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En un Madrid deshumanizado, una serie de asesinatos relacionados con el mundo del arte conmocionan a toda la ciudad. Un asesino invisible ataca a sus víctimas inspirándose en diferentes técnicas pictóricas del siglo XIX y XX, todo ello a través de artistas sin formación considerados underground. Una novela enigma en la línea de los mejores maestros del género que aporta una visión rabiosa sobre el colonialismo y sus consecuencias.
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Seitenzahl: 410
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Jorge Portocarrero
Saga
Art brut Madrid
Copyright © 2022 Jorge Portocarrero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374856
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Para Elena, Jorge Eduardo, y Cristina
Auditorio Nacional
Pepe Orzayun se entretuvo más de lo habitual con Felipe después del concierto. Le insistió en que había perdido peso y quiso introducir un billete de cincuenta euros dentro del bolsillo de la delgada chamarra que vestía, absolutamente inadecuada para la agresiva climatología que sufrían en ese momento. Como de costumbre no aceptó. Se las apañaba acudiendo todos los días a casa de sus padres a comer. Con un ánimo que parecía impostado, le informó de los conciertos más interesantes del mes siguiente; él iría a todos, últimamente obtenía entrada para todas las funciones, se entiende que pidiéndola a la puerta del auditorio. Siempre había alguien desparejado ese día, ¡cómo no regalar la localidad a otra alma gemela, amante de lo inasible!
Ocupados con la charla se fueron quedando solos en la boca del metro, cerraría en pocos minutos. Anda, vente conmigo, le invitó Orzayun. No, me voy caminando. Si vamos juntos no te va a pasar nada, aseguró, conocedor del hábito de su amigo de colarse. Felipe, desde algún punto profundo de su anatomía, obtuvo la fuerza suficiente para salir corriendo o, mejor, marchar rápido, ya que renqueaba y ofrecía un espectáculo un tanto triste. Venga, adiós, le dio tiempo a gritar a Orzayun antes de meterse presuroso por la desmesurada boca del subterráneo, una vez que los melómanos se habían disipado. Se le fue en las narices un tren lleno de los últimos rezagados. Tendría que esperar quince minutos a que llegara el próximo. Aprovechó para revisar su agenda, usualmente vacía desde que se había prejubilado. Pensó que lo mismo sus nietas le tendrían muy ocupado. El programa de la sesión que tenía a mano ya se lo sabía de memoria.
El trasbordo en Avenida de América lo sintió desangelado, era ya casi la una de la madrugada, y había obras con andamios por todas partes. Los viandantes raudos se temían, como es normal a esas horas, lo peor, y él..., ¡tonterías!
¡Socorrooooooo! ¡Que me viooooolaaaaaaaaan!
El grito estremecedor hizo que en pocos segundos decenas de personas se escabullesen, presas del pánico, en sentido contrario de donde provenían los alaridos. Un mocetón le golpeó y se desestabilizó, creyó que caería, pero no fue así, en el último instante pudo sujetarse a una viga. Se acercó con pasos decididos al sitio donde se originaba la petición de auxilio. Justamente, al doblar en un túnel lleno de anuncios en el que jamás había reparado, ¡tan difícil es moverse por el metro!, vio a una mujer que era arrastrada del chaquetón por un hombre de contextura gruesa arropado con una cazadora negra. ¡Alto, alto!, gritó. El individuo se detuvo, la joven comenzó a chillar de manera ensordecedora ansiando zafarse, pero no lo conseguía. ¡No es contigo, márchate, gilipollas!, le gritó esgrimiendo un objeto alargado que supuso desde tan lejos que sería un cuchillo jamonero.
Para eso la portaba, así que extrajo de la mariconera su pistola calibre cuarenta y cinco. Gritó con fuerza: ¡policía! El tipo, por la propia inercia que llevaba, hizo el gesto de seguir tirando de ella. Pepe Orzayun se giró lo preciso para no perderlos de vista y efectuó dos disparos al techo, hacia atrás, por temor a que las balas pudiesen rebotar. Hombre y mujer recuperaron de modo súbito la compostura y el silencio... Pero duró solo unas milésimas, él comenzó a hipar de una forma crecientemente exagerada.
De los andamios cayó una tela que intentaba encubrirlos, y de allí surgieron palpitantes profesionales invocando una filmación secreta o anónima, dejando a sus espaldas poderosos reflectores asentados en trípodes y dirigidos al techo, eso explicaría la luz tan especial que en ese rincón se respiraba, de ficción. Pepe no retuvo sus razones, simplemente con un ademán de su muñeca los obligó a levantar las manos. Por lo que tuvieron que abandonar sus cámaras y demás parafernalia, fotómetros, o algo semejante, auriculares y varias gorras de béisbol, ¿en un túnel? Con disimulo se tomó el pulso..., ¡bien! Entre bambalinas aparecieron dos agentes de seguridad privada que le comentaron que se trataba de una videofilmación autorizada y que, en una actitud de cariz cómico y ante la indiferencia de quien portaba el arma, dejaron las porras en el suelo. La por poco violada consolaba a su agresor de cuento, que entretanto lloraba a moco tendido. Otros miembros del equipo de grabación sollozaban sin ocultarlo.
Les sacó al exterior a todos en fila india y con las manos en alto. Frente a la acotación de uno de los detenidos: No podemos dejar las máquinas aquí tiradas sin más, Pepe Orzayun alzó los hombros. En la garita de control de acceso no había nadie, el trabajador había acabado su turno o había huido alarmado. Fuera les hizo apoyarse contra una pared de la calle López de Hoyos. Telefoneó a la central y, luego de identificarse, pidió un vehículo para transportar a los detenidos por alteración del orden público. A los pies noctámbulos que por aquel lugar circulaban, algunos con perros, no les sorprendió la estampa. El que parecía el mandamás insistía en que el programa televisivo tenía autorización de la Jefatura de Madrid, que estaban sufriendo un atropello... No le consintió volver a la estación para buscar el dosier. El furgón, conducido por un cabo, se los llevó a todos una vez ultimado el papeleo. El metro quedó abierto y sin nadie.
Se trasladó en un taxi a la glorieta de Alonso Martínez, había bastante gente y animación. Si no fuese por el retraso que acarreaba, hubiera dado un rodeo como preludio de la llegada a la casa de su hija. Así que se recogió: con su cuidado acostumbrado no despertó a nadie, tomó una fruta, desconectó el móvil y a dormir. Pudo rescatar en su mente, a punto de quedarse traspuesto, los últimos acordes del maravilloso concierto y sintió pena por el ostensible deterioro de Felipe.
A primera hora le despertó Penélope, se iba en seguida a coger el puente aéreo a Barcelona. Él se levantó y preparó a las niñas para el cole, una vez desayunadas las condujo de la mano, cada una a un lado. Las buscaría a las cinco en punto. Como un señor se dirigió al bar de la glorieta y pidió un desayuno completo: zumo de naranja, café con leche y croissant a la plancha con mantequilla y mermelada. Y al acabar conectó su teléfono móvil. Por Dios, cuántas llamadas perdidas. Contactó con Bustamante, quien le mandó presentarse en la comisaría de Los Madrazo de inmediato.
Te lo he dicho veinte veces: si yo quiero, te retiro de la segunda actividad y te pongo en la puerta de un banco o, mejor, en un ministerio, le espetó. Después de unos minutos de discusión más o menos encendida, su jefe reconoció que el día anterior se vulneraron las normas, ya que el particular equipo de televisión no estaba supervisado por un policía de enlace. Pero ¡llevarlos detenidos! He tenido una noche de infierno. Tras una expresión facial que buscaba el aliento de Orzayun, le soltó: He visto la videograbación que hicieron anoche, le ha gustado mucho al productor, quieren ponerla en la tele. En el ministerio dan luz verde. Una sonora pedorreta fue la respuesta. ¿A mi edad, vedette?
Cesárea
Son las ocho de la tarde y en el metro, que está a tope, en la estación de Sol, no desentona. Circula entre una patrulla de policías antiterroristas apostados con armas largas. Él tiene su billete en orden, lo ha ticado hace una media hora en Almendrales. Desde que el sistema lo ha puesto en su punto de mira, por la muy miserable de su señora, no quiere fallar, al menos hasta que lo suyo se archive, y no le queda demasiado. Una vez que acabe el curso con el psicólogo, será nuevamente libre. Conforme dice: sin rencores, sin violencias. Aunque sus compañeros no tienen esa serenidad, muchos no se cansan de criticar al gobierno y juran que en el momento que les retiren la pulsera y puedan volver a portar una navaja la clavarán entre los ojos de sus remotos seres queridos, hoy causa de enconado resentimiento, cuando no de franco odio. Tanto dar para recibir esto. En su caso, traer a la familia entera junto a él y ser tratado como un perro, más bien peor, al llegar sus horas bajas de falta de trabajo y enfermedades. Mark se ha dado cuenta de que el psicólogo suele tomar nota si los intervinientes se revuelven contra la ley y sus designios. Estos tienen la libertad más distante.
Orgulloso, regresa a casa luego de un día de duro trabajo, nadie le puede hacer reproches. Se mantiene solo, y con dignidad. Trae puesta su bata de trabajo azul, con unas manchas de color oscuro que bien pueden representar gotas de aceite, o sangre si fuera un carnicero, y sonríe para sí mismo. Apoyado en el suelo, al compás de las ruedas del vagón, el maletín con la herramienta de rigor que le permite sacar adelante cualquier tipo de reparación, claro, por eso pesa lo que pesa. Cuántas veces ha considerado dar el salto de calidad que sus habilidades de entendido le hacen merecedor. Por mil euros podría agenciarse un vehículo que le permitiese no tener que ir deslomado con su maletín, y ni se diga si debe trajinar calefactores, máquinas de aire acondicionado o lo que el día le mande. No aguanta pedir favores. Y le disminuyen los beneficios. Y estacionar, ¡qué! Lo lógico es que se lo recargue al cliente, pero no todos tienen dinero. Esta vez más que nunca se siente orgulloso: nadie, en toda la ciudad, podría haber hecho lo que viene de realizar. Su fama no para de crecer. Los familiares de la mujer estaban a muy poco de hacer lo último, lo peor, y todo gracias a él, que lo ha podido evitar.
Sí, le prestaron el aparato de rayos X portátil por una hora, pero fue él quien sin ninguna ayuda llegó al diagnóstico de niño atravesado viendo la radiografía. Lo demás fue sencillo y la chica, joven y fuerte, aguantó sin problema, bebiendo varias ampollas de Nolotil seguidas. El edificio estaba decididamente destartalado y tuvo que compatibilizar su trabajo con el arreglo de una cafetera que se había plantado a media mañana, justo cuando se servían los desayunos, la muy cabrona. Ya que estás por aquí, Mark, ¿le echarías un ojo a la Rosita, que arrastra tres días de parto para nada? Le preocupó el caso, el vientre era muy voluminoso, llamó a Rockefeller, quien llevó su aparato de radiografías. Los familiares no querían pagar los cuarenta euros de Rockefeller; si acaso, soltaban eso por todo y se negó en redondo. ¡Él es un técnico! Lo suyo iba separadamente.
Con maestría fue capaz de introducir la aguja por el cuello del útero y, una vez perforado, vaciar el desmedido cráneo del feto para que fuese eliminado ya con fluidez íntegramente, y así fue para alegría de todos. Aunque sin dilación tuvo que enfrentarse a la cafetera, según es usual: cables recalentados... Eran las cinco en el momento que acabó y le dieron de comer, la sazón de la doña es exquisita. Arroz, frijoles y pollo. A la enferma no le permitió alimentarse en todo el día. En su maletín localizó unas tabletas de Clamoxyl entre la tornillería. Lo peliagudo fue el importe: no tenían plata, un hijo de la doña se hallaba enfermo en su país. Eso sí, el bar estaba lleno. Lo ordinario con sus paisanos, malos pagadores. Más ratos discutió su dinero que lo que le había originado la intervención. Por lo menos, les quitó cincuenta euros y por la cafetera dejaron aplazados veinte euros más, que recogería el sábado siguiente.
Entrevista en Casa de América
El boato era mayúsculo. Todos estaban encantados de encontrarse en ese lugar. Esa tarde, incluso destacados miembros del cuerpo diplomático habían acudido a la grabación del programa. Se trataba del buque insignia del universo castellano hablante. Y le tocaba ser entrevistado a un representante único de la integración de ambos mundos, el peninsular y el propiamente americano. Pere Font Casamayor estaba en una nube, mientras le maquillaban; no siendo la primera vez, procuraba relajarse para resultar simpático y apuntar en la dirección correcta las respuestas al intrincado entrevistador de Miami, fichado de manera excepcional para la ocasión. Sin duda, en los próximos días se recrearía en la reiterada contemplación del programa en vídeo. Lo pactado forzaba a la entera aceptación con lo finalmente emitido de todas las partes implicadas.
Empezó el periodista, al que a veces se le escapaba alguna palabra en inglés, con las informaciones de rigor sobre el personaje que tenía delante. Pere aprovechó para dejar volar su mirada y fijarse en los ornamentos de la sala en la que se desarrollaba el encuentro. Apreció excesivo el decorado y sonrió en secreto; cerca estuvo de soltar una risotada cuando vio, ahora sí, al periodista ataviado con esmoquin y pajarita. Era notorio que todo iba en serio.
Escuchó lo de siempre: exiliados españoles que rehacen su vida en América y en el mundo entero, y en el ínterin se ven envueltos en nuevas aventuras, tan o más intensas que aquellas de las que huían. Jimmy González, el interrogador del programa, de arranque parecía saberse su historia personal al detalle, hasta mejor que él mismo, ya que no se respaldaba en notas. Sin embargo, más adelante, en las materias más espinosas, más técnicas, los de producción le ponían en frente destellantes carteles con las preguntas que debía realizar. Tal vez la etapa más fascinante de la existencia de Pere Font acontece en el Moscú de la Guerra Fría. No se crea, mi amigo, intervino Font con un acento radicalmente neutro, ni peninsular ni americano, que tenía de sobra entrenado. Yo era un muchacho metido en mi realidad y disfrutaba como un enano. Hice mis estudios y viví las vicisitudes de cualquier joven de entonces. Me enamoré infinidad de veces, viajé, la verdad es que habitaba una especie de isla distinta del inmenso continente en que se construía la realidad.
Bla, bla, bla y más bla, bla, bla. Por supuesto que Jimmy desgranó su relación con Alexander Luria, lo mismo que su participación, modesta, pero única en la perspectiva hispanohablante, en los hallazgos científicos y renombradas publicaciones del genio ruso. De hecho, comentó que a Pere Font se le conocía en numerosos sitios como «el doctor Luria», lo que le provocó una mueca de apretar los labios y balancear la cabeza. Font relató que el frío le permitía estudiar bastante más que en ningún otro entorno y, claro, el régimen de disciplina ruso no le envidia nada al germánico.
Jimmy le preguntó cómo se decidió a estudiar psicología y respondió diciendo que a ciencia cierta no lo sabía o no se acordaba, igual que confesó, ya mayor, Alexander Luria. Aunque él estudió primero medicina y después psicología, al revés que el genio ruso. Jimmy dibujó una fisonomía instantánea de profunda confusión tras esta reflexión que Pere creía cardinal y saltó de allí, cual gacela despavorida, hacia sus períodos de decano en la Facultad Libre de Psicología de Madrid y al extraordinario nivel científico desplegado en las proximidades del Palacio de la Moncloa, gracias a su estricta noción del esfuerzo y, en buena medida, a su testarudez, por haberse resistido a lo que probablemente sea la causa principal del empobrecimiento de la investigación científica europea: las variaciones implantadas en las universidades a partir del proceso de Bolonia. Ahondando en el tema le preguntó cómo era posible que la considerada mejor facultad de España emitiera títulos que no eran válidos en el país. Quiso replicar con un seco «cosas de España», y cobrar así deudas pendientes, pero dijo, sin más, que era un desfase en vías de resolverse.
Jimmy enumeró varias de las publicaciones más famosas de Pere Font. Y sacó quizás la más controvertida, aquella en la que demostraba, a través de polimorfismos genéticos, que los cadáveres de los represaliados por ambos bandos en la contienda del treinta y seis eran parientes de los supervivientes, lo que equivalía a formular que se habían asesinado entre miembros de las propias familias. Es obvio, ¿verdad?, España sufrió una guerra civil, afirmó Jimmy. Había que comprobarlo..., contestó escueto Pere Font. Luego le interrogó sobre otro artículo, relacionado con el precedente, en el que se ocupaba de la afasia social. Font se enrolló con la incomprensión entre los grupos sociales a modo de explicación de la violencia y como esta realidad podría ser más frecuente en determinadas culturas... o, mejor, inculturas o sociedades deficitarias en formación humanista. Esbozó uno de sus temas preferidos, los procesos cognitivos y el lenguaje. Aunque Jimmy tuvo fácil enunciar alguna pregunta referente a las variantes regionales del español y sus repercusiones en el pensamiento simbólico, no lo hizo. Por sí solo, no se metió en ese jardín.
Sí que inició un inciso, muy oportuno desde su punto de vista, en torno a Lev Vygotski, que fue cortado de raíz. A Jimmy se le notó inseguridad en las preguntas que involucraban a Alexander Luria, el entrevistado le ayudó lo mejor que pudo a salir del paso. Asimismo le interrogó por sus similitudes con el neurólogo neoyorquino Oliver Sacks, quedándose en la burda superficialidad al indicar que también Pere Font había lucido una poblada barba durante una prolongada fase de su carrera. Quiso sorprenderle y le preguntó a bocajarro si echaba de menos a su tío Papa Font. Compungido reconoció que su talla, enorme, era necesaria no para un país en concreto, sino, y después de un calculado silencio, para el planeta entero. Abonaba así lo que en ese momento más deseaba, aunque sabía que una vez obtenido pasaría rotundamente de ello, su nombramiento, algo rimbombante pero así se definía, de ministro mundial de cultura del español. A esa agua remansada se acercó a beber Jimmy. Font subrayó muy cortésmente que, de política, él no quería saber nada. Calidad toda la que quisieran, intrigas ni media. En un fuerte primer plano Jimmy hizo un gesto no disimulado de beneplácito, echando el labio inferior hacia fuera, por la pronta respuesta del neurocientífico.
Se puso menos serio y evocó la fama de Pere Font de poder emplear el castellano en todas sus formas con gran soltura, por supuesto, el peninsular y el caribeño, el mexicano, argentino, peruano o colombiano. La contestación la tuvo fácil: Jimmy, es que me he entregado toda la vida a los vericuetos del lenguaje, para mí, mejor, para los que nos dedicamos al estudio de las habilidades lingüísticas del humano captar y reproducir sus modismos es sencillo. ¿Como para un actor? Sí, ¿por qué no?, parecido, respondió de inmediato sin percibir ninguna malicia. Y lo de preparar la pachamanca, la ropa vieja, la empanada chilena, el bife a la criolla o la arepa. Ni se diga el margarita o el pisco sour. Bueno..., he de reconocer que estoy identificado con todas las culturas iberoamericanas y cuando se tercia las sé disfrutar. Pero de friki nada, ¡eh!
A posteriori el vino español servido fue de extrema calidad, lo mismo que los canapés. Jimmy en la distancia corta le pareció cordial.
Paseo a Zarzalejo
A primera hora de la mañana Pere Font acudió a la sesión de su departamento en la facultad, no la perdonaba nunca, todos los miembros de su equipo debían estar allí, en el salón de actos, a las ocho en punto; al que no le gustase madrugar no entraba en la facultad o, si estaba previamente, ya habría logrado expulsarle mucho tiempo atrás. Una pena, estudiantes asistentes ninguno, lo de la facultad ya no era lo de antes. Llegarían a sus clases si acaso a las nueve, pero más pronto... ni de coña.
Siendo martes la discusión versó sobre el curso de los proyectos en proceso de publicación por el departamento en revistas del más alto índice de impacto. Los profesores en eso se implicaban como saetas, sabían que Font se las agenciaría para despedirles de la facultad si no cumplían con sus exigencias... Y lo que más les molestaba a los díscolos era que él debía ir invariablemente en el primer puesto entre los firmantes del artículo. Ya lo había explicado en reiteradas ocasiones: su nombre era un sello de prestigio que abría el corazón de los referees más exigentes. Le echó la bronca a Jesús, se atrevió a dudar de la admisión de una carta al director a propósito de una singular observación clínica sin más. Tradúcela, por favor, verás que sí la cogen.
Salía con prisas en el momento que el chófer de la facultad, Martino, le cortó el camino. Se acababa de incorporar después de unos días de baja y quería que Font viera sus informes, él era el único psicólogo de la facultad que además era médico. En la resonancia magnética le habían visto múltiples hernias discales, Font le tranquilizó: Imagínate las que tendré yo. Si no tenía dolores insoportables, a funcionar y nada de operarse, le convenía la natación.
Llevaba una época escaqueándose cuando podía, no aguantaba la chatura de la facultad. Y, sobre todo, el estado de sublevación continua, y por cualquier razón, de sus subordinados. La baja prolongada de Georgina Power, su mujer rusa, por una dolencia de los huesos, le desmotivaba más aún si cabe. Por lo menos con ella hablaba en ruso por los pasillos de las instalaciones y la gente le miraba con agradables pupilas que centelleaban de respeto. Ahora, ni eso. Sí, una vieja gloria, pero muy aislado.
En la plaza de toros de Valdemorillo esperó la llegada de Pepe Orzayun, seguramente su único amigo. Recibió un mensaje mientras se cambiaba de ropa en el cuarto de baño del supermercado: Lo he perdido, llego en el de las once. Así que Font, ya convertido en paseante de la naturaleza, con gorra de camuflaje y todo, se metió al bar a tomar un café. Ojeó la prensa enganchada a una larga guía de madera que evita a cualquiera la tentación o el despiste de portarla.
Al igual que en las películas, de toda la vida los psicólogos que son medio psiquiatras, como él se sentía, se precian de atesorar beneficiosas relaciones con policías, por eso de las personalidades anormales, algunas veces criminales. Pero su relación iba más allá de eso, Orzayun es un aficionado tremendo a la música clásica, y él, aunque fue a diversos conciertos en Moscú, donde son fanáticos, ha conseguido entusiasmarse últimamente y de verdad junto a Pepito Orzayun. Ambos configuran un equipo singular con Felipe, otro incondicional, este sí con una necesidad por la música como del oxígeno para vivir; un sometimiento que no le permite sustentar rollos íntimos. Los tres desde hace años proyectan un viaje a Bayreuth para escuchar a Richard Wagner en el teatro de ópera diseñado por él, para su música única; les fastidia el plan, cada vez que vuelven al tema, la resistencia de Felipe a ir con todo invitado. Insiste en que, con su próximo trabajo, que nunca surge, es farmacéutico y eso ya pasó de moda, todos son simples dependientes, y para otras ocupaciones su currículum exclusivo le perjudica, se pagará él mismo, al menos, el billete a Alemania.
Abstraído le amedrenta la mano de Pepe Orzayun en su hombro, y, tras el riguroso apretón de manos de cada vez que se encuentran, se dirigen al camino de Zarzalejo. No es exigente, pero sí largo, es de los que le interesan a Font, sin asfaltar obliga a los coches y vehículos de labranza a practicarlo muy lentamente; la polvareda levantada les molesta en su andar, el día es seco. La charla parece vacía, pero los dos están cómodos, hablan de la familia y poco más, Orzayun es viudo, pero ya se acostumbró, han pasado varios años. Cuando le conoció, la mujer sufría dolores despiadados por un cáncer de mama que le invadió la columna, estuvo entonces visitándoles en su chalé de Jara Beltrán. Llegó a creer que estaba trastornado. Le invitó a subir a lo más alto de la casa y desde una mansarda con un fusil automático provisto de mira telescópica dijo que, si quería, podía arruinar a todo el vecindario. También le mostró un silenciador. Font tuvo el arma en sus manos y no le pareció tan pesada. En aquél tiempo estaba en activo y pidió, no precisamente él, la policía, su consejo como psicólogo en relación con los nuevos agentes que se revelaban muy precavidos a la hora de apretar el gatillo en sus enfrentamientos con los delincuentes. Font se pasó un par de tardes en la oficina de reclutamiento de Carabanchel y después de analizar los exámenes de ingreso de los últimos años concluyó que la cuestión era cultural: cuanto más exigente la evaluación, menos lanzado el guardia. Recomendó no seleccionar a los mejores en las pruebas teóricas y no quiso que le abonaran nada. Los jefes de Orzayun pusieron el grito en el cielo, pero al final vía subterfugios le hicieron caso, incrementando el peso de las pruebas físicas en la nota final para el ingreso a la academia. Y sanseacabó la controversia.
Mira, para allá vamos, le dijo Orzayun. Font veía a lo lejos solamente un vago picacho del macizo, tirando a plano, más ancho que alto. Orzayun le hizo distinguir las distintas tonalidades en sus laderas y le explicó que lo más oscuro, que parecían zonas en sombra, no lo eran, que se trataba de bosques, y que su aspecto variaba en función de la hora del día y la estación del año, la luz trazaba contornos inaprensibles. Font mantuvo unos minutos de silencio que rompió: ¡Como La montaña de Santa Victoria de Cézanne! ¿Y eso? Igual que si estuviera con sus alumnos, le expuso las innumerables veces que Cézanne coloreó su cordillera preferida y cómo, de tanto darle vueltas, transfigurándola, se estima que trabó la vía hacia la pintura abstracta. El sendero de lo cierto y fehaciente, de mucho transitarlo, se desdibuja, tornándose en agua que se escurre. Agua teñida del color de nuestra alma en ese momento. Y La catedral de Rouen, de Monet, es semejante, hombre. Nuevas dilucidaciones que Pepito Orzayun escuchaba con interés y preguntas usualmente inteligentes.
Rebasaron una colosal cantera que parecía desatendida, pero que generaba un ruido ensordecedor proveniente seguramente de máquinas perforadoras. Personas solitarias, a modo de espectros tapados con telas sucias incluyendo las molleras, recorrían el perímetro. Un camión larguísimo que conmocionaba la tierra a su paso trasportaba a saber cuántas toneladas de piedras recién arrancadas al interior de la sierra. Si fueran terneros que se alejan, las vacas estarían mugiendo desesperadas. Exacto que cada vez que atravesaban comarcas muy despobladas o, como en este caso, con habitantes extraños, buscó impensadamente con la mirada la mariconera de su compañero. Él se dio cuenta y sonrió: ¿Serás memo?, son trabajadores.
Orzayun estuvo discurseando sobre el estado de la naturaleza según le diera la gana al señor humano. Aquí no crecerá nada en varias decenas de años, hasta que se aposente una cantidad suficiente de polvo africano para, con esa costra, iniciar el milagro de un bosque. En cambio, mira, y señaló una finca próxima abandonada, llena de maleza, vegetación invadida por más vegetación sin orden ni concierto. Pasto inmejorable para las llamas, aseveró. Aproximadamente a la hora de paseo entraron en una cuidada dehesa. Con frondosas encinas separadas y la hierba a ras del suelo. El ganado suelto pastaba indolente. Esto te gustará, científico Font: El campo trocado en puro orden. Y soltó una carcajada.
Se acercaban al paraje donde Orzayun había reservado una mesa para el almuerzo. En el desvío de acceso a la finca se oía rebuznar a los asnos, pretexto del empresario para su negocio. Tras unos cinco minutos de un trayecto flanqueado por formidables fresnos arribaron a la mansión, situada en una tímida colina, a cuya puerta había cuatro todoterrenos aparcados. Font opinó al ver los ventanales más altos de la edificación brillando: De espaldas al sol puedes ver sus reflejos. Orzayun rio. No entendió por qué, luego sí.
Entraron a las dependencias del chalé reconvertido en restaurante sin sorprenderse de ver a numerosos guiris almorzando de manera tranquila en un porche. Todos lindamente ataviados de camuflaje no siendo cazadores, bueno, sí, de estampas de pájaros de la península. El dueño les atendió a ellos con especial mimo, porque con los extranjeros no podía cruzar ni media palabra. Café con leche, una barra de pan, tomate picado y la sorpresa de su amigo: una docena de chuletillas de lechal a la brasa. Se les enrolló con la crónica de los borricos que a nadie le importaban, ciertamente, les dijo, seguro que vosotros no os habéis desviado a pesar del destacado cartel «Visita a los burros». Ambos negaron con la boca llena. Qué lo sepáis, están en peligro de extinción, en China su piel se emplea a manera de afrodisíaco. Dentro de nada no van a quedar burros en el mundo, ¡terrible!
Cuando se marchaban, y ya se habían ido los británicos, el patrón, balanceando sus considerables caderas, les arrastró a los corrales de los cuadrúpedos, los alquilaba para películas. Son animales longevos, y aseguró que Clint Eastwood había montado una de las burras, que no era necesariamente un portento. La broma fácil de Font no se hizo esperar, ¡pues sí que son estimulantes!, espetó. Rieron. Al llegar a la bifurcación de la vía no logró sacarles el dinero adicional para evitar la venta de los burros a los chinos, pasta que sí obtuvo de los forasteros gracias a su impresionabilidad.
A escasos mil metros de Zarzalejo, Orzayun, a través de un desvío vallado y con múltiples avisos de «Prohibido el paso» que hubo que sortear, llevó a Font a un sitio que definió de peculiar. De lejos parecía un entorno bello: en mitad de un área despejada del bosque se veía lo que aparentaba ser una pequeña laguna de aguas sombrías. En los márgenes, juguetones insectos zumbaban al albur de los rayos de sol que se colaban entre el ramaje de encinas, enebros, madroños y espigadas adelfas. A medida que se aproximaban el olor reinante iba in crescendo, al comienzo dulzón, en la orilla francamente pestilente. Los bordes de la charca estaban constituidos directamente por basura de lo más diversa. Transformada, con la evolución de las estaciones, en lodo por la acción enzimática del agua marronácea como si de jugos digestivos se tratara. Ven, ven, le dijo Orzayun, para mostrarle un gigantesco neumático, mordisqueado y atravesado por ratas en sus bordes. Gaviotas, que vendrían de la costa gaditana, circunvolaban la enorme y pútrida charca. No le hizo falta averiguar por qué le había guiado a ese muladar. La vida o se coge entera o no existe. Al alejarse, remató Orzayun que los de Medio Ambiente habían saneado el río borrándolo del mapa.
Asomaron por la parte de atrás del pueblo y tras afrontar una empinada calle alcanzaron la desértica plaza del ayuntamiento. Un taxi los devolvió a la plaza de toros de Valdemorillo en diez minutos. Luego Font dejó a Orzayun en Jara Beltrán y partió disparado hacia la facultad. Su gente aún trabajaba.
Suicidio de Sergio
Es pronto, y Font se encuentra reunido con Vera en una de aquellas citas impuestas por la institución para que el trabajador se sincere ante su jefe, todo por incrementar la productividad. Teme que se produzcan grabaciones subrepticias y pone música clásica de fondo: el piano de Mendelssohn. Vera, en plan catártico, le habla de viejas rencillas con sus compañeros, ocasionadas por el orden final de los autores en un par de trabajos que se consiguieron publicar en buenas revistas. Él le quita hierro al tema y le recuerda otros tres artículos en los que ella iba convenientemente posicionada, todos publicados en Human Psychology. Sí, tienes razón, pero hay algo que me aflige más, dijo mirándose las manos, y de esto no podrás salir airoso... La empujó a expresarse, es el objetivo de estos encuentros, ¿no es cierto? Si no me quejo, soy valorada... ¿Entonces? Hay quienes dicen que mi tesis y los artículos que de ella surgieron fueron posibles por lo nuestro. ¿El qué? No te hagas el tonto, por favor, por esa época tuvimos un affaire... ¡Va, rumorología estúpida! No, Pere, esto podría lastrar mi carrera. Si tú misma dices que vas bien. Ya... pero últimamente tengo la sensación de estar estancada, de no originar ideas brillantes. Inspiró de modo manifiesto: Lo siento, voy a denunciarte. ¿Qué? Sí, por acoso. Por favor, piénsatelo, no tiene ni pies ni cabeza. Han quedado atrás lo menos..., no sé, doce o catorce años. Pero el daño perdura, Pere. Jamás imaginó que tuviera que efectuar una fingida mímica de mirar su reloj, empleada con poco más o menos todos, para dar por terminada la charla. La afasióloga clínica más sobresaliente de España reducida a una denuncia. Para una compañera de la cual podía decir Font que navegó satisfactoriamente en todas las aguas...
Devolvió la llamada telefónica a un número del que tenía cuatro llamadas perdidas. Era el consulado español en Múnich. Se tranquilizó, su hijo estaba en Fráncfort. Poco le duró ya que el señor le soltó, no bien comprobó que se trataba del padre de Sergio, que su hijo había sido encontrado muerto la última noche en un piso de Fráncfort. Imposible, es un error, él conversó el día anterior con Sergio. Debe usted acudir a Fráncfort, le enviaré un mensaje con las señas del funcionario de contacto, lo siento. En cuanto colgó intentó comunicar con Sergio. Su teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Probó cinco veces más con intervalos de dos minutos, ¡siempre igual!
No tenía ninguna otra cita, cogió el coche y de manera automática se dirigió a la casa de Pepe Orzayun, que sorprendido le hizo entrar y sentarse en un lateral del cactario donde trabajaba en unos injertos. Sin oportunidad para iniciar una conversación sonó el telefonillo repetidamente y Pepe bajó a atender. Solitario, Pere contempló con profunda melancolía los cactus de Pepe, con un sentimiento de existencia paralizada, secuestrada. Subía desde la puerta y le contaba: Nada, que han descubierto aquí al lado un charco de agua manando y buscan el origen. Están revisando todos los contadores... Extrañado por el llanto de su amigo, le abrazó y le ofreció agua fresca del grifo con intención de sosegarle. Pepe no halló mejor argumento para consolarle que el de un melómano: El devenir de la música no se puede detener, aunque se produzca un fallo inconcebible en su interpretación, enseguida pertenece al pasado, y en nuestra mente debemos ahuyentar con fuerza el recuerdo de que ha sucedido, así evitamos que nos turbe, es duro, pero solo debe preocuparnos el presente, con su nueva melodía. No se puede volver atrás para enmendar nada. Un poco más tarde estaban organizados, Font tenía ya una reserva de vuelo y hotel en Fráncfort, y Pepe Orzayun iría a Aranjuez, donde estaba Georgina disfrutando de unos días con Ester y los niños. Les comunicaría la desgracia. Pepe no creía que se pudiese repatriar el cadáver y enterrarle en menos de tres días.
La persona de contacto en Fráncfort resultó ser el director del Instituto Cervantes de esa ciudad. Conocía a Sergio. Había leído su único libro. No sabía que llevase en Fráncfort unos cuantos meses. Pero de Pere no había oído hablar, lo ve increíble por la bisoñez de su retoño, y por lo mucho que él ha publicado, y ni se diga las veces que ha salido en la televisión. Alcanza a ver en el encorbatado un aire sarasa, y aunque quiere alejar esa opinión no puede dejar de insistir en etiquetarlo. Todo en él le suena gay. Al final corrige, tal vez simplemente es un hombre sensible y... con amables modales, ¡coño, otra vez! Rememora la educación tan exigente que dio a su chaval, una calificación inferior a nueve la consideraba un fracaso merecedor de castigo. Lo peor: la de días que dialogó en la mesa con su mujer, y otros invitados en la casa, respecto a la categoría de enfermedad de la homosexualidad. Y el chaval oyéndolo desde niño; en la ocasión que quiso rectificar, ante la evidencia, pero también el progreso de la ciencia y de sus particulares indagaciones, ya era tarde... Entendía que Sergio no sufría un estigma social, sino que su padre lo había condenado al horror. ¿Y a la muerte?, visto a posteriori. Se cuestiona si no ha fracasado su autoanálisis. Nada más en este asunto, ¡pero qué cardinal! Otros temas los había ido sorteando de maravilla, sobre todo la paulatina separación física de su esposa. Con este problema, ¡menudo encasquillamiento! ¿Con quién exteriorizarlo, a quién reconocérselo? Sus relaciones eran demasiado superiores, ¿poderosas?, imposible plantearles acaecimientos..., por designarlos de una manera, humanos, o que, peor para él, le pusieran en entredicho. Sí, la duda debilita.
Cuando, por fin, pudo verlo solo lo colmó de besos. Infinidad más de los que le habría dado en toda su vida. ¡Que si era él, por Dios! Obtuvo consuelo del funcionario policial, quien le informó de la frecuencia de estos percances. Parece que la gente fuese a Alemania únicamente a triunfar..., y eso es para nadie, aseguró el policía torciendo el semblante. Con la llave que le facilitaron fue al apartamento a recoger las cosas de su hijo. No quiso perderse en detalles y amontonó múltiples bolsas de basura. Exclusivamente llenó de objetos personales las maletas que Sergio trasladó de España. Su mesa de estudio, sus libros..., no lo aguantó, volvió a llorar. Cuando estaba tranquilizándose escuchó la llave en la cerradura y el giro característico de su apertura, el mundo y la mente se le abrieron al cielo infinito. ¿Sí, sí?, preguntó precipitándose hacia la puerta, se dio de bruces con otro joven, el compañero de piso de su hijo. Intercambiaron pocas palabras, él no estaba en el momento del deceso, había ido a pasar unos días a Berlín. Obviamente que no lo sospechó. ¡Malditas pastillas!
Encuentro en Pozuelo
Sumido en la pena acomoda, para luego recolocar, los objetos de Sergio en la que fue su habitación hasta que se marchó a estudiar, cuatro años atrás, para retornar solo de modo muy metódico para las Navidades y unos días en verano. Georgina está más entera que él. Tiene el amparo de Ester y los nietos, en cambio Pere, ni eso. ¿Las mujeres más atadas a la vida?
Ha leído varias veces la novelita de su hijo, subrayando los episodios más exigentes, que son escasos. De hecho, tiene las cajas con los ejemplares que adquirió a la editorial delante de sus ojos, en la habitación de Sergio. Nada: compañeros que visitan distintas ciudades europeas organizando extrañas jornadas de disfraces góticos. Enfrentados a lo cotidiano, pero de manera muy simplona. No hay crisis alguna, no hay dificultades. Ningún conflicto, simples jóvenes que lo tienen todo y que se enfadan cuando los llaman de casa para saber si están bien. ¡Eso!, se le aclaró la mente. Si hubiese tenido al menos una dificultad. No existe mayor problema que no tener problemas. En su novela no hay claves, ni siquiera semiocultas. ¡No las veo porque no existen!, se repite desquiciado. Hurga por vigésima vez entre sus cosas. Concluye que no ha conocido a Sergio. Es imposible. ¿Cuántas veces hablaron? Se fue de casa siendo casi un niño, en completa oposición a su voluntad, que le veía muy blandito. Pero su mujer insistió tanto en que se marchara a estudiar fuera... Abre la puerta de un armario, rebosante de disfraces, y la cierra con cuidado de que no escapen al exterior mangas u otros componentes que pudieran tazarse. Y de libros poco, muy poco, él que soñaba con un descendiente que compitiese con su padre en disponer de una mejor biblioteca...
Oye el ruido que origina el coche de Georgina al aparcar, luego sus pisadas por la escalera hasta ponerse a su lado. Me voy con Ester a Aranjuez, le dice. Toda la vida celándole y de golpe es como si nada tuviese finalidad; la existencia acabada. Frente a su cara de desconcierto, ella le suelta lentamente: Tú fuiste el único culpable. De forma refleja abofetea a su mujer, que escapa y grita desde la puerta: Por favor, perdóname, estoy muy nerviosa. Se dirige a la habitación matrimonial, está revuelta, ella ha estado preparando sus maletas. A él igualmente le apetece irse, piensa, mientras escucha distanciarse el motor del coche de Georgina.
Urgencias
Font acude a un moderno centro de su seguro médico privado situado en la tercera planta de un edificio emblemático de la Gran Vía madrileña. Le cuenta, al médico que le recibe, su caso de intenso dolor torácico que ha sido ninguneado en el servicio de urgencias del Hospital Clínico en Cristo Rey, cerca de Moncloa. A la pregunta de si ha sido el dolor más intenso que ha sufrido nunca, Pere contesta que sí, sin cortapisas. Y se queja de no haber sido atendido con la suficiente diligencia en la seguridad social. No le exterioriza que es un colega médico para no inclinar la acción del sanitario, un varón con barba poblada que le confiere una seriedad mayor que la que sugiere de entrada su edad, no más de cuarenta años.
Tras una breve espera se vuelve a presentar el doctor, esta vez con numerosos asistentes de bata blanca que aparentan mejor ser estudiantes de medicina o enfermería. Le informa que le practicará, para aclarar lo que le sucede, un roentgenograma nuclear sustractivo, una técnica muy moderna que puede detectar manchas en los pulmones que ninguna otra prueba es capaz de descubrir, al menos con tanto adelanto. Ante la incredulidad de Pere, definitivamente no conoce la prueba en cuestión, el facultativo consulta, dirigiéndose a los estudiantes, si quieren que explique mejor el estudio, y estos infantilizados responden al unísono con un síííí. El doctor se aproxima con agilidad a una mujer que estaba en el extremo de la vasta estancia ordenando objetos en un carrito con actitud severa, acaso la jefa de enfermería, y le da un fuerte achuchón. Con su beneplácito se encamina, con un andar travieso, a la puerta que da a un pasillo y constata que no hay moros en la costa, la cierra y se reintegra al grupo portando una sonrisa de oreja a oreja. Inicia así un relato con el que tiene comprados, al menos, de inicio, a los jóvenes estudiantes; la semblanza del inventor de la susodicha técnica es tan extravagante que arranca risas a todos los demás. Pere ignora su proceso y se dispone a contemplar con embeleso al doctor cuentacuentos.
No sabe cuándo se marchó el médico con la promesa de que se efectuaría la prueba a la máxima brevedad posible. Sentado explora con la vista la mastodóntica planta que tiene una especie de balcones en los que se proyecta hacia otros pisos, también de dimensiones colosales. Puede observar hacia abajo el método de trabajo de individuos distinguidos y decenas de oficinistas. El exterior, contra lo que podría suponerse, no da a la Gran Vía, la glorieta de Callao o la Red de San Luis, sino al interior de los edificios centenarios. Su silla es muy confortable y según la dirección de la mirada es capaz de atisbar una perspectiva amplia de pacientes que se mueven por la planta, igual que sanitarios y toda índole de visitantes. Predomina el color blanco.
Observa con detenimiento la tarea de una auxiliar de enfermería que poda con esmero unas plantas colocadas en posición invertida... Sí, las raíces enfilan con afán al techo y las ramas, lo mismo que las hojas, hacia el suelo. Ni raíces ni ramas se lían, enrollándose, en su crecimiento, lo que podría deducirse por su posicionamiento aberrante. No tienen tierra, quizás los nutrientes los obtengan del aire suplementado que en ese sitio se respira. Tampoco están torcidas, ni requieren guías específicas, simplemente están del revés; las variedades dispuestas son las plantas ornamentales de siempre: predominan los ficus. Es extraño ver a la trabajadora podar las hojas que están por debajo de sus rodillas para que las plantas no contacten con el techo-suelo. ¿Fluirá acaso aquí el agua hacia arriba? Del grifo al aljibe, de allí a la montaña, y, por qué no, hasta la borrasca del cielo. ¡Al infierno la ley de la gravedad!
¡Ay, Sergio, querido, nos reencontraremos en la nada!, se dijo sollozando. Basta de ansiedad del presente. Bueno, parece más bien pasado.
Duelo
Ahora sí su mundo semeja derrumbado, aunque venía de antes. No manda ya ni la mitad. Y de continuo está especulando con que sus subordinados seguramente creen que se lo merece. Habla muy poco con Georgina, que se dedica a acompañar al Sámur a parajes donde alguien se ha quitado la vida o lo ha intentado. Siendo enfermera y víctima de esta lacra social la han permitido integrarse en un grupo de investigación, un poco simultáneamente a manera de terapia para ella. ¿Escarbar en un nicho imposible?
Patea la facultad sin el vigor de antaño y aprecia que sus iniciativas son de bastante menor calado. Está reforzando el departamento clínico y las filas de enfermos que acuden por la tarde llegan a la correspondiente boca del metro. Los pacientes abandonan el vagón y ya están en una cola para salir y entrar a la vez. Los viernes, con el botellón a tope en los predios de la ciudad universitaria, se configura un monumental barullo, por eso ha anulado las consultas de última hora. Visita cantidad de días el departamento de experimentación, en el que da vueltas sin saber cómo mitigar la situación de sus obligados huéspedes. Sobre todo, de los simios. Lo de la música clásica, mejor si es italiana, en los laboratorios, está muy trillado. Se documenta y se le hace muy cuesta arriba armonizar el avance en el estudio del proceso de aprendizaje de los animales y su encierro. Sería tan complicado como educar a un niño sin represión, aunque fuera mínima. Y piensa en sus nietos rodando por los prados de Aranjuez. A fin de cuentas, siempre teme caer en alguna venganza por parte del movimiento animalista. Tienen servicio de seguridad, pero cada vez menos numeroso por los menguantes presupuestos. Prácticamente todo es para la plantilla, sin importar que muchos elementos sean unos inútiles integrales.
Le ha llamado varias veces Mari Luz, pero por lo que sea ya no le hace ilusión verla. De pronto ha creído tomar conciencia de que hacer el amor empleando pastillas es una tremenda pérdida de tiempo. ¡Lo mismo que drogar a un mono para que obtenga mejores rendimientos en los test! Ríe solo por los pasillos y come en la facultad, sin compañía. Estando su mujer en Aranjuez y no yendo a ver a Mari Luz no es capaz de hacerse su comida. Engorda y se quiere poner a dieta.
Martino le busca para darle el pésame y Font trata de abreviar el trámite lo más que puede. Le muestra otro informe, ya que sigue con dolor de espalda que se le ha ido al pecho. Le suena raro, mal. Pareciera un síndrome radicular. A pesar de ello le interroga por sus procesos digestivos: son rigurosamente normales. En el papel lee el nuevo diagnóstico: síndrome de Tietze. Le mandan infiltraciones locales. Queda con él en que se lo estudiará.
A media tarde dormita en el sillón de su despacho, desde donde divisa las copas de un precioso pinar. Por suerte sus estancias no están a nivel de la calle, si no contemplaría aquello en lo que se han convertido los hermosos jardines de la Complutense, eriales sucísimos por el botellón, las covachas de los sin papeles y el agua cortada por falta de pago. Una llamada de Antonio Rosado le despierta. Le cuesta saber quién es. Soy de la agencia de bienes raíces de El Escorial, es por la villa El Palacio. Cae en la cuenta y le tutea de inmediato, ya que su voz le suena a la de un individuo muy joven. Tenía que comparecer a la mayor brevedad en El Escorial porque el chalé había sido ocupado por personas desconocidas y estaba en ese momento la policía. ¿Puede usted aportar su escritura?