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Stephanie Laurens es una gran autora de novela romántica histórica. En Atrapado por sus besos sabe captar de una forma magnífica el ambiente londinense de principios del siglo XIX retratando las sutilezas de las relaciones sociales en el reducido ámbito de la alta sociedad y las complejidades, ambigüedades y malentendidos de las relaciones amorosas. Dorothea Darent no tenía la menor intención de casarse hasta que la besó un elegante desconocido. El marqués de Hazelmere, un reconocido libertino, se había quedado tan profundamente cautivado por aquel beso que había decidido conquistar el corazón de Dorothea, aunque ella se encontrara en Londres presentándose en sociedad y hubiera que tener especial cuidado en no manchar su reputación... El estilo de Laurens es brillante. Publishers Weekly
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Seitenzahl: 426
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1992 Stephanie Laurens. Todos los derechos reservados.
ATRAPADO POR SUS BESOS, Nº 7 - agosto 2012
Título original: Tangled Reins.
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicado en español en 2004.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin books S.a.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0762-4
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
–Mmmm.
Dorothea cerró los ojos y paladeó el sabor de las moras silvestres maduradas al sol. Sin duda, el más delicioso goce del verano. Contempló la mata frondosa que, rebosante de frutos maduros, se extendía a un lado del pequeño claro. Había moras suficientes para la tarta de esa noche, y aún sobrarían para hacer mermelada. Dejó la cesta en el suelo y comenzó a recogerlas. Recorriendo metódicamente la zarza, seleccionó los mejores frutos y fue echándolos en la cesta con ligereza. Mientras sus manos trabajaban, su mente funcionaba a toda prisa. Qué niña era aún su hermana, pese a sus dieciséis años. Dorothea se hallaba allí, en el corazón de los bosques de la hacienda vecina, por sugerencia suya. A Cecily le apetecía cenar pastel de moras. Así pues, con sus ojos castaños centelleantes y sus rubios tirabuzones danzarines, le había suplicado a su hermana, quien se disponía a salir a recoger hierbas aromáticas, que se desviara hasta el zarzal.
Dorothea suspiró. ¿Destruiría Londres aquella deslumbrante espontaneidad de su hermana? Y, lo que era más importante, ¿libraría a Cecily el inminente viaje a la capital de su monótona existencia? Habían pasado seis meses desde que su madre, Cynthia, lady Darent, muriera de un mal catarro, dejando a sus dos hijas al cuidado del primo de éstas, lord Herbert Darent. Cinco interminables meses pasados en Darent Hall, en el condado de Northampton, durante los cuales los abogados que examinaban el testamento habían convencido a Dorothea de que por ese lado no podía esperarse ninguna ayuda y sí numerosos impedimentos. Herbert era, por decirlo con delicadeza, un infatigable pelmazo. Y Marjorie, su esposa, presuntuosa, pueril y desesperadamente vulgar en todos los sentidos, no servía para nada. De no haber aparecido la abuela cual hada madrina de cuento, sólo Dios sabía qué habrían hecho.
De repente, incapaz de moverse, Dorothea se detuvo y miró, impasible, una mora que había quedado prendida al bajo de su vestido. ¡Menos mal que llevaba las enaguas viejas! A pesar de los reproches de la tía Agnes por no respetar el luto, Dorothea había insistido en ponerse el vestido verde, pasado ya de moda, para sus salidas campestres. El escote de forma cuadrada y el corpiño ceñido a la cintura pertenecían a otra época; la falda amplia, sin el apoyo del voluminoso miriñaque, colgaba suelta de su esbelto talle. Examinó los pequeños desgarrones que las espinas del zarzal habían dejado en la tela.
Al incorporarse, el calor que hacía en el claro, rodeado de matorrales y árboles e iluminado por el sol que se filtraba oblicuo entre las ramas altas, la sofocó de nuevo. Se llevó impulsivamente las manos al pelo, que le caía en un pesado rodete sobre el cuello. Se quitó las horquillas que lo sujetaban y lo dejó caer en una hermosa cascada de color caoba hasta la cintura. Sintiéndose más a gusto, siguió recogiendo moras.
Sabía, al menos, qué le reservaba a ella el destino en Londres. Por más que se empeñara, a ella su abuela no podría conseguirle marido. Destellos verdes relucían como esmeraldas en sus grandes ojos. Éstos eran, por descontado, su único atractivo. Sus demás méritos, inofensivos, estaban por desgracia pasados de moda. Tenía el pelo oscuro y no rubio, como por entonces se prefería; su tez era pálida como alabastro y no suavemente rosada como la de Cecily. Su nariz no estaba mal, pero su boca era muy grande y de labios excesivamente carnosos. Los labios delgados y pequeños eran el último grito. Era, además, demasiado alta y delgada para el gusto tan en boga por las curvas voluptuosas. Para colmo, tenía veintidós años y unas endiabladas ansias de independencia. No era, pues, el tipo de mujer capaz de atraer la atención de los hombres preocupados por la moda. Dejando escapar una risa profunda, se echó otra mora madura entre aquellos labios excesivamente carnosos.
Su postergación al rango de las solteronas no le inquietaba lo más mínimo. Tenía lo suficiente para vivir cómodamente el resto de sus días y aguardaba con espíritu ecuánime los largos años de excursiones campestres que la esperaban en La Grange. Había recibido una atención considerable de los caballeros del lugar, pero ningún hombre había despertado en ella el más leve deseo de trocar su independencia por el respetable estado del matrimonio. Mientras las jóvenes de su edad conspiraban y urdían maquinaciones para conseguir el tan preciado anillo, ella no veía razón alguna para seguir su ejemplo. Sospechaba que únicamente el amor, esa extraña y estimulante emoción que, como bien sabía, aún no había tocado su corazón, podría tentarla a abandonar su confortable estado. En realidad, le resultaba difícil imaginarse a un caballero cuya apostura bastara para animarla a renunciar a su sólida existencia. Hacía ya mucho tiempo que era su dueña y señora. Libre para hacer cuanto se le antojaba, activa y segura, se encontraba plenamente satisfecha. Cecily, en cambio, era otro cantar.
Alegre como un pájaro, su hermana anhelaba una vida de más brillo. A pesar de su juventud, sentía una ardiente curiosidad por el mundo, y el horizonte de La Grange era demasiado estrecho para saciar sus ansias. Dulce, joven y bella como mandaban los cánones de la moda, ella encontraría sin duda un elegante y apuesto caballero que le proporcionaría todo cuanto ansiaba su corazón. Ésa era la principal razón de su marcha a Londres.
Dorothea había estado mirando una mora particularmente grande casi fuera de su alcance. Con una sonrisa, alzó su mano blanca para recoger el fruto tentador. Súbitamente la sonrisa se disolvió al sentir que un recio brazo rodeaba su cintura. Apenas se había dado cuenta de ello cuando, bruscamente, se halló envuelta en un fuerte abrazo. Entrevió una cara de tez oscura. Un momento después, sintió que la besaban apasionadamente.
Por un largo instante, su mente se quedó en blanco. Luego recobró la consciencia. No carecía del todo de experiencia. Si se mostraba pasiva, se vería libre mucho antes que si reaccionaba de cualquier otro modo. Prosaica y práctica, procuró mantenerse fría.
Sin embargo, había juzgado erróneamente la amenaza. A pesar de sus instrucciones perfectamente claras, su cuerpo se negaba a hacerle caso. Horrorizada, sintió que un súbito sofoco la inundaba y que, acto seguido, un deseo casi irresistible de abandonarse a aquel abrazo se apoderaba de ella. Ninguno de sus admiradores había osado besarla así. El deseo de responder a aquellos labios exigentes que oprimían los suyos se hacía cada vez más fuerte, escapando a su control. Conmocionada, intentó soltarse. Unos dedos largos se deslizaron entre su pelo, sujetándole la cabeza, y el brazo que rodeaba su talle la apretó sin contemplaciones. La fortaleza del cuerpo contra el que se hallaba comprimida le constató su impotencia. Entre un tropel de pensamientos dislocados, que rápidamente parecían hacerse menos coherentes, emergió la certeza de que su captor no era ni un gitano ni un vagabundo. Pero, ciertamente, tampoco era de por allí. La fugaz visión que había tenido de él le había dejado una impresión de negligente elegancia. A medida que se sentía arrastrada inexorablemente más allá de la razón, entre un torbellino de sensaciones, una extraña turbulencia fue apoderándose de ella. Después, bruscamente, como si de golpe se cerrara una puerta, el beso cesó.
Aturdida y sofocada, Dorothea alzó la mirada hacia aquel rostro de tez morena. Unos ojos castaños, de expresión divertida, miraban sus ojos verdes. Una intensa rabia surgió dentro de ella. Le lanzó una bofetada a aquella cara sonriente. Pero no dio en el blanco. A pesar de que ni un solo parpadeo delató su movimiento, una garra firme detuvo su mano en el aire y suavemente la bajó.
Su asaltante sonrió provocativamente, complacido por la bella expresión de furia del rostro de Dorothea.
–No, creo que no voy a permitir que me pegue. ¿Cómo iba a saber yo que no era usted la hija del herrero?
Su voz era ligera y suave, la voz inconfundible de un hombre educado. Recordando el aspecto que debía de tener con su vieja falda verde y el pelo suelto sobre los hombros, Dorothea se mordió el labio y de pronto, mientras un delator rubor se extendía por sus mejillas, se sintió ridículamente joven.
–Así pues –continuó aquella voz suave–, si no es la hija del herrero, ¿quién es?
Advirtiendo su tono burlón, ella alzó el mentón con desafío.
–Soy Dorothea Darent. Ahora, ¿hará usted el favor de soltarme?
El brazo que sujetaba su talle no se movió ni un ápice. La frente de su captor se frunció levemente.
–Ah... Darent. ¿De La Grange?
Ella sólo pudo asentir levemente con la cabeza. Era sumamente difícil hablar mientras él la sujetaba con tanta fuerza contra su cuerpo. ¿Quién demonios era aquel hombre?
–Yo soy Hazelmere.
La mera constatación de un hecho. Por un instante, Dorothea creyó no haber oído bien. Pero aquel rostro, aquella expresión malévola y arrogante, profundamente grabada en las líneas que rodeaban su boca firme, no podía pertenecer a nadie más.
Dorothea había oído rumores. Lady Moreton, su vieja amiga, a cuyo señorío pertenecían aquellos bosques, había muerto durante la estancia de Cecily y Dorothea en Darent Hall. Según se decía, su sobrino-nieto, el marqués de Hazelmere, había heredado Moreton Park. La noticia había hecho correr las habladurías por el distrito. En aquel pequeño y rural remanso de paz, la posibilidad de que un miembro destacado de la alta sociedad fuera el nuevo propietario de uno de los mayores señoríos de la región estaba destinada a generar, bajo cualquier circunstancia, cierta curiosidad. Tratándose del marqués de Hazelmere, la curiosidad campaba abiertamente por su reputación.
La esposa del vicario había torcido la boca con gesto sumamente desdeñoso.
–¡Cielo santo! Nada en el mundo podría inducirme a presentarle mis respetos a semejante individuo. ¡Con una reputación tan repugnante! ¡Y tan notoria...!
Al preguntar Dorothea inocentemente cómo se había ganado su reputación, la señora Matthews había recordado de pronto con quién estaba hablando y se había apresurado a excusarse con el pretexto de que tenía que seguir pasando los bizcochos entre sus invitados. En casa de la señora Mannerim, Dorothea había oído que se acusaba al marqués de ser jugador, mujeriego y con tendencia, en general, a una conducta licenciosa. A pesar de que ella desconocía los ambientes de la alta sociedad, gozaba de sentido común. Aunque lord Hazelmere no fuera un dechado de virtudes, los rumores eran, posiblemente, y como de costumbre, infundados. Además, Dorothea no podía creer que una mujer respetable como lady Moreton tuviera un sobrino-nieto tan licencioso.
Apartando su pensamiento de la mirada hipnótica de aquellos ojos castaños, revisó apresuradamente su opinión acerca del marqués. A decir verdad, aquel hombre era incluso más peligroso de lo que sugería su fama.
Esos pensamientos cruzaron rápidamente su semblante, pasando con nitidez del asombro a la perplejidad y finalmente a una escandalizada certidumbre. Los ojos castaños relampaguearon. Para un paladar estragado por una dieta constante de sofisticadas beldades, en cuyas caras de sonrisa afectada no se permitía jamás ni el rastro de una emoción genuina, la belleza y expresividad de aquel rostro resultaban infinitamente atractivas.
–Excelente –dijo para ver si ella volvía a sonrojarse de aquel modo tan delicioso, y se vio ampliamente recompensado.
Dorothea, indignada, fijó la vista en su hombro izquierdo. Ella no era baja, pero los rizos de su coronilla apenas alcanzaban la barbilla de él. Así pues, su pecho quedaba muy cerca, justo a la altura de los ojos. En su limitada experiencia, nada la había preparado para enfrentarse a una situación como aquélla. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan impotente.
Al desviar la mirada, no advirtió el esbozo de sonrisa de los labios severos que un instante antes se habían apoderado de los suyos.
–¿Y se puede saber qué está haciendo exactamente la señorita Dorothea Darent en mis bosques?
Su tono altivo hizo que ella levantara la cabeza, como él esperaba.
–¡Oh! ¡Usted ha heredado las tierras de lady Moreton!
Él asintió y la soltó de mala gana, apartándose casi imperceptiblemente. Sus ojos castaños no se apartaron del rostro de ella.
Liberada de su aturdidora cercanía, Dorothea procuró recobrar la compostura y del modo más imperioso que pudo, añadió:
–Lady Moreton siempre nos dio permiso para recoger cuanto quisiéramos en sus bosques. Sin embargo, ahora que son de usted...
–Puede, naturalmente –dijo Hazelmere suavemente–, seguir recogiendo cuanto guste y en todo momento –sonrió–. Incluso procuraré no confundirla con la hija del herrero la próxima vez.
Dorothea, cuyos ojos verdes centelleaban, le hizo una desdeñosa reverencia.
–Gracias, lord Hazelmere. Me aseguraré de advertírselo a Hetty.
Su comentario le sorprendió, como ella pretendía. Dorothea recogió su cesta y, todavía aturdida por el beso, concluyó apresuradamente que, en aquel caso, la retirada era la mejor estrategia. Pero no había contado con lord Hazelmere.
–¿Y quién es Hetty exactamente?
Detenida en medio de una ignominiosa huida, procuró recobrarse y contestó, muy digna:
–La hija del herrero, naturalmente.
Bajo la mirada fascinada de Dorothea, el hermoso semblante de lord Hazelmere, de rasgos casi agrestes, se relajó, siendo reemplazada su expresión irónica por un genuino regocijo. Riéndose abiertamente, él extendió una mano para agarrar la cesta e impedir que Dorothea se fuera.
–Creo que estamos empatados, señorita Darent, así que no se vaya. Su cesta está sólo medio llena y hay muchas moras en esta zarza –sus ojos castaños la escudriñaban mientras su boca esbozaba una sonrisa desarmante. Advirtiendo la vacilación de Dorothea, prosiguió–: Sí, sé que no puede alcanzarlas, pero yo sí. Si aguarda aquí y sujeta la cesta de este modo, pronto la tendremos llena.
De pronto, Dorothea comprendió que no estaba preparada para tratar con el caballero que tenía enfrente. Desconocedora de las maneras mundanas, ignoraba qué hacer. Por un lado, la esposa del vicario esperaría de ella que se retirara de inmediato; por otro, la curiosidad la instaba a quedarse. Y, en cualquier caso, aunque decidiera marcharse, era improbable que aquella criatura dominante le permitiera hacerlo. Además, dado que él la había colocado allí, con la cesta en las manos, mientras la llenaba con las mejores moras de lo alto del zarzal, sería una descortesía marcharse. Razonando de este modo, Dorothea permaneció donde estaba y aprovechó la ocasión para examinar más de cerca a su asaltante.
La impresión de discreta elegancia que le había producido inicialmente se debía en buena parte, decidió, al excelente corte de su levita de caza. Sin embargo, su honestidad la forzó a reconocer que los hombros anchos y la complexión atlética y musculosa contribuían significativamente al efecto general de enérgica virilidad de su figura, sólo superficialmente disimulada por las ropas. Llevaba el pelo negro cortado a la moda y suavemente rizado sobre la frente. La mirada franca de sus ojos castaños resultaba desconcertante. La nariz aristocrática, su mentón y su boca firmes delataban que era hombre hecho para dominar su mundo. Ella, sin embargo, había visto cómo el humor suavizaba sus ojos y su boca, dándole un aspecto mucho más accesible. De hecho, decidió Dorothea, su sonrisa haría estragos entre las damas jóvenes, más impresionables que ella. Recordando su fama, no pudo encontrar ningún indicio de disipación. Sus actos, sin embargo, dejaban pocas dudas sobre la existencia del fuego que había levantado aquella humareda.
Adivinando los pensamientos que cruzaban en tropel la cabeza de Dorothea, Hazelmere observaba subrepticiamente su rostro por el rabillo del ojo. ¡Qué joya era! La cara, de molde clásico, encuadrada por el oscuro y abundante cabello, era por sí misma perturbadora. ¡Pero esos ojos...! Como enormes esmeraldas gemelas, claras y brillantes, reflejaban sus pensamientos de modo encantador. Él, que ya había probado sus labios suaves y tiernos, deliciosamente sensuales, se imaginaba presto a quedar prendado de ellos. El resto de su persona era igualmente atrayente. Sin embargo, si quería que llegaran a conocerse mejor, debía andarse con cuidado.
Le quitó la cesta llena de las manos y recogió su escopeta de caza, que había dejado al otro lado del claro. Interpretando correctamente la pregunta escrita con claridad en la expresión dubitativa de Dorothea, dijo:
–Ahora voy a escoltarla a su casa, señorita Darent –sonriendo para sus adentros al ver la expresión rebelde que provocó su afirmación tajante, Hazelmere continuó antes de que ella pudiera decir nada–. No, no diga nada. En el círculo social al cual pertenezco, ninguna joven dama sale de casa sola.
Su tono bondadoso hizo que los ojos de Dorothea centellearan. Las tácticas de lord Hazelmere estaban demostrando ser extremadamente difíciles de combatir. Al no encontrar nada que decir, ni ver modo alguno de alterar su resolución, Dorothea echó a andar de mala gana a su lado cuando Hazelmere emprendió la marcha.
–Por cierto –prosiguió él con naturalidad, ahondando en un asunto que sin duda mantendría a Dorothea a la defensiva–, satisfaga usted mi curiosidad. ¿Por qué estaba paseando sola por el bosque, sin siquiera una doncella?
Ella había sospechado que iba a hacerle esa pregunta, justamente porque no tenía respuesta alguna. Estaba claro que aquel hombre de conducta reprobable se estaba mofando de ella. Tragándose su irritación, contestó con calma:
–La gente de aquí me conoce bien, y a mi edad ya no puede considerárseme una jovencita que necesite constantemente una carabina –hasta a sus oídos sonaron endebles sus palabras.
Él se echó a reír.
–Mi querida niña, ¡no es usted una anciana! Y es evidente que necesita los servicios de un ayudante.
Dado que él acababa de demostrar que tenía razón en eso, Dorothea no podía objetar nada a sus palabras. Pero, como la templanza había salido volando y con ella su precaución, su lengua ingobernable se desató del todo.
–En el futuro, lord Hazelmere, le aseguro que sin duda alguna, cada que vez que sienta la tentación de pasear por sus bosques, llevaré un ayudante.
–Una decisión muy sabia –murmuró él.
Ajena al matiz de la entonación de lord Hazelmere, ella no se paró a pensar antes de decir con su voz más razonable:
–Aunque, a decir verdad, no veo qué necesidad hay de ello. Usted ha dicho que la próxima vez no me tomará por una muchacha del pueblo.
–Lo cual significa únicamente –dijo él en un tono tan provocativo que Dorothea sintió un estremecimiento– que la próxima vez sabré de quién son los labios que beso.
–¡Oh! –exclamó ella, y se detuvo para mirarlo, enfurecida.
Hazelmere se paró a su lado, riendo, y le tocó suavemente la mejilla con un dedo, incrementando aún más su ira.
–Repito, señorita Darent, que necesita un ayudante. No se arriesgue a pasear por mis bosques o por parte alguna sin él. Por si los caballeros de este condado no se lo han dicho, es usted demasiado bella para pasear sola, a pesar de su avanzada edad.
Mientras decía esto, sus ojos castaños, llenos de regocijo, miraban fijamente los de Dorothea. Ésta, advirtiendo bajo su ironía algo que la hizo sentirse extraña, no supo qué contestar. Exasperada, furiosa y aturdida a un tiempo, dio media vuelta y siguió andando por el camino, agitando las faldas enérgicamente.
Al ver la expresión ceñuda de su acompañante, la sonrisa de Hazelmere se hizo más amplia. Rebuscó entre la maraña de datos que su tía-abuela había vertido en sus oídos antes de morir, un tema de conversación apropiadamente inofensivo.
–Tengo entendido que ha perdido recientemente a su madre, señorita Darent. Creo que mi tía-abuela me dijo que se habían ido a pasar una temporada al norte con unos parientes.
Su ofensiva tuvo pleno éxito. Dorothea posó sus grandes ojos verdes en él y, haciendo caso omiso del precepto según el cual una dama no debía responder a la pregunta de un caballero con otra pregunta, dijo casi sin aliento:
–Entonces, ¿la vio antes de que muriera?
Su evidente incredulidad dolió a Hazelmere sin saber por qué.
–Lo crea o no, señorita Darent, yo visitaba con frecuencia a mi tía-abuela, a quien estaba muy unido. Sin embargo, como rara vez me quedaba más de un día, no es de extrañar que ni usted ni, con toda probabilidad, el resto del condado, estuvieran al corriente de ese hecho. Estuve con ella los tres días anteriores a su muerte y, siendo yo su heredero, se esforzó por instruirme acerca de las familias de esta región.
Este discurso, como cabía esperar, hizo que las mejillas de Dorothea se sonrojaran. Sin embargo, en lugar de apartar turbada la mirada, como él esperaba, lo miró a los ojos sin vacilar.
–Verá, es que éramos tan buenas amigas que lamenté mucho no haberla visto otra vez.
Los ojos castaños le sostuvieron la mirada un momento. Luego, Hazelmere se aplacó.
–Apenas sufrió al final. Murió durmiendo y, teniendo en cuenta los dolores que había padecido durante los últimos años, hemos de considerarlo necesariamente un alivio –ella asintió con los ojos bajos. En un intento por aligerar el cariz de su conversación, él añadió–: ¿Piensan su hermana y usted quedarse indefinidamente en La Grange?
Esta vez, tuvo más éxito. El semblante de Dorothea se aclaró.
–Oh, no. A principios de año nos iremos a casa de nuestra abuela, lady Merion.
Lady Hermione Merion, antes la viuda de lord Darent, había pasado por los fríos corredores de Darent Hall como una brisa de verano, caldeada por el glamour de Londres. Y se había hecho con el mando sin encontrar resistencia. Las hermanas, junto con la tía Agnes, la anciana solterona que les servía oficialmente de carabina, habían sido despachadas a su hogar en La Grange, enterrado en lo más profundo de Hampshire, para que pasaran allí su año de duelo. En febrero, seis meses después, debían presentarse ante lady Merion en Cavendish Square. Y lo que ocurriera de allí en adelante, como su abuela había dejado bien claro, quedaba por entero en las manos competentes de la anciana señora. Dorothea sonrió al recordarla.
–Mi abuela tiene intención de presentarnos en sociedad –viendo que él levantaba repentinamente las oscuras cejas, añadió poniéndose a la defensiva–: Cecily es considerada una joven muy bella y, en mi opinión, hará una boda excelente.
–¿Y usted?
Sintiéndose de pronto inexplicablemente suspicaz ante aquel tema, ella creyó detectar un tono burlón en su voz suave y respondió con más sequedad de la que pretendía.
–Yo soy una mercancía de escaso valor para el mercado matrimonial. Pienso pasar mis días en Londres disfrutando de las vistas y, a decir verdad, también observando a los que me rodean.
Alzó la mirada y vio con sorpresa que él tenía fija en su cara una mirada extrañamente intensa. Luego Hazelmere sonrió de modo tan enigmático que Dorothea no supo si sonreía para ella o únicamente para sí mismo. De pronto, se le ocurrió una idea.
–¿Conoce usted a lady Merion?
La sonrisa de él se hizo más amplia.
–Creo que todo el Londres elegante conoce a lady Merion. Sin embargo, en mi caso, he de decir que se trata de un amiga particularmente cercana de mi madre.
–Por favor, dígame cómo es –él pareció sorprendido. Advirtiéndolo, Dorothea añadió precipitadamente–: Verá, es que yo no la he visto desde que era niña, quitando la noche que pasó en Darent Hall a principios de año, cuando vino a decirnos que íbamos a ir a Londres.
Hazelmere, pensando que aquella conversación era sin duda alguna la más extraña que había tenido nunca con una joven dama, le ofreció el brazo para subir la escalinata que daba a la avenida y luego pensó en lady Merion.
–Su abuela ha sido siempre un árbitro de la moda, y está bien relacionada con todas las ancianas damas que importan en Londres. Es uña y carne con lady Jersey y la princesa Esterhazy. Ambas son patronas de Almack’s, lugar al que debe usted conseguir acceso si desea pertenecer a la alta sociedad. En su caso, eso no será un obstáculo. Lady Merion es rica y vive en una mansión en Cavendish Square que le dejó su segundo marido, lord George Merion. Se casó con él unos años después de la muerte del abuelo de usted. Lord Merion falleció hace unos cinco años, según creo. Ella es una mujer de mucho carácter, y muy estricta, así que le aconsejo que no intente aventurarse por Londres sin compañía. Por otro lado, lady Merion tiene un sentido del humor excelente y es célebre por la bondad y la generosidad que demuestra con sus amigos. En cierto modo es excéntrica y rara vez sale de Londres, salvo para visitar a sus amigos del campo. En resumen, dudo que pudiera usted encontrar una señora más capaz de introducirlas a su hermana y a usted en el mundo.
Dorothea consideró aquella biografía improvisada de su abuela y finalmente comentó en tono pensativo:
–Sin duda parece una mujer muy sofisticada –habían llegado a una puerta de la alta tapia de piedra que habían seguido, bordeando la avenida, durante los últimos metros. Dorothea se detuvo y tendió la mano hacia la cesta–. Éstos son los jardines de La Grange.
–Entonces, la dejo aquí –contestó Hazelmere con presteza. La había acompañado a casa únicamente para prolongar su encuentro, pero no tenía ganas de que lo vieran con ella. Sabía perfectamente que ello provocaría inevitablemente rumores y habladurías. Tomó su mano y se la llevó a los labios viendo con satisfacción el destello de rabia de sus ojos verdes y el rubor que cubría su rostro en respuesta a su maliciosa sonrisa–. Pero recuerde mi advertencia. Si quiere mantener el favor de su abuela, no pasee sola por Londres. Las jóvenes que se aventuran por las calles de la ciudad sin compañía no permanecen solas mucho tiempo. Adiós, señorita Darent.
Liberada al fin, Dorothea abrió la cancela y escapó. Cruzó apresuradamente el jardín, sin reparar por una vez en el aroma embriagador de las flores. Las largas sombras que proyectaba el vetusto tejado de La Grange cruzaban el camino, anunciando el final del día. Dorothea se detuvo en el vestíbulo que daba al jardín. La frescura de la estancia de paredes de piedra, apenas iluminada, alivió el calor de sus mejillas. En la galería resonó el repiqueteo de los pasos de la criada. Acercándose a la puerta, Dorothea le dijo que entrara.
–Llévale estas moras a la cocinera, por favor, Doris. Y, por favor, dile a mi tía que me he ido a la cama a echarme un rato antes de cenar. Creo que he pasado demasiado tiempo al sol.
A decir verdad, había pasado demasiado tiempo con lord Hazelmere, pensó enfurecida. Logró atravesar la galería y subir las escaleras sin que la oyeran, cerró la habitación de su alcoba y se dejó caer sobre el asiento de la ventana.
Contempló el jardín envuelto en profundas sombras y trató de poner orden en sus pensamientos, que aún seguían bullendo. ¡Qué absurdo! Había salido de La Grange siendo una serena joven de veintidós años, segura y confiada en su independencia. Y sin embargo allí estaba, apenas una hora después, sintiéndose como se habría sentido Cecily de haber puesto el hijo del juez sus ojos en ella. No era la primera vez que la besaban. Quién lo hiciera no debía suponer diferencia alguna. Pero el hecho de que fuera diferente, de hecho, muy diferente, exacerbaba una rabia que ya habían puesto a prueba unos ojos castaños. Unos ojos excesivamente perspicaces. Durante los siguientes diez minutos, Dorothea se sermoneó con firmeza acerca de la imprudencia que suponía el tomarle afecto a un libertino.
Fortalecida, se obligó a considerar el asunto a la luz de la razón. Indudablemente tenía razones para sentirse furiosa, lista para denigrar al marqués a crápula licencioso. Sin embargo, a pesar de su irritación, era demasiado honesta como para no admitir que su inadecuado atuendo tenía parte de culpa en lo sucedido. Además, sospechaba que, de hallarse en los brazos del marqués de Hazelmere, la respuesta de cualquier joven dama habría sido muy distinta a la suya. En su defensa, no obstante, debía alegar que, de haberse desmayado en sus brazos, él no habría tenido más remedio que esperar hasta que se reanimara. Y, en ese caso, la situación habría sido aún más embarazosa. Siguiendo este razonamiento, Dorothea se convenció de que no había nada particularmente reprobable en lo sucedido después de que lord Hazelmere la soltara. En realidad, él le había proporcionado una información valiosa acerca de su abuela.
Lo que seguía inquietándole era lo ocurrido antes de verse libre del osado abrazo del marqués. Se llevó la mano a los labios, que, a pesar de la destreza de lord Hazelmere, tenía levemente arañados. El recuerdo del cuerpo recio del marqués seguía siendo una sensación física. El reloj del descansillo dio un cuarto de hora. Dorothea hizo a un lado con determinación sus pensamientos acerca de lo acontecido aquella tarde y desterró resueltamente al marqués y sus hazañas al rincón más remoto de su mente. Tenía la absoluta certeza de que él la habría olvidado por la mañana.
Se quitó el vestido viejo y se puso uno de muselina con ramitos, recién planchado, más adecuado para aquella noche calurosa. Mientras tanto, sopesaba sus posibilidades de volver a toparse de nuevo sin pretenderlo con lord Hazelmere. Versada en las costumbres de la nobleza rural, sabía que sería prácticamente imposible encontrarlo en alguna reunión de sociedad allí en el campo. Y, como él mismo había dicho, no tenía costumbre de permanecer mucho tiempo en Moreton Park. Dorothea se dijo que era un alivio. Para asegurarse de que su tranquilidad no se veía perturbada, resolvió que, en el futuro, se aseguraría de que su perezosa hermana la acompañara en sus salidas campestres.
Tomó un cepillo y se peinó enérgicamente la larga melena antes de recogérsela en un sencillo rodete. Echó un rápido vistazo al espejo que había sobre la cómoda. Satisfecha por haber sopesado con detenimiento las posibles implicaciones de la aparición del marqués de Hazelmere en su vida, bajó a cenar.
Dos semanas después, al regresar a Hazelmere House, su mansión en Cavendish Square situada casi enfrente de Merion House, el marqués encontró un grueso fajo de cartas e invitaciones aguardándolo. Mientras les echaba un vistazo, entró en la biblioteca. Extrajo del montón un sobre escrito con un tono de púrpura particularmente violento, lo sostuvo con el brazo extendido para evitar el perfume mareante que emanaba de él y buscó su binóculo. Reconociendo la florida letra de su amante más reciente, una deslumbrante criatura extraordinariamente dotada para su papel en la vida, frunció las cejas oscuras. Abrió la carta y leyó las líneas que contenía. Sus cejas se alzaron. Una sonrisa de una clase que Dorothea Darent no habría reconocido torció sus labios. Echó la carta y el sobre al fuego y se volvió hacia su escritorio.
El lacayo que acudió a la llamada de la campanilla de la biblioteca, diez minutos después, encontró a su señor lacrando una carta. Hazelmere alzó la mirada al oír la puerta, agitó el sobre para secar la cera y se la extendió.
–Entrega esto en mano de inmediato.
–Sí, milord.
Mientras observaba la espalda del lacayo que se alejaba, Hazelmere imaginó cómo sería recibida aquella misiva cortésmente feroz. Así acababa otra aventura. Estiró las largas piernas hacia el fuego y pensó en aquel constante desfile de aristocráticas amantes. A pesar de que proporcionaba a los círculos de la alta sociedad londinense una fuente inagotable de rumores y habladurías, tenía la sensación de que la infalibilidad de aquel juego comenzaba a aburrirle. Tras más de diez años en la ciudad, había pocos placeres mundanos que no hubiera disfrutado su paladar, y la pauta de sus actividades empezaba a volverse insoportablemente predecible.
Pensando otra vez en la desdeñada Cerisa, comparó su belleza en sazón con la de la muchacha de ojos verdes cuyo rostro le había resultado extrañamente perturbador. La insatisfacción que le causaba su presente situación radicaba en gran medida en aquel encuentro en los bosques de Moreton Park. Naturalmente, ello era por entero culpa suya.
Marc Saint John Ralton Henry, a sus treinta y un años de edad, quinto marqués de Hazelmere y uno de los hombres más ricos del reino, dejó que su mente retrocediera perezosamente hasta el instante en que había oído el nombre de la señorita Darent por primera vez, durante una conversación con su tía-abuela, la noche antes de su muerte. Siendo una mujer sin pelos en la lengua, lady Moreton había clavado en él una mirada acerada y emprendido un interrogatorio acerca de las intenciones de su sobrino-nieto respecto al matrimonio. Dicha conversación se había iniciado con el preámbulo:
–Sé que tu madre no te hablará de este asunto, así que voy a aprovechar que, dado que me estoy muriendo, no te atreverás a mandarme al infierno.
Agradeciendo su cómica salida y tras admitir que por el momento no tenía planes en ese sentido, él se había preparado para escuchar con calma y buen humor la subsiguiente disertación de su tía-abuela, cosa que no habría hecho de haberse tratado de otra persona.
–No te culpo por no querer casarte con una de esas pánfilas que se presentan en sociedad cada año –bufó lady Moreton desdeñosamente–. ¡Ni siquiera yo soporto a esas pelmazas! Pero ¿por qué no extiendes tu horizonte? Hay muchas jóvenes convenientes que, por una razón u otra, nunca han ido a Londres –advirtiendo su expresión escéptica, su anciana tía había añadido–: Oh, no creas que, sólo porque sean señoritas de campo, no podrían afrontar la vida en la ciudad. Ahí está Dorothea Darent, sin ir más lejos. Joven, bonita, dotada con una buena renta y de tan buena cuna como tú mismo. La única razón por la que no ha sido presentada en sociedad es que se ha pasado los últimos seis años llevando la casa de su madre viuda. A Cynthia Darent deberían haberle dado una patada en las posaderas por no haberla llevado a conocer mundo hace años –llegada a este punto, la tía-abuela Etta había hecho una pausa, pensando en los pecados de la difunta lady Darent–. En fin, ahora ya es demasiado tarde para eso, porque está muerta.
–¿Quién? ¿La bella Dorothea? –había preguntado Hazelmere, perplejo.
–¡No, idiota! ¡Cynthia! Murió hace unos meses y las niñas han ido a Darent Hall a pasar una temporada. Es una lástima. Me habría gustado ver a Dorothea otra vez. Ésa sí que no es ninguna pánfila.
–¿Y cómo es que, a pesar de que no haya sido presentada en sociedad, ese dechado de virtudes aún no se ha casado? Imagino que los caballeros rurales no serán todos ciegos.
La tía-abuela Etta se había echado a reír.
–Yo tiendo a pensar que se debe más bien a que ningún caballero le ha dado aún alguna buena razón para casarse. Considéralo desde este punto de vista. Ella tiene una buena posición, una buena renta e independencia a mansalva. ¿Para qué iba a casarse?
Él había sonreído, respondiendo a la mirada risueña de la anciana.
–Me atrevo a decir que yo podría hacerle ciertas sugerencias.
–Sí, yo también lo creo. Pero eso no importa, porque es improbable que llegues a conocerla. A menos que Hermione Merion se tome algún interés en ella, claro. Le he enviado una carta, así que puede que lo haga. Además, está Cecily, la hermana pequeña, otra belleza, aunque de otro estilo. A ella también habría que sacarla de aquí. Pero Cecily agotaría la paciencia de un santo. Y, dado que tú no eres precisamente un santo, a ti no te conviene. Pero basta ya de hablar de las hermanas Darent. Sólo las he puesto como ejemplos –y, de este modo, la conversación había seguido hacia delante.
La idea de que la tía-abuela Etta hubiera, en realidad, intentado hacerlo pensar en Dorothea Darent como en una posible esposa se le había ocurrido poco después de conocer a aquella notable joven. Durante los diez años anteriores, había rehusado tenazmente tomar en serio a cualquiera de las atolondradas jovencitas que desfilaban ante él buscando su aprobación en Almack’s o en las fiestas de la alta sociedad. Ello había causado considerable consternación en otros miembros de su familia, y especialmente en sus dos hermanas mayores, Maria y Susan, quienes de continuo ponían en su camino a una u otra de sus aspirantes favoritas. Su madre y la tía-abuela Etta habían apoyado por entero su postura respecto a este asunto, pues ambas parecían comprender el casi sofocante aburrimiento que sentía tras intentar conversar durante unos minutos con la atolondrada coqueta de turno. En cuanto a la tía-abuela Etta, ésta nunca le había dicho una sola palabra sobre el asunto hasta esa noche.
Dado que su tía-abuela lo conocía tan bien como su madre, era muy posible que hubiera intentado llamar su atención sobre la señorita Darent. Ella jamás hubiera cometido la indelicadeza de abordar la cuestión sin ambages, sabiendo que, de haber seguido ese camino, el resultado más probable hubiera sido una cortés y fría negativa a tener algo que ver con aquella muchacha. Por el contrario, lady Moreton había introducido sutilmente el nombre de Dorothea Darent en la conversación, diciéndole sencillamente que aquella joven era de todo punto deseable, pero dejándole el camino abierto para que fuera él quien sacara sus conclusiones. Lo cual era muy propio de la tía-abuela Etta. «Bueno, tía Etta», pensó con una sonrisa divertida, «ya he conocido a tu Dorothea, y de un modo tan eficaz que ni siquiera tú podrías haberlo imaginado».
Un leve gemido hizo volver a Dorothea la cabeza para mirar en la penumbra a su hermana, acurrucada en el rincón opuesto del carruaje. Cecily tenía los ojos cerrados, pero el ceño fruncido sobre sus cejas rubias mostraba claramente que no estaba dormida. La joven movió nerviosamente la cabeza apoyada en el cabecero del asiento. El carruaje comenzó a traquetear violentamente sobre los surcos dejados por las ruedas en la carretera y los cascos de los caballos resbalaban sobre la tierra helada. Dorothea asió la agarradera de cuero que colgaba del techo para no caerse del asiento. Cuando el carruaje volvió a enderezarse trabajosamente y retomó su lento avance, vio que Cecily se había arrebujado firmemente en el rincón, con la cara vuelta hacia un lado.
Dorothea volvió a fijar su atención en el lúgubre paisaje que se vislumbraba intermitentemente a través de las ramas desnudas de los árboles y las cercas que bordeaban la carretera. Caía la tarde gris de febrero. El golpeteo de la llovizna en las ventanas del carruaje acentuaba el silencio que reinaba en su interior. Luego, alzándose como un castillo entre la oscuridad creciente, encaramada a la cresta de una colina y rodeada por las negras sombras de sus muros, apareció ante su vista la posada de las Tres Plumas. Dorothea la había elegido para pasar la noche porque estaba a medio camino entre Londres y La Grange por la calzada de Bath. De haber viajado ella sola a Londres, habría hecho el trayecto en un solo día. Pero a Cecily los viajes le sentaban muy mal. Con suerte, a aquel paso y tras una noche de descanso, su hermana llegaría a Cavendish Square en un estado aceptable para presentarse ante su abuela.
La única otra ocupante del carruaje era Betsy, una doncella de edad madura que las había atendido desde la cuna. Betsy dormitaba envuelta en un chal de lana en el asiento frontero al de Dorothea. Tras muchas deliberaciones, se había decidido que la tía Agnes permaneciera en La Grange. La carta de lady Merion en la que la anciana señora las exhortaba a ir a Londres no decía nada al respecto, pero las conversaciones en Darent Hall habían transcurrido sobre el supuesto tácito de que la tía Agnes continuaría cumpliendo con su deber y acompañaría a sus pupilas a Cavendish Square. Sin embargo, la tía Agnes padecía un reumatismo legendario, y Dorothea no tenía ganas de cargar con la quejumbrosa aunque querida anciana, ni en el viaje a Londres ni una vez llegaran, supuestamente con intención de divertirse. Además, las opiniones de la tía Agnes respecto a los hombres de cualquier condición eran extremadamente cortas de miras. Dorothea creía improbable que su presencia ayudara a Cecily a encontrar marido. Aun así, en la educada nota que le había enviado a lady Merion anunciándole el día de su llegada, no había hecho mención alguna a la tía Agnes.
El carruaje siguió avanzando lentamente entre la niebla, que poco a poco se hacía más densa. El cielo había estado nublado todo el día, pero durante la mayor parte de él no había caído ni una gota, para contento de Lang, el cochero. El viaje a Londres, con los caminos recién despejados, era siempre arriesgado. Envuelto en su grueso abrigo de lana, Lang sintió un profundo alivio cuando la reata pasó bajo el arco de la posada, un establecimiento espacioso y unas de las casas de posta más frecuentadas del distrito. El patio principal estaba destinado en primer lugar a los viajeros que querían cambiar de caballerías o hacer un alto en el camino. El gran carruaje atravesó traqueteando ruidosamente otra arcada y entró en el patio de las caballerizas. Los mozos corrieron a desenganchar a los caballos, y el mesonero se acercó para conducir a las hermanas a la posada.
Allí, sin embargo, les aguardaba un problema. Mientras se calentaban ante el fuego rugiente de un acogedor salón de techo bajo, el señor Simms procedió a disculparse profusamente.
–Hay un concurso de lucha en el pueblo, señorita. Estamos al completo. Les he reservado una habitación, pero me temo que no podrán disponer de un salón privado –el rubicundo posadero, entrado en años, observó ansiosamente a las dos jóvenes damas.
Dorothea dejó escapar un profundo suspiro. Tras pasarse el día viajando a paso de tortuga, apenas le importaba lo que ocurriera en la posada, mientras Cecily y ella dispusieran de una habitación decente donde pasar la noche. Ya había notado la limpieza y el orden de la estancia en la que estaban. Por lo menos, en aquella posada no había peligro de encontrarse con sábanas húmedas o mala comida. Era absurdo molestarse abiertamente por la falta de un salón privado. Irguiéndose cuan alta era, Dorothea inclinó la cabeza mirando a Simms, que parecía muy preocupado.
–Muy bien. Comprendo que no haya podido evitarlo. ¿Le importaría enseñarnos nuestro dormitorio?
El señor Simms había adivinado acertadamente el rango de las hermanas Darent por la carta que Dorothea le había enviado solicitándole un dormitorio y un saloncito. A pesar de que raramente criticaba las costumbres de sus clientes, pensó que era una auténtica lástima que dos jóvenes tan bonitas viajaran escoltadas únicamente por sirvientes. Las condujo a la alcoba que había preparado para ellas en el piso de arriba. Consciente de las cosas que podían pasar entre los muros de su establecimiento antes de que acabara la noche, había decidido alojarlas en la espaciosa recámara del lado norte de la posada. A aquella parte, la más vieja y aislada del resto, se llegaba únicamente por una escalera pegada a la vivienda del posadero.
Al llegar resoplando al descansillo, el señor Simms abrió la pesada puerta.
–Las he puesto en esta habitación, señorita, porque está apartada, digamos. Dentro de poco la posada estará llena hasta rebosar de jóvenes caballeros que vienen a ver el combate. Mi mujer me ha dicho que les advierta que se queden en la habitación y cierren la puerta con llave. Sólo mi hija o ella en persona les traerán la comida y lo que necesiten. De ese modo, todo nos ahorraremos sinsabores. Haré que les suban el equipaje en un santiamén, señorita –con estas palabras, Simms hizo una reverencia y se retiró, dejando a Dorothea con el ceño fruncido y a Cecily patéticamente pálida y mirándose la una a la otra con consternación.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó Betsy, dejándose caer en una de las sillas colocadas junto al fuego, con los ojos como platos por la sorpresa–. Tal vez deberíamos proseguir el viaje, señorita Dorothea. Estoy segura de que vuestra abuela no querría que se quedaran en una posada llena de borrachos vociferantes y pendencieros.
–No creo que haya ninguna otra posada cerca, Betsy. Y, a fin de cuentas, como dice el posadero, si mantenemos la puerta cerrada y nos quedamos en la habitación, no nos pasará nada –dijo Dorothea con su acostumbrada calma mientras se quitaba los guantes y dejaba su capa de viaje sobre una silla. Tras un instante de desaliento, sin duda causado por la fatiga, se sentía inclinada a restarle importancia a la situación.
–Bueno, si a ti te da igual, Thea, yo prefiero quedarme aquí que seguir el viaje –dijo Cecily.
La voz débil y aguda de su hermana convenció a Dorothea de lo mal que se sentía ésta. Se acercó con viveza a la cama y apartó la colcha. Las sábanas estaban limpias y secas. Ahuecó las almohadas enérgicamente.
–Y eso vamos a hacer, querida mía. ¿Por qué no te echas un poco hasta que llegue la cena? Confieso que no sé si, marchándonos de aquí, no acabaríamos peor de lo que estamos.
Alguien llamó dubitativamente a la puerta.
–¿Quién es? –dijo Betsy, poniéndose en pie.
–Yo, señora. Hannah, la hija del posadero.
Betsy abrió la puerta y ante ellas apareció una fornida muchacha cuyo agraciado rostro remataba una cofia.
–Mi madre tendrá la cena lista enseguida, pero quiere saber si necesitan algo más, señorita –Hannah metió las bolsas de viaje de las hermanas en la alcoba y miró inquisitivamente a Dorothea.
–Pues sí. Querríamos un poco de agua caliente y ¿sería posible poner una cama ahí para nuestra doncella? Preferiría que pasara la noche con nosotras.
La muchacha asintió.
–Enseguida vuelvo, señorita.
Cinco minutos después, Hannah había vuelto con un jarro de agua humeante y un camastro plegado. Mientras Betsy y ella luchaban con la cama, Dorothea y Cecily se quitaban el polvo del camino de la cara, después de lo cual se sintieron mucho mejor. Por fin, tras hacerse con el recalcitrante camastro, Hannah se limpió las manos en el delantal y se dirigió a Dorothea.
–Volveré dentro de media hora con su cena, señorita. Tengan cuidado de cerrar la puerta con llave cuando salga.
Dorothea le dio las gracias y echó los cerrojos cuando la enérgica muchacha se fue. Cecily, aturdida, se acurrucó en la cama. Betsy se sentó junto al fuego y sacó una labor de costura que había llevado para matar el tiempo.
Con sus necesidades inmediatas ya satisfechas, Dorothea comenzó a dar vueltas por la habitación, inquieta y entumecida. Tras pasarse el día en el carruaje, deseaba respirar una bocanada de aire fresco antes de pasar la noche en el sofocante encierro de la alcoba. De pronto se acordó de Lang. Yendo Cecily con ellos, seguramente no partirían hasta media mañana. Sin embargo, su limitado conocimiento de los concursos de lucha y las consecuencias que llevaban aparejadas le hacía pensar que sería preferible salir temprano. Miró afuera, pero aquella ventana daba a la parte de atrás de la posada. No se oía ruido ni tumulto alguno que indicara que había llegado el público que asistiría al combate.
Se acercó rápidamente al lado de Betsy.
–Voy a bajar a hablar con Lang. Mañana deberíamos salir temprano para evitar el tumulto –había bajado la voz–. Tú quédate aquí y cuida de Cecily. Enseguida vuelvo.
Antes de que Betsy pudiera decir nada, Dorothea recogió su desgastada capa de viaje y salió sigilosamente. Se detuvo en el descansillo para abrocharse la capa. Un ruido amortiguado de risas estentóreas llegaba de lo que supuso era la taberna. Bajó las escaleras sin hacer ruido, recorrió el pasillo en dirección contraria y al fin llegó a la puerta que daba al patio de las caballerizas. Se detuvo entre las sombras y escudriñó la explanada intentando localizar a Lang. De éste no había ni rastro. Recordando que, en momentos como aquéllos, los lacayos privados a menudo ayudaban a los mozos de cuadra, se aventuró hasta la arcada y se asomó al establo principal.
–¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? ¡Una preciosidad que ha venido a brindar con nosotros!
Dorothea contuvo el aliento. Al notar que un brazo se deslizaba por su talle, creyó que se le paraba el corazón, pero en lugar de unos ojos castaños que la miraban lánguidamente, halló ante sí un vacuo rostro de angelicales ojos azules que parecían enfocarse con dificultad. El hombre que la sujetaba había bebido, pero no estaba del todo borracho. Mientras ella forcejeaba furiosamente, tiró de ella y, doblando la esquina, la llevó hasta un ruidoso grupo formado por siete caballeros medio borrachos, listos para pasar una noche de parranda tras haber visto vencer a su luchador favorito. Dorothea comprendió su error demasiado tarde. El patio principal de la posada estaba lleno a rebosar. Uno de los hombres le quitó la caperuza y la luz de la puerta principal de la posada cayó de lleno sobre su cara. Ella intentó desesperadamente desasirse, pero el joven la tenía bien sujeta por el brazo. Dorothea hizo una mueca de dolor al sentir que la apretaba más fuerte.
Un instante después, una voz pausada se abrió paso entre el alboroto.
–Suelta a la señorita, Tremlow. Tengo el placer de conocerla y, créeme, no puedo permitir que sigas molestándola.
Reconociendo aquella voz, Dorothea deseó que se la tragase la tierra.
El efecto de aquella recomendación fue inmediato. El joven caballero soltó su brazo en el instante en que la oscura sombra del marqués de Hazelmere se materializaba junto al grupo.
–¡Disculpa, Hazelmere! No sabía que era una señorita.
Esta última frase, dicha en voz baja, hizo que Dorothea se pusiera colorada y se apresurara a subirse la caperuza mientras los hombres del grupo la escudriñaban para ver qué dama podía beneficiarse de aquel modo de la protección de Hazelmere.
El marqués cruzó lentamente entre el grupo y se acercó a ella, ocultándola de la vista de los caballeros. Al llegar a su lado, se volvió hacia los jóvenes y prosiguió en el mismo tono desapasionado:
–Estoy seguro de que todos vosotros estaréis ansiosos por presentarle a esta dama vuestras disculpas por cualquier molestia que le hayáis causado, aun sin saberlo.
Un coro de «¡oh, sí!, ¡desde luego!, ¡disculpe, señorita!, no pretendíamos ofenderla» acompañó a la seca afirmación del marqués.
Simms, que se había percatado tarde del problema, se había acercado al grupo, ansioso por ofrecerle su ayuda a uno de sus clientes más estimados. La mirada del marqués se posó en él.
–¡Ah, Simms! Estos caballeros merecen una ronda de cerveza tras este pequeño malentendido, ¿no le parece?
Simms captó la indirecta.
–¡Sí, señor! ¡Desde luego! Caballeros, si hacen el favor de venir por aquí, tengo un tonel de cerveza nueva sobre el que quisiera que me dieran su opinión –con semejante ofrecimiento, no le costó mucho esfuerzo conducir al grupo hacia la taberna.