La base delors - Jorge Portocarrero - E-Book

La base delors E-Book

Jorge Portocarrero

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Beschreibung

En la encrucijada entre el thriller, la novela de guerra y la reflexión interior más desgarradora, La base de Delors nos presenta la historia de un joven guardia civil enviado a una misión pacificadora en el extranjero. Mientras colabora con un coleccionista en un intento por preservar obras de arte usando tecnología punta, nuestro héroe comprobará las cicatrices que la guerra dejan a su alrededor y descubrirá el poder sanador del arte en las vidas de los seres humanos. Una novela única e irrepetible.

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Seitenzahl: 502

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Jorge Portocarrero

La base delors

 

Saga

La base delors

 

Copyright © 2016, 2022 Jorge Portocarrero and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728392577

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A mis amigos artistas Waldo Balart y Pepe Buitrago

MADRID

De haber sabido Marco Molpeceres por todo lo que iba a pasar, quizá no hubiese acudido como voluntario a la base Delors con el fin de echar una mano a las fuerzas allí destinadas. Pareciera que ha cometido el peor de los delitos, partió como un héroe y, sin embargo, se convirtió en un apestado. No hubiera tenido que aguantar las insoportables entrevistas con la psicóloga, que en teoría eran por su bien, y que habían sido establecidas por la Comisión de Defensa del Congreso de los Diputados. Por todo ello, Marco Molpeceres ya no se fía.

Los motivos por los que viajó le resultan confusos; ganas de servir a España sobre todo, pero también de huir. Su padre acababa de regresar y diez años desaparecido habían sido su tarjeta de presentación. Fue de improviso, un sábado en el que Marco llegó a comer a su casa y se encontró a todos sentados alrededor de la mesa; a su padre, presidiendo al tiempo que buscaba la mirada de Marco, y a su madre, Elvira, diciendo: “Mira quién ha vuelto con nosotros, le he perdonado, ¿a qué tú también le perdonas?”. Se sentó a la mesa en silencio y escuchó perplejo las explicaciones que su padre desarrollaba con voz monótona —al igual que en los lejanos años de la infancia, cuando se explayaba sobre las virtudes de la ensalada en la comida—, tras lo cual el aparecido se retiró a dormir la siesta. Marco no entendió la natural aceptación de su presencia por parte de todos, ¿ya sabían que volvía y se lo ocultaron?, nadie quiso ser el responsable del derrumbe de sus sueños juveniles.

Al traste tantos años de carrera para llegar a ser oficial de la Guardia Civil, con el exclusivo fin de homogeneizar las bases de datos de los diversos organismos y constituir un servicio de calidad mínima para la búsqueda de personas desaparecidas en España. Pretendía encontrar a su padre que, según se enteró después, jamás se había movido de la ciudad. Se volatilizó con el único fundamento de evitar cumplir con la paga para la pensión alimenticia de los niños y se juntó con otra mujer, “¡cómo mi madre le puede perdonar!”. Elvira, que después de pasarse infinidad de años limpiando casas para mantenerles y quejarse lo indecible le quitaba gravedad al tema.

A posteriori, sus hermanos opinaban que algo se olían, que su padre estaba vivo y más cerca de lo que ellos creían. Marco no quiso deducir nada durante su ausencia y prefirió continuar con su aureola de víctima, así tenía un objetivo por el que luchar; pero se desvaneció en el limbo de las ambiciones frustradas una vez que volvió a verle vivito y coleando. Eso sí, no le quedaba ni rastro del mito que atesoraba de niño; su padre no era el cowboy Shantor del cine que puede con todos, y que al final no le lleva consigo porque el lugar al que se dirige es demasiado inhóspito y muy peligroso para un niño tan pequeño. Volvieron las charlas sobre la bondad de la lechuga y, ¡ah, novedad!, de los canónigos. Nunca más habló con sus compañeros de la academia de oficiales sobre las personas desaparecidas ni de sus abatidos familiares, o de sus planes para incrementar el número de casos resueltos. A ninguno le sorprendió aquel silencio, nadie le oiría.

Era el último curso de la academia, se acercaba el final de la protección de la institución. Esta duraría solamente unas semanas más y tendrían que salir a la calle en busca de una colocación, se palpaba el nerviosismo. Las hondas amistades perdían empaque y cada cual buscaba la forma de llegar a la orilla una vez que el inevitable naufragio se hubiera consumado.

El bar del Instituto Armado era un hervidero de gente a partir de las seis de la tarde, pues los alumnos ya se veían con los exámenes finales aprobados y el título bajo el brazo. Su mayor preocupación en ese momento era su primer destino de trabajo. Los intereses resultaban extremos; o se anhelaba el puesto más suave en la comandancia de la ciudad de residencia habitual o, unos pocos, querían ir al norte a demostrar su valía en situaciones de extrema dureza. La fortuna de conocer a personas importantes y tener familia en el cuerpo acrecentaba la posibilidad de obtener la plaza perseguida. Esa incertidumbre hacía que nadie pudiera centrarse en el tiro al blanco con los dardos. Marisol, la amiga de Marco de toda la carrera, intentó animarle; podían solicitar un destino perdido de la mano de Dios —que nadie desease— y mantenerse unidos. Él no estaba interesado y creía que en el fondo ella tampoco. Si bien habían hecho el amor media docena de veces, solo fue por acompañarse en momentos de extrema necesidad mutua. En su pandilla enrollarse era considerado como una especie de traición, además, para Marco, el aire algo hombruno de Marisol junto con su cara poco atractiva lo ahuyentaban.

En aquellos días pasaron por allí muchos responsables de destinos poco buscados por los flamantes licenciados de la academia. El capitán Patricio, profesor de la asignatura “Nuevos recursos tecnológicos”, invitó a su clase al coronel Estébanez, al que presentó como un viejo zorro de los servicios de contraespionaje de la Guardia Civil. El coronel tenía unos cuarenta y cinco años y un aire taimado que incitaba a ponerse a la defensiva. Rápidamente descartó del posible acceso a su departamento a unos cuantos alféreces; un requisito indispensable para engrosar sus no muy abultadas filas era ser bilingüe en cualquiera de las principales lenguas de la Unión Europea o dominar el árabe.

—Señores, no valen los dieces obtenidos en esta academia —y lanzó una mirada despectiva a su entorno.

—¿Entonces, mi coronel? —preguntó un alférez.

—Es indispensable haber vivido en el extranjero de niño, si no, imposible.

La concurrencia perdió el interés, también Marco —aunque dominaba a la perfección el francés gracias a que vivió con su familia en Suiza muchos años atrás—, y se empezaron a escuchar murmullos hasta que el capitán Patricio les llamó al orden. El ponente se recreó en las distintas misiones que se les podía encargar a esa estirpe especial de oficiales de la Guardia Civil. Sonaba glamurosa la vida próxima a las embajadas y los viajes por todo el orbe de los que hablaba el coronel Estébanez. Impresionó cuando, a manera de contraste y provocación, y después de un “¡A ver, señoritos, si me oís de una puta vez!”, informó de las acciones humanitarias desarrolladas por el estado español en el extranjero. “El egoísmo es lo que nos degrada como seres humanos, solamente queremos consumir y tener nuestra parcelita, regándola con mimo para después dormirnos la siesta en una hamaca. Y el resto de la humanidad, ¿que se vaya al carajo, ó qué?”.

Fue interrumpido por el capitán Patricio:

—¡Coronel, siempre tan exagerado! —y apoyó su mano en el hombro del conferenciante—. ¿Alguna pregunta?

Las palabras de Estébanez fueron un revulsivo, por lo menos se hicieron diez preguntas, algunas con enjundia. La reunión resultó muy pasional, “Si se dispone de recursos para ayudar a otros países y existe un mandato del Parlamento Europeo de Estrasburgo en esa dirección, ¿por qué no nos implicamos?”. Marco Molpeceres se quedó pensativo; con Estébanez había que contactar por correo electrónico, no quería que nadie le manifestase públicamente su interés, podía ser inoportuno…

Marco no obtuvo respuesta de la secretaria de Estébanez, Maitechu, hasta pasados tres días. Le sorprendió la demora, pues en su presentación parecía buscar candidatos con desesperación. Le citaron en una oficina del Cuartel General de la Guardia Civil de la calle Guzmán el Bueno. Cuando se presentó en la sección de “Recuperación de la fauna autóctona” nadie tenía noticias del coronel Estébanez, y en información tampoco le supieron dar su paradero. Llamó al número de teléfono que aparecía escrito en el correo electrónico y Maitechu le recomendó acudir a la casa cuartel de Caravaca del Dorado, a las afueras de Madrid. Tuvo que esperar un rato debido a que estaba reunido, y cuando terminó salieron a tomar algo; pasarían desapercibidos —le comentó el coronel— ya que vestían de paisano. Caminaron despacio por una zona industrial hasta llegar a un bar solitario situado detrás de una desangelada fábrica de refrescos.

—¿Estás seguro de tu elección? —preguntó Estébanez.

—Sí —contestó Marco Molpeceres a secas, ya que el coronel le había dicho antes que se olvidara para siempre de los grados.

Estébanez pidió una ración de tortilla y una coca-cola. Marco tomó un café. Cuando pretendió indagar sobre si muchos más se unirían al servicio, el coronel le dirigió una mirada fría y masticó el último trozo de tortilla.

—No me gusta que me defrauden.

Ante el silencio de Marco, insistió:

—¿Y tú, qué?

—Cumpliré con mi deber.

—Eso espero, chaval —tras una pausa continuó—. A partir de ahora te vas a enterar de muchas cosas de las que nunca debes hablar.

Pagaron su consumición y después de despedirse del camarero, cuando abandonaban el bar a través de un largo pasillo atestado de fotos con motivos taurinos, Estébanez le agarró del brazo y se introdujeron en la zona de los lavabos situada en un recodo inmediatamente antes de la puerta que daba a la calle. En el pequeño hall al que accedieron observó un teléfono de uso público, una máquina expendedora de tabaco, otra de preservativos y tres puertas señalizadas: caballeros, señoras y minusválidos. Sin dudarlo, Estébanez abrió la última y entró con resolución haciendo un gesto a Marco para que le siguiera. Cerraron la puerta, el coronel miró con detenimiento su cara ante el espejo como si revisara el apurado de su afeitado matutino, y entonces se abrió una puerta camuflada en un panel de madera repujada. Ambos pasaron a una estancia donde un guardia uniformado contemplaba aburrido un circuito cerrado de televisión con múltiples monitores de video; vigilaba el acceso al bar, su interior y los cuartos de baño. El coronel los presentó y el guardia pronunció un lacónico: “Bienvenido”.

Estébanez paseó con orgullo al joven oficial por las minúsculas cuatro estancias que constituían el Cuartel General de Inteligencia de la Guardia Civil y le fue presentando a las trabajadoras; ya que salvo el guardia de la entrada todas eran mujeres —mayores y no muy agraciadas—, ¿elegidas a propósito? ¡Menudo glamour! Una de ellas era Maitechu.

—¡Ni organismos oficiales ni leches! —exclamó Estébanez—, mira la mierda de oficina que tenemos y eso que somos los más eficaces.

—¿Y dónde están los espías? —preguntó Marco.

—¿Dónde van a estar?, ¡trabajando! —y le dio un suave golpe en el omóplato—. Aquí recogemos la información y hacemos lo más complicado: la ordenamos y le damos un sentido.

Se sentaron en la sala del fondo, el despacho de Estébanez. No existía ninguna puerta que separase esa estancia ni otra de las demás. Desde donde estaba sentado, y mientras Estébanez consultaba su ordenador, escuchó una conversación que procedía de una de las salas adjuntas. Era entre dos mujeres tartamudas, y no supo si versaba sobre Boston o Bombay. Un rato antes, en el momento en que el jefe se las presentó, se bloqueó; no entendió el motivo por el cual las dos secretarias, María y Juani, muy simpáticas —pero para Marco infelices—, compartían ese destino. Después sí, ahí no tenían que hablar prácticamente con nadie, salvo entre ellas mismas.

Sin dar explicaciones, Estébanez se puso de pie y conectó una televisión que había sujeta a la pared; daban las noticias de las trece horas y Marco se dispuso a atenderlas. Estébanez, al sentarse, nuevamente requirió su atención.

—¿No serás comunista?

—¡Qué va! —respondió el joven oficial algo turbado.

—¡Es broma, hombre!

Comentó el complicado marco político español y la obligación de los Cuerpos de Seguridad del Estado de someterse de manera clara a los designios de los gobernantes; bueno o malo, el sistema democrático es lo que hay que defender y, por supuesto, obedecer.

—La clave del espionaje está en el extranjero, y eso nos obliga —explicó Estébanez sosteniendo la mirada del muchacho— a estar dispuestos para pasar largas temporadas fuera.

—No me importa.

—Las mentes son frágiles, y la soledad, a veces, socava los cerebros más fuertes. Tienes que saber que si quieres puedes cambiar de destino, si no vales para esto nos dejas y en paz. Por supuesto, no constaría en tu hoja de servicios. Pasarías, sin más, al cuartel de Caravaca del Dorado.

Marco Molpeceres asintió con la cabeza.

—Eres extraño —dijo Estébanez intentando sorprenderle—, aparece tu padre después de tanto buscarlo y te largas de España.

Marco no dejó notar su indignación por la intromisión de Estébanez en sus asuntos; tan solo hizo un gesto con la cabeza y los labios con el que quiso poner de manifiesto que él tampoco lo comprendía.

—¿Y de novias…, nada? Porque la Marisol esa no es tu novia, ¿verdad?... ¿A qué somos buenos?

—No vais mal encaminados, no.

—Hablando ahora en serio, deberías gestionarte una inversión. Los bonos de Totote están muy bien y tienen la garantía de nuestro Patronato; piénsalo, pues cuando salgas al extranjero ganarás mucho con las dietas y otras historias. Ahora vete —ordenó tras una pausa—, termina los papeleos de la academia y dale a Maitechu tus datos para la nómina. A todos los efectos tu destino es la casa cuartel de Caravaca del Dorado; este sitio en el que nos encontramos no existe. Cuanta menos gente conozca tu puesto de trabajo verdadero, más seguridad para ti mismo —y añadió con expresión escéptica—, ¡tú eliges!

Al salir se fijó mejor en el recorrido de vuelta al centro del poblado; durante largas calles caminó flanqueado por sencillos muros de antiguas casas o fábricas. Los árboles de las márgenes, destinados a regalar islas de sombra a los viandantes, eran pocos y de escasa envergadura.

En cuarenta y ocho horas Maitechu le mandó presentarse en “La matriz”, nombre —como le explicó— con el que le gustaba llamar al Cuartel General de Inteligencia de la Guardia Civil. Estébanez no estaba, pero sí Maitechu, María y Juani, con las que desayunó un café con un cruasán. Superadas las primeras frases, se acostumbró al ritmo especial de María y Juani; entre las tres se adivinaban las palabras sin tener que verbalizarlas por completo. Se mostraron muy interesadas en la vida afectiva de Marco, aunque él no soltó prenda. “Por fin, sang… nue…”, dijo Juani sonriendo de oreja a oreja.

Maitechu le informó con detalle de que para poder participar en las misiones de la Unión Europea estaba obligado a seguir un curso de capacitación que se impartía todos los meses en la Torre Picasso; de lo contrario, no sería admitido en la base Delors, su más que probable destino en los próximos meses. Así pues, le conminó a que acudiera y le entregó el comprobante que debía aportar a los organizadores.

Durmió en la casa familiar francamente a disgusto; no soportaba la atmósfera artificial que se respiraba, le parecían sapos enamorados reencontrados en una antigua rutina. Se levantó a primera hora y tras una ducha rápida se marchó con la idea de desayunar fuera. Abandonó el metro sumándose a los miles de oficinistas que salían a esa hora de la estación de “Nuevos ministerios” con destino a los edificios cercanos. Fue de los primeros en llegar a la planta cuarenta, donde procedían de forma muy escrupulosa con la seguridad a la hora de acceder a las dependencias del curso. Tuvo tiempo de observar el bullir mañanero de la gran ciudad desde las alturas, mientras bebía un aromático café de máquina. Le entregaron un maletín con la documentación y pasó al salón de actos, donde no menos de cincuenta personas recibieron la bienvenida de boca del presidente de la empresa “responsable de la formación de los europeos del mañana”, según dijo de manera rimbombante. Las clases empezaron con la comparecencia de un catedrático de Historia de la Unión Europea. Como si un sordo imán los hubiese atraído, a las diez y media tomaban café juntos los únicos seis españoles del curso; dos castellanos, dos levantinos, un andaluz y una bilbaína. El resto de participantes eran trabajadores no europeos, básicamente de servicios de limpieza y personal de tropa para la base Delors; a quienes se les concedía la nacionalidad europea durante un año, el tiempo de su contrato. No había duda de que los nativos españoles aprobarían el curso con una calificación superior a ocho, y los extranjeros, todos como por casualidad, con un cinco raspado. Algunos casi no hablaban español y también se habían agrupado según su sitio de procedencia.

Se presentaron, Marco como experto en seguridad, tres constructores —España desarrolla su esfuerzo inversor en el metro de Zólto—, un otorrinolaringólogo y una organizadora de eventos, Amaya. Estaban ilusionados por la envergadura de sus futuras tareas en Zólto, a la par que preocupados por la seguridad, allí están en guerra, ¿o no? Las miradas convergieron en Marco:

—Para eso vamos, para ayudar a que se estabilicen.

—Claro que sí, ¡pero sin dejar la piel en el empeño! —dijo el constructor sevillano.

Marco señaló con la mirada al resto de los asistentes, que con una voracidad manifiesta engullían bollitos ajenos a su porvenir, y el grupo entendió rápidamente que la piel en juego era la ajena.

Amaya poseía unas ideas sociales que a Marco le parecieron progresistas, pretendía impulsar en Zólto eventos de todo tipo para favorecer que los españoles conociesen los problemas de los lugareños, en especial los de los más débiles. “Muchos no beligerantes —decía vehemente— se mueren de hambre. ¡Los más nobles no tienen qué llevarse a la boca!”. Después de una semana escuchando sus proyectos altruistas y, sobre todo, oliéndola —su colonia “Tardes únicas” le evocaba a otra mujer con la que disfrutó un verano—, ella sacó en una comida del curso en la que Marco estuvo a punto de proponerle que cenaran juntos, como por telepatía, el tema de los preparativos de su boda; cabizbaja reconoció que seguramente no llegaría a partir para Zólto, pues su futuro marido se lo había prohibido, aunque no se daba por vencida:

—¡Qué coño!, por lo menos dispondré del pase para Europa. Tú vendrás a mi boda, ¿verdad, Marquito?

—¡Por supuesto, Amaya!

En clase de Comportamiento social europeo la profesora discurrió sobre lo que es y no es acoso sexual en el entorno laboral, y pareciera que lo fuese casi todo. A efectos prácticos sugirió a los varones —la inmensa mayoría de los participantes—, en un tono risueño, que por su bien no se insinuaran a ninguna compañera de trabajo y que, si acaso, estuvieran atentos a la posibilidad de que ellas —si de verdad lo deseaban— se manifestaran en primer lugar. En cuanto a las relaciones con personas de Zólto, las normas son estrictas, nadie puede traer a un chico o chica de allí —ni tan siquiera una vez casados—, si esto ocurriera empañaría la imagen de seriedad de la Unión Europea, “Cualquiera podría pensar que nuestra gente está allí de vacaciones más que otra cosa”. Para los europeos no nativos, la constatación por las autoridades de una de esas relaciones implicaría automáticamente la retirada de la nacionalidad europea. Si alguien desea desfogarse, que se aguante a su turno de descanso en la península.

Era imposible que los alumnos siguieran de forma apropiada el abigarrado programa de veinte créditos que estaban recibiendo en un mes; desde el manejo de los residuos en la base Delors hasta las primas por “cumplimiento exquisito” de las tareas encomendadas, pasando por la historia, geografía, lenguas y cultura del país de destino, todo entraba en el curso de la Torre Picasso. Una de las últimas tardes, en las que muchos se ausentaban —cansados de tantos conceptos teóricos y porque ya preparaban las maletas—, los organizadores presentaron a un profesor barbudo de aspecto descuidado para que hablara desde el punto de vista de aquellos que no ven en el ideario oficial de la Unión Europea el mejor itinerario posible. Se le cedían cuarenta minutos en función de una ley de la propia Unión Europea relacionada con la formación “contradictoria” del personal a su servicio. Bromeó el jefe docente:

—En esta vida hay que conocer todos los enfoques, aunque de antemano ya sepamos, ¡caramba!, lo absurdos que son.

El hombre expresó sin tapujos su repudio a la Unión Europea y a sus métodos para zamparse al mundo entero de la mano de su socio incondicional, los Estados Unidos. Todo lo que hasta ese día había sido, a través de las distintas clases y enseñantes, una ayuda desinteresada de la Unión Europea a las zonas del planeta que la solicitan de modo expreso, se transformó en la utilización miserable de diferentes técnicas de penetración cultural, que andan exclusivamente a la caza de mercados para sus ingentes productos inservibles que degradan la condición de los humanos. “La democracia de occidente es peor que la peste”, pasó a explicar el porqué y lo decía de una manera cada vez más atolondrada, ya que comenzó un rumor creciente que provenía del auditorio. Aseguró, apoyado en varias diapositivas con gráficos, que la ayuda europea solamente busca enriquecer a unas cuantas empresas, sobre todo armamentísticas, mientras muchos de los ciudadanos de la misma Unión necesitan un auxilio que no se les concede. Su cantinela resultó repetitiva, aunque a Marco no le pareció mal encaminada; así y todo, por vaguería —y gamberrismo quizás— se plegó a la silbada generalizada que el ponente aguantó con estoicismo. Fue virtualmente echado por el jefe docente, seguido de cerca por un inmigrante que enarbolaba la bandera de la Unión Europea, lo que los asistentes aplaudieron con energía.

Marco, consciente de los pocos días que le quedaban en Madrid, aprovechaba las noches para reunirse con los amigos y contarles su próximo viaje a Zólto. Su padre también quiso quedar con él de manera formal, así lo hicieron y cenaron en el centro. Tal vez por la acción mitigante del alcohol y por el paso del tiempo, a Marco ya no le resultó tan insoportable y, además, su renovada aportación a la economía familiar hacía que casi no guardase rencor hacia el reaparecido. Le venía como anillo al dedo para poder dejar su casa sin remordimientos de tipo monetario, y su cuantiosa paga sería exclusivamente para él. Un tanto entrometido, el reencontrado padre opinó sobre sus hermanos y lo que era más conveniente para sus vidas, pretendía que trabajasen y se independizasen cuanto antes; Marco conjeturó que si le habían aceptado sin mayor problema, “¡allá ellos!”. Pasados de vino, su padre le sugirió que se cuidase de las mujeres: “Uno se casa solo por tener entretenimiento todas las noches, y eso se acaba”.

Antes de partir pudo hablar con Estébanez, quien le repitió su cometido: ponerse a las órdenes del capitán Hute para investigar delitos en Zólto.

—Me interesa que me informes de los detalles de la confrontación que allí se desarrolla. Nosotros tuvimos nuestra guerra civil, pero lo que se nos avecina, que ya se ve en Zólto, es distinto. ¿Cómo te explico? No tiene una ideología. Se matan porque les sale de los huevos… Es como un salto atrás, a la animalidad.

—¿Qué tipo de detalles quieres?

—No sé. Por ejemplo... ¿Qué hace falta para que tú, de buenas a primeras, mates a un gallego solo por serlo, sin ningún otro motivo?

—Pues, que se me vaya la olla.

—Bien, pero habrá algo más. No se le va la cabeza a millones de personas a la vez.

—La religión. Son inducidos.

—¿Tú crees? ¡Entérate!

ZÓLTO

Marco llegó a Zólto un domingo. Para hacerse una idea cabal de cómo es la base Delors, ineludiblemente hay que estar allí, forma por sí misma toda una población. Desde el aire el piloto mostró a los pasajeros los anfractuosos tres muros de seguridad que la protegen de las incursiones de los rebeldes. En cuanto a Zólto, es —al menos desde las alturas— otra gran ciudad muy extensa.

En el aeropuerto —situado dentro del recinto amurallado, y a todos los efectos prolongación de cualquier país europeo— Marco, con absoluta normalidad, cogió un autobús que le acercó a la estación central de la base Delors; desde allí, un taxi le trasladó al gigantesco edificio de la residencia de oficiales. Se respiraba tranquilidad, con el sistema de anillos protectores no se registraba una acción terrorista en la zona céntrica de la base desde hacía tres años. En Delors todo es relativamente nuevo, se construyó para evitar las frecuentes emboscadas que se sufrían al comienzo en Zólto. La base está situada en un páramo y solamente los bordes de las vías tienen unos metros de césped regado de manera automática, más allá todo es maleza y rastrojos. Dentro del edificio el sargento de guardia le mostró su apartamento y le entregó unos pases temporales para el comedor y las cabinas telefónicas. Se puso en contacto con Madrid y su madre lloró espasmódicamente, por el contrario, su padre se mostró contenido y le sugirió que no estuviera preocupado por Elvira, que en un rato se le habría pasado; su hermano le preguntó si ya había olido la pólvora, “Un pimiento” —respondió Marco—. Contempló su nuevo hogar, desde la ventana podía ver una gran extensión vacía en cuyo final se insinuaba una charca, sin duda un espejismo. En las proximidades de su edificio, unos pocos árboles birriosos, ordenadamente dispuestos, trataban de superar impertérritos la dura climatología.

A primera hora se presentó ante el capitán Hute en el Cuartel General de la Seguridad de Zólto, situado a escasas siete calles de la residencia de oficiales. El espacio asignado a Hute era pequeño y estaba dividido en dos por una mampara acristalada en su sección superior. La parte más alejada de la entrada —donde se encontraba situada la mesa del capitán— tenía una ventana que daba al exterior, desde la cual se veía el lago artificial, central a todos los edificios de la defensa; Hute le contó en francés que estaba lleno de unos hermosos peces, y le explicó la costumbre que tenían de ofrecerles el pan que se desechaba del menú del restaurante del sótano. Conversaron afablemente, y después Hute le llevó a que conociese a los otros oficiales de policía con los que iba a trabajar. Un “Hay que convivir con todos”, le puso en la pista de lo que sería, desde el punto de vista profesional, su estancia en la base Delors; habría que hacer auténticos malabarismos para sacar cualquier tema adelante. Le instalaron en el pequeño antedespacho del capitán Hute, a su derecha tenía la mampara y a su izquierda una puerta abierta a un pasillo bastante transitado que conducía al economato del edificio.

Durante dos semanas se estuvo familiarizando con los expedientes en curso; el primer y el tercer día comió con su capitán, el resto, solo o acompañado de un teniente de aviación español que trabajaba en un edificio colindante. La aparente sencillez del conflicto subyacente, visto desde España, se le convirtió en una abigarrada piedra llena de aristas imposibles de captar. La función del departamento en el que se integró consistía en la investigación de aquellos crímenes que pudieran considerarse un atentado contra la naciente democracia de Zólto. Más concretamente, Marco debía de salir fuera del contorno amurallado, por supuesto que con las debidas garantías, a recoger las pruebas que permitieran juzgar a los responsables de tan execrables actos. El capitán Hute retrasó prudentemente su primera salida todo lo que pudo, de hecho, Marco sustituía a un carabinieri italiano que renunció por el estrés que le generaba tener que abandonar casi a diario la base Delors.

Entre tantos documentos de violencias sin fin, Marco, al igual que muchos oficiales, se distraía viendo algunas noches los partidos de la liga de campeones, y hasta se hizo socio del club de hinchas del Real Madrid en la base. Los primeros días llamó a casa a diario, luego apenas tenían cosas que contarse; y a las seis de la tarde se encontraba en su pequeño piso contemplando en soledad los luminosos atardeceres. Echaba en falta a Marisol y al resto de compañeros de la academia, el chat le ayudaba, pero resultaba insuficiente. Muchas noches se quedaba hasta la madrugada explicando a Estébanez —en correos electrónicos que enviaba encriptados— los motivos de las guerrillas en Zólto, incluso sacaba información de la habitualmente desierta biblioteca de la delegación de la Escuela Europea de Guerra, y reconocía que todo era conjeturas. Como buen jefe, Estébanez prácticamente no respondía, y de hacerlo, le encargaba nuevas tareas.

El primer día que tuvo que salir de la base Delors sintió miedo. Por un instante, mientras desayunaba en su piso, se imaginó haciendo las maletas unas pocas horas más tarde por haber claudicado; desde luego tenía la ropa limpia, dos días antes había bajado a la lavandería. Conoció a sus ayudantes en la elaboración de los atestados, eran dos suboficiales uruguayos, Arsenio y Julio, poseedores, cómo no, de la nacionalidad europea provisional. Se encontró con ellos en el edificio de Salidas al Exterior, le pareció raro —por exagerado— el entusiasmo que pusieron al saludarle, cuadrándose de manera desconocida por él en la academia de la que provenía. Los muchachos eran simpáticos y, si bien mayores que Marco —había consultado sus fichas—, mostraban una expresión infantil y muy sonriente. Su deje al hablar le produjo gracia, pero le incordió que no dominaran el idioma inglés ni el francés, solo podían comunicarse en español y dedujo que por ese motivo se los habrían asignado. Mientras se ponían el uniforme de combate en los vestidores se presentó —también con atuendo militar— la traductora, Sutela, una lugareña que poseía un perfecto dominio de las tres lenguas locales y del francés. Se colocó junto a Marco en una mesa próxima a las taquillas y ambos analizaron el caso del que debían ocuparse en un barrio de mayoría maslop, cercano a la estación de trenes de Zólto. Los uruguayos se mantuvieron aparte, afuera, fumando nerviosos —sabían lo que se jugaban—, no podían participar en la charla porque a todos los efectos resultaban sordomudos. Les interrumpió el suboficial británico que los acompañaría; le dijo a Marco que sabía que era novato y que estuviera tranquilo, que no pasaría nada, y añadió mirando al cielo: “Los helicópteros nos cubren”. Por fin partieron en dos vehículos blindados marcados con enormes banderas europeas para no ser confundidos. En el primero viajaba la escolta compuesta por ocho hombres y en la parte trasera del segundo iba el equipo de investigación: Marco, la traductora y los dos ayudantes suramericanos.

Al rebasar el tercer anillo defensivo y dejar atrás la base Delors, Marco observó a los uruguayos persignarse y rezar. La traductora, con desparpajo y contraviniendo las ordenanzas, se quitó el casco y el chaleco antibalas para repasar cómodamente el protocolo que debían rellenar. Este gesto relajó a Marco, que dejó de sentir sudores fríos, como si el cohete en el que iba hubiese traspasado con éxito la peligrosa atmósfera propia. Se acercó a una rendija que hacía de ventanilla y miró al exterior: unos niños acarreaban leña sobre una quejumbrosa mula y otros, con gastados uniformes de colegio, corrieron unos instantes en paralelo al vehículo acorazado; en pocos minutos transitaban por el interior de la ciudad donde, en medio de la circulación caótica, ellos tenían prioridad absoluta para moverse gracias a sus ametralladoras y cañones que apuntaban en todas las direcciones.

En la puerta de un edificio en el que se había cometido el asesinato de un editor les esperaba un viejo coche de la policía local. En la calle, muchas personas inmóviles observaban al grupo de europeos y Marco se sintió intimidado; Sutela lo percibió y le comentó que no significaba nada, que se trataba de vecinos desocupados. Dentro, un hombre ensangrentado yacía boca arriba sobre una grasienta máquina fotocopiadora con un contundente corte en el pecho, infringido seguramente con un hacha; en la herida cabía un puño. Era mayor, y alguien había dispuesto sus manos fuertemente teñidas de sangre, como sus ropas y el suelo, con los dedos entrecruzados por delante del abdomen. Los uruguayos, sin mediar orden alguna, empezaron a tomar fotos y a recoger muestras biológicas, así como posibles huellas. Sutela le sugirió a Marco que iniciara el interrogatorio; en una estancia adjunta una veintena de personas estaban listas para testificar ante el “comisario europeo” —como se enteró que le llamaban—. Las declaraciones se grababan y la traductora hacía una breve síntesis a Marco de lo que manifestaban: básicamente, quién suponían que era el asesino y por qué lo había hecho. Más que prestar atención a las palabras de Sutela —todo le resultaba muy similar a lo recogido en otros expedientes que llevaba tiempo revisando—, miraba con detalle a las personas: sus grandes narices y fuertes pómulos encajados en una cabeza casi siempre agachada y la forma de arreglarse el pelo. Un anciano, al hablar, echaba escupitajos que alcanzaban a Sutela y que la obligaban a limpiarse la cara con un pañuelo, a pesar de lo cual el hombre no se inmutó. La ropa que vestían era anticuada y mil veces remendada. Después de los rápidos interrogatorios se entrevistaron con la mujer del editor.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Marco, que sospechó algo raro por la intensidad de las palabras de Sutela dirigidas a la llorosa mujer.

—¡Qué se hará justicia! —exclamó emocionada.

Tres días después, en su antedespacho, contaba ya con toda la información del caso del editor asesinado, incluidas las concienzudas traducciones de los interrogatorios. “¡Menuda maraña!”. Detenidos: ninguno, solo debían acumular pruebas inmiscuyéndose lo menos posible en el frágil devenir de la vida en Zólto. El editor no era maslop, pero fue hallado como si lo fuera, con los dedos entrecruzados. Ninguna de las personas interrogadas declaró haber colocado de esa manera los dedos del muerto, “¿lo hizo el asesino a manera de postrera ofensa?”. El capitán Hute ordenó investigar el caso porque el hombre había realizado —días atrás y por una pequeña cantidad de dinero— mil fotocopias de un panfleto discretamente antigubernamental; aunque Marco, después de leerlo de modo detenido —una vez traducido—, creyó firmemente que más bien se trataba de un apoyo al régimen imperante en Zólto. Hute lo encontró en medio de estas disquisiciones, y al ver sobre su mesa la foto del hombre muerto con la atroz herida en el pecho sintió lástima por el joven e inexperto oficial español.

—¿Vienes esta noche a la ópera?

—¿Aquí? —respondió Marco.

—Es una audición privada, en home cinema. Nos la explica un profesor de Venecia.

Aceptó a regañadientes, no le apetecía, pero resultaba imprudente negarse a una invitación de su jefe. Hute, emocionado —después de cerrar la puerta del despacho que daba al pasillo, infringiendo sus propias órdenes, ya que le había repetido a Marco que la transparencia en el quehacer diario era fundamental y prueba de ello es mantener las puertas abiertas—, le habló de esta actividad que se había sacado de la manga junto con el coronel Stephan de Abastecimientos, para promover allí, “Casi en el fin del mundo”, la ópera, la creación artística europea por excelencia. El capitán adivinó a la perfección lo que Marco pensaba y que su cara evidentemente reflejaba:

—Si la ópera te parece aburrida es porque no la comprendes.

—¡Qué va, me gusta! —exclamó fingiendo.

—Hemos convocado para hoy la sesión por el atentado de esta mañana en el mercado.

—No veo la relación —comentó Marco confundido. —Inmediatamente después de una masacre de estas características la seguridad aumenta por unos días y no se producen nuevos atentados, es como si se cansaran o creyesen que nos ponemos en alerta. Una cosa inexplicable más. Así que hoy podemos estar tranquilos.

—¿Dónde es?

—En la casa del embajador canadiense, el señor Gautière. Se va rotando, cada sesión se hace en la casa de una autoridad diferente.

Eran pocos los militares europeos interesados por el bel canto; al ver a sus compañeros, todos impecables, Marco se propuso acudir si había una próxima vez con mejor pinta. A las seis en punto, en la entrada de la residencia de oficiales, les recogió un autobús que, tras un rápido recorrido por la base Delors, prácticamente se llenó; a Marco le dio la impresión de que predominaban los funcionarios, y comprobó que muchos se conocían de encuentros previos. Las contadas mujeres que acudieron —en general ya mayores, parejas de diplomáticos— iban elegantísimas, con vistosos chales y sombreros. Les recibió el embajador con tal sencillez que contrastaba con la magnificencia de su residencia, construida con finas maderas del Canadá. Hasta tuvo unas palabras para Marco y, al darle la bienvenida, le contó que había sido, pocos años atrás, cónsul en Barcelona. Su señora se desvelaba por sentar a los asistentes en unos cómodos sofás situados delante de la pantalla del home cinema. A la manera de un montaje meticulosamente preparado, cuando estaba todo dispuesto, desde una habitación contigua al gran salón apareció el embajador agarrado del brazo del profesor italiano, a quien presentó “para los nuevos” —y le clavó la mirada a Marco— como Luigi. Era muy delgado y alto, adornado con unas largas patillas canas; iba ataviado con tres camisas entreabiertas una encima de otra y de colores intensos, negra, amarilla y roja. Hablaba a los asistentes en italiano, lo que obligaba al embajador, cada poco rato, a recordarle que, por favor, pasara al francés. Luigi lo hacía tras golpearse la frente con la palma abierta mientras dirigía la mirada al techo. Hute y otros sonreían, conocían bien este gesto del profesor italiano, venido —luego se enteró Marco— en un vuelo especial desde Venecia para la conferencia, volvería esa misma noche a la bella ciudad de los canales.

La charla versó sobre Gaetano Donizetti, y Luigi empleaba términos —ya desarrollados en charlas previas— que Marco no entendía; al parecer se habían producido varios encuentros de los que Hute presumía entre risitas de no haber faltado a ninguno. El compositor italiano —se enteró Marco— creó El elixir de amor en quince días; trabajar a ese ritmo en aquella época era lo normal. Ese detalle no sorprendió a Marco, por lo pesadas que encontraba las óperas. Se despistó, al estar situado en un lateral —seguramente por ser nuevo— podía observar sin disimulo a los espectadores; casi nadie parecía atender a Luigi salvo él mismo, que estaba como embelesado escuchándose y escuchando otra vez, por qué no, el triste final de la vida del compositor. Los asistentes se espiaban los unos a los otros, como si planificasen la manera de abordar al vecino en el descanso. Tras la presentación de los cantantes y del director de la puesta en escena arrancó el deuvedé. La señora Gautière, muy ceremoniosa, mandó a los dos mayordomos cerrar las contraventanas para que la luminosidad aún existente no perjudicase al público; por el contrario, se encendieron unos veladores de escasa potencia situados sobre unas pequeñas mesillas en las esquinas del salón, imitando una genuina sala de teatro. Luigi detuvo la proyección en dos momentos que consideró claves y ahondó en las explicaciones.

El entreacto resultó un respiro, al menos para Marco. La embajadora les hizo pasar a otro salón rodeado de grandes ventanales con vistas a un jardín iluminado, donde se había preparado una merienda-cena. El ambiente era agradable, todos los comensales estuvieron interesados, de manera aparentemente sincera, en lo que hacía el otro, y a Marco le invadió la serena sensación de estar rodeado de buena gente. De hecho, prácticamente todos los asistentes a la audición eran benefactores de Zólto; ya fuera de ancianos sin recursos, enfermos diabéticos o niños huérfanos. Colaboraban con su granito de arena a mejorar La Tierra y, por supuesto, estaban indignados con las calamidades que provenían como sórdidos ecos de más allá de la base Delors.

Al finalizar Nemorino el aria Una furtiva lágrima, los presentes se hallaban tan entregados como en su día lo estuvieron los espectadores del Metropolitan de Nueva York —teatro de ópera donde se realizó la grabación— y aplaudieron de manera entusiasta.

Al día siguiente, en el trabajo, Hute no le comentó nada de la velada de la noche anterior; sin embargo, Marco se notó más unido a él y perdonó mejor su frialdad profesional. Sin preámbulos, su jefe le encargó la investigación de unos actos violentos acaecidos en el delta próximo a Zólto. Esta vez les abrió paso el ejército local. En las inmediaciones de una mansión con embarcadero sobre el río encontraron un montón de cadáveres a medio quemar; ya habían divisado el humo desde la salida de Zólto. Lo más impresionante fue el olor a carne chamuscada, tan penetrante que todos los miembros del equipo investigador, así como los escoltas alemanes, tuvieron que ponerse las máscaras antigás para poder actuar. Los agresores se salieron con la suya, ya que prácticamente ningún cadáver era identificable. Los uruguayos metieron en grandes bolsas los huesos rescatados de las cenizas, había trabajo de forense para rato; grosso modo pensaron que habrían asesinado por lo menos a treinta personas. El motivo: un misterio; al parecer las gentes de las pequeñas aldeas del delta se dedicaban al comercio de algunas mercancías legales, y otras no tanto. No había nadie a quien interrogar. La casa había sido saqueada y hasta los elementos del cuarto de baño fueron arrancados de cuajo, aunque no necesariamente por los mismos criminales; es costumbre en la guerra de Zólto que la plebe pille enseguida lo desatendido.

A Marco se le acumulaban los casos sin resolver, no terminaba de asimilar que esa fuese su tarea; juntar pruebas y nada más, ser una especie de espectador de lujo. Los informes de los forenses y las traducciones de Sutela ocupaban ya varias carpetas. El fin de semana habló con Madrid, realmente creyó que no le esperaban, y ciertamente no sabía cuando regresaría; cuantas más libranzas sin volver acumulase, más premios en sobresueldo. Sutela le invitó a conocer Zólto de paisano, tuvo miedo y se excusó; otras personas iban a Zólto por libre, aunque estaban adoctrinadas: en caso de incidente o secuestro, el monto de la indemnización sería mucho menor que si se produjese en acto de servicio.

Acudió por primera vez a una reunión de seguimiento de la acción policial en Zólto, la convocó el general Pete Dos en una sala situada al final del pasillo de la tercera planta. Cuatro parejas más, como Marco y Hute, acudieron al encuentro. Pete Dos fue cediendo la palabra a cada equipo, que exponía los sucesos investigados y sus resultados, y cuya presentación en power point la realizaba el miembro más joven. Los casos de los otros equipos eran muy similares a los suyos, y la obtención de resultados, asimismo, más bien pobre o nula. Debido a que la sesión se prolongó más allá del mediodía, desde cafetería les subieron unas raciones que a Marco se le atragantaron, a diferencia del resto que sí disfrutó del gratuito menú. Cuando Pete Dos, que tenía una llamativa prótesis ocular en el lado izquierdo, le preguntó a Marco en tono cordial al finalizar su exposición: “¿Y cómo estás en Zólto?”, este le confesó descorazonado:

—Raro, no creí que vería tantísimos casos... Sobre todo, me fastidia no poder actuar.

Sus compañeros le miraron extrañados. Hute terció algo molesto:

—Si no tenemos el mandato, es imposible que podamos intervenir.

Un joven oficial de policía finés, que antes hizo una presentación llena de colorido, metió baza:

—Te acostumbrarás, al comienzo yo también estaba descontento; luego ya no, una vez que comprendí cual era mi tarea y me atuve a ella. Ahora siento que soy útil, en un plazo medio nuestro trabajo traerá importantes consecuencias, ¡estoy seguro! —terminó el rubio con una amplia sonrisa que mostraba una blanquísima dentadura.

Todos asintieron con la cabeza y se levantó la sesión; Marco no entendió bien por qué se había convocado el encuentro, tal vez para intercambiar líneas de investigación y no superponerse, aunque prefirió no profundizar.

Por la tarde escuchó involuntariamente una charla de Hute que, si bien tuvo la precaución de cerrar la puerta existente entre los dos despachos, Marco oyó divinamente, pues a fin de cuentas se trataba de una mampara. Hute repetía una y otra vez, en un tono lastimero desconocido hasta ese momento por Marco, que no aguantaba más la presión, que estaba hasta el moño del “Tuerto de mierda” —Marco asumió que se refería a Pete Dos—, que si las cosas continuaban así mandaría al carajo su ascenso y todo lo demás. Que de ninguna manera renunciaría a la organización de las tertulias de ópera, que aunque le robasen mucho tiempo era lo único que le mantenía vivo. Marco supuso que Hute cortó de modo intempestivo la comunicación por no ponerse a llorar. A los pocos minutos, y centrado nuevamente en un informe pericial, respondió de manera automática al teléfono antes de que terminara el primer timbrazo; era Hute, Marco se giró y le vio con el semblante exaltado, remarcado por las luces ya encendidas del centro de convenciones situado del otro lado del lago. En realidad, más que por el auricular, le escuchó a través de la delgada puerta y la cristalera; si tenía un minuto quería reunirse con él, así que pasó a su despacho.

—¿Qué tal? —preguntó Hute irónico.

—Bien —respondió Marco a la expectativa.

Recibió de manera estoica la primera gran bronca de su vida laboral:

—Guapo, ¡esto no es España! Después de lo de hoy habrás visto que resolvemos muchos menos casos que los otros equipos, ya sé que no habías trabajado nunca hasta ahora, pero no será tan complicado emitir informes disponiendo de todos los resultados de las pruebas periciales en 48-72 horas. ¡Por el amor de Dios! — después de una pausa en la que contempló fugazmente el lago artificial, continuó—. Además, estuviste corto esta mañana, ¿cómo cuestionas nada delante de Pete Dos?, ¡es nuestro jefe!

—Hute, si estás así de descontento con mi trabajo, cámbiame de destino o devuélveme a Madrid —dijo Marco armado de valor—. En serio, no me importa. Esto no es lo que creía.

Hute pensó en el carabinieri a sus órdenes que se marchó, otro fracaso en tan poco tiempo pondría en duda peligrosamente su capacidad de liderazgo:

—Mido la eficiencia de mi trabajo en cómo los otros realizan el suyo, es un poco el esquema con el que funcionamos aquí los jefes; estamos para servir a las personas a nuestro cargo, y no al revés. Si tú te retrasas, nos retrasamos todos —con una expresión condescendiente remató—, ¡debes poner el turbo, hombre!

—¿Cómo?, si los informes son todos cojos…

—No te pases —dijo reprendiéndole en un tono amistoso—, solo algunos. En la mayoría de los casos, aunque no detengamos a los culpables, sabemos perfectamente quienes son los responsables de los crímenes. Igual, quién sabe, dentro de seis meses estamos persiguiéndolos y llevándolos ante un juez —aunque, en verdad, Hute se daba ánimo a sí mismo pensando en construir algún día en Zólto un gran teatro de ópera, como el de Manaos, “¡igual de imposible en apariencia!”.

—¿Y por qué demonios no lo hacemos ahora?

—El mandato, Marco, el mandato.

Los dos rieron.

A partir de ese día cogió la costumbre de quedarse en el cuartel general hasta las ocho o nueve de la tarde para recuperar el tiempo perdido; así y todo, las exigencias de Hute no decrecieron, aún quería superar en rendimiento a los otros equipos de investigadores. Únicamente descansaba de la rutina —por la mañana las escenas de los crímenes y por la tarde la redacción de los informes— los días que el mismo Hute le invitaba a la ópera. Asistía a tantas sesiones que en su mente empezaban a mezclarse las tramas de las obras; sin embargo, los habituales de las reuniones las diferenciaban a la perfección. Marco fue conociendo las manías de Luigi, tal como poner a parir a alguno de los cantantes antes de empezar la audición, como si eso a él le aupase; o en los momentos de las grandes orquestaciones flexionar el codo de manera rígida y seguir el ritmo con ímpetu, como si fuera el director de la orquesta. Él, al igual que los demás, se acostumbró a llamarle “Maestro” cada vez que le dirigía la palabra, de lo contrario no hacía ni caso. A Luigi le gustaba explorar los límites emocionales, con ánimo exaltado relataba las vicisitudes de Puccini con su cáncer de garganta —en tratamiento en la ciudad de Bruselas— y la composición de Turandot; la muerte de la protagonista Liu —decía Luigi— representa la propia muerte de Giacomo Puccini.

De manera romántica, con el mando a distancia, volvió el deuvedé inaudible a partir del momento en el que el compositor Alfano completó la partitura inconclusa de Puccini. A una pregunta de un consejero de embajada, Luigi se llevó la mano a la frente mostrando al auditorio la palma con los dedos extendidos, el maestro —desbordado— no pudo continuar y se retiró. Reapareció algo recompuesto para el ágape, y en contra de su costumbre no tomó nada; presumía de ser un fanático de Puccini y de su obra, le consideraba un genio. Así y todo, en el momento de la despedida aceptó los treinta euros de propina que cada asistente le introducía en el bolsillo, a la par que se daban un par de besos: Carissimo, grazie mille. Eso, aparte de los honorarios que le conseguía Hute y que nadie sabía bien de dónde. Aquél día, en el autobús de regreso, Marco coincidió con un simpático constructor manchego a quien le había interesado la ópera, aunque para su gusto aparecían demasiados chinos. En la residencia de oficiales, cuando se lo contó a Hute, este rio alborozado con la anécdota camino de sus apartamentos.

—Las historias en la ópera son simples excusas para cantar y cantar, ¡como los pájaros! —al llegar al ascensor de su bloque se despidió apretándole de modo suave el brazo—. Hasta mañana.

Le despertó el sonido del teléfono a las cinco de la madrugada, una voz seria le informaba del fallecimiento de un oficial en su propio edificio; ya había olvidado que estaba de guardia para cubrir las incidencias producidas en la misma base Delors. Los primeros días sí que estuvo muy pendiente, pero ninguna noche pasó nada. Desayunaría lo que encontrase en los armarios de la cocina, pues llevaba varios días sin comprar en el economato, desde el inicio de su fervor por el trabajo. Adormilado introdujo la mano en una bolsa, aunque reseca la magdalena le serviría de alimento y a los pocos instantes dio un salto. Dentro de la bolsa se movía, también somnolienta, una enorme cucaracha. Lo comunicaría en portería, era intolerable.

En el apartamento 424 le esperaban los uruguayos.

—No hemos tocado nada, mi teniente —dijo Arsenio después de que ambos se cuadrasen.

De una viga vista colgaba un bulto que resultó ser —examinado en detalle una vez rotado suavemente— el coronel Musilot, quien ocupaba ese apartamento. Al estar en lo alto, y alumbrar todas las luces del piso de forma indirecta por ser de diseño vanguardista, no se podía valorar el cadáver de manera apropiada. Marco mandó a Arsenio y Julio a por una escalera y alguna fuente potente de luz. A solas con el coronel, no se dijeron nada; la alargada masa que quedaba del militar dibujaba tenues semicírculos alrededor de una gorra de plato caída en el suelo. Desde arriba lo controlaba todo como un Dios que intimidase a Marco, quien creyó que en la penumbra de esas alturas al coronel le cambiaba la cara por momentos, amoratándose cada vez más. Lo encontraron gracias a que el oficial vecino del piso inferior avisó al servicio de seguridad del edificio al escuchar un violento ruido producido al caer el aparador al que trepó, y que después empujó con los pies el coronel para quedar finalmente suspendido. El oficial estaba convencido de que no vivía nadie en el apartamento de arriba, pues nunca había escuchado ruidos provenientes del mismo. Los guardias tardaron al menos una hora en encontrar una copia de la llave del piso del coronel, que no contestaba a los insistentes timbrazos de la puerta ni al teléfono.

Los sanitarios corroboraron su muerte nada más llegar. Todo estaba cuidadosamente recogido en el apartamento, sobre la mesa del salón había un sobre cerrado en el cual se podía leer: “Para mi familia”. Marco albergaba pocas dudas. Al reaparecer los uruguayos, instalaron una especie de andamio que le permitió a Marco subir sin dificultad hasta la misma altura a la que había quedado dispuesto el finado. Los muchachos sujetaron a Musilot por los pies para evitar los movimientos de rotación; así quedó Marco cara a cara con el coronel, esta vez bien iluminado por unos potentes reflectores. Tenía el rostro hinchado y la punta de la lengua se le escapaba levemente entre los labios. Le sorprendió la vestimenta, un uniforme de gala con un sinfín de condecoraciones en el pecho. En la inspección ocular no detectó señales de violencia, salvo las de la gruesa cuerda en el cuello magullado. Ningún elemento que comunicase la vivienda con el exterior, puertas o ventanas, había sido forzado; se trataba de un suicidio.

A las nueve de la mañana, cansados de esperar al juez de la base, el gobernador adjunto de la misma, Lord Bartholomew, Marco decidió enviar a Arsenio a la cafetería de la residencia de oficiales a por un reconstituyente desayuno para los tres. Hasta la llegada del Lord se entretuvo leyendo el currículum vitae del coronel Musilot, también colocado sobre la mesa para ahorrar cualquier afán a quienes lo encontrasen. El currículum estaba cumplimentado en los impresos homologados para tal fin por el Ejército Europeo; Marco los había visto por primera vez en la base Delors y ya había empezado a rellenar el suyo, porque en caso contrario, según le dijo Hute, “Luego se te olvida lo que has hecho”.

Antes de pasar Lord Bartholomew a la escena del suceso, lo hizo la capitana McGregory, su secretaria personal; quien ordenó a los uruguayos salir del apartamento. Revisó el escueto informe hecho a mano por Marco y estuvo de acuerdo con su valoración de lo acaecido. Mientras lo leía él la observaba, la veía por primera vez —en Delors, los peces gordos hacen una vida totalmente aparte del resto de los mortales— y la encontró atractiva. Vestía un esplendoroso uniforme de camuflaje gris jaspeado con amarillo, y ni más ni menos que delante de su voluminosa delantera izquierda llevaba bordado su nombre y rango. Su cabello debía de ser larguísimo por lo que abultaba debajo de la boina.

Al entrar Lord Bartholomew ambos se cuadraron de manera severa, aunque él vestía de sport con un llamativo pañuelo rosa anudado al cuello.

—Se trata de una autolisis, mi comandante —dijo la capitana.

—Otro, ¡demonios! —exclamó Lord Bartholomew sin mirar al finado.

—Señor, por favor —dijo Marco y le señaló la mesa donde estaba la carta.

—Gracias, teniente —respondió el gobernador adjunto de la base Delors después de cruzar un instante su mirada con la de Marco.

Desgarró el cierre del sobre y ojeó la media cuartilla manuscrita. Persiguiendo una supuesta pista buscó entre las baldas de una estantería hasta que encontró unas tijeras que extendió a Marco:

—Los europeos no claudicamos.

Marco, tras un À vos ordres, se subió al andamio y, no sin dificultad, terminó cortando la cuerda; Musilot cayó produciendo un enorme estruendo al golpear su cabeza contra el piso. Afuera, los guardaespaldas del gobernador adjunto no dejaron entrar al apartamento a unos alarmados Arsenio y Julio. Marco quitó el resto de cuerda del cuello, y los tres contemplaron, ya sin tener que forzar la postura, a Musilot en el suelo.

—Creo que la gente lo hace para sacar más dinero. A largo plazo, ingresa más su familia si se fallece en acto de servicio que con la jubilación —dijo Lord Bartholomew—. Haga un nuevo informe, teniente. La causa de la muerte ha sido un fuerte golpe en la cabeza. Envíe a casa solo las cenizas.

Se despidieron, y pudieron entrar los uruguayos hablando en español. Marco, mientras sus asistentes introducían el cadáver en una gran bolsa negra, extrajo del cubo de la basura su informe inicial y las últimas voluntades de Musilot: “Estoy cansado y me marcho. Me pasé la vida juntando papeles sin ver que así la malgastaba. ¿Cómo volver al comienzo y rectificarla?”.

Terminado el nuevo atestado, hacia el mediodía, cuando se dirigía al despacho se encontró con Hute a mitad del puente sobre el lago, se encaminaba a una reunión. Atropelladamente le contó lo acontecido, incriminando al gobernador adjunto de la base Delors en una deslealtad.

—Cada uno es dueño de sus actos —declaró un enigmático Hute.

—Mira —exclamó Marco extendiéndole la cuartilla de Musilot parcialmente rasgada.

Hute la leyó y tras un “¡Estás loco!”, arrugó la hoja y la tiró al agua; desde las profundidades una carpa abrió sus fauces y cogió el testamento en el aire, tragándolo antes de que ningún otro congénere se lo arrebatase. Marco, molesto, dio media vuelta y se fue sin decir adiós, llegó al despacho con los ojos humedecidos de ira.

Una semana más tarde le llegó a Hute una carta por correo interno, que enseñó a un todavía cabreado Marco. Lord Bartholomew le daba la enhorabuena por “la manera tan brillante y humana” con la que el teniente Marco Molpeceres había llevado adelante la investigación sobre el desgraciado fallecimiento del coronel Musilot; se adjuntaba una copia del fax de agradecimiento enviado por los deudos del finado. No pudo evitar alegrarse cuando Hute le mandó fotocopiar ambos folios para que Marco los incorporase a su currículum. “Pocos oficiales tienen una carta así del gobernador adjunto de la base Delors”. Haciéndole ver que no todo era trabajo, Hute le invitó a una nueva sesión de ópera al tiempo que le entregaba los certificados de asistencia a las sesiones anteriores. Ante la sorpresa de Marco, le explicó que las actividades culturales eran computables como formación humanística para los ascensos. En su mesa de trabajo, Marco se conectó a internet para documentarse sobre la ópera de esa noche: Diálogos de Carmelitas, del compositor Francis Poulenc. Antes de marcharse, Hute le informó de que estaba autorizado a llevar esa tarde en la solapa, si le apetecía, la bandera de España, ya que era el día oficial de las naciones europeas.

Una vez enterado del argumento de la ópera, a Marco no le sorprendió que correspondiera realizar la sesión en casa del embajador francés. El encuentro se inició con un excelente champán y caviar, y como era el día de las naciones europeas el embajador dio la enhorabuena a los asistentes que portaban en la solapa sus distintivos; quiso que esa ópera, “Hito del repertorio operístico del siglo veinte”, se presentara en su residencia para subrayar la identificación plena del actual estado francés con los argumentos principales de la misma: la revolución y la religiosidad cristiana. Habló de forma redundante por lo menos durante media hora, tratando de justificar hechos pasados, “Debemos lanzarlos al futuro como meteoritos o, mejor aún, estrellas fugaces”; Luigi estaba que trinaba, odiaba que le quitasen el protagonismo.

En el intermedio, el embajador Tobías Plugger importunó al anfitrión tomando como excusa la temática de la ópera, con comentarios un tanto atrevidos sobre la excesiva actividad, para bien o para mal, mostrada por Francia en el pasado, y su actual tolerancia, cuando no complacencia, ante acontecimientos graves. Seguro que arrastraban hasta la base Delors problemas no resueltos en Estrasburgo.

—¡Lo que hace falta en Zólto es justamente una revolución francesa! —exclamó el anfitrión en tono mitinero.

—¡No sea hipócrita, amigo!, llevamos aquí entre una historia y otra doscientos años, y no se la hemos dado —contestó Plugger.

—Pero ahora sí podemos, ¡ahí está nuestro reto! —remató con el rostro encendido el embajador francés.

—Señores…, es suficiente. Por favor, caro Luigi.

Quien intervino diciendo la última palabra fue Lord Bartholomew, Marco no le había visto hasta ese momento, pues los salones estaban a rebosar de asistentes.