El crimen de la avenida de Henri-Martin...; El brillante azul? ¡Qué ruido alrededor de la intervención del famoso detective inglés Herlock Sholmes! ¡Qué efervescencia tras cada una de las peripecias que marcaron la lucha entre estos dos grandes artistas! ¡Y qué barahúnda en los bulevares, el día en que los vendedores de periódicos vociferaron: «La detención de Arsenio Lupin»!

Mi excusa es que yo aporto algo nuevo: aporto la palabra del enigma. Siempre queda algo de sombra alrededor de estas aventuras: yo la disipo. Reproduzco artículos leídos y releídos; copio antiguas entrevistas; pero todo lo coordino, lo clasifico y lo someto a la verdad exacta. Mi colaborador es este Arsenio Lupin cuya condescendencia conmigo es inestimable. Y lo es también, en ciertos momentos, el inefable Wilson, el amigo y confidente de Sholmes.

Aún se recuerda la formidable carcajada que acogió la publicación del doble despacho. El solo nombre de Arsenio Lupin era una seguridad de imprevistos, una promesa de diversión para la galería. Y la galería era el mundo entero.

De las indagaciones realizadas inmediatamente por el Crédit Foncier resultó que el número 514, serie 23, había sido vendido por el intermediario de la sucursal de Versalles del Crédit Lyonnais al comandante de Artillería Bessy. Ahora bien: el comandante había muerto de una caída de caballo. Se supo por sus compañeros, a los que se confió poco antes de su muerte, que había cedido el billete a un amigo.

—Ese amigo soy yo —afirmó el señor Gerbois.

—Pruébelo —objetó el gobernador del Crédit Foncier.

—¿Que lo pruebe? Es fácil. Veinte personas le dirán que yo tenía una gran amistad con el comandante Bessy y que nos reuníamos con frecuencia en el café de la Place d’Armes. Fue allí donde un día, para aliviarlo de un momento de apuro, le compré el billete por veinte francos.

—¿Tiene usted testigos de esa compra?

—No.

—En ese caso, ¿en qué funda usted su reclamación?

—En la carta que me escribió sobre tal asunto.

—Enséñela.

—Estaba en el secrétaire robado.

—Búsquela.

Arsenio Lupin la comunicó a los periódicos. Una nota publicada en el Echo de Paris, que tiene el honor de ser su órgano oficial y del cual, según parece, es uno de los principales accionistas, anunció que ponía en manos del señor Detinan, su abogado consejero, la carta que el comandante Bessy le había escrito a él personalmente.

Fue una explosión de júbilo: ¡Arsenio Lupin utilizaba un abogado! ¡Arsenio Lupin, respetuoso con las reglas establecidas, designaba para representarlo un miembro del foro!

Toda la Prensa se lanzó a casa del señor Detinan, influyente diputado radical, hombre de alta probidad al mismo tiempo que de espíritu refinado, un poco escéptico, a veces paradójico.

Detinan no había tenido nunca el placer de reunirse con Arsenio Lupin..., y lo sentía profundamente... Pero acababa de recibir sus instrucciones, en efecto, y muy emocionado por una elección que le halagaba, pensaba defender vigorosamente el derecho de su cliente. Abrió el expediente recientemente constituido y, sin detenerse, exhibió la carta del comandante, la cual probaba, sin lugar a dudas, la cesión del billete, aunque no mencionaba el nombre del nuevo comprador.

Simplemente decía:

«Mi querido amigo...».

—«Mi querido amigo» soy yo —añadía Arsenio Lupin en una nota adjunta a la carta del comandante—. Y la mejor prueba de ello es que tengo la carta.

La nube de periodistas se abalanzó inmediatamente sobre la mesa del señor Gerbois, que sólo pudo repetir:

—«Mi querido amigo» no es otro que yo. Arsenio Lupin me robó la carta del comandante junto con el billete.

—¡Que lo pruebe! —respondió Lupin a los periodistas.

—Pero ¡si fue él quien robó el secrétaire!... exclamó el señor Gerbois delante de los mismos periodistas.

Y Arsenio Lupin contestó:

—¡Que lo pruebe!

Y fue un espectáculo de encantadora fantasía el duelo público entre los dos poseedores del número 514, serie 23; las idas y venidas de los periodistas, la sangre fría de Arsenio Lupin frente al enloquecimiento del pobre señor Gerbois...

¡La Prensa estaba repleta de las lamentaciones del desgraciado! A ella confiaba su infortunio con chocante ingenuidad.

—Compréndanlo, señores. ¡Es la dote de Suzanne lo que ese truhán quiere robarme! Por mí, personalmente, me tiene sin cuidado; pero ¡por Suzanne! Piénsenlo: ¡un millón! ¡Diez veces cien mil francos! ¡Ah! Bien sabía yo que el secrétaire contenía un tesoro.

Al objetársele que su adversario, al llevarse el mueble, ignoraba la presencia de un billete de lotería, y que en todo caso nunca habría podido prever que el tal billete iba a ganar el primer premio, gemía:

—¡Lo sabía, lo sabía!... Si no, ¿por qué se habría molestado en llevarse un mueble tan viejo?

—Por razones desconocidas, pero ciertamente no para apoderarse de un trozo de papel que valía, entonces, veinte francos, una modestísima suma.

—¡La suma de un millón! Él lo sabía..., ¡lo sabe todo! Ah, ustedes no conocen a ese bandido... ¡Él no les ha robado un millón!

El diálogo habría podido durar infinitamente. Pero al duodécimo día, el señor Gerbois recibió una misiva de Arsenio Lupin que llevaba la indicación de confidencial. Y la leyó con inquietud creciente:

Señor: La galería se divierte a nuestra costa. ¿No cree que ha llegado el momento de ponernos serios? Por mi parte, yo estoy firmemente dispuesto a ello.

La situación es clara: yo poseo un billete que no tengo derecho a cobrar, y usted tiene derecho a cobrar un billete que no posee. Así pues, no podemos hacer nada el uno sin el otro.

Ahora bien: ni usted consentirá en cederme su derecho ni yo en cederle mi billete.

¿Qué hacer?

Yo no veo más que un medio: repartámoslo.

Medio millón para usted y medio millón para mí. ¿No es equitativo? Y este juicio de Salomón ¿no satisface el deseo de justicia que existe en cada uno de nosotros?

Solución justa, pero solución inmediata. Ésta no es una oferta que tenga usted la obligación de discutir, sino una necesidad a la que debe adaptarse dadas las circunstancias. Le doy tres días para reflexionar. El viernes por la mañana me gustaría leer en los anuncios breves del Echo de Paris una discreta nota dirigida al señor Ars Lup que contuviera, en ténninos velados, su adhesión pura y simple al pacto que le propongo, mediante el cual usted entrará en posesión inmediata del billete y cobrará el millón..., esperando a remitirme quinientos mil francos por el procedimiento que yo le indicaré posteriormente.

En caso de negativa, he tomado mis disposiciones para que el resultado sea idéntico. Pero, aparte de las muy graves molestias que le causará tal obstinación, tendrá que sufrir usted un descuento de veinticinco mil francos para gastos suplementarios.

Quedando a su disposición, le saluda atentamente,

ARSENIO LUPIN

Desesperado, el señor Gerbois cometió la enorme falta de enseñar esta carta y dejar que la copiaran. Su indignación lo empujaba a estas tonterías.

—¡Nada! ¡No tendrá nada! —gritaba ante los periodistas—. ¿Partir lo que me pertenece? ¡Jamás! ¡Que rompa el billete si quiere!

—Sin embargo, quinientos mil francos es mejor que nada.

—No se trata de eso, sino de mi derecho, y este derecho lo estableceré ante los tribunales.

—¿Atacará a Arsenio Lupin? Eso sería gracioso.

—No, sino al Crédit Foncier. Éste me tiene que pagar el millón.

—Contra la entrega del billete o, al menos, contra la prueba de que usted lo compró.

—La prueba existe, puesto que Arsenio Lupin confiesa que robó el secrétaire.

—¿Le bastará a los tribunales la palabra de Arsenio Lupin?

—No importa. Yo sigo adelante.

La galería pateaba. Se hicieron apuestas: unos sostenían que Lupin sometería al señor Gerbois; otros, que aquél claudicaría ante las amenazas de éste. Y se experimentaba una especie de intranquilidad, de tal manera eran desiguales las fuerzas entre los adversarios: uno, tan rudo en su asalto; otro, asustado como una bestia acorralada.

El viernes arrancaron de las manos de los vendedores el Echo de Paris y escrutaron febrilmente la quinta página en el lugar dedicado a los anuncios breves. Ni una sola línea estaba dirigida al señor Ars Lup. A las órdenes de Arsenio Lupin contestaba el señor Gerbois con el silencio. Era la declaración de guerra.

Esa noche se supo por los periódicos el secuestro de la señorita Suzanne.

 

Lo que nos regocija en lo que podríamos llamar espectáculos de Arsenio Lupin es el papel eminentemente cómico de la Policía. Todo ocurre al margen de ella. Lupin habla, escribe, previene, ordena, amenaza y ejecuta como si no existiese el jefe de la Sûreté ni los agentes, ni los comisarios, ni nadie, en fin, que pueda estorbarlo en sus designios. Todo eso se considera como nulo y no existente. El obstáculo no cuenta.

¡Y, sin embargo, la Policía se mueve! Desde el momento en que se trata de Arsenio Lupin, todo el mundo, desde el más alto hasta el más bajo de la escala, arde, hierve, espumea de rabia. Es el enemigo, y un enemigo que se burla, que provoca, que desprecia o, lo que es peor, que lo ignora a uno.

¿Y qué hacer contra un enemigo semejante? A las diez menos veinte, según testimonio de la criada, Suzanne salió de su casa. A las diez y cinco, su padre, al salir del Liceo, no la vio en la acera donde la muchacha acostumbraba a esperarlo. Así pues, todo había ocurrido en el transcurso del breve paseo de veinte minutos que Suzanne hacía desde su casa al Liceo o, por lo menos, hasta los accesos al Liceo.

Dos vecinos afirmaron que se habían cruzado con ella a trescientos pasos de la casa. Una señora había visto caminar a lo largo de la avenida a una joven cuyas señas coincidían. ¿Y después? Después no se sabía nada.

Se investigó por todos lados, se interrogó a los empleados de las estaciones y del fielato. No habían observado aquel día nada que pudiera relacionarse con el secuestro de una joven. Sin embargo, en Ville d’Avray, el tendero de un establecimiento declaró que había facilitado aceite a un automóvil cerrado procedente de París. Al volante se sentaba un chófer; en el interior, una dama rubia..., excesivamente rubia, precisó el testigo. Una hora más tarde el automóvil volvía de Versalles. Un atasco de tráfico le obligó a disminuir la marcha, lo que permitió al tendero comprobar, al lado de la dama rubia ya entrevista, la presencia de otra dama envuelta en chales y velos. Nadie dudó de que se trataba de Suzanne Gerbois.

Luego era preciso suponer que el secuestro se había llevado a cabo en pleno día, en una carretera muy frecuentada en el centro mismo de la ciudad.

¿Cómo? ¿En qué lugar? No se oyó ningún grito, no se observó ningún movimiento sospechoso.

El tendero dio las señas del automóvil: una limusina de veinticuatro caballos, de la casa Peugeon, con carrocería azul oscuro. En todo caso se informó a la directora del Grand Garage, señora Bob Walthour, que era especialista en secuestros de vehículos. En efecto, el viernes por la mañana había alquilado por todo el día una limusina Peugeon a una dama rubia, a la que no había vuelto a ver.

—Pero el chófer...

—Era un individuo llamado Ernest, que habíamos contratado el día anterior en vista de sus excelentes recomendaciones.

—¿Está aquí?

—No, devolvió el auto y no ha vuelto.

—¿No podríamos encontrar su pista?

—Sí, por las personas que lo recomendaron. Aquí tiene sus señas.

Fueron a los domicilios de esas personas. Ninguna de ellas conocía al llamado Ernest.

Así pues, cualquier pista que se seguía para salir de las tinieblas hacía caer en otras tinieblas, en otros enigmas.

El señor Gerbois no tenía fuerzas para sostener una batalla que comenzaba de forma tan desastrosa para él. Inconsolable desde la desaparición de su hija, roído por los remordimientos, capituló.

Un pequeño anuncio aparecido en el Echo de Paris, que todo el mundo comentó, confirmó su sumisión pura y simple, sin reserva mental.

Era la victoria, la guerra terminada en cuatro veces veinticuatro horas.

Dos días después, el señor Gerbois atravesaba el patio del Crédit Foncier. Llevado ante el administrador, alargó el número 514, serie 23. El administrador tuvo un sobresalto.

—¡Ah! ¿Ya lo consiguió? ¿Se lo han devuelto?

—Se había extraviado. Aquí está —respondió el señor Gerbois.

—Sin embargo, usted pretendía que... El número ha sido objeto de...

—Todos fueron cuentos y mentiras.

—De todas formas, necesitaremos un documento que lo acredite.

—¿Basta con la carta del comandante?

—Claro que sí.

—Aquí la tiene usted.

—Perfectamente. Sírvase dejar estos documentos en depósito. Nos conceden quince días para comprobación. Le avisaré cuándo puede presentarse a cobrar en caja. De aquí a entonces, señor, creo que le interesa no decir nada a nadie, y que se termine este asunto en el silencio más absoluto.

—Ésa es mi intención.