Ascensión (AdN) - Martin MacInnes - E-Book

Ascensión (AdN) E-Book

Martin MacInnes

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Beschreibung

Una audaz epopeya sobre nuestro lugar en el universo. Leigh crece en Rotterdam, cautivada por la escapatoria que le ofrece el puerto a su infeliz vida doméstica y a su irascible padre. Hechizada por el mundo submarino de su infancia, se especializa en biología marina y recorre el mundo para estudiar los organismos primitivos. Cuando se descubre una nueva fosa en el océano Atlántico, Leigh se une al equipo de exploración con la esperanza de encontrar evidencias de las primeras formas de vida de la Tierra. Lo que encuentra, en cambio, pone en duda todo lo que sabemos sobre nuestros inicios. Su descubrimiento lleva a Leigh al desierto de Mojave y a trabajar para una nueva y ambiciosa agencia espacial. A medida que profundiza en el trabajo de la agencia, se entera de que la fosa del Atlántico solo es uno de varios fenómenos inexplicables que están dándose por todo el mundo. Todas las piezas se unen para sugerir un patrón más allá de la comprensión humana. Leigh sabe que seguir trabajando allí implicará dejar atrás a su madre enferma y a su hermana menor, y se enfrenta a una elección imposible: quedarse con su familia o embarcarse en un viaje a través del cosmos. Explorando el mundo natural con el asombro y la reverencia que solemos reservar para las estrellas, Ascensión es una epopeya emotiva y profundamente inquisitiva que aborda las preguntas más importantes de la existencia para iluminar los detalles más sutiles del corazón humano. También muestra cómo, sin importar lo lejos que estemos y hasta qué punto hayamos perdido la esperanza, siempre intentaremos regresar a las personas y los lugares que son nuestro hogar.

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Seitenzahl: 616

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Primera parte

Endeavour

1

Nací en la parte más baja del país, siete metros por debajo del nivel del mar. Cuando llegó mi hermana tres años más tarde, nos mudamos al sur, a la ciudad propiamente dicha. Al distrito norte de Rotterdam. La tierra estaba recién excavada, reclamada hacía poco del fondo marino, dragada por medio de embarcaciones y reforzada con cemento. El suelo de debajo todavía estaba blando y había partes de la calle que se desprendían. Recuerdo humo de incienso, un olor salobre en casa, como si cada momento fuera un hechizo, una escena que se tenía que invocar para que existiera.

La playa del río era artificial, y cuando caminábamos por ella me imaginaba que teníamos debajo una zona hueca, un vacío inmenso. Íbamos los fines de semana y en vacaciones, y mi padre siempre prestaba mucha atención a las mareas, nunca se quedaba quieto, sino que iba y venía. Yo echaba arena en mi cubo de plástico, la compactaba, volcaba el cubo y lo volvía a hacer una y otra vez.

—No caves demasiado hondo —me avisaba mi padre, antes de volver a vigilar el agua.

En la Segunda Guerra Mundial, el centro de Rotterdam —el casco antiguo histórico— había quedado completamente destruido. En los recuerdos de infancia de mis padres había espacios amplios, avenidas anchas y un viento feroz procedente de los puertos. Podían ver a mayor distancia porque se habían demolido muchos elementos del paisaje. Me enseñaban fotografías impresas en cartoncitos blancos con unos bordes grandes y negros. Eran escenas neblinosas, llenas de polvo, donde todo —desde los edificios que quedaban en pie hasta las figuras que caminaban entre ellos— parecía más pequeño y bajo. Aquello me reconfortaba, me indicaba que el mundo todavía estaba creciendo, que se encontraba en fase de creación. Quizás algún día se acabaría. El skyline de Rotterdam —alimentado por las resplandecientes refinerías que abarrotaban el enorme puerto— ahora parecía Manhattan, un bosque de acero, cromados y cristal. Una tarde de domingo en que yo tenía cinco años, mi pala se clavó en la arena y chocó con el cemento de debajo. El impacto me mandó una vibración por los nervios y me dejó mareada. No era real. Nunca olvidaré la cara de horror que me dedicó mi padre. Había estropeado algo, me decía su mirada. Había roto la ilusión y ahora me tocaba pagar.

Mi madre, Fenna, era del norte, hija única de una enfermera y un operario de fábrica; los dos habían muerto cuando ella estaba empezando la universidad, su madre de cáncer y su padre poco después de una enfermedad sin especificar. Era tentador ver las matemáticas —su pasión, el trabajo de su vida— como consuelo, como evasión de la realidad capaz de esconderse tras el disfraz de una confrontación, aunque como decía Erika, la prima-hermana de Fenna, simplemente eso no era verdad. A Fenna le habían interesado siempre las matemáticas. Más que interesado: la habían cautivado, obsesionado. Había sido una chica tímida y retraída, que casi nunca hablaba a menos que le preguntaran algo y tan acostumbrada a posicionarse en torno a un libro —cogiéndolo con las manos, mirándolo, con las rodillas levantadas para usarlas de apoyo— que parecía incompleta sin uno.

Nunca había intentado describir su trabajo, un hábito poco útil que quizás yo haya heredado. Aunque se pasó la mayor parte de su vida en la universidad, nunca fue profesora, nunca divulgó. Las matemáticas no iban de comunicarse, de pasar información entre personas; eran algo más puro, más cercano a la música, un acto de revelación. Los títulos que yo veía en sus estantes —Philosophy of Cusp Forms, Projectile Transformations, Hyperbolic Motion, Ultraparallel Theorem— eran como superficies convexas; yo les pasaba las manos por encima sin acercarme para nada a la sustancia que había dentro. En uno de los lomos había un símbolo de infinito, dos círculos que topaban entre sí interminablemente, sin título que lo acompañara. Yo no podía ver lo que hacía mi madre todo el día, no podía imaginarme lo que pensaba acerca de su vida. Si Fenna hubiera sido capaz de hablar el lenguaje en el que pensaba, no habría sonado parecido a nada que hubiera en el mundo.

Sufría migrañas frecuentes, acostada en una habitación solo para ella, con los ojos cerrados y un pañuelo blanco mojado sobre la frente. Durante aquellos episodios, su tensión interior se propagaba por toda la casa. Nuestro padre, Geert, patrullaba el edificio, asegurándose de que no levantáramos la voz en ningún momento, de que no abriéramos ni cerráramos puertas y de que no encendiéramos nunca el ordenador. Me miraba mal incluso por pensar demasiado alto. Le gustaba aquello: cuidar de Fenna como forma de disciplina. Le daba una meta y una ocupación. La situación fue todavía más incómoda después de que ella se recuperara, durante los breves periodos en que, tras perder los roles para los que se nos había adiestrado, nadie en la casa sabía qué hacer. Estoy segura de que Fenna exageraba sus síntomas, o al menos de que a veces los prolongaba. Sus episodios levantaban una barrera a su alrededor, le daban espacio y tiempo para estar a solas. No se hacían preguntas ni era necesario dar explicaciones. Pero sobre todo lo hacía para Geert, para hacerle sentirse útil, para darle un papel, para distraerlo, y de esa manera protegernos a nosotras de las partes más volátiles de la personalidad de nuestro padre.

Durante mi infancia hubo dos fuentes de violencia, y una de ellas fue el crecimiento mismo. Los huesos se me alargaban a rachas repentinas y dramáticas. Las noches podían ser una agonía, con un dolor insoportable que me latía por las piernas. Me pasaba meses sin dormir una noche entera. Tenía pesadillas, soñaba con una industria en miniatura que me operaba debajo de la piel, que me reconstruía, que me dejaba fuera en calidad de simple observadora abandonada e impotente. Lo extraño de la experiencia me hacía sudar y a veces vomitar. Sin embargo, durante todo aquel proceso, Fenna siempre estaba a mi disposición, capaz de dejar de lado su propio sufrimiento. No me hacía falta llamarla, no necesitaba hacer ningún ruido; de alguna forma, mi madre notaba que yo la necesitaba y venía. Me tranquilizaba, me apartaba el pelo húmedo de la frente y me hacía presión con las manos en los muslos y pantorrillas, los agarraba, clavaba los dedos en la carne, forcejeaba con el dolor y trataba de darle una forma manejable. Recuerdo que yo levantaba la vista, la veía de pie junto a la cama y al principio no la podía reconocer. Había cierto salvajismo en la fuerza con que me presionaba las piernas. Empujaba una y otra vez, con ritmo y disciplina, mientras yo intentaba guardar silencio, y las lágrimas no me venían por el dolor, sino que eran de agradecimiento por los primeros y sorprendentes indicios de alivio. De pie a mi lado, a oscuras, Fenna casi parecía una parte de mí. Me pregunto si disfrutaba de aquello; del hecho de que la necesitara, de la sensación de estar unidas. Nunca habíamos estado tan cerca la una de la otra. En aquellas ocasiones nunca hablábamos; yo no habría podido ni aunque lo hubiera intentado. A fin de reconfortarme, Fenna emitía unos sonidos extraños y quedos, como de pájaro que revolotea, los últimos sonidos que yo oía antes de quedarme dormida.

Todas las noches me medía a mí misma con cinta métrica —con cuidado de no dejar marcas en las paredes— y por la mañana observaba las diferencias. Me daba mucho miedo saber que aquel poder venía de dentro, que había algo inherente a mi cuerpo que se desplegaba de aquella manera. Era como si al nacer toda mi forma adulta ya hubiera estado preparada, condensada y contraída en una bola para irse abriendo poco a poco. Me sentía intimidada; no estaba segura de ser capaz de hacer aquello sola, pero con mi madre allí, de noche, no solo supervisando sino también dirigiendo mi crecimiento y mis cambios, sabía que no me hacía falta, que en realidad no estaba sola. Al dar mis primeros pasos vacilantes por la mañana y acomodarme en la banqueta de la cocina, con la mesa delante y la pared tras la espalda, Fenna me miraba con una gratitud y un placer simples. Aquello significaba algo para mí: la evidencia de que mi apariencia la había hecho feliz, la prueba de que realmente me quería, después de todo.

Geert solo había querido una cosa en la vida: ser arquitecto. De niño se había centrado en ello y había estudiado para conseguirlo. Pero algo había salido mal y sus exámenes de acceso habían sido un desastre. De hecho, sus resultados habían sido tan lamentables que incluso le privaron de la posibilidad de repetirlos en otra ocasión. Había arruinado su única oportunidad y jamás lo superó. No me enteré de aquellas ambiciones, ni de cómo se habían visto frustradas, hasta mucho después de marcharme de casa; mi padre jamás me las contó. Fue una vez más Erika quien me lo explicó. Ella tampoco conocía toda la historia, pero me insinuó que los nervios habían sido parte del problema, que Geert había sufrido una ansiedad incapacitante.

Así pues, Geert, que solo había querido ser arquitecto, construir cosas en tierra firme y ver cómo se acumulaban, había terminado haciendo la única cosa que expresamente no había querido hacer, el mismo trabajo que habían tenido sus antepasados: salir a la mar. Al principio, trabajó en buques de arrastre por el Atlántico, igual que su padre y su abuelo. Se pasaba meses fuera de casa. Si he reconstruido bien la cronología, tomó aquella decisión casi en el mismo momento de suspender los exámenes de acceso, como si hubiera querido castigarse a sí mismo, sentir el escozor del aire salobre helado en las manos despellejadas por las gruesas sogas. Se pasó años haciendo aquello, más de lo que duraba mucha gente en aquel trabajo, y así pudo ahorrar una suma considerable de dinero. Y entonces, de alguna forma inexplicable, conoció a Fenna.

Se toparon por la calle, de noche, chocando literalmente. Geert salía de un bar, ebrio, y su propia torpeza lo dejó horrorizado, avergonzado. Las veinticuatro horas siguientes las pasaron juntos. Y a partir de entonces cambió. Estaba obsesionado, no podía pensar en otra cosa. Se convirtió en una persona distinta de la noche a la mañana. Se llenó de determinación, de potencia. No soportaba estar separado de Fenna. Salir a la mar era una deserción, un desastre. Cuando estaba en el barco se lo comían los celos y la paranoia. Como al resto de la gente, le sorprendía que Fenna —oscura, sofisticada, hermosa— hubiera mostrado algún interés en él, y se dedicaba a atormentarse diciéndose que todo debía de haber sido un sueño. Al llegar a tierra tomó una decisión emocional y precipitada, algo nada propio de él: no volvería a embarcarse nunca. Aunque tenía claro que Fenna no tardaría en recuperar el juicio, y no querría saber nada más de él, necesitaba dejar abierta la exigua posibilidad de que pudieran seguir viéndose, o incluso —casi no soportaba el hecho de planteárselo— de que pudieran construir un futuro juntos. Aquel día hizo dos llamadas telefónicas: una a su agente del puerto y la otra a la mujer con la que iba a pasar el resto de su vida.

La historia tiene de todo: el mar, la mujer misteriosa, el encuentro fortuito que transforma dos vidas. El hecho de que el topicazo sea la única forma que he encontrado de hablar del tema es, creo, la prueba de lo inexplicable e injustificable —y en gran medida equivocada— que fue su unión.

Pero resultó que Geert no había abandonado del todo la mar. Seguiría trabajando en ella, de forma indirecta, durante casi cuatro décadas, hasta que, por fin, en una oficina anónima y vacía de la Junta de Aguas, le fallaron de forma definitiva los pulmones y se murió.

El bisabuelo paterno de Geert había trabajado para la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, la VOC, durante los estertores finales de esta. El padre de su bisabuelo también había trabajado para la VOC, igual que su padre antes que él; o eso dice la leyenda. A Johannes, el padre de Geert, le encantaba contar historias de las aventuras de nuestros antepasados. Recuerdo la sonrisa inexpresiva de Fenna cuando el viejo contaba sus batallitas; no se creía ni una palabra. La VOC, decía Johannes, había supuesto el inicio de la era moderna, el invento que había hecho posible todo esto, y señalaba el skyline de Rotterdam, que se extendía al otro lado de las ventanas. Inaugurada en 1602, había sido la primera empresa pública que había entrado en bolsa. Tenía todos los poderes del Estado. Su flota naval recorría el mundo entero, firmando tratados, creando enemigos y aliados, ejecutando a prisioneros y colonizando países enteros. La VOC incluso acuñaba su propia moneda. Johannes nos contaba historias de grandes aventuras ambientadas en islas remotas del Índico, historias de náufragos y tesoros enterrados y descubrimientos increíbles, y mi hermana y yo nos quedábamos cautivadas. Aquellas historias tan emocionantes y dramáticas hacían que nuestras vidas parecieran tediosas e insulsas. Pero Johannes contaba que ninguna de aquellas aventuras habría sido posible si los Países Bajos hubieran sido de alguna manera distintos. Era justamente la baja altitud del terreno y la dificultad de cultivarlo por lo que se había creado la VOC. Los Países Bajos se habían visto obligados a reinventarse y a convertirse en una tierra de la imaginación. Aunque los Países Bajos originales se habían quedado donde estaban, su sombra, la VOC, había viajado por el mundo. El país original estaba siempre en situación de riesgo, amenazado por las aguas que lo rodeaban, siempre en peligro de inundarse, mientras que la VOC explotaba los océanos del mundo; como si la amenaza constante de hundirse hubiera inspirado al país para conocer los océanos mejor que nadie.

A Geert no le gustaban aquellas historias; esa era una de las razones por las que a Johannes le gustaba contarlas. Johannes era corpulento y gritón, un hombre rubicundo que parecía desbordar su sillón. Nosotros lo veíamos completamente distinto a nuestro padre: Geert era un hombre nervudo, cansado, reticente y poco comunicativo. Pero, cuando miro atrás ahora, veo las cosas distintas. Geert le había tenido miedo a su padre toda su vida, al tiempo que ansiaba su atención y su aprobación, pese a odiarse a sí mismo por aquella debilidad. Las pequeñas cosas que decía Johannes —aquellos chistes y comentarios suyos que nos hacían reír— afectaban a Geert. Veías que se mordía la lengua y abandonaba la sala; a Fenna se le notaba una expresión de ligera preocupación por debajo de la sonrisa. Pero lo último que yo hubiera sospechado por entonces era que Geert le tenía a Johannes el mismo miedo que mi hermana y yo le teníamos a Geert.

Ahora resulta obvio que la idea de haber decepcionado a su padre no era una mera sospecha, sino que este se lo había demostrado una y otra vez. En primer lugar, por su trabajo. A ojos de su padre, Geert era débil y no tenía agallas para aguantar el mar. Durante el resto de su vida profesional, hasta el momento de morir en una de sus oficinas en la ciudad, Geert trabajó en la Junta Regional de Aguas, la Waterschap, en calidad de ingeniero hidráulico y asesor. Tal como descubrí más adelante, cuando en pleno ataque predecible de remordimientos me puse a investigar su vida, en un intento de que encajaran todas las piezas, comprobé que las Waterschappen se remontaban al siglo XIII, cuando se surgieron una serie de organismos gubernamentales semiautónomos, que celebraban elecciones y recaudaban impuestos. Johannes nunca contaba esto en sus historias —sería darle demasiado crédito a Geert—, pero había un vínculo claro entre las innovaciones de las Waterschappen y el establecimiento de la VOC. El trabajo que hacían, y seguían haciendo, las Juntas del Agua era vital. Ojalá yo hubiera entendido esto por entonces, mientras Geert estaba vivo.

Sin las Waterschappen no podrían haber existido los Países Bajos. El país habría quedado inundado de inmediato, superado por las aguas; habrían desaparecido más de dos tercios de la tierra. Las Waterschappen, con sus ejércitos de ingenieros, estaban constantemente adaptando y diseñando formas nuevas de represar los ríos, eliminar el exceso de agua y construir líneas de costa artificiales, como aquella fina playa que visitábamos con regularidad cuando yo era niña. El trabajo no se terminaba nunca; la gestión del agua era un proyecto ilimitado. Esto era lo que yo no entendía por entonces, pero ahora comprendo que era la presión que Geert llevó sobre sus espaldas todos los días de su largo servicio. Así pues, cuando llegaba a casa por las noches no traía alivio, sino resignación. Los fines de semana y las vacaciones solo eran prórrogas temporales de la tarea de entender, predecir, gestionar y dispersar las aguas que de otra forma inundarían la región general de Rotterdam, una zona donde vivían más de dos millones de personas.

Una vez comprometido con aquella tarea, ya no había forma de escapar de ella. Estaba enfadado con nosotras, con sus hijas, porque las exigencias financieras de nuestra existencia lo ataban a esa labor. Pero también afectaba a su temperamento lo que veía en el trabajo, un mundo en equilibrio precario, un entorno hostil a los seres humanos, donde lo único que postergaba la catástrofe eran las intervenciones quirúrgicas de unos equipos de especialistas. No es que quisiera gratitud por aquello; solo un reconocimiento de la existencia de la amenaza.

Veía complacencia en todas partes, y la odiaba. Lo último que hacía cada noche era poner en la mesa nuestros platos del desayuno, como si realizara una invocación, una pequeña plegaria; como si aquella preparación y aquella inversión hicieran que fuera más probable que cobrara existencia el día siguiente. Se levantaba temprano, incluso en sus días libres, e insistía en que nosotras hiciéramos lo mismo, por lo general, no más tarde de las siete de la mañana. Lo recuerdo allí en el jardín al amanecer, delante de mi habitación, haciendo chirriar las piedras con los pies y limpiando ruidosamente mi ventana con energía excesiva y vigorosa. Fue más adelante cuando me pregunté sorprendida si sus actos, que yo siempre había interpretado como sadismo, no estarían en realidad encaminados a que disfrutáramos, a que saliéramos e hiciéramos cosas y experimentáramos el mundo. Nuestra libertad era una afrenta a su confinamiento, pero el trabajo también le había enseñado que la vida no se podía vivir con pasividad, había que agarrarla y luchar por ella. Si trabajaba tan duro —a veces llegaba tan dolorido que apenas se podía sentar, y prefería quedarse en la puerta con la espalda pegada a la pared—, lo menos que podíamos hacer era disfrutar de lo que nos había dado y no desperdiciar el día en la cama.

De niñas, mi hermana y yo jamás intentamos entender el formidable mal genio de nuestro padre, nos limitábamos a temerlo y a escondernos de él siempre que podíamos. Quizás lo más aterrador de todo era que nos resultaba completamente impredecible. Como no lo conocíamos, no sabíamos de qué era capaz. Cualquier cosa que dijéramos o hiciéramos, por inocua que fuera, podía desatar aquel torrente interior suyo. Jamás he oído a nadie bramar como mi padre. Su voz atronadora parecía dejar en las habitaciones de la casa unos ecos que duraban horas o incluso días. Rompía objetos arrojándolos contra la pared. Su energía, el vigor de su rabia, resultaban asombrosos. Se movía con una rapidez increíble, cruzando la sala con cuatro zancadas para agarrarme y levantarme por el cuello de la camisa. Por supuesto, aquellos estallidos solo se producían cuando Fenna estaba en el trabajo. Era como si su resentimiento y su rabia se hubieran ido acumulando durante los silencios de su mujer, y él se hubiera dedicado a esperar, huraño, la oportunidad de desahogarse.

Helena, que tenía tres años menos que yo, se libró de la peor parte. Geert nos pegaba a menudo a las dos, unos fuertes bofetones de los que tratábamos de defendernos apartándonos y tapándonos la cabeza con las manos, de manera que lo frustrábamos de forma inconsciente y lo provocábamos todavía más. Pero lo peor de todo eran las tandas de golpes que se prolongaban varios minutos. Que yo sepa, Helena nunca se vio sometida a aquellas palizas. No sé por qué; quizás Geert ya satisfacía su apetito con la violencia que me infligía a mí. Quizás Helena simplemente no lo provocaba como yo. O quizás había algo en mi reacción a los golpes de mi padre que lo inhibía de emprender los mismos ataques contra su hija pequeña.

Nunca hablé de esto con Fenna, pero está claro que debía de ser consciente de ello. Las migrañas, además de imponer un silencio general en la casa, un silencio que prohibía todas las formas de comunicación, y por tanto descartaba la posibilidad de que yo le contara lo que estaba sucediendo, quizás también fueran un síntoma del miedo y de la sensación de impotencia que ella experimentaba cuando afrontaba la furia de Geert. Aunque a mi madre nunca le puso la mano encima, la amenaza era implícita, se dejaba ver en los moretones que yo tenía en los brazos, el cuello y la cara. Me arrojó repetidas veces contra la pared. Cuanto peores eran las palizas, más se retraía Fenna. Pasaba menos tiempo en casa, trabajaba jornadas cada vez más largas en la universidad y se refugiaba en un mundo más puro de símbolos, lógica y verdades eternas. Irónicamente, teniendo en cuenta lo que pasaría más adelante, yo no entendía esto y culpaba a Fenna por no ayudarnos. En realidad, es posible que nuestra madre sí hubiera intentado intervenir, y que la reacción de Geert hubiera sido lo bastante explosiva como para descartar de inmediato esfuerzos posteriores. Las largas noches que pasaba cuidándome, sin articular palabra pero no en silencio, calmando el temblor de mis piernas, eran su forma de preocuparse por mí, de protegerme, de recuperarme.

Una de las pocas cualidades de Geert que recuerdo que mencionó mi madre era precisamente la misma que nos provocaba tanto terror a Helena y a mí: su impredecibilidad. Nos lo dijo con una sonrisa, bajando la voz y dirigiendo la mirada hacia algún recuerdo del pasado remoto: «Haga lo que haga, siempre es una sorpresa».

Parecía particularmente trágico, aunque seguramente no del todo inusual, que lo que en una época lo había definido en positivo hubiera acabado siendo la esencia de todo lo peor de él. Como les pasa a todos los hijos, nunca he sido capaz de imaginarme de forma convincente las vidas de mis padres antes de llegar yo, un periodo de inocencia, con menos obligaciones y compromisos, y ciertamente jamás he creído que la naturaleza de Geert pudiera ser una fuente de placer y de encanto. Geert prodigándole eternamente a mi madre gestos amables, regalos sorpresa y viajes improvisados de fin de semana. Geert, colocado en una situación novedosa —conocer a la familia de Fenna, por ejemplo, o a sus compañeros del trabajo; circunstancias difíciles para cualquiera, y ciertamente para un hombre callado y retraído como él—, y sorprendiéndola, asombrándola, mostrando recovecos de su personalidad, facetas nuevas de su carácter, que hicieron que ella se volviera a enamorar de él. ¿Podía ser verdad esto? Su impredecibilidad total, en aquella fase temprana, se me antojaba una especie de infinitud, una personalidad incontenible y carente de límites. Geert podía hacer cualquier cosa. Quizás el potencial de violencia hubiera estado presente desde el principio, listo para ser desencadenado por una serie especial de circunstancias —la paternidad—, pero por lo demás no solo en estado latente, sino impulsando en la práctica la felicidad que había creado y las cosas buenas que hacía. Quizás eso explicase que Fenna fuera incapaz de enfrentarse con él y que no pudiera desafiarlo en relación con la violencia: si lo condenaba, estaría condenando también toda la felicidad de la que habían disfrutado, y por mucho que ella lamentara el dolor que Geert nos había infligido —un dolor que estaba claro que ella también experimentaba, en sus migrañas—, lo cierto es que era humanamente incapaz de hacerlo.

Una de las cosas que más difíciles le resultaron a Geert, durante sus últimas décadas en las Waterschappen, fue lo mucho que todo había cambiado, sobre todo en relación con el grado de automatización introducido en el trabajo, algo que siempre le había generado desconfianza. La predicción era fundamental —pronosticar los niveles anuales de agua, calcular la gravedad de una tormenta que se avecinaba, decidir por adelantado si había que decretar la evacuación de una zona—, pero cuanto más nos adentrábamos en el siglo XXI, más difícil se volvía la tarea. La temperatura fluctuaba de forma anormal, las estaciones se solapaban drásticamente y las inundaciones se convirtieron en un problema durante todo el año. En un solo día caían meses enteros de lluvia. Enormes olas se precipitaban contra los diques marinos, los baluartes y las barreras costeras artificiales que habían erigido Geert y sus compañeros. Lo que siempre había sido un trabajo difícil no tardó en volverse imposible. El aumento de las temperaturas condujo a una serie de desbordamientos de ríos que crearon unas marismas permanentes. Llegaron los mosquitos, que se multiplicaron en los nuevos humedales e introdujeron las primeras cepas de malaria que se recordaban en la región desde hacía más de setenta años. En aquella fase, Geert ya estaba cerca de venirse abajo, completamente sobrepasado, incapaz de explicar los cambios ni de seguirles el ritmo. La realidad lo había derrotado, había rebasado por completo los límites de su imaginación. Cuando llegaba a casa por las noches, se lo veía lento, pesado, casi conmocionado. No tenía ni idea de qué le traería el día siguiente; ya no podía imaginarse qué iba a pasar. La situación debió de aterrarlo. El ecosistema entero estaba cambiando y él se estaba quedando atrás. El detalle más pequeño podía provocar los cambios más descabellados. Los mosquitos colonizaban el paisaje. El exceso de salinidad tierra adentro arruinaba la agricultura. Pero aquello solo era el principio. Cuando se asomaba al exterior, pensaba yo, solo podía ver el fin del mundo.

En contra de sus deseos, se instalaron nuevas barreras automatizadas contra tormentas, un sistema de inteligencia artificial que se comunicaba mediante datos de los satélites y levantaba defensas cada vez que se presentaba amenaza de inundaciones. Las vidas de más de dos millones de personas dependían de aquella inteligencia inescrutable, y al llegar aquello Geert se vino por fin abajo. Se había quedado atrás. Se acercaba su jubilación y nadie se planteaba que continuara en el trabajo, incluso antes de la enfermedad. Su vida entera había sido un esfuerzo por mantener a raya al mar, y cuando sufrió la recaída y le fallaron los pulmones, me imaginé que hubo —o al menos eso esperaba yo— un instante de calma y aceptación al final de todo, durante sus últimos momentos de consciencia, cuando se dio cuenta de que ya no iba a tener que seguir luchando.

En calidad de arquitecto frustrado, siempre se consideraba a sí mismo y a sus logros una decepción, pero la ironía —y me habría gustado que la percibiese— era que por medio de su trabajo había construido y reconstruido el país, hora a hora, día a día. Sin la pasión, el ingenio y la valentía de personas como Geert, nuestro país no podría haber existido. Era arquitecto y arqueólogo, planificaba y excavaba, implantaba sistemas para dragar y desviar el agua, escarbaba el terreno y lo sacaba a la luz. Había líneas de costa artificiales enormes y tremendamente elaboradas, penínsulas construidas con arena importada, diques altos destinados a dispersarse de forma natural a medida que se moviera el agua, diseminando la arena de forma uniforme por todo el margen de la tierra. Había megaestructuras de cemento y de acero integradas en la costa, que la movían y la elevaban cuando era necesario, nuevos paisajes superficiales que se imprimían desde factorías.

No expresé nada de todo esto mientras Geert estaba vivo. Quizás no pensé que mi padre mereciera oírlo de mis labios. Pero a veces todavía me pregunto si podría haberle dicho algo, quizás no de forma tan inequívoca, pero sí al menos algo, algún gesto, alguna señal de mi aprecio por sus logros; haberle dicho, como si necesitara oírlo, que había valido la pena aquella batalla suya de cuarenta y tantos años; que no había sido en vano.

La mañana del funeral, Fenna encontró una foto de mí a los seis o siete años en compañía de Geert, los dos sonrientes y calzados con botas de vadeo. Me contó que, cuando yo era pequeña, antes de empezar la escuela, lo seguía a todas partes y a menudo lo acompañaba al trabajo. Me había olvidado por completo. Siempre me habían fascinado las islas, y me acordé de que Geert me contaba que los Países Bajos, a modo de táctica militar, cuando el país afrontaba la amenaza de una invasión, abría las compuertas y las barreras, inundando así el terreno, lo transformaban en un archipiélago y elevaban el nivel de las aguas lo suficiente como para tener que vadearlas pero sin que llegara a poderse navegar por ellas, de modo que el territorio se volvía inmune a los ataques. Usaban la vulnerabilidad del país como estrategia defensiva, como fortaleza.

En el funeral fui la única persona de nuestra familia inmediata que ayudó a transportar el ataúd. Era la única lo bastante alta. Siempre me había avergonzado de mi estatura; quería ser más menuda, más como mi hermana, no tan alta y angulosa. Pude cargar con mi padre porque me parecía más a él de lo que creía; siempre había llevado una parte de él.

2

Nuestra madre no se mostró nada expresiva al morir Geert. Pareció más sorprendida que afligida, casi intrigada por aquel cambio en el mundo, por el hecho de que de pronto la casa y el jardín tuvieran más espacio, por los aromas y sabores más suaves, por las sensaciones nuevas que producía el colchón, la ausencia de los sonidos a los que ya se había acostumbrado, como la música folk que circulaba de forma casi permanente desde la radio hasta la cocina y el jardín. Helena y yo nos quedamos con ella hasta que pudimos, pero ni nos necesitaba ni tampoco nos quería allí. La mañana después del funeral apareció en la cocina con sus cosas del trabajo y se marchó en bicicleta igual que cualquier otro día. Nos quedamos en la casa de forma innecesaria, bebiendo y hurgando entre las cosas de Geert; Helena se encargó de los aspectos prácticos, de contactar con los abogados, mientras yo basculaba entre una nostalgia barata y atroz —coger las botas de Geert, ver si me quedaban bien, sostener en alto sus jerséis y sentirme atraída por la abertura del cuello— y la furia ciega que me producía recordar los peores momentos. Helena no interfirió con mis excesos, y al cabo de tres días, después de que Fenna insistiera en que estaba bien, y solo después de que Erika nos prometiera que iría a verla de forma regular para comprobar cómo estaba, dejamos a mi madre sola en la casa.

Helena se marchó de casa tan deprisa como pudo, primero a Nueva York y después a Yakarta, mientras que yo me quedé más cerca, estudiando ecología y microbiología marítimas en Rotterdam y en el Instituto Max Planck de Bremen. Helena, que había heredado el talento de nuestra madre para las matemáticas, terminó dedicándose al derecho financiero, trabajando para una serie de bancos y compañías aseguradoras. Fue la propia Helena quien me señaló algo que yo no podía ver: que, si ella estaba siguiendo los pasos de Fenna, yo estaba siguiendo los de Geert. Aquello me dejó pasmada; tanto la evidencia de aquel legado como el hecho de que yo no lo hubiera visto.

Gran parte de mi infancia está en blanco; mis primeros recuerdos empiezan a los cinco o los seis años. Siempre me alarma oír a otra gente recordar detalles de su niñez; no me puedo imaginar un recuerdo ni un lenguaje tan cercanos a la no existencia. Aprendí a hablar tarde, ya cerca de la edad escolar, algo que por entonces preocupó a Fenna. Nunca he preguntado a Helena por sus primeros recuerdos, pero me sorprendería que su experiencia fuera distinta de la mía. Helena y yo somos personas muy diferentes; los tres años y los dos océanos que nos separan no son ni mucho menos las distancias más grandes que se abren entre nosotras. Lo primero que me viene a la cabeza cuando pienso en ella es su expresión: la boca abierta en una pequeña «O», estoica pero inocente. La veo como el dibujo animado de un cervatillo: pequeña, tímida, necesitada de protección. Es una imagen idealizada, típica de mi falta de comprensión y de mi tendencia a sustituir las percepciones por sentimientos, porque ella es mucho más fuerte de lo que concede la imagen. De pequeñas, fue la necesidad lo que nos unió; incapaces de explicar lo que nos estaba pasando, recurrimos de forma natural la una a la otra, las únicas que nos podíamos entender mutuamente. Es lógico que Helena escapara a la primera oportunidad que tuvo. Nunca la he culpado por ello.

Helena se las apañó para evitar lo peor de la historia y aun así no perderle el terror a nuestro padre. Era muy lista y tenía muchas capacidades. Había algo en ella que la alejaba del blanco de sus iras; no sé el qué. Un talento, un don. Era más callada y hacía lo que tenía que hacer, mientras que yo protestaba. Helena no se quejaba, sino que seguía asomándose al exterior, viéndolo todo a través de aquellos ojos estrechos, bajo el flequillo recto y desaliñado de sus años preadolescentes. Creo que nunca la he visto llorar; tenía una aptitud notable para observarlo casi todo con ecuanimidad aparente. Geert admiraba aquello, y a mí me producía envidia; yo quería ser fría y desapegada como Helena, que se desentendía del mundo. Pero no podía.

Todas aquellas noches que Fenna dedicaba a masajearme las piernas, Helena se las pasaba durmiendo profundamente. Era un don con el que había nacido, y que todavía conserva. Le encanta dormir; a veces he tenido el pensamiento poco amable de que se le da tan bien dormir porque se acerca más a la pasividad que tiene cuando está despierta. Pero en realidad, a medida que Helena se hacía mayor, y después de mudarnos a otra casa, todavía dentro de los límites de Rotterdam, y de que tuviéramos por primera vez habitaciones separadas, se fue volviendo cada vez más resuelta y segura de sí misma. Le cambió la voz y se le puso más grave y estridente, menos susceptible de ser pasada por alto. La volví a envidiar por aquello. Helena tenía la ventaja de la juventud, de ver y aprender de lo que me había pasado a mí, de haber desarrollado una personalidad capaz de protegerse a sí misma. Yo no disfrutaba de aquel lujo. Había llegado primero, no sabía nada; solo podía ser yo misma, con los pies colgando de las sillas y la boca entreabierta cuando leía. Helena era una realista, una luchadora, una superviviente. Irónicamente, el terror al que la había sometido Geert la había transformado en alguien capaz de resistirlo, además de hacerla menos proclive a ser blanco de sus iras.

Cuando éramos pequeñas y compartíamos habitación, en aquellas literas que tanto me gustaban, con aquella sensación que producían de refugio, intimidad y camaradería, también compartíamos de forma natural muchas otras cosas. Helena tenía la ventaja de los libros que yo leía y la desventaja de la ropa que a mí enseguida se me quedaba pequeña. Nos inventábamos juegos y nos contábamos elaboradas historias en las que figurábamos como protagonistas heroicas que hacían frente a incontables némesis. Teníamos nuestros juguetes y el ordenador que compartíamos, pero lo que más disfrutábamos —y no me cabe la menor duda de que en eso éramos iguales— era estar al aire libre, en el prado que había cerca de nuestra primera casa o en el bosquecillo con el que estaba conectado. Allí pasábamos horas y horas, adentrándonos entre la densa maleza, abriendo túneles con nuestro cuerpo, nuevos recovecos de espacio vacío que no habían existido hasta nuestra llegada. Muchos de mis recuerdos del tiempo que pasábamos juntas son mudos; estamos atareadas con algo, jugando juntas pero sin hablar. Era una estrategia: la ausencia de habla en nuestros juegos eliminaba la sensación de que pasaba el tiempo, y de hecho hacía que este se expandiera; nuestra determinación de no hablar de Geert era, entre otras cosas, un intento de quitarle sustancia. La única vez en que hablé con Helena de las palizas me arrepentí de inmediato; su mirada me suplicó que parara. Me lo pedía tanto por ella misma como por mí, pues nada bueno podía venir de repetir aquello. Después de aquella única ocasión, no solo quedó sellado el tema para siempre, sino que Helena pareció enmendar su comprensión del pasado, como si se hubiera obligado a creer que aquellas experiencias no habían sucedido nunca.

Nuestra intimidad de la infancia no sirvió de gran cosa, es obvio; a medida que crecimos nos fuimos distanciando. Fue algo preventivo, táctico. Helena corría el riesgo de llegar a parecerse a mí, y por tanto de convertirse también en blanco de las palizas de Geert. De manera que tuvo que endurecerse. Solo a base de apartarme de su vida —por perpleja y posiblemente dolida que me quedara— y asumir su propio espacio podría convertirse en una persona autónoma. No había otra explicación que el hecho de que yo le habría impedido salir adelante, habría atraído violencia hacia ella. Si se hubiera quedado en el mismo espacio que yo, si hubiera seguido siendo como yo, estoy segura de que se habrían repetido los ataques.

Una de las cosas que más agradezco en la vida es que Helena nunca tuviera que ser como yo. Si hay algo que justifique mi existencia, es eso. Yo era un ejemplo negativo. Si yo vivía mi vida erróneamente, atrayendo dolor de forma impotente e inconsciente, entonces valía la pena alejar aquel mismo dolor de mi hermana. Una vez que hubiera escapado, Helena terminaría teniendo una vida más feliz, cómoda y llena de confianza sin mí.

Ya desde nuestra adolescencia —y pese a que le saco diez centímetros—, la gente siempre ha invertido nuestras edades. Haga lo que haga, me comporte como me comporte, siempre me toman por la hermana pequeña. Es algo etéreo, inefable. Cierto porte, cierta naturalidad en el mundo que no se puede obtener a base de voluntad y que yo no he poseído nunca. De alguna forma, Helena simplemente sabe que está donde ha de estar, que tiene derecho a estar ahí, allá donde vaya. Es maravilloso. Y por tanto ahora, siempre que la veo —cuando viajo a Indonesia y me quedo en su casa y salimos juntas en barca, o cuando bebemos en bares durante sus visitas a casa—, siempre soy la menos veterana, la que se deja guiar. Ni siquiera es una cuestión principalmente financiera: es fundamental. Mi hermana tiene una madurez, un sentido de la responsabilidad, que me resultan completamente ajenos. En mi mente, el mundo no es razonable y nunca se puede conseguir que lo sea. Es mucho más interesante que eso.

Desde los diez años ya me dejaron nadar sola en el Nieuwe Maas. El agua fría me conmocionaba, me relajaba y me abstraía. Yo me adentraba en el agua, me quedaba flotando boca arriba, cerraba los ojos y me dejaba llevar. Después volvía dando tumbos por la playa de guijarros, con los pies azules y entumecidos por el frío. Me sentaba, envuelta con una toalla, temblando, con la cabeza apoyada en las rodillas. Cuando ladeaba la cabeza para sacarme el agua de los oídos volvía a mí el ruido del tráfico. No me quería ir a casa, y tardaba mucho rato en convencerme de volver a incorporarme. Las piedras se me clavaban a través de las finas suelas cuando apoyaba mi peso en ellas, y cada vez que me marchaba de la playa me decía a mí misma que bastaría con llenarme los bolsillos de aquellas piedras y meterme en el agua para no tener que volver a casa nunca más.

Era una fantasía eficaz; gracias a ella, podía seguir adelante porque sabía que no necesitaba hacerlo. Cada vez nadaba un poco más lejos, y cuando regresaba por la playa, las piedras se me clavaban un poco más en los pies. Una tarde de principios de otoño me sentí particularmente desesperanzada. No veía ninguna escapatoria realista de la situación con Geert y vivía constantemente aterrorizada. Se acercaban nubes de tormenta y la playa estaba desierta. Sentí un influjo peligroso, la libertad que me producía desdeñar mi seguridad personal, y me adentré en el agua, con una mueca en la cara. El agua me quemó, y una descarga de energía sobresaltada me recorrió todo el cuerpo. Estaba muy fría. Cuando llegué al punto en que mis hombros quedaron sumergidos, empecé a sufrir convulsiones en el pecho y a tragar agua amarga a bocanadas, y percibí muy débilmente, como si lo notara desde una gran distancia, que estaba a punto de dejarme ir.

Me zambullí bajo el agua, con los ojos abiertos, hundiéndome y pataleando hasta llegar abajo del todo. Solo había unos metros de profundidad, pero me dio la sensación de estar cavando un túnel más profundo, de haber entrado en un abismo y estar nadando por un territorio nuevo, por una cámara secreta que solo era mía. El agua estaba turbia por el movimiento de mis extremidades, pero al detenerme pude verlo todo de pronto con mucha claridad. Las piedras más grandes del lecho del río salpicadas de gusanos, esponjas, lapas y líquenes. Y más allá, los penachos de las algas verdes y violetas. No había nada que hiciera el más mínimo sonido; no sentía en los oídos el latido de la presión del agua, no oía en mi cabeza ningún parloteo de voces compitiendo. Contemplé la escena, suspendida en horizontal, flotando bajo la superficie, y de pronto me llegó la idea gratificante, como si no me viniera de ninguna parte, de que absolutamente todo lo que me rodeaba estaba vivo.

No había ninguna separación entre mi cuerpo y el mundo viviente. Me encontraba pegada a una inmensidad abarrotada; cada milímetro cúbico de agua rebosaba materia viva. Eran unos organismos tan pequeños que yo no los podía ver, pero de alguna forma sentía a mi alrededor su presencia, su fraternidad. No estaba mirando a través del agua hacia la vida; estaba mirando directamente la vida acuática, un batiburrillo enorme que sostenía mi cuerpo, que me entraba a chorros por los orificios nasales, las orejas, las pequeñas grietas y rendijas de mi piel, que se me enroscaba en el pelo y se me metía en los mismos ojos que lo observaban. En un lapso que me parecieron varios minutos, pero que debieron de ser meros segundos, vi un mundo completamente distinto, un lugar lleno de significado y de complejidad, un número casi infinito de organismos independientes entre los que yo flotaba como una red, barriendo una cantidad indecible de criaturas con cada pequeño movimiento y ondulación de mi cuerpo.

Emergí sobresaltada a la superficie, boqueando y jadeando, tosiendo y farfullando mientras me salía el agua a chorros de dentro. Con cada convulsión me hundía involuntariamente. Por fin recobré el aplomo y miré hacia la orilla.

La orilla había desaparecido. Sobre el agua se movían densos jirones blancos de nubes. Me giré para encontrarme lo mismo en la otra dirección, la niebla cubriendo el horizonte. No sucumbí al pánico. Sentí una calidez en los hombros, una sensación de paz. Estuve unos momentos a la deriva. Por fin me detuve, me saqué el agua que me quedaba en los oídos y traté de oír el tráfico. Me volví a zambullir y me impulsé hacia delante. En menos de un minuto había llegado a la orilla.

La niebla se estaba espesando y no conseguí encontrar mis cosas; a duras penas me podía ver los brazos. Caminé con cuidado sobre los guijarros y regresé, repitiendo el proceso a la inversa. Cuando por fin encontré mi fardo de enseres —la toalla ya casi seca, las zapatillas deportivas con los calcetines de lana y las llaves embutidos dentro, los vaqueros, el jersey y la camiseta—, me quedé mirando todo como si perteneciera a otra persona y no tuviera derecho a cogerlo. Mientras recogía aquellos objetos y me vestía, me dio la sensación de que ahora solo estaba habitando una personalidad ajena, de que hasta el momento de entrar en aquellas formas prestablecidas yo había sido diáfana, y de que aquella forma no concordaba necesariamente con quien yo era, o con lo que era.

Solo cuando me empecé a secar y a vestir fui consciente del frío que hacía. Se me pusieron las manos de un rojo oscuro; los nudillos adquirieron un tinte azul y los sentía doloridos cuando me los apretaba, como si estuvieran magullados. Tenía las zapatillas raspadas y rotas de tantas veces que había recorrido el mismo terreno. Cogí las llaves de casa; las agarré con fuerza para traspasar la insensibilidad mortecina de mis palmas congeladas. Me aferré a ellas, temblando de frío, y pensé en Helena y en todas las cosas que le tenía que contar.

Me sequé el pelo a toda prisa con la toalla, me aseguré de que lo tenía todo y eché a correr por la playa de piedras hacia la abertura del largo muro. Pasé por ella y salí al camino paralelo a la carretera. Corrí tan deprisa como pude, generando calor, con el pelo mojado azotándome los lados de la cara, observando el rápido intercambio de los pies en el suelo, disfrutando del movimiento y también del hecho de sentirme separada de él, como si estuviera en dos lugares a la vez. Cuando vi la casa al final de la calle, me detuve para prepararme. Necesitaba hacerme familiar, saber qué tenía que decir, asumir otra vez la forma correcta. Había estado en un lugar salvaje y peligroso, y ahora me tocaba regresar. Y al pensar en aquello —en los absurdos rituales de la vida familiar—, me eché a temblar otra vez, pero esta vez de risa, con una profunda fuerza convulsiva que me hizo doblarme sobre mí misma en el arcén, con los brazos apoyados en las rodillas, y disfrutar de la calidez agridulce de cada aliento.

3

El microscopio parecía generar criaturas de forma espontánea, producir vida donde antes no la había. Parecían minúsculos pedacitos circulares de cristal, y si no se hubieran estado moviendo de forma independiente, me habrían parecido simples reflejos de la lente. Tras recibir aquel regalo por mi undécimo cumpleaños, me empezó a interesar cada vez más la microscopía. Aprendí a mirar, a expandir el mundo a base de reducirlo, a asomarme a sus recovecos más pequeños. Hurgar más y más en la microescala hacía emerger unos receptáculos de espacio y tiempo nunca imaginados. Eran unas criaturas complejas, llenas de determinación y hermosas a su manera: densos grumos de ADN rodeados de flagelos flotantes que se impulsaban por el agua. Miré sobrecogida el núcleo ovalado de una ameba. Las bacterias individuales eran inteligentes y obstinadas: tenían sistema sensorial, reaccionaban a los estímulos y experimentaban y reconocían el tiempo. En aquel mismo nivel de magnificación podía ver las células de mi propio cuerpo.

Habitualmente no podía ver nada de todo aquello. Solo por medio de un estudio meticuloso y deliberado podía presenciar aquello que siempre había tenido delante. De forma que eso hacía, en casa y en la escuela. Lo recuerdo como un tremendo periodo de percepción, donde el mundo se me hacía repentinamente visible. El aire iba cargado de vida abundante, igual que los océanos y los ríos. Una cucharada de agua marina o un pellizco de tierra contenían miles de millones de criaturas vivas. Éramos ciegos a aquella vida por pura necesidad, porque si viéramos lo que había allí, no nos moveríamos jamás. Estaba a nuestro alrededor, entre nosotros, en nuestros márgenes y en nuestro interior. Nos recubría los cuerpos y liberábamos oleadas de ella cada vez que respirábamos y hablábamos. La teníamos en cada célula de la piel y en las pestañas que se agitaban al soñar. Se adaptaba a todos los aspectos de nuestra conducta; si se dejaran en sombra los animales y se iluminaran los microorganismos, quedarían revelados con claridad nuestros fantasmas en aquellas periferias resplandecientes. Mis especies favoritas eran las que permanecían aletargadas en forma de cápsulas hasta que se reanimaban, como los rotíferos que se habían descubierto en los témpanos de hielo árticos después de 24000 años sin vida. Capaces de resistir casi cualquier fuerza, parecían desafiar la distinción entre vida y muerte, aniquilando el concepto de tiempo lineal y progresivo para sugerir algo más circular y repetitivo.

Durante mis años de estudiante me esforcé al máximo para ser lo más anónima posible, algo a lo que no contribuía precisamente mi altura inusual. Cada decisión que tomaba iba en servicio del proyecto general de volverme menos visible. En casa, a medida que me iba haciendo más alta, aprendí a alterar mi postura para parecer más pequeña. Mi altura era agresiva, demasiado estridente y una afrenta a mi padre. ¿Qué me había dado derecho a crecer de aquella manera, a ocupar un espacio desproporcionado en nuestra casa?

En mitad de la adolescencia, mi altura ya se había equilibrado un poco y no llamaba tanto la atención entre la gente de mi edad. Me uní a varios clubes extraescolares, con otras personas que tenía intereses parecidos en el laboratorio y el trabajo de campo. Cuando me fui de casa, por fin, con destino a la universidad, me sumergí en los estudios y mis resultados fueron excelentes. Por primera vez en mi vida me sentía cómoda y dueña de lo que estaba haciendo. Aunque mis padres y mi hermana vivían a pocos kilómetros de allí, los veía de forma muy esporádica. Nuestra relación había cambiado, y estábamos incómodos cuando nos reuníamos, sin saber cómo nos teníamos que colocar cuando nos sentábamos a almorzar en algún restaurante. Incluso Helena me miraba con curiosidad, interesada, percibiendo el cambio.

A la primera oportunidad que tuve, me especialicé en investigación marina. Ya había aprendido alemán a modo de preparación para mi semestre en Bremen. La culminación de aquel curso fue un puesto de seis semanas a un tercio de la distancia que cubría el Atlántico, en las islas Azores, recogiendo fitoplancton en los lagos de las montañas. El calor del subsuelo, el aislamiento en mitad del océano y el aire relativamente limpio debido a la poca cantidad de vehículos se combinaban para hacer que los lagos fueran una ubicación prometedora para las variedades raras de algas.

Salía temprano por las mañanas e intentaba alcanzar terreno elevado antes de que amaneciera. Nadaba y buceaba, recogiendo muestras que guardaba en una nevera de mi habitación de la casa de huéspedes. Adopté una rutina, y antes de que se terminara la primera semana me di cuenta de que la estaba disfrutando: el aire puro, las formaciones geológicas espectaculares, la preponderancia del clima en torno al cual tenía que basar todos mis movimientos. Había echado de menos aquel tiempo a solas, fuera, lejos de la masificación inconsciente de la ciudad. Tenía veintitrés años, trabajaba sola y mi portugués se limitaba al vocabulario básico y a las frases que había conseguido memorizar hasta el momento. Me alojaba con una familia joven en una villa de gran tamaño del siglo XVIII situada a veinte minutos en coche del puerto principal. La familia me servía el desayuno y me hacía la cena durante toda la semana; al principio me sentí avergonzada, e insistía por medio de gestos en que me podía valer por mí misma, pero al final aprendí a aceptar e incluso a disfrutar de mi posición de niña demasiado crecida, pasiva y casi siempre silenciosa.

Al anochecer nadaba en la pequeña cala que había cerca de la casa de huéspedes, buceaba y jugaba en aquella espuma blanca y filamentosa. Veía cómo las estrellas se iban volviendo más nítidas noche tras noche a medida que decrecía la luna, me perdía y olvidaba los puntos cardinales —el cielo, el mar—, flotaba, daba volteretas, me hundía en las aguas más frías, emergía sin aliento a la arena más firme y me sentaba por fin sobre las rocas planas y alargadas a reflexionar. Me imaginaba una vida así, en contacto estrecho, tal como yo lo veía, con la materia de la que estaba hecho el mundo. Quería impulsar mi investigación, quería ser incansable, más decidida y comprometida que ninguno de mis compañeros. Esos eran el objetivo y la prioridad de mi vida, por encima de la familia, de las relaciones y de ninguna forma de conocimiento o de logro. Quería trabajar con ferocidad, feliz de la satisfacción que me producía.

Había pocos coches y las carreteras vacías se desplegaban como vías de juguete, curvándose en ángulos extremos por las laderas espectaculares que subían de las aldeas a las montañas. Al nivel del mar, el calor era opresivo, aliviado por los vientos frescos que se colaban por los corredores artificiales. Me acordé de mi padre y de la antigua Rotterdam que describía siempre: las amplias avenidas que se habían abierto tras la destrucción de la ciudad medieval y aquel viento que ya se había extinguido allí, obligado a marcharse a otra parte por los gigantescos edificios de oficinas de acero y cristal. La VOC había usado la antigua ruta del Índico, se había impulsado con los alisios desde Cabo Verde y las Azores, navegado rumbo al oeste, virado después al sur con las corrientes y por fin al este al llegar al cabo de Buena Esperanza. Eran los mismos vientos que ahora soplaban sobre mí, azotando los edificios blancos y planos y estrellando la espuma contra las rocas.

Los lagos de las montañas eran tan remotos, y el mero hecho de llegar a ellos suponía tal castigo, que estaban prácticamente desiertos. Después de alcanzar cotas altas, los caminos que se adentraban en los cráteres eran angostos y escarpados y requerían ocasionalmente el uso de cuerdas. Yo llegaba sudorosa, quemada por el sol y sin aliento; establecía rápidamente mi base de operaciones —toalla, parasol plantado en el suelo, botella de agua y kit de trabajo— y me adentraba vadeando en las aguas de color esmeralda. Recogía muestras de los niveles superiores, medios e inferiores; y empaquetaba las ampollas en los contenedores refrigerados que tenía en mi bolsa. Me permitía a mí misma tumbarme un momento para secarme, reuniendo reservas de energía para el largo ascenso de salida del cráter y la travesía de las montañas de regreso a casa.

En el camino de vuelta olía el azufre de los géiseres, aquella espuma blanca que se elevaba retorciéndose a los cielos. Los granjeros cocinaban carne en los pozos termales, infundiendo a las carcasas el aroma y la textura de la roca interior abrasada. Eran recompensas muy preciadas por los pasajeros de los cruceros, a quienes traían en yates de las islas más grandes. A mí me fascinaban aquellos olores nauseabundos —podredumbre, carne— y también la imagen de los pedazos de carne que emergían de las chimeneas naturales. Me imaginaba que aquella carne siempre había estado allí, cociéndose en las entrañas de la tierra, y que ahora solo la estaban extrayendo para comerla como si se estuviera llevando a cabo el consumo ritual de un dios. El agua y el vapor eyectaban espectacularmente, representando la formación original de las islas, el caos de la lava y el fuego, enfriándose y endureciéndose y creando el terreno.

Regresaba un día a media tarde al pueblo cuando lo noté: la sensación de que algo inefable había cambiado. Al principio lo tomé por una extensión de la falta de encaje que ya sentía, de mi alienación básica —ausencia de idioma común, ignorancia del contexto— con la gente que me rodeaba. Había bajado de los lagos, como de costumbre, sobre las seis de la tarde, sintiendo la fatiga, la tensión en las pantorrillas, los movimientos automáticos de mi cuerpo. Con la casa de huéspedes ya a la vista me detuve. Los cafés habitualmente cerrados estaban abiertos; la gente deambulaba en grupitos de dos y de tres personas por lo que deberían haber sido calles desiertas; de unos altavoces ocultos salían voces y música amplificada. Si vi a más gente de lo habitual, si percibí inicialmente una atmósfera de excitación y de oportunidad, descarté ambas cosas como atribuciones erróneas, efectos de mi satisfacción después de un día largo y productivo de trabajo y de un descenso agradable e incluso emocionante de las montañas. No era la escena que me rodeaba lo que había cambiado en aquel regreso al pueblo; era mi relación con él.

Aun así disfruté de aquella sensación y la quise prolongar. Me sentía cansada e inusualmente hambrienta, de forma que decidí comerme una hamburguesa improvisada en uno de los pequeños cafés que abrían hasta tarde. Después de aposentarme en una mesa y pedir mi comida, levanté la vista de mis notas, alertada por algo que acababa de ver en el televisor del bar. Estaban dando una noticia: tres portavoces daban una rueda de prensa, con varias docenas de micrófonos y cámaras ante sí. Distinguí varias siglas mayúsculas que discurrían por el segmento inferior de la pantalla: ONU, NASA. Hice una mueca seguida del gesto de sacar mi teléfono, pero me detuve al recordar que no me quedaban datos; de hecho, había dejado intencionadamente que se agotaran. A fin de cuentas, si la noticia era importante, no tardaría en enterarme.

Comí deprisa y con voracidad y me bebí tres botellas de cerveza de trigo antes de irme del café y atravesar la plaza central en dirección a la casa de huéspedes. Me volvió a dar la impresión de que había algo distinto, la certidumbre de que no solo había cambiado algo, sino que ese cambio se estaba representando, se estaba viviendo, a mi alrededor. Me pregunté si acaso estaría presenciando el principio de unas fiestas populares, esa fase inicial más tranquila donde todavía no habían terminado de montarlo todo. No veía atuendos de fiesta ni tenderetes, y aunque había más gente en las calles, tampoco es que estuvieran abarrotadas. Y sin embargo yo notaba algo palpable; algo nuevo que estaba pasando justo entonces. Allí de pie intenté establecer qué era exactamente, pero no lo podía ver. Disfrútalo, me dije a mí misma. No tiene por qué significar nada. Disfrútalo por la sensación en sí.

La antesala en sombras de la casa de huéspedes parecía más fresca después de la calidez del aire vespertino. Los oscuros estantes y armarios estaban hechos de madera de secoya traída de las islas interiores más recogidas. Al entrar, choqué casi de inmediato con Isabella. Ella —no mucho mayor que yo, morena y menuda— me sonrió como de costumbre, y seguimos el guion habitual de nuestras interacciones. Esta vez, sin embargo, en vez de desearme boa noite, siguió sonriendo y me miró con expectación. Luego dijo algo que no entendí. Me frustraba mi escaso dominio del idioma; me daba la sensación de que debería entender las palabras que Isabella estaba usando, de que eran importantes, y sin embargo no significaban nada para mí. Me las apañé para dedicarle una sonrisa cálida de disculpa y por fin me encogí de hombros. Cuando ya me estaba alejando, girando hacia la escalera de madera a oscuras, Isabella me volvió a llamar por mi nombre con urgencia renovada. Volvió a sonreírme, me hizo un gesto y dibujó un círculo con los dedos, señalando hacia arriba. Asentí con incertidumbre y subí las escaleras.

Aquella misma noche, cuando se me empezaron a cerrar los párpados y me levanté para bajar la persiana de la ventana y apartar la sábana, recordé la imagen de la pantalla del televisor. Tenía algo curioso. No eran los micrófonos atropellándose entre sí ni los flashes de las cámaras, sino las expresiones de los científicos que les hacían frente. Estaban sonriendo. El portavoz de más edad que estaba en el centro tenía la cara ruborizada y el pelo alborotado. Se había renunciado a los laboriosos preparativos de costumbre. Reinaba un aire de espontaneidad y de emoción, la misma emoción que había vislumbrado antes en el pueblo y en el café, y que Isabella había intentado comunicarme al pie de las escaleras, señalándome y haciendo gestos hacia el cielo.