Matrimonio con cláusulas - Jennie Lucas - E-Book

Matrimonio con cláusulas E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

La cláusula en su matrimonio de conveniencia: «Nunca podrás enamorarte de mí».   Emmie no le había dicho a nadie quién era el padre de su hijo. De todos modos, ¿quién creería que la secretaria Emmie Swenson, con sus trajes pantalón de segunda mano, había pasado una noche explosiva con su multimillonario jefe griego? ¿O que Theo Katrakis le pidiese... no, que exigiera que Emmie, embarazada, se casase con él? El deseo de Theo era que la boda se celebrase en Nueva York y luego viajar a las islas griegas. Pero durante su luna de miel, un anhelo insaciable comenzó a arder entre los recién casados. El corazón de Theo, atormentado e irreparable, estaba rígidamente encerrado... ¿Podría ser Emmie quien lo liberase por fin?

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Seitenzahl: 182

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Jennie Lucas

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Matrimonio con cláusulas, n.º 3152 - abril 2025

Título original: Nine-Month Notice

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370005399

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Emmaline Swenson siempre había sabido cuál era su sitio. Con cuatro hermanos menores, un padre que intentaba mantener a flote su negocio y una madre enferma, su obligación era ayudar a su familia y no pensar en ella misma.

Siempre había sabido que no era guapa. Con el pelo lacio, de un color rubio deslavado, y una figura con tendencia a la gordura, de adolescente soñaba con enamorarse de un hombre maravilloso y compartir un primer beso apasionado a la luz de la luna. Pero incluso entonces sabía que el romance era improbable para una chica tan sencilla como ella.

Más tarde, a los veintisiete años, se enamoró. Durante una noche perfecta se había sentido deseable, hermosa y amada en los brazos del hombre más deslumbrantemente y atractivo del mundo.

A la mañana siguiente todo había terminado.

Ahora, a los veintiocho años, los sueños románticos que tuvo alguna vez se habían esfumado para siempre.

–¿Estás lista, cariño?

Emmie vio a su padre en la puerta de la habitación, sus ojos azules brillando de alegría.

–Ojalá tu madre pudiese verte ahora –susurró–. Estaría muy orgullosa de ti.

–Gracias, papá –murmuró Emmie, con un nudo en la garganta.

No sabía si su madre estaría orgullosa de ella. Margie Swenson siempre había tratado de convencerla de que mirase más allá de la rutina del trabajo y las tareas domésticas y buscase la belleza de la vida.

Emmie esperaba seguir ese consejo algún día, pero no aquel.

El día de su boda.

Al ver su expresión, el brillo en los ojos de su padre desapareció.

–¿Pasa algo?

–Por supuesto que no.

Forzando una sonrisa, Emmie se levantó del tocador y se colocó frente a la ventana, dejando que el sol de junio iluminase su vestido de satén blanco.

Había sido el vestido de novia de su madre y, en su condición actual, le quedaba más que ajustado. Debería haber acudido a una costurera porque había perdido la cintura, pero le quedaba bien apenas dos semanas antes, cuando aceptó casarse con Harold Eklund.

Un hombre al que no amaba. Un hombre mucho mayor que ella. Un hombre al que ni siquiera había besado.

Le temblaban las rodillas cuando tomó el ramo de rosas rojas y se arriesgó a mirarse en el espejo de cuerpo entero. El vestido, algo descolorido, no era nada favorecedor en su cuerpo de embarazada y hacía que su abdomen y sus pechos pareciesen enormes.

Estaba pálida a pesar del maquillaje que se había aplicado siguiendo las instrucciones de un vídeo tutorial. Llevaba el pelo recogido bajo el velo de su madre, el tocado de tul fijado torpemente sobre su cabeza, como un fajo de pañuelos de papel pegados de cualquier manera.

Emmie lamentó amargamente no haber aceptado la oferta de Honora, su mejor amiga, de contratar a un estilista y un maquillador profesional. Ya era demasiado tarde para eso. Honora debería haber sido su madrina, pero había tenido que irse al Caribe la noche anterior porque su abuelo había sufrido un accidente mientras hacía un crucero con su nueva esposa.

–El abuelo está mejor –le había dicho por teléfono–. Pero lamento tanto perderme tu boda.

–Espero que se recupere pronto.

–Prometo que lo celebraremos en cuanto regrese –su mejor amiga había hecho una pausa–. ¿Estás segura de lo que vas a hacer? Parece tan repentino.

Emmie había mentido. Le había dicho que estaba segura, pero la verdad era que no estaba segura en absoluto. De hecho, tenía que hacer un esfuerzo para fingir que era una novia feliz. Ni siquiera pudo convencer del todo a su padre, aunque él quería creerlo con todo su corazón. A Honora, en cambio, no podría engañarla.

Pero prefería casarse con alguien a quien no amaba antes que avergonzar a su familia, que ya estaba afligida de dolor por la muerte de su madre. Durante el último mes, cuando ya era imposible ocultar el embarazo, Emmie Swenson había sido la comidilla del vecindario. Cuando su padre y sus hermanos exigieron saber el nombre del hombre que la había seducido y abandonado, ella dijo que había tenido una aventura de una noche en Río de Janeiro mientras estaba allí trabajando con su jefe, Theo Katrakis. Lo cual era cierto hasta cierto punto.

Theo.

No quería pensar en él.

Sujetando el ramo de rosas con una mano, tomó el brazo de su padre con la otra, decidida.

Su padre le dio una palmadita en la mano.

–Estoy orgulloso de ti, cariño. Harold es un buen hombre y seguro que seréis felices.

Emmie así lo esperaba. La muerte de su madre siete meses antes había causado un gran dolor a su familia y, desde que reveló su embarazo el mes anterior, sus hermanos se habían metido en múltiples peleas para defender su honor.

Estaba agradecida a Harold Eklund por haberle ofrecido una salida. El anciano viudo, amigo de su familia, vivía solo desde hacía años. Su apartamento estaba desordenado, rara vez llevaba la ropa limpia y sobrevivía a base de refrescos y sándwiches baratos. Le había ofrecido un hogar a cambio de que atendiese la casa y le preparase la cena. No se trataba de amor y mucho menos de sexo, pero Harold era un hombre amable. Se sentía solo y podrían ayudarse mutuamente. Ella podría trabajar desde casa, llevando la contabilidad del negocio de su padre. Y no estaría casada con Harold para siempre… ¿o sí?

Desde que se anunció el compromiso dos semanas antes, sus hermanos ya no volvían a casa ensangrentados y su padre podía salir a la calle con la cabeza bien alta.

Mientras su familia fuera feliz, Emmie podría vivir sin amor.

Además, el amor solo le había roto el corazón.

–¿Estás segura de esto, cariño? –su padre la miró cuando llegaron a las puertas de la iglesia–. Harold es un buen hombre, pero el matrimonio es una cosa muy seria.

Emmie respiró hondo.

–Estoy segura.

Karl Swenson asintió, esbozando una sonrisa incierta mientras empujaba las puertas de la iglesia.

La música del órgano rompió a su alrededor como una ola y la gente apiñada en los bancos se puso de pie ruidosamente. Los Swenson y los Eklund habían vivido en el pequeño barrio de Queens durante cien años y todos habían ido a ver a la deshonrada joven casarse con el viudo jubilado.

Y mientras todos miraban boquiabiertos su abultado abdomen, ella deseó que se la tragase la tierra. Ser el centro de atención era a la vez estimulante y aterrador.

«Theo te hacía sentir así». «La noche que…».

Emmie apartó de sí el recuerdo. No podía pensar en Theo cuando estaba a punto de casarse con otro hombre.

Harold Eklund la esperaba frente al altar, junto al sacerdote, su fino cabello gris peinado hacia atrás, el traje anticuado, demasiado estrecho.

Mientras avanzaba lentamente por el pasillo de la iglesia, Emmie miró su anillo de compromiso, con un pequeño diamante, que había sido el anillo de su difunta esposa.

–Ella querría que lo tuvieras –le había dicho Harold dos semanas antes, con los ojos húmedos–. Betty te agradecería que me aceptaras hasta que… en fin, hasta que me reúna con ella.

Cuando llegaron al altar, la música del órgano se detuvo abruptamente y la iglesia quedó en silencio.

El sacerdote se aclaró la garganta antes de anunciar:

–Estamos aquí reunidos…

Emmie era vagamente consciente de que su padre se apartaba y de que Harold tomaba su mano con torpeza.

«El matrimonio es una cosa muy seria».

Emmie intentó recordar por qué estaba haciendo aquello, uniendo su vida para siempre a la de un hombre al que apenas conocía.

Pero no veía los pálidos ojos azules de Harold sino los de otro hombre, peligrosos y negros. Tembló al recordar el brillo ardiente de esos ojos…

–Si alguien puede demostrar una causa justa por la que esta pareja no pueda unirse en matrimonio –estaba diciendo el sacerdote– que hable ahora o calle para siempre…

–Yo la tengo.

La voz profunda de un hombre hizo que el suelo de piedra temblase bajo sus pies. Conteniendo el aliento, Emmie giró la cabeza.

Un hombre alto acababa de entrar en la iglesia, vestido de oscuro, con esos feroces ojos negros que habían atravesado su alma.

Theo.

¡Había ido a buscarla!

 

 

Aquella mañana, cuando despertó en Río, Theo Katrakis supo que había cometido un gran error.

¿Pero y qué? Su vida estaba plagada de errores. Él hacía caso omiso y seguía adelante. Los errores no le habían impedido tener éxito. De hecho, a menudo pensaba que era todo lo contrario.

Todos hablaban de la necesidad de una vida equilibrada, llena de trabajo, sí, pero también de amigos y familiares, pequeños placeres, pasatiempos y amor; amor para toda la vida, amor sobre todo.

Pero esa no era la forma de conseguir una fortuna de mil millones de dólares. La forma de hacerlo era justo la contraria: ignorar todo lo demás y concentrarse obsesivamente en el trabajo durante dieciséis, dieciocho o veinte horas al día y luego dormir un poco. Despertar al día siguiente y hacerlo de nuevo, una y otra vez.

No eran necesarios los amigos, ni los pequeños placeres, ni las aficiones. No conocía a ningún vecino en el rascacielos de Manhattan ni en ninguna de sus muchas propiedades por todo el mundo, aisladas por altos muros y guardias de seguridad.

¿Y el amor para toda la vida?

Eso era lo menos deseable de todo.

Había una razón por la que Theo había llegado a los treinta y nueve años sin esposa ni hijos: tenía mejores cosas que hacer. Era un huérfano que vivía en las calles de Atenas cuando, a los dieciséis años, el hermano de su padre lo llevó a vivir a Nueva York. Tras la muerte de su tío, Theo había convertido su agencia inmobiliaria en una empresa de alto nivel cuando tenía veinticinco años y en un imperio internacional a los treinta.

El trabajo era lo único que importaba. El trabajo aportaba poder y dinero, y eso hacía que un hombre fuese a prueba de balas.

Cuando Emmie renunció a su puesto sin previo aviso, pocos días después de la noche que pasaron juntos, Theo se dijo a sí mismo que sobreviviría. Era un inconveniente, sin duda, pero buscaría una nueva secretaria y seguiría adelante.

Y lo había hecho. No había parado de trabajar y no había vuelto a Nueva York en los últimos siete meses. No porque estuviese evitándola, eso sería ridículo. Sencillamente, durante los últimos meses había estado muy ocupado haciendo negocios en el extranjero.

Pero su amigo Nico lo había llamado el día anterior y fue entonces cuando descubrió que el error que había cometido al acostarse con su secretaria siete meses antes era incluso mayor de lo que hubiera podido imaginar.

Un error que cambiaría su vida para siempre.

Estaba en su yate, de camino hacia el placentero trabajo de destruir su nueva propiedad en la isla de Lyra, cuando recibió la llamada. Y entonces, mientras el sol se ponía sobre el oscuro zafiro del mar Egeo, se enteró de que su antigua secretaria iba a casarse al día siguiente. Porque estaba embarazada.

–¿No lo sabías? –Nico resopló, irónico–. Le contó a Honora que tuvo una aventura en Río de Janeiro. Supongo que se lio con algún desconocido en un momento de locura.

Emmie embarazada después de una aventura en Río. El corazón de Theo se volvió loco.

–Es imposible –murmuró.

–Tampoco yo puedo creerlo. Emmie siempre me pareció una chica tan sensata –Nico hizo una pausa–. ¿Nunca la viste con otro hombre?

–No.

Theo recordó el temblor de sus labios cuando la besó, su torpeza, su vacilación. No sabía qué hacer. Emmie era virgen y ni siquiera sabía besar.

Luego, a la mañana siguiente, recibió la terrible llamada sobre la muerte de su madre y regresó a Nueva York. Pero Theo no podía creer que se hubiera arrojado a los brazos de otro hombre después del funeral, rodeada de su afligida familia.

No, ese hijo tenía que ser suyo.

Y ella no se lo había dicho.

–Se va a casar con un anciano de Queens, un amigo de su padre –dijo Nico–. Ni siquiera Honora puede entender por qué. Le ofrecimos ayuda, pero ella no la aceptó y se me ha ocurrido que tal vez podrías ofrecerle su antiguo empleo. Yo creo que va a casarse porque tiene problemas económicos.

Casarse por problemas económicos.

«Tengo que casarme con él, cariño. No sobreviviremos si no lo hago».

Theo se apoyó en la barandilla del yate mientras recordaba la voz temblorosa de su madre.

–Es un país libre, puede casarse con quien quiera.

–¿Qué pasó entre vosotros? Pensé que Emmie había renunciado al trabajo para cuidar de su familia, pero me parece extraño que no te haya invitado a la boda.

–Nunca fuimos amigos –dijo Theo evasivamente.

–Pero sé que os llevabais muy bien y… oh, no –Nico contuvo el aliento–. ¿La sedujiste? Dime que no la sedujiste.

Theo apretó los dientes.

–No –dijo pesadamente–. No la seduje.

Y era verdad, o lo era en parte. Pero lo que había sucedido esa noche seguía siendo enteramente culpa suya. Solo suya.

Hacía mucho tiempo que había aceptado quién era. Tres años antes, su última novia le había arrojado un plato a la cabeza cuando la dejó en el restaurante Le Bernardin.

–¡Eres un canalla egoísta y sin corazón, Theo Katrakis! –había gritado Celine, con su acento francés.

El plato se estrelló contra la pared, pero las palabras dieron en el blanco.

¿Cómo podía negar algo que era cierto?

Ser un canalla egoísta y sin corazón lo había convertido en el hombre que era. Si las mujeres decidían acostarse con él sabiendo que no tenía intención de mantener una relación formal… bueno, ese era su problema.

Una antigua secretaria abandonó su puesto en medio de un acuerdo crítico en Tokio porque decía haberse enamorado de él. Había perdido millones por culpa de la historia de amor más cara de su vida, lo cual era irónico ya que ni siquiera se había acostado con ella.

Buscando una sustituta, había acudido a una fiesta en la casa de Nico y Honora en los Hampton cuando de repente miró a Emmie Swenson, la quisquillosa amiga de la esposa de Nico, y se dio cuenta de que tenía tres cualidades excelentes: era absolutamente digna de confianza, un genio con los números y, además, lo despreciaba.

No había sido fácil convencerla para que aceptase el puesto, pero Emmie necesitaba dinero para pagar las facturas médicas de su madre, enferma de cáncer, y el negocio de fontanería de su padre no parecía mantenerse a flote. Él le había ofrecido cuadruplicar su salario, por lo que no tuvo más remedio que aceptar.

–Solo prométeme que nunca te enamorarás de mí –le había dicho.

En sus ojos, de un color azul violeta, había aparecido un brillo alegre que casi la hacía parecer guapa.

–Es una promesa fácil de hacer. Las ranas criarían pelo antes de que yo me enamorase de ti, Theo Katrakis.

La arriesgada apuesta de Theo dio sus frutos, como solía ocurrir con sus apuestas más arriesgadas. Emmie aprendió enseguida las complejidades de su nuevo trabajo y se convirtió en la mejor secretaria que había tenido nunca: precisa, exacta, una campeona protegiéndolo de todo aquello con lo que no quería lidiar. Durante más de un año, ella había organizado su agenda a la perfección, convirtiéndose en su mano derecha.

Hasta esa noche, cuando descubrió que bajo los aburridos trajes anchos que llevaba como armadura, Emmie Swenson era una mujer sensual, indescriptiblemente hermosa, con unos labios de fuego.

Hasta esa noche en Río…

Pero no podía pensar en eso.

Tal vez que Emmie se casara era lo mejor. Aunque su novio solo fuese un amigo de la familia. Quizá podría hacerla feliz. Quizá podría compartir sus sentimientos. Quizá el hombre tenía sentimientos.

A diferencia de él. Y a su edad, a punto de cumplir los cuarenta, nunca cambiaría.

Theo abrió la boca para decirle a Nico que daba igual, que le pediría a su nueva secretaria que le enviase un regalo de boda, que no le importaba.

Pero entonces…

Su hijo.

–¿Llamarás a Emmie? –insistió Nico–. ¿Le pedirás que vuelva a la oficina?

–Haré algo más que eso –respondió Theo con tono sombrío–. Iré a Nueva York y hablaré con ella.

Regodearse ante las ruinas en la isla de Lyra tendría que esperar.

Emmie había mantenido a su hijo en secreto.

Le había mentido con su silencio. Ni siquiera le había dado una oportunidad.

 

 

Su avión privado aterrizó en un pequeño aeropuerto a las afueras de Nueva York, donde lo esperaba su moto, y Theo apretó el acelerador en dirección a Queens, girando peligrosamente entre los coches, el motor rugiendo en su determinación de llegar a tiempo a la iglesia.

Frío. Tenía que ser frío. Perder los estribos sería una muestra de debilidad, dejaría claro que le importaba. No, sería de hielo.

Por fin, llegó a la vieja iglesia de Queens, entre antiguas tiendas y edificios sin ascensor. Era un barrio de clase trabajadora, un sitio más animado y sociable que la zona rica de Manhattan.

Theo aparcó a toda prisa, dejó el casco sobre la Ducati, subió las escaleras de la iglesia y empujó las puertas. Sus firmes pasos resonaron sobre las losas de piedra, pero vaciló al ver al anciano novio. ¿Qué? ¿Ese era el hombre que Emmie había elegido? ¿Por delante de él?

Ella parecía incómoda, incluso angustiada, y no era de extrañar. El velo era anticuado y el vestido blanco le quedaba estrecho, destacando el abultado abdomen bajo el que crecía su hijo.

Le había ocultado la verdad para excluirlo, para dejarlo impotente…

–No siga adelante –sentenció, acercándose al altar.

Todos se volvieron hacia él. El sacerdote se quedó boquiabierto y, bajo el velo de tul, Emmie lo miró con gesto horrorizado.

–Theo –susurró–. ¿Qué… qué haces aquí?

Él miró su abultado abdomen antes de mirarla a los ojos.

–¿Estás embarazada de mi hijo?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

El corazón de Emmie se aceleró mientras apretaba el ramo de rosas rojas. Miró al multimillonario griego que estaba frente a ella, el hombre con el que había soñado todas las noches durante los últimos siete meses, sueños ardientes y sensuales que la dejaban jadeando de deseo.

«¿Estás embarazada de mi hijo?».

«¡No!», quería gritar. «Tú no puedes ser el padre porque no sabrías quererlo».

Había ocultado el embarazo durante meses con la esperanza de poder esquivar esa bala. No había mentido sobre la paternidad, solo esperaba que Theo no se enterase. Simplemente, le ahorraría la molestia de rechazarla a ella y a su hijo.

Tenía que ser sensata. Había trabajado durante años en un sótano sin ventanas para una empresa de Manhattan antes de convertirse en secretaria de un magnate amoral y despiadado al que despreciaba. En una familia que apenas podía pagar las facturas, alguien tenía que ser práctico.

Pero no había sido capaz de ser práctica con él. Sabía que Theo habría pagado la manutención, por razones legales. Pero aunque había levantado el teléfono varias veces, simplemente no podía hacerlo. Aunque el negocio de fontanería de su padre perdía dinero todos los meses, no podía llamar a Theo para pedirle dinero. Su orgullo no se lo permitía.

O tal vez había tenido miedo de darle tanto poder sobre ella. Porque, una vez que lo supiera, nunca podría dejar de ser la madre de su hijo.

Pero ahora estaba allí y Emmie se atragantó:

–¿Quién te lo dijo?

–Tú no, esa es la cuestión –respondió Theo Katrakis, su acento griego más marcado que de costumbre, su expresión airada mientras se acercaba al altar–. Me mentiste.

Los susurros recorrieron la iglesia como un reguero de pólvora.

–Yo… no te mentí –dijo Emmie entrecortadamente.

Los ojos negros de Theo se posaron en su abdomen.

–Me mentiste.