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Un derroche de sensibilidad y buen hacer nos presenta la primera novela del novelista y poeta Jorge Portocarrero. En ella asistimos a la historia de un joven latinoamericano que se incorpora a la guerrilla urbana. Sin embargo, tras cumplir con su primera misión y quitarle la vida a un hombre, se verá obligado a escapar del país. Pronto se dará cuenta de que los ideales que lo motivaban no valen el precio de una vida humana.
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Seitenzahl: 236
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Jorge Portocarrero
Y OTRAS PARTICULARIDADES
Saga
Notas de juventud
Copyright © 2005, 2023 Jorge Portocarrero and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374504
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Vi la matrícula, ¡bingo!, termina en 22. No hay duda, el conductor es él, días antes me lo señaló el compañero que se hace llamar Javi. Llegó el momento de sacar los cojones. El automóvil se encuentra en medio de un atasco, la luz está verde pero ningún vehículo puede moverse, todos pitan.
Estoy sudando frío, meto la mano en la parte trasera del pantalón y siento el metal más frío todavía, bajo de la acera y me aproximo por detrás al auto, es grande y ¡joder!, están ocupados los asientos posteriores por niños pequeños. Sigo avanzando, casi a la altura del conductor saco el hierro, apunto a su cabeza, un solo tiro y lo guardo. Oigo un griterío, me dijeron que no mirara hacia atrás pero lo hago, veo el cristal delantero totalmente enrojecido, ¡hay tal caos!, gritos, pitadas y motores rugientes, enderezo la cabeza y camino con seguridad hacia delante.
Llego a la esquina, giro y empiezo a correr como un desquiciado en el sentido contrario de la circulación de los vehículos, estoy exhausto, trato de disimular mi respiración jadeante mirando un escaparate, hago las maniobras de rutina, parece que nadie me sigue. Sé donde estoy, cerca de una estación de metro, antes de entrar compro un diario, el andén está medio vacío: una pareja charlando, un borracho dormido, el de la limpieza barre, me siento y leo, mentira, no puedo hacerlo, aunque ya no sudo mi corazón sigue desbocado.
Después de unos minutos interminables asomó el primer vagón del metro, una vez detenido quise meterme por la puerta más próxima y como una broma siniestra se abrieron todas menos la mía, forcejeé un instante con la puerta y desde dentro una mujer mayor hizo un gesto indicándome que no funcionaba, busqué otro vagón y por fin entré, en el interior a la gente parecía no ocurrirle nada, en cambio, yo era otro para siempre, me sentía mitad orgulloso y mitad asustado, tuve ganas de llorar, me aguanté asumiendo que sería una estupidez.
Cuando salí a la calle ya era de noche, atravesé una plaza helada que me pareció la Antártida y no aquélla donde no logré convencer a Andrea para que fuera mi novia ni con las palabras ni con las manos. En la esquina de la calle Talcahuano me metí en la pizzería “Carlitos”, pedí en la barra una ración de pizza y un refresco. En el cuarto de baño oriné por lo menos un litro y dejé el hierro en el sitio acordado. Casi no comí ni bebí, pagué y me fui hasta el cruce de la calle Santa Fe con Malabia, un rato después llegó el Rojo, nos saludamos y bajamos en silencio hacia la Plaza Italia para esperar el autobús 60, me aseguré que no hubiese nadie cerca y dije:
–¡Le he dado!
–¡Cállate imbécil!
–¡Pero si no hay nadie! ¡Lo he matado! Estaba lleno de hijos.
De golpe el Rojo se detuvo, me miró a la cara desafiante:
–¡Si dices una palabra más, aquí te dejo!
Me callé. Llegó el 60, como siempre iba lleno, bajamos en Belgrano y nos acercamos a una cabina, el Rojo marcó un número, dejó que sonara tres veces y colgó para repetir la maniobra, a los pocos minutos aparecieron dos personas a las que me presentó como Esteban, ellos eran María y Roberto. El Rojo se fue.
Con esta pareja estuve caminando no menos de hora y media, no hablábamos, yo miraba el suelo, al final no sabía si estaba en Buenos Aires o en la China, de improviso nos metimos en una casa. Dormí en un cuartucho oscuro y sin ventilación, desperté cuando María y Roberto entraron con café y cruasanes, los devoré, me informaron que estaba limpio, que todo se había comprobado, que no había dejado rastros, recibí un papel con unos nombres y direcciones apuntados que tenía que aprender de memoria, era donde supuestamente había estado estos dos días, en casa de unos amigos en Mar del Plata. Subimos a un coche viejo que estaba en el garaje y partimos, en las proximidades de la Estación Central me mandaron bajar deseándome suerte.
Antes de reunirme con mi grupo de trabajo me quedaba casi toda una semana por delante, estaba excitado y me daba pena no poder contarle a nadie mi hazaña, pensé que mi familia, mis amigos, me valorarían más si supieran lo que fui capaz de hacer, lamentablemente por razones de seguridad eso era imposible, en cualquier caso, en estos días yo mismo me había puesto una aureola especial.
Como otras tardes me junté con Julio para ir en bici por el Parque de Palermo. Era una chiquillada, lo reconozco, pero nos gustaba, así recordábamos la época del colegio cuando éramos compañeros, acabamos en la explanada de la Penitenciaria donde cuatro chicos que conocíamos del colegio “Héroes de América” aparecieron en sus motos y dieron varias vueltas alrededor de nosotros.
–¡A ver cuando abandonan la bici, tontorrones! –nos gritó uno de ellos.
Se retiraron y nos dejaron envueltos en una nube de polvo, me llevé la mano a la espalda y claro, no tenía el hierro, grité con todas mis fuerzas:
–La próxima vez les meto un tiro en los huevos. ¡Fascistas de mierdaaaa...!
Cuando el polvo se disipó encontré la sorprendida cara de Julio:
–¿Qué te pasa?
–Lo que ocurre contigo Julio es que a nada te enfrentas, pueden insultarte cuanto quieran, de tanto leer novelas te estás volviendo maricón.
No replicó, dio media vuelta y puso rumbo a la avenida Las Heras.
El jueves me acerqué a casa de Pedrito, un pequeño burgués típico dotado de gran sentido musical, muchas partituras las conocía de memoria, su padre era un coronel retirado y la organización me había encargado que fomentara su amistad y tomara nota de todo lo que pudiera enterarme. Después del té con pastas que nos sirvió su madre pasamos a su habitación, estuvimos charlando un rato y al cabo de mucho pedírselo, puso la séptima de Beethoven a todo volumen, agarró su batuta, se subió a una silla e hizo de director, era impresionante verlo, parecía estar dirigiendo la sinfónica, totalmente compenetrado con la música. Ese día todavía daría más, nos anudamos las corbatas y fuimos al Teatro Colón donde nunca había estado, la consideré una experiencia importante, ¡cuánta gente inútil, cuántas joyas! Me reafirmé en la necesidad de la revolución, lo que había hecho unos días antes estaba justificado, sin embargo, no pude evitar avergonzarme por haberme adormilado durante el concierto.
Al día siguiente tenía una reunión con unos compañeros del colegio a las cuatro de la mañana para una tontería, se trataba de una pintada. La verdad eran un desastre, sólo llevaron pintura blanca, se olvidaron de la de color y de que las paredes del colegio eran blancas, se me ocurrió la forma de aprovecharla, enfrente del colegio teníamos la tienda de un gallego que nos caía fatal, lo de siempre, atendía primero a los burgueses, no hacía rebajas, no fiaba, no se dejaba robar nada... Rápidamente nos pusimos a ello, toda la fachada quedó pintada de mala manera de blanco, incluido el letrero con el nombre del negocio y la enumeración de los artículos en venta.
Aún estaba oscuro y nos dirigíamos separados en dos grupos al bar acordado cuando los que estábamos atrás escuchamos varios ruidos sordos provenientes de donde estarían los compañeros que iban delante. Di órdenes precisas, cambié el lugar del encuentro y la ruta, yo me acercaría a ver qué pasaba. Pocos pasos más allá pude enterarme, mis compañeros pateaban o tiraban al aire bolsas de basura.
–¡Silencio! –mandé con energía.
Les llevé al nuevo lugar de reunión y mientras desayunábamos di una pequeña charla como hacía Fortu.
–A todos nos gusta reventar las bolsas de basura, pero no por ello vamos a estropear una operación, primero está la revolución.
Por lo menos los chicos aprendieron algo, la obligación de tomarse las cosas en serio. A la vuelta, antes de entrar al colegio, miramos con disimulo como el gallego limpiaba la pintura blanca que todavía estaba húmeda, la próxima vez deberíamos reunirnos antes para dar tiempo a que se secara.
OTRA PERSPECTIVA
Ella recordó después muy pocas cosas, tal vez sucedió en la calle Libertad o en alguna paralela. Manuel se había empeñado en llevarle los niños a Micaela, su amiga predilecta, antes de salir de vacaciones. También vislumbró el jardín de la facultad y el bar en el que tomaron un refresco, el último de Manuel.
Micaela les regaló caramelos a los chicos y a él le dio un libro: “Cómo se Filmó Ocho y Medio”, bromeó y le aconsejó disfrutar de las vacaciones y olvidarse de su disputa con el profesor Morales por la plaza de profesor titular, el cargo le llegaría porque él era mejor, al rato se despidieron prometiendo verse al regreso.
En el coche Irma le dijo a Manuel que Micaela llevaba razón, que estaba obsesionado con el trabajo y añadió que para lo que pagaban no valía la pena, bien podía dejarlo e irse con su padre a la empresa cuya dirección le había ofrecido muchas veces, de hecho vivían del dinero de su padre puesto que la facultad no daba lo suficiente.
–Tú sabes Irma que la enseñanza me ilusiona y los negocios no.
–Eres un testarudo –le replicó Irma.
Él se concentró en la conducción del automóvil en medio del monumental atasco de fin de curso y principio de vacaciones.
De repente Irma vio un rostro, oyó un estruendo y sintió un fuerte dolor en la espalda, cuando despertó su mundo había cambiado por completo.
REENCUENTRO CON LOS COMPAÑEROS
Noté un silencio al entrar en el piso de Nicolás donde estaban congregados los compañeros del grupo de trabajo, todos tendrían más o menos mi edad, entre 16 y 20 años, pero desde ese día me trataron como si fuera muchísimo mayor, sus miradas reflejaban respeto y casi miedo, no sé qué información habrían recibido, aunque estaba claro que sabían de mi debut.
La reunión fue distendiéndose hasta parecer un festejo, tomábamos refrescos y patatas fritas, muchos fumábamos, a las once apareció José Carlos, tenía más años que nosotros y apariencia de oficinista, vestía con chaqueta y corbata, se formó un pequeño círculo a su alrededor y qué casualidad, quedamos situados junto a él los compañeros mayores o con más responsabilidades como era mi caso. Sin darnos cuenta empezamos a hablar de tonterías. José Carlos explicaba lo difícil que era dejar satisfecha a una mujer, lo que él decía, se tratara de militancia, sexo o lo que fuera, me maravillaba, comentó que a veces resulta tan difícil satisfacerlas que mejor era hacerse una paja, se acaba antes y uno no se cansa, cierto, exclamó un chico y al instante nos reímos tanto que el resto de los compañeros nos miró intrigados. Estaba yo crecido como un tigre por el lugar que ocupaba debido a mi hazaña, de improviso José Carlos dijo que ya estaba bien, que nos marcháramos a casa y que en poco tiempo recibiríamos instrucciones.
Con sencillez me despedí de mis colegas, pese a que sabía que mi situación se había modificado, si antes parecía que yo destacaba, en este momento sobresalía de verdad, en buena medida se lo debía a mi primo Fortu, sin sus consejos, sin sus cojones, no habría llegado hasta aquí.
Bajé en el ascensor con Paula, antes de llegar a la planta baja se paró en el tercero y subió una mujer con alguien que podía ser su hija, a partir de ese instante ni nos miramos, con lo que a mí me gusta ella y más ahora que mi recién adquirida importancia la turba, antes su indiferencia hacia mí era absoluta. Según lo convenido en el portal me detuve unos instantes, encendí un cigarrillo y le di un par de caladas, tiempo suficiente para que ella se adelantara unos metros, tenía un pelo largo precioso, al meterse en el metro tomé la calle Mariano Feijoo en busca de mi autobús.
El domingo fui al pueblo de Medina a casa de mi primo Fortu, le traté de contar mis éxitos pero no me dejó, afirmó que cada uno tiene lo suyo y mejor era no saber lo de los demás, de nuevo le agradecí los conocimientos que me había transmitido en numerosos domingos, el haberme hecho comprender lo que era un verdadero revolucionario, un hombre que comparte su lucha y su sabiduría y que de no hacerlo sería un falso Mesías. A su vez, Margarita, su mujer, me enseñó muchísimas cosas, la diferencia entre marxismo y leninismo, comunismo y socialismo, marxismo y comunismo, esa mañana me explicaron el concepto de la guerra revolucionaria, fue un día muy instructivo porque al llegar la hora de la comida me aclararon que ser revolucionario no iba en contra de comer bien, dormir la siesta o follar, ¡son extraordinarios!
Recordé que me quedé impresionado cuando años atrás Fortu encaró a su padre en una reunión familiar y lo llamó hijo de puta aliado del imperialismo, el tío Gaspar no dijo ni mu, lo dejó callado, sin argumentos, decidí hablarles de mi padre, les comenté que no lo comprendía, Fortu fue tajante, siempre habían existido contrarrevolucionarios y cobardes, que lo que tenía que hacer era buscarme un trabajo y marcharme de casa, era una vergüenza que siguiera viviendo con él, llevaba razón.
En el tren en que regresé a Buenos Aires me entretuve escuchando la radio de uno que estaba al lado para conocer los resultados del fútbol. Al llegar a casa me llamó la atención que todas las luces estuvieran encendidas, encontré a mi padre en cuclillas en el garaje, en una postura que me recordó la que adoptaba cuando buscaba algún tornillo en su caja de herramientas.
–Papá –llamé.
Se quedó quieto, no le sorprendí, seguro me oyó llegar, apoyé mi mano en su hombro entonces volteó la cabeza, no sólo lloraba sino que parecía haber llorado el día entero, lo único que se me ocurrió para que reaccionara fue proponerle ocuparnos de la comida. Se levantó y me siguió hasta el salón.
–He estado con Fortu, te manda saludos, papá.
No contestó, volví al monólogo habitual, que ya estaba bien, que mamá no resucitaría, que tenía que animarse, que estaban pasando cosas importantes en el país y debía tomar partido.
–¿Qué crees tú que debería hacer, Guille?
–Apúntate en algún grupo de estudio, ve al sindicato.
–¿Para qué?
–Para defender nuestros intereses de clase.
–¿Cuáles son nuestros intereses?
–No te hagas el tonto. ¡Es imposible hablar contigo papá! ¡Eres un cobarde! –no estaba para explicarle lo que él ya conocía, sin ofenderse se fue a encerrar en su habitación.
Me levanté temprano porque tenía una reunión de grupos, al salir de la Capital Federal poco a poco el paisaje cambiaba, la belleza reconfortante del verde de los pastos avanzaba hasta diluirse en el horizonte. En el autobús que viajábamos la alegría iba en aumento, en el punto acordado nos recogió una furgoneta, la carretera fue empeorando hasta hacerse de tierra y perderse en medio del bosque donde se concentraban decenas de compañeros. Después de las presentaciones, no sé para qué ya que todos íbamos con nombres ficticios, empezaron las reuniones de trabajo, éramos todos jóvenes revolucionarios y nos dividieron según nuestra procedencia, colegio, universidad, sindicato o barrio.
El responsable de mi grupo me recordó a mi primo Fortu, tenía su misma claridad para explicar las cosas, por curiosidad le hice un par de preguntas prácticas y me respondió igual que mi primo, cómo era posible pensar de forma tan semejante, como dos gotas de agua, era hermoso.
Durante la comida, que consistió básicamente en carne asada, se me acercó un chico que se hacía llamar Antonio y me dio un recado, debía llamar a las ocho a José Carlos a un teléfono que apuntó en una servilleta, hazlo a la hora en punto insistió.
Había muchas chicas guapas en la reunión, revolucionarias pero sólo de la cabeza, eran más estrechas que mis amigas del barrio, en cualquier caso resultaba divertido compartir el trabajo y la comida con ellas, después de la sobremesa para avivarnos un poquito hicimos las habituales prácticas de tiro, a las seis de la tarde nos dieron una charla sobre la Cuba revolucionaria de Fidel Castro y finalizó la jornada. De vuelta, en la Estación del Norte bajé como un loco y casi mato a uno que estaba en la cabina porque no tenía cuando salir, por fin pude hablar:
–José Carlos, soy Guille.
Él conocía mi nombre real. No escuché nada en el otro lado, repetí:
–Soy Guille, ¿quién eres?
–José Carlos, ¡idiota! Son las ocho y diez –exclamó malhumorado.
–Lo siento, acabo de llegar de la reunión en el campo.
–Haberte bajado antes, estos fallos pueden costarnos los huevos.
–Disculpa, no volverá a pasar –lo cierto es que me había quedado dormido en el autobús y no desperté hasta que paró en la terminal.
–Mañana tenemos baile –me informó José Carlos.
–¡No jodas!
Antes de terminar José Carlos había colgado, se fiaba de mí, estaba claro que yo iba en ascenso, en la próxima reunión tendría el valor de invitar a tomar un café a Paula, aunque rompiera todas las normas de seguridad establecidas, ¡carajo!, tengo que acordarme de comprar preservativos, fue una noche de embriagadores proyectos.
A las siete de la mañana me encontré a la puerta del metro Rubén Darío, siguiendo el plan establecido llevaba ropa y calzado deportivo, algo de dinero y absolutamente nada más, ni siquiera llaves, estaba obligado a destruir incluso los billetes de los medios en que me desplazaba. Estaba todavía oscuro y me daba tirria ver a los niños pequeños rumbo al colegio donde no les enseñarían las verdades de nuestra desigual sociedad. La circulación era lenta, camiones enormes descargaban en las tiendas, un Ford Falcon gris se detuvo ante mí, desde la ventanilla delantera me preguntaron por la Calle del Comandante Guido, me acerqué:
–Los acompaño, yo también voy para allá.
Subí a la parte de atrás, íbamos en total seis personas, no conocía a ninguna, el de la ventanilla del otro lado no hacía más que toser, todos vestíamos más o menos igual, los de delante mandaban y tendrían unos 22 o 24 años. El auto enfiló por la avenida Rivera hasta llegar al parque de Mendoza que no estaba iluminado, no se veía ni pizca, el conductor paró, bajamos y nos aproximamos al maletero, se repartieron las armas, me tocó una metralleta. Me ordenaron:
–Cuando lleguemos tú te quedas a veinte pasos, sólo nos tienes que cubrir.
Regresamos al interior del automóvil, al rato olía mal, era el sudor del miedo, entramos por una pequeña calle que desembocaba en una plaza vacía, a lo lejos alguien paseaba un perro. Tras una curva nos detuvimos a mitad de la plaza, viniendo por la calzada no se nos podía ver porque hay muchos árboles en esta zona, bajamos y nos escondimos, el auto tenía apagadas las luces, sin duda esperábamos otro al que bloquearíamos, jamás había estado en esta plaza. A los pocos minutos oí un frenazo y un fuerte golpe, un auto se había empotrado contra el nuestro que felizmente estaba vacío, al instante se escucharon dos tiros, me llamaron para que me acercara, ya amanecía, con sorpresa vi a tres sujetos esposados a unos árboles. El que parecía nuestro jefe se dirigió a mí:
–¡Mira, son policías de mierda!
Los prisioneros tenían la misma apariencia que nosotros, jóvenes y con ropa deportiva, uno de ellos se había dejado caer al suelo y de rodillas miraba el cielo, a lo mejor rezaba, otro lloraba y suplicaba que no le hiciéramos daño, el tercero, que estaba de pie y sangraba bastante de un brazo, rechazó valiente e indignado la acusación recibida:
–¡Tu padre!, ¡hijo de puta! Somos comunistas revolucionarios del barrio de Lezama, para más datos troskistas de la Sección Naranja en misión secreta, ¿tú quién eres?, fijo que un puto socialista haciéndole el trabajo sucio a la policía.
Bueno, qué discurso, todos nos desconcertamos, el jefe aseguró:
–Que yo sepa José Carlos jamás se equivoca. ¡Policías de mierda!
Sin mediar más palabras le metió dos tiros a la altura de los huevos, el muchacho empezó a retorcerse y dar alaridos, ni qué decir de los gritos que daba el que lloraba, el otro seguía rezando, se oyó una sirena, el jefe ordenó:
–Terminemos.
En pocos segundos estaban todos como coladores, empezaron a temblarme las piernas, sonó el motor de un coche prácticamente al lado, no lo habíamos sentido aproximarse por el ruido de los disparos, el jefe chilló:
–¡Cambien el cargador y pónganse a cubierto!
Fueron sus últimas palabras, una ráfaga de metralleta proveniente del coche le hizo volar por los aires, del tiroteo no recuerdo más, perdí el conocimiento. Cuando desperté tenía algo húmedo sobre mí, yo también estaba mojado, ¡qué angustia!, me habían baleado y tenía otro herido o quizás un muerto encima al que no veía la cara, únicamente su ropa deportiva. Desde donde estaba pude advertir que el hombre del perro, vestido con un mono azul, se acercaba a paso firme, quise gritar para pedirle ayuda, no me salían las palabras, estaba paralizado, se debería a una herida grave. Escuché un gemido, el hombre del mono azul rectificó su marcha y salió de mi campo visual, un instante después escuché un tiro que me hizo saltar un metro junto con el que tenía encima, se dejaron de oír los gemidos. La sirena se aproximaba, alguien habló:
–¡A mí, que estoy herido, ayuda!
Otro tiro, después silencio.
El que se hallaba encima de mí respiró fuerte, me quedó claro que sólo estaba herido, que habría escuchado lo mismo que yo y que presentía lo que iba a suceder, empezó a moverse y me libré de su peso, se arrastraba, deduje que estaría buscando su pistola, la encontraría y nos salvaríamos, me equivoqué, se había convertido en una masa de carne que hacía movimientos bruscos sin ningún sentido, agitaba los brazos como alguien que trata de mover una barca en tierra y no avanza nada, sonaron dos nuevos tiros y cesaron sus movimientos. Ahora me tocaría a mí, yo no gemía ni me movía y estaba empapado en sangre, si estaba muerto, para qué rematarme, vi los pies del sujeto del mono azul y los del perro, pese a la patada que me dio seguí boca arriba mirando al vacío sin parpadear, creo que hasta se me paró el corazón cuando descubrí quién era el hombre del mono azul, ¡José Carlos!, el miserable hizo un gesto de asco y reinició su marcha, la sirena retumbaba al lado, el perro empezó a aullar, duró poco, unos tiros lo callaron, José Carlos miró hacia atrás, presenció su obra, se quitó el mono azul, lo dejó en el suelo y desapareció por la primera bocacalle. Escuché otra vez aullar, esta vez era el perro de un niño que se aproximaba y gritaba hacia su casa:
–¡Socorro!, ¡mamá!, ¡papá!
Hice un esfuerzo y me levanté, ¡podía andar!, ¡estaba entero!, corrí en dirección contraria a la de José Carlos. En el parque de Mendoza un niño perseguía a las palomas sin alcanzarlas, las madres cuidaban el juego de sus pequeños, ancianos y hombres no tan mayores jugaban a las damas y al ajedrez rodeados de mirones que intuían la jugada precisa, pero que al sentarse a jugar ya no la veían tan clara.
Pasé entre ellos como una exhalación, desesperado buscaba una fuente donde lavarme tanta sangre, creía estar cerca del fin, sería detenido y después me enviarían a prisión, para mi sorpresa no llamaba la atención de nadie, por un instante en mi loca carrera, buscando la fuente que tenía que estar en algún lugar, imaginé que estaba muerto, que era un alma que volvía a la tierra para jugar en una plaza y ser feliz por última vez.
Me encontré con medio cuerpo metido en el agua fría, no estaba muerto, había hallado la fuente, con el mayor desparpajo lavé hasta mi camiseta y todo lo que pude de mi cuerpo, alguien me preguntó si me había caído en el lodo, no le respondí. Más tarde comprobé que el suelo estaba mojado y había grandes charcos de agua, miré al cielo, estaba despejado, ¿cuándo había llovido?, desde luego no me enteré, mi aspecto era horrible, la parte de arriba del chándal me la puse del revés ya que por más que lo lavé seguía muy manchado. Al subir al tren monté en el último vagón destinado a quienes viajan con bultos, no tenía asientos, nos sujetábamos en los vaivenes como podíamos, los que traían grandes cajas se sentaban en ellas, las puertas iban abiertas, los más osados tomaban asiento en la escalerilla de salida mirando el paisaje y sintiendo el fuerte aire que originaba el tren.
En las estaciones en que paraba el tren me atemorizaba, por mi falta de billete, que subiera el revisor, en Canto Solitario el vagón se llenó, subió una cuadrilla de obreros muy alegre, tal vez demasiado, habrían acabado alguna obra y lo estarían celebrando. Noté que el tren hacía movimientos extraños como si no lograra tomar velocidad lo que motivaba grandes risas en el grupo que acababa de subir, caí en la cuenta, los borrachos accionaban el freno de urgencia lo que no le permitía a la locomotora desarrollar su fuerza, un pasajero que también se percató de lo que ocurría los increpó:
–¡Ya está bien, que nos vamos a matar!
Se le acercó uno del grupo y en plan intimidatorio le ordenó que se callara, que ellos hacían lo que querían.
–No, yo sólo decía que...
El camorrero directamente le dio un sopapo:
–¡Qué te calles cretino!
El sujeto bajó la cabeza y no volvió a abrir la boca, todos mirábamos a otra parte. Un revisor asomó la cabeza, su sexto sentido le hizo no exigir el billete en este compartimento, me vino de maravilla, otra parada y bajé.
El pueblo de Medina tenía un aire muy diferente en día laborable, había más animación, varias personas me miraron extrañadas, para aproximarme a la casa de Fortu esperé a que no hubiera nadie en su calle. La casa de mi primo sólo tenía iluminado el despacho, estaría estudiando, toqué el timbre y se sorprendió al verme en un estado tan desastroso, antes de que entráramos comprobó que no me habían seguido.
–¿Qué haces aquí atontado con esas pintas?, ¿por qué no me has llamado?
Empecé a contarle mi peripecia.
–Cierra la boca, no quiero, no debo saber nada –me cortó.
–Esta vez sí lo sabrás –me empeciné.
Fortu, conmocionado, no interrumpió mi historia, reflexionó unos minutos y asqueado soltó:
–¡José Carlos es un traidor de mierda!, algunos ya lo sospechábamos. ¡Estás en peligro! Quédate en silencio y espérame que voy por las llaves.
Fue a su dormitorio y al volver nos dirigimos al garaje, abrió las puertas traseras de su furgoneta y me mandó tumbar dentro cubriéndome con una manta, encendió el motor y partimos, el trayecto fue corto, pese a que dio muchas vueltas imagino que para despistarme, cuando se detuvo tocó el claxon, alguien abrió una puerta y entramos en lo que supuse sería un garaje.
–¿Qué pasa? –preguntó una voz de hombre.
–Fermín, te traigo una madera que vale para exportarla –respondió Fortu.
–Estará en buenas manos –afirmó el tal Fermín.
–Baja Guille –ordenó Fortu mientras me destapaba.
Estábamos en un sitio con poca luz, sólo vi sombras, la de Fortu que estaba a mi lado, y la del otro que parecía enorme. Fortu me llevó a un rincón:
–No te muevas ni un milímetro, ya te buscaremos.
Sacó su furgoneta y cerraron el garaje, me quedé en una oscuridad absoluta, de algún lugar venía un zumbido continuo y un ruido que parecía de motor. En un principio me gustó lo emocionante de la aventura pero conforme pasaron las horas comprendí que podía haber muerto y algo más apremiante que me inquietó sobremanera, si José Carlos se enteraba que estaba vivo vendría por mí... Intenté darme ánimos, Fortu se encargaría de que la organización lo eliminase, ¡maldito traidor!, de repente los ruidos cesaron, unos pasos se acercaban, se detuvieron y sonaron dos golpes en alguna puerta, me quedé petrificado, otros dos golpes y una persona entró al garaje al tiempo que encendía una luz que me deslumbró momentáneamente, el hombre era muy alto y grueso, moreno y con una barba negra bastante crecida.
–Ya conoces mi nombre, soy Fermín.
–Yo Guillermo, primo de...
–¡Silencio! –me interrumpió–, no me interesa saber nada de ti, ni quiero que sepas nada de mí, con los nombres basta, te vamos a sacar del país, eso puede tardar, hasta entonces permanecerás aquí.
Paseé con la mirada el lugar, parecía una fábrica de maderas.
–Ya sé que no es un hotel, ven por aquí –dijo Fermín.