Aún no estoy muerta - Holly Jackson - E-Book

Aún no estoy muerta E-Book

Holly Jackson

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Dentro de siete días, Jet Mason estará muerta. Jet tiene veintisiete años y sigue atrapada en Woodstock, el pueblo de Vermont en el que nació, a la espera de que su vida comience. «Ya lo haré luego», dice siempre. Tiene tiempo. Hasta que, durante la noche de Halloween, Jet sufre un violento ataque por parte de un intruso al que no llega a ver. Sufre una lesión cerebral catastrófica. El médico está seguro de que, al cabo de una semana, sufrirá un aneurisma mortal. Jet nunca había considerado una persona que tuviera enemigos. Pero ahora mira a todo el mundo desde una perspectiva nueva: a su familia, a su ex mejor amiga convertida en cuñada, al que una vez fue su novio. Solo tiene siete días y, mientras su estado no deja de empeorar, Billy, su amigo de la infancia, es la única ayuda con la que puede contar. Aun así, está totalmente dispuesta a terminar algo por una vez en su vida: Jet va a resolver su propio asesinato.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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A Jet

VIERNES,31 DE OCTUBRE

UNO

Piel muerta gris, podrida hasta mostrar los tendones fibrosos de los músculos. Unas cuencas hundidas y gomosas rodeando unos ojos brillantes color avellana. Aunque estos eran suyos, en realidad; se movían mientras se estudiaba a sí misma. Unos dientes como mazorcas de maíz rancias, con sangre y restos de comida entre los huecos. ¿Qué decían que comían los zombis? ¿Solo cerebros, o tampoco les hacían ascos a las demás vísceras? Seguro que no les gustaba la manzana de caramelo que acababa de comerse.

Jet contempló la imagen que le devolvía el espejo deformado de la atracción de feria: su cara de muerta… Perdón, su cara de no muerta. Vale, llevaba tres minutos enteros con la máscara puesta, así que su madre ya no podía quejarse y ella ya no podía respirar; el aire era de tofe caliente que se humedecía contra la goma y se le pegaba a la piel. Se quitó la máscara. Seguía pálida, aunque algo menos gris; sin embargo, el espejo le alargaba la cara, redonda, y le distorsionaba las cejas gruesas y la nariz respingona. El pelo corto y rubio se le había puesto de punta; notó un zumbido de electricidad estática en la mano al aplastárselo.

—¿Jet?

—¡Ostras!

Dio un respingo. Detrás de ella, el espejo deformaba el rostro del chico, le aplastaba el cuerpo musculoso formando ondas de acordeón, pero Jet reconoció la voz. Joder, cómo no. JJ Lim. Pero no con su habitual pelo negro peinado hacia atrás y su piel morena clara. Llevaba una peluca de un rojo llamativo y un mono vaquero sobre una camiseta de rayas, además de unas cuchilladas del tamaño de las vías del tren dibujadas en la cara. Chucky. Habían visto aquella película juntos durante su tercera cita.

—No quería asustarte —resolló, incómodo.

—Es Halloween, de eso se trata.

Más incomodidad. Jet se alejó sin mirar hacia la visión no deformada de JJ y dejó atrás un puesto de tartas de calabaza y pan de manzana. ¡¡¡Solo 5 dólares!!!, gritaba el texto de una pizarra.

—Es que… —JJ se quitó la peluca y echó a andar tras ella, tropezó con un grupo de niños que llevaban la cara recién pintada. ¿Por qué la seguía? ¡Si le había puesto en bandeja una forma fácil de escapar de la situación! Otra vez—. Perdona —continuó él—, me estaba preguntando… Es que…

Bueno, muy divertido todo. Ahora Jet sí que estaba supercontenta de haber venido a la feria de Halloween. Todo Woodstock, Vermont, pululando por The Green, en el centro de la ciudad, y ella se las había ingeniado para encontrarse con la única persona a la que no quería ver.

—¡Truco o trato! —le gritó un pequeño vampiro a Jet.

La chica esperaba que se atragantara con los colmillos babosos. ¿Los niños eran siempre así de pesados, o el subidón de azúcar se lo sacaba de dentro? Eran más de las diez; ¿a qué hora acostaban los padres a los niños? Desde luego, no lo bastante pronto, no me jodas.

Aceleró el paso, pero JJ no se rindió.

—Jet, por favor. —La agarró del brazo—. Necesito hablar contigo de una cosa.

Se detuvo, suspiró. Con «una cosa» se refería a «ellos»,¿no? Y ya no eran ellos, hacía meses que no lo eran.

—Ahora no puedo. —Mentira—. Estoy ayudando a mis padres en el puesto de recaudación de fondos. —Mentira aún más gorda—. ¿Esas cicatrices te las ha dibujado Henry?

Cambio de tema.

JJ entornó los ojos perspicaces.

—Por favor, Jet, es importante.

—Ah, «importante» —resopló Jet—, como cuando me dijiste que era lo mejor a lo que podías aspirar… en Woodstock. Menudo poeta, J.

—Sabes que no lo decía en ese sentido. Y no quiero hablar de nosotros, es…

—Eh, colega, creo que se te ha caído esto.

La voz que habló por encima del hombro de JJ la salvó. Era el hermano de Jet, Luke, que se había agachado para recoger de la hierba la peluca roja y arrugada. Los alfilerazos de las guirnaldas de luces se le reflejaron en los ojos de color avellana, a juego con los de su hermana, cuando se irguió y se cuadró para pasarle la peluca a JJ.

Este la cogió y, por fin, cogió también la indirecta y se perdió entre la multitud.

—Te he salvado —dijo Lucas.

Jet jamás lo reconocería. Estaba a punto de decírselo a Luke cuando él le dio un puñetazo en el hombro, apuntando a esa zona que te deja el brazo como muerto. Falló. Pero, a ver, que ya tenía treinta putos años y era padre. ¿Cuándo se acabarían los puñetazos?

Jet no reaccionó, una lección que todas las hermanas aprendían de una forma u otra. Eso les fastidiaba más.

Luke sonrió, un gesto que le afilaba la mandíbula. Toda la cabeza, en realidad, a saber cómo. Había vuelto a cortarse demasiado el pelo de color miel; ya no quedaba miel, solo pelusa. Pero, por lo visto, a Sophia le gustaba así. Y estupendo, aquí estaba ella también, con el bebé Cameron disfrazado de calabaza infeliz en brazos.

—¿Ese era JJ? —preguntó Sophia, que se pegó al costado de Luke, como la uña a la carne, para recuperar la posesión de su marido.

Iba vestida de Catwoman, alta y esbelta con un traje de cuero ajustado que no tendría piedad con la complexión más baja y curvilínea de Jet. ¿Te acuerdas de cuando compartían la ropa, de cuando eran adolescentes? De cuando las que eran uña y carne eran ellas. Hasta que a Sophia le tocó hacerse alta y a Jet le tocó que le crecieran las tetas.

—¿Es que JJ no ha pillado el mensaje? —Luke echó un vistazo en torno al bullicio de la feria, que por fin empezaba a disiparse, gracias a Dios—. ¿Hay alguna forma de dejárselo más claro a un tío que decirle que no cuando se arrodilla para pedirte que te cases con él?

—Literalmente —añadió Sophia, con poco ánimo de ayudar.

—Las cosas no fueron así —replicó Jet.

—Bueno, Marge —dijo Luke, buscando otra reacción—. ¿De qué has venido disfrazada este año?

—Ah. —Jet se señaló el jersey negro de cuello alto y el chaleco vaquero, los pantalones negros y las botas. Sí, las botas también eran negras—. Creía que era superobvio. He venido de alumna de la facultad de Derecho que abandonó los estudios y sigue viviendo en casa de sus padres a los veintisiete.

Hacía el chiste antes de que pudieran hacerlo los demás.

Luke siseó.

—El disfraz más terrorífico del pueblo.

Sophia le dio un codazo.

Algo se agitó en las entrañas de Jet, hizo que le ardieran las mejillas.

—Tú tampoco vas disfrazado —le recordó a su hermano.

Luke carraspeó.

—No, porque yo estoy aquí en representación de nuestra familia, en representación de Mason Construction. Esta es nuestra feria, es importante mantener una apariencia profesional y accesible.

—¿Con ese pelo? —Jet se echó a reír, todavía escocida. A lo mejor se sentía mejor si arrastraba a Luke al pozo con ella. Solo un poquito—. La empresa todavía no es tuya, Luke.

A su hermano se le crispó un músculo de la mandíbula.

—El año que viene.

Sophia le apretó el brazo a Luke mientras una sonrisa de labios rojos le invadía la cara entera. «El año que viene», cuando papá se jubile. No, perdón, si se jubila. Ya había estado a punto de jubilarse tres veces. Se suponía que no debían hablar de ello y Jet lo sabía; le dedicó una sonrisa vacía a su hermano, una sonrisa con demasiados dientes.

—El primer Halloween de Cameron —dijo Sophia a toda prisa para desviar la conversación hacia algo de lo que sí podían hablar. Su bebé. Lo único de lo que quería hablar, en realidad—. Es una calabaza.

Lo hizo rebotar un par de veces sobre su cadera.

—Joder, no me digas, ¿en serio? —dijo Jet—. Creía que era un calabacín naranja.

—Jet. —Sophia se volvió hacia ella—. ¿Puedes no decir palabrotas delante del niño, por favor?

—Hostia, perdón.

Se llevó las manos a la boca.

—¿En serio?

—Se me ha escapado.

No se le había escapado.

—¿Sigues escribiendo ese…? ¿Qué era? —preguntó Sophia—. ¿Un guion?

Jet arrastró los pies y clavó la punta de la bota en una hoja caída. No quería hablar de eso, pero Sophia y Luke no le quitaban ojo, así que no le quedaba más remedio.

—No, ya no voy a escribirlo.

Luke se metió las manos en los bolsillos delanteros. Allá iba.

—¿Ya te has rendido? —dijo, y se notó que disfrutaba diciéndolo—. Debes de haber batido tu propio récord.

—Es porque estoy trabajando en otra cosa. —Jet mantuvo la voz calmada, las barreras levantadas, los dientes juntos—. En una idea nueva.

—No será en ese negocio de la aplicación para pasear perros, ¿verdad? —preguntó Luke.

Aquel sentimiento la abrasó con más fuerza, se le revolvió en las entrañas. Jet endureció la mirada, una pregunta tácita.

—Me lo ha contado papá.

—Bueno —dijo ella como si no le importara en absoluto—, me gustaría que todos dejarais de hablar de mí.

—Bueno —respondió él—, me gustaría que no fuera necesario hacerlo.

—Vete a tomar por culo, Luke.

—¡Jet!

—El bebé ni siquiera sabe hablar, Sophia.

—Eso es lo que me diferencia de ti —dijo Luke—. Cuando tengo metas, las cumplo.

Jet rompió a reír. Un sonido oscuro y ronco que, según decía la gente, no encajaba con su cara. Una risa de señor viejo, como si se fumara un paquete al día cuando no había tocado un cigarrillo en su vida.

—Tengo todo el tiempo del mundo —dijo, lo mismo que se decía a sí misma todos los lunes por la mañana cuando sus padres se iban a trabajar y ella no. Se repetía las palabras hasta que se le quedaban grabadas. De todos modos, no debería dejar que Luke la sacara de sus casillas de aquel modo—. Y creo que te olvidas de que gané el concurso regional de ortografía cuando solo tenía diez años.

Luke agachó la cabeza.

—Me acuerdo.

Claro que se acordaba, porque eso no era lo único que había ocurrido aquel día.

—Bueno —dijo Sophia, ajena al oscuro recuerdo que estaba pisoteando con su voz cantarina—. Nos vamos. Este pequeñajo se está poniendo gruñón.

—Vaya, Luke, ¿no has comido suficientes proteínas hoy?

Mierda, ni siquiera la había oído; su hermano ya estaba estirando el cuello para mirar, por encima de la cabeza de las brujas y los superhéroes, hacia el puesto que atendían sus padres.

—Tengo que ir a rescatar a papá —dijo sin despedirse.

—Qué director financiero tan buenecito —murmuró Jet.

Luke la oyó y se volvió hacia ella con un destello de rabia en los ojos.

—Al menos soy el director financiero y no la directora de joderlo todo.

—Eso ni siquiera pega.

—¡Jet!

—¡El taco lo ha dicho Luke, no yo!

Cameron lloriqueó y Sophia soltó un suspiro mientras observaba a su marido alejarse entre la multitud.

—Me gustaría que no os pelearais —dijo.

Jet negó con la cabeza.

—Eso no ha sido una pelea. Solo una conversación normal. Tú qué vas a saber.

—Está pasando una época de mucho estrés.

—Es Luke —dijo Jet—, siempre está estresado. Y seguro que ha conseguido sacar tiempo para jugar al golf con Jack Finney y David Dale al menos dos veces esta semana. «Estresado». Yo lo conocí primero, recuerda. Y también te conocí primero a ti.

Porque esa era la realidad, la realidad fría e hiriente entre Jet y Sophia. Te vas a la universidad y tu mejor amiga, que dejó de llamar y dejó de responder —y a la que dejaste de importarle—, pone la mira más bien en tu hermano. Cualquier cosa con tal de estar a partir un piñón con los Mason. Jet ya no sabía cómo hablar con ella y, aunque nunca lo reconocería, el bebé le parecía aburrido de cojones.

—Bueno, voy a…

No terminó la frase, en realidad no hizo falta; Sophia pareció igual de aliviada cuando Jet la dejó atrás y desapareció entre la multitud, cada vez más escasa.

La gente empezaba a marcharse; los hombres lobo y los asesinos en serie la empujaban. Un gigantesco disfraz de gato se encaminó hacia ella: una incoherente cabeza humana le salía de los hombros, cubiertos de pelo blanco y naranja, la de un gato metida debajo del brazo. Jet reconoció la parte humana: cabeza calva y piel marrón oscura, ojos aumentados por unas gafas circulares. Era Gerry Clay. Estaba en el Consejo de Administración del pueblo con su madre. De hecho, Gerry era el presidente y su madre la vicepresidenta y, cuando la eligieron, su madre dijo que no le importaba, pero a su madre se le daba muy mal mentir.

Gato-Gerry caminaba entre dos agentes de policía. Esta vez no eran disfraces, sino uniformes. Escudo en el pecho y pistola en el cinturón. Lou Jankowski, el «nuevo» jefe de policía, y Jack Finney, que vivía enfrente de los Mason de toda la vida.

—Hola, Jet.

Jack le dedicó una sonrisa familiar; era alto y ancho de hombros, las canas del cabello oscuro se le iban deslizando hacia la barba de dos días. Cuando eran adolescentes, Sophia lo llamaba «zorro plateado», aunque lo de «plateado» era bastante reciente.

—Hola, señor Finney.

Se suponía que tenía que llamarlo «sargento» o algo así, pero nunca lo había conseguido. Al menos, «señor Finney» ya era una mejora respecto a «el padre de Billy», que era como Jet lo había llamado durante la mayor parte de su vida.

—Billy te estaba buscando —le dijo el hombre como si le hubiera leído la mente.

Joder, aquella noche Jet era la puñetera Miss Popularidad.

—Lo siento, Lou —añadió Jack—. Esta es Jet. La hija de Scott y Dianne. No sé si os conocéis.

—La verdad es que no lo sé —contestó Lou. Tenía cara de malo, la mirada dura, pero la voz no concordaba, era demasiado suave. El pelo gris amarillento, parecido a la mostaza, y las mejillas de color kétchup. Estaba claro que aquel hombre no había oído hablar del retinol en su vida—. Ha sido un placer trabajar con tu madre, y con Gerry, por supuesto. Ah, ahí está mi mujer, ese espantapájaros que me saluda. Disculpadme un momento.

—¿Un placer? —dijo Jet sin apartar la mirada de la espalda del jefe—. Debe de haberse equivocado de Dianne Mason.

—¡Ja! —Gerry lo gritó, no fue una risa de verdad—. Qué graciosa eres.

Jet ya sabía que era graciosa. A veces era lo único que tenía.

—¿Qué opinas de tu nuevo jefe, Jack? —preguntó el medio-gato medio-Gerry, la atención aún centrada en el hombre que se alejaba—. No le digas a nadie que te he dicho esto, pero deberías haber sido tú. Era mucho más lógico tener de jefe de policía a un hombre que lleva décadas viviendo aquí, no a un forastero que no conoce a nadie. Yo te voté a ti, por supuesto. No sé por qué los otros miembros del Consejo… Mierda, no le digas a nadie que te lo he dicho. Pero… tendrías que haber sido tú.

Jack hundió los hombros. Apartó la mirada con incomodidad, seguro que buscando otro lugar donde posarla, y encontró una distracción perfecta en el puesto que tenían detrás, donde los padres de Jet vendían golosinas para recaudar fondos para los «espacios verdes» del pueblo. Y todo ello, patrocinado por tu simpática empresa local de construcción de viviendas, por supuesto. La que construía mansiones junto a esos «espacios verdes».

Jack tosió y volvió con ellos.

—Estoy seguro de que escogisteis al hombre adecuado para el trabajo.

¿Cómo había acabado Jet metida en otra conversación en la que no quería estar?

—Guay —dijo para intentar romper la tensión—. Si quiere arrestar a alguien para animarse, señor Finney, propongo a mi hermano. Creo que ambos sabemos que se lo merece.

Jack no sonrió ante la broma, sin duda aún perdido en los comentarios de Gerry.

—¡Ah! —exclamó Gerry—. Ahí está mi hijo, Owen, el de la cámara. Empieza un curso de fotografía dentro de poco. Vamos a hacernos una foto, Jack.

Gerry enhebró un grueso brazo de gato por el del pobre Jack y se lo llevó casi a rastras.

—Hola, Jet.

Joder, por Dios, ¿es que no podían dejarla en paz ni un minuto?

—Billy Finney. —Se volvió hacia él con la sonrisa más falsa que pudo esbozar—. Me has encontrado. Menos mal, porque apenas he hablado con nadie esta noche.

—¿En serio? —le preguntó él.

—No. Estoy harta de la gente.

—¿Yo soy «gente»?

—Lo pareces, desde luego.

Un ejemplar de gente alto, con unos rizos castaños oscuros que le sobrevolaban los ojos, de un azul acuoso, muy separados entre sí. Y una boca que siempre estaba abierta y algo torcida, incluso cuando no sonreía. La miró arqueando las cejas. Jet conocía esa mirada; Billy no había cambiado mucho desde los diez años.

—¿Qué? —le preguntó.

—Acabo de hablar con tu madre y me ha preguntado cómo me llamo.

A Jet se le escapó una risa por la nariz.

—Me crie literalmente enfrente de vuestra casa, pasaba más tiempo en ella que en la mía. —A pesar de que era mucho más alto que Jet, Billy pareció encogerse—. Estaba de broma, ¿no? No se ha olvidado de quién soy, ¿verdad?

Pobre y dulce Billy.

—No te lo tomes como algo personal, tío. —Jet le dio unas palmaditas en el brazo—. Yo nunca lo hago. —Y quizá esa fuera la mentira más gorda que había dicho aquella noche—. ¿Por eso me estabas buscando, este…? Perdona, ¿cómo decías que te llamabas?

—Aún no estoy preparado para tomármelo a broma. —Billy frunció el ceño—. Pero, en realidad, quería preguntarte si te apetece venir al bar el martes. Vamos a hacer otra noche de música en directo. Soy yo, de hecho; el que toca soy yo… Creo que ya te lo he dicho antes, unas cuantas veces. Toco la guitarra, canto canciones, algunas las he escrito yo. —¿Por qué hablaba tan rápido? Y… ¿estaba sudando?—. Solo me gustaría saber si esta vez podrías venir. No… No te preocupes si es que no.

Jet cogió aire de golpe. No podía ir, ni la última vez que se lo pidió ni ahora. Porque ¿y si Billy lo hacía fatal y ella se reía y entonces se convertía en un problemón enorme?

—Lo siento —contestó—. Esta semana no puedo. Estoy muy liada. ¿Quizá la próxima vez?

El chico volvió a encogerse.

—Sí, guay. —Asintió y ahora le tocó a él fingir una sonrisa—. Habrá una próxima vez, no te preocupes.

Jet no estaba preocupada, pero no tuvo ocasión de decírselo porque un payaso se acercó a ellos resbalando y dando tumbos por la hierba. Un payaso borracho, botella de cerveza en mano.

—¿Estás bien? —le preguntó Jet.

Entonces lo reconoció: solo era un payaso de cuello para arriba, con una nariz roja mal pintada y una peluca. Debajo de eso, no era más que Andrew Smith. Se mantenía en pie a duras penas y la mirada desenfocada le estalló en llamas cuando se topó con ella.

—Tú —balbuceó, y la apuntó con la cerveza vacía—. ¿Dónde está tu hermano? Tengo que hablar con él.

—¿Luke? —Jet se encogió de hombros—. Creo que se ha marchado.

«Porque es un capullo con suerte».

Andrew se echó a reír, un sonido oscuro y sibilante.

—Tu puta familia. ¿Creéis que dar esta mierda de fiesta todos los años compensa algo de lo demás?

Billy se acercó a Jet y se interpuso en la línea de fuego. Bueno, de cerveza.

—Sois todos iguales. ¡Destruís todo lo que tocáis! —escupió Andrew.

—Me… Me parece que has bebido demasiado, ¿eh, Andrew? —dijo Billy, que levantó las manos, las palmas hacia el frente—. No pasa nada. ¿Y si te traigo un poco de agua?

—¡No me digas lo que tengo que hacer, chaval! ¡Siempre diciéndome lo que tengo que hacer!

Andrew medio cargó contra Billy, medio cayó sobre él, y lo empujó hacia atrás. El chico no se defendió, se dejó hacer.

—Tranquilo, señor Smith —le costó decir mientras el payaso le lanzaba puñetazos débiles y ebrios contra el pecho.

¿Por qué Billy no hacía nada?

—¡Eh! —gritó Jet por hacer algo, pero todo acabó antes de que le diera tiempo a intervenir.

El padre de Billy… Mierda, las viejas costumbres. Prueba otra vez. Jack había surgido del gentío, cada vez menos abundante, con el jefe Lou pisándole los talones. Agarró a Andrew y lo apartó de su hijo a la fuerza. El payaso tropezó con sus propios pies y se estampó contra el jefe Lou, que lo agarró rodeándolo con los brazos.

—¡Cálmese, señor! —le ladró al oído sin el menor rastro de la suavidad de antes en la voz.

No es que fuera supercalmante.

—Yo me encargo, jefe. —Jack agarró a Andrew por un brazo. La cabeza del payaso le cayó sobre el hombro—. ¿Estás bien, Billy? —le preguntó a su hijo por encima de la cabeza de Andrew.

—Sí, todo bien, papá —contestó él—. Solo ha sido un malentendido. Tiene que irse a casa a dormir la mona. Por favor, no lo arrestes.

—¿Conoces a este hombre? —le preguntó el jefe Lou al padre de Billy.

Jack asintió.

—¿Sabes dónde vive?

Jack volvió a asentir.

—Es vecino de Billy, vive en el apartamento de enfrente.

—Vale. —El jefe se estiró el uniforme—. ¿Puedes acompañarlo a casa, sargento? Asegúrate de que se bebe un vaso de agua.

—Sí, jefe.

—La próxima vez —dijo entonces Lou dirigiéndose al payaso— será una noche en el calabozo y una denuncia por alteración del orden público.

—Vamos, Andrew —dijo Jack, y se lo llevó hacia la carretera y las farolas intentando mantener al payaso erguido, y al hombre también.

El jefe se volvió para charlar con Billy y Jet se escabulló. Estaba hasta las narices de hablar con gente y de la feria de Halloween. A lo mejor el año que viene se inventaba que estaba enferma. En realidad, daba igual: el año que viene ya ni siquiera estaría allí. Estaría de nuevo en Boston, puede que otra vez en la facultad de Derecho, o quizá dirigiendo su nueva empresa. Había tiempo para ello. Tenía tiempo.

—¿Qué ha pasado ahí? —le preguntó su padre cuando por fin llegó al puesto.

—Andrew Smith. —Jet dejó caer la máscara de zombi sobre la mesa—. Otra vez borracho y triste.

—¿Por lo de su casa? —preguntó su madre, distraída, mientras contaba el dinero de una caja con candado. El pelo, perfectamente cortado a la altura del cuello, se le balanceaba.

—No, supongo que porque su única hija se suicidó el año pasado.

Dianne siseó al inhalar.

—Jet, ojalá no lo hicieras.

—¿No hiciera qué, mamá? ¿Hablar? ¿Existir?

Su madre le lanzó una mirada, los ojos fieros de color marrón verdoso aumentados, pero no suavizados, por las gafas.

—¡Ay! —se quejó de repente su padre, que se dobló, se llevó la mano a un costado.

—¿Te vuelve a doler? —Dianne se dio la vuelta, un fajo de billetes de veinte en la mano—. Tómate un analgésico cuando lleguemos a casa. Y no digas que no, Scott: vas a ir a que te hagan otro chequeo.

Su padre solo pudo gruñir. Estaba sudando, el pelo ralo pegado a las sienes, varias arrugas nuevas grabadas en la cara, arracimadas por el dolor.

—Una manta eléctrica y un montón de agua —dijo Jet con una sonrisa triste—. A mí me funciona. Te presto la mía.

Ella entendía el dolor. De hecho, era la única de la familia capaz de hacerlo. Su madre y Luke nunca se habían pasado semanas enteras meando sangre ni incapacitados para caminar debido al dolor en un costado. Ellos y sus riñones normales.

—Bueno. —Jet dio una palmada—. Ha sido un placer, pero me voy a casa.

—No puedes —le espetó Dianne—. Dijiste que te quedarías hasta el final y que nos ayudarías a recoger. La gente ya se está yendo. Podrías hacer algo útil y devolver las sillas al hotel.

Jet jamás se había comprometido a eso y odiaba que su madre le dijera que hiciese algo útil. No hacía que se sintiera útil; hacía que se sintiera pequeña.

—Ya lo haré mañana —contestó.

—Tu lema, Jet —suspiró su madre.

—Ese no es su lema —la corrigió Scott, aunque con calidez en la voz—. Es: «Ya lo haré luego».

—«Luego» es una gran palabra —afirmó Jet alzando la voz mientras se alejaba de ellos—. Significa que nunca tengo que ser útil. Nos vemos en casa.

Daba igual, su madre ya estaba distraída otra vez: Gerry Clay había vuelto, y esta vez era un gato entero.

—¡Bu! —Salió de detrás de la caseta—. Dianne, conozco tu secreto más profundo y oscuro —dijo en un tono de voz grave y diabólico.

—Te estás divirtiendo demasiado, Gerry —le replicó Dianne.

Jet cruzó The Green y salió a la calle. Estaba oscura, pero todavía no era tan tarde como para preocuparse por eso. El pueblo seguía vibrando y chillando, con el ruido de los coches que se marchaban y de los muertos vivientes. Había una pandilla de adolescentes en la puerta de la pequeña iglesia, demasiado alborotados y muertos de risa para haber tomado solo azúcar. Seguro que habían encontrado el mueble bar de mamá y papá.

Dejó atrás las casas de más allá, con las calabazas aún brillando en la entrada, mirándola con los ojos malvados y triangulares. Alguien no se había molestado en tallar las suyas: no había más que un montón de calabazas normales y corrientes, de distintos tamaños y formas, bordeando los escalones de una de las puertas delanteras.

La joven giró hacia College Hill Road y saludó al esqueleto que colgaba ante la casa de los Romano, en el número 1, cuyos miembros crujían y se agitaban en la brisa otoñal. Remontó la colina hasta el número 10.

Su casa.

Aquella casa odiosa y enorme que su padre había reformado, ampliado y vuelto a ampliar. Destacaba entre las casas normales de la calle, como la de los Finney, que estaba justo enfrente, en el número 7. A ver, puede que Jet también odiara a los Mason.

Subió trotando por el amplio camino de acceso, que tenía forma circular; pasó junto a su camioneta y le dio una palmada cariñosa en la caja descubierta. Era una Ford F-150 de color azul empolvado. Su madre creía que se la había comprado solo para fastidiarla. Su madre no se equivocaba del todo.

Solo había una calabaza tallada ante la puerta roja, pero los ojos se le habían apagado, se habían oscurecido. En el escalón de la entrada había un cubo con un cartel: Por favor, sírvete tú mismo. Un caramelo por persona. ¿En qué mundo vivía su madre? Mierda, el cubo estaba vacío. Cabrones.

Jet se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta en busca de las llaves de casa. La cámara del videoportero la miraba, así que ella le devolvió la mirada y le sacó la lengua.

Abrió la puerta delantera y Reggie apareció a sus pies convertido en un alboroto de pelaje rojizo, haciendo el helicóptero con la cola y dando los chillidos felices que reservaba para ella. Saltó y le puso las patas en las rodillas.

—Hola, hola, guapo. Eres un buen chico, ¿a que sí?

Jet se agachó para hacerle cosquillas detrás de las orejas. Esas orejas de cocker spaniel inglés, tan largas y ridículas.

El perro salió corriendo, se escabulló por la esquina y volvió dos segundos después.

—Ah, ¿me has traído unos calcetines sucios? —dijo Jet, que le acarició el hocico con el pulgar; el perro contoneaba el cuerpecito con orgullo ante la ofrenda sagrada—. Muchísimas gracias, lo que más me gusta del mundo.

Jet cerró la puerta delantera y cruzó el vestíbulo: paredes de un blanco puro y alfombras marroquíes, demasiado ordenado, demasiado artificial, como una casa de muestra. Y, ostras, en qué líos se metía Jet cada vez que se atrevía a tratarla como un hogar y dejaba caer migas o se olvidaba de guardar las botas. Llegó a la cocina, en la parte de atrás de la casa, con Reggie trotando detrás de ella.

Había un plato de galletas sobre la isla. Las había hecho Sophia, se había pasado a dejarlas antes: murciélagos negros glaseados y calabazas naranja. Sophia hacía esas cosas. Repostería. Jet cogió un murciélago, le arrancó la cabeza de un mordisco. Joder, estaban muy buenas. Se lo acabó y se limpió los dedos pegajosos en uno de los tres paños de cocina a juego que había junto a los fogones: un desfile de limones, naranjas y aguacates pequeñitos, porque en aquella casa todo tenía que hacer juego. Jet se dio la vuelta y volvió a ver las galletas. Bah, a tomar por culo: cogió también una de las calabazas, pasó por el amplio arco con cornisas para dirigirse al salón.

Con la galleta en la boca, se sacó el móvil del bolsillo. Lo desbloqueó. Encontró Instagram con el pulgar antes que con los ojos. Mordió la mitad de la calabaza, el empalagoso glaseado naranja le saturó la lengua. Chicas del instituto o de la universidad que ahora estaban casadas, celebrando aniversarios y nacimientos. O nada de bodas y bebés, pero sí cenas elegantes y copas de champán para celebrar su nuevo empleo. Esa también podría haber sido Jet, una publicación para presumir, siempre con modestia, de un gran ascenso en una empresa con unas siglas que todo el mundo fingía reconocer. Si no hubiera renunciado a todo y dejado Boston de la noche a la mañana.

Se terminó la galleta, puso los dedos pegajosos en la pantalla. Daba igual. Tenía tiempo de encontrar lo que encajara con ella; tenía todo el tiempo del mundo, ¿recuerdas? Y entonces la vida empezaría de verdad y, cuando eso pasara, no te quepa la menor duda de que sería ella quien se lo restregaría por la cara a todos. Espera y verás.

Reggie se puso de pie delante de ella, empezó a lloriquear.

—Lo siento, tío. Galletas de humanos.

El lloriqueo fue haciéndose más grave, hasta convertirse en un gruñido.

—¿Qué…?

Unos pies correteando a su espalda.

Un golpe rápido en la nuca, la humedad de la piel rajada, el crujido del cráneo.

El móvil se le escapa de las manos. Ya no es un gruñido, sino un grito. Jet también debería gritar, pero…

Otra explosión, más fuerte. La sensación de la sangre, el ruido de cosas rompiéndosele dentro de la cabeza.

Alguien la está matando.

Jet todavía puede pensarlo, pero parpadea y la luz no vuelve y…

Comisaría de Policía de Woodstock

Woodstock, Vermont

Registro de llamadas de emergencia

Fecha: 31/10/2025

Hora: 23:09

operadora: Emergencias, ¿en qué puedo ayudarle?

alertante: ¡Dios mío, Dios mío, ayuda! ¡Manden ayuda!

operadora: Señor, por favor, cálmese. ¿Qué servicio requiere?

alertante: Joder. Ambulancia. Manden una ambulancia. La policía. No se mueve, por Dios. ¡No!

[gritos de fondo]

operadora: ¿Puede darme una dirección, señor?

alertante: Sí, joder. Es el número 10 de College Hill Road. Dios mío, Jet. No, por favor, no estés muerta, por favor. ¿Está muerta?

operadora: ¿Qué está ocurriendo?

alertante: Alguien la ha atacado. Hay sangre por todas partes. La cabeza. No, no, no.

[gritos de fondo]

operadora: ¿Hay alguien más con usted en la escena?

alertante: No, no, solo estamos ella y yo. La he encontrado, no estaba…

operadora: ¿Quién grita?

alertante: Es el perro. Esto no puede estar pasando, no. ¡Jet! ¡Jet! Por favor, no estés muerta, te lo suplico.

operadora: ¿Puede comprobar si respira?

alertante: No, no, no. Jet, por favor.

operadora: Señor, ¿cómo se llama?

alertante: Billy. Billy Finney.

operadora: ¿Eres el hijo de Jack?

alertante: Sí.

operadora: Vale, Billy. Soy yo, Debbie, de la comisaría. Necesito que dejes de llorar y mantengas la calma, por favor. La ambulancia está en camino. La ayuda va para allá. Pero necesito que compruebes si respira, si tiene pulso.

alertante: Hay tanta sangre que no… No puedo. Ay, Dios mío, Jet, no. Por favor, Dios, no. Está muerta. Alguien la ha matado. Está muerta. Está muerta.

AÚN NO…

DOMINGO,2 DE NOVIEMBRE

DOS

Jet parpadeó. Algo pitó. Alguien jadeó.

—¡Está despierta! ¡Doctora, está despierta!

¿De quién hablaban? ¿Se referían a ella? La habitación estaba borrosa, demasiado blanca, demasiado deslumbrante. Le hacía daño en los ojos y en los lugares ocultos debajo de ellos. Volvió a parpadear, manchas de carne y pelo y dientes se cernían sobre ella.

—Luke, ve a buscar a la médica. ¡Corre!

La voz de su madre, áspera y desconocida.

—¿Mamá? —dijo Jet en tono ronco, más ronco que de costumbre.

Intentó incorporarse, el cuerpo bloqueado por el sueño, atrapado por unas sábanas delgadas y bastas que le cubrían los codos. Una bata blanca, patrones de amarillo pálido y azul.

—Yo te ayudo.

Ahora la voz de su padre. Debía de pertenecer a esa mancha de ahí, la que tenía al lado. Unas manos cálidas sobre los hombros, se incorporó; algo pegado a la cabeza que crujía contra las almohadas de detrás, una sacudida de dolor punzante.

Se frotó los ojos, se enredó con el tubo que le sobresalía del dorso de la mano.

—¿Agua? —preguntó su madre, y ya la tenía en los labios.

Jet no captó bien el ángulo. Sorbió, y sabía que su madre lo odiaba, pero tal vez su madre la perdonara esta vez, porque estaba en el hospital.

Y sabía por qué. Se acordaba. La habitación estaba borrosa, pero su mente no.

Alguien había intentado matarla. Le había abierto la cabeza. El crujido de la galleta de calabaza y de su cráneo, y el extraño grito del perro. Pero Jet seguía allí, respiraba… Cogió aire solo para comprobarlo. Aquello era real… Otro parpadeo para asegurarse, su cuerpo tendido ante ella, dos manos, dos piernas que se movían cuando se lo pedía. Y debía de tener cabeza, porque veía, oía y respiraba por ella.

Estaba viva.

Había sobrevivido.

Joder.

Gracias, gracias, gracias.

—Jet. —Ahora la cara de su madre estaba más nítida, a unos centímetros de la suya—. La médica vendrá enseguida. Te lo va a explicar todo y tienes que hacerle caso, ¿vale? Es muy importante. No lo harán salvo que tú lo decidas. Sabrás lo que hacer, cariño.

Dianne alargó la mano para acariciarle el pelo a su hija, pero dejó los dedos en el aire.

—Perdón, se me había olvidado.

—¡La tengo! —La voz de Luke irrumpió en la habitación, sin aliento, como si hubiera estado corriendo todo aquel rato—. Hola, Marge —le dijo con suavidad, algo nada propio de Luke—. ¿Estás bien?

—Tengo una pequeña jaqueca.

Jet sonrió. Ninguno de ellos quiso mirarla. Venga, solo intentaba quitarle hierro al asunto. Estaba viva.

La puerta volvió a abrirse, una mujer baja con la piel oscura y el pelo trenzado, un expediente aferrado en la mano. Tampoco sonreía.

Se aclaró la garganta y posó la mirada en la cama.

—Me alegro de verte despierta. Tu familia me ha dicho que te gusta que te llamen Jet —dijo—. Soy la doctora Lee.

La chica no supo qué decir. ¿«Un placer conocerla»? ¿Por qué todo el mundo tenía esa puta cara de pena? Estaba viva, estaba despierta.

—¿Puedo…? —dijo la doctora Lee, que se acercó y se sacó una linterna del bolsillo de la chaqueta blanca. Y, sí, podía, porque ya lo estaba haciendo, enfocándole los ojos con la luz. Primero uno y luego otro. Luz apagada—. ¿Qué le han contado?

La médica se volvió hacia la madre de Jet.

—Nada —contestó Dianne, que dio un paso atrás—. La estábamos esperando.

—Gente, no pasa nada —resolló la joven—. Ya lo sé. Me acuerdo de todo. Alguien me dio un golpe en la nuca. Intentó matarme.

Silencio.

—No se le dio muy bien —dijo Jet.

Y sacudió las palmas abiertas para darle efecto.

Su padre se llevó los dedos a la boca para contener un sollozo. Una lágrima silenciosa le rodó por los nudillos.

—Señor Mason, por favor —dijo la doctora Lee, que acercó una silla para sentarse junto a la cama—. Jet, soy neurocirujana. Estás en el centro médico Dartmouth Hitchcock.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —quiso saber—. ¿Qué día es hoy?

¿Qué día o qué año? Joder, ¿y si había estado dormida mucho más tiempo del que pensaba? Ay, la hostia, llevaba años en coma y… ¿por eso estaban todos tan raros? No habría cumplido ya los treinta, ¿verdad? Cuánto tiempo perdido.

—Es domingo —respondió la doctora Lee con voz tranquilizadora, su reacción a los ojos llenos de pánico de Jet—. Son las dos de la tarde. Llevas aquí unas treinta y seis horas.

—Joder, fiu —dijo—. Es un alivio. Creía que era vieja.

Su padre se dio la vuelta, se puso de cara a la pared.

—Jet, estabas muy mal cuando llegaste a Urgencias —continuó la doctora Lee mientras toqueteaba los bordes del expediente—. Al entrar, tenías un ocho en la escala de Glasgow, lo cual significa que estabas en coma y tuvieron que intubarte. Poco después, sufriste un paro cardíaco debido a la pérdida de sangre. Pudimos estabilizarte, llevarte al quirófano. Tenías un hematoma subdural aquí, en el lado izquierdo de la cabeza, bajo ese vendaje. Eso quiere decir que se te había acumulado sangre en la superficie del cerebro. Extrajimos la sangre y no nos pareció que hubiera ningún trauma cerebral significativo. Pero creemos que te golpearon tres veces. Una en el lado izquierdo de la cabeza y dos en la parte posterior, cerca de la base del cráneo.

Esos eran los golpes que Jet recordaba.

La doctora Lee tragó saliva.

—Se te fracturó el cráneo. Una fractura longitudinal en el hueso occipital. El primer golpe habría causado la fractura; el segundo te habría hundido el hueso en el cerebro. —Se quedó callada, bajó la vista—. Teniendo en cuenta el lugar de la lesión y la violencia del ataque, es un milagro que no haya daños importantes en los tejidos vitales y en las estructuras vasculares del cerebro, que seas capaz de moverte, pensar y funcionar como lo haces. Nunca he visto nada igual. Pero…

Jet sabía que tenía que haber un «pero». Porque, si fuera un milagro, su familia no la estaría mirando así. Como si ni siquiera se hubiera despertado.

Le palpitaba la cabeza, en la base y en el lado izquierdo; ahora sabía localizar el dolor. Caliente y agudo, una imitación, un fantasma de lo que había sentido en aquel momento. Cuando le habían reventado la cabeza.

La doctora Lee le dio la vuelta al expediente que tenía sobre el regazo.

—La fractura se reparó con éxito durante la operación. Te reconstruimos los trozos del cráneo con tornillos y una malla metálica. Te cosimos el cuero cabelludo.

Notó la irritación y empezó a picarle cuando lo mencionó.

—Y, después de la operación, te hicieron otro TAC.

Sacó un escáner del expediente, el plástico tembló con un buap-buap que resultó casi cómico, como si no supiera interpretar el contexto. La doctora Lee levantó el escáner hacia la luz de la tarde que entraba por la ventana. Un fondo negro. Unas letras blancas brillaban en la parte superior: Margaret Mason. Edad: 27, 01/11/2025, más números que Jet no entendía. Debajo había una cuadrícula de imágenes. Distintos ángulos de su cerebro, diseccionados de este lado y del otro, representados en un extraño azul claro.

—Hay un hueso en la base del cráneo, en la parte más profunda, justo en el medio del cerebro, que se llama clivus. —El escáner temblaba en la mano de la doctora Lee y amenazaba con repetir ese ruido—. Las fracturas de clivus son un suceso increíblemente raro, se ve en menos del 0,5 por ciento de los traumatismos craneoencefálicos. Y, si te fijas aquí… —señaló el escáner, una imagen tomada a través de la coronilla de Jet—, verás que hay un pequeño fragmento de hueso separado del clivus.

La doctora Lee puso un dedo sobre una minúscula esfera de color blancuzco que flotaba por ahí, en medio del cerebro de Jet. También se la señaló en la vista lateral para asegurarse de que la veía bien. Ni siquiera era una esfera; en realidad, no era más que una mota.

—Vale —dijo la chica—. Pero es muy pequeño, ¿no? Y estoy bien. Mire, estoy bien.

Luke sacó la silla del otro lado, obligó a su madre a sentarse.

—Jet —dijo la doctora Lee, y los dientes se le aferraron a la «t», la masticaron para no tener que continuar—. Ese diminuto fragmento de hueso está apoyado en la pared de la arteria basilar.

La joven exhaló.

—Eso suena importante.

—Es una de las principales arterias que le suministran sangre al cerebro.

Sip. Importante.

—En circunstancias normales, una intervención quirúrgica para extirpar el fragmento se consideraría imposible. Está muy profundo, es muy difícil acceder a él sin dañar otras partes del cerebro. Es demasiado fácil cortar la arteria por accidente y causar una hemorragia catastrófica. Las posibilidades de mortalidad son altísimas. Es mejor dejarlo a ver si, con el tiempo, el fragmento migra hacia los bordes exteriores del cerebro, donde sería más sencillo acceder a él y eliminarlo. Pero…

Otro pero.

Ahora las palpitaciones eran un redoble de tambor en la cabeza de Jet, un reflejo de su corazón, reaccionaban con miedo al miedo.

—Tienes poliquistosis renal, Jet.

—Lo sé de sobra. —Resopló. De nuevo, las semanas orinando sangre, un dolor tan intenso que te dejaba doblada, los moratones fantasma, abandonar el trabajo y mudarse a casa porque todo se había vuelto demasiado, las pastillas para la tensión que se tomaba todos los días, no fumar nunca, no tomar demasiada sal, aunque antes le encantaban las patatas fritas—. ¿Qué tiene eso que ver con mi cerebro?

Ahora su padre estaba de pie detrás de su madre, poniéndole las manos en los hombros, apretando los labios para contener el llanto.

La doctora Lee tragó saliva.

—Una complicación de la poliquistosis renal es que los pacientes tienen las paredes arteriales mucho más débiles en el corazón y… y en el cerebro.

—Ya.

—Lo siento, Jet, no hay forma fácil de decirte esto. El fragmento ha quedado en una posición en la que le añade presión extra a una pared arterial ya débil de por sí, así que se te formará un aneurisma en ese punto. Un aneurisma grande. Y, cuando se rompa, la hemorragia resultante, el sangrado, será… será letal.

—Va… le —contestó la chica, que asintió con la cabeza y paró cuando se dio cuenta de que le dolía—. ¿Y qué probabilidades hay de que se forme el aneurisma?

—Es una certeza, Jet. Y sería rápido.

—¿Cómo de rápido?

—Es imposible predecirlo con exactitud, sobre todo antes de que se haya formado.

—Pues deme su mejor aproximación, doctora.

—Jet —bufó su madre.

La doctora Lee se enderezó, miró al suelo en lugar de a Jet.

—Dadas las circunstancias particulares de tu caso, yo diría que solo tenemos unos días. Quizá una semana hasta que se rompa.

Jet chasqueó la lengua para ocultar el tamborileo de su corazón, que le latía desbocado en modo reacción de lucha o huida. Aquello no podía estar pasando. ¿Estaba pasando de verdad?

—Entonces…, ¿me está diciendo que me moriría dentro de más o menos una semana?

Nadie contestó.

Su padre ya no pudo aguantar más, enterró la cara en el hueco del codo mientras sollozaba.

—Papá, no pasa nada —dijo Jet mientras cambiaba de postura en la cama.

Solo lo había visto llorar así una vez. Un ruido gutural y primitivo. Tenía la esperanza de no tener que volver a oír ese ruido; diecisiete años no eran suficientes.

—Es culpa mía —gritó.

—Papá, no es culpa tuya. Es hereditario. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que Luke, Emily y yo heredáramos la poliquistosis renal. —Eso convertía a Jet en la de la mala suerte. Ya lo sabía de antes, porque los otros dos tenían nombres normales y a ella era a la que le habían puesto Margaret—. Entonces, la operación, ¿no?

Jet miró primero a la doctora Lee y luego a su familia.

Su madre asintió y se enjugó los ojos hinchados. Ninguno parecía haber dormido mucho durante el tiempo en el que Jet había dormido demasiado.

—Es la única opción, Jet.

—Por favor, señora Mason. —La voz de la doctora Lee se endureció—. Jet, necesito aclararte algo antes de que tomes cualquier decisión. Como te he dicho, en otras circunstancias esta operación ni siquiera se plantearía. El riesgo de mortalidad es alto. Tengo que ser sincera contigo: fue mi colega, el doctor Fuller, quien te practicó la cirugía inicial. Tras el segundo TAC, una vez que la situación nos quedó clara, el doctor Fuller se negó siquiera a considerar la posibilidad de llevar a cabo una operación para intentar extraer el fragmento de hueso. Yo dije que solo lo haría si tú disponías de toda la información, si elegías esa opción comprendiendo los riesgos.

El tamborileo de la cabeza se le aceleró, antinatural, como si estuviera haciendo una cuenta atrás hacia algo, desbocándole el corazón.

—¿Cuál es el riesgo? —preguntó Jet—. ¿Puede darme un porcentaje o algo así?

La doctora Lee vaciló, movió la lengua dentro de la boca y se le abultó la mejilla.

—Menos de un diez por ciento de posibilidades de supervivencia.

El tamborileo se detuvo.

—Es decir, ¿más de un noventa por ciento de posibilidades de que me muera en la mesa?

Insensibilizada, disociada, como si no estuviera allí, en aquel cuerpo, en aquella cama. A veces la mente hacía esas cosas, ¿no?, para salvarte del dolor. ¿O era consecuencia del trauma cerebral, de una de esas roturas que no aparecen en los TAC?

—No soy muy de apuestas, pero diría que esas probabilidades no suenan nada bien.

A Jet no se le daban bien los riesgos. Ya había perdido en ese juego con la poliquistosis renal. Y en ese caso había sido el cincuenta por ciento. No el diez. Menos del diez.

—¿No pueden hacer nada más?

—Lo siento, Jet —dijo la doctora Lee, con un temblor en la voz que disimuló tosiendo.

¿Cuántas veces habría tenido que decirle a alguien que iba a morir? ¿Podía uno acostumbrarse a una cosa así?

Jet miró a su familia. Luke, gris y silencioso, con un tic en un músculo de la mandíbula. Su padre llorando, una clase de llanto más silenciosa e inquietante. Su madre inclinada hacia delante en su asiento, agarrando a su hija de la mano, dándole un apretón.

—Entonces… —Jet titubeó mientras trataba de recomponer los fragmentos de su mente, de reparar lo que la médica consideraba irreparable—. ¿Mis opciones son que puedo morir ahora o dentro de siete días?

TRES

La habitación estaba en silencio, pero el mundo no. Seguía girando: un pitido agudo de una máquina, un grito grave desde el otro extremo del pasillo, el sol otoñal que entraba a raudales por la ventana porque no le importaban ni ella ni sus problemillas.

¿Qué clase de elección era aquella? La mayoría de los días, Jet ni siquiera era capaz de decidir qué quería para desayunar. ¿Morir ahora o morir dentro una semana? ¿Tostada o cereales? ¿Las dos cosas?

También se oía un zumbido, pero ese no le llegaba desde el pasillo; estaba dentro de la cabeza de Jet, detrás de los ojos, jugando con el corazón. Una sinfonía de los condenados. Se le cerró la garganta; no iba a permitir que los demás lo oyeran.

—La leche —dijo Jet—. ¿Estás segura de que no hay una puerta número tres?

Su madre respondió antes de que pudiera hacerlo la médica.

—Todo va a ir bien, cariño. La decisión que tienes que tomar es obvia. —Se sorbió la nariz y le apretó la mano hasta que le dolió—. Una de las opciones te ofrece una posibilidad, la otra no. No puedo perderte. Tienes que elegir la operación, Jet. Y deprisa. La doctora ha dicho que cada minuto cuenta.

—Señora Mason…

—Una posibilidad no muy grande. —Jet la miró—. Menos del diez por ciento de probabilidades de sobrevivir. Sé que hace tiempo que acabaste el instituto, pero esas matemáticas no pintan muy bien, mamá.

—No conviertas esto en una competición, Jet.

—¿Cómo se supone que lo estoy convirtiendo en…?

—Tienes que operarte. —A su madre se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no se le desbordaron—. No puedo perder otra hija. No puedes hacerme eso.

El zumbido se convirtió en un rugido atronador. Por lo general, Jet conseguía controlarlo, retroceder y alejarse, pero a lo mejor esa capacidad también se le había roto.

—No me he reventado el puto cerebro yo sola, mamá. Yo no te estoy haciendo nada. No todo es culpa mía.

Su padre dio un paso al frente.

—Jet, tu madre no lo decía en ese sentido. Solo quiere lo mejor para ti. Como todos, mi niña.

Hacía años que no la llamaba así.

—Sí —dijo Luke con brusquedad, como si eso aportara algo.

—Pero vas a elegir la operación —dijo su madre, las lágrimas ya liberadas y persiguiéndose las unas a las otras mejillas abajo—. Sabes que es la mejor decisión, ¿verdad? Scott, ayúdame.

La doctora Lee se levantó de la silla y la interrumpió.

—Esta decisión tiene que ser solo de Jet. —Se le suavizó la voz—. No tienes que tomarla ahora mismo. La policía está fuera. Estaban esperando a que te despertaras. Necesitan hacerte algunas preguntas sobre la agresión antes de que te decidas.

—Por si elijo la operación y no sobrevivo —dijo Jet, que había leído entre líneas en las palabras de la doctora—. Están aquí, ahora, para i… i… in… —¿Cómo era la palabra? Bueno, joder, ya sabes a qué palabra se refería. A eso que es parecido a cuando te hacen una entrevista, lo de cuando la policía te hace preguntas. Sonaba a… Jet no se acordaba de a qué sonaba—. I… in…

¿Cómo coño se decía?

—¿Interrogarte? —ofreció Luke.

—Sí. Interrogarme. —Jet golpeó la cama con la mano—. ¿Qué iba diciendo?

La doctora Lee entrecerró los ojos

—Jet, ¿te cuesta encontrar las palabras?

—No.

Sí. Algunas no. Como «Joder, joder, me voy a morir, joder». Pero no daba con la palabra para la cosa que la doctora Lee llevaba alrededor de los hombros. Esa cosa larga con auriculares y un disco de metal para escuchar los corazones. Jet no la necesitaba; su corazón ya hacía demasiado ruido.

La médica asintió, como si pudiera leerle la mente, aunque no pudiera arreglársela.

—Uno de los golpes fue aquí, en un lado de la cabeza. —La doctora Lee señaló el apósito adhesivo—. En el hemisferio izquierdo, donde está el centro cerebral del lenguaje. A veces, los traumatismos en esa zona causan problemas con la comprensión o la producción del lenguaje, lo que se denomina una afasia. A ti no parece que te haya afectado a la comprensión y el habla, así que lo más seguro es que se trate de una afasia anómica, la más leve de todas. —Guardó silencio un instante—. Puede que tengas problemas para recuperar ciertas palabras, en especial las que no empleas muy a menudo. Suele ser temporal, durar solo unas semanas o unos meses, y puede tratarse con logopedia.

Jet se encogió de hombros.

—Pero no tengo semanas ni meses, ¿no?

—Si te operas, Jet… —comenzó su madre.

—Creo que tenemos que dejar que Jet hable ya con la policía.

La doctora Lee hizo un gesto con el expediente médico de Jet e hizo que Dianne se pusiera de pie.

Luke se había quedado junto a la puerta.

—¿Quién fue, Jet? —le preguntó con los labios apretados en una línea adusta que le tapaba los dientes—. ¿Quién te ha hecho esto?

Su hermana exhaló. Tres palabras que definitivamente no le costaba encontrar:

—No lo sé.

—Vamos, Luke. —Su padre le dio unas palmaditas suaves en la espalda—. Hay que dejar que la policía la interrogue. No queda mucho tiempo.

Su madre apretó el bulto que era el pie de Jet por encima de la sábana.

—Estaré justo en la puerta, cariño.

La doctora fue la última en irse y se volvió para mirarla con una media sonrisa triste. La sonrisa de una verdu… verd… Joder, ¿cómo se decía esta otra palabra? Ya sabes, esos que en las películas llevaban capucha, blandían el hacha o bajaban la plataforma del patíbulo.

—Les está esperando —la oyó decir Jet mientras salía, a pesar de que la puerta amortiguó las palabras al cerrarse—. Por favor, no la presionen demasiado. Acabo de darle la noticia.

La noticia.

Ja.

¡Extra, extra, léalo todo! ¡Jet Mason tiene una bomba de relojería en la cabeza!

La puerta iba a volver a abrirse en cualquier momento. ¿Le daría tiempo a gritar?

Las bisagras chirriaron. No. No le había dado tiempo. A gritar. A vivir.

Un hombre trajeado fue el primero en entrar, con un expediente aferrado en las manos de nudillos blancos. Cuánto papeleo, era una chica con suerte.

—¿Margaret Mason? —dijo con suavidad, articulando de manera exagerada—. Me llamo George Ecker. Soy inspector de la policía estatal de Vermont.

—Es Jet —dijo otra voz, y esta sí la reconoció. El padre de Billy… Perdón, Jack Finney entró en la habitación y su placa la deslumbró un instante—. Le gusta que la llamen Jet.

Tenía la cara demacrada, pálida por la falta de sueño, pero al menos le resultaba familiar debajo de todo aquello.

El jefe, Lou Jankowski, fue el último en entrar y cerró la puerta a su espalda con un chasquido. La saludó con un gesto de la cabeza.

—Hola de nuevo, Jet.

George Ecker se aclaró la garganta.

—El jefe me ha dicho que a lo mejor querías que el sargento Finney estuviera presente. Que os conocéis.

—De toda la vida —dijo Jet.

Jack agachó la cabeza, como si le doliera sostenerle la mirada. Como si estuviese llorando su muerte incluso antes de que tuviera la decencia de morirse de verdad. Premuerta. No-muerta. Joder, un zombi, eso era ahora. Para que luego digan de los presagios. Y a Jet le sorprendió poder decirlo… ¿«Presagios» no debería ser una palabra perdida en el agujero negro de su cabeza? No la usaba a menudo.

Los tres estaban de pie alrededor de la cama, como centinelas silenciosos. La joven tenía que estirar el cuello para mirarlos.

—No vi quién era —dijo—. Antes de que me lo preguntéis. Me atacaron por la espalda. Ni siquiera me dio tiempo a darme la vuelta.

El inspector Ecker apretó dos veces el pulsador de un bolígrafo, garabateó algo en su expediente.

—¿Oíste o viste algo que pueda ayudarnos a identificar a los atacantes?

Jet tragó saliva.

—Entonces, ¿vosotros tampoco sabéis quién fue? ¿No hay pruebas ni nada?

—Todavía no hemos terminado de procesar la escena —dijo el inspector—. ¿No oíste ni viste nada?

—Pasos —respondió Jet— que se me acercaban por detrás.

—¿Eran pesados?

—No lo sé.

—¿Sabrías decirme de qué tipo de calzado eran? ¿De botas? ¿De zapatillas deportivas?

—No lo sé, solo eran pasos. Ocurrió muy rápido.

—¿Los pasos eran de una persona o de más?

—De una. Fue una sola persona.

El inspector Ecker pasó varias páginas hacia atrás.

—¿Sabes qué utilizaron para golpearte?

—No. —Se quedó callada—. Un segundo, ¿tampoco tenéis el arma homicida?

No se dio cuenta hasta después de decirlo. «El arma homicida». Eso era lo que era, ¿no? Porque a Jet no solo la habían atacado o agredido; esas eran palabras más pálidas, de talla única. A ella la habían… asesinado. Alguien la había matado. La había matado más del noventa por ciento, a menos que a Jet le debieran otro milagro y la operación saliera bien.

—El arma no se ha recuperado en el lugar de los hechos —dijo Ecker, que omitió la palabra fundamental que los incomodaba a todos.

Jack se quitó la gorra, la sostuvo a un lado.

—¿Quién me encontró? —le preguntó Jet, no a ese extraño que llevaba su expediente—. ¿Fueron mis padres?

Jack tosió.

—Te encontró Billy.

—¿Está bien? —preguntó.

Una pregunta extraña para alguien que estaba bastante menos que bien. Pero ella era dura, eso lo decía todo el mundo. Billy era blando. Solía llorar cuando Jet pisaba una araña.

Jack no contestó.

—Margaret… Lo siento, Jet. —El inspector se acercó más y recobró su atención—. ¿Se te ocurre alguna razón, cualquier razón, por la que alguien quisiera hacerte daño?

Quiso hacer un chiste, engañar al redoble de tambor que tenía en aquella cabeza, improvisada de cualquier manera con malla metálica y tornillos. «¿A quién, a mí? Si soy un puto encanto». Pero esta vez no fue capaz, no logró ahogar el miedo.

—No —contestó, y la voz estuvo a punto de quebrarse—. No se me ocurre ninguna razón por la que alguien querría matarme.

Pero alguien tenía una razón. Nadie golpea a una persona tres veces en el cráneo si no la tiene. El «porqué» era casi tan confuso como el «quién». ¿Llegaría a saber alguna vez las respuestas? No si elegía la operación y el porcentaje se comportaba como solían hacerlo los porcentajes.

El inspector chasqueó la lengua y a Jet le entraron ganas de arrancársela.

—¿Puedes decirnos dónde está tu exnovio? —Se quedó callado para buscar el nombre en sus notas y lo señaló con el dedo—. JJ Lim. ¿Sabes dónde está?

Jet también chasqueó la lengua.

—No sé si te lo habrá dicho alguien, pero he estado un poco inconsciente en el hospital.

Ecker arqueó las cejas.

—No, no sé dónde está, inspector. ¿Por qué?

—No hemos podido ponernos en contacto con él. No contesta al teléfono. Hemos hablado con su hermano, Henry, que tampoco sabe dónde está. Dice que se marchó del pueblo de repente el viernes por la noche, en Halloween. No dijo adónde iba.

Jet se despegó de las almohadas para enderezarse.

—No lo consideraréis sospechoso, ¿verdad?

Por la cara que pusieron, estaba claro que sí.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos? —preguntó el inspector.

¿Y eso por qué era relevante?

—Casi dos años —respondió—. Oye, JJ no me ha hecho esto.

—Pero dices que no viste a tu atacante —intervino ahora el jefe de policía.

—No. No lo vi. Pero…

Jet no sabía a dónde iba esa frase, la dejó flotando en el aire cargado de la habitación.

—Tenemos que hacerte una última pregunta —continuó Ecker, que pasó otra página—. Tu teléfono móvil ha desaparecido. ¿Sabes qué modelo es?

—¿Me quitaron el móvil?

—No lo llevabas encima y no está en la escena.

—Un iPhone. 14, creo.

—Eso le parecía también a tu padre. —Ecker tomó nota—. Y, por último, llevabas un Apple Watch durante la agresión. Ahora lo tenemos nosotros. ¿Nos das la contraseña para que podamos acceder a los datos? Contribuiría a acelerar el proceso, así no tendremos que esperar a que nos lleguen los registros telefónicos.

Jet se miró la muñeca desnuda.

—Sí. Es el 0709.

—¿Estás segura?

Ecker la miró de hito en hito.

—Sí, estoy segura. Los golpes no me han borrado las contraseñas de la cabeza.

El inspector soltó un resoplido incómodo y en ese momento Jet lo supo, se dio cuenta de por qué el hombre quería comprobarlo. Si decidía someterse a la operación, si moría en el quirófano tal como las probabilidades decían que ocurriría, aquella era su única oportunidad de hablar con ella. Por eso tenían que asegurarse. Porque estaban hablando con una mujer muerta.

—0709 —repitió.

Ecker lo anotó y Jet siguió con la mirada el movimiento del bolígrafo. El inspector asintió con la cabeza, miró al jefe Lou y a Jack y cerró el expediente.

—Creo que eso es todo lo que necesitamos de ti por ahora, Jet —dijo.

—No, esperad.

Se sentó, se llevó las rodillas al pecho. No podían haber acabado, porque, si habían acabado, eso quería decir que había llegado el momento de que Jet eligiese, de que tomara una decisión. Y, tal vez, quizá, pudiera postergarlo solo unos minutos más. Ahora no. Luego. Luego. Ya elegiría luego.

—Tranquila, Jet —dijo Jack con la voz áspera y ronca, como si la hubiera usado demasiado desde la última vez que lo vio. Pero su mirada era bondadosa, los ojos le brillaban ante la amenaza de las lágrimas—. Te lo prometo, bonita. Atraparemos a quien te haya hecho esto. Te lo prometo. Lo haré por ti.