Asilvestrados - Isabella Tree - E-Book

Asilvestrados E-Book

Isabella Tree

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Beschreibung

En 'Asilvestración' Isabella Tree cuenta la historia del "experimento Knepp", un proyecto pionero de rewilding en West Sussex que utiliza animales de pastoreo en libertad para crear nuevos hábitats para la fauna. Wilding es, sobre todo, una inspiradora historia de esperanza. Obligados a aceptar que la agricultura intensiva en la pesada arcilla de sus tierras en Knepp era económicamente insostenible, Isabella Tree y su marido Charlie Burrell dieron un espectacular salto de fe: decidieron dar un paso atrás y dejar que la naturaleza se hiciera cargo. Gracias a la introducción de ganado vacuno, ponis, cerdos y ciervos en libertad -representantes de los grandes animales que antaño vagaban por Gran Bretaña-, el proyecto de 3.500 acres ha experimentado un extraordinario aumento del número y la diversidad de la fauna en poco más de una década. Especies extremadamente raras, como tórtolas, ruiseñores, halcones peregrinos, pájaros carpinteros menores y mariposas emperador púrpura se reproducen ahora en Knepp, y las poblaciones de otras especies se están disparando. Las tierras agrícolas degradadas de los Burrell se han convertido de nuevo en un ecosistema funcional, lleno de vida, por sí mismo.

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A Charlie

y a nuestros hijos,

Introducción a la

edición estadounidense

Últimamente no hacemos más que leer noticias lúgubres y apocalípticas acerca de nuestra relación con la naturaleza. Desde 1980, pese a años de activismo contra el cambio climático, hemos duplicado la emisión de gases de efecto invernadero. Los niveles actuales de dióxido de carbono en la atmósfera no se han visto en los últimos tres millones de años, mucho antes de que los humanos existiéramos. El permafrost de Groenlandia se derrite, la capa de hielo de la Antártida se resquebraja y el invierno pasado nevó en Las Vegas tres veces en un solo mes. Un informe reciente de Naciones Unidas calcula que un millón de especies vegetales y animales se encuentran en peligro de extinción, en parte porque cada año vertemos a mares, ríos y lagos entre trescientos y quinientos millones de toneladas de «metales pesados, disolventes, lodos tóxicos y otros residuos industriales». Es una cifra estratosférica, pero palidece al compararla con la de la basura que sigue su mismo camino. Puede que haya más de cinco billones de trozos de plástico flotando en los océanos, muchos menos de los que se han hundido hasta las profundidades, que resultan inconmensurables. Según un estudio realizado este año en seis fosas abisales del Pacífico, el 72 por ciento de los anfípodos —diminutas criaturas marinas con aspecto de gamba— habían ingerido micropartículas de plástico. En una expedición a la fosa de las Marianas en sumergible acuático se encontraron envoltorios de caramelos y una bolsa de plástico a casi once mil metros de profundidad.

Este libro es un potente antídoto para curar el desaliento que provocan estos datos. Durante casi dos décadas, Isabella Tree y su marido, Charles Burrell, se han ocupado de revertir los daños ambientales infligidos sobre sus tierras, en Inglaterra. No han dejado de abrir vías para que la naturaleza recuperase su autoridad y reparase los abusos de generaciones de agricultura, ganadería y caza. A los ingleses les encanta celebrar los pequeños placeres de la vida rural y del campo. Adoran la horticultura y la jardinería y los programas de televisión al respecto. Pero, como explica aquí Tree, desde la Segunda Guerra Mundial el campo inglés ha sufrido una profunda transformación, sin demasiados debates ni oposición. La agricultura a gran escala y cuanto ella conlleva —el uso de pesticidas y fertilizantes químicos, la dependencia de los monocultivos, la maquinaria y mecanización necesarias, el aumento del tamaño de las explotaciones, la vulnerabilidad ante el mercado global de productos básicos y la sujeción a las ayudas gubernamentales— lo han cambiado, literalmente, todo. La tierra tiene un aspecto absolutamente distinto al que ha tenido durante siglos. La mezcla de plantas y animales que habitan en ella es diferente. Y la biodiversidad, la cantidad de criaturas que viven en libertad y sin restricciones, resulta, en comparación, insignificante.

La resilvestración del Knepp Castle Estate sugiere que no todo está perdido. Al enfrentarse a los convencionalismos y a los prejuicios locales, Tree y Burrell han convertido una explotación agrícola industrial que no hacía más que acumular deuda bajo las rutas aéreas del aeropuerto de Gatwick en un oasis de murciélagos, aves, insectos, árboles, de fauna salvaje y flores silvestres. Han mostrado todo lo que aún es posible hacer, y con qué rapidez. La propiedad de Knepp no es un modelo para todo aquel que posea un terreno. Hay que seguir cultivando la tierra; la gente tiene que comer. Pero los principios que se han aplicado en la restauración de estas mil cuatrocientas hectáreas en el condado de West Sussex deben aplicarse también a la agricultura. Los métodos industriales actuales no son sostenibles. En lugar de intentar conquistar la naturaleza con máquinas y sustancias químicas, deberíamos reconocer la complejidad de los ecosistemas y trabajar dentro de ellos. Las prácticas agrícolas regenerativas, ecológicas, mejoran el suelo, producen alimentos más saludables, protegen la biodiversidad y contribuyen a revertir el calentamiento global. Cumplen su objetivo mediante el respeto a la naturaleza, no mediante su expolio.

Estados Unidos ha logrado preservar amplias zonas de tierra virgen y la mayoría sentimos un poderoso compromiso con los parques nacionales. Podría parecer que un libro como Asilvestración no tiene nada que enseñarnos. Sin embargo, nuestro país es responsable en gran medida de la mentalidad que subyace al cambio climático y las extinciones en masa. Se trata de la mentalidad que venera la tecnología y la eficacia en su sentido más limitado, que toma la tierra por mercancía y a los animales por unidades de producción, que se centra exclusivamente en el corto plazo y a la que solo le interesa el beneficio económico. La consideración de la naturaleza en Estados Unidos es profundamente contradictoria. Los lobos vuelven a habitar en Yellowstone, el bisonte americano está regresando a las Grandes Llanuras y el pigargo americano ya no está en riesgo de extinción. Sin embargo, los agricultores estadounidenses echan a sus tierras anualmente medio millón de toneladas de pesticidas, lo que genera toda clase de consecuencias no deseadas.

En la actualidad, la lluvia que cae en el Medio Oeste contiene glifosato, uno de los herbicidas más comunes, ingrediente principal de la marca Roundup y potencialmente cancerígeno. La agricultura nacional utiliza masivamente los mismos antibióticos y fungicidas que los médicos recetan para curar enfermedades humanas, lo que pone en riesgo su efectividad. Hongos y bacterias muy peligrosos son cada vez más resistentes a ellos. A pesar de la oposición total de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, se van a esparcir más de trescientas toneladas de estreptomicina sobre cultivos de cítricos en territorio nacional. Se trata de un antibiótico utilizado contra la tuberculosis, la fiebre por mordedura de rata y la peste bubónica, y está considerado como «medicamento esencial» por la Organización Mundial de la Salud. Y ni siquiera se ha demostrado aún que pueda prevenir las enfermedades de los cítricos. Es de locos.

Mis libros sobre naturaleza favoritos muestran aspectos insólitos de nuestra relación con ella. En los capítulos de El apoyo mutuo (1902) dedicados a la fauna y la flora, Piotr Kropotkin observa la importancia de la cooperación entre especies, cuestionando el darwinismo social de su época y la creencia dominante en la competencia encarnizada. Un año en Sand County (1949), de Aldo Leopold, hace hincapié en que la existencia de vida salvaje es necesaria por sí misma y en la humildad como imperativo a la hora de acercarnos al mundo que nos rodea. El solitario del desierto (1968), de Edward Abbey, defiende que haya lugares a los que la gente no pueda acceder y llama a la resistencia radical contra quienes rapiñan la naturaleza. The Unsettling of America (1977), de Wendell Berry, ofrece una perspectiva más matizada sobre cómo puede hallarse la armonía entre la cultura y la agricultura. Cada uno de estos autores, inspirados por un entorno único —las estepas de Siberia, el Wisconsin rural, el desierto del sur de Utah, una pequeña granja en el Henry County, en Kentucky—, encuentra lo universal en detalles concretos y memorables. «Para utilizar la tierra con la humildad precisa —escribe Berry— ha de haber lugares que no utilicemos».

Asilvestración es un libro hermoso e importante. Las descripciones de las tórtolas en riesgo de extinción, del complejo ecosistema en torno a un viejo roble, de la importancia del modesto escarabajo pelotero, entre otros pasajes, dan vívido aliento a los grandes temas. Lo poético y lo científico resultan aquí inextricables. El concepto de «capital natural», que asigna un valor monetario a elementos como los bosques, el aire limpio o los arrecifes de coral, es cada vez más popular. Es lógico y necesario actuar para que los mercados funcionen de manera más constructiva, forzar a las grandes empresas a asumir los auténticos costes de sus actos. Pero, instintivamente, yo me rebelo contra la noción de que todo deba medirse en términos monetarios. En la naturaleza, ese credo me resulta irrelevante. Lo salvaje ha de extenderse de nuevo por todas partes, salir del reducto marginal de los parques naturales. Nuestra propia supervivencia está en juego. Ahora mismo lo que necesitamos, sobre todo, son dos de las cosas que encontramos aquí, intangibles y de valor incalculable: la esperanza y la voluntad para llevarla a cabo.

ERIC SCHLOSSER

Cronología

«Ah, ¿qué sería del mundo, sin la húmeda

y salvaje arboleda? Oh, que nunca, que nunca

desaparezca, y no perezca y que queden

las hierbas y los árboles por siempre».[1]

GERARD MANLEY HOPKINS, «Inversnaid», 1881

«Puede usted expulsar a la naturaleza con

una horquilla de labranza, pero ella volverá».[2]

HORACIO, Epístolas I, 20 a. C.

(citado por Jeeves, a Wooster, en El amor que purifica,

de P. G. Wodehouse, 1929)

«El vaquero que limpia su cordillera de lobos

no ha aprendido a pensar como una montaña.

De ahí que tengamos suelos erosionados y ríos

arrastrando el futuro hacia el mar».[3]

ALDO LEOPOLD, Un año en Sand County, 1949

[1]En Gerard Manley Hopkins, El mar y la alondra, Madrid: El Vaso Roto, 2011, trad. de Antonio Rivero Taravillo. (Todas las notas son del traductor).

[2]En P. G. Wodehouse, ¡Muy bien, Jeeves!, Barcelona: Versal, 1990, trad. de Luis Marín.

[3]En Aldo Leopold, Un año en Sand County, Madrid: Errata Naturae, 2019, trad. de Ana González Hortelano.

Introducción

«Se han mostrado las flores en la tierra,

el tiempo de la canción es venido, y en nuestra tierra

se ha oído la voz de la tórtola».

Cantar de los Cantares 2, 12

Es un día apacible de junio en la reserva de Knepp Castle, en West Sussex. Ya podemos decir que ha llegado el verano. Llevábamos mucho tiempo esperando este momento e incluso llegamos a temer que no llegara nunca, pero aquí está, por fin: entre la maleza de lo que un día fue una linde de setos vivos, el arrullo inconfundible, reconfortante, sugestivo, suavemente melancólico. Con cuidado, sin hacer ruido, cruzamos una zona cubierta de brotes de robles y alisos, henchido de matas de endrinos, espinos, rosales silvestres y zarzamoras. La emoción del reencuentro lleva consigo un matiz de alivio y de triunfo también, aunque evitamos comentarlo para no tentar a la suerte. Nuestras tórtolas han regresado.

A Charlie, mi marido, ese dulce ronroneo lo transporta a África, a las tierras de la granja de sus padres, donde correteaba de pequeño. De allí vienen las tórtolas, bombeando sus diminutos músculos para recorrer los cinco mil kilómetros que nos separan del África Occidental, desde Mali, Níger y Senegal, sobrevolando los épicos paisajes del desierto del Sáhara, el macizo del Atlas y el golfo de Cádiz; cruzando el Mediterráneo para entrar en la península ibérica, atravesar Francia y salvar el canal de la Mancha. Acostumbran a volar bajo el manto de la noche, a una velocidad de unos sesenta kilómetros por hora, y recorren entre quinientos y setecientos kilómetros por jornada para llegar a Inglaterra, habitualmente entre mayo y principios de junio. Célebres por su carácter esquivo, como el ruiseñor —camarada de migraciones africanas—, solo su canto nos revela dónde están. Igual que el cuco o el propio ruiseñor, que suelen ser los primeros en llegar, emprenden tan largo viaje para reproducirse, para criar a sus pichones lejos de los depredadores y de los competidores africanos y para alimentarlos durante las largas horas de sol del verano europeo.

La mayoría de la gente de mi generación, la generación de los sesenta, criada en zonas rurales, asocia el canto de las tórtolas al periodo estival. Su zureo compañero se nos ha alojado ya para siempre en las profundidades del subconsciente. Pero sé que los más jóvenes no comparten esta nostalgia. En los años sesenta había en Gran Bretaña, aproximadamente, unas 250.000 tórtolas. Hoy quedan menos de cinco mil. Al ritmo del actual declive poblacional, en 2050 habrá menos de cincuenta parejas, lo que las dejaría al borde de la extinción como especie reproductora en Gran Bretaña. Aunque estén entre los «regalos que trajo mi verdadero amor» en el popular villancico que se canta por Navidad, son pocos los que hemos oído alguna vez su arrullo, y muchos menos los que las hemos visto. Ignoramos el significado de su nombre, procedente de la hermosa palabra latina turtur (que no está relacionada con las tortugas, sino, onomatopéyicamente, con su sugerente zureo). El simbolismo de las tórtolas o los «tortolitos», la alegoría de ternura y devoción marital de la pareja; el gurgureo apenado con que entonan su canto al amor ausente; el pájaro que puebla las obras de Chaucer, de Shakespeare, de Spenser; todo ello empieza a perderse en los reinos del fénix y el unicornio.

Su territorio de cría se reduce a un área cada vez más pequeña de la esquina suroriental de Inglatera, y Sussex se convierte así en uno de sus últimos reductos. Sin embargo, se calcula que el número de ejemplares del condado no pasa de doscientos. En parte, la culpa la tienen las dificultades a las que se enfrentan durante la migración: las sequías periódicas; las alteraciones en el uso de la tierra; la desaparición de lugares en que descansar; el incremento de la desertificación y la caza en África, o el reto hercúleo de salir indemnes del pelotón de cazadores apostados en el Mediterráneo. La masacre en Malta acaba con más de cien mil tórtolas cada temporada. En España se cobra ochocientas mil al año.

Pero, por difíciles que sean, estos obstáculos no bastan para explicar el colapso casi absoluto de la población de tórtolas en Gran Bretaña. En Francia, donde los cazadores las abaten cuando termina la temporada de cría y vuelven a África, la población ha caído desde 1989 en un 40 por ciento: una pérdida significativa, pero mucho menor que la británica, donde ya no se cazan. En el conjunto de Europa se ha perdido un tercio de la población en los últimos dieciséis años. Ahora quedan seis millones de parejas, lo que llevó a cambiar su estado en la Lista Roja de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), de «preocupación menor» a «vulnerable». Se trata del comienzo de un preocupante declive.

Ahora bien, si en Europa su evolución demográfica dibuja un ángulo, en el Reino Unido es más bien una caída en picado. Los aprietos de la tórtola en Gran Bretaña se deben a la transformación radical de nuestros campos, algo que ha sucedido en los últimos cincuenta años. Los cambios en el uso de la tierra, y la agricultura intensiva en particular, han modificado el territorio hasta el punto de que nuestros bisabuelos serían incapaces de reconocerlo. Son cambios a todos los niveles, desde el tamaño de los terrenos, que hoy se extienden por valles y colinas enteros, hasta la casi absoluta desaparición de flores y hierbas autóctonas en los terrenos agrícolas y ganaderos. Los fertilizantes y herbicidas químicos han acabado con especies tan comunes como la fumaria o la pimpinela escarlata, de cuyas diminutas semillas, que constituyen una gran fuente de energía, se alimentan las tórtolas; al mismo tiempo, el desbroce de los eriales y la maleza en las tierras marginales, la roturación de las praderas de flores silvestres y el drenaje y contaminación de los cursos de agua y los estanques naturales han arrasado sus hábitats.

La misma revolución agrícola ha tenido lugar en el continente, pero parece que en Europa aún quedan suficientes tierras agrestes —y lo bastante amplias— como para que la caída poblacional de las tórtolas no resulte tan dramática. Pero las escasas zonas silvestres que se conservan aquí, en las tierras bajas de Inglaterra, sea por azar o intencionadamente, son como oasis en el desierto, desconectadas de los procesos, las interacciones y el dinamismo que impulsan el mundo natural. En los cuarenta años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial perdimos más bosques maduros —decenas de miles de ellos— que en los cuatrocientos años anteriores. Entre el comienzo de la guerra y los años noventa acabamos con 120.000 kilómetros de setos vivos. El 90 por ciento de los humedales que había en Inglaterra antes de la Revolución Industrial ya no existen. Desde 1800 se ha perdido el 80 por ciento de las landas de brezo; un cuarto de esa extensión en los últimos cincuenta años. El 97 por ciento de nuestras praderas de flores silvestres desaparecieron tras la guerra. Es una historia de unificación y simplificación implacables, en la que el territorio ha quedado reducido a manchas inmensas de pasto raigrás, cereales y colza, con algunos pocos bosques dispersos, mal atendidos, y los escasos setos vivos que aún sobreviven y dan refugio a numerosas especies de flores silvestres, insectos y aves cantoras.

Las medidas de conservación, en último lugar de importancia y sin apenas financiación, no han impedido el desarrollo y la intensificación de la agricultura. Resulta irónico que Inglaterra, que presume de una gran tradición de estudio de la vida silvestre y cuenta con el mayor número de afiliados a organizaciones conservacionistas de toda Europa, esté entre las naciones que menor extensión de terreno protege en reservas naturales a nivel nacional. Frente a los 2,75 millones de hectáreas de Francia, Inglaterra dedica únicamente 94.400 (menos del 1 por ciento de su territorio) a la conservación de la naturaleza. Estonia, por ejemplo, gestiona 258.000 hectáreas. Nuestros escasos sitios de especial interés científico (SSSI, por sus siglas en inglés), Áreas Especiales de Conservación (SAC) y Áreas de Protección Especial al amparo de la legislación europea (SPA) se encuentran descuidados, vulnerados y en ocasiones completamente ignorados. Cuántas veces quedan supeditados a otros intereses, supuestamente prioritarios, como la construcción de edificios y carreteras. En los diez parques nacionales de Inglaterra hay zonas reservadas a la actividad ganadera o convertidas en cotos para la caza del lagópodo. Frente al modelo estadounidense, donde los parques nacionales protegen grandes extensiones de naturaleza agreste, sagrada e inalterable, nuestros parques se ven, fundamentalmente, como paisajes «culturales» destinados a la recreación humana.

El impacto de la transformación del medio rural y natural ha golpeado a las aves en general, no solo a las tórtolas. En 1966, según la RSPB, había en el Reino Unido cuarenta millones de pájaros más que hoy.[4] Nuestros cielos se han vaciado. En 1970 teníamos veinte millones de parejas de lo que se conoce como «aves de los cultivos» —codornices, pardillos, avefrías, trigueros, escribanos cerillos, alondras, perdices pardillas, tórtolas o gorriones molineros—, aves cantoras, la mayoría de ellas, que dependen de insectos para alimentar a sus polluelos y de arboledas o setos vivos para anidar. En 1990 habíamos perdido la mitad. Y en 2010 su número había vuelto a dividirse por dos. Para hacernos una idea de la magnitud de estas cifras, podemos ponerlas en un contexto diferente, verlas desde otra perspectiva. Por ejemplo, en esos cuarenta años, la población del país ha aumentado en cinco millones de personas. Por cada nuevo habitante hemos perdido tres parejas de lo que hoy consideramos especies «prioritarias».

Pero ¿qué supone eso para nosotros, como nación? ¿Hemos de preocuparnos por la desaparición de estas aves, por hermosas que sean? Charlie y yo nos sentiríamos desesperadamente tristes si nuestros hijos no escucharan jamás al ruiseñor o a las tórtolas cantar sobre suelo inglés. Pero su pérdida representa algo más importante que eso. Visibles y familiares sobre nuestras cabezas, estas aves son, en un sentido nada metafórico, como aquellos canarios de las minas de carbón cuya muerte servía para avisar de la concentración de gases peligrosos: víctimas que nos advierten de daños mucho más graves y menos visibles. El resto de las especies que comparten su destino —también las formas de vida menos glamurosas, como insectos, plantas, hongos, líquenes o bacterias— seguirán su estela, antes o después. Como el biólogo estadounidense E. O. Wilson explicaba hace solo treinta años, la diversidad de la vida depende de una compleja red de recursos naturales y relaciones entre especies. Cuantas más especies habiten en un ecosistema, en general, mayor será su productividad y su resiliencia. Ese es el prodigio de la vida. Cuanto mayor sea la biodiversidad, mayor será la masa de organismos vivos que un ecosistema puede albergar. Si reducimos la biodiversidad, la biomasa se reducirá exponencialmente y desaparecerán las especies individuales más vulnerables. En The Song of Dodo (1996), David Quammen describía los ecosistemas como si fueran alfombras persas. Si las cortamos en pequeños cuadrados no obtendremos múltiples alfombras diminutas, sino un montón de inútiles retales de material, deshilachándose por los bordes. Las pérdidas demográficas y las extinciones son los signos de un ecosistema que se viene abajo.

En 2013 se publicó State of Nature, un informe pionero donde científicos de veinticinco organizaciones británicas dedicadas al estudio de la vida silvestre dibujaron el lóbrego panorama de la diversidad de especies del Reino Unido en los cincuenta años previos. Desde los años setenta, la población de las especies más amenazadas de Gran Bretaña se había visto reducida a la mitad, al menos, y una de cada diez estaba en peligro de extinción. En general, la cantidad de vida silvestre había caído en picado. Los insectos y otros invertebrados recibieron el golpe más duro, pues desde 1970 había desaparecido más de la mitad de sus poblaciones. Las polillas habían perdido un 88 por ciento de su población, los carábidos un 72 por ciento y las mariposas un 76 por ciento. Según el estudio, las abejas y otros insectos polinizadores se encuentran en peligro. Nuestra flora también disminuye. Desde que comenzaran los registros, en los años cuarenta del siglo XX, cada año se pierde un 1 por ciento de las llamadas «malas hierbas» fanerógamas, de las que se alimentan las tórtolas y muchos otros pájaros. Según el informe Our Vanishing Flora, de 2012, cada dos años desaparece una especie vegetal en dieciséis condados del Reino Unido. Y estas son solo las especies que pueden identificarse y controlarse. Una inmensa cantidad de insectos, plantas acuáticas, líquenes, musgos y hongos ni siquiera aparecen en los registros.

En 2016, un nuevo informe State of Nature, con información recabada por científicos de cincuenta organizaciones conservacionistas, halló algunas razones para el optimismo. Gracias a la protección legal, ha aumentado la población de ciertas especies de murciélagos, entre las que se encuentra el murciélago grande de herradura; la creación de nuevos juncales ha permitido a los avetoros pasar de 11 machos mugientes a 156 entre 1997 y 2005. Se han reintroducido con éxito algunas especies extinguidas localmente como el abejorro de pelo corto y la mariposa hormiguera de lunares. El milano real se ha extendido tras sucesivas introducciones y vuelve a haber nutrias en muchos ríos. Pero el informe no nos permite olvidar el contexto histórico más amplio: «Aunque estos datos son positivos —dice—, debemos recordar que únicamente se ha recuperado una fracción de la población previa».

En general, no se ha contenido la pérdida demográfica. Entre 2002 y 2013 cayó la población de más de la mitad de las especies del Reino Unido. Esto no es algo que podamos seguir achacando a los errores de los años setenta. En los últimos años empiezan a escasear algunas de las especies «comunes» más queridas, como los erizos, las ratas toperas o los lirones. Una evaluación realizada por el propio Gobierno y publicada en agosto de 2016 descubrió que 152 de las llamadas especies «prioritarias» no dejan de perder población a nivel nacional, y entre el 10 y el 15 por ciento de la totalidad de nuestras especies están en riesgo de desaparición inminente.

Resulta tentador pensar que estos son problemas comunes al resto del mundo. Sin embargo, hay diferencias. Utilizando el «índice de integridad de la biodiversidad» —un nuevo sistema que evalúa las condiciones de la biodiversidad de un país— el informe State of Nature actualizado en 2016 descubrió que el Reino Unido ha perdido, durante un periodo de tiempo prolongado, una cantidad de biodiversidad significativamente superior a la media del mundo. En la lista de los doscientos dieciocho países valorados, se sitúa en el puesto veintinueve por la cola; esto es, uno de los lugares del mundo donde más naturaleza se destruye.

En este escenario de estragos casi inimaginables, la aparición de tórtolas en Knepp es poco menos que un milagro. Los terrenos que gestionamos —unas mil cuatrocientas hectáreas a setenta kilómetros del centro de Londres, que hasta no hace tanto tiempo se dedicaron a la agricultura intensiva— resisten la tendencia. Las tórtolas han venido porque hemos convertido esta tierra en un experimento pionero de resilvestración, el primero que se lleva a cabo en Gran Bretaña. Su regreso nos ha pillado por sorpresa a todos, a nosotros y a cuantos participan en el proyecto.

Hasta entonces solo habíamos identificado ejemplares aislados. Comenzamos a oírlas un año o dos después de empezar el proyecto: tres en 2005, cuatro en 2008, siete en 2013. En 2014 registramos la presencia de once machos cantores. En los últimos dos años hemos llegado a avistar, ocasionalmente, parejas en campo abierto, posadas en los cables del teléfono o en un camino polvoriento, el pecho rosáceo acariciado por el brillo del atardecer, las pequeñas rayas de cebra en el cuello, como un sutil recuerdo de África, la marca de que solo unas semanas antes esos mismos pájaros sobrevolaban manadas de elefantes. La colonización de Knepp es uno de los pocos reveses en su inexorable tendencia a la desaparición del territorio nacional; probablemente, la única señal para la esperanza de ver tórtolas en el cielo británico.

Y no son solo las tórtolas quienes han dado con nosotros. Desde que comenzara el proyecto, se ha registrado la presencia de otras aves amenazadas en Gran Bretaña, en cantidades considerables: migrantes como el ruiseñor, el cuco, el papamoscas gris, el zorzal real y el alcotán europeo, y residentes como la totovía, la alondra, la avefría, el gorrión común, o los picos, las chochas y los escribanos cerillos, más esquivos. Algunas de ellas crían aquí, en Knepp. También hay cuervos, milanos reales y gavilanes, reyes en la cima de la cadena trófica. Y cada año llegan nuevas especies. En 2015 el gran hallazgo fueron los búhos chicos, y en 2016 crio por primera vez el halcón peregrino. La población de aves comunes se está disparando y sigue creciendo también la de otros visitantes ocasionales, como el águila pescadora, el andarríos grande o las garcetas.

Pero tampoco son solo las aves. Han regresado otras criaturas amenazadas, que la administración cataloga solemnemente en el UK Biodiversity Action Plan (Plan de Acción por la Biodiversidad del Reino Unido): el murciélago ratonero forestal y el barbastela, la culebra de collar y el lución, la mariposa tornasolada, la mariposa topacio y la rabicorta w-blanca. La velocidad a la que se ha producido este regreso ha dejado a todos los observadores atónitos. También a nosotros, que apenas podemos creérnoslo cuando pensamos en las pobres condiciones en que se encontraba la tierra antes de que en 2001 comenzáramos, con pasos indecisos, esto que ahora llamamos «resilvestración».

Los conservacionistas empiezan a comprender que la clave del éxito de Knepp es el énfasis en la «propia voluntad de los procesos ecológicos». La resilvestración es un modo de restauración ecológica en el que uno debe mantenerse al margen, dejar que la propia naturaleza tome las riendas. Los paradigmas habituales de conservación en Gran Bretaña suelen centrarse en establecer objetivos y desarrollar métodos de control, haciendo todo lo humanamente posible para preservar el statu quo. A veces lo único que pretenden es conservar una determinada apariencia general del paisaje, o, con más frecuencia, gestionar los diversos aspectos de un hábitat en función de los supuestos beneficios que entrañan una o varias especies, privilegiadas por encima de las demás. Estas estrategias han resultado de suma importancia para preservar lo que aún nos queda de esta naturaleza exhausta. Sin ellas, las especies más amenazadas y sus hábitats habrían desaparecido de la faz de la tierra. Las reservas naturales son nuestras arcas de Noé, nuestros bancos de semillas naturales, nuestros depósitos de especies. Pero son también cada vez más vulnerables. El retroceso de la biodiversidad alcanza ya a estos oasis, costosos y excesivamente controlados, y amenaza incluso a las mismas especies que supuestamente protegen. Para detener este declive e incluso llegar a revertirlo, tiene que suceder algo drástico, y tiene que suceder ya.

Knepp permite un enfoque alternativo, un sistema dinámico, autosostenible y productivo, y mucho más económico. Es, además, compatible con las medidas tradicionales. Puede llevarse a cabo en zonas que, al menos sobre el papel, no parecen revestir especial importancia para la conservación. Puede añadir terrenos a zonas ya protegidas, o tender puentes y abrir caminos entre diversos espacios, aumentando las posibilidades para la migración de especies y facilitando su adaptación y supervivencia en un contexto de cambio climático, degradación de hábitats y contaminación.

Permitir que los procesos naturales sucedan por sí mismos, sin objetivos prestablecidos ni especies o cifras concretas que determinen la planificación no es algo a lo que estemos habituados en el modo de pensar habitual. Incomoda especialmente a los científicos acostumbrados a comprobar hipótesis, llevar a cabo modelos computacionales y fijar objetivos. La resilvestración —brindarle a la naturaleza la oportunidad para expresarse a sí misma— es, sobre todo, un acto de fe. Requiere abandonar ideas preconcebidas; cargarse de modestia, hacerse a un lado y observar qué ocurre. Resilvestrar Knepp ha sido una fuente constante de sorpresas, de efectos inesperados que modifican constantemente cuanto creíamos saber sobre el comportamiento y los hábitats de nuestras especies autóctonas: que modifican, en realidad, la propia ciencia ecológica. Y nos ha enseñado algo acerca de nosotros mismos y de la arrogancia que nos ha puesto en tantos apuros.

Cuando empezamos el proyecto, hace diecinueve años, no sabíamos nada de los planteamientos científicos o las controversias que rodeaban a la conservación. Nos embarcamos en él por puro amor a la naturaleza, y porque de haber seguido con la explotación agrícola y ganadera habríamos perdido todo nuestro dinero. No sabíamos que el proyecto llegaría a ser tan polifacético, que cobraría tal magnitud, que atraeríamos a políticos, agricultores, terratenientes, conservacionistas y otras ONG implicadas en la gestión del territorio, de Gran Bretaña y el extranjero. No sabíamos que Knepp sería un punto de fuga en el que convergerían los problemas más acuciantes de la actualidad: el cambio climático, la restauración de los suelos, la calidad y seguridad de los alimentos, la polinización de los cultivos, la extracción de dióxido de carbono, los recursos acuáticos y su purificación, la mitigación de las inundaciones, el bienestar animal y la salud humana.

Sin embargo, lo que está sucediendo en Knepp parece tocar una fibra más profunda, algo más visceral. En 2013, George Monbiot publicó un alegato a favor de una Gran Bretaña más salvaje en su inspirador libro Salvaje. Renaturalizar la tierra, el mar y la vida humana (Capitán Swing, 2017). La respuesta de los lectores fue extraordinaria. Pareció conectar con un ansia que la gente ya sentía, pero a la que aún no había puesto voz: la idea de que estamos perdiéndonos algo, una conexión más plena con la fascinante complejidad de la naturaleza silvestre, libre; la noción de que el lugar que habitamos es un desierto si lo comparamos con los territorios gloriosamente salvajes del pasado.

A raíz de esta efusividad pública y de los deseos de cambio, en 2015 se fundó la organización benéfica Rewilding Britain. Mi marido, Charlie, comenzó como miembro del consejo y fue nombrado presidente poco después. Sus objetivos son ambiciosos. Pretende haber devuelto los procesos ecológicos naturales y especies fundamentales a trescientas mil hectáreas de tierra (el equivalente a todos los campos de golf de Gran Bretaña, o a un gran condado) y tres áreas marinas, algo crucial para la restauración de las pesquerías y la vida marina, en 2030. Y espera que en los próximos cien años este propósito se extienda al menos a un millón de hectáreas, o el 4,5 por ciento de la extensión de Gran Bretaña y el 30 por ciento de nuestras aguas territoriales, con al menos un gran territorio resilvestrado que conecte la tierra y el mar, desde las cimas de las montañas hasta las aguas costeras. Su propósito general no es el de resilvestrarlo todo —siempre harán falta tierras agrícolas de buena calidad para la producción de alimentos y una gran extensión de terreno habrá de seguir dedicada a las viviendas y la industria—, sino el de devolverle ciertas zonas de las islas británicas a la naturaleza, y permitir que regresen criaturas desaparecidas, como el lince y el castor, la lota, el búho real y el pelícano ceñudo, o, en zonas más remotas, el alce y el lobo.

Knepp es solo un pequeño paso en ese viaje hacia un país más rico y salvaje. Pero demuestra que la resilvestración puede funcionar, que presenta múltiples beneficios para la tierra; que es capaz de generar actividad económica y empleo y beneficiar a la naturaleza, y a nosotros mismos. También, que puede suceder a una gran velocidad. Tal vez lo más emocionante sea darse cuenta de que, si puede ocurrir aquí, en este agotado trozo de tierra del ultradesarrollado y sobrepoblado sureste de Inglaterra, puede suceder en cualquier parte. Solo hace falta que le demos una oportunidad.

[4]La RSPB es la Royal Society for the Protection of Birds (Real Sociedad para la Protección de las Aves).

01

Un hombre extraordinario

bajo un árbol extraordinario

«Un solo roble de cuatrocientos años […]

conforma un auténtico ecosistema de criaturas a las que

de nada les sirven diez mil robles de doscientos años».

OLIVER RACKHAM, Woodlands, 2006

Ted Green se detuvo bajo la copa del viejo roble. Extendió la mano, curtida, acostumbrada a la intemperie, y acarició la arrugada corteza. «Eres un regalo para la vista», dijo. En ese momento, un remolino agitó las hojas y varias bellotas repiquetearon en la tierra con un ruido sordo, y pareció una respuesta. Le entregó a Charlie una punta de la cinta para medir el «diámetro a la altura del pecho» y rodeó el tronco, dando un grito de júbilo antes de comunicarnos que la circunferencia medía siete metros, lo que daba al árbol una edad aproximada de quinientos cincuenta años. Era probable que hubiera nacido durante la guerra de las Dos Rosas, casi tres siglos antes de que los Burrell, los antepasados de mi marido, llegaran a Knepp. Germinaría en la época en que «Knap» era un parque para cazar ciervos de unas cuatrocientas hectáreas, propiedad de los duques de Norfolk, y sus bellotas servían de alimento para jabalíes y gamos, en una práctica conocida como pannage. Cumpliría los cien años de su plena y radiante juventud para dar la bienvenida a los Caryll, los metalúrgicos católicos que fueron dueños de Knepp durante ciento setenta años. A mediados del siglo XVII sería testigo de la Revolución inglesa, del ataque contra Knepp por parte de las tropas parlamentarias y de los contrataques de los realistas. Había vivido y respirado lo que para nosotros solo existe en los libros de historia.

Apostado a la entrada del castillo del siglo XIX, recibe el nombre de Knepp Oak (roble de Knepp) desde antes de lo que cualquiera pueda recordar. Cuando el antepasado de Charlie y tercer baronet, sir Charles Merrik Burrell, encargó al prometedor arquitecto John Nash que le construyera una mansión justo a su lado, el árbol tendría ya trescientos años.

La familia Burrell lleva vinculada al condado de Sussex desde el siglo XV; primero fueron granjeros y vicarios de Cuckfield, y después, a partir del siglo XVII, industriales y metalúrgicos. Knepp llegó a sus manos cuando William Burrell, abogado e historiador de Sussex, se casó con la heredera, Sophia Raymond, de quien era primo segundo. El padre de Sophia, sir Charles Raymond, había adquirido Knepp en 1787, poco después de que desapareciera la dinastía Caryll. Sir Charles le entregó a su hija la propiedad, de seiscientas cincuenta hectáreas en aquel momento, y el baroneto de los Raymond a su yerno.

Fue el hijo de William y Sophia, sir Charles Merrik Burrell (tercer baronet), quien se asentó en Knepp y echó raíces. El nuevo castillo, diseñado por Nash en el innovador y «pintoresco» estilo neogótico, poseía almenas y torreones y portones de roble tachonado. Erigido sobre un enclave «elevado y hermoso» a menos de cien metros del gran roble, se abría a un antiguo estanque para molino de más de trescientos metros cuadrados que constituía, en aquella época, la mayor masa de agua al sur del Támesis.

Nuestro sino, como el de los diversos miembros de la familia Burrell que aquí han vivido, parece de algún modo unido al destino de este árbol. Bajo sus ramas han pasado coches de caballos y charretes tirados por ponis, arados de vapor, hombres llamados a dos guerras mundiales, el primer Bentley, el Land Rover Serie 1 del abuelo de Charlie, la primera cosechadora. Ha presenciado desfiles de boda, cortejos fúnebres, giros imprevistos en la fortuna de la familia. Al nacer nuestro hijo, en el otoño de 1996, año de enorme abundancia de bellotas, hicimos germinar una de ellas en un tarro y plantamos el brote a pocos metros del original, para el futuro. No sabemos cuánto más podrá sobrevivir el viejo árbol. En algún momento de principios del siglo XX comenzó a resquebrajarse por la mitad, y el ejército canadiense, instalado en el castillo durante la Segunda Guerra Mundial, lo amarró con la oruga de un tanque. A finales de los años noventa del siglo pasado parecía otra vez que iba a partirse por el peso de sus enormes ramas extendidas. Nos dijeron que había un hombre que sabría qué hacer.

Ted dio un paso atrás, evaluando la estructura que se bifurcaba sobre nosotros. Frunció el ceño al observar el muñón dejado por la amputación de una de las ramas más bajas con una motosierra. Conforme envejecen, los árboles tienden a llevar las ramas hacia el suelo para tener estabilidad, nos explicó, como si se tratara del bastón de un anciano. A ojos del mundo moderno, esa tendencia a reforzarse a sí mismo, a apoyarse en algo, parece un síntoma de debilidad, por lo que el bastón —la rama que desciende— suele eliminarse. «Creemos saber cuál es la apariencia que deben tener los árboles —dijo Ted—, como en los dibujos que hacen los niños, con el tronco recto y el pompón arriba del todo. Y no queremos ver nada más. En realidad, le estamos impidiendo que se haga viejo, que adquiera carácter, que sea él mismo. Es como si a mí me quitaran el abono de transportes y me hicieran un estiramiento facial para no aparentar más de cincuenta años».

El roble, uno de los árboles más longevos que hay en el país, crece durante trescientos años —afirma el dicho—, descansa otros trescientos y pasa los últimos tres siglos en venerable senescencia. Pero ese periodo intermedio de «reposo» no es tal, nos informó Ted. Puede que el árbol haya alcanzado su punto de crecimiento óptimo, pero nunca deja de cambiar. Equilibra su peso, reacciona al entorno y al crecimiento de la vegetación que le rodea. Lo que sucede es que los seres humanos apenas podemos apreciar estos lentos cambios. A este roble le estaba costando mucho mantenerse de una pieza, con su inmensa copa y sin nada en que apoyarse. Una alegoría, tal vez, de los problemas que en el siglo XX atravesaba el conjunto de nuestras tierras.

Ted, al menos, se mostraba optimista respecto al árbol. «Solo habría que pelarlo un poco, algunas pequeñas podas a lo largo de los próximos años. Reducirle la copa un 10 por ciento —un metro o dos, no más— bastará para limitar los efectos del viento en un 70 por ciento, aproximadamente, y evitar que se abra por la mitad. Fijaos, ya comienza a dejar caer una rama por este lado. Con el tiempo, si permitís que llegue al suelo, tendrá mucho más apoyo».

Levantó la vista, reflexivo, hacia la copa. «Esta vieja alma aún podría ver cuatro siglos más».

Durante la última década, Ted Green había sido conservador de los robles reales del Windsor Great Park. Tenía ya más de sesenta años cuando nos encontramos. Es uno de los más reconocidos expertos en árboles de Inglaterra y ha recibido recientemente la prestigiosa medalla de oro de la Royal Forestry Society (Real Sociedad Forestal), pero su vida, como la del árbol que admiraba en ese momento, se había iniciado en un mundo muy distinto. A su padre, capturado en la guerra, lo mató un submarino estadounidense que torpedeó un barco japonés sin identificación en el que viajaban prisioneros. La pérdida resultó terrible para Ted, hijo único, que vivía con su madre entre Silwood, Sunninghill y los Windsor Great Parks, en Berkshire. Se volvió casi feral, un niño sin normas que crecía entre bosques y praderas. Después de que los desahuciaran, su madre y él se instalaron en un barracón del campamento militar abandonado de Silwood. La hierba y la madreselva trepaban por el interior de las paredes y en noches lluviosas su madre tapaba la cama con un chubasquero. Ted, que tenía muy buena mano con la honda, empezó a cazar furtivamente conejos y faisanes en las tierras de la Corona.

«Era un chaval problemático —dijo, alargando las erres con su suave acento de Berkshire—. Andaba siempre solo y así fue como empecé a comprender el mundo. Aprendí de la naturaleza, aprendí a observar y a tener paciencia. Eso fue lo que me salvó».

Ted había accedido al mundo académico por una puerta lateral, gracias a un investigador al que conoció observando aves. Tras trabajar como técnico en patología botánica en la nueva estación de campo de Silwood Park, en el Imperial College, se le ofreció un puesto honorífico de profesor universitario, el segundo que se concedía en la historia de la universidad. Los estudiantes lo adoraban, sin excepción. En los ochenta, tras treinta y cuatro años de investigación y docencia en botánica y biología, dejó la universidad para convertirse en asesor de conservación de la Crown Estate en Windsor.[5] El círculo se había cerrado.

Caminábamos sin prisa por el acceso que volvía a casa cuando Ted se detuvo. «Mirad esos viejos árboles de ahí —dijo—, por ellos sí tendríamos que preocuparnos». Contemplaba los robles dispersos que en el siglo XIX habían formado parte del parque de caza de ciervos y que ahora parecían pecios a la deriva o faros en un furioso mar de tierras de cultivo, levantándose sobre un brillante campo de pasto raigrás italiano. Uno no puede saber a ciencia cierta si un árbol está enfermo con solo observarlo, nos dijo Ted; se trataba más de una cuestión de intuición, como cuando sabemos que alguien querido no se encuentra bien. Un roble sano posee el vigor de un brócoli gigante, una copa densa y redondeada llena de vida. Estos árboles, plantados hace dos siglos o más, centinelas del parque Humphrey Repton donde Nash levantó su palacio, parecían endebles, poco frondosos, y presentaban ramas secas en la copa, remedo de la cornamenta de un ciervo. Comparados con el Knepp Oak, que tenía el doble de años, daban una imagen decrépita y ajada, como de veteranos golpeados por la guerra. «Están así por arar las tierras —dijo Ted— y por todo lo que eso supone».

Como la mayoría de los terratenientes de la zona, la familia Burrell había respondido con ardor patriótico al llamamiento del Dig for Victory que puso en marcha el Gobierno durante la Segunda Guerra Mundial.[6] Aislados, y con los U-Boot alemanes torpedeando las líneas de suministro por todo el Atlántico, los cincuenta millones de habitantes de Gran Bretaña debían hacer frente a la amenaza del hambre. Como presidente del War Ag (War Agricultural Executive Committee)[7] de West Sussex, el bisabuelo de Charlie, sir Merrik Burrell, que tenía entonces sesenta y dos años, fue el encargado de impulsar en el condado una producción agrícola y lechera intensiva. Hasta el momento, la mayor parte del territorio se había dedicado a pastos permanentes y granjas de subsistencia divididas en pequeñas parcelas, que contaban con aperos de tracción animal y apenas tenían electricidad. Sir Merrik llegó a admitir a la Royal Agricultural Society que en alguna ocasión «presionó» a los agricultores reticentes a meter el arado en sus pastos.

Para dar ejemplo, él mismo tuvo que arar todas aquellas tierras de la propiedad que durante décadas se habían considerado sagradas o demasiado costosas o difíciles de trabajar. Uncieron los viejos arados a dos enormes tractores con cadenas y los enviaron a arrasar hectáreas de maleza. Arrancaron tojos, espinos albares, rosas silvestres y sauces, aplastaron los montículos de los hormigueros. Las antiguas praderas inundables junto al río, a las que en la zona se refieren con el localismo laggs, y las ciento cuarenta hectáreas del parque Repton alrededor de la casa fueron más fáciles de arar.

La guerra también demandaba madera, y el Gobierno puso en marcha medidas de recompensa y castigo: daban sesenta libras por derribar y arrancar un roble maduro, y obligaban a los terratenientes a cumplir determinadas cuotas. Sir Merrik arrancó los viejos árboles al borde de las antiguas cañadas ganaderas de Greenstreet y los grandes robles de Big Cockshalls, y limpió por completo Jockey Copse. Dejó intactos —afortunadamente— los robles del parque que rodeaban el palacio, aunque, con gran pesar, tuvo que entregar los tablones de olmo que secaba y guardaba para los ataúdes familiares.

Como en el resto de Gran Bretaña, la guerra transformó de arriba abajo el territorio de West Sussex. Sobre el horizonte de Knepp, oleadas de trigales vinieron a cubrir los prados calcáreos en las colinas de los South Downs, una zona que se había dedicado al pasto desde la Edad de Bronce, donde las praderas de prímulas y orquídeas habían salido indemnes incluso de la Primera Guerra Mundial, pues el ejército sacaba heno de ellos para los animales de transporte. Los bosques que rodeaban los pueblos vecinos de Dial Post, Shipley y West Grinstead desaparecieron. Se drenaron miles de hectáreas con zanjas. En Knepp, como en las propiedades adyacentes, los agricultores de más edad, que no podían ir a la guerra, recibieron la ayuda del ejército de las Land Girls, un grupo de trabajo nacional formado por ochenta mil voluntarias y reclutas dirigido por la bisabuela de Charlie, Trudie Denman, una de las primeras feministas. Las Land Girls trabajaron hasta cien horas por semana, colocando faros en los tractores para que estos arasen día y noche. Así, durante la guerra el número de hectáreas dedicadas a la producción de forraje se multiplicó por más de dos, y por más de tres las hectáreas en que se cultivaban cereales.

Dig for Victory logró lo que muchos habían creído imposible. En los años previos a la guerra, Gran Bretaña importaba casi tres cuartas partes de los alimentos que consumía. El crecimiento de la producción cerealística en el extranjero —en Rusia y Estados Unidos, particularmente— y el abaratamiento del transporte de vapor provocaron el desplome del precio de los alimentos. Lógicamente, la cantidad de tierras de cultivo en Gran Bretaña había caído hasta niveles sin precedentes, un efecto de lo que hoy llamaríamos «globalización». Sin embargo, al término de la guerra, las tierras arables, subvencionadas por el Gobierno, se habían doblado hasta superar los ocho millones de hectáreas, de forma que pasaron del mínimo al máximo histórico en solo cinco años. El arado abría surcos en 2,5 millones de hectáreas nuevas, lo que dobló la producción de trigo de Gran Bretaña.

Si alguna vez sir Merrik soñó con devolverle al parque su estado original, es probable que en el momento de su muerte, en 1957, ya hubiera perdido la ilusión. Tras la guerra, Gran Bretaña estaba al borde de la bancarrota. Con poco que exportar y escasa moneda extranjera para pagar importaciones, con buena parte de la Europa continental pasando hambre, con protectorados que dependían de ella para abastecerse y con unos aliados que no podían acudir en su ayuda, había menos alimento en Gran Bretaña que durante la propia guerra. El racionamiento se mantuvo hasta 1954, nueve años después del Día de la Victoria en Europa. Como consecuencia, se produjo un cambio radical en la mentalidad de la nación. El recuerdo de la escasez que acechó buena parte de los años cincuenta quedó grabado en el subconsciente del país. El autoabastecimiento se convirtió en una cuestión de seguridad nacional, pero también de honor. El Gobierno declaró que el hambre jamás volvería a amenazar Gran Bretaña. Los niveles de producción se mantendrían en su máximo, subvencionados por el Estado. Las tierras incultas serían consideradas como un desperdicio. Penelope Greenwood, la tía de Charlie, que tiene ahora más de ochenta años, lo describió muy bien: «Se nos hizo creer que iríamos todos al cielo si conseguíamos sacar dos briznas de hierba donde antes solo salía una». El parque de Knepp —la totalidad de la propiedad, en realidad, hasta la última pulgada— seguiría dedicado a la agricultura intensiva.

Ted se adelantó, con las botas de marcha cubiertas de tierra húmeda a su paso por el campo de raigrás, derecho hacia uno de los viejos robles del parque. Nos unimos a él en el pequeño reducto de césped que había quedado a salvo alrededor del tronco. «Este es el problema —dijo, apoyándose en el árbol y observando la hierba a nuestros pies—. Nunca nos damos cuenta de todo lo que sucede bajo tierra. El árbol que vemos es solo la punta del iceberg».

Las raíces de un roble pueden crecer mucho más allá de la línea de goteo de las hojas, nos contó, hasta una distancia tal vez dos veces y media superior al radio de la copa. Poco antes, en Windsor, Ted había descubierto que las raíces de los robles más veteranos se extendían a cuarenta y cinco metros de su tronco. Puesto que solo hay oxígeno disponible relativamente cerca de la superficie de la tierra, la mayor parte de las raíces del árbol se hallan en las capas superiores del suelo, hasta unos treinta centímetros de profundidad, lo que las vuelve muy vulnerables al arado y la compactación. En los días de verano, cuando las vacas lecheras se congregaban a la sombra del árbol —una escena bucólica, nos pareció—, cada una con su media tonelada de peso, no les hacían ningún favor a las raíces. El insistente tráfico del arado, las gradas rotativas, las cosechadoras y las sembradoras bajo las ramas de los robles y en las zonas adyacentes les suponían un ataque constante.

Y las raíces son solo el principio. En realidad, el sistema vital del árbol se extiende mucho más allá de ellas, por un universo oscuro, invisible, que solo ahora los microbiólogos y los micólogos empiezan a comprender. Es el mundo de las micorrizas, filamentos vellosos de hongos, muy finos, que se adhieren a las raíces y crean una enorme red subterránea, profunda y profundamente intrincada.

Las micorrizas, del griego mycos-rhizos (literalmente, «hongo-raíces»), se relacionan simbióticamente con las plantas. Los delgados filamentos fúngicos se extienden desde las raíces de estas para proveer de agua y nutrientes esenciales al organismo anfitrión, y estos, a cambio, suministran al hongo los hidratos de carbono que necesita para crecer. Tales filamentos, o «hifas», de una centésima de milímetro de diámetro —diez veces más finos que la más fina de las raíces—, resultan invisibles a simple vista, y un único filamento puede extenderse cientos o miles de veces la longitud de la propia raíz del árbol. Las relaciones micorrícicas pueden ser bastante específicas, nos contó Ted, de tal forma que el hongo se asocia solo con una especie concreta o un espécimen en particular. Pero también pueden ser generales, promiscuas, creando vastísimas estructuras comunitarias, denominadas red micelial común. Estas redes pueden ser absolutamente inmensas, extendiéndose —piensan algunos— por continentes enteros.

Las micorrizas surgieron hace quinientos millones de años, en uno de los procesos más cruciales para la vida en la tierra, cuando las plantas primitivas emergieron de los océanos para experimentar la vida terrestre. Al colonizar la tierra, las plantas tuvieron que encontrar una forma de obtener nutrientes minerales, una tarea complicada en el caso de ciertos nutrientes esenciales y muy escasos como el fosfato, que se encuentra fácilmente en el agua, pero cuya concentración es muy baja en la tierra. La capacidad de la planta para extender las raíces por sí misma es reducida. Sin embargo, al asociarse con las micorrizas, esta aumenta exponencialmente. Entre el 90 y el 95 por ciento de las plantas terrestres de todos los ecosistemas del mundo presentan relaciones micorrícicas. Un único jacinto de los bosques, por ejemplo, puede estar colonizado por once o más especies de hongos micorrícicos, la mayoría de los cuales aún no han sido descritos científicamente. De no ser por ellos, el jacinto de los bosques, con sus pequeñas y gruesas raíces, moriría, pues crece en tierras donde la concentración de fosfato suele ser menor a una diezmillonésima parte. Y lo mismo ocurre con los árboles. Una investigación estadounidense descubrió más de cien especies de hongos micorrícicos asociados a un solo árbol. Sirviéndose de su arsenal bioquímico, las micorrizas son capaces de penetrar en la roca, extraer minerales y ponerlos a disposición del ciclo alimenticio de la planta.

Otra función clave de las micorrizas es la de servir de sistema de alarma preventivo. Las señales químicas que transmiten desde una planta atacada desencadenan respuestas defensivas en otras plantas cercanas, haciendo que aumenten los niveles de enzimas protectoras. Actúan, así, como una red de comunicaciones —aún entre vegetales de distintas especies—, alertando a plantas y árboles de la amenaza de patógenos y la depredación de insectos y herbívoros. Pueden incluso estimular la producción de sustancias químicas en los tejidos del árbol, sustancias que atraen a depredadores contra la plaga que les esté atacando. Y pueden advertir a los árboles para proporcionar cuidados intensivos a especímenes enfermos o a brotes vulnerables, suministrándoles una inyección de nutrientes, en una suerte de terapia intravenosa. Como descubrió a finales de los años noventa la ecóloga forestal canadiense Suzanne Simard, y Peter Wohlleben describió en su extraordinario libro La vida secreta de los árboles (2015), este sistema de señales moleculares subterráneo revela un mundo en el que los árboles son criaturas sociables y capaces de respuesta, mucho más semejantes a nosotros mismos de lo que nunca habíamos imaginado.

Inevitablemente, las sacudidas de las rejas del arado destruyen los delicados filamentos de las micorrizas. Son también muy vulnerables a las sustancias químicas usadas en agricultura, sean fertilizantes o pesticidas. En bajas concentraciones, el fosfato es un nutriente que las propias micorrizas utilizan para favorecer los procesos biológicos. Sin embargo, al esparcirlo sobre la tierra en grandes cantidades como fertilizante artificial, se convierte en un agente contaminante, desbordando los sistemas biológicos naturales e inhibiendo la viabilidad y la germinación de esporas de las micorrizas. Los nitratos, los insecticidas, los herbicidas y, por supuesto, los fungicidas reducen la colonización micorrícica de las raíces e impiden el alargamiento de las hifas, los filamentos fúngicos. Incluso los excrementos del ganado, que suelen estar plagados de productos antihelmínticos (como la avermectina) y, con frecuencia, de antibióticos, pueden filtrarse en la tierra y destruir las micorrizas.

«Aquí, lo que observamos en estos árboles —explicó Ted— es probablemente una consecuencia de lo que está sucediendo bajo tierra. Estos árboles han perdido a sus aliados. Se han quedado solos».

A principios del siglo XX, un químico prusiano, Fritz Haber, abrió el camino para los fertilizantes químicos modernos al inventar una técnica que permitía extraer nitrógeno del aire y transformarlo en nitrato, a disposición de las plantas para impulsar su crecimiento. Es un proceso que solo puede ocurrir en condiciones de presión y temperatura altísimas, por lo que la fabricación de nitratos artificiales requiere un gran aporte de combustibles, que en el mundo actual suele tratarse de gas. Ese mismo proceso también permitía producir los materiales necesarios para la fabricación de explosivos, por lo que, antes de extenderse el uso agrícola, el proceso de Haber revolucionó durante la Segunda Guerra Mundial el desarrollo de armamento.

Tras la guerra, el paso de la fabricación de armas de combate a la producción de fertilizantes agrícolas resultó evidente y sencillo. Los tanques eran ahora tractores; los gases venenosos, pesticidas y herbicidas. En Estados Unidos, donde diez fábricas de explosivos a gran escala habían salido indemnes, al margen de la acción bélica de Europa, la producción de nitrato se disparó y puso a Estados Unidos a la cabeza del sector de los fertilizantes artificiales, muy por delante de sus competidores, y espoleó su interés en el aumento de tierras de cultivo de Gran Bretaña y Europa.

En Gran Bretaña, no todo el mundo opinaba que mantener la producción intensiva de las tierras de cultivo fuera el mejor modo de proceder. Un influyente grupo de científicos, bajo la supervisión del profesor sir George Stapledon, director del centro de investigación sobre pastizales en Drayton, en Stratford-upon-Avon, recomendó volver a la producción de alimentos a base de pastos, que era el recurso nacional más rico y solvente. La expansión desenfrenada de los cultivos agrícolas en los primeros años de la guerra había dañado gravemente la fertilidad del suelo y, en los años finales, el War Agricultural Executive Committee había instado a los agricultores a rotar esos cultivos con leguminosas capaces de fijar el nitrógeno, como el trébol, la esparceta o la alfalfa, y con pastos temporales para el ganado, que permitieran la recuperación de la tierra. Según Stapledon, el sistema de rotación no solo conservaba la fertilidad de los suelos, tenía también la ventaja de que los agricultores podían mantener un sistema económico autosuficiente, pues no necesitaban recurrir a fertilizantes químicos ni importar piensos para los animales. Dado que los costos eran menores, los agricultores y ganaderos no tenían que pedir dinero en préstamo ni endeudarse. En periodos de recesión agrícola, la agricultura mixta, o agropastoreo, permitía resistir mejor y tener mayor estabilidad. Era, advertía, el mejor instrumento para la seguridad alimentaria.

Agricultores reconocidos como George Henderson, autor del superventas The Farming Ladder (1944), defendieron igualmente el regreso al tradicional sistema de agricultura mixta. Su finca en los montes Cotswolds había salido airosa de la depresión agraria de los años treinta y a principios de la guerra ostentaba los mayores niveles de producción por hectárea de toda Gran Bretaña. El Ministerio de Agricultura la había utilizado como ejemplo y escaparate, animando a los habitantes de los Cotswolds a aprender de ella. Henderson estaba convencido de que lo fundamental era conservar la fertilidad natural de la tierra. «Si toda Gran Bretaña se trabajara de este modo —escribió—, nuestro país podría alimentar, sin dificultad, a una población de cien millones de personas».

Henderson se posicionaba firmemente contra el mantenimiento de las subvenciones tras la guerra. A largo plazo, advertía, resultarían desastrosas para el país, pues eliminaban los incentivos, el instinto y la autonomía de los agricultores, creaban una cultura de dependencia y permitían que fueran los burócratas, no los agricultores, quienes decidieran a qué había de dedicarse la tierra. Pero el National Farmers’ Union (Sindicato Nacional de Trabajadores Agrícolas) no era de su misma opinión y presionó para conservar las ayudas. En 1947, el Gobierno de Clement Attlee aprobó la Ley de Agricultura —diseñada por el profesor John Raeburn, el economista agrario responsable de la campaña Dig for Victory—, estableciendo precios de mercado fijos y a perpetuidad para los productos agrarios.

En la época en que Knepp estaba en manos de los abuelos de Charlie, los agricultores empezaban a tomar decisiones condicionados por las ayudas públicas. A finales de los años sesenta, era habitual ver sobre todo grandes explotaciones especializadas, la mayoría enfocadas exclusivamente en el cultivo de la tierra, eliminando los pastos del sistema de rotación. Sin los aportes de la hierba, el trébol y el ganado, era necesario fumigar con fertilizantes químicos para recuperar la fertilidad y obtener una producción aceptable, lo que suponía costes adicionales que los agricultores solo podían permitirse gracias a las ayudas del Gobierno. La fertilización artificial parecía casi milagrosa. Unida a las innovaciones técnicas, una maquinaria cada vez más grande y mejor y el desarrollo de nuevas variedades de cultivos, daba comienzo la nueva agricultura industrial —que recibió el engañoso apelativo de «revolución verde»—, que no tardaría en funcionar a pleno rendimiento.

En este escenario no había espacio para los árboles. Los ejemplares que quedaban dentro de las parcelas se convirtieron en un problema, pues impedían el paso de las máquinas y ocupaban valiosos metros de tierra cultivable. La mayoría de los agricultores que no los arrancaron les talaron las ramas más bajas para poder arar hasta el borde mismo del tronco, como hicimos nosotros. Los árboles, especialmente los más ancianos, empezaron a verse como una fuente potencial de enfermedades y plagas: una amenaza para los cultivos. Las parcelas se ampliaron en un intento de maximizar la eficacia con máquinas más grandes, que necesitaban mayor espacio para girar. Los setos vivos que las habían dividido se arrancaron entre 1946 y 1963 a un ritmo de cinco mil kilómetros por año. Según un informe de la Countryside Commission, esta tasa de destrucción aumentó hasta superar los quince mil kilómetros por año en 1972. Desaparecieron así miles y miles de árboles que habían proporcionado forraje para el ganado, combustible, madera y refugio durante siglos. La mayoría de ellos eran robles.