Autobiografía de un Búfalo Pardo - Óscar Zeta Acosta - E-Book

Autobiografía de un Búfalo Pardo E-Book

Óscar Zeta Acosta

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Beschreibung

Cuando se te ha ido la mano con todo, tienes úlceras en el estómago, vomitas sangre y se te aparece el comecocos hasta cuando te la estás meneando en la ducha, sabes que ha llegado el momento de mandarlo todo a paseo, coger las llaves de tu viejo Plymouth del 65, abastecerte bien de anfetaminas y cervezas y huir hacia el «Gran Desierto Americano». Si ya de paso añades a la mezcla una irritante canción de Procol Harum, recuerdos de su infancia de niño chicano, gordo y marginado, en el Valle de San Joaquín, vino barato, peyote, ácido, autoestopistas calentorras, marihuana de un exagente de la CIA y un Hunter S. Thompson en bermudas, paranoico perdido y con un arsenal suficiente para invadir un país pequeño, la cosa solo puede ir a peor… Esta es la historia de Óscar Zeta Acosta, el Búfalo Pardo, el Robin Hood de los chicanos, el famoso Dr. Gonzo que inmortalizó Hunter S. Thompson en Miedo y asco en Las Vegas (Benicio del Toro en la película). «Thompson es uno de los mejores escritores de su generación, pero Miedo y asco en Las Vegas, sin Acosta, sería como arrancarle el corazón al libro.» Benicio del Toro «Cualquier combinación de un mexicano de 114 kilos con LSD-25 constituye una amenaza mortífera para todo lo que se ponga a su alcance; pero si resulta que además el susodicho es un abogado chicano muy cabreado que no manifiesta temor ante nada y con la convicción suicida de que va a morir a los 33 años, sabes que tienes entre manos un cóctel explosivo. Sobre todo si el muy bastardo ya hace seis meses que cumplió los 33, va hasta el culo de ácido, luce una Magnum 357 cargada en su cinturón y cuenta en todo momento con un guardaespaldas chicano que maneja un hacha.»  Hunter S. Thompson

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ÓSCAR ZETA ACOSTA, archivo nº 170 617-B del FBI, es una de las figuras más enigmáticas y fascinantes de la historia chicana. Hijo de un indio de las montañas de Durango y de una mujer que podría haber sido cantante de no haberse enamorado del bigotazo de aquel indio que prometió sacarla de las barriadas, Óscar, alias «el Búfalo Pardo», fue víctima del racismo y la discriminación desde muy crío. Explosivo, incontrolable, acomplejado, beligerante, obeso, ya a los ocho años escupió por primera vez sobre la bandera de Estados Unidos. Al menos tres niñas rubias le partieron el corazón (la cara muchas más). Su adolescencia fue una sucesión interminable de peleas con okies, drogas, sexo y alcohol. Luego el ejército, dos años de misionero en Panamá, un intento de suicidio en Nueva Orleáns, psiquiatras, Facultad de Derecho, cárcel en Ciudad Juárez y, para colmo, Hunter S. Thompson paranoico en la barra de un bar de Denver, con quien años más tarde emprendería el mítico «viaje al corazón del Sueño Americano». Fue él y no Thompson el creador de la dieta Gonzo: guacamole, Dos Equis y MDA (tenamfetamina). Siempre fue defensor de la causa chicana, llegó incluso a presentarse a sheriff del condado de L.A. por el Partido Independiente de la Raza Unida, «una plataforma anarquista y apocalíptica»… Nada se sabe del final de su vida: asesinato político o ejecución en manos de unos traficantes. Hay incluso quien aventura que sigue vivo, en una caverna de Oaxaca, organizando la próxima revuelta del Pueblo Cucaracha. Lo último que se supo de él fue que telefoneó a su hijo Marco en mayo del 74 desde Mazatlán, Sinaloa. Antes de colgar le dijo que estaba a punto de subirse a un barco lleno de nieve blanca.

AUTOBIOGRAFÍADE UN BÚFALO PARDO

AUTOBIOGRAFÍADE UN BÚFALO PARDO

Óscar Zeta Acosta

Traducción de Javier Lucini

Título original:

The autobiography of a brown buffalo

First Vintage Books

July 1989

Primera edición en Dirty Works:

Junio 2016

© Óscar Zeta Acosta 1989

Prólogo © Carlos Velázquez 2016

Introducción © Hunter S. Thompson 1989

Epílogo © Marco Acosta 1989

© 2016 de la traducción: Javier Lucini

© 2016 de esta edición: Dirty Works S.L.

Asturias, 33 - 08012 Barcelona

www.dirtyworkseditorial.com

Traducción: Javier Lucini (una vez más, gracias, Tom)

Diseño y maquetación: Rosa van Wyk y Nacho Reig

Ilustración: Iban Sainz Jaio

ISBN: 978-84-19288-04-2

Producción del ePub: booqlab

Índice

PrólogoCarlos Velázquez

IntroducciónHunter S. Thompson

Autobiografía de un búfalo pardoÓscar Zeta Acosta

EpílogoMarco Acosta

Prólogo

Carlos Velázquez

¿Qué hace un libro como este en sus manos?

En Miedo y asco en Las Vegas, el Dr. Gonzo, mitad humano mitad bestia mitológica, vomita escandalosamente. Con tanto estrépito que la sustancia viscosa salta de las páginas hacia tus manos. A lo largo de toda la novela depone todo lo que engulle: cantidades industriales de salmón, gambas, toronjas, cerveza, tequila, lsd, mescalina, coca, marihuana. Es una cabra, un pez que limpia el fondo del mar, una cucaracha. Su paladar no es exquisito ni mundano. Se alimenta de manjares pero también de carroña. Semejante criatura solo pudo ser creación de la mente enferma, retorcida y supurante de lsd de Hunter S. Thompson, pensará todo lector que se acerque a la obra. Un bufalotauro que se liberó de sus cadenas y encontró la salida del laberinto. Que además es un abogado picapleitos de los bajos fondos californianos. La perfecta arma de carne que Hunter puede esgrimir en contra de sus enemigos. Pero esperen un momento. No es ninguna invención.

Hunter S. Thompson se basó en el legendario Óscar Zeta Acosta para confeccionar su también desternillante Dr. Gonzo. Óscar tuvo dos existencias. Mejor dicho tres. Fue escrito por la naturaleza, por Hunter, y por él mismo. Óscar puso el toque escatológico al viaje salvaje al corazón del Sueño Americano. También el toque del psicópata, el del demente y, por qué no, el del cuerdo, en fin, todos los toques. El amor que profesaba Hunter por Óscar era inconmensurable. En su novela lo bautizó como Gonzo. El mismo nombre del estilo periodístico con el que Hunter sacudió la literatura y la política de los de por sí revoltosos años sesenta. Ese ser burdo, caótico, estrafalario, incontrolable («Uno de los prototipos de Dios. Un mutante de alto poder de algún tipo, ni siquiera considerado para ser producido en masa») era para Hunter el producto mejor acabado de su época. Tanto así que lo situó a la altura de su arte. Era uno de sus héroes. ¿Quién dice que los héroes no pueden ser gordos? Si piensa lo contrario, ¿qué hace un libro como este en sus manos?

La impresión que Óscar causó en Hunter fue tan inabarcable como para no ser llevada a los terrenos de la ficción. Hunter lo describió con exageración pero con justicia. Si el Dr. Gonzo era una maldita máquina de vómito es porque el modelo original también lo era. Óscar sufría de úlceras desde los veintiún años. Pero jamás renunció a sus hábitos. «¿Qué valor tiene una vida sin alcohol y sin comida mexicana?», se pregunta al principio de Autobiografía de un Búfalo Pardo, el libro que tiene usted entre las manos. Con un hombre que lucha en el baño por liberarse de la sangre que flota en su estómago como espuma de cerveza. Con esta escena inicia una de las odiseas más extremas, disparatadas, delirantes y paranoicas que haya conocido literatura alguna.

Óscar dialoga con el fantasma de Humphrey Bogart. ¿Les suena conocido? En True Romance, escrita por Tarantino, el protagonista es asesorado por Elvis. Óscar es el pionero paranoide del cine clase b. También discute con la incómoda presencia de su psiquiatra judío, Serbin. A quien achaca el inventar mejores excusas que él. Suena a los Soprano. ¿Un tipo duro que acude al psiquiatra? ¿Un niño de la calle que se recuesta en el diván a contar su infancia sumido en la pobreza de la frontera? Semejante hoja de vida no está hecha para un consultorio (a menos que sea disecada para estudio) ni para los melindrosos meandros de la Sociedad de Ayuda Legal donde Óscar se desempeña abogado. Desesperado, decide huir. Renuncia y emprende un viaje en busca del remedio definitivo que cure las pústulas hirientes que destrozan su interior.

Pero si cree que le ha dado la espalda a todo, se ha equivocado. ¿Qué tienen en común Los Beatles, Bob Dylan, Ginsberg, Kerouac, Joan Baez, el TV Guía? Un hombre: Búfalo Pardo. Que despotrica de los beats porque nunca se tomaron en serio la bebida (aunque Kerouac muriera de cirrosis); odia el Sgt. Pepper… por considerarlo sandeces; profesa una admiración incondicional por Dylan y lo pone horny la Baez. «Soy la única guía televisiva viviente del mundo», proclama, tras sepultarse a sí mismo en la cama a causa de una depre que lo vuelve un experto en programación. Todo pasa por su cosmovisión. «Los diseños de leche cuajada y huevos revueltos bañados con ketchup son dignos de verse, la obra de un genio», así califica su martirio. Este es nuestro hombre. Y su saga un striptease de la mente. «Un hombre debe exponerse por completo, airear todas sus vergüenzas, si pretende acceder a la verdadera gloria», tal es su filosofía. Y acorde a ella no se calla nada.

Óscar fue el outsider más cercano a la ley. Se unió a la Fuerza Aérea y estudió Derecho. Cuando se cansó de trabajar para el gobierno no se alejó de las reglas. Siempre las tuvo a la mano. Para manipularlas a su conveniencia o violarlas. Evangelizador baptista en su juventud, renunció a la fe porque «la religión no casa bien con las drogas duras», sentenció. Esta obra, que como el Periodismo Gonzo y el Nuevo Periodismo, antecede a la no-ficción, conduce a Óscar a través de una senda milenaria. En la que la fuga le permite incluso detenerse un instante en la tumba de Hemingway. Y nunca está de más, levantarse dos o tres causas. Y en su camino también existe el tiempo para la amistad. Y es precisamente la generosidad de los extraños la que rociará con drogas la naturaleza de por sí desquiciante del Búfalo Pardo.

«Hasta el día de hoy nada hay que me la ponga más dura que una lisiada», se sincera. Lo había advertido el viejo Hunter: «just another freak, in the freak kingdom». Pero este freak se construyó a sí mismo. Se dotó de un nombre. De una identidad. El Búfalo Pardo. Como si viviera en una canción de Los Tigres del Norte. Ni mexicano ni gringo. Ni contracultural del todo. No tenía escrúpulos para llevar alcohol a una pacífica marcha hippie donde estaban prohibidas las bebidas embriagantes. El arte de reventar. Eso era el Búfalo Pardo. En sus aventuras desde El Paso, pasando por Panamá, hasta su postulación para sheriff en el condado de California, tema de su segundo novelón, La revuelta del pueblo cucaracha. «La venganza de los mojados», tan anhelada por todos los espaldas mojadas, pachucos, chicanos, cholos e inmigrantes, que Los Lobos la hicieron canción. Por cierto hommies del mismo barrio de Zeta, East l.a.

De destino en destino la promesa de una cura, sea a través de una persona o de una juerga, arrastra a Óscar por Colorado. Donde las armas y las drogas se conjuntaron con el complot. Esa pulsión paranoide a la que era tan afecto Hunter. En Miedo y asco en Las Vegas Raoul Duke, el alter ego de Thompson, aúlla todo el tiempo por temor a pagar todas las cuentas que dejan su compinche y él a su paso. Búfalo arrasa con todas las drogas que encuentra, además siempre pide unos cientos de dólares a préstamo. La generosidad de sus anfitriones no tiene límites. La conjura no deja de pender sobre sus cabezas. Y la conspiración en ocasiones no era producto del cerebro frito por el consumo degenerado de lsd, no, era real.

Óscar, el Búfalo, Zeta, el personaje de ficción, el abogado de la chicaniza, desapareció de la tierra sin dejar rastro. Sin ofrecer ninguna explicación. Su hijo recibió una llamada del soldado Búfalo desde Mazatlán. Fue la última ocasión que su voz se escuchó sobre la tierra. Entonces fue a encontrase con el mito. A sumarse a la tundra espiritual en la que residen Chalino Sánchez, El Señor de los Cielos, Pedro Infante y Robert Johnson. Ah, el olfato del Búfalo Pardo. Esfumarse en el Triángulo Dorado. Su brújula de los problemas interna le indicaba que en aquel terreno se cocinarían cosas importantes. Sinaloa, el territorio donde se inventaría el narcotráfico, donde nacería el Chapo Guzmán, el mayor capo del negocio de la droga a nivel mundial, y donde también surgirían Élmer Mendoza y Julio César Chávez. Eso fue lo que detectó Hunter en él. Ese olfato. Ambos sabían que el big deal se estaban fraguando. Y su nariz se encargó de lo demás.

Pero antes de fundirse con el mito, Óscar realizó un éxodo hacia los orígenes. Un viaje hacia el lenguaje. Salió de California y llegó a Texas. A El Paso, su lugar de nacimiento. Cruzó la frontera. Y se detuvo en Ciudad Juárez. Donde se encontró con su idioma primigenio. Donde atisbó a mujeres de rostros morenos, cabello negro y largo y ojos que no se achantaban ni ante el mismo diablo. «Y todas expresándose en la lengua de mi infancia; esa lengua que dejé de hablar a los siete años, cuando el capitán insistió en que no aprenderíamos inglés hasta que no dejásemos de hablar español; una lengua de vocales suaves y consonantes elásticas, siempre con esas “erres” de tracción rápida para amenazar o engatusar; una lengua para noches de luna bajo tormentas tropicales, para noches estrelladas en desiertos pardos y para hacer declaraciones de guerra en cimas de montañas nevadas; una lengua perfecta hasta en el último detalle para gente que se toma en serio la vida y a la que solo le preocupa la muerte en lo que tiene de alusión al último día de estancia en la tierra».

De su paso por Ciudad Juárez salió renovado. Sí, estuvo borracho perdido por las calles, se acostó con prostitutas generosas y lo metieron a la cárcel. De la que no pudo salir porque no tenía ningún documento que lo acreditara como abogado. El fenómeno del exilio fronterizo a la inversa. En lugar del mexicano en Estados Unidos de ilegal, el moreno sin id al que nadie le cree que sea gringo por mucho que chapucee el inglés. Pero sufrió un satori. Salió transformado en Zeta. El abogado que defendería la causa chicana. Y abandonaría la causa chicana, El Poder Pardo. Más peligroso que los mismísimos Panteras Negras. Para combatir «La batalla de Los Ángeles», como dirían décadas después Rage Against the Machine. Periplo en el que se inspiraría para crear La revuelta del pueblo cucaracha. Porque además de todas sus habilidades, el Búfalo Pardo era escritor. Y qué pedazo de escritor. Afirmó al final de su segunda novela: «voy a escribir mis memorias antes de que me vuelva totalmente loco. O totalmente clandestino». Gracias al lsd que lo hizo antes de evaporarse. En cuanto a lo de volverse clandestino, fue un material que les heredó a los avezados que aseguran que lo vieron con vida en Calcuta o donde les plazca con un arma y un paquete de heroína como despensa para un fin de semana. Esta es la historia de un hombre que en el intento por escapar de sus úlceras fue al encuentro de sí mismo.

Este libro se lo dedico a Neil Herring,a Simon Rosenthal y a mis hermanasAnnie, Martha y Stella.

AGRADECIMIENTOS

El título se lo robé a Mangas, el Jefe del Partido de los Búfalos Pardos.

Mis mentores han sido Doc Jennings, Mark Harris y Douglas Empringham.

Recibí ayuda y consuelo de Barbara Burgower, además de algunas ideas.

Mi fotógrafa oficial es Annie Leibovitz.

Mi hijo, Marco, y su madre, Betty, bebedora empedernida de Pepsi Cola, vivieron parte de esta locura.

Los editores originales que abordaron por primera vez los temas centrales de esta obra de arte son los batos locos de East l.a. que sacaron la revista Con Safos.

Mi esposa, Socorro, esperó mientras yo le contaba al mundo las peripecias de mis amigos y sus múltiples problemas.

Y, por supuesto, nada de toda esta locura se habría publicado de no haber sido por el trabajo y el buen criterio de mi editor, Alan Rinzler.

Óscar Zeta Acosta

Abogado chicano

Ziquitaro, Michoacán

México

Mayo, 1972

Introducción

Hunter S. Thompson

Óscar era un chico salvaje. Irrumpía a zancadas allá donde fuera y mucha gente le temía. Su fecha de nacimiento no consta en ninguna parte y su muerte apenas tuvo repercusión. Pero el hueco que dejó fue enorme y nadie ha intentado rellenarlo. Fue todo un personaje. Era Enorme. Y cuando llegaba bramando a tu casa al caer la noche sabías que te esperaba una buena, quisieras o no.

Nunca me ha gustado escribir sobre él porque me hace pensar demasiado y nunca acierto a encontrar las palabras apropiadas para explicar la terrible alegría que siempre llevaba consigo allá donde fuese. Tenías que estar ahí, supongo, y entender que nunca se encontraba a gusto a no ser que estuviese en compañía de gente aún más loca que él.

Cuando murió escribí un epitafio y no me apetece rehacerlo, así que esto es lo que sentí entonces. Res Ipsa Loquitor1.

***

Lo cierto es que Óscar Zeta Acosta (por mucho que pese a quienes opinan lo contrario) fue un rufián peligroso que vivió cada día de su vida proclamando que un hombre que codicia la Verdad no puede esperar piedad ni concederla…

Cuando llegue la hora de que el Gran Arquitecto se manifieste a propósito de Óscar, una de las primeras y escasas líneas de su Gran Libro Mayor destacará que, por lo general, careció del coraje que manifestó en sus monstruosas convicciones. Había más compasión, locura, dignidad y generosidad en el agotado cuerpo moreno y con sobrepeso de aquella siempre excesiva bala de cañón humana, de lo que la mayoría de nosotros llegaremos a ver en cualquier persona incluso tres veces más corpulenta que Óscar en el curso de nuestras vidas; características que están enflaqueciendo notablemente desde que aquel gordo hispano corrompido desapareció del mapa.

En la época en que lo conocí, en el verano de 1967, hacía ya tiempo que había dejado atrás lo que él llamaba su «idilio de amor juvenil con La Ley». Lo mismo había ocurrido con su temprano celo misionero y, tras el primer año de trabajo para la asistencia social en el «centro legal para la pobreza» de East Oakland, estaba listo para librarse del academicismo de Holmes y Brandeis y asimilar un estilo más Huey Newton y Pantera Negra a la hora de tratar con las leyes y los tribunales de Estados Unidos.

Cuando entraba retumbante en aquel bar llamado Daisy Duck de Aspen y anunciaba que él era la mosca cojonera que todos estábamos aguardando, se hallaba ya inmerso en la política de la confrontación; y en todos los frentes: en los bares, en los tribunales e incluso en las calles si era necesario.

Óscar no se metía en peleas callejeras, pero era como el infierno sobre ruedas cuando estallaba una pelea en un bar. Cualquier combinación de un mexicano de ciento catorce kilos con lsd-25 constituye una amenaza potencialmente mortífera para todo lo que se ponga a su alcance; pero si resulta que además el susodicho mexicano es un abogado chicano profundamente cabreado que no manifiesta el menor temor ante nada que camine con menos de tres piernas, y con la convicción suicida de facto de que va a morir a los treinta y tres años (como Jesucristo), sabes que tienes entre manos un cóctel explosivo. Sobre todo si el muy bastardo ya hace seis meses que cumplió los treinta y tres, va hasta el culo de ácido Sandoz, luce una Magnum 357 cargada en el cinturón y cuenta en todo momento con un guardaespaldas chicano que maneja un hacha, aparte del hábito desconcertante del vómito-proyectil, verdaderos géiseres de pura sangre roja arrojados contra vuestra puerta cada treinta o cuarenta minutos, o cada vez que su úlcera maligna rechaza la ingesta de más tequila a palo seco.

Este era el Búfalo Pardo en plena flor demente de su apogeo, un hombre, en verdad, que no se perdía una. Y fue de hecho en algún momento, ya cumplidos los treinta y tres, cuando vino a Colorado (con su fiel guardaespaldas Frank) para descansar un tiempo tras su agotadora campaña como candidato para sheriff del condado de Los Ángeles, que perdió por más o menos un millón de votos. Pero en la derrota Óscar se las ingenió para crear una base política para sí mismo en el inmenso barrio chicano de East l.a.; donde hasta los más conservadores «mexicano-americanos» de la vieja guardia, de repente, se estaban denominando a sí mismos «chicanos» y degustando por primera vez el sabor del gas lacrimógeno en las manifestaciones de «La Raza», que Óscar no tardó en aprender a utilizar como foro incendiario para darse a conocer como el principal portavoz de un vertiginoso e incipiente movimiento de «Poder Pardo» que el departamento de policía de Los Ángeles llegaría a considerar más peligroso que el de los Panteras Negras.

Las habladurías que circularon a propósito de las últimas apariciones del Búfalo Pardo fueron muchas, a cada cual más estrambótica. Sería visto, al menos una vez, en Calcuta, comprando niñas de nueve años en las jaulas del Mercado Blanco de Esclavos… y también en Houston, al frente de la barra de un restaurante de carretera de South Main que una vez fue el Blue Fox… o quizá, de nuevo, huyendo a Bimini a medianoche: alzándose, con todo lo largo que era, sobre sus cuartos traseros a bordo de una lancha negra de quince metros con una Uzi plateada en una mano y un kilo de heroína en la otra, a ciento cincuenta kilómetros por hora, sin luces y soltando a voz en grito –lo máximo que le permitían sus pulmones sangrantes– galimatías entresacados del Viejo Testamento…

Hasta podía llegar a presentarse de pronto en mi porche en Woody Creek, una noche sin luna, cuando los pavos reales andaban chillando con lujuria… Podía ocurrir y siempre sería un fantasma bienvenido en mi casa, aunque se presentase hasta el culo de ácido y con una cadena hecha de larvas alrededor del cuello.

Sí, ese es él, amigos; mi colega, mi hermano, mi compinche en tantísimos crímenes. Óscar Zeta Acosta. Prepárate. Ya no está entre nosotros, pero incluso su memoria provoca torbellinos que acaban alzando de la carretera coches bastante pesados. Fue un monstruo, un auténtico hijo de su siglo (más veloz que Bo Jackson y más loco que Neal Cassady)… Cuando el Búfalo Pardo desapareció, todos perdimos una de esas melodías que ya jamás volveremos a escuchar. Óscar fue uno de los prototipos de Dios (una especie de mutante de gran potencia que jamás se consideró para la producción en masa). Fue demasiado raro para vivir y demasiado extraordinario para morir…

Hunter S. Thompson

Marzo 1989

_______________

1Frase latina que significa «los hechos hablan por sí solos». (N. del E.)

Autobiografía de un búfalo pardo

Óscar Zeta Acosta

1

Estoy desnudo frente al espejo. No ha habido ni una sola mañana en toda mi vida en que no me haya enfrentado desde todos los ángulos posibles a esta panza morena. Que yo recuerde, no ha cambiado. Siempre fui un niño gordo. Meto tripa y saco pecho, y ahí están: dos buenas tetazas pardas. Tal vez haya perdido algún gramillo por algún lado. Me llevo las manos a las caderas sacando los codos curtidos hacia fuera a modo de alas y me pongo de perfil para examinar mi reflejo de cuerpo entero. Me tenso, tomo aire y recuerdo que Charles Atlas no era más que un piltrafilla de cuarenta y cinco kilos de nada cuando el abusón de playa le arrojó arena en la cara a su preciosa novia. Lo mismo mi anciana madre tenía razón. Debí renunciar a aquellas chocolatinas Snicker, a todos aquellos sándwiches de salchicha de hígado rebosantes de mayonesa y a los malditos helados inundados en caramelo y nueces. Pero mirad, si meto tripa un poquito más, si empujo el ombligo hacia dentro; ¿podéis imaginaros lo que sin duda pasaría si os libraseis de toda esa carne de más? Solo pensad en la cantidad de tías que podríais llegar a tener si rebajaseis vuestro peso hasta unos confortables noventa kilos.

Contengo la respiración más de la cuenta. La sangre se me sube a la cabeza y se me enrojecen las orejas; es lo único perfecto que tiene mi cuerpo, las orejas. Sucesión de gruñidos y convulsiones en la boca de mi estómago vacío. Entro al cuarto de baño y me cuesta llegar al retrete. Afianzo con cuidado mis enormes manos de campesino en el borde blanco del retrete y poso en el suelo mis sufridas rodillas. Fijo la mirada en el receptáculo de todo lo inmundo y aguardo a que brote la bilis verdosa con el rostro tostado por el sol reposando en el lugar donde pronto aposentaré mi enorme culo moreno.

Me fuerzo a vomitar, impulsando hacia arriba el diafragma con un control tan completo del vientre como el que pueda tener cualquier experto clarinetista… pero lo único que logro expulsar son unas sonoras convulsiones gorgoteantes por los bajos fondos.

–¡Vomita, hijo de puta! –ordeno–. ¿Acaso no eres el campeón mundial de los potadores?

Pienso en basura, en retretes sucios, en whisky y en salsas espesas, pero nada sucede… un eructo insignificante y un pedo silencioso es lo único que obtengo a cambio de mis esfuerzos en este primero de julio de 1967.

–¡Por Dios, ya ni siquiera mi cuerpo me obedece!

Me siento en la taza y me miro en el espejo que hay sobre el lavabo. Un rostro terriblemente enfurecido me observa y me río ante el espectáculo del Búfalo Pardo sentado en su trono. Pero, ¿quién lo sabe a ciencia cierta? ¿Quién puede asegurar lo que provoca las úlceras? A la edad de veintiún años, seis (6) médicos distintos me mostraron fotografías de lo que, según ellos, eran agujeros en mi estómago. Quizá se trate en verdad de una cosa física. Eso sí, me dijeron que dejase la bebida, el picante y las salsas especiadas.

Fijo la mirada en el espejo buscando una respuesta. ¿Ven a ese hombre de insignificantes ojos huidizos que aprieta los labios? Ese afable hijo de puta es el mismísimo Rey de los Molones. Sí, el viejo Bogey… Y ahora, con el labio superior plegado hacia dentro mostrando una hilera de dientes blancos, ¿a que no sabéis quién es? ¿Veis cómo mueve la cabeza, sacudiéndola de un lado a otro como en un estremecimiento de ira incontrolable? ¡Exacto! ¡James Cagney, esquiroles de mierda! Y si aflojas un poco, inflas ligeramente esas gruesas mejillas que te gastas y hablas desde lo más profundo de tu garganta con el cigarrillo mordisqueado apuntándote a la cara… me llamo Edward G. Robinson y no quiero que me toquéis los cojones, ¿entendido?

–¿Estreñimiento? ¿Cómo coño voy a estar estreñido teniendo tanto que ofrecer? –les pregunto a los tres tratando de no perder la calma.

Analizo mi estado de salud. Es cierto que rechacé el consejo de los seis médicos. ¡Por amor de Dios, solo tenía veintiún años! ¿Qué valor tiene una vida sin alcohol y sin comida mexicana? ¿Podéis imaginarme bebiendo medio litro de leche a diario durante lo que me resta de vida? Ellos dijeron: «Nada caliente ni frío, nada picante y absolutamente nada de alcohol». Mierda, no podría ser un sosaina semejante ni aunque mi vida dependiera de ello.

Me esfuerzo, lucho y le doy mil vueltas al asunto. «¿Pero a cuento de qué?». Exijo una explicación. «¿Pudo haber sido la tarta de piña de quince centavos? ¿Envenenamiento por lata de Sopa Campbell? ¿El Doctor Pepper con cacahuetes flotando en la superficie?».

En el espejo ninguno de mis tres héroes tiene respuesta para mí. Dudo que se tomen en serio mis graznidos. Saben que puedo arreglármelas.

–Puede que haya sido el pastel de frijoles con salsa de judías negras que me comí anoche donde Wing Lee.

Y desde no sé dónde irrumpe la voz debilucha del doctor Serbin, mi comecocos judío.

–¿No me irá a decir que se cree todas esas pamplinas de que los chinos aprovechan las sobras?

–¡Yo no he dicho eso! –le grito. Últimamente al doctor Serbin le ha dado por seguirme a todas partes. Pero, desde luego, jamás culparía al flacucho anciano chino de larga barba puntiaguda de mis achaques. Dios, asistí a la facultad de derecho solo porque Wing Lee me servía rollitos calientes de cerdo y pollo junto a un cuenco de té todas las mañanas por veinticinco centavos en la esquina de las calles Hyde y Jackson, donde he vivido los últimos cinco años. Así que solo puedo decir cosas buenas a propósito de ese anciano e inescrutable caballero cuya voz solo oí aquella vez que dijo: «Hoy no lollo celdo. Hoy pollo».

–¿Pasó algo inusual ayer? –me pregunta el buen psiquiatra mientras me limpio el culo con papel perfumado.

–Oh, no empiece con eso. ¡Estoy estreñido! ¿No lo ve? ¡Es una puta cosa física!

–Pero seguro que existe un motivo –me apuñala con su sobriedad fingida–. Debe estar ocultando algo.

–¡Menuda gilipollez!

–¿Qué es lo que le parece una gilipollez?

–¡Todo es una gilipollez! Usted y sus acusaciones. Todas ellas… no son más que cuentos chinos judíos.

Me río y sacudo la cabeza delante de sus narices. Pero no reacciona. Ese famélico judío con su abrigo de tweed y respuestas para todo no tiene el menor sentido del humor. Puto bastardo intelectual larguirucho, ni siquiera se sabe reír cuando se le suelta un chiste cojonudo.

Entonces, sin previo aviso, las ondulaciones de mis generosas tripas grasientas evacuan una oscura deposición líquida. Sonrío con serenidad.

–¿Ve? No es para tanto –me burlo del comecocos–. No es más que la dieta excesiva de un chaval con úlceras, tal y como le he estado diciendo todo el rato.

Encaja un Kool extralargo en su boquilla de marfil, prende su mechero de oro con un chasquido, se recuesta, cruza las piernas y me echa encima el humo blanco.

–Así que ha venido a mi consulta para tratarse las úlceras. ¿Es eso lo que me está diciendo?

Me niego a continuar la conversación con este bastardo de pelo negro salido de la Ivy League1. Este comecocos judío que me ha caído en suerte está siendo injusto. Se aprovecha de mi estado. No se atrevería a hablarme así en la calle. Si estuviéramos en mi territorio podrías apostar tu culo a que no me acosaría como lo hace en este consultorio tan de puta madre que se ha montado mientras me tiene tendido en su diván. No puedo apelar. No hay tribunal de última instancia cuando yaces estampado en un diván de cuero negro contándole todas esas sucias historias que sabes condenadamente bien que luego le repetirá a las enfermeras pintarrajeadas de Pacific Heights en medio de cócteles y canapés de mierda con salchichón de North Beach.

No señor, el comecocos es el árbitro definitivo. Es quien ríe el último mientras le sigues pagando sus honorarios, un asuntillo que llevo seis meses pasando por alto. Así es, me he negado a pagarle y a hablarle durante una temporada. Descubrí que mi única salvación radica en el silencio. Permanecer en un perfecto mutismo, con el dedo índice sobre los labios. Sin decir ni mu. Que sea él quien pise en falso. Tú callado como un cabrón. Y no importa cuántas veces te amenace con echarte, ni cuán arrogantes se vuelvan sus pequeñas anotaciones analíticas, por mucho que las subraye una y otra vez con tinta roja, no importa el modo en que suspire al final de cada hora de silencio, porque sabes que la única esperanza consiste en ignorarle.

Pero incluso eso ha dejado de funcionar. Desde que le dio por seguirme, me resulta cada vez más difícil ignorarle. Es como tener un mono en la chepa. Cuando me niego a hablar se pone a indagar en mi mente caleidoscópica con su juego de química. Revolotea sobre mí, me saca a rastras de mi asiento y me arrincona con sus putas pastillas eléctricas. Interrumpe conversaciones como un paleto. Cuando entrevisto clientes, cuando presento demandas a jueces del Tribunal Supremo, cuando me siento a soplarme unos cuantos escoceses con mis amigos en el Trader JJ’s, incluso entonces ese marica delgaducho sin carácter se entromete y lo echa todo a perder.

¿Puedes entender lo que se siente al despertarse en mitad de la noche con el estruendo de los tranvías de la calle Hyde y las sirenas de niebla del Aquatic Park? Ahí estás, mirando el techo con ojos fogosos, la bestia en tu mano ansiosa, sudando en la oscuridad en medio de una fantasía turbadora, una mujer de ensueño a la que se la quieres clavar hasta el fondo antes de que se desvanezca y, de repente, le oyes respirar quedamente a tu lado, observándote desde su silla y diciéndote alguna lindeza tipo: «¿Quién crees que es ella?», dando a entender, por supuesto, que él sabe perfectamente quién es, pero quiere darte antes la oportunidad de descubrirlo. Odio a la gente que se las da de entendida. Todo el mundo debería tener acceso libre a la sabiduría sin los obstáculos que anteponen los sabiondos. Así que incorporo uno o dos detalles, añado dramatismo al sueño, incluyo un poco más de acción por aquí y por allí. Luego sonrío cuando él interpreta toda esa mierda.

Disfruto particularmente cuando me suelta: «En realidad, a la que estrangulaste en la bañera no era Alice. Era su novio, Ted».

¡Dios mío! Y pensar que al final se lleva veinticinco pavos por cada hora (más bien por cuarenta y cinco minutos) de sandeces. Así que lo que suelo hacer cuando lo pillo en mi habitación interrumpiendo mis fantasías es simplemente coger otra de esas gasas empapadas en cloroformo, me acuesto y espero a que avancen las manecillas del reloj.

Pero ahora que mis tripas se han aliviado, me levanto de mi sitio2 y entro en mi lugar favorito: la ducha. Tengo la costumbre de asearme cada mañana. En mi casa siempre hay jabón. Esté donde esté e independientemente del tiempo que haga ahí fuera, siempre encuentro un momento para ducharme. Dejo correr el agua caliente, fría nunca, y observo cómo el vapor produce gotitas sobre mis largos brazos morenos. Como soy un hombre lampiño y de piel suave el vapor me quema más de lo normal. Pero rechino los dientes y separo los labios como el viejo Bogart, el único hombre que jamás me ha fallado. Aprieto los puños y endurezco el cuerpo en el momento en que el vapor comienza a quemarme el pecho.

–Mierda, puedo aguantar lo que sea –digo en espera de la aprobación de mi héroe–. ¡Nunca me harán hablar!

Él se inclina el ala de su sombrero de gángster y dice:

–Claro, chaval. Sé fuerte.

Y cuando los taimados japos con sus uniformes caqui y sus gorritas se percatan de que prefiero morir antes que hablar, cierran de golpe el vapor hirviente y abren el grifo de agua helada.

–¡Dios! ¿Van en serio? –No muestro el menor cambio emocional. No me inmuto. No me sacarán nada. Miro al frente. Todo mi cuerpo, mi rostro y mis pensamientos permanecen estáticos. Hasta Tojo me habría admirado. Cualquier tortura que pueda concebir el hombre, a mí me resbala. Estoy resignado. Soy un estoico… el existencialismo en persona.

Bogey me da unas palmaditas en la espalda.

–Muy bien, chaval. Hiciste un buen trabajo. Ahora acaba el trabajo.

Rápidamente, equilibro el agua caliente con la fría y me apresuro a darme placer antes de que ella desaparezca. Con agua templada y la espuma del bote verde de Palmolive, la pequeña bestia se agranda, se engrosa y se expande ante mis propios ojos. Y, milagro de milagros, continúa creciendo mientras me agacho para mirar por el ojo de la cerradura.

¡Mirad eso! Se está quitando el vestido. Le está costando bajarse la cremallera de la espalda. En esta casa no hay nadie más que yo. Sé que no tardará en llamar a alguien para que le ayude… Me limito a esperar, se me van a salir los ojos. Ni siquiera tengo que tocármela. ¿Observáis cómo cambio el efecto rocío por un único y contundente chorro que se estrella contra mi prominencia parda? ¿No se trata de un acto de extremada candidez? ¿Qué culpa tengo yo? ¿Acaso le pedí yo que dejara ese pequeño agujero libre? ¿Conjuré intencionadamente esa imagen? ¿Qué tengo que ver yo con su apuro? Si ella tuviese brazos más largos, si hubiesen fabricado esos uniformes blancos con la cremallera por delante, si se le hubiese ocurrido colgar una toalla en el picaporte, nada de esto habría sucedido. Pero, en lugar de eso, ella se inclina para quitarse esas medias de seda falsa que utilizan ahora desde que Tojo suspendió la exportación de seda japonesa.

El niño irrumpe en el cuarto de baño.

–¿Me has llamado?

–Llamé a tu padre, ¡malcriado! –replica ella furiosa.

–Pero papá está en Okinawa –aboga el niño con una lógica incontestable.

–Tienes razón. Lo había olvidado.

–La carta decía que no sabía cuándo iba a terminar la guerra. Y en el periódico pone que Tojo sigue vivo.

La mujer suspira, inclina la cabeza. Quizá le caiga una lágrima.

–Muy bien. Puedes ayudarme con la cremallera.

Le da la espalda y el niño destraba el enganche y baja lentamente la cremallera hasta su cintura.

Y sin perder ni un segundo, antes de que el agua se enfríe, recurro a Alice, la mujer de mi amigo, la de pelo rubio y corto y labios plateados. ¿Le importaría ser infiel solo por una vez?

–Pero Óscar, ¿qué diría Ted?

Ella posee una voz aguda y nasal carente de convicción. Sé que se muere de ganas por meterse en la ducha conmigo. Se lo noto por el modo en que siempre me pregunta si tengo hambre cuando les visito antes de ir a ver al comecocos. Cien veces (mientras el marinero seboso de Brooklyn con acento irlandés se toca), un millón de veces he visto las piernas largas y hermosas de esta nena sueca de Minnesota contoneándose por la cocina, meneando ese imponente trasero frente a mí para sacarme de la depresión. Eso es lo que ella dice. Pero yo sé que, secretamente, en lo más hondo, lo que de verdad quiere es que la agarre de su elegante cuello, le retuerza esos largos y suaves brazos y la fuerce a meterse en la ducha para que pueda mordisquearle sus exquisitos y delicados pechos de carne blanca y cálida que ahora chupeteo mientras el gigante moreno entra en erupción.

El puto comecocos se mete en la ducha y me dice:

–¿Alguna vez se ha parado a pensar que podría tratarse de una simple forma de narcisismo?

Está tan dispuesto a no soltarme que lo más probable es que me pase la factura de la tintorería.

–Dios, se inventa excusas mejores que yo.

Lo aparto de mi camino y comienzo a prepararme para mis clientes. Termino de asearme. Me aplico unos toques de Old Spice, me rocío la entrepierna con un poco de Right Guard por si me topo con alguna hembra y, como cada mañana, me tomo mis pastillas para afrontar la jornada laboral. Acto seguido, me lanzo al tráfico al volante de mi fiel Plymouth verde, el coche que me regaló mi padre, el mes que viene hará un año, cuando me licencié en Derecho.

2

Me alejo de mi apartamento del distrito de Polk y penetro en el túnel que atraviesa Russian Hill hacia Broadway, donde las aceras están cubiertas de hormigas enfundadas en trajes de Brooks Brothers, hombres de negocios con ordenadores en sencillos maletines negros, paraguas sofisticados y viejos mocasines impecables para recorrer Montgomery a pie, la calle más opulenta de la Costa Oeste. Desvío la mirada un par de veces hacia los anuncios gigantescos de chicas mullidas con tetazas de silicona, Carol Doda y El Cordero Persa3, la que prefirió encadenarse al Golden Gate antes que dejar a su marido; imágenes que me asaltan desde las fachadas de las trampas para turistas, antros de topless con gordos voceros filipinos a sus puertas dedicados en cuerpo y alma a meter a rastras a los clientes para que echen un polvo o, al menos, para que se les ponga dura.

La chicas llevan pantalones de cuero, botas negras y cabello largo. ¡Dios!, ¿qué pasó con la cultura de los años cincuenta? ¿Acaso estas mujercitas tontas de Toledo no saben que estamos en San Francisco? Antes llevaban guantes y encantadores sombreritos comprados en Saks. Siempre podías contar con que fuesen conjuntadas con bonitas gorras de terciopelo negro hechas a medida con sencillas sartas de perlas que habrían adquirido, como mínimo, en Joseph Magnin. ¡Pero miradlas ahora! Todas quieren dar la impresión de que son condenadamente libres. Se van de compras a Sausalito y a la calle Grant, ahora que los de narcóticos y los italianos engominados que se ganan la vida con trapicheos han echado a los beatniks. Y no es que me haya identificado nunca con esos borrachuzos de cara amoratada, por amor de Dios, lo que pasa es que me resultaba muy fácil ganarles al ajedrez por el mero hecho de poder beber más vino Red Mountain que ellos.

Hablo como historiador, como cronista aquejado de ardor de estómago. No siento el menor aprecio por el pasado. Ginsberg y aquellas cafeterías rebosantes de guitarristas muertos de hambre siempre me la sudaron bastante. Nunca se tomaron en serio lo de beber. Y lo cierto es que se agarraron a lo que les cayó encima. Era su mala suerte lo que les llevaba a salir corriendo para toparse en la carretera con zánganos del calibre de Kerouac, para regresar años después con el pelo más largo y puestos de puta marihuana hasta el culo al grito de Paz, Amor y Mota. Igual de arruinados que siempre.

No señor, yo me he concentrado en cosas como el gran reloj de números romanos que hay en lo alto del edificio Ferry, y en los coches y camiones cargados de grava que cruzan el Bay Bridge y zumban mientras yo avanzo en mi Plymouth de confianza, customizado para que parezca el coche de un agente antinarcóticos. Cables, cemento y congestión, ¡esas son las cosas que importan! Así que no me vengáis con la mariconada esa del «Bagdad de la Bahía».

Justo ahora el estómago me hace pensar en los clientes sentados en la sórdida sala de espera de la Sociedad de Ayuda Legal situada en la esquina de la calle Catorce con Fruitvale, en los barrios bajos de East Oakland. Ya son las nueve menos cuarto. Ya estarán esperándome para devorarme, como todos los días de los últimos doce meses.

Le piso fuerte pero soy extremadamente precavido. En los veinte años que llevo frente al volante (tengo treinta y tres, la misma edad de Cristo al morir) nunca he tenido un accidente. De acuerdo, es verdad que he volcado tres coches en tres ocasiones distintas, pero fueron casos de fuerza mayor, como solemos decir los abogados. Y además, estaba borracho. Seguro que nadie podría responsabilizarme por lo que una sustancia ajena es capaz de provocar en mi cuerpo. Os digo que tengo úlceras. ¿Podéis entenderlo? Sea como fuere, no seré yo quien se culpe a sí mismo.

Pongo la radio a todo trapo… «It’s Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band». Los chavales han conseguido por fin un exitazo. Pero no puedo distinguir la letra entre tanto ruido de bocinas, frenazos, derrapes, nervios a flor de piel y una tripa rebosante de gases. Me pregunto si será un problema lingüístico. ¿O será más bien auditivo? Pero, en caso de que se oyese bien ¿qué cojones habría que entender?

–Es pura mierda –me consuelo–. Se ponen a soltar todas esas sandeces intencionadamente para dárselas de poetas y que nadie pueda reprocharles nada.

Mi comecocos va y me suelta:

–¿Y le pasa lo mismo cuando escucha una canción nueva en español?

–Joder, no he escuchado una canción en español desde que era niño.

–Oh, ¿no le gusta la música mexicana? –el tío no duda en clavármela.

Pero ahora mismo no tengo tiempo para esa basura racial. En los diez años que llevo de terapia, lo único que este cabrón ha querido es chismorrear sobre mi madre y mis antepasados.

–Sexo y raza. El mismo complejo.

No parece querer entender que mis úlceras no se presentaron hasta que rondé los dieciocho años. Está obsesionado con la historia antigua. En realidad, lo que le pone es Moisés y Freud.

Le pago al guardia lánguido y corpulento los veinticinco centavos del peaje. Ensayo en voz alta las preguntas que le formularé a mi cliente, la señora Willey, cuando esta tarde le consiga la anulación. Lo he estado posponiendo todo lo posible, pero ya ha llegado el momento. Se presentó en mi oficina hace seis meses, una anciana de largos cabellos pelirrojos y unas uñas rosas afiladas con esmero. La señora Willey me dijo que quería anular su matrimonio. No quería esperar el año que le quedaba para obtener el divorcio.

–¿Y a qué viene tanta prisa? ¿Quiere volverse a casar de inmediato?

–No señor. Lo que pasa es que…, bueno, aquí Sheila quiere que…

Miré los largos dedos de Sheila. Ella me sonrió.

–¿Qué tiene ella que ver con su matrimonio? –le pregunté.

Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Estaban claramente avergonzadas.

Sheila se expresó con una buena voz de tenor.

–Verá, señor Acosta, quiero operarme. Ya he hablado con un médico.

Agité la mano.

–Un momento. Esperen… ¿Y qué tiene que ver eso con la señora Willey? ¿No es ella la que quiere el divorcio?

–Bueno, lo queremos las dos… Yo soy su marido –me soltó Sheila.

Resultó que Sheila era transexual. Me explicó con gran detalle la diferencia entre un travesti y un transexual. Incluso me dejó material de lectura sobre el tema. Y ya lo tenía todo arreglado para deshacerse de su pene. Hablé con su médico y me lo confirmó. Así es que hoy, primero de julio de 1967, voy a conseguir la anulación de su matrimonio alegando fraude: «Eso es, su señoría, a la señora Harriet Willey se le hizo creer que se estaba casando con un hombre. Pero resulta que ahora ese hombre no es realmente un hombre… No señor, tampoco una mujer. Además, su señoría, el motivo por el que no podemos solicitar el divorcio… así es, señor. La señora Willey es católica. Si se anula el matrimonio, podrá volver a casarse».

Por suerte, yo sabía que este mes el juez Kassabian iba a presidir el estrado del Departamento de Relaciones Domésticas del Tribunal Supremo del condado de Alameda. Tenía una mano jodida, polio; y había leído que su hijo era un insumiso de Berkeley. Seguro que un hombre así no se molestaría por una mentirijilla. ¿Qué más daba que la señora Willey no fuese católica? Se trataba de un asunto incontestable. Un pleito con un único litigante. Nadie se daría cuenta. Nadie la iba a interrogar.

Estos asuntos irrebatibles vienen siendo mi especialidad desde hace un año. Cuento con más de cien clientes en procedimiento de divorcio por mutuo acuerdo. Son todos iguales. Una serie de diez preguntas seguida de una serie de diez respuestas, todo previa y perfectamente ensayado. El proceso fluye sin la menor complicación. Los jueces se limitan a esperar a que plantee mi última pregunta al testigo.

–Y usted vio al señor Jones golpear a la señora Jones, ¿es cierto? Una vez que la mentira se formula ante el Tribunal, el divorcio está garantizado. Así de fácil. He ganado hasta el último caso. Y ahora la pobre anciana del bastón podrá solicitar asistencia social para sus hijos… que es lo que quería desde el principio. Lleva cinco años sin ver a su marido, pero el asistente social le dijo que no podía solicitar la ayuda a menos que concluyese los trámites del divorcio. Yo ya no lucho contra la lógica del asistente social. Al principio, recién aprobados los exámenes finales, intenté cumplir la ley. Pero eso fue hace doce meses. Ahora me limito a hacer unas cuantas preguntas y mi secretaria se ocupa del resto.

Y aun así me duele la tripa y siento que se me achicharra el corazón a diario cada vez que aparco en la parte posterior del edificio gris y sombrío que alberga las numerosas oficinas del Programa contra la Pobreza del Centro de Servicios de Fruitvale. Estamos en el corazón de la zona asignada al Programa contra la Pobreza de Oakland, donde los supuestos organizadores y los cabronazos de los consejeros jurídicos como yo mismo estamos ayudando a los pobres, a los oprimidos y a los marginados. Contamos con oficinas de empleo incapaces de encontrar puestos de trabajo para los pobres infelices; con programas de formación para la denominada gente negra y morena que sabe condenadamente bien que jamás obtendrá un sueldo superior a los dos pavos por hora que le da durante el curso de formación. Hasta ayudamos a la gente con problemas de inmigración. A mexicanos que llevan aquí más tiempo que el mismísimo lbj4. Pero solo si los casos no son demasiado complicados porque, después de todo, no somos especialistas. Solo somos unos abogados sobrecargados de trabajo, evasivos y cagones, que no tendrían ni la más remota idea de qué cojones hacer ante un caso de verdad ni aunque nuestras licencias dependiesen de ello. No me malinterpreten, tenemos motivos legítimos. No somos malas personas. Tenemos buen fondo. Lo que pasa es que somos unos incompetentes. No tenemos los huevos que se precisan para llevar tales casos. De hecho, no somos abogados, somos simplemente consejeros de ancianas. Escuchamos sus historias por orden del Congreso… aparte de por un salario bastante atractivo.

Al entrar en el edificio ruinoso las veo en la fría sala de espera con suelo de linóleo: cinco mujeres desaliñadas con narices ensangrentadas y ojos a la funerala, obsequio de la borrachera de fin de semana de sus respectivos esposos. Están sentadas, muy tiesas, haciendo como que leen un ejemplar de Life o de Time. En este momento, son solo clientes potenciales. Candidatas. Primero tendrán que demostrarme satisfactoriamente que no pueden permitirse los honorarios de un abogado privado, sea cual sea su problema. Las directrices del gobierno especifican con claridad meridiana los requisitos para la obtención de mi asesoría legal gratuita. Si formas parte de una familia de cuatro miembros y ganas más de cuatrocientos dólares, lbj dice que te tienes que buscar tu propio abogado.

Puedes estar seguro de que el viejo lbj no va a quitarles la pasta a los miembros del Colegio de Abogados. ¿Por qué iban a ir por ahí presentando demandas de gente que no les cae bien si no van a gozar de ciertas condiciones? Y así, cuando nosotros, los abogados de oficio, no queremos ocuparnos de un caso determinado, cuando se trata de un problema con el que no estamos acostumbrados a lidiar, si es algo que tengamos realmente que estudiar y por lo que nos veremos obligados a litigar, bueno, pues no sabe cómo lo lamento señora, pero no soy yo quien pone las reglas, yo solo trabajo aquí… Comprendo que se halle en bancarrota pero, aun así, con lo que saca de la asistencia social y el sueldo de su marido, sus ingresos son demasiado altos para poder acceder a nuestros servicios… ¡Siguiente!

–Pero si tuviera dinero no estaría intentando conseguir un descargo por insolvencia –exclaman.

Y las señoras de las lágrimas y los moratones me suplican que las ayude a deshacerse de sus maridos.

–Ya le pedí a dos abogados que me consiguieran una tro5. pero en ambos casos me exigieron trescientos dólares antes incluso de acudir a los tribunales.

–¿Pero no le dijeron esos abogados que el tribunal ordenará a su marido que corra con los gastos? –les respondo a gritos con el corazón acelerado.

–Sí señor. Pero el señor Morgan dijo que una orden del tribunal no va a pagarme el alquiler… ¿No podría hacerme el favor de conseguirme una pequeña orden de alejamiento para que él deje de molestarnos a mí y a mis hijos?

Dominan la jerga del tribunal de relaciones domésticas tanto como los ex-presidiarios conocen el derecho penal. La primera vez que una vieja gorda me pidió que le consiguiera una tro pensé que se trataba de un eufemismo del gueto para referirse a una compresa. Mi secretaria tuvo que explicarme que significaba orden de alejamiento temporal.

Y es así que cada lunes por la mañana, como hoy, me asaltan a voz en grito con sus cabellos enmarañados, las tetas caídas y sus niños felices y mugrientos patinando por el suelo de linóleo. Ajenas a mis dolores de estómago y al ácido que rezuma en mi pecho.

–¿Cómo, en nombre de Dios, esperan que pueda pensar? –le pregunto siempre a mi secretaria, que ha sido la encargada de pensar por mí a lo largo de estos doce meses.

Cuando el edificio está abarrotado y todos nos hallamos inmersos en la lucha diaria contra la pobreza de la zona que nos ha sido asignada, yo me dirijo a Pauline en busca de sabiduría. Es una dulce dama de cincuenta y siete años con problemas «femeninos» y bajo permanente atención médica, la mujer más amable y comprensiva que he conocido en toda mi vida, con excepción de mi Güelita. Desde el primer día que entré en este edificio dispuesto a enfrentarme al enemigo que nuestro presidente describió con tanta claridad en su primer discurso del Estado de la Unión, desde el principio ella me ha mimado, me ha dado palmaditas en la espalda para que eructe, me ha protegido y me ha evitado el trabajo serio: la investigación pura y dura para la que jamás he encontrado la ocasión.