Baila para mí - Patricia Marín - E-Book

Baila para mí E-Book

Patricia Marín

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Beschreibung

Evangeline es una prometedora bailarina que, en su búsqueda de la perfección, ha dejado de lado todo lo que no tenga que ver con el estricto mundo del ballet. Pero cuando surge la posibilidad de conseguir un papel que anhela por encima de todo, el miedo al fracaso aflora y su forma de bailar se resiente… Y entonces Tom, un joven de pasado oscuro, irrumpe como un torrente en la vida de Evangeline. Entre salones de baile, aulas de ensayo y clubs nocturnos, Tom la guiará hacia territorios inexplorados de pasión y libertad, buscando encender el fuego que necesita una artista para conmover al mundo. Y ella se dejará llevar, por primera vez en su vida, sin saber que le deparará el final de esta embriagadora aventura…

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Patricia Marín

Primera edición: abril de 2016

Copyright © 2016 Patricia Cerdá Marín

© de esta edición: 2016, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

[email protected]

ISBN: 978-84-16331-81-9

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: Calderón Studio

Fotografía: Bezikus/Shutterstock

Índice de contenido
Glosario
Prólogo
1
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Epílogo
Agradecimientos

Para mi madre y mi hermana. Sin vosotras, no podría estar aquí.

Glosario

Adagio: sucesión de movimientos lentos y elegantes, realizados con fluidez y armonía, donde el bailarín desarrolla un gran sentido del equilibrio y ejecuta una danza majestuosa.

Allegro: sucesión de movimientos rápidos y vigorosos.

Arabesque: posición básica de ballet clásico. Para formar esta figura, el bailarín se equilibra sobre una sola pierna mientras mantiene la otra levantada hacia atrás y estirada.

Battement/Grand battement: movimiento básico donde una pierna se mantiene en el suelo y la otra se abre. En el grand battement, la bailarina levanta la pierna hasta la altura de la cabeza.

Croisé: posición del cuerpo en el que una pierna se cruza sobre la ejecutante.

Deboulé: giros que se ejecutan por medias vueltas en serie, encadenados.

El lago de los cisnes: obra clásica de ballet. Odette es una princesa hechizada por el brujo Rothbard. Durante el día es un bello cisne y por la noche recupera su forma humana. Durante una cacería, el príncipe Sigfried la encuentra y se enamora de ella. Cuando Rothbard lo descubre, envía a Odile, su hija, con el rostro de Odette, pero vestida de negro, para engañarlo. El desenlace de la obra varía según la versión.

En l’air: en el aire.

Fouetté/Fouetté en tournant: giro muy rápido en el que la cabeza del bailarín permanece en un punto fijo y una pierna impulsa el movimiento dando un latigazo en el aire, pasando por delante o por detrás de la pierna de apoyo.

Grand jeté: salto de gran altura, donde las piernas del bailarín se abren hasta formar un ángulo de 180 º mientras está en el aire.

La sílfide: obra clásica de ballet. El día antes de su boda, James, un joven escocés, se encuentra con una sílfide y se enamora de ella. Decide fugarse con el hada y en el bosque se reúne con una bruja, que le entrega un velo mágico con el que logrará que la sílfide pierda sus alas y se convierta en mortal. En realidad, el velo estaba envenenado y la sílfide muere.

Partenaire: compañero de baile.

Pas de bourrée: movimiento continuo que se realiza sobre la punta de los pies.

Paso a dos/Gran paso a dos/pas de deux: danza en la que dos bailarines ejecutan una coreografía conjunta.

Piqué: paso realizado sobre la punta del pie.

Pirouette/Pirouette en dehors: giro, vuelta completa, donde gira todo el cuerpo incluida la cabeza. En dehors hace referencia a la dirección del giro.

Plié/demiplié/grand-plié: se trata de una flexión de las rodillas y es la base de muchos movimientos de danza. Un demiplié es muy suave mientras que en el grand-plié las rodillas tienen que estar dobladas hasta que la posición de los muslos es horizontal.

Port de bras: serie de movimientos suaves y fluidos en la que los brazos pasan por varias posiciones.

Porté: figura en la que el bailarín masculino «porta» a la bailarina, desplazándola de un lugar a otro.

Primera posición/segunda/tercera/cuarta/quinta: se trata de la forma en la que están colocados los pies; se emplea la misma nomenclatura para la posición de los brazos.

Punta: zapatilla de ballet. Estas zapatillas tienen en la punta un relleno duro que permite a las bailarinas elevarse sobre ellas. Los hombres no utilizan puntas. Punta de tres cuartos hace mención al tipo de suela, que puede ser completa o «partida».

Relevé: elevación. Alzar los talones y sostenerse sobre la parte delantera del pie o la punta.

Vaganova: escuela rusa de ballet.

Willis: espíritus. En la obra Giselle, estos fantasmas son jóvenes muchachas vestidas de blanco que aparecen después de la medianoche.

Prólogo

A Evangeline Holmes le hubiese gustado ser huérfana. Incluso adoptada. Cualquiera de aquellas dos circunstancias le habrían parecido mejores que las actuales; ser la hija menor de los Holmes no le reportaba ni una pizca de felicidad.

Angustiada, observó a su apuesto acompañante. Gregory Spencer, el joven y prometedor capitán de la selección deportiva de polo, era el candidato a esposo más reciente que su madre le había presentado. Se preguntó por quinta vez por qué estaba aguantando su soporífero discurso sobre las virtudes de un deporte que no le interesaba en absoluto.

El calor que hacía dentro del salón era demasiado sofocante, y tuvo que esforzarse por aparentar interés en lo que él le estaba contando. La familia Holmes celebraba la última fiesta de la temporada en Holmes West Manor, donde habían reunido a gran parte de la alta sociedad de Crownfield. La velada, aunque pretendía ser una reunión de amigos, siempre acababa igual: hombres trajeados hablando de sus negocios, ancianos orgullosos palmeando los hombros de sus hijos, refinadas esposas alzando barbillas y arqueando las cejas, mujeres mayores juzgando en silencio el color de los manteles y jóvenes debutantes llenando la casa de pestañeos y risas cristalinas.

Eva detestaba las fiestas, los bailes de sociedad, las cenas, a toda esa gente en general; y sobre todo, detestaba fingir ser la hija perfecta de una familia ejemplar. Era una tarea asfixiante.

Dejó la copa de zumo de manzana sobre una bandeja y aprovechó que Gregory estaba distraído hablando con otra mujer para abandonar el salón. Tras ella quedó una estela de conversaciones y música envuelta en destellos dorados. Cruzó los pasillos con la mirada clavada en las alfombras y, cuando llegó a la cocina, se mezcló entre las personas del servicio para salir al jardín.

Un par de chicos con el uniforme del catering contratado para la velada tomaba un descanso para fumar. Sus risas se ahogaron cuando la reconocieron, e intentaron disimular, buscando un lugar en el que apagar los cigarros. Eva los ignoró, bajó las escaleras, cruzó el patio y se adentró en el jardín para respirar un poco de aire fresco.

Inspiró hondo y soltó todo el aire muy despacio, hasta que se calmó. Dio un paseo bajo las ramas de los árboles adornados con farolillos, todavía apagados, y se guio por la luz que provenía de la casa. Quitándose las sandalias, caminó descalza por el sendero de adoquines hasta un claro empedrado y se dejó caer en uno de los bancos frente a la laguna del estanque.

Se sentía cansada, como si hubiese pasado horas ensayando. Observó la pulida superficie de la laguna, salpicada de estrellas junto al reflejo de la luna llena, y lanzó un hondo suspiro.

Eva había desarrollado un rechazo absoluto hacia el fracaso gracias a la labor educativa de sus padres. En lugar de obligarla a actuar con mayor determinación, aquello le provocaba entumecimiento y pavor. Cada uno de sus hermanos había alcanzado el éxito en sus respectivas profesiones y ella no podía dejar de preguntarse qué sucedería si, por cualquier razón, fracasaba. En los últimos meses, Flaviana se había vuelto más despiadada, y sus comentarios acerca de que Eva solo podía aspirar a convertirse en la esposa de alguien importante se habían vuelto más hirientes. Ese tipo de argumentos la mantenían despierta por las noches, cuando debería estar descansando.

Para Eva, la felicidad era bailar. Le encantaba ser uno de esos cisnes que permanecían inmóviles durante mucho tiempo con el brazo extendido y la muñeca doblada, observando cómo los focos formaban la figura de un ave con su sombra, mientras Odette y Sigfried bailaban un deslumbrante paso a dos. También disfrutaba siendo una etérea willi en Giselle, con sus trajes blancos de gasa y las coronas de flores, sobre un escenario repleto de misticismo. Y adoraba ser un exótico espíritu del templo que envolvía las almas de Nikiya y Solor en La bayadera.

Pero quería ser algo más que eso. Estaba muy orgullosa de participar en todos los proyectos de la compañía, pero también deseaba protagonizar los papeles principales. Había enviado una solicitud para las pruebas antes de las vacaciones, y se le formaba un remolino en el estómago al recordar ese formulario que había entregado en la secretaría de administración de la compañía.

Cerró los ojos, complacida con el silencio que la rodeaba. No tenía nada que ver con el bullicio del salón que acababa de dejar atrás; adoraba la tranquilidad, el equilibrio, conectar con su cuerpo y su mente. El problema era que tenía que volver cuanto antes o escucharía los reproches de su madre durante una semana.

Emprendió el camino de regreso despacio, para tener un poco más de tiempo consigo misma antes de agobiarse otra vez dentro de casa. Se colocó las sandalias, subió las escaleras y alargó la mano para abrir la puerta. En ese momento alguien abrió desde dentro.

Levantó la cabeza y, bajo el marco de la puerta, descubrió al hombre más atractivo que hubiera visto en su vida. Y como miembro del cuerpo de baile en una de las compañías de danza más importante de Europa, Eva conocía de sobra lo que era la belleza masculina porque la contemplaba ocho horas al día, seis días a la semana, cincuenta semanas al año.

Él pareció tan sorprendido como ella, y, cuando sus labios se curvaron hasta formar una sonrisa, el cuerpo de Eva reaccionó de un modo extraño.

Se le desbocó el pulso y se sonrojó, sintiendo cómo el calor le inundaba toda la cara. Cerró la boca cuando se dio cuenta de que la tenía abierta y parpadeó, creyendo que se encontraba en un sueño muy real.

El impresionante escocés que ocupaba toda la puerta parecía salido del retrato de un auténtico príncipe de las Highlands.

Vestía una chaqueta negra, ajustada a la cintura con botones plateados, bajo la cual se adivinaban un chaleco y una camisa blanca. En las caderas, llevaba un kilt de cuadros azules y negros.

Acostumbrada a buscar similitudes familiares, pensó que se encontraba ante James y que ella, con su vestido blanco de verano, estaba sumergida en plena representación de La sílfide.

No dijo nada, y él tampoco, solo la recorrió con la mirada sin esforzarse en disimular que la estaba desnudando. Sofocada por su descarada actitud, dio un paso atrás y su pie encontró el vacío del primer escalón. Sintió su cuerpo flotar durante un instante antes de precipitarse, y fue vagamente consciente de que se iba a caer escaleras abajo.

Pero el escocés alargó la mano libre ―con la otra seguía sujetando la puerta― y agarró la que Eva tenía suspendida en el aire con rapidez, para tirar de ella hacia él, ayudándola a recuperar el equilibrio.

―Cuidado, preciosa ―dijo cuando la enderezó.

«Oh, Señor». Sus palabras le recorrieron la piel. Su voz, áspera y grave, iba completamente a juego con el físico de hombre torturado y demasiado atractivo para ser real.

―Deberías venir conmigo ―murmuró él, antes de que Eva hubiera asimilado la situación―. Te devolveré cuando pueda pensar.

Tiró de ella hacia el interior de la casa y ella lo siguió, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, estremeciéndose al sentir sus dedos sobre la fina piel de la muñeca cuando la sujetó con más firmeza.

―Espera… ―logró decir. Él se detuvo, centrando toda su atención en ella.

El contacto de su mano envió un chisporroteo por toda la piel de su brazo, continuó hasta llegar al hombro y de ahí se derramó como agua caliente hacia su pecho, donde se erizaron zonas de su cuerpo que jamás lo habían hecho.

Miró al desconocido como si lo viera por primera vez y descubrió que sus ojos eran del color del chocolate. Se olvidó de lo que iba a decir y murmuró lo primero que se le pasó por la cabeza.

―No te he visto entre los invitados.

Él sonrió de medio lado.

―¿Insinúas que me he colado?

Su tono burlón le provocó un temblor en los labios. Había dicho una estupidez, nadie se colaba en una fiesta de la familia Holmes, y mucho menos vestido de esa manera. Llamaría demasiado la atención y levantaría sospechas. Debía de tratarse de algún señorito de más al norte que había despertado el interés de la familia por motivos que Eva no conocía.

―No quería decir tal cosa ―se disculpó ella, lamentando haberlo ofendido―. Perdóneme…, yo… Tengo que irme…

Pasó por su lado tratando de alejarse lo más rápido posible del caliente influjo de su persona. Un increíble magnetismo emanaba de ese enorme y ancho cuerpo, y a Eva se le tensó el vientre, porque había sentido una inexplicable necesidad de dejarse arrastrar por él hacia donde prometía, y eso no estaba bien.

Porque Eva nunca actuaba sin lógica.

―Espera ―pidió él en voz baja. Ya se había alejado dos pasos cuando se percató de que el hombre no le había soltado la mano, y se vio obligada a detenerse―. ¿Cuál es tu nombre?

Ella se giró para mirarlo con los ojos muy abiertos, como un ciervo sorprendido por los faros de un coche.

―Eva ―respondió, porque le parecía inadecuado ser descortés.

―Un placer conocerte, Eva.

Su frase se le metió bajo el vestido. Cuando el desconocido se inclinó sobre ella, pensó que iba a besarla y se preparó para escuchar los fuegos artificiales que estaba segura que sonarían. Y aunque la besó, en el último momento desvió la trayectoria para hacerlo en su mejilla, tan cerca de la comisura de los labios que pudo saborear su aliento y sentir el cosquilleo de su barba.

Su cercanía le permitió percibir el magnífico aroma a hombre mezclado con cuero y jabón. Durante un momento estuvo a punto de girar la cabeza para acariciarle los labios y deleitarse con el calor que prometía, pero su sentido del decoro la mantuvo rígida mientras él se apartaba y enderezaba la espalda.

Él la miró entonces con unos ojos muy oscuros y Eva se sintió igual que cuando bebía una taza humeante y espesa de chocolate caliente, con el calor deslizándose por su garganta hasta que le abrasaba el estómago.

―Yo soy Tom.

Eva separó los labios para poder respirar mejor y él se los miró. Sintió la caricia del encaje del sujetador cuando sus senos se tensaron, y pensó que llevaba el vestido demasiado apretado.

―Un placer conocerte, Tom.

―El placer es todo mío.

Sus cuerpos estaban muy cerca y ni siquiera se tocaban. Eva no pudo soportar más la dolorosa distancia y dio un paso hacia él sin darse cuenta, dispuesta a dejarse llevar.

Para su sorpresa, el desconocido se apartó de ella, dando un paso atrás. Dolida, cogió aire y, a través de los furiosos latidos que retumbaban en su cabeza, empezó a escuchar que al fondo, muy al fondo, alguien la llamaba por su nombre.

La vergüenza acudió en oleadas a su rostro y retrocedió. El poderoso escocés se recostó contra la puerta de servicio mientras hacía algo con la bolsa de cuero que le colgaba de las caderas. Evangeline se quedó mirando fijamente aquella mano y aquella bolsa, sin ser consciente, quizá por inexperiencia, que lo que él estaba haciendo era disimular lo que el acercamiento había provocado debajo del kilt. Pero ella solo pudo pensar que no recordaba el nombre de la bolsa, mientras se pasaba la lengua por los labios resecos, observando fascinada la forma en que él tensaba la mano.

―Dime que volveré a verte, preciosa ―susurró Tom en voz muy baja.

Era ella la que no concebía la idea de no volver a verlo a él.

―Ah, estabas ahí, Evangeline.

La muchacha salió del trance y se giró en redondo hacia la voz que la llamaba. Gregory la cogió suavemente por el brazo, acunando su codo con la palma de una mano resbaladiza. El tacto se le antojó a Eva como el de la piel del pescado: fría, húmeda, sin rastro de vida. Se estremeció y no pudo evitar preguntarse si una hora y media atrás, cuando le estrechó la mano en el momento en que su madre se lo presentaba, aquella mano había estado igual de muerta.

Los colores comenzaron a aparecer, el sonido de la música del cuarteto de violines llegó hasta sus oídos y un calor sofocante le puso la piel pegajosa. Pero también sintió frío ante la cercanía de Gregory y desvió la mirada hacia la puerta de servicio de forma instintiva, buscando la calidez del desconocido.

Allí no había nadie.

―¿Te encuentras bien? ―preguntó Gregory.

―Estoy perfectamente… ―saltó irritada. Se sintió muy decepcionada, y darse cuenta de esto la enfureció todavía más. Se tambaleó cuando sus emociones se templaron y lanzó un disimulado bufido―. Gracias, Gregory. Estoy bien.

―¿Y qué haces aquí? ―preguntó él, observando el pasillo de servicio con cierto desagrado.

―He salido al jardín a pedir que encendieran las luces, mi madre quiere terminar la velada fuera ―respondió forzando una sonrisa.

―Flaviana es una dama encantadora, Evangeline, y tú eres su digna sucesora.

Gregory sonrió con expresión aceitosa y a ella se le revolvieron las tripas imaginándolo del mismo modo que había imaginado al desconocido. No fue capaz de concebir en aquel chico la misma pasión que rezumaban los ojos del misterioso escocés. Gregory Spencer era atractivo del modo en que lo eran las personas que se adoraban a sí mismas: rostro bien afeitado, piel suave como las mejillas de un bebé y cejas perfectamente delineadas. El cabello rubio le caía sobre la frente como una cortina de seda y sus ojos eran dos perlas azules engarzadas en un rostro agraciado.

La sangre que le caldeaba las entrañas perdió fuerza y Evangeline se estremeció, helada.

―Volvamos, aquí ya he terminado ―dijo irritada. Sentía una incómoda humedad entre los muslos que no acababa de entender.

Mientras regresaba al salón con Gregory, no pudo evitar girarse en el último momento para comprobar que, en verdad, Tom había desaparecido. Decepcionada, observó la puerta sobre la que hacía escasos segundos había un hombre mirándola con unos abrasadores ojos entornados.

1

Cuando Eva cruzó el vestíbulo del teatro a principios de septiembre, llevaba días demasiado inquieta.

No había dejado de pensar en el desconocido con falda escocesa. Aquella noche había permanecido despierta mirando el techo de su habitación, afectada por la forma en que él había tensado la mano contra su regazo. Se había dormido con el tono áspero de su voz acariciándola por debajo del pijama, una voz tan poderosa que había tenido que apretarse las manos contra el vientre para paliar sus devastadores efectos. Jamás había reaccionado así por un hombre y menos por uno al que no volvería a ver de nuevo.

Tenía que centrarse en cosas más importantes. Cosas reales.

Era lunes, las ocho de la mañana. Eva estaba impaciente por comenzar con el horario habitual de las clases, aprender nuevas coreografías y reencontrarse con sus compañeros del cuerpo de baile. Llegó a la compañía de muy buen humor.

―Buenos días, señorita Fisher.

―Buenos días, querida. ―La recepcionista le dedicó una cálida sonrisa de bienvenida―. Vienes con muchas ganas de empezar, ¿verdad?

¿Tanto se le notaba? Eva asintió con las mejillas sonrojadas y la mujer le tendió una carpeta de color blanco con el escudo de la compañía en la portada, una «C» y una «B» entrelazadas sobre un intrincado emblema hecho de ramas y hojas. Dentro estaba el programa de la temporada que había diseñado el director artístico. Acarició las letras, con la mirada perdida en una de sus ensoñaciones.

Cuando llegó a la sala de reuniones, algunos bailarines ya estaban esperando, hablando y leyendo lo que había en las carpetas. La Sala Blanca era el salón de baile más grande de la compañía, y lo utilizaban para reuniones, ensayos generales y también para las audiciones, pruebas y exámenes de los jóvenes aspirantes. Disponía de unas gradas en un extremo y un gran piano de cola, y las paredes estaban cubiertas por espejos. La iluminación era muy brillante, onírica.

Se acercó a las gradas para saludar a sus amigos, sintiendo un cálido cosquilleo de emoción. Los había echado mucho de menos durante las vacaciones.

―Buenos días ―saludó con timidez.

―¡Eva! ¿Cómo estás?

Dominic Demidov fue el primero en estrecharla contra su pecho con un fuerte abrazo.

―Bien, muchas gracias ―respondió en voz baja. Dominic le dio unas palmaditas en la espalda antes de soltarla―. ¿Qué tal os va? ―preguntó al resto.

―Yo he pasado las vacaciones en Sídney ―dijo una chica llamada Teresa.

―¿Te has enterado de que Olivia ha fichado por el Metropolitan? ―le contó Anna.

―¿De verdad creéis que es necesario preparar otro Lago para marzo? ―protestó Catarina Scorzza desde una butaca, leyendo todo la documentación de su carpeta.

―¡Eva, por fin!

La voz de Natalia sonó por encima de las demás voces de la conversación y de pronto unos brazos se le echaron al cuello, apretándola con mucha fuerza.

―¡Natalia! ―protestó Eva―. Me estás ahogando.

―Ay, ya lo sé, pero es que tenía tantas ganas de verte… ―La soltó y le dio un beso en cada mejilla. Poniéndole las manos sobre los hombros, la miró de arriba abajo con una sonrisa y los ojos brillantes de emoción―. Sigues igual de pálida desde la última vez que nos vimos, perra.

Natalia Núñez era su mejor amiga, una solista de rostro dulce y angelical, grandes ojos negros y una oscura cabellera que era la envidia de todas las chicas. Despertaba mucho interés entre los hombres por su vehemencia y su pasión; era la Carmen de la compañía, puro fuego y carácter.

―He ido a la playa ―justificó Eva.

―¿Te refieres a ese montón de tierra mojada que hay a los pies del acantilado?

―¡Oye! La playa es preciosa. No te metas con nuestra playa ―protestó Alfred dándole un pellizco en el trasero a Natalia.

Ella lanzó un chillido de sorpresa y se volvió para atizarle una colleja mientras el grupo entero se reía a carcajadas.

―¡Ah! ¿Os habéis enterado? ―intervino Elizabeth, una altísima solista―. Steve se ha declarado a Caroline.

―Oh, ¿cuándo?

―Como sabéis, estaban juntos haciendo una actuación especial en el Royal Ballet, y al finalizar su paso a dos del Lago, mientras el público aplaudía, Steve se puso de rodillas, sacó un anillo y se lo pidió allí mismo, ¡en mitad de todo el teatro!

A todas las bailarinas se les puso la misma cara de arrobamiento ante aquella declaración tan romántica, y un prolongado «Oh» se escuchó por todo el salón. Los chicos refunfuñaron.

Cuando Steve, el solista del que estaban hablando, entró de la mano de Caroline, alguien gritó «¡Vivan los novios!» y todos estallaron en aplausos. La pareja se sonrojó como unos adolescentes en su primera cita, sin dejar de sonreír con los ojos echando chispas. A Eva se le aceleró el corazón sintiendo una punzada de envidia. Las grandes historias de amor no solo sucedían en escena, también entre bastidores, y eso era muy bonito.

―Bueno, ¿y has aprovechado que yo no estaba para tirarte a alguien? ―preguntó Natalia cuando se sentaron en las gradas.

Eva se sonrojó de un modo escandaloso y sintió un calor abrasador inundándole todo el cuerpo. Miró a su amiga moviendo la boca para intentar contestar. Natalia siempre le preguntaba lo mismo cuando se encontraban después de las vacaciones de verano, o de Navidad, o cualquier otro momento que hubiesen estado separadas. Eva siempre respondía «Por supuesto que no», pero en esta ocasión la protesta se atascó en la garganta cuando cierto recuerdo apareció entre sus pensamientos.

―No me digas que… ―empezó a decir, ilusionada.

―¡Por supuesto que no! ―exclamó Eva al fin, luchando por recomponerse.

Natalia estalló en carcajadas y Eva quiso esconderse debajo del piano para que su amiga no volviera a preguntar.

―Entonces, ¿por qué te sonrojas? ¿Alguno de los pretendientes de tu madre es un pelirrojo adorable como un zorrito con las manos muy largas? ―ronroneó.

Eva negó, pero la imagen del desconocido con la cabellera castaña regresó a su mente, y ninguno de los candados que había puesto para protegerse ayudó a contener el sofocante bochorno.

Sintió un tirón entre las piernas.

―No, ¡no! Basta, Natalia ―negó con energía. Jamás hablaría de aquello, ni siquiera con ella―. Además, aunque lo hiciera, no te lo contaría.

―¿Cómo no me lo vas a contar, si soy tu mejor amiga?

―Puedo contarte que mi madre me ha presentado a Gregory Spencer, flamante capitán de la selección de polo ―dijo para cambiar de tema.

―¿Y está bueno?

―Es mono.

―¿Cuál es el problema?

Su problema tenía ojos castaños y falda escocesa.

«No, fuera. Deja de pensar en eso», se reprendió.

―Tú nunca le ves problema a ninguno.

―Dame su número y haré que se olvide de ti ―propuso relamiéndose los labios como una gata.

―¿Y qué hay de Johnny? ―preguntó Eva.

Natalia miró hacia donde estaba el solista, un pelirrojo de proporciones fibrosas, y suspiró.

―Nos estamos dando tiempo.

Eva puso los ojos en blanco, Natalia estaba cometiendo un terrible error otra vez. Pero en opinión de su amiga, ella no tenía nada que decir, ya que no había pasado nunca por ningún noviazgo ni había tenido una relación, así que no tenía derecho a opinar.

―Buenos días.

Aleksandr Zakharov cruzó el salón con grandes y enérgicas zancadas y se detuvo junto al resto de los maestros de la compañía. Las voces de las conversaciones se apagaron de forma gradual hasta originar un silencio reverencial en el aula.

―Veo que ya estamos todos. Bienvenidos a la reunión de la temporada. Antes de empezar con el programa, me gustaría presentaros a Olimpia Sandman, la nueva maestra repetidora que sustituirá a la señorita Marianne mientras ella está de baja.

Extendió la mano hacia una mujer menuda de cabello corto. Eva aplaudió junto con los demás compañeros mientras Zakharov apretaba la mano de aquella mujer y la coreógrafa hacía una elegante reverencia.

―Este año vamos a abrir la temporada con Metamorfosis ―empezó a decir. La compañía abrió las carpetas con rapidez: al director no le gustaba hablar sin tener nada que decir―. Ya hemos trabajado suficiente en ella y ha llegado la hora de presentarla ante el gran público. Los ensayos comenzarán inmediatamente y los papeles están asignados de la siguiente manera…

Empezó a enumerar personajes y bailarines sin perder el tiempo en ceremonias. Eva sintió que se acababa el mundo: había un enorme repertorio de ballets, ¿por qué Metamorfosis? Era la peor noticia que podía recibir el primer día, y se removió en el asiento, intentando apaciguar el disgusto que la inundó.

―Natalia interpretará a Afrodita.

―Enhorabuena ―le dijo Eva después de morderse los labios. Aquel era uno de los papeles más importantes de la obra.

―Gracias ―respondió su amiga, ajena a la mortificación de Eva.

Zakharov tenía las ideas muy claras. Era un director duro y muy exigente, pero como compositor era un genio. Creaba sensuales y desgarradoras obras coreográficas cuya combinación exigía una técnica sobresaliente y disciplina a la hora de llevar a cabo las variaciones. A Eva le encantaban sus trabajos, disfrutaba mucho, todas sus creaciones constituían un universo de pasiones humanas y conflictos emocionales llevados al límite, representados en unas danzas llenas de movimiento y equilibrio. Cada obra resultaba única: era capaz de unificar técnica y drama y todas sus coreografías dependían de la destreza de los bailarines.

Eso era lo que lo hacía tan exclusivo: cada representación se convertía en algo personal para cada bailarín. Pero Metamorfosis…

―Ah, justo a tiempo, Gabriel. Gracias por unirte a nosotros ―comentó el director con sequedad cuando un bailarín entró por la puerta.

―Siento mucho el retraso, Zakharov. El metro…, en fin, ha sufrido una avería. ¿Qué me he perdido?

Eva giró la cabeza cuando el recién llegado se dejó caer en la butaca que ella tenía al lado. Gabriel Montanari le rozó el brazo con el codo cuando abrió la carpeta y Eva se estremeció, repentinamente invadida por un calor sofocante, producto de la cercanía de su compañero.

―Estaba anunciando los papeles ―dijo Zakharov. Se cruzó de brazos y fulminó a Gabriel con la mirada―. Si no hubieras trabajado todo el verano en el personaje, le daría el papel a otro. No vuelvas a llegar a tarde, Gabriel. Tú serás Pigmalión. Oleg, tú serás el segundo. Steve interpretará a Lysandros. Víctor será el segundo.

―¿Pero quién será mi pareja? ―preguntó el bailarín intentando acomodar su enorme cuerpazo de metro ochenta en la butaca.

―Ahora iba a llegar a eso. Haré dos pruebas para seleccionar a la bailarina que interpretará a Galatea, una técnica y otra de carácter. El sábado tendrá lugar la primera prueba, que será técnica. Os daré los detalles durante el ensayo.

Eva tragó saliva, sintiéndose muy desgraciada. Los protagonistas estaban reservados siempre para los principales y primeros bailarines, y Eva todavía no era una solista, tenía que pasar primero las pruebas.

Pero estaba demasiado enamorada del personaje principal como para dejarlo pasar. ¿Por qué el director no esperaba al menos un mes más?

―El cuerpo de baile ensayará con Olimpia y los solistas quedarán bajo la supervisión de Mark. Me encargaré de los principales, seleccionaré a las candidatas y las prepararé para las pruebas. No necesito deciros lo importante que es este primer estreno para la compañía y que se espera lo mejor de cada uno de vosotros.

Zakharov dio por zanjado aquel asunto y continuó con el programa recitando nuevas listas de bailarines y personajes. La temporada incluía piezas de ballet clásico y obras nuevas. Tras el primer estreno empezarían a trabajar en Don Quijote, seguido de la obra de Navidad, El cascanueces. Darían la bienvenida al año con La bella durmiente y El Corsario. En primavera La bayadera, Giselle y Carmen, y terminarían la temporada con El lago de los cisnes.

―¿Lago otra vez? ―protestó Natalia.

Ser un cisne era el papel más difícil de todos. Exigía mucha resistencia y mucha paciencia. Natalia la detestaba porque no podía darle el sol durante semanas si quería ser un cisne pálido; además, se impacientaba si pasaba mucho tiempo haciendo la misma figura. Eva adoraba buscar el equilibrio en el centro de su cuerpo, disfrutaba quedándose inmóvil y tener un perfil hermoso. Por supuesto, también le apasionaba la historia, ¿a quién no le gustaba ser un cisne puro y elegante?

―O una estatua que se convierte en mujer… ―suspiró resignada.

―Perdona, ¿has dicho algo? ―preguntó Gabriel.

―¿Qué? No, no, estaba…

Se quedó callada sin saber muy bien qué responder. El bailarín la miró. Era un atractivo italiano de cabello negro con un cuerpo que parecía esculpido por el mismísimo Bernini. Apenas lo conocía más allá de las clases, porque no habían bailado juntos ni una vez. Natalia, en cambio, sí lo había hecho, y no perdía oportunidad de decirle a Eva lo impresionante que era tocarlo. Su amiga le había contado todos los detalles de su primera vez juntos en el escenario, aunque desde aquel día la española había hecho todo lo posible por tener una primera vez en la cama con el bailarín.

―¿Vas a presentarte a las pruebas? ―preguntó él, curioso ante su silencio.

―Uh…, no puedo. No soy solista ―explicó retorciéndose las manos.

―Zakharov no ha dicho que el papel esté exclusivamente reservado a solistas.

―¿Ah, no? Pero…

Gabriel se inclinó para hablarle al oído. Una cálida corriente recorrió el cuerpo de Eva y se le entumeció un lado de la cara.

―Habla con él. Seguro que puede hacer una excepción contigo, bambina.

Tragó saliva, sorprendida por la repentina familiaridad de Gabriel y por el calor que le inundó las entrañas. Él le guiñó un ojo con gesto seductor y se volvió para mirar al director.

El bailarín tenía razón. Nada le impedía presentarse a esas pruebas, superarlas y bailar un apasionado ballet con él.

―Bien, eso es todo, de momento ―sentenció el director―. Nos volveremos a reunir después de Navidad. Id a cambiaros para la clase.

―… y plié, primera a segunda, plié y temps lié detrás. Dos veces, primero un lado, luego otro. Vamos allá. Y…

La alegre melodía de un piano acompañaba las instrucciones del maestro de baile mientras cantaba los primeros ejercicios de la jornada.

Llevaban media hora haciendo estiramientos y rotaciones en la barra y Eva ya notaba los músculos tirantes, un vigorizante cosquilleo en la cara interna de los muslos. Cuanto más fatigada estaba, Eva disfrutaba mejor los movimientos. El agotamiento físico era una de las cosas que buscaba del baile, llevaba su cuerpo al límite para conectar con una parte de sí misma.

―Vuelta, pirueta, vuelta…, uno, dos, tres, soutenu, delante, atrás, siete, soutenu…

Entre jadeos y resoplidos, sentía el peso del esfuerzo físico. El entrenamiento diario la mantenía en forma, bañaba su cuerpo de sudor y la ropa se le pegaba a los músculos igual que el flequillo se le pegaba a la frente. Era increíble la sensación de ardiente euforia que recorría todo su cuerpo en esos momentos.

A medida que pasaba el tiempo, las inspiraciones y exhalaciones del grupo eran cada vez más trabajosas. La piel del cuello y los brazos de los bailarines brillaban por el esfuerzo a medida que se deshacían de las prendas que les daban calor.

La clase de la mañana servía para poner a punto sus cuerpos, preparándolos para los ensayos. Era su parte favorita, porque solistas, principales y bailarines estaban al mismo nivel, no había categorías ni rangos y todos hacían los mismos movimientos.

―Talones abajo. Levantad los brazos mientras bajáis. Rodillas estiradas. Usad toda la música. Bien, encantador. ―Víctor Maloney se deslizó entre sus alumnos para corregir una mano. Tocó una barbilla y arregló la apertura de una cadera para que todos los músculos estuvieran bien trabajados―. Estáis muy flojos, contraed. Más.

El maestro de baile era un elegante británico que siempre caminaba erguido y utilizaba camisas de cuello de cisne. Ni siquiera se despeinaba cuando realizaba un arabesque y, lo que era todavía más asombroso, tampoco sudaba.

―Muy bien, al centro, en dos grupos. Como es el primer día, he pensado en un pequeño reto. A ver qué os parece… ―Animado, Maloney se colocó en el centro y comenzó a mostrar los pasos―. Derecha, croisé, al frente. Paso a la derecha en uno, brazos en dos, plié tendu tres y cuatro. Developpé croisé…

Eva realizó los ejercicios desde su posición, moviendo los brazos mientras seguía las instrucciones para memorizar el diseño del maestro, un complejo adagio de bienvenida. Maloney planteaba las clases para que fuesen entretenidas, y cuando la música comenzó a sonar, Eva se dejó abrazar por las notas.

El grupo bailó los ejercicios mientras el maestro los acompañaba. Sin perder la elegancia innata de un bailarín profesional, los agotó hasta que terminaron sudorosos y tremendamente satisfechos, mientras que él no parecía ni siquiera ligeramente cansado.

―Con esto damos por finalizada la clase. Muchas gracias a todos.

Cansados, con agujetas y con los cuerpos listos para afrontar los ensayos, los bailarines vibraron repletos de energía y aplaudieron. La temporada acababa de empezar y todos estaban muy alegres. Bolsas, zapatillas, toallas, botellas de agua, camisetas y pantalones formaron un barullo cuando se apresuraron a salir del aula.

―¡Qué bien sienta el primer día de clase! ―exclamó su amiga bajando las escaleras con gráciles saltitos―. ¿No sientes que se te doblan las rodillas? ―exclamó entusiasmada.

Eva la siguió con una toalla sobre los hombros, bajando los escalones de uno en uno. Se recreó en los calambres que recorrían su cuerpo, en el chisporroteo de los músculos. La efervescencia inundaba también su sangre, pero acostumbraba a controlar el entusiasmo, no como Natalia, que revoloteaba llena de energía.

En el fondo, Eva se sentía como una niña con ganas de seguir jugando hasta caer vencida por el agotamiento. Pero ya no era una niña, era una Holmes, así que observó a su amiga elevar los brazos para danzar como si la música de la clase siguiera sonando.

―¿Qué te ha dicho Gabriel? Antes, en la reunión ―le preguntó cuando se sentaron a una mesa para almorzar.

Eva se tensó; no había vuelto a pensar en ello mientras estaba en clase.

―Me ha dicho que me presente a las pruebas para Galatea.

―Hazlo ―dijo Natalia de inmediato.

Eva miró a su amiga, sorprendida.

―No puedo. No soy solista.

―Pero has presentado la solicitud. ¿Qué más da lo que eres ahora? Lo importante es lo que sientes.

―¿Y si luego no paso ninguna prueba? ―dijo Eva mientras se comía el sándwich―. ¿Y si no doy la talla para ser una solista?

―Mira ―exclamó Natalia con la boca llena―, si tú no das la talla para solista, yo soy lesbiana.

Aquello zanjó la conversación.

―Tengo el primer examen de solista dentro de un mes. Para entonces, ya habremos estrenado.

―Bah, tonterías. Creo que deberías hacerlo, habla con Zakharov, seguro que…, bueno, que te tiene en cuenta si se lo dices.

Eva nunca había querido que los lazos familiares le abrieran puertas, prefería hacer las cosas por méritos propios. Zakharov era lo bastante profesional para no ascenderla solo por ser la nieta de quien era. Pero ¿y si le negaba también la posibilidad de presentarse a las pruebas precisamente por lo mismo?

―Supongo que lo haré. ¿Qué tal tus vacaciones?

En cuanto cambió de tema, Natalia empezó a contarle un montón de batallitas. Le gustaba mucho hablar, así que Eva agradeció que perdiera el interés en ella y escuchó sus esperpénticas historias.

Tras el almuerzo, se despidieron y quedaron en verse a la salida, porque cada una tenía un ensayo distinto. La jornada del cuerpo de baile fue relajada, el grupo tuvo que acostumbrarse a la forma de trabajar de la nueva coreógrafa. La señora Sandman tenía mucha energía y la contagiaba a todos los bailarines, por eso las horas pasaron volando, y antes de que Eva se diera cuenta, el día había llegado a su fin.

―Recordad el final, en quinta ―decía la coreógrafa mientras los bailarines recogían sus cosas―. Y mejora ese relevé. El arabesque más alto…

Los pasillos se llenaron de bailarines saliendo de las aulas y formando grupos para comentar los aspectos del baile o cotillear sobre alguna noticia jugosa. Muchos devoraban barritas energéticas, otros se hidrataban con litros y litros de agua y el resto caminaba a toda prisa para salir del teatro.

Eva se dirigió a su vestuario para darse una ducha y cambiarse de ropa. En una bolsa de papel guardó la falda de gasa del ensayo, recogió el neceser y del armario sacó un par de zapatillas de repuesto. Lo guardó todo en su mochila de ballet y se dirigió a la salida despidiéndose de sus compañeros.

Al doblar por una esquina, vio a Zakharov hablando con el señor Maloney.

Se pasó la lengua por los labios resecos, se revolvió el flequillo y decidió que ese era el momento de lanzarse. Tenía que pedirle al director que la tuviera en cuenta para las pruebas, ella conocía muy bien el papel de Galatea. Mejor que nadie. Y solo ella sería capaz de bailar al nivel que el papel exigía. Ninguna otra se preocuparía tanto de hacer bien el trabajo como ella.

Mientras lo pensaba, Zakharov desapareció por el pasillo y el señor Maloney saludó a Eva al pasar junto a ella. Cabeceó en dirección al maestro y salió disparada hacia el director, experimentando una sensación parecida a la que sentía justo antes de lanzarse a escena.

Cuando se detuvo delante de la puerta de su despacho, se lo pensó mejor.

¿Y si Zakharov le decía que no? Si el director hubiera considerado que Eva era una buena bailarina…, no, una bailarina excepcional, la habría ascendido de inmediato.

Si Zakharov no había hecho nada de eso, es que Eva no tenía nada más especial que el resto de sus compañeras.

―¡Estoy harto de todas estas restricciones!

El grito furioso salió de dentro del despacho y Eva se estremeció. Zakharov empezó entonces a gritar en ruso, intercalando algunas frases en inglés, y ella escuchó toda la conversación sin enterarse de absolutamente de nada de lo que sucedía.

―Bueno…, ¡pues a mí no! ¿De verdad crees que vamos a convencer a nuevos patrocinadores para que nos den miles de libras si no le presentamos una obra decente…? No quiero seguir discutiendo sobre esto, ¡tengo mucho que hacer!

La conversación finalizó de golpe.

Eva no se había movido de la puerta. No quería entrar, pero tampoco quería marcharse por miedo a que Zakharov pudiera escuchar sus pasos. Si pensaba que había oído su conversación a escondidas… Lo mejor que podía hacer era dar cortos pasos hacia atrás y fingir que no había estado allí. Sabía caminar con la suficiente destreza como para no hacer ningún ruido.

En esas estaba cuando Zakharov abrió la puerta para salir y frenó cuando se dio de bruces con Eva.

«¡Maldición!».

2

La furia que irradiaba el cuerpo del director impactó en la muchacha. Pensó en una excusa mientras veía pasar toda su carrera por delante. Zakharov la miró a la cara, directamente a los ojos. La cólera que reflejaba en su mirada obligó a Eva a tragar saliva. Comenzó a hacerse a la idea de que estaba despedida y que ya no bailaría más, ni en la compañía de Crownfield ni en ningún otro lugar.

―¿Qué quieres?

―¿Podría hablar con usted un momento?

El director se hizo a un lado, dejando espacio para que ella pudiera entrar. No muy segura de lo que hacía, Eva estrujó la bolsa de papel donde guardaba la falda y traspasó el umbral con pasitos cortos.

Había estado en su despacho varias veces, aunque hacía mucho tiempo de la última vez. Las estanterías estaban repletas de libros de danza y enseñanza; en las paredes había dibujos y láminas de ballet, en su mayoría carteles de obras que el director había bailado o dirigido. Uno de los pósters era de su abuela, caracterizada como Odette, la protagonista de El lago de los cisnes, con la línea de los ojos pintada de negro y el rostro blanco, con una hermosa corona de plumas de cisne sobre la cabeza. En aquella fotografía su abuela tenía cuarenta años y estaba muy hermosa.

Eva desvió la mirada de la fotografía y se frotó el pecho.

Zakharov cerró la puerta, rodeó el escritorio para ponerse frente a ella y se cruzó de brazos.

―Siéntate. ¿Qué querías?

Eva ocupó el borde de una silla y dejó la bolsa de papel en el suelo junto a sus pies. Se restregó las palmas de las manos en las mallas buscando las palabras correctas.

―Es sobre Metamorfosis ―empezó a decir. Inspiró hondo y decidió que tenía que ser directa. Zakharov odiaba la debilidad, pero Eva no era débil, estaba aterrorizada―. Me gustaría presentarme a las pruebas.

El silencio fue tan denso que Eva podría habérselo untado por encima. En la mirada de Zakharov se avivó una llama de cólera, indignación y sorpresa. Cuando él la miró, se sintió como un insecto clavado en un corcho, atravesado por un alfiler. Notó que el corazón le retumbaba en las sienes cuando él se removió.

―Me encanta ―dijo para llenar aquel incómodo silencio con cualquier frase―. Me fascina el personaje de Galatea. Me gustaría hacer las pruebas que has mencionado esta mañana.

Eva supo que si bajaba la mirada, Zakharov la echaría de allí de una patada. Se sintió muy torpe, no había expresado la petición como quería. En su cabeza todo sonaba mucho mejor, se le había olvidado añadir que quería hacerlo por su abuela.

El director exhaló un suspiro que Eva imaginó que estaba hecho de fuego.

―Si le diera el papel a cada bailarina que me dice que adora Ellago de los cisnes, me faltaría calendario para tanta Odette. ¿Por qué quieres hacer las pruebas?

―Creo que podría aprender mucho con ese papel. He estado todo el verano trabajando la coreografía.

El aire alrededor de Zakharov volvió a cargarse.

―¿Y cómo lo has hecho?

―Memoricé el baile. ―Dudó antes de hablar―. Y algunas de las variaciones del «Adagio de la Piedra» me las enseñó mi abuela. Las… practicó conmigo mientras diseñaba la coreografía ―añadió con la boca pequeña.

Recordarlo resultó doloroso. No solo para ella, también para el director. Metamorfosis era una revisión; Zakharov había trabajado en ella junto a Florence, la que fue su maestra y descubridora cuando dirigía el Royal Ballet. Su abuela nunca vería estrenada la obra y el director no podría compartir el éxito con ella.

―Memorizaste el baile… ―susurró Zakharov apretando la mandíbula. Se le marcó un músculo de la mejilla y su boca se transformó en una fina línea―. No eres una solista.

Eva dejó de respirar.

―Envié la solicitud en primavera. Los exámenes son en octubre―respondió ella muy despacio, tratando de sonar serena―. No soy solista todavía. Pero lo seré. Puedo ser una buena Galatea.

Era la mejor frase que había hilado desde que comenzara aquella difícil conversación. Se sintió satisfecha con su argumento y esperó una nueva réplica de Zakharov, dispuesta a seguir luchando.

Tras una pausa que le pareció eterna, el director descruzó los brazos.

―Preséntate mañana a las doce con el grupo de solistas. Trabajaremos las cuestiones técnicas y decidiré si estás preparada para las pruebas. ―Eva parpadeó. «¿Está de acuerdo? ¿Así, sin más?»―. Ahora, si me disculpas…

Zakharov se levantó de la mesa, abrió la puerta del despacho y la invitó a marcharse.

―Eh…, sí, perdón ―dijo ella cogiendo en brazos la bolsa de papel.

Cuando Eva salió, el director cerró detrás de ella de un portazo. No le dio tiempo a darle las gracias ni a preguntarle cuál era el aula en la que tendría que presentarse. Consideró preguntar los detalles, pero el estado en el que estaba no era el más adecuado.

―¿Y bien? ―le preguntó Natalia en la calle, en las escaleras del teatro.

―Me ha dicho que sí ―respondió, aunque no terminaba de creérselo.

―¡Tía, eso es genial! ―exclamó, dándole un abrazo.

Eva empezó a alterarse.

―Tengo que trabajar. Tengo mucho que ensayar. Tengo que…

―Ya, ya, tranquila.

―Tengo que ir a casa de mi abuela…

Natalia la cogió de los brazos y la miró.

―Eva, cariño, no te agobies tan pronto. ¿Sabes lo que tienes que hacer?

―No me ha dado los detalles.

―Mañana preguntamos, ¿vale?

Eva inspiró hondo.

―Vale.

―Voy a pasar por La dulce Coppélia, Teresa me ha dicho que acaban de traer unas puntas nuevas de tres cuartos. ¿Quieres venir?

―No, gracias. Quiero ensayar.

Natalia se despidió dándole un beso en la mejilla. Eva se dirigió hacia un coche negro aparcado junto a la acera al final de la calle.

Necesitaba bailar. No quería pasar la tarde de compras, quería practicar hasta hacer un adagio perfecto. A cualquier bailarina le gustaba probarse zapatillas de punta nuevas, cada cual más bonita y preciosa que la anterior, que le hacía el pie hermoso y un empeine divino. Pero ahora mismo estaba demasiado ansiosa por las pruebas.

―Buenas tardes, señorita.

―Buenas tardes, Clancy. A casa de Florence, por favor.

El chófer de los Holmes puso en marcha el coche y Eva se acomodó en el asiento.

Toda la tensión acumulada salió en forma de suspiro y de pronto, se sintió más agotada que nunca. Las horas de clase, el ensayo y después la conversación con el director la habían puesto tan tensa que tenía los músculos agarrotados. Apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos, relajándose durante los cuarenta minutos de trayecto.

Cuando llegó a Winter Garden, sacó el móvil de la mochila y vio un mensaje de Natalia, una fotografía en la que aparecía posando junto a una zapatilla de color rosa brillante, dándole un beso:

«No sabes lo que te pierdes :)».

Eva sonrió mientras bajaba del coche. Se despidió de Clancy, sujetó la bolsa de papel con el otro brazo y caminó por la calle mientras tecleaba una respuesta sobre la pantalla.

―Eh, preciosa…

Eva sintió que un escalofrío le erizaba la piel de todo el cuerpo.

Dejó de escribir.

Una sensación de tórrida familiaridad la envolvió hasta cubrirle las mejillas de un rojo intenso. Alzó la vista, estremecida de pies a cabeza, y se encontró con una mirada que llevaba días deseando volver a ver.

Él levantó la mano sonriendo de oreja a oreja.

―¡Hola! ―saludó. Eva contuvo la respiración y el teléfono estuvo a punto de caérsele de las manos.

De pie, detrás de la valla blanca que rodeaba la casa, bajo la sombra de un enorme roble, con las manos enfundadas en unos sucios guantes de jardinero, estaba…

―Soy Tom ―prosiguió. Clavó la pala en la tierra y se apoyó en ella, mientras cogía el cigarro que le colgaba de los labios de un modo muy masculino, entre el índice y pulgar. Dejó salir el humo con naturalidad, un gesto que resultó descaradamente seductor―. Nos conocimos el otro día. En tu casa, creo.

La camiseta blanca y sin mangas que le cubría el torso estaba sucia, llena de manchas de tierra y sudor, y por el borde del cuello sobresalía una mata de vello tan frondosa que para Eva fue demasiado vergonzoso detener la mirada en ella. Buscó una parte de su anatomía que fuera segura, pero era alto como una montaña, con un cuerpo robusto y unos hombros anchos. El color de su pelo era de intenso castaño oscuro bajo la sombra del atardecer.

Se olvidó por completo de que tenía que respirar.

―Hola ―contestó, escuchando un pitido en los oídos.

―Perdona si me fui demasiado pronto, tenía un asunto sin resolver. ¿Qué haces por aquí? ―preguntó acercándose. Soltó la pala, se puso el cigarro en la boca y colocó las manos sobre un poste de la valla.

Eva sintió un suave cosquilleo bajándole por el vientre, hacia los muslos. La cerca era la única barrera que los separaba y sintió que no era suficiente.

―He venido a ensayar.

No pudo pensar en una excusa u otra dedicación que resultara más interesante, su mente era incapaz de funcionar correctamente ante su presencia.

―¿Ves algo que te guste?―preguntó Tom con una sonrisa, levantando un brazo para señalar la mansión que se levantaba a su espalda. Era la casa de la señora Lansbury, la vecina, pero Eva solo tuvo ojos para la manera en que se le marcaron los músculos del bíceps―. Si quieres, puedo hacerte… un tour por el jardín.

Se ahogó.

―Yo… tengo que ensayar ―susurró, ruborizándose.

―Vale. Pues… ve a ensayar.

Eva se giró y caminó a toda prisa hacia la casa de su abuela. Justo antes de entrar se detuvo en la puerta, confusa. Acababa de hacer algo estúpido, aunque no sabía muy bien qué había pasado.

Se dio la vuelta. Tom seguía en el mismo sitio, con las manos sobre la valla, el cigarro en los labios, aspecto de duro trabajador y expresión traviesa. Levantó una mano para saludarla.

Ella dio un respingo y entró en la casa, preguntándose por qué le resultaba imposible reaccionar de un modo normal ante él. ¿Por qué siempre hacía cosas estúpidas?

Tom observó un buen rato el lugar por el que había desaparecido la muchacha. Dio una profunda calada al cigarrillo y dejó salir el humo de golpe mientras enderezaba la espalda.

Antes de que ella abriera su exuberante boca para responderle, él ya estaba calculando el tiempo que le llevaría desnudarla y tenerla bajo su cuerpo. Tendría suerte si podía resistirse cinco minutos después de recorrer con los labios la suave y pálida piel de su cuello, mordisquear sus pechos y sumergirse entre sus recatados muslos.

La noche que la había conocido, Eva llevaba un holgado vestido blanco de tirantes de una tela tan fina que lograba darle el entrañable efecto de estar envuelta en una nube de gasas. El corpiño que incorporaba realzaba unos pechos preciosos que se murió de ganas de probar en el mismo momento en que los vio.

Rememoró la sensación que le había causado con una sola mirada, intensa y fulminante como la de ahora, con sus expresivos ojos verdes y los suaves labios abiertos. No pudo pensar en otra cosa que provocar aquellos mismos gestos llevándola al orgasmo, pero cuando se acercó para besarla, enseguida detectó su temblor y, aunque deseaba hundirse dentro de su boca, rectificó en el último momento para besarle la mejilla. Olía a flores frescas, a dulce inocencia, a aterciopelada docilidad.

Se hubiera pasado el día deleitándose con el caliente rubor de su piel sin dejar de escuchar su respiración entrecortada. La piel de su muñeca era muy suave y sensible, no le había costado nada encontrar su pulso para deleitarse con la acelerada frecuencia.

Pero sin duda, el momento exacto en el que Tom se había quedado prendado de ella fue cuando la vio pasarse la lengua por los labios mientras desviaba la mirada hacia su kilt. Tuvo que refrenar el deseo de besarla hasta dejarla sin aliento.

Apretó los puños contra los postes de la valla, tratando de mitigar el dolor que le pulsaba bajo los pantalones. Sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo y se fumó un segundo pitillo mientras observaba la casa en la que había entrado la chica. Era la construcción más grande del vecindario de Winter Garden, una mansión de tres pisos, alta y alargada, de fachadas oscuras, rodeada por un jardín descuidado con la hierba muy alta. Para Tom era otra casa de ricos como todas las que había en aquel vecindario, solo que ahora le interesaba mucho la persona que vivía allí.

Apuró el tabaco. La nicotina le calmó los nervios lo suficiente para volver al trabajo. Echó una última mirada hacia la mansión, cogió la pala y continuó cavando. Clavó la herramienta en la tierra ayudándose con el pie y lanzó el puñado de tierra por encima del hombro.

Tenía que preguntarle a Mónica por ella, seguro que la conocía, vivía en la casa de al lado. Cuando se dio cuenta de que había cavado más de la cuenta, ya era tarde: estaba metido en un agujero hasta las rodillas. Se pasó la mano por la barba. Qué apropiada situación para su estado de ánimo…

Salió del agujero y volvió a llenarlo con la tierra que había quitado de más, amoldándolo hasta que la zanja tuvo las dimensiones adecuadas. Cuando acabó, ya había oscurecido demasiado. Recogió las herramientas y las guardó en la caseta del jardín.

Se lavó el sudor y la tierra con el agua de una manguera ―helada, como de costumbre―, se puso ropa limpia y se fumó otro cigarro mirando hacia la mansión, esperando ver aparecer a la muchacha.

―Vamos, bonita, sal para que pueda verte.

No lo hizo y Tom se sintió estúpido después de media hora.

―Esa chica está fuera de tu alcance.

Fue lo primero que Mónica Lansbury le dijo cuando se reunió con ella en la terraza del jardín. La dama sacó un cigarrillo de su elegante pitillera plateada y Tom le ofreció fuego antes de sentarse. Después de un par de caladas, ella lo miró con censura. Él levantó las cejas y Mónica lo estudió de arriba abajo. Tom ni siquiera se sonrojó cuando ella se fijó en su erección.

―No le convienes.

Tom hizo una mueca.

―Es ella la que no me conviene a mí. ¿Quién es? ―preguntó sin mirar a Mónica. Ella tardó un poco en responder, quizá para provocarle.

―Evangeline Sophie Holmes, la hija más pequeña de los Holmes. Te presenté a su padre cuando estuvimos allí, al coronel y su esposa. Archibald Holmes, su hermano mayor, es ministro de Defensa.

―No estoy muy puesto en política actual ―contestó encogiéndose de hombros. Hacía mucho tiempo que había dejado de moverse entre peces de la alta sociedad como Mónica. De hecho, se la traía al fresco.

―Su abuela era Florence Fontain.

―¿La bailarina?

Todo el mundo en aquella ciudad sabía quién era Florence Fontain; había un parque con su nombre en el centro. Tom no sabía nada sobre ballet, pero había oído hablar de aquella mujer, la había visto en fotos y por televisión; siempre le había parecido una dama arrogante y soberbia como todas las de su clase.

―Florence y yo fuimos amigas durante muchos años. Cuando se fue a dirigir a Londres la vi muy poco, pero después regresó con su nieta Eva. Llegamos a ser íntimas.

―¿Cómo de íntimas? ―preguntó, atrevido.

―No de ese modo ―aclaró, fingiendo estar escandalizada.

Tom empezó a reírse por lo bajo. Mónica era una mujer que a su edad seguía despertando interés entre los hombres gracias a su belleza de estilo clásico. Parecía una actriz del Hollywood dorado: tenía el cabello rubio claro y ojos de un intenso gris acero. De joven sobrevivió a un primer matrimonio horroroso; se recuperó con el segundo, que le aportó todo lo que una mujer como ella podía desear: dinero y una buena posición social. Ahora, ya viuda, hacía lo que más le gustaba, ser el centro de atención en el club Victoria. Pasaba allí cuatro noches a la semana, permitiendo que los hombres la vieran y la desearan, pero sin llegar nunca a nada más.

―Me gusta Eva―confesó Tom sin rodeos.

―No es como las chicas que conoces ―advirtió ella.

Las chicas que conocía no se quedaban con la boca abierta delante de él sin saber qué hacer. Muy al contrario, sabían exactamente cómo tenían que usarla si querían recibir una recompensa justa. Las chicas que conocía se arrodillaban ante él y hablaban solo cuando lo demandaba, se masturbaban si así lo exigía y solo alcanzaban el orgasmo cuando Tom lo permitía.

En el momento en que Evangeline Holmes agachó la cabeza y parpadeó con un aleteo de pestañas, Tom supo lo que era. Era una joven preciosa… y sumisa. Una sumisa de verdad, una que representaba exactamente todo lo que él deseaba de una mujer, todo lo que hasta ahora no sabía que estaba buscando.

El instinto de protección se había removido dentro de él al ver cómo uno de los invitados, un estirado joven de sonrisa petulante, se acercaba a ella para reclamar su atención. El estremecimiento que recorrió el cuerpo de Eva estuvo a punto de conseguir que Tom le rompiera la nariz a aquel tipo.

―Imagino que no lo es ―acabó diciendo en voz baja, intentando que no se le notara la voz ronca.

―No, no lo imaginas ―reprobó―. Eva es una chica muy vulnerable y sensible, vive las cosas de una manera muy intensa. No maneja sus emociones como tú o como yo. No sabe. Además ―prosiguió la mujer―, es hija de una familia importante. Son una dinastía de políticos y aristócratas fieles a los viejos valores. Su abuela se encargó de ella, pero desde que falleció, ha vuelto con sus padres. No pasará mucho tiempo antes de que se case con alguien importante, igual que han hecho sus demás hijos.

―Puedo llegar a ser alguien importante para ella ―dijo Tom con toda tranquilidad.

―Es de las que buscan un romance para toda la vida.

―Entonces ya es hora de que comience a sentar la cabeza, ¿no te parece?

―No vas a desistir, ¿verdad?

―No ―aseguró―. Podrías invitarla a tomar el té mañana. Quiero que me la presentes.

No fue una petición.

Estaba dispuesto a conquistarla. Ahora que sabía dónde podía encontrar a la muchacha ―un lugar accesible durante, al menos, un par de meses más―, no iba a dejar pasar la oportunidad. Mónica decía que no era como las demás chicas, y saltaba a la vista que no lo era. Reaccionaba igual que reacciona cualquier hembra ante alguien como él, y Tom sabía exactamente lo que provocaba en las mujeres.

Eva era una chica preciosa. Lo que veía, olía y sentía cuando estaba cerca lo afectaba a un nivel primitivo, haciendo que tuviera que controlar aspectos de sí mismo que hasta ahora no se había avergonzado de mostrar. Tom se había tomado la molestia, por primera vez en su vida, de ocultar su erección con la bolsa del kilt para evitar que ella saliera huyendo despavorida. Lo último que quería era asustarla, deseaba que ella centrara su atención en él y lo mirara con esos ojos verdes que eran como un valle nublado por la tormenta.

Y parecía infeliz. Su expresión fue de absoluta angustia cuando aquel tipo que iba con ella la obligó a volver a la fiesta.

Aquella misteriosa contradicción necesitaba una respuesta.

―¿Por qué habría de hacer algo así? ―preguntó Mónica, molesta.