Averno verano - Bárbara Espinosa - E-Book

Averno verano E-Book

Bárbara Espinosa

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Beschreibung

Madrid se alza implacable en el mes de agosto como una ciudad en ruinas. No se derrumba, sino que fagocita todo aquello que encuentra a su paso para formar un solo cementerio de almas y escombros. Se ponen al descubierto todas las grietas, materiales y humanas, que cartografían sus calles. Una corriente subterránea une en esta novela a los personajes más diversos desde el nuevo al viejo mundo, que huyen del pasado, del presente, de un futuro no buscado, de lugares que los atrapan entre sus fauces y se niegan a liberarlos. Pero ¿qué sucede mientras se urde ese plan de fuga? ¿Qué deudas hay que pagar? ¿Qué pactos se cierran con el mismísimo diablo? ¿Es posible cortar el cordón umbilical que a todos nos alimenta con un veneno que rechazamos? Un padre de familia, una filóloga disfrazada de azafata, una opositora de buena familia, una madre y un hijo que escapan de la pobreza colombiana. Los protagonistas de Averno verano se encuentran en el limbo, en un cruce de caminos cercado por espejismos, creados por un verano madrileño irrespirable, que les impiden el paso.

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A la tribu

 

 

 

 

 

En enero se abren claros, falsos oasis de luz, en el plomizo cielo bogotano. Lo llaman verano.

Un sol perpetuo bendice y castiga por igual una ciudad a más de ocho mil kilómetros. Es entonces, en verano, cuando se volatiliza el aire, cuando arde la tierra. Madrid, escenario de ruinas y fastos.

DAVID LUIS

 

 

 

Me llamo David Luis. Nací el 8 de julio de 2014, a las 00:01. En Bogotá, ciudad maldita y capital de nada. Nací horas después de que Alemania marcara siete goles a Brasil y poco más tarde de que el capitán, el hasta entonces glorioso dorsal número 4 —que involuntariamente había contribuido a que el marcador se colocara en 5-0 en menos de cuarenta y cinco minutos— pidiera perdón a todos los brasileros.

Mi mamá nunca conoció el afán de revancha y parecía ser la única en Colombia que había perdonado la derrota de hacía apenas setenta y dos horas. Sola, en la sala de preparación al parto, como había estado durante todo el embarazo, se sintió acompañada por la tragedia de David Luiz, Júlio César y Thiago.

Supo que iba a ser un varón desde el momento en que notó la ausencia del primer periodo. Durante los meses de espera no pudo decidirse por un nombre. No quería honrar a su propio padre ni a aquel que nunca sería el mío.

En aquella sala de preparación al parto, mi mamá no podía apartar los ojos de la televisión y pensó, bajo la dictadura de los estrógenos, que desearía tener un hijo tan piadoso y sensible como el capitán brasilero. El enfermero lo tomó como un insulto e insistió esa madrugada, y la tarde siguiente, en que me debería llamar James, o incluso Radamel, aunque Colombia ya lo había relegado al olvido, pero ella no quiso escucharlo. Y un par de días después volvimos los dos en Transmilenio al sur. Y nadie en el barrio, conociéndola, se atrevió jamás a cuestionar su elección.

Los vecinos tampoco pusieron el grito en el cielo cuando a la mañana siguiente cargó el carro de aguacates en una mula que la llevó de regreso a su lugar de trabajo. Sabiendo de su brusquedad y de su reticencia a pedir ayuda, estaban dispuestos a pasar por alto que me abandonara durante más de ocho horas en una caja de madera sobre la mesa de la diminuta cocina. Pero, arropado con varias mantas, me ató a su pecho como hacían las mujeres de su pueblo, en Boyacá.

A las 07:30 aguardábamos ya los dos en la 15 con 88, junto a los puestos de flores del parque del Virrey, pequeño oasis en ese pozo gris de lluvia eterna que es mi ciudad, a que llegaran las desconfiadas compradoras extranjeras y las esposas locales que, desde primera hora, reclamaban la atención de un público espontáneo hacia la ropa deportiva que vestían y hacia los dólares de procedencia nunca clara que se habían gastado sus hombres en esculpir sus pechos y sus colas.

Mi mamá no hacía nada por ocultar su desprecio, y arrancaba los preciados aguacates de las manos de quien quisiera regatearle siquiera cincuenta pesos. Cuentan que no me despertaban los continuos pitidos de los taxistas y de las busetas o el ulular de las ambulancias que se alejaban de la clínica del Country. Las vendedoras de flores le insistían para que me limpiara los ojos del humo y la contaminación. Ella contestaba furiosa que se metieran en sus asuntos, bramando un insulto tras otro. Nunca creyó en la posibilidad de una familia elegida después de que la de sangre la hubiera desterrado.

Una tarde, de regreso, cuando ya era capaz de sentarme sobre el carro, encontramos en casa a un hombre con traje y un pequeño libro entre las manos. Conociendo a mi mamá sé, sin que ella me lo haya confirmado nunca, que desconfió del extraño desde el primer momento. Ni el brillo del oro en la muñeca ni el del alfiler de corbata pudieron evitar que ella dejara de observar con el ceño fruncido las uñas largas y sucias y los zapatos llenos de polvo y barro.

—Señora Gladys, soy Norman Velásquez, el pastor de la iglesia Casa sobre la Roca.

—¿Para qué me busca?

—Llevo ya más de un año en esta iglesia y no la he visto nunca en la casa de Dios. Ni que su niño esté bautizado. ¿No es temerosa del Señor?

—No soy temerosa del Señor, padre Herman…

—Pastor, soy pastor y me llamo Norman.

—Qué importa. Pastor, padre, lo mismo es. Yo solo temo a los hombres que habitan este mundo y aún más a los que pueblan este país. Y, sobre todo, a los que no se lavan las manos, como usted.

—La fe viene por el oír, por el oír la palabra de Dios. Romanos 10:17 —repitió aquella farsa de sacerdote con las palmas extendidas.

—Que se vaya, que se vaya.

Mamá me dejó abrazado al carro mientras abría a toda prisa nuestra puerta de cartón y, de la nada, sacó una escoba con la que amenazó al pastor.

—Maldita mujer llena de pecado. No me extraña que nadie la haya querido y que, como dicen por el barrio, haya tenido que esperar más de cuarenta años para poder engañar a un hombre que le hiciera un hijo. Que el Señor lo proteja.

Mi pobre mamá, con el pelo entrecano, las manos castigadas, pero siempre limpias, y la cara quemada por el sol y llena de arrugas. Ella, que apenas acababa de cumplir los treinta años y que había envejecido varias décadas en apenas nueve meses de embarazo.

El enfrentamiento con el enviado de un Dios usurero agrandó la fama de la señora Gladys en el vecindario e hizo que casi todos evitaran pasar junto a nuestras ventanas. Los rumores se convirtieron en la jauría más temible. Ni los rateros ni los mendigos se atrevían a esquilmarle un solo peso a la temible Gladys, una doña Bárbara sin hombres ni tierras, repudiada en el sur y venerada en el norte. En el Virrey, la calidad de sus aguacates, que nadie sabía dónde conseguía aun en las épocas de lluvias más intensas, hacía que los chefs de restaurantes y los cocineros de los clubs y de las casas de las siete familias comenzaran a cortejarla.

TOMÁS

 

 

 

Aún sentían la descarga de la lluvia tropical que minutos antes pensaron que acabaría con el chuzo de paja en el que dormían desde su llegada a cabo San Juan del Guía. La violencia de las olas los hipnotizaba y retaba al mismo tiempo. Abandonaron la techumbre y corrieron hacia el agua ahora revuelta con ramas y piedras, que parecía formar remolinos perfectos. Algún grito escapaba en medio del rugido del mar. Un grupo de wayuus invocaba la furia de Maléiwa, la llegada del castigo debido.

Todavía mojados, se sentaron en sus hamacas a observar cómo el cielo de color del fuego que quemaba Colombia de norte a sur, de este a oeste, iba perdiendo fuerza y cómo la oscuridad y el espesor de la selva invadían la playa. Javi sacó la marihuana de la mochila y ruló un porro con manos expertas. Inspiró y se detuvo unos segundos, antes de espirar, para saborear la mezcla entre la droga y la humedad.

Cada uno de ellos quería construir un refugio fugaz en el que poder olvidarse de las coordenadas de espacio y tiempo.

El círculo duró apenas unos minutos. Era frágil como todo lo que les había unido. Nicolás se calzó las botas y con tan solo un gesto de cabeza se despidió de sus amigos, quienes continuaron fumando en silencio hasta que dejaron de oír sus pasos.

Era el mismo recorrido que tantas veces había repetido en diferentes escenarios. Nicolás, siempre por libre, Nicolás, incumpliendo el pacto infantil de fidelidad eterna. Riéndose de unas promesas de otra época, caducas, amarillentas; moneda ya no de curso legal.

Pero la que pensaban que iba a ser otra noche más en una playa perdida en una costa poco transitada de otro país del tercer mundo se convirtió en el principio del fin o tan solo en un nuevo comienzo.

Cuando todavía no había amanecido, unas linternas los deslumbraron. Por instinto, Curro aferró la navaja con la que dormía en el bolsillo, débil intento de defensa en ese infierno de violencia.

—Pasaportes.

Aturdidos por el efecto del aguardiente y de los porros, se incorporaron con torpeza en las hamacas. Las cuatro sombras acercaron los haces de luz a aquellos turistas enguayabados y abrasados por el agresivo sol del trópico.

—¿Son ustedes los amigos de Nicolás Pernas?

—¿Nicolás? ¿Qué ha pasado?

Una vez que Curro entregó la documentación, siguió revolviendo entre sus cosas. A duras penas pudo guardar los restos de marihuana entre la ropa sucia.

—Señor, las manos donde podamos verlas. ¿Me oye?

—Sí, perdone, agente, estoy buscando el móvil, mi celular, quiero decir, para poder llamar al consulado en Santa Marta.

—Se vienen al CAI con nosotros y ya entonces decidimos a quién llaman. Esto es Colombia, mijos, no los restos de la colonia, ¿me copian?

En el edificio de barro de una planta que servía de centro de mando de la policía en el Tayrona encontraron a Nicolás con esposas en un banco de la entrada, custodiado, con los ojos enrojecidos, el pelo enmarañado y recubierto de barro. Antes de que pudieran acercarse a él, un policía tomó a Javi por el brazo.

—No hablen con el detenido.

Otro agente condujo a los cuatro jóvenes asustados a un cuarto mínimo que parecía servir como sala de interrogatorios. Esperaron durante más de treinta minutos. No hablaron entre ellos, Tomás los disuadió con gestos, como si ese cuartel de campaña contara con la tecnología más moderna, micrófonos y falsos espejos, y como si esos policías de provincia fueran, en realidad, agentes de la DEA.

Un hombre sin uniforme entró en el cuarto mientras se pasaba un pañuelo sucio por la cara para limpiar el sudor que hasta el cuello parecía deslizarse desde sus ojos. Observó en silencio a los cuatro amigos.

—¿Saben por qué los trajimos aquí?

Ante el mutismo de Pablo, Curro y Javi, Tomás habló en nombre del resto. Un portavoz que tropezaba con cada sílaba, que era consciente de que una palabra errónea podría condenarlos igual que ya parecía estarlo Nicolás, todavía sentado en el banco de la entrada, con los ojos irritados bien por el alcohol o bien por las lágrimas que intentaba controlar como un niño asustado, algo que nunca fue durante su infancia.

—Han denunciado a su amigo por violar a una mujer esta noche. Otros testigos que estaban en el bar confirmaron que era él quien estuvo echando los perros a la víctima.

El agente continuaba con un soliloquio infinito disfrutando del mutismo impuesto a esos gomelos, absorto en un discurso errático que solo confundía a los cuatro amigos.

—Chino, ya me dijeron que quieren hablar con su cónsul en Santa Marta, pero de esta no saca a su amigo la madre patria. ¿Me entienden? Una cárcel colombiana no es sitio para un carabonita como él. No duraría ni una semana. Ni ustedes ni nosotros queremos ver cómo arruina su vida por una rasca mal llevada. Conozco a la vieja. Trabaja en Koralia. Apenas tiene dinero. Tampoco creo que ella quiera que esto trascienda. Necesita camellar, y al gerente del hotel no le va a gustar que una de sus empleadas busque problemas a un turista.

—Pero la ha violado, usted mismo nos lo ha dicho. Hay una denuncia, la chica lo ha reconocido.

Tomás sintió cómo el aguardiente, la escasa cena de la noche anterior, la droga y las náuseas que esa conversación le provocaban revolvían su interior creando la tormenta perfecta. Deseaba no entender el mensaje críptico del policía. Quería pensar que ese era el fin de aquel depredador al que un día con apenas siete años juró un hermanamiento eterno.

—Miren, las versiones pueden cambiarse. Ella también bebió de más, ya saben lo que pasa cuando uno supera el guayabo. Seguro que unos pesos ayudarán a que recuerde las cosas como realmente pasaron. Pero yo soy solo un oficial de policía. Son ustedes los que deben decidir qué pueden hacer para ayudar a su amigo.

Curro, Pablo y Javi empezaron a reunir todo su dinero. Contaban una y otra vez como si con cada intento los billetes y las monedas fueran a multiplicarse. Tomás negó con la cabeza. «Esto es inmoral. No voy a poner un puto duro», dijo. Casi un millón y medio de pesos y mil euros; ese era el precio de la desmemoria, el precio del escarnio.

En el cuarto contiguo, sentada ante una mesa desvencijada, una joven en la veintena parecía dormitar sobre sus brazos. El oficial abrió la puerta de par en par sin respeto alguno por el descanso, o más bien la derrota, de la que, a pesar de la compra de su honor con dinero europeo, seguía siendo la víctima. El oficial dividió de manera desigual los billetes que le habían entregado los tres amigos, introdujo una parte en su bolsillo y arrojó la otra hacia a la chica. Por un momento, Tomás deseó descubrir en sus ojos un destello de avaricia, de satisfacción ante un objetivo alcanzado. Se detuvo en un flanco de la puerta mientras los cuatro amigos avanzaban al encuentro de Nicolás. Cuando la víctima sin nombre alzó la cabeza, Tomás se encontró con una mirada muerta, que no dejaba traslucir emoción alguna. Sintió un profundo escalofrío que nunca lo abandonó.

Al salir del CAI, se subieron a uno de los taxis minúsculos que poblaban las calles y carreteras sin asfaltar de ese publicitado paraíso natural, infierno real para los que cumplían allí condena. El trayecto hasta la playa fue el último que hicieron juntos los cinco amigos. Quién continuó el viaje, quién regresó a España, qué se dijo en ese chuzo, eso ya da igual. A los efectos de esta historia solo importa que desde aquel día se empezó a desdibujar Tomás Quirós.

MERCEDES

 

 

 

Mercedes se cepilla la melena como una autómata, cien veces, ni una más ni una menos, tal y como le repetía su abuela. Vigila el paso de los minutos en el reloj que cuelga en el pasillo de la casa materna desde hace generaciones. Casi las dos de la tarde y Beltrán no ha aparecido. Se asoma de nuevo a la ventana y, ahora sí, le ve girar por Conde de Aranda. Tira el cepillo sobre la cama, echa un rápido vistazo al espejo y corre hacia la puerta de servicio. Desbloquea el ascensor y en apenas unos segundos finge subir desde la zona de los trasteros.

—Hola, Beltrán. ¿Cómo estás?

Beltrán da pequeños golpes a la puerta del ascensor. Nervioso. Frenético ya. Lo retiene en el tercer piso durante minutos que parecen durar más de sesenta segundos. Mercedes solo puede fijarse en los ojos azules, en las delicadas manos y en cómo va vestido; un figurín de otro tiempo.

Este domingo pensaba decir al fin algo que lo deslumbrara, que hiciera que Beltrán la mirara de otra manera, pero solo ha podido confirmar lo que él piensa, lo que ya pensaba cuando compartían clase en el Pilar. La distancia entre ellos no se acorta, se magnifica. Y Mercedes se refugia en la urna de cristal en la que la han ocultado desde que era una niña, único lugar en el que ahora se siente segura.

Al empujar la puerta de servicio oye de nuevo la televisión puesta. Un domingo más su madre ha preferido almorzar sin ella. La mesa del comedor está cubierta desde hace meses por un plástico cerrado con trozos de un celofán ya ajado. Teresa no quiere que nadie se acerque a ese escenario hoy derruido en el que se vivieron los mejores momentos, y también las horas más bajas, de los Ruiz de Horna.

A Mercedes no le duele pensar en los almuerzos de fin de semana que se repetían como una concatenación infinita de ritos sagrados. Con su padre a la cabeza, su hermano sermoneando sin pausa sobre la ruina moral del país y su madre preocupada por la filipina de turno escondida en el cuarto junto a la cocina.

Pero ahora ya no hay filipina, solo una gruesa boliviana que trabaja por horas, cuando Teresa tiene algún euro del que desea desprenderse.

Su hermano prefiere pasar los fines de semana en el Club de Campo con sus dos hijos y sus suegros, y atrincherarse en los hoyos del golf por si a la izquierda bolivariana se le ocurriera expropiar esos terrenos que fueron cedidos hace ya casi un siglo por la Corona. Viva España. Viva el Rey. Viva el orden y la Ley.

Su padre hizo las maletas ya más de dos años atrás. También fue un domingo cuando anunció a su esposa desde hacía más de treinta años que la abandonaba por una mujer de la que nadie en aquel barrio había oído hablar nunca, sin linaje, sin pasado. ¿Era eso posible acaso?

No hubo juicios públicos ni acusaciones de abandono del hogar. Todo se solucionó, como no podía ser de otra manera, en la intimidad del salón del majestuoso piso cuarto de los Ruiz de Horna. Teresa, aferrada todavía a su alianza, se burlaba del rejuvenecimiento del que seguía siendo, a los ojos de Dios, su marido. Gonzalo daba gracias a la ley del divorcio y se lamentaba por no haber recordado antes que al final todas las mujeres acaban pareciéndose a sus madres.

Gonzalo accedió a pasar una pensión miserable a Teresa y presionaba continuamente a Mercedes para que abandonara las oposiciones.

—Sal de esta casa, Mercedes, te estás enterrando en vida.

—Tú lo que no quieres, Gonzalo, es pasarle dinero para poder gastártelo todo con esa fresca.

—Puta —rectificaba Teresa cuando nadie la oía.

—Ya te lo he dicho, Teresa, no te voy a mantener eternamente y mucho menos voy a asumir todos los gastos de esta casa inmensa en la que vas a acabar muriendo sola.

Qué más le daba a Gonzalo, y al resto del mundo, la momificación de Mercedes y Teresa.

Mercedes no podía apartar la mirada del reloj calculando el tiempo de estudio que le habían restado tantas peleas. Gonzalo salió de la casa para no volver a poner los pies en ella.

—¿Y qué si me muero aquí sola? Mi abuela y mi madre así lo hicieron —gritaba Teresa a un patio de butacas vacío.

14:30. Mercedes se encierra en su cuarto, abre un paquete de patatas fritas que guarda bajo la cama y empieza a engullir sin reparar en que los apuntes acaban manchados por completo de grasa.

«Artículo 68. Los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente. Deberán, además, compartir las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo».

La vida y el Derecho deberían haber sacado de su error a Mercedes, una romántica incurable.

Observa un collage de fotos descolorido de sus amigas del colegio. Solo ella parece vivir una adolescencia eterna. Algunas ya están casadas y pasean por el barrio de Salamanca con carritos de bebés con frunces y lazos, el azul y el rosa tiñen el gris de aquellas calles. Otras hicieron las maletas y parecen haber elegido caminos llenos de pecado lejos de España. Parece que algunas de ellas sufren amnesia cuando visitan a sus familias y ven a antiguos amigos y conocidos, aprietan el paso y niegan a sus «compañeros», así cree Mercedes que los llaman, que conozcan de nada a esos vecinos paralizados en un tiempo en el que ellas ni tan siquiera habían nacido.

Se quita el minúsculo reloj de pulsera, limpia los apuntes, acaricia su tripa incipiente, sueña momentáneamente con una dieta imposible y comienza a repetir, cronómetro en mano, los artículos del Código Civil.

GLADYS

 

 

 

Todo lo que huele a progreso en este maldito país es inmediatamente arrancado.

La Policía, el glorioso Ejército colombiano, los jueces, el Bienestar Familiar te aconsejan, pasándote una mano paternalmente por la espalda, que es mejor para ti no sobresalir, es más seguro agachar la cabeza y ser fiel al fracaso.

Y qué sucede si un día en ese barrio de trancón perpetuo, de barro y polvo, unas señoras de rostros perfilados a golpe de bisturí y pieles de una transparencia irreal en este lado del trópico llaman a tu puerta.

Toctoctoc.

«Pieldecharco» llaman las señoras inmaculadas a esos millones de David Luises y Gladys que ocupan cada mañana los buses y el Transmilenio como si fueran cayucos. Siempre rumbo al norte, porque ahí pueden soñar durante unas horas que forman parte del milagro bogotano.

Toctoctoc.

Con modales exquisitos y palabras suaves explican a doña Gladys que «no se puede ir a trabajar con un niño tan pequeño». Que no puede faltar todos los días al colegio, que la calle no es un aula para nadie. Que pueden hablar con unas monjitas para que acojan a su hijo y que ella pase a visitarlo tal vez los sábados.

La niña Gladys —así lo seguirá siendo hasta que un milagro improbable la cambie de estrato— tal vez no estudió en la gloriosa Universidad de los Andes, ni todos los jueves tome onces en el Country con unas amigas, ni sepa comer con cuchillo y tenedor la mazorca del ajiaco. Pero identifica una amenaza al olfato. Doña Gladys sabe cuándo la derrota es la mejor victoria. Y, rápidamente, mientras esas bienintencionadas señoras, quién pensaría lo contrario, repiten las promesas de una vida mejor para su pequeño pieldecharco semihuérfano, esta «niña» calcula el importe de sus ahorros. En un rincón se esconden cuatro millones de pesos, en la alacena otros cinco, y así hasta el cuarto de baño. Y cuando termina, ya ha comprado dos tiquetes hasta Madrid, ha llamado a su hermano y ha vendido esa casa de lata y ladrillo. Hasta siempre, patria querida. Hasta nunca, fraudulento El Dorado.

EL HOMBRE DEL ROSTRO MACILENTO

 

 

 

Disfruta de cada segundo frente al espejo asegurándose de que es suyo ese rostro macilento. Saborea el triunfo del castigo autoimpuesto, del fracaso de esa esperanza de libertad que se convirtió en una trampa que solo él podía haber diseñado. Todos los días sigue el surco de nuevas arrugas y de unas ojeras cada vez más profundas. Orgulloso de esa penitencia perpetua.

Diez, quince, veinte segundos, se agota el entreacto. El telefonillo insiste en que la función empiece de nuevo. Abre la puerta del cuarto de baño y recorre todavía aturdido el pasillo lleno de cajas hasta la puerta del piso. Entra el técnico de la calefacción. Se limita a asentir mientras recoge los juguetes que, como minas, ha dejado su hijo pequeño. Ha perdido la capacidad de respuesta, no hay más que aquiescencia. Siempre dispuesto, siempre solícito, la mirada entre los pies, porque ahí no se pierden los sueños.