Bailando juntos - Jennie Lucas - E-Book

Bailando juntos E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Como Cenicienta en el baile… El sueño de Lilley estaba a punto de hacerse realidad. Iba a cambiar los trajes grises por un vestido fabuloso y unos tacones de infarto, y bailaría toda la noche en brazos de un hombre al que todas deseaban… pero solo sería una noche. Y cuando dieran las doce… Alessandro Caetani la abandonaría. Él no era de los que buscaban ese final de cuento de hadas. Lo único que quería en realidad era llevarse a la cama a esa secretaria tan recatada. Lilley nunca se había arriesgado tanto, pero esa iba a ser la única noche en que iba a vivir peligrosamente… ¿Quién pondría fin a esa aventura de ensueño?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Jennie Lucas. Todos los derechos reservados.

BAILANDO JUNTOS, N.º 2159 - junio 2012

Título original: A Night of Living Dangerously

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0143-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

HAY ALGUIEN por aquí?

La voz del hombre sonaba dura, retumbaba a lo largo de aquellos oscuros corredores. Tapándose la boca con una mano, Lilley Smith contuvo los sollozos como pudo y trató de esconderse en la penumbra. Era sábado por la tarde y, aparte de los guardas de seguridad que estaban en el vestíbulo de la planta baja, creía que no había nadie más en aquel edificio de veinte plantas. Pero eso había sido unos segundos antes… Acababa de oír la campanita del ascensor y había salido corriendo a esconderse en el despacho más cercano, con el carrito archivador a cuestas.

Estirando un pie, Lilley cerró la puerta con sigilo, empujándola con el hombro. Se frotó los ojos, hinchados y lacrimosos, y procuró no hacer ni el menor ruido hasta que el hombre que estaba en el pasillo se fuera.

Había tenido un día tan horrible que casi resultaba gracioso, después de todo. Después de volver a casa tras un desastroso intento de ir a correr, se había encontrado a su novio en la cama con su compañera de piso. Luego había perdido el negocio de sus sueños. Y para colmo, al llamar a casa en busca de algo de consuelo, se había encontrado con que su padre la había desheredado. Un día impresionante… Incluso para alguien como ella.

Normalmente le hubiera molestado mucho tener que ponerse al día en el trabajo durante el fin de semana, pero en un día como ese, ni siquiera se había dado cuenta. Llevaba dos meses empleada en Caetani Worldwide, pero todavía le costaba el doble de tiempo que a su compañera Nadia clasificar los archivos, repartirlos y recogerlos.

Nadia. Su compañera de trabajo, de piso y, hasta esa misma mañana, su mejor amiga. Suspirando, Lilley se recostó contra el carrito de archivos, recordando la cara de Nadia al levantarse de la cama con Jeremy. Cubriéndose con un albornoz, había soltado un grito y le había pedido que la perdonara mientras Jeremy intentaba echarle la culpa a ella.

Lilley había salido corriendo del apartamento y se había ido directamente a buscar el autobús que llevaba al centro de la ciudad. Perdida, buscando consuelo desesperadamente, había llamado a su padre por primera vez en tres años. Pero eso tampoco había salido muy bien.

Por suerte todavía le quedaba el trabajo. Era lo único que tenía en ese momento. Pero ¿cuándo se iría el extraño que estaba en el pasillo? ¿Cuándo? No podía dejar que nadie la viera de esa manera, con los ojos rojos, trabajando tan despacio como una tortuga porque las letras y los números le bailaban delante de los ojos. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué no estaba bailando y bebiendo champán en la fiesta benéfica como todos los demás?

Lilley se estremeció. Nunca antes había estado en aquel despacho, pero era grande y frío. Los muebles eran de madera noble y oscura. Había una exquisita alfombra turca sobre el suelo y los enormes ventanales ofrecían una hermosa vista crepuscular del centro de San Francisco y de la bahía que estaba más allá. Lilley se volvió lentamente para contemplar los frescos que decoraban el techo. Era un despacho digno de un rey… Digno de…

Un príncipe.

Lilley abrió la boca. Una descarga de pánico la recorrió de los pies a la cabeza y entonces, involuntariamente, dejó escapar un pequeño grito.

La puerta del despacho se abrió. Lilley reaccionó por puro instinto y se escurrió entre las sombras hasta meterse en el armario más cercano.

–¿Quién anda ahí? –la voz del hombre era seria y grave.

Con el corazón desbocado, Lilley miró por la ranura de la puerta y vio la silueta corpulenta de un hombre de espaldas anchas bajo la tenue luz del pasillo. Esa era su única salida, pero él estaba justo en medio.

Se cubrió la boca con ambas manos al darse cuenta de que había dejado el carrito detrás del sofá de cuero negro. Si encendía la luz, el hombre lo vería enseguida. Que la sorprendieran llorando en el pasillo era humillante, pero si la pillaban fisgando en el despacho del director general de la empresa, entonces estaba perdida.

–Sal –los pasos del hombre sonaban pesados y ominosos sobre el suelo–. Sé que estás aquí.

El corazón de Lilley se paró un instante al reconocer aquella voz profunda con un acento muy particular. No era el conserje, ni un secretario rezagado… La persona que estaba a punto de sorprenderla fisgoneando era el mismísimo director.

Alto, corpulento e imponente, el príncipe Alessandro Caetani era un multimillonario que se había hecho a sí mismo, el director general de un conglomerado de empresas multinacional cuyos tentáculos se extendían por todo el planeta. Pero también era un mujeriego empedernido y despiadado. Todas las mujeres que trabajaban en las oficinas de San Francisco, desde la secretaria más joven hasta la vicepresidenta cincuentona, estaban enamoradas de él.

Ese era el hombre que estaba a punto de pillarla con las manos en la masa.

Tratando de no respirar, Lilley retrocedió un poco más hacia el interior del armario, apretándose detrás de las chaquetas, contra la pared. Sus trajes olían a sándalo, a poder… Cerró los ojos y rezó por que el príncipe se fuera y siguiera su camino. Por una vez en su vida, deseaba desesperadamente que ese talento suyo para ser invisible ante los hombres surtiera efecto.

La puerta se abrió de golpe. Alguien apartó las chaquetas…

Y una enorme mano la agarró de la muñeca sin contemplaciones. Lilley dejó escapar un pequeño grito. El príncipe Alessandro la sacó del armario de un tirón.

–Te tengo –masculló él.

Encendió una lámpara y un enorme círculo de luz dorada llenó la estancia a su alrededor.

–Pequeña fis…

Y entonces la vio. Los ojos de Alessandro se hicieron enormes de repente. Lilley respiró y, muy a su pesar, no tuvo más remedio que mirar a los ojos a su jefe por primera vez.

El príncipe Alessandro Caetani era el hombre más apuesto que había visto jamás. Su cuerpo, musculoso y tenso bajo aquel exquisito traje de firma, y sus ojos fríos e inflexibles, nunca dejaban indiferente a nadie. Su nariz aristocrática hacía un interesante contraste con aquella mandíbula angulosa, ruda y provocadora, cubierta en ese momento por una fina barba de medio día. Si las leyendas eran ciertas, Alessandro Caetani era medio príncipe, medio conquistador…

–Yo te conozco –él frunció el ceño. Parecía confundido–. ¿Qué estás haciendo aquí?

A Lilley le ardía la muñeca justo donde él la estaba tocando. Chispas de fuego corrían a lo largo de su brazo, propagándose por todo su cuerpo.

–¿Qué?

Él la soltó abruptamente.

–¿Cómo te llamas?

Lilley tardó un momento en contestar.

–Li-Lilley –pudo decir al final–. De archivos.

El príncipe Alessandro aguzó la mirada. Caminó a su alrededor y la miró de arriba abajo. Lilley sintió un repentino calor en las mejillas. Comparada con aquel hombre perfecto vestido con un sofisticado traje, ella no era más que una pobre oficinista, asustadiza y desarreglada con una sudadera y unos pantalones de chándal grises y anchos.

–¿Y qué estás haciendo aquí, Lilley de archivos? ¿Sola en mi despacho un sábado por la noche?

Ella se humedeció un poco los labios y trató de controlar el temblor de las rodillas.

–Yo estaba… estaba… Estaba… eh… –su mirada cayó sobre el carrito de archivos–. ¿Trabajando?

Él siguió su mirada y arqueó una ceja.

–¿Por qué no estás en la fiesta Preziosi?

–Es que… Me quedé sin acompañante –susurró ella.

–Qué curioso –él esbozó una triste sonrisa–. Parece que está a la orden del día.

Aquel acento sexy y envolvente ejercía un poderoso hechizo sobre ella. No podía moverse ni apartar la vista de tanta belleza masculina, fuerte, ominosa, amenazante… Sus muslos eran como los troncos de dos robustos árboles.

¿Muslos? ¿En qué estaba pensando?

Jeremy le había conseguido el empleo en Caetani Worldwide y desde su llegada se las había ingeniado muy bien para pasar totalmente desapercibida ante su millonario jefe.

Sin embargo, en ese momento, bajo la hipnótica mirada de aquel hombre excepcional, sentía una imperiosa necesidad de seguirle la conversación, de preguntarle por qué. No era muy buena diciendo mentiras, ni siquiera cuando se trataba de mentiras piadosas. Pero aquellos ojos profundos, cálidos, le trasmitían una extraña confianza, como si supiera que podía decirle cualquier cosa, y que él lo entendería… Él la perdonaría, le mostraría piedad…

No.

Ella conocía muy bien a esa clase de hombres. Sabía ver lo que había detrás de aquella mirada embelesadora. Aquel príncipe mujeriego e implacable no podía ser capaz de mostrar piedad. Eso era imposible. Si llegaba a enterarse de lo de su padre, de lo de su primo, entonces la echaría a la calle sin la más mínima compasión.

–Lilley… –ladeó la cabeza. Sus ojos brillaron repentinamente–. ¿Cómo te apellidas?

–Smith –murmuró ella y entonces escondió una sonrisa.

–¿Y qué está haciendo en mi despacho, señorita Smith?

Su aroma, ligeramente almizclado, contenía unas notas de algo que no podía identificar, algo viril, algo que solo tenía él… Lilley sintió un escalofrío.

–Estoy repartiendo, eh, archivos.

–Ya sabe que mis archivos van para la señora Rutherford.

–Sí –admitió ella.

Él se acercó un poco más. Prácticamente podía sentir el calor de su cuerpo viril a través de la chaqueta de su traje negro.

–Dígame qué hace aquí, señorita Smith.

Ella tragó en seco y bajó la vista hacia la carísima alfombra que se extendía debajo de sus gastadas zapatillas de correr.

–Solo quería pasar unas horas trabajando tranquila y en paz. Sin que nadie me moleste –añadió.

–¿Un sábado por la noche? –le preguntó él con frialdad–. Estaba fisgoneando en mi despacho. Revisando mis archivos.

Ella levantó la vista.

–¡No!

El príncipe Alessandro se cruzó de brazos. Sus ojos oscuros eran inflexibles; su expresión parecía esculpida en piedra.

–Me estaba escondiendo –dijo ella con un hilo de voz.

–¿Escondiendo? –repitió él en un tono aterciopelado–. ¿Escondiéndose de qué?

Aunque no quisiera decirla, a Lilley se le escapó la verdad.

–De usted.

Alessandro la atravesó con una mirada afilada. Se inclinó hacia delante.

–¿Por qué?

Lilley apenas podía respirar, y mucho menos pensar. El príncipe Alessandro Caetani estaba demasiado cerca.

La suave luz dorada de la lámpara y la penumbra crepuscular del atardecer inundaban el amplio despacho.

–Estaba llorando –dijo ella en un susurro, intentando tragar a través del nudo que tenía en la garganta–. No podía quedarme en casa. Estoy un poco atrasada en el trabajo, y no quería que me viera porque estaba llorando.

Intentando no echarse a llorar allí mismo, Lilley apartó la vista. Si se ponía a llorar delante de su poderoso jefe, la humillación sería colosal. Él la despediría, sin duda, por haberse colado en su despacho, por el espectáculo lacrimoso, por llevar días de retraso… Cualquier excusa sería buena… Estaba a punto de perder lo único que le quedaba. Su trabajo. Sería el desenlace perfecto para el segundo peor día de toda su vida.

–Ah –dijo él suavemente, mirándola–. Por fin lo entiendo todo.

Lilley sintió una extraña flojera en los hombros. Él debía de estar a punto de decirle que recogiera sus cosas y se fuera de allí sin demora.

La mirada de aquel príncipe inmisericorde estaba llena de oscuridad, un océano a medianoche, insondable y misterioso, lo bastante profundo como para ahogarse en él.

–¿Estabas enamorada de él?

–¿Qué? –Lilley parpadeó–. ¿De quién?

Una sonrisa le tiró de las comisuras de los labios.

–De él.

–¿Qué le hace pensar que lloraba por un hombre?

–¿Y por qué lloran las mujeres si no?

Ella se echó a reír, pero más bien sonó como un sollozo.

–Todo ha salido mal hoy. Pensaba que sería más feliz si perdía algo de peso. Quise ir a correr. Un gran error –se miró las zapatillas viejas que llevaba puestas, la sudadera ancha y los pantalones de chándal–. Mi compañera de piso pensó que me había ido a trabajar. Cuando regresé al apartamento, me la encontré con mi novio. En la cama.

Alessandro le tocó la mejilla.

–Lo siento.

Lilley levantó la vista, sorprendida ante un gesto tan repentino de empatía. Entreabrió los labios. Chispas de calor parecían brotar de los dedos de él y la recorrían por dentro, propagándose por su cuello, su espalda… De repente sintió que los pechos le pesaban mucho. Los pezones se le habían endurecido bajo el sujetador deportivo.

Él aguzó la mirada.

–Pero eres muy guapa.

¿Muy guapa?

Aquellas palabras fueron como una bofetada para Lilley. Se apartó bruscamente.

–No.

Él frunció el ceño.

–¿No qué?

Tanta crueldad le cortó el aliento. La joven parpadeó rápidamente y le fulminó con la mirada.

–Sé que no soy guapa. Pero no pasa nada. Sé que tampoco soy muy lista, pero puedo vivir con ello. Pero que venga alguien a decirme lo contrario… –apretó los puños–. No es que sea condescendiente, ¡es una burla!

Alessandro la miró con ojos serios, sin decir ni una palabra. Lilley respiró profundamente y se dio cuenta de que acababa de echarle un rapapolvo a su jefe.

Entrelazó las manos.

–Estoy despedida, ¿no?

Él no contestó.

Un escalofrío de angustia la recorrió por dentro. Las manos empezaron a temblarle sin ton ni son. Recogió una carpeta del suelo y agarró el carrito de metal.

–Terminaré mi trabajo y recogeré mis cosas.

Él la agarró del brazo y la hizo detenerse.

–¿Un piropo es una burla? –le dijo, mirándola fijamente. Sacudió la cabeza–. Eres una chica muy rara, Lilley Smith.

La manera en que la miraba… Por un instante, Lilley llegó a pensar… Pero no. Era imposible. Llamarla rara simplemente era su forma de decir que era un fracaso sin remedio.

–Eso me dice siempre mi padre.

–No estás despedida.

Ella levantó la vista hacia él con esperanza.

–¿No?

Él se inclinó adelante, le quitó la carpeta de las manos y la puso sobre el carrito.

–Tengo otra penalización en mente. –¿La guillotina? –preguntó ella con un hilo de voz–. ¿La silla eléctrica?

–Venir conmigo al baile esta noche.

Lilley se quedó boquiabierta.

–¿Qué?

Aquellos ojos oscuros eran tan intensos como el chocolate derretido, tan ardientes como ascuas al rojo vivo.

–Quiero que seas mi acompañante.

Lilley se le quedó mirando con ojos incrédulos y el corazón desbocado. ¿Acaso estaba teniendo un extraño sueño? El príncipe Alessandro Caetani podía tener a las mujeres más bellas de todo el planeta, y ya había tenido a unas cuantas, según decían los periódicos sensacionalistas y las revistas de sociedad. Frunciendo el ceño, se dio la vuelta y miró detrás para asegurarse de que no se lo estaba diciendo a alguna bella estrella de cine o modelo de lencería que pasara por allí por casualidad.

–¿Y bien, cara? –le preguntó él, apremiándola–. ¿Qué me dices?

Lilley se volvió hacia él nuevamente. Se sentía casi mareada de tener tanta atención por parte de él. Estaba embriagada, consumida bajo aquella mirada abrasadora.

–No lo entiendo –dijo muy lentamente.

–¿Qué hay que entender?

Lilley se aclaró la garganta.

–No capto la broma.

–Yo nunca bromeo.

–¿No? Pues qué pena. Yo bromeo todo el tiempo –dijo ella–. Normalmente, sin darme cuenta.

Él ni siquiera sonrió. Se limitó a atravesarla con la mirada. Su rostro era impasible, tan hermoso…

–¿Está hablando en serio?

–Sí.

–Pero… Se trata del baile Preziosi di Caetani –dijo ella, casi tartamudeando–. Es el acontecimiento más importante de todo el verano. El alcalde asistirá. El gobernador.

Los paparazzi.

–¿Y?

–Podría ir con cualquier mujer.

–Pero quiero ir contigo.

Aquellas cuatro palabras tan sencillas se agarraron al corazón de Lilley como una planta enredadera. Entrelazó las manos para que no le temblaran tanto.

–Pero tiene novia. Lo he leído…

La expresión de Alessandro se endureció de repente.

–No.

–Pero Olivia Bianchi…

–No –repitió él.

Mordiéndose el labio inferior, Lilley le miró a los ojos. No le estaba diciendo toda la verdad, y el peligro que manaba de aquel cuerpo glorioso casi le abrasaba la piel. Si él llegaba a averiguar quién era ella en realidad, perdería su trabajo, o terminaría en los tribunales acusada de espionaje empresarial. Su instinto de supervivencia solo le decía una cosa…

«Corre…».

–Lo siento –dijo finalmente–. Pero no.

Los ojos de Alessandro se hicieron más grandes. Era evidente que se había llevado una gran sorpresa.

–¿Por qué?

Ella se mordió el labio.

–Mi trabajo…

–Dame una razón de verdad…

¿Una razón de verdad? ¿Decirle que era la hija de un hombre al que odiaba, y la prima de otro hombre al que odiaba mucho más? O también podía darle la mejor razón, la más grande de todas. Su fuerza, su poder y su extraordinaria belleza masculina la aterrorizaban. Conseguían que su corazón latiera sin control y la hacían temblar de los pies a la cabeza. Ningún hombre había ejercido semejante influjo sobre ella jamás, y no sabía qué hacer. Lo único que se le ocurría era echarse a correr.

–Mi novio… Mi exnovio… –atinó a decir, tartamudeando–. Estará esta noche en el baile con mi amiga, Nadia, así que no puedo ir.

–¿Él va a estar en el baile? –los ojos de Alessandro aguzaron la expresión–. ¿Lo conozco yo? ¿Conozco a ese hombre que te ha hecho llorar?

–Trabaja en el departamento de diseño de joyas de Preziosi.

Los ojos de Alessandro brillaron.

–Razón de más para ir. Cuando te vea colgada del brazo de Alessandro Caetani, sabrá lo que ha perdido y te rogará que vuelvas con él. Puedes aceptarle de nuevo o deshacerte de él. Eso es cosa tuya. Además, la chica se morirá de envidia.

Ella le miró con ojos perplejos.

–Usted no tiene problemas de autoestima, ¿no?

Él le devolvió una mirada serena y firme.

–Ambos sabemos que lo que digo es verdad.

Lilley apretó los labios, reconociendo que él tenía razón. Si acudía al baile acompañada de Alessandro Caetani, sería la mujer más envidiada de toda la ciudad, y de toda California.

Era delicioso imaginarse a Nadia y a Jeremy a sus pies, implorando perdón. Todas aquellas noches que había tenido que trabajar hasta tarde… Le había pedido a su amiga que se lo explicara a Jeremy… Y finalmente la habían traicionado. Ya no le quedaban amigos en la ciudad. Ni uno.

Levantó la mirada hacia Alessandro.

–No soy buena bailarina.

Él la miró de arriba abajo lentamente.

–Me cuesta creerlo.

–De niña asistí a clases de baile de salón, y mi profesor me aconsejó que lo dejara. Bailaba como un pato mareado. Todos mis novios se quejaban constantemente porque les pisaba los pies.

La expresión de Alessandro cambió; se hizo más suave.

–Aunque fuera cierto… La culpa sería de tu acompañante, no tuya. Es cosa del hombre llevar a la mujer.

Ella tragó en seco.

–Eh… Yo… Nunca lo había pensado. Simplemente di por sentado que la culpa era mía.

–Pues hiciste mal –le dijo él, levantando una ceja–. Pero, solo por curiosidad, ¿cuántos han sido?

–¿Qué?

–Tus novios.

Lilley no podía decirle la verdad. No podía darle el número real. Levantó la barbilla y le habló con un falso desparpajo.

–Unos cuantos.

–¿Diez?

La joven sintió un intenso calor en las mejillas.

–Dos –le confesó–. Un novio en el instituto y… –sintió un nudo en la garganta–. Y Jeremy.

–Jeremy. ¿Así se llama? ¿El que te rompió el corazón?

–Me traicionó –bajó la vista–. Pero no es eso lo que me rompió el corazón.

Él esperó, pero ella no se explicó más.

–Entonces sal esta noche. Tus habilidades artísticas no importan mucho, porque apenas vamos a bailar.

Ella le miró y esbozó una sonrisa pícara.

–¿Tienes miedo de que te pise los pies?

–Pero si es el patrocinador del baile Preziosi di Caetani.

–Así se recaudan fondos para una organización benéfica y Caetani Worldwide recibe una publicidad estupenda –le dijo en un tono serio–. Eso es lo que me importa en realidad. Me da igual bailar.

–Ah –dijo Lilley, insegura. Se mordió el labio–. Ya entiendo.

Pero no lo entendía en absoluto. ¿Cómo era posible que un hombre como el príncipe Alessandro, el rompecorazones más deseado, pudiera patrocinar un baile sin bailar? No tenía ningún sentido.

Él trató de agarrarle la mano.

–Vamos. Tenemos que darnos prisa.

Ella se apartó. Tenía miedo de que él fuera a tocarla de nuevo. Tenía miedo del extraño influjo que él ejercía sobre ella. Tragó en seco.

–¿Por qué yo?

–¿Y por qué no?

Lilley apretó la mandíbula y cruzó los brazos.

–Usted es famoso por muchas cosas, príncipe Alessandro, pero no se le conoce precisamente por llevar a empleadas a bailes benéficos.

Él echó atrás la cabeza y se echó a reír. Se volvió, fue hacia el cuadro modernista que estaba detrás de su escritorio, lo hizo girar y descubrió una caja fuerte. Introdujo la combinación, abrió la puerta y sacó dos gemelos de platino y diamantes.

–Me interesas, Lilley Smith. Ni una mujer entre mil me hubiera preguntado por qué antes de decirme que sí.

–Supongo que soy un poco rara –le dijo ella, observándole mientras se ponía sus carísimos gemelos.

Sin poder evitarlo, se fijó en la fuerza de sus muñecas, en el movimiento sensual de sus manos… Él hizo una pausa.

–Me quedé sin acompañante para el baile hace diez minutos.

–¿La señorita Bianchi?

–Sí.

Lilley había visto muchas fotos de la heredera de Milán, rubia, delgada, preciosa… Todo lo que ella no era. Bajó la vista.

–Yo no soy como ella.

–Y por eso eres perfecta –dijo él con contundencia–. Olivia verá que no me gusta nada que me den un ultimátum. Necesito acompañante y acabo de encontrarte en mi despacho. Es el destino.

–El destino –susurró ella.

Él rodeó el escritorio. Su corpulento cuerpo arrojaba una sombra grande y oscura. La miró fijamente.

–Necesito acompañante. Tú necesitas vengarte. Ese Jeremy estará a tus pies antes de que termine la noche.

Lilley sintió un escalofrío por la espalda. Por mucho daño que le hubieran hecho, sabía que la venganza estaba mal. Además, estar tan cerca de Alessandro la asustaba. No se trataba solo de su trabajo. Él la hacía sentir tan… extraña.

–¿Por qué dudas tanto? –le preguntó él–. ¿Estás enamorada de él?

Ella sacudió la cabeza.

–Es que…

–¿Qué?

Tragando en seco, Lilley se apartó.

–Nada.

–Te he observado durante semanas. Siempre me esquivas.

Ella abrió la boca, sorprendida.

–¿Me ha visto?

Él asintió con la cabeza.

–Siempre te escabulles por el lado contrario cuando te cruzas conmigo en los pasillos. Esa clase de comportamiento en una mujer… Es bastante singular. Me confundía mucho. Pero ahora lo entiendo.

–¿Ah, sí?

Él le tocó la mejilla y la obligó a mirarle a los ojos.

–La mayoría de las mujeres a las que conozco habrían dejado a sus amantes y novios en un abrir y cerrar de ojos para estar conmigo. La lealtad es una cualidad que escasea. Ese hombre que te traicionó es un loco.

No podía discutírselo. Levantó la vista hacia él, embelesada.

Él bajó la mano.

–Pero no tienes nada que temer –le dijo sencillamente–. Nuestro romance solo será una ilusión. No te llamaré mañana. No te llamaré nunca. Después de esta noche, volverás a ser mi empleada, y yo seré tu jefe. Fingiré no haberte visto mientras tú te dedicas a esquivarme.

Lilley tragó con dificultad. Todavía sentía el rastro del tacto de sus dedos en la mejilla.

–Quiere decir que si voy al baile con usted esta noche… –susurró–. ¿Me ignorará mañana? ¿Me ignorará para siempre?

–Sí.

Lilley soltó el aliento. Tenía que hacerle olvidar su existencia. Era la única forma de asegurarse de que él no sintiera curiosidad de ahondar en las lagunas de su currículum vitae. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, sabía que esa no era la única razón.

«Siempre estás huyendo, Lilley».

Las palabras de Jeremy retumbaban en sus oídos.

«Me dijiste que viniste a San Francisco para poner un negocio de joyería y pasar tiempo conmigo. Sin embargo, desde que llegaste no has hecho ninguna de las dos cosas. O bien no me querías, ni a mí ni a tu negocio, o eres la persona más cobarde que he conocido».

Lilley cerró los ojos. Esa mañana, estaba demasiado enfadada como para atender a razones. Jeremy y Nadia la habían traicionado. Las cosas eran así de sencillas. Ella no había hecho nada malo…