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La verdad tras el escándalo… >Santiago Silva se quedó horrorizado al descubrir que su hermanastro se interesaba por Lucy Fitzgerald, que tenía fama de mujer fatal y que, además, creía que la fortuna de la familia Silva era un objetivo fácil. Furioso, Santiago decidió intervenir para demostrarle que estaba equivocada. Muy acostumbrado a resistirse al peligro de una mujer atractiva, quedó impresionado por la ingenuidad de Lucy y decidió que el lugar más seguro para una mujer tan bella era que estuviera a su lado. Puesto que no le iba a romper el corazón, él era el único hombre que podía poseerla sin perder la cabeza…
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Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Kim Lawrence
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Atracción devastadora, n.º 2454 - marzo 2016
Título original: Santiago’s Command
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-687-7662-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
Lucy Fitzgerald…?
Santiago, que había medio escuchado la entusiasta descripción que había hecho su hermano acerca de la última mujer con la que estaba saliendo, levantó la cabeza y lo miró con el ceño fruncido mientras intentaba localizar aquel nombre que le resultaba familiar.
–¿La conozco?
Al oír la pregunta, su hermanastro, que se había detenido frente al espejo que había sobre la impresionante chimenea, se rio. Contempló su imagen con complacencia, se pasó la mano por la melena de cabello oscuro que llevaba y se volvió para mirar a su hermano con una amplia sonrisa.
–Si hubieras conocido a Lucy, no la habrías olvidado – le prometió con seguridad–. La vas a adorar, Santiago.
–No tanto como tú te adoras a ti mismo, hermanito.
Ramón, que era incapaz de resistirse al atractivo de su reflejo, giró la cabeza para mirarse y se pasó la mano por el mentón cubierto de barba incipiente antes de responder al comentario:
–Siempre se puede mejorar lo perfecto.
En realidad, Ramón estaba seguro de que por mucho que se esforzara nunca iba a tener lo que su carismático hermano había tenido y desperdiciado. En su opinión, era de mala educación que Santiago ni siquiera prestara atención a las mujeres que evidentemente se interesaban por él a pesar de que el pequeño bulto que tenía en la nariz, que era la marca que le había dejado su afición por el rugby, hacía su perfil imperfecto.
Ladeó la cabeza y miró al hombre que estaba sentado detrás del escritorio de caoba. A pesar de que había desaprovechado oportunidades, su hermano no era un monje, ni tampoco un jugador.
–¿Crees que volverás a casarte? – Ramón se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas–. Lo siento, no pretendía… – se encogió de hombros. Habían pasado ocho años desde la muerte de Magdalena y aunque, en aquel entonces, Ramón era poco más que un niño, todavía recordaba la horrible mirada que la muerte había dejado en los ojos de su hermano. Una mirada que reaparecía con tan solo mencionar el nombre de Magdalena. Y no porque no tuviera algo que siempre le recordaba a ella: la pequeña Gabriella era la viva imagen de su madre.
Al ver que Ramón estaba sintiéndose incómodo, Santiago trató de ignorar el sentimiento de culpabilidad y fracaso que siempre le producía pensar en la muerte de su esposa y sonrió.
–¿Así que esa tal Lucy te está haciendo pensar en el matrimonio? – preguntó cambiando de tema y anticipando la negativa de su hermano–. Debe de ser muy especial.
–Lo es…
Santiago arqueó las cejas al oír la respuesta de su hermano.
–Muy especial. ¿Matrimonio? – miró a su hermano de forma retadora y añadió–: ¿Por qué no? – parecía tan asombrado como su hermano de oír aquellas palabras.
–¿Por qué no? – preguntó Santiago–. A ver… Tienes veintitrés años y ¿cuánto tiempo hace que conoces a esa chica?
–Tú tenías veintiuno cuando te casaste.
Santiago bajo la mirada y pensó: «Y mira cómo me salió».
Consciente de que si se oponía sería peor, se encogió de hombros y dijo:
–¿Quizá debería conocer a esa tal Lucy?
–Te va a encantar, Santiago, ya lo verás, no serás capaz de evitarlo. ¡Es perfecta! Como una diosa – suspiró.
Santiago arqueó una ceja e hizo una mueca antes de pasar la mano por la pila de correspondencia sin abrir que esperaba sobre el escritorio.
–Si tú lo dices – agarró el primer sobre, se puso en pie y rodeó el escritorio.
–Te diré que nunca he conocido a nadie como ella.
–La tal Lucy parece excepcional – Santiago, que nunca había conocido una mujer perfecta, le siguió la corriente a Ramón.
–Entonces, ¿no tienes objeción?
–Tráela a la cena del viernes.
–¿En serio? ¿Aquí?
Santiago asintió mientras leía la carta que tenía en la mano. La madre de Ramón le decía que el joven se había desmadrado y que le gustaría saber qué pensaba hacer al respecto.
Santiago miró a su hermano.
–No me habías contado que tienes que repetir segundo curso – su madrastra insinuaba que Santiago tenía la culpa de ello.
¿Y quizá tuviera razón? Siempre había querido que su hermano disfrutara de la libertad que él no había tenido tras la prematura muerte de su padre, pero ¿habría sido demasiado indulgente y sobreprotector con su hermano?
Ramón se encogió de hombros.
–Si te soy sincero, la Biología Marina no es lo que yo esperaba.
Santiago lo miró con los ojos entornados.
–Por lo que recuerdo, tampoco lo era la Arqueología, o… ¿qué era? ¿Ecología?
–Ciencias Ambientales – respondió su hermano–. Créeme, eso era…
–Eres muy inteligente, así que no comprendo cómo… ¿Has ido a alguna clase, Ramón?
–A un par… Lo sé, Santiago, pero voy a aplicarme. En serio, Lucy dice…
–¿Lucy? Ah sí, la diosa. Lo siento, me olvidé.
–Lucy dice que nadie te puede privar de una buena educación.
Santiago pestañeó. Lucy no se parecía en nada a las numerosas mujeres con las que su hermano había salido antes.
–Tengo ganas de conocer a Lucy – quizá lo que su hermano necesitaba era una mujer que considerara que la educación era algo bueno.
Era pronto para juzgarlo.
El primer día que estaba en la finca, Lucy no consiguió que el coche de Harriet arrancara, así que decidió ir caminando hasta el pueblo. La distancia no le supuso un problema, pero sí el sol abrasador de mediodía en tierras andaluzas.
Una semana más tarde, el coche de Harriet seguía subido sobre unos ladrillos, esperando la pieza que el mecánico había pedido, y Lucy todavía tenía la nariz pelada, sin embargo, ya no le dolía y su piel había recuperado el color habitual en el resto del rostro.
Ese día, Lucy decidió ir al pueblo otra vez caminando, en lugar de tomar un taxi tal y como Harriet le había aconsejado. Había salido pronto y había conseguido comprar todo lo que Harriet le había pedido antes de que hiciera mucho calor.
Solo eran las diez y media cuando llegó al puente que cruzaba el arroyo que bordeaba la finca de Harriet, donde se encontraba una casa pequeña con tejas de barro. Era el resto de la finca lo que había llamado la atención de su amiga. Una vez jubilada, Harriet había decidido cumplir su sueño y montar, ante el asombro de sus excompañeros de trabajo, un santuario de burros en España.
Cuando Lucy le había dicho que era muy valiente, la mujer que había sido su tutora en la universidad le contestó que simplemente estaba siguiendo el ejemplo de la que era su antigua alumna favorita. Lucy, que no estaba acostumbrada a que la tomaran como modelo de referencia, no le había comentado que el cambio que se había producido en su estilo de vida no había sido una elección, sino una necesidad.
Lucy avanzó por la hierba que bajaba hasta el arroyo y se quitó las sandalias. Al sentir el agua helada contra su piel caliente, suspiró. Riéndose avanzó por las piedras hasta que el agua le llegó a la pantorrilla.
Se quitó el sombrero, sacudió su melena rubia, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para sentir el calor del sol en el rostro. ¡Era maravilloso!
Santiago apretó las piernas para que su caballo avanzara hacia el arroyo. Ya sabía por qué el nombre de la chica le resultaba tan familiar.
El disfraz de ángel sexy era bueno, pero no tan bueno, no para alguien que poseía una cualidad inolvidable, ¡y Lucy Fitzgerald era así!
No llevaba el vestido rojo y los tacones de aguja. Cuatro años antes, los medios de comunicación habían utilizado esa imagen una y otra vez, pero él no dudaba de que fuera la misma mujer que había recibido la condena moral unánime de un público indignado.
Ella no había dicho ni una palabra para defenderse, porque sabía que si quebraba el mandato de silencio terminaría en la cárcel. Algo por lo que Santiago habría dado dinero.
La imagen de aquella esposa traicionada y llorosa apareció en su cabeza. La expresión valiente de aquella mujer, que no ocultaba el sufrimiento emocional, contrastaba con la actitud fría que Lucy Fitzgerald había mostrado delante de las cámaras.
En circunstancias normales, no habría leído más allá de la primera línea de un artículo como ese, pero la situación del publicista que había recurrido a los juzgados para protegerse de Lucy Fitzgerald tenía un extraño parecido con la que él había vivido, aunque a menor escala.
En su caso, la mujer de la que apenas recordaba su nombre, y mucho menos su cara, y que había intentado sacar provecho económico de él, había sido más oportunista que despiadada. Además, el hecho de no estar casado y de que no le importara la opinión que la gente tuviera de él, lo había hecho un blanco menos vulnerable que la víctima de Lucy Fitzgerald, quien en lugar de rendirse ante la amenaza de contarlo todo que le había hecho su amante, había conseguido una orden judicial para evitar que ella hablara.
El chantaje era el arma de los cobardes, y las mujeres como Lucy Fitzgerald representaban todo lo que Santiago despreciaba.
La miró de arriba abajo y se fijó en la blusa de algodón y la falda que llevaba. La mujer era como el veneno, pero tenía un cuerpo que invitaba a todo tipo de fantasías pecaminosas.
Por supuesto, ella era demasiado provocativa para su gusto, pero era fácil comprender por qué su hermano se había quedado deslumbrado. Era un caso de atracción sexual, no de amor.
¡Era necesaria una influencia positiva!
Santiago contuvo una carcajada. ¿Positiva? Lucy Fitzgerald sería tóxica aunque solo una mínima parte de su reputación fuera verdad.
Santiago recordó a las chicas guapas y frívolas, pero inofensivas, con las que su hermano solía salir y de las que podía haberlo salvado. No obstante, había decidido que Ramón aprendería a base de experiencia. No obstante, aquella era una situación totalmente diferente: no podía permitir que su hermano se convirtiera en víctima de aquella mujer.
¿Habría buscado a Ramón como objetivo específico?
Santiago, que creía tan poco en las coincidencias como en el destino, pensaba que era así, y pensaba que su hermano era una presa fácil para alguien como ella.
¿Sabría Ramón quién era ella? ¿Conocería su historia o, al menos, la versión en la que ella se había convertido en una víctima inocente? No dudaba de que pudiera ser muy convincente y estaba claro que Ramón estaba completamente cautivado, así que ¿para qué iba a sacar a la luz su sórdido pasado cuando su víctima no era más que un adolescente el año en que su historia se convirtió en noticia?
¡Un adolescente!
La rabia se apoderó de su mirada. Ella no solo era una cazafortunas, sino, además, una asaltacunas. Debía de tener unos… ¿Treinta años? ¿Uno más o uno menos?
Parecía más joven y, por una vez en su vida, su hermano no había exagerado. Lucy Fitzgerald era una mujer a la que podía describirse con la palabra «diosa». Tremendamente bella, incluso descalza y con una simple falda de algodón. En cualquier otra mujer, él habría pensado que la transparencia de la tela que revelaba sus esbeltas piernas era accidental, sin embargo, estaba seguro de que aquella mujer tenía planeados incluso los sueños.
Mientras ella permanecía sin percatarse de su presencia, Santiago aprovechó la oportunidad para contemplar su silueta de diosa bajo la tela de su ropa.
Era alta y esbelta, con piernas largas y la silueta de un reloj de arena. La mujer desprendía sensualidad y Santiago se sintió molesto al ver que su cuerpo reaccionaba con deseo ante la imagen, de forma independiente de su cerebro.
Mientras la observaba, ella metió la mano por el cuello de la blusa y agarró el tirante del sujetador que se le había caído por el hombro. La naturalidad de su gesto la convirtió en una mujer más normal, y muy deseable.
Mientras el sol incidía sobre su larga melena dorada, Santiago se percató de que si quería salvar a su hermano de los hechizos de aquella bruja debía actuar rápidamente.
Era peligrosamente bella.
Algún día, Ramón se lo agradecería.
Santiago se bajó del caballo y, al oír el ruido de sus botas, Lucy se sobresaltó. Al volverse y ver la figura de un hombre a contraluz, sus ojos azules expresaron temor. Su enorme caballo estaba bebiendo agua del arroyo.
Cuando momentos después el hombre habló con ella, Lucy consiguió recuperar el control, pero el corazón seguía latiéndole aceleradamente.
–Lo siento, ¿la he asustado?
«Bastante», pensó Lucy.
El intruso hablaba perfectamente inglés, pero no era británico.
–No sabía que… No lo he oído llegar – se esforzó por cambiar la gélida expresión de su rostro, la misma con la que se había ganado la fama de «mujer de hielo». Le supuso un esfuerzo, puesto que tenía completamente integrado aquel mecanismo de defensa.
Hubo un tiempo en que había corrido el peligro de que sus experiencias la convirtieran en una mujer dura y cínica, y como decía su madre, con miedo a vivir. Aquella acusación había provocado que ella intentara no pensar lo peor de cualquier situación.
Otra cosa distinta era la precaución, y en aquellas circunstancias era sensato tenerla.
Caminó despacio hasta la orilla y se acercó al hombre con una sonrisa distante. Era muy alto, de anchas espaldas y piernas largas. Daba la impresión de ser poderoso, rudo y elemental. Lucy se protegió del sol con la mano y su sonrisa se desvaneció al ver el rostro deslumbrante de aquel hombre.
Sus facciones parecían esculpidas en bronce, de nariz aguileña, con mentón y pómulos prominentes. Lucy se fijó en sus labios sensuales y se quedó boquiabierta. Al percatarse de que llevaba bastante rato mirándolo, se sonrojó y tuvo que esforzarse para mantener el contacto visual con el hombre que la miraba fijamente.
Era experta en ocultar sus sentimientos, pero aquel hombre era aún más impenetrable. Sus ojos eran increíbles y sus pestañas largas y oscuras salpicadas de reflejos plateados que recordaban a una noche estrellada.
«¿Una noche estrellada…?». Consiguió centrarse y pensó, «Lucy, lo que necesitas es una dosis de azúcar». No era exactamente azúcar lo que su mejor amiga, Sally, le había recomendado cuando le dijo que viajaría a España.
–Lucy, tener principios es estupendo y es cierto que el amor verdadero es fantástico, pero ¡en los cuentos de hadas! ¿Por qué no llegas a un compromiso contigo misma y mientras esperas al príncipe azul disfrutas de buen sexo con un español sexy? Admítelo, no te faltarán oportunidades… ¡Ay, si yo tuviera tu aspecto!
Lucy, que no sabía nada del buen sexo, excepto que no era para ella, trató de ignorar el recuerdo de aquella conversación. Se aclaró la garganta y dijo lo primero que se le ocurrió.
–¿Cómo ha sabido que soy inglesa?
La última vez que había sentido tanto nerviosismo había sido durante un pequeño terremoto que había hecho temblar la habitación del hotel donde se encontraba. ¿Sería aquello lo que la gente llamaba magnetismo animal? Lucy prefería no tener que exponerse ante la masculinidad que él irradiaba.
El desconocido acarició al caballo en el lomo, arqueó una ceja y la miró de arriba abajo fijándose en su larga melena.
En todas las fotos de ella que Santiago había visto, llevaba el cabello recogido en un moño elegante y puritano que revelaba su cuello de cisne y su mentón delicado. Suponía que cambiaba de peinado en función del papel que quería representar, y comprendía por qué su melena rizada resultaba tan atractiva para su hermano… Y para cualquier hombre.
–El tono de su piel indica que no es de por aquí…
Se fijó en su tez clara y en la piel rosada de sus mejillas. Curiosamente, no llevaba nada de maquillaje. Tenía las cejas y las pestañas oscuras, los ojos de color azul eléctrico, y se podía decir que sus labios sensuales eran demasiado llamativos para su rostro delicado.
–Oh… – Lucy se llevó la mano a la cabeza y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja antes de esbozar una sonrisa.
Él la miró y ella percibió cierta hostilidad en su lenguaje corporal.
¿Era algo personal o se comportaba así con todo el mundo?
–Supongo que destaco un poco entre los demás – continuó Lucy forzando una sonrisa.
Santiago la miró de arriba abajo.
–Y tampoco intenta pasar desapercibida.
Lucy carraspeó y dijo:
–¿Cuál es su problema? No me he colado en ningún sitio, pero probablemente usted sí.
–¿Yo? – parecía divertido con su comentario–. Soy Santiago Silva.
–¿Debo hacerle una reverencia? – así que era el propietario de todo lo que alcanzaba la vista, incluida la propiedad que Harriet tenía alquilada. Por lo que su amiga le había dicho, era un chico estupendo. Era extraño, porque Harriet solía tener buen criterio.
Lucy se puso una mano en la cadera, sin percatarse de que la postura era provocadora, y vio que él sonreía.
–No me había enterado de que teníamos una visitante famosa, ¿o debería decir «infame», señorita Fitzgerald? – vio que ella hacía una mueca y experimentó un sentimiento de satisfacción.
Lucy sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago y su expresión se volvió gélida. Maldijo en silencio por haberse sorprendido de que alguien la hubiera reconocido en España. El mundo era pequeño y con la aparición de las redes sociales se había vuelto mucho menor.
No importaba cuántas veces se hubiera repetido que no debía afectarle lo que pensaran los desconocidos, a pesar de ello, todavía le resultaba doloroso y se enfadaba por sentir ganas de esconderse cuando oía algún comentario despectivo. Según algunas personas, esconderse era lo que llevaba haciendo los últimos cuatro años.
El orgullo le permitió alzar la barbilla y mirar a Santiago a los ojos. No volvería a esconderse. No había hecho nada malo. La orden judicial había pasado a la historia y ya nada impedía que pudiera contar su versión. Nada más que el convencimiento de que como víctima inocente no debía darle ninguna explicación a nadie. Después de todo, las personas que le importaban nunca se habían creído las mentiras que habían publicado acerca de ella.
–Si hubiera sabido que la gente local era tan cálida y acogedora, habría venido antes – dijo ella con una falsa sonrisa.
–¿Y cuánto tiempo piensa quedarse?
–¿Por qué? ¿Piensa expulsarme del pueblo, sheriff? – se mofó ella.
Él la miró fijamente y no dijo nada.
–No debería bromear, probablemente pueda hacerlo.
Tenía la sensación de que bastaba con que aquel hombre chasqueara los dedos para que los habitantes locales la echaran de allí.
Durante el tiempo que había pasado allí, Lucy había oído hablar de Santiago Silva en muchas ocasiones. La gente lo alababa y, teniendo en cuenta que era un banquero, resultaba extraño.
Los comentarios de la gente habían provocado que Lucy se creara una imagen muy diferente del hombre que tenía delante y que la miraba de manera altiva. No se parecía en nada al hombre cariñoso y empático que le habían descrito, y sí más bien a un despótico señor feudal que esperaba que la gente se inclinara a su paso.
–Ha conocido a mi hermano – le comentó.
Lucy negó con la cabeza. De pronto, comprendió lo que decía.
–Ramón – el chico que había llamado a la finca momentos antes de que ella se marchara para invitarla a cenar en el castillo. Se alegraba de haber rechazado la oportunidad de conocer a su hermano.
Ramón no tenía ningún parecido con Santiago. De hecho, era un chico amable que la había ayudado cuando se había quedado tirada en el aparcamiento de la clínica el día después de su llegada. Se había portado como un héroe tratando de reparar el problema del viejo coche de Harriet.
Desde entonces, había ido dos veces a la finca. Lucy sonrió al recordar que la última vez la había ayudado a atrapar a uno de los burros antes de que llegara el veterinario, que se había caído al suelo y que se había manchado el traje. Le costaba creer que tuviera alguna relación con aquel hombre.
–No volverá a verlo – comentó él con tono tranquilo, algo que contrastaba con la amenaza que contenían sus palabras.
Lucy negó con la cabeza, desconcertada por el rumbo que estaba tomando la conversación. ¿Tendría algo que ver con su negativa a aceptar la invitación para cenar en la casa principal? ¿Habría metido la pata?
Aquella posibilidad la hacía sentirse incómoda. Su amiga Harriet había hecho todo lo posible para que ella se encontrara a gusto.
–¿Ah, no?
–No, señorita Fitzgerald.