Bailando juntos - Un jeque despiadado - El retorno del extraño - Jennie Lucas - E-Book

Bailando juntos - Un jeque despiadado - El retorno del extraño E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Bailando juntos Como Cenicienta en el baile… El sueño de Lilley estaba a punto de hacerse realidad. Iba a cambiar los trajes grises por un vestido fabuloso y unos tacones de infarto, y bailaría toda la noche en brazos de un hombre al que todas deseaban… pero solo sería una noche. Y cuando dieran las doce… Alessandro Caetani la abandonaría. Él no era de los que buscaban ese final de cuento de hadas. Lo único que quería en realidad era llevarse a la cama a esa secretaria tan recatada. Lilley nunca se había arriesgado tanto, pero esa iba a ser la única noche en que iba a vivir peligrosamente… ¿Quién pondría fin a esa aventura de ensueño? Un jeque despiadado De las brillantes luces de Las Vegas… al resplandor de las joyas del desierto  Un minúsculo biquini no era el atuendo que le hubiera gustado llevar a Rachel Donnelly al conocer al jeque Karim al Safir. Sobre todo siendo él tan atractivo y estando… tan vestido. Karim se quedó horrorizado al conocer a la madre de su recién descubierto sobrino. La emoción que sintió al contemplar el cuerpo medio desnudo de Rachel contradijo su reputación de jeque sin corazón, pero lucharía con todas sus fuerzas para asegurarse de que el heredero al trono fuera educado en Alcantar. El retorno del extraño En el páramo golpeado por el viento, la solitaria figura de aquel hombre juró vengarse de la mujer que una vez destruyó el último fragmento de su corazón… Lady Katherine Charlton nunca había olvidado al chico solitario de su infancia, el chico con los puños siempre preparados y el corazón roto. Ahora, el rebelde había vuelto, su cólera apenas disimulada bajo un pulido y autocrático exterior. Cuando diez años de escándalos y secretos salieron a la luz tras un apasionado y furioso beso, el más profundo y oscuro deseo de Heath cristalizó en una promesa: Kat sería suya y al fin podría vengarse.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid www.harlequiniberica.com

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 494 - marzo 2025

© 2012 Jennie Lucas Bailando juntos Título original: A Night of Living Dangerously

© 2012 Sandra Marton Un jeque despiadado Título original: Sheikh Without a Heart

© 2011 Kate Walker El retorno del extraño Título original: The Return of the Stranger Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1074-481-3

Índice

Créditos

Bailando juntos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Un jeque despiadado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

El retorno del extraño

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

HAY ALGUIEN por aquí?

La voz del hombre sonaba dura, retumbaba a lo largo de aquellos oscuros corredores. Tapándose la boca con una mano, Lilley Smith contuvo los sollozos como pudo y trató de esconderse en la penumbra. Era sábado por la tarde y, aparte de los guardas de seguridad que estaban en el vestíbulo de la planta baja, creía que no había nadie más en aquel edificio de veinte plantas. Pero eso había sido unos segundos antes… Acababa de oír la campanita del ascensor y había salido corriendo a esconderse en el despacho más cercano, con el carrito archivador a cuestas.

Estirando un pie, Lilley cerró la puerta con sigilo, empujándola con el hombro. Se frotó los ojos, hinchados y lacrimosos, y procuró no hacer ni el menor ruido hasta que el hombre que estaba en el pasillo se fuera.

Había tenido un día tan horrible que casi resultaba gracioso, después de todo. Después de volver a casa tras un desastroso intento de ir a correr, se había encontrado a su novio en la cama con su compañera de piso. Luego había perdido el negocio de sus sueños. Y para colmo, al llamar a casa en busca de algo de consuelo, se había encontrado con que su padre la había desheredado. Un día impresionante… Incluso para alguien como ella.

Normalmente le hubiera molestado mucho tener que ponerse al día en el trabajo durante el fin de semana, pero en un día como ese, ni siquiera se había dado cuenta. Llevaba dos meses empleada en Caetani Worldwide, pero todavía le costaba el doble de tiempo que a su compañera Nadia clasificar los archivos, repartirlos y recogerlos.

Nadia. Su compañera de trabajo, de piso y, hasta esa misma mañana, su mejor amiga. Suspirando, Lilley se recostó contra el carrito de archivos, recordando la cara de Nadia al levantarse de la cama con Jeremy. Cubriéndose con un albornoz, había soltado un grito y le había pedido que la perdonara mientras Jeremy intentaba echarle la culpa a ella.

Lilley había salido corriendo del apartamento y se había ido directamente a buscar el autobús que llevaba al centro de la ciudad. Perdida, buscando consuelo desesperadamente, había llamado a su padre por primera vez en tres años. Pero eso tampoco había salido muy bien.

Por suerte todavía le quedaba el trabajo. Era lo único que tenía en ese momento. Pero ¿cuándo se iría el extraño que estaba en el pasillo? ¿Cuándo? No podía dejar que nadie la viera de esa manera, con los ojos rojos, trabajando tan despacio como una tortuga porque las letras y los números le bailaban delante de los ojos. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué no estaba bailando y bebiendo champán en la fiesta benéfica como todos los demás?

Lilley se estremeció. Nunca antes había estado en aquel despacho, pero era grande y frío. Los muebles eran de madera noble y oscura. Había una exquisita alfombra turca sobre el suelo y los enormes ventanales ofrecían una hermosa vista crepuscular del centro de San Francisco y de la bahía que estaba más allá. Lilley se volvió lentamente para contemplar los frescos que decoraban el techo. Era un despacho digno de un rey… Digno de…

Un príncipe.

Lilley abrió la boca. Una descarga de pánico la recorrió de los pies a la cabeza y entonces, involuntariamente, dejó escapar un pequeño grito.

La puerta del despacho se abrió. Lilley reaccionó por puro instinto y se escurrió entre las sombras hasta meterse en el armario más cercano.

–¿Quién anda ahí? –la voz del hombre era seria y grave.

Con el corazón desbocado, Lilley miró por la ranura de la puerta y vio la silueta corpulenta de un hombre de espaldas anchas bajo la tenue luz del pasillo. Esa era su única salida, pero él estaba justo en medio.

Se cubrió la boca con ambas manos al darse cuenta de que había dejado el carrito detrás del sofá de cuero negro. Si encendía la luz, el hombre lo vería enseguida. Que la sorprendieran llorando en el pasillo era humillante, pero si la pillaban fisgando en el despacho del director general de la empresa, entonces estaba perdida.

–Sal –los pasos del hombre sonaban pesados y ominosos sobre el suelo–. Sé que estás aquí.

El corazón de Lilley se paró un instante al reconocer aquella voz profunda con un acento muy particular. No era el conserje, ni un secretario rezagado… La persona que estaba a punto de sorprenderla fisgoneando era el mismísimo director.

Alto, corpulento e imponente, el príncipe Alessandro Caetani era un multimillonario que se había hecho a sí mismo, el director general de un conglomerado de empresas multinacional cuyos tentáculos se extendían por todo el planeta. Pero también era un mujeriego empedernido y despiadado. Todas las mujeres que trabajaban en las oficinas de San Francisco, desde la secretaria más joven hasta la vicepresidenta cincuentona, estaban enamoradas de él.

Ese era el hombre que estaba a punto de pillarla con las manos en la masa.

Tratando de no respirar, Lilley retrocedió un poco más hacia el interior del armario, apretándose detrás de las chaquetas, contra la pared. Sus trajes olían a sándalo, a poder… Cerró los ojos y rezó por que el príncipe se fuera y siguiera su camino. Por una vez en su vida, deseaba desesperadamente que ese talento suyo para ser invisible ante los hombres surtiera efecto.

La puerta se abrió de golpe. Alguien apartó las chaquetas…

Y una enorme mano la agarró de la muñeca sin contemplaciones. Lilley dejó escapar un pequeño grito. El príncipe Alessandro la sacó del armario de un tirón.

–Te tengo –masculló él.

Encendió una lámpara y un enorme círculo de luz dorada llenó la estancia a su alrededor.

–Pequeña fis…

Y entonces la vio. Los ojos de Alessandro se hicieron enormes de repente. Lilley respiró y, muy a su pesar, no tuvo más remedio que mirar a los ojos a su jefe por primera vez.

El príncipe Alessandro Caetani era el hombre más apuesto que había visto jamás. Su cuerpo, musculoso y tenso bajo aquel exquisito traje de firma, y sus ojos fríos e inflexibles, nunca dejaban indiferente a nadie. Su nariz aristocrática hacía un interesante contraste con aquella mandíbula angulosa, ruda y provocadora, cubierta en ese momento por una fina barba de medio día. Si las leyendas eran ciertas, Alessandro Caetani era medio príncipe, medio conquistador…

–Yo te conozco –él frunció el ceño. Parecía confundido–. ¿Qué estás haciendo aquí?

A Lilley le ardía la muñeca justo donde él la estaba tocando. Chispas de fuego corrían a lo largo de su brazo, propagándose por todo su cuerpo.

–¿Qué?

Él la soltó abruptamente.

–¿Cómo te llamas?

Lilley tardó un momento en contestar.

–Li-Lilley –pudo decir al final–. De archivos.

El príncipe Alessandro aguzó la mirada. Caminó a su alrededor y la miró de arriba abajo. Lilley sintió un repentino calor en las mejillas. Comparada con aquel hombre perfecto vestido con un sofisticado traje, ella no era más que una pobre oficinista, asustadiza y desarreglada con una sudadera y unos pantalones de chándal grises y anchos.

–¿Y qué estás haciendo aquí, Lilley de archivos? ¿Sola en mi despacho un sábado por la noche?

Ella se humedeció un poco los labios y trató de controlar el temblor de las rodillas.

–Yo estaba… estaba… Estaba… eh… –su mirada cayó sobre el carrito de archivos–. ¿Trabajando?

Él siguió su mirada y arqueó una ceja.

–¿Por qué no estás en la fiesta Preziosi?

–Es que… Me quedé sin acompañante –susurró ella.

–Qué curioso –él esbozó una triste sonrisa–. Parece que está a la orden del día.

Aquel acento sexy y envolvente ejercía un poderoso hechizo sobre ella. No podía moverse ni apartar la vista de tanta belleza masculina, fuerte, ominosa, amenazante… Sus muslos eran como los troncos de dos robustos árboles.

¿Muslos? ¿En qué estaba pensando?

Jeremy le había conseguido el empleo en Caetani Worldwide y desde su llegada se las había ingeniado muy bien para pasar totalmente desapercibida ante su millonario jefe.

Sin embargo, en ese momento, bajo la hipnótica mirada de aquel hombre excepcional, sentía una imperiosa necesidad de seguirle la conversación, de preguntarle por qué. No era muy buena diciendo mentiras, ni siquiera cuando se trataba de mentiras piadosas. Pero aquellos ojos profundos, cálidos, le trasmitían una extraña confianza, como si supiera que podía decirle cualquier cosa, y que él lo entendería… Él la perdonaría, le mostraría piedad…

No.

Ella conocía muy bien a esa clase de hombres. Sabía ver lo que había detrás de aquella mirada embelesadora. Aquel príncipe mujeriego e implacable no podía ser capaz de mostrar piedad. Eso era imposible. Si llegaba a enterarse de lo de su padre, de lo de su primo, entonces la echaría a la calle sin la más mínima compasión.

–Lilley… –ladeó la cabeza. Sus ojos brillaron repentinamente–. ¿Cómo te apellidas?

–Smith –murmuró ella y entonces escondió una sonrisa.

–¿Y qué está haciendo en mi despacho, señorita Smith?

Su aroma, ligeramente almizclado, contenía unas notas de algo que no podía identificar, algo viril, algo que solo tenía él… Lilley sintió un escalofrío.

–Estoy repartiendo, eh, archivos.

–Ya sabe que mis archivos van para la señora Rutherford.

–Sí –admitió ella.

Él se acercó un poco más. Prácticamente podía sentir el calor de su cuerpo viril a través de la chaqueta de su traje negro.

–Dígame qué hace aquí, señorita Smith.

Ella tragó en seco y bajó la vista hacia la carísima alfombra que se extendía debajo de sus gastadas zapatillas de correr.

–Solo quería pasar unas horas trabajando tranquila y en paz. Sin que nadie me moleste –añadió.

–¿Un sábado por la noche? –le preguntó él con frialdad–. Estaba fisgoneando en mi despacho. Revisando mis archivos.

Ella levantó la vista.

–¡No!

El príncipe Alessandro se cruzó de brazos. Sus ojos oscuros eran inflexibles; su expresión parecía esculpida en piedra.

–Me estaba escondiendo –dijo ella con un hilo de voz.

–¿Escondiendo? –repitió él en un tono aterciopelado–. ¿Escondiéndose de qué?

Aunque no quisiera decirla, a Lilley se le escapó la verdad.

–De usted.

Alessandro la atravesó con una mirada afilada. Se inclinó hacia delante.

–¿Por qué?

Lilley apenas podía respirar, y mucho menos pensar. El príncipe Alessandro Caetani estaba demasiado cerca.

La suave luz dorada de la lámpara y la penumbra crepuscular del atardecer inundaban el amplio despacho.

–Estaba llorando –dijo ella en un susurro, intentando tragar a través del nudo que tenía en la garganta–. No podía quedarme en casa. Estoy un poco atrasada en el trabajo, y no quería que me viera porque estaba llorando.

Intentando no echarse a llorar allí mismo, Lilley apartó la vista. Si se ponía a llorar delante de su poderoso jefe, la humillación sería colosal. Él la despediría, sin duda, por haberse colado en su despacho, por el espectáculo lacrimoso, por llevar días de retraso… Cualquier excusa sería buena… Estaba a punto de perder lo único que le quedaba. Su trabajo. Sería el desenlace perfecto para el segundo peor día de toda su vida.

–Ah –dijo él suavemente, mirándola–. Por fin lo entiendo todo.

Lilley sintió una extraña flojera en los hombros. Él debía de estar a punto de decirle que recogiera sus cosas y se fuera de allí sin demora.

La mirada de aquel príncipe inmisericorde estaba llena de oscuridad, un océano a medianoche, insondable y misterioso, lo bastante profundo como para ahogarse en él.

–¿Estabas enamorada de él?

–¿Qué? –Lilley parpadeó–. ¿De quién?

Una sonrisa le tiró de las comisuras de los labios.

–De él.

–¿Qué le hace pensar que lloraba por un hombre?

–¿Y por qué lloran las mujeres si no?

Ella se echó a reír, pero más bien sonó como un sollozo.

–Todo ha salido mal hoy. Pensaba que sería más feliz si perdía algo de peso. Quise ir a correr. Un gran error –se miró las zapatillas viejas que llevaba puestas, la sudadera ancha y los pantalones de chándal–. Mi compañera de piso pensó que me había ido a trabajar. Cuando regresé al apartamento, me la encontré con mi novio. En la cama.

Alessandro le tocó la mejilla.

–Lo siento.

Lilley levantó la vista, sorprendida ante un gesto tan repentino de empatía. Entreabrió los labios. Chispas de calor parecían brotar de los dedos de él y la recorrían por dentro, propagándose por su cuello, su espalda… De repente sintió que los pechos le pesaban mucho. Los pezones se le habían endurecido bajo el sujetador deportivo.

Él aguzó la mirada.

–Pero eres muy guapa.

¿Muy guapa?

Aquellas palabras fueron como una bofetada para Lilley. Se apartó bruscamente.

–No.

Él frunció el ceño.

–¿No qué?

Tanta crueldad le cortó el aliento. La joven parpadeó rápidamente y le fulminó con la mirada.

–Sé que no soy guapa. Pero no pasa nada. Sé que tampoco soy muy lista, pero puedo vivir con ello. Pero que venga alguien a decirme lo contrario… –apretó los puños–. No es que sea condescendiente, ¡es una burla!

Alessandro la miró con ojos serios, sin decir ni una palabra. Lilley respiró profundamente y se dio cuenta de que acababa de echarle un rapapolvo a su jefe.

Entrelazó las manos.

–Estoy despedida, ¿no?

Él no contestó.

Un escalofrío de angustia la recorrió por dentro. Las manos empezaron a temblarle sin ton ni son. Recogió una carpeta del suelo y agarró el carrito de metal.

–Terminaré mi trabajo y recogeré mis cosas.

Él la agarró del brazo y la hizo detenerse.

–¿Un piropo es una burla? –le dijo, mirándola fijamente. Sacudió la cabeza–. Eres una chica muy rara, Lilley Smith.

La manera en que la miraba… Por un instante, Lilley llegó a pensar… Pero no. Era imposible. Llamarla rara simplemente era su forma de decir que era un fracaso sin remedio.

–Eso me dice siempre mi padre.

–No estás despedida.

Ella levantó la vista hacia él con esperanza.

–¿No?

Él se inclinó adelante, le quitó la carpeta de las manos y la puso sobre el carrito.

–Tengo otra penalización en mente. –¿La guillotina? –preguntó ella con un hilo de voz–. ¿La silla eléctrica?

–Venir conmigo al baile esta noche.

Lilley se quedó boquiabierta.

–¿Qué?

Aquellos ojos oscuros eran tan intensos como el chocolate derretido, tan ardientes como ascuas al rojo vivo.

–Quiero que seas mi acompañante.

Lilley se le quedó mirando con ojos incrédulos y el corazón desbocado. ¿Acaso estaba teniendo un extraño sueño? El príncipe Alessandro Caetani podía tener a las mujeres más bellas de todo el planeta, y ya había tenido a unas cuantas, según decían los periódicos sensacionalistas y las revistas de sociedad. Frunciendo el ceño, se dio la vuelta y miró detrás para asegurarse de que no se lo estaba diciendo a alguna bella estrella de cine o modelo de lencería que pasara por allí por casualidad.

–¿Y bien, cara? –le preguntó él, apremiándola–. ¿Qué me dices?

Lilley se volvió hacia él nuevamente. Se sentía casi mareada de tener tanta atención por parte de él. Estaba embriagada, consumida bajo aquella mirada abrasadora.

–No lo entiendo –dijo muy lentamente.

–¿Qué hay que entender?

Lilley se aclaró la garganta.

–No capto la broma.

–Yo nunca bromeo.

–¿No? Pues qué pena. Yo bromeo todo el tiempo –dijo ella–. Normalmente, sin darme cuenta.

Él ni siquiera sonrió. Se limitó a atravesarla con la mirada. Su rostro era impasible, tan hermoso…

–¿Está hablando en serio?

–Sí.

–Pero… Se trata del baile Preziosi di Caetani –dijo ella, casi tartamudeando–. Es el acontecimiento más importante de todo el verano. El alcalde asistirá. El gobernador.

Los paparazzi.

–¿Y?

–Podría ir con cualquier mujer.

–Pero quiero ir contigo.

Aquellas cuatro palabras tan sencillas se agarraron al corazón de Lilley como una planta enredadera. Entrelazó las manos para que no le temblaran tanto.

–Pero tiene novia. Lo he leído…

La expresión de Alessandro se endureció de repente.

–No.

–Pero Olivia Bianchi…

–No –repitió él.

Mordiéndose el labio inferior, Lilley le miró a los ojos. No le estaba diciendo toda la verdad, y el peligro que manaba de aquel cuerpo glorioso casi le abrasaba la piel. Si él llegaba a averiguar quién era ella en realidad, perdería su trabajo, o terminaría en los tribunales acusada de espionaje empresarial. Su instinto de supervivencia solo le decía una cosa…

«Corre…».

–Lo siento –dijo finalmente–. Pero no.

Los ojos de Alessandro se hicieron más grandes. Era evidente que se había llevado una gran sorpresa.

–¿Por qué?

Ella se mordió el labio.

–Mi trabajo…

–Dame una razón de verdad…

¿Una razón de verdad? ¿Decirle que era la hija de un hombre al que odiaba, y la prima de otro hombre al que odiaba mucho más? O también podía darle la mejor razón, la más grande de todas. Su fuerza, su poder y su extraordinaria belleza masculina la aterrorizaban. Conseguían que su corazón latiera sin control y la hacían temblar de los pies a la cabeza. Ningún hombre había ejercido semejante influjo sobre ella jamás, y no sabía qué hacer. Lo único que se le ocurría era echarse a correr.

–Mi novio… Mi exnovio… –atinó a decir, tartamudeando–. Estará esta noche en el baile con mi amiga, Nadia, así que no puedo ir.

–¿Él va a estar en el baile? –los ojos de Alessandro aguzaron la expresión–. ¿Lo conozco yo? ¿Conozco a ese hombre que te ha hecho llorar?

–Trabaja en el departamento de diseño de joyas de Preziosi.

Los ojos de Alessandro brillaron.

–Razón de más para ir. Cuando te vea colgada del brazo de Alessandro Caetani, sabrá lo que ha perdido y te rogará que vuelvas con él. Puedes aceptarle de nuevo o deshacerte de él. Eso es cosa tuya. Además, la chica se morirá de envidia.

Ella le miró con ojos perplejos.

–Usted no tiene problemas de autoestima, ¿no?

Él le devolvió una mirada serena y firme.

–Ambos sabemos que lo que digo es verdad.

Lilley apretó los labios, reconociendo que él tenía razón. Si acudía al baile acompañada de Alessandro Caetani, sería la mujer más envidiada de toda la ciudad, y de toda California.

Era delicioso imaginarse a Nadia y a Jeremy a sus pies, implorando perdón. Todas aquellas noches que había tenido que trabajar hasta tarde… Le había pedido a su amiga que se lo explicara a Jeremy… Y finalmente la habían traicionado. Ya no le quedaban amigos en la ciudad. Ni uno.

Levantó la mirada hacia Alessandro.

–No soy buena bailarina.

Él la miró de arriba abajo lentamente.

–Me cuesta creerlo.

–De niña asistí a clases de baile de salón, y mi profesor me aconsejó que lo dejara. Bailaba como un pato mareado. Todos mis novios se quejaban constantemente porque les pisaba los pies.

La expresión de Alessandro cambió; se hizo más suave.

–Aunque fuera cierto… La culpa sería de tu acompañante, no tuya. Es cosa del hombre llevar a la mujer.

Ella tragó en seco.

–Eh… Yo… Nunca lo había pensado. Simplemente di por sentado que la culpa era mía.

–Pues hiciste mal –le dijo él, levantando una ceja–. Pero, solo por curiosidad, ¿cuántos han sido?

–¿Qué?

–Tus novios.

Lilley no podía decirle la verdad. No podía darle el número real. Levantó la barbilla y le habló con un falso desparpajo.

–Unos cuantos.

–¿Diez?

La joven sintió un intenso calor en las mejillas.

–Dos –le confesó–. Un novio en el instituto y… –sintió un nudo en la garganta–. Y Jeremy.

–Jeremy. ¿Así se llama? ¿El que te rompió el corazón?

–Me traicionó –bajó la vista–. Pero no es eso lo que me rompió el corazón.

Él esperó, pero ella no se explicó más.

–Entonces sal esta noche. Tus habilidades artísticas no importan mucho, porque apenas vamos a bailar.

Ella le miró y esbozó una sonrisa pícara.

–¿Tienes miedo de que te pise los pies?

–Pero si es el patrocinador del baile Preziosi di Caetani.

–Así se recaudan fondos para una organización benéfica y Caetani Worldwide recibe una publicidad estupenda –le dijo en un tono serio–. Eso es lo que me importa en realidad. Me da igual bailar.

–Ah –dijo Lilley, insegura. Se mordió el labio–. Ya entiendo.

Pero no lo entendía en absoluto. ¿Cómo era posible que un hombre como el príncipe Alessandro, el rompecorazones más deseado, pudiera patrocinar un baile sin bailar? No tenía ningún sentido.

Él trató de agarrarle la mano.

–Vamos. Tenemos que darnos prisa.

Ella se apartó. Tenía miedo de que él fuera a tocarla de nuevo. Tenía miedo del extraño influjo que él ejercía sobre ella. Tragó en seco.

–¿Por qué yo?

–¿Y por qué no?

Lilley apretó la mandíbula y cruzó los brazos.

–Usted es famoso por muchas cosas, príncipe Alessandro, pero no se le conoce precisamente por llevar a empleadas a bailes benéficos.

Él echó atrás la cabeza y se echó a reír. Se volvió, fue hacia el cuadro modernista que estaba detrás de su escritorio, lo hizo girar y descubrió una caja fuerte. Introdujo la combinación, abrió la puerta y sacó dos gemelos de platino y diamantes.

–Me interesas, Lilley Smith. Ni una mujer entre mil me hubiera preguntado por qué antes de decirme que sí.

–Supongo que soy un poco rara –le dijo ella, observándole mientras se ponía sus carísimos gemelos.

Sin poder evitarlo, se fijó en la fuerza de sus muñecas, en el movimiento sensual de sus manos… Él hizo una pausa.

–Me quedé sin acompañante para el baile hace diez minutos.

–¿La señorita Bianchi?

–Sí.

Lilley había visto muchas fotos de la heredera de Milán, rubia, delgada, preciosa… Todo lo que ella no era. Bajó la vista.

–Yo no soy como ella.

–Y por eso eres perfecta –dijo él con contundencia–. Olivia verá que no me gusta nada que me den un ultimátum. Necesito acompañante y acabo de encontrarte en mi despacho. Es el destino.

–El destino –susurró ella.

Él rodeó el escritorio. Su corpulento cuerpo arrojaba una sombra grande y oscura. La miró fijamente.

–Necesito acompañante. Tú necesitas vengarte. Ese Jeremy estará a tus pies antes de que termine la noche.

Lilley sintió un escalofrío por la espalda. Por mucho daño que le hubieran hecho, sabía que la venganza estaba mal. Además, estar tan cerca de Alessandro la asustaba. No se trataba solo de su trabajo. Él la hacía sentir tan… extraña.

–¿Por qué dudas tanto? –le preguntó él–. ¿Estás enamorada de él?

Ella sacudió la cabeza.

–Es que…

–¿Qué?

Tragando en seco, Lilley se apartó.

–Nada.

–Te he observado durante semanas. Siempre me esquivas.

Ella abrió la boca, sorprendida.

–¿Me ha visto?

Él asintió con la cabeza.

–Siempre te escabulles por el lado contrario cuando te cruzas conmigo en los pasillos. Esa clase de comportamiento en una mujer… Es bastante singular. Me confundía mucho. Pero ahora lo entiendo.

–¿Ah, sí?

Él le tocó la mejilla y la obligó a mirarle a los ojos.

–La mayoría de las mujeres a las que conozco habrían dejado a sus amantes y novios en un abrir y cerrar de ojos para estar conmigo. La lealtad es una cualidad que escasea. Ese hombre que te traicionó es un loco.

No podía discutírselo. Levantó la vista hacia él, embelesada.

Él bajó la mano.

–Pero no tienes nada que temer –le dijo sencillamente–. Nuestro romance solo será una ilusión. No te llamaré mañana. No te llamaré nunca. Después de esta noche, volverás a ser mi empleada, y yo seré tu jefe. Fingiré no haberte visto mientras tú te dedicas a esquivarme.

Lilley tragó con dificultad. Todavía sentía el rastro del tacto de sus dedos en la mejilla.

–Quiere decir que si voy al baile con usted esta noche… –susurró–. ¿Me ignorará mañana? ¿Me ignorará para siempre?

–Sí.

Lilley soltó el aliento. Tenía que hacerle olvidar su existencia. Era la única forma de asegurarse de que él no sintiera curiosidad de ahondar en las lagunas de su currículum vitae. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón, sabía que esa no era la única razón.

«Siempre estás huyendo, Lilley».

Las palabras de Jeremy retumbaban en sus oídos.

«Me dijiste que viniste a San Francisco para poner un negocio de joyería y pasar tiempo conmigo. Sin embargo, desde que llegaste no has hecho ninguna de las dos cosas. O bien no me querías, ni a mí ni a tu negocio, o eres la persona más cobarde que he conocido».

Lilley cerró los ojos. Esa mañana, estaba demasiado enfadada como para atender a razones. Jeremy y Nadia la habían traicionado. Las cosas eran así de sencillas. Ella no había hecho nada malo…

Sin embargo, sentía unas ganas imperiosas de demostrarle a Jeremy que se equivocaba. Quería demostrarle que podía ser una de esas chicas glamurosas, liberales y valientes que llevaban vestidos llamativos, bailaban, se reían sin parar y bebían champán. Quería ser la princesa que iba del brazo de un caballero vestido con su reluciente armadura. Quería ser la chica que asistía a un baile acompañada de un príncipe.

No era una cobarde. No lo era. Podía ser tan valiente y despiadada como cualquier otro. Podía observar al príncipe Alessandro y aprender.

Lilley abrió los ojos.

–De acuerdo.

Él la miró.

–¿Lo entiendes, Lilley? –le preguntó en un tono sosegado–. No es una auténtica cita. Mañana no habrá nada entre nosotros. Absolutamente nada.

–Sí. Lo entiendo –le dijo ella–. El lunes volveré al departamento de archivos. Usted volverá a Roma, junto a la señorita Bianchi, después de enseñarle la lección. Yo seguiré trabajando para usted y usted no volverá a molestarme. Perfecto.

Él se la quedó mirando y entonces soltó una carcajada, sacudiendo la cabeza.

–No dejas de sorprenderme, Lilley –le dijo, agarrándola de la muñeca–. Vamos. No tenemos mucho tiempo.

La condujo fuera del despacho. Tratando de ignorar el violento temblor que le sacudía las rodillas, Lilley miró hacia atrás, hacia el carrito de archivos.

–Pero si no he terminado.

–No importa.

–¡No tengo vestido!

Él esbozó una sonrisa.

–Pronto lo tendrás.

Ella levantó la vista hacia él, molesta.

–¿Pero quién soy? ¿Cenicienta? ¿Es que vas a ser mi hada madrina? ¡No me vas a comprar un vestido! –gritó, olvidando el tratamiento de respeto que le había dado hasta ese momento.

Ya en el pasillo, él apretó el botón del ascensor y entonces la agarró de la mano.

–Claro que sí –le dijo, apartándole unos mechones de pelo de la cara–. Haré lo que me venga en gana, y te haré pasar una velada espléndida. Un traje precioso, que será la envidia de tus compañeras y una dulce venganza contra los que te han hecho daño. Será una noche muy… interesante.

Lilley respiró su aroma a sándalo; un aroma seductor, poderoso.

Sintió la palma de su mano sobre la suya, dura, caliente… Se le aceleró el pulso, haciéndola estremecerse.

–Muy bien. De acuerdo.

Los ojos de Alessandro resplandecieron en la penumbra del pasillo.

–¿Sí?

–Digo «sí» al vestido –se lamió los labios y le dedicó una sonrisa temblorosa–. Sí a todo, Su Alteza.

–Llámame Alessandro.

Se llevó su mano a los labios. Lilley sintió la suave presión de su boca, el calor de su aliento sobre la piel.

Contuvo la respiración. Una chispa de fuego corrió por su brazo y se propagó por todo su cuerpo, prendiéndole fuego por dentro al igual que una cerilla ardiente sobre un charco de gasolina.

–Las mujeres siempre lo hacen –apuntó finalmente.

Lilley se lamió los labios.

–¿Qué?

Él se puso erguido. Sus ojos oscuros parecieron derretirse con una sonrisa.

–Decir que sí –susurró–. A todo.

Capítulo 2

LA NIEBLA de la tarde se cernió sobre la ciudad.

A Alessandro se le empapó el esmoquin nada más bajar de la limusina frente a la centenaria mansión de Nob Hill. Estaban en agosto, pero la niebla era densa y húmeda; una fría bofetada en la cara.

Él, no obstante, estaba agradecido por ello. Una bofetada fría era justo lo que necesitaba en ese momento. Los flashes de los reporteros se dispararon a su alrededor en cuanto los tacones de Lilley impactaron contra el suelo. De repente sintió el brazo de ella sobre el suyo. Sintió la presión de su mano sobre el antebrazo; el calor de su tacto sobre la chaqueta del esmoquin.

Estremeciéndose de deseo, él la miró un instante.

Se había fijado en aquella empleada discreta algunas semanas antes. Mejillas sonrosadas, pelo castaño, vestidos anchos, desangelados… No parecía tener más de veinte años, tan rozagante y sencilla… Después de ver cómo le esquivaba en un par de ocasiones cuando se la cruzaba en el pasillo, le había picado la curiosidad lo bastante como para pedirle a la señora Rutherford una copia del currículum de la chica. Sin embargo, no había descubierto nada en él. Se había ido a vivir a San Francisco en junio de ese año, y el trabajo en el departamento de archivos parecía ser su primer trabajo después de haber trabajado como gobernanta en un hotel de Minneapolis unos años antes. Todo en ella era insignificante, incluso su nombre. Pero eso ya no era cierto. Suspiró. Quería darle una lección a Olivia, demostrarle que podía reemplazarla con cualquiera, incluso aunque fuera una simple oficinista rellenita y anticuada, recién llegada del pueblo. Pero al parecer la broma se la habían gastado a él. ¿Cómo era que no se había fijado en Lilley Smith hasta ese día? ¿Anticuada? La estilista de una boutique de lujo le había puesto un vestido rojo ajustado con finísimos tirantes. Con la espalda al descubierto y un generoso escote, aquella prenda le abrazaba los pechos, tentando a un hombre sin cesar, engañándole con la ilusión de que en cualquier momento podría ver algo más… ¿Rellenita? El vestido mostraba las curvas que su ropa ancha habitual escondía; caderas anchas, una cintura estrecha… Tenía la figura femenina que volvía locos a los hombres, las curvas de Marilyn, que hacían que un hombre cayera rendido a sus pies. Con solo mirarla, Alessandro sintió las gotas de sudor en la frente.

¿Simple? Esa era la broma más grande de todas. Alessandro había visto la belleza de su rostro desnudo muy de cerca en su despacho. La había observado desde lejos durante semanas, pero hasta ese momento no había visto a Lilley Smith como realmente era ella.

Una belleza. Una seductora. Una bomba sexual.

Mientras avanzaban por la alfombra roja hacia la centenaria mansión Harts, los paparazzi se volvieron locos, lanzando preguntas a diestro y siniestro.

–¿Dónde está Olivia? ¿Ha habido una ruptura?

–¿Quién es ella?

–Sí. ¿Quién es esa morena tan sexy?

Alessandro les dedicó una media sonrisa y saludó con un gesto brusco de la mano. Estaba acostumbrado a que le siguieran y le fotografiaran en todas partes… Pero, mientras conducía a Lilley por la alfombra roja, se dio cuenta de que ella caminaba con reticencia. Bajó la vista hacia ella y notó que temblaba.

–¿Qué pasa? –le preguntó con un hilo de voz.

–Me están mirando –dijo ella en un tono bajo.

–Claro que te están mirando –Alessandro se volvió hacia ella y le apartó el pelo de los ojos–. Y yo también.

–Solo ayúdame a salir de esta –susurró ella.

Sus hermosos ojos marrones parecían más grandes y asustados que nunca. Sujetándole el brazo con más fuerza, la guió a lo largo de la alfombra roja, protegiéndola con su propio cuerpo de los fotógrafos más agresivos que se inclinaban sobre ellos. Ignorando las preguntas y gruñidos de frustración de los reporteros, siguió adelante. La hizo subir los peldaños de la entrada y la condujo hacia las enormes columnas del pórtico. Una vez entraron en la mansión, tras pasar el puesto de seguridad y acceder al rutilante recibidor, Lilley soltó el aliento. Sus luminosos ojos le miraron con gratitud.

–Gracias –le dijo, tragando con dificultad–. Eso no ha sido… divertido.

–¿No? –le dijo él en un tono ligero–. La mayoría de las mujeres piensa lo contrario. Lo ven como un extra por salir conmigo.

–Bueno, yo no –Lilley se estremeció. Se humedeció los labios, jugueteando con el bajo escote de su apretado vestido rojo–. Me siento como una idiota.

Una oleada de calor recorrió por dentro a Alessandro. Quería acariciarla en todos aquellos sitios que ella tocaba, quitarle la ropa del cuerpo y cubrir esos pechos increíbles con sus manos; mordisqueárselos, lamérselos… No. No. Tenía tres reglas. Ni empleadas, ni casadas, ni vírgenes. Había mujeres de sobra en el mundo, todas disponibles y dispuestas. No tenía por qué romper esas reglas de oro. Además, Lilley tenía el corazón roto y quería desquitarse. Demasiadas complicaciones. Demasiados riesgos. Lilley estaba fuera de su alcance, pero… De repente sintió un impulso irrefrenable.

–Parezco una idiota, ¿no?

Alessandro aguzó la mirada.

–Eres preciosa, Lilley.

Ella levantó la vista y frunció el ceño.

–Te dije que nunca me…

–Eres preciosa –repitió él en un tono brusco, agarrándola de la barbilla. Buscó su mirada–. Escúchame. Ya sabes la clase de hombre que soy, la clase de hombre que nunca llevaría a una empleada a una gala benéfica, según me dijiste tú. ¿Por qué iba a mentir? Eres preciosa.

La rabia desapareció de aquel hermoso rostro. De repente parecía confundida, inocente y tremendamente tímida. Él podía leer su expresión, los sentimientos que en ella se escondían. Y algo más… Pero tenía que ser una farsa. No podía ser otra cosa. Ella no podía ser tan joven e inocente.

–¿De verdad…? –Lilley se detuvo y se mordió el labio inferior–. ¿De verdad crees que soy guapa?

–¿Guapa? –le preguntó él, sorprendido. Le levantó la barbilla hacia la luz de la rutilante araña que colgaba del techo del vestíbulo–. Eres una belleza, ratita.

Ella le miró fijamente y entonces esbozó una media sonrisa.

–¿Es que no puedes llamarme Lilley, sin más?

–Lo siento –él sonrió–. Es la costumbre. Así te llamaba cuando estaba ciego.

Los ojos de Lilley brillaron. Una sonrisa le iluminó el rostro.

–Bueno, primero me dices que soy una belleza, y después me dices que estás ciego.

Su sonrisa fue tan sobrecogedora que se le clavó en el corazón.

–Tu belleza volvería loco a cualquier hombre, cara –le dijo en un susurro–. Te dije que serías la envidia de todas si aparecías en la fiesta conmigo. Pero estaba equivocado. Yo seré la envidia de todos esta noche.

Los ojos de Lilley se hicieron muy grandes de repente. Sus pestañas oscuras le acariciaron la piel.

–Uf. No se te da mal esto de halagar –dijo ella, esbozando una sonrisa pícara–. ¿No te lo han dicho nunca?

Aunque no quisiera, Alessandro no pudo evitar devolverle la sonrisa y cuando sus miradas se encontraron, un temblor sísmico lo recorrió por dentro. Sus ojos inocentes y sus curvas exuberantes desencadenaban un profundo impulso sexual que apelaba a lo más íntimo de su alma. ¿Alma? La palabra le arrancó una sonrisa… La lujuria podía jugarle malas pasadas a la mente de un hombre.

Y la deseaba tanto… Tanto…

Pero no podía hacer nada al respecto. No era un esclavo del deseo. Era un hombre adulto, director de una multinacional. Ya era hora de dejar las aventuras de una noche y sentar la cabeza. Olivia Bianchi era la princesa perfecta y cuando heredara el imperio de la moda de su padre, la presencia de Caetani Worldwide aumentaría exponencialmente en Europa. De hecho, había estado a punto de proponerle matrimonio, antes de que ella le hiciera esa pequeña encerrona.

Debería haberlo visto venir; el ultimátum de Olivia no debería haber sido una sorpresa para él. Iban en la limusina, de camino a la oficina, donde él había olvidado sus gemelos. Ella estaba tensa a su lado, oculta debajo de aquel abrigo de piel negro. Él hablaba por teléfono y, nada más terminar la llamada, ella se había vuelto hacia él con los ojos encendidos.

–¿Cuándo me vas a proponer matrimonio, Alessandro? –le había espetado en italiano y a toda velocidad–. ¿Cuándo? Estoy cansada de esperar a que te decidas. Haz oficial nuestro compromiso, o búscate otra para que te acompañe al acto benéfico.

Cinco minutos más tarde la había dejado en su lujoso hotel. Ninguna mujer, ni siquiera una tan poderosa y perfecta como Olivia, podría darle un ultimátum jamás.

De vuelta al presente, mientras guiaba a Lilley hacia la sala de fiestas de la mansión Harts, sentía un profundo alivio sabiendo que seguía siendo un hombre libre. La velada ya prometía ser la más divertida y sorprendente que había tenido en mucho tiempo.

Manteniendo cerca a Lilley, se detuvo en lo alto de la escalera y contempló el lujoso salón de fiestas. De repente se hizo el silencio. Todos los murmullos se desvanecieron. Cientos de invitados se volvieron hacia ellos. Alessandro sintió que Lilley se ponía tensa. No estaba acostumbrada a ser el centro de atención. Eso era seguro. Ella parecía esperar críticas, algo que él no podía comprender.

–No puedo decirte que eres preciosa porque me darías una bofetada –murmuró él–. Pero sé que cualquier hombre mataría por estar en mi lugar.

Ella levantó la vista hacia él y esbozó una sonrisa nerviosa.

–Muy bien –le dijo en un tono apagado, preparándose para lo que se le venía encima–. Vamos.

Alessandro la agarró de la cintura y bajó las escaleras. Los miembros de la junta directiva de la empresa, accionistas y muchos amigos los esperaban abajo. Después de saludarlos a todos, se abrió paso a través de la sala de fiestas, saludó al gobernador, a las estrellas de cine y a algunos miembros de la realeza. Los hombres sonrieron y le pidieron consejo para invertir en la Bolsa. Las mujeres flirteaban sin cesar y daban golpes de melena. Y todas miraban a Lilley boquiabiertas. Ninguno de los miembros de la plana mayor de Caetani Worldwide la reconocía. De eso Alessandro estaba seguro. Probablemente se hubieran cruzado con ella muchas veces por el pasillo, pero entonces debía de ser invisible para ellos.

Era una locura pensar que él había hecho lo mismo. Charlando con todos y cada uno de los invitados, Alessandro les dio las gracias por las generosas sumas donadas. Sentía cómo temblaba Lilley a su lado, como si quisiera escapar de allí. Le agarró la mano con firmeza y le dio un pequeño empujoncito en la espalda hacia delante. Incluso ese toque inocente resultó increíblemente erótico. Lo único que quería hacer era salir de allí y llevarse a Lilley a algún sitio tranquilo; a lo mejor a su casa de Sonoma, que tenía diez dormitorios.

–Su Alteza –le dijo la directora de la organización benéfica, mirándole a través de las gafas con ojos de sorpresa–. ¿Quiere decir unas palabras antes de empezar con la subasta de esta noche?

–Claro –repuso Alessandro. Agarró la mano de Lilley y fue hacia el escenario.

La multitud se abrió a su paso casi mágicamente. Él la sintió aterrorizarse. Le tiraba de la mano, intentando liberarse, pero él no la soltó hasta que no estuvieron en la parte de atrás del escenario.

–Gracias por ser mi acompañante esta noche –le dijo él con voz ronca. Se inclinó hacia delante para darle un beso en la mejilla y sintió cómo retumbaba la sangre en sus venas–. Disculpa –le pidió. Llevaba demasiado tiempo escondiendo sus sentimientos. Su voz era calma y sosegada. No traicionaba nada del maremágnum de emociones que rugía en su interior–. Solo será un momento.

–Claro –dijo ella.

Dejándola entre bambalinas, fue hacia el micrófono, situado en medio del escenario. Un silencio total se hizo en el salón. Alessandro esperó a la ovación entusiasta del público. Aferrándose al podio con ambas manos, dio su discurso, casi sin saber lo que estaba diciendo. Podía sentir a Lilley, observándole entre bambalinas. Los latidos de su corazón eran rápidos y su cuerpo vibraba con tanto deseo reprimido.

–… así que les doy las gracias, amigos míos –dijo, terminando por fin–. Beban champán, bailen y pujen. ¡Recuerden que todo el dinero que se recaude esta noche va destinado a ayudar a niños que lo necesitan!

La ovación que resonó en el salón fue incluso más fuerte que la anterior. Saludando con la mano, Alessandro abandonó el podio y se fue directamente hacia Lilley, que parecía acabar de volver a la realidad. En ese momento miraba el reloj con atención.

–Seis minutos –levantó la vista hacia él con una sonrisa–. Estoy impresionada. Normalmente, los discursos que dan hombres importantes suelen durar como una hora. Tú eres muy rápido.

Él le dedicó una sonrisa perezosa y entonces se inclinó hacia ella para susurrarle algo.

–Sé ir despacio cuando es importante –le dijo, y tuvo el privilegio de verla estremecerse.

Un destello brillante en el reloj de Lilley llamó su atención. Le agarró la muñeca.

–¿Qué es esto?

Ella trató de soltarse.

–Nada.

En ese momento la orquesta empezó a tocar un vals. Los invitados comenzaron a salir a la pista de baile.

–Es de platino. Diamantes. No reconozco la marca.

–Hainsbury –le dijo ella con un hilo de voz.

Hainsbury… La firma de joyería que había lanzado una opa hostil contra Caetani Worldwide recientemente, y había fallado. Esos aprovechados solo querían adquirir el caché de Caetani Worldwide y su marca de joyas de lujo, Preziosi di Caetani. Alessandro aguzó la mirada.

–¿Quién te lo ha dado?

Ella tragó en seco.

–Mi madre.

Era perfectamente posible que alguien del medio oeste pudiera tener un reloj Hainsbury. Solo era una coincidencia, nada más. Su guerra interminable con el conde de Castelnau, su rival más feroz, le estaba volviendo un poco paranoico. Miró a Lilley a la cara. Claramente estaba perdiendo la cabeza. ¿Cómo podía sospechar de una chica como ella?

–Muy bonito –le dijo en un tono casual, soltándole la muñeca–. No lo hubiera reconocido nunca. No parece en absoluto como esa basura hecha en fábricas.

Apartando la vista, Lilley se tapó el reloj con la mano. Su voz sonaba insegura.

–Mi madre me lo hizo por encargo.

Alessandro pensó que la había avergonzado. Llamando la atención sobre su reloj de Hainsbury en una gala patrocinada por Preziosi di Caetani, una firma mucho más prestigiosa.

–Sea quien sea quien lo haya hecho, tu reloj es sin duda exquisito –le sonrió y cambió de tema–. ¿Ya has tenido suficiente baile por esta noche? ¿Nos vamos?

–¿Irnos? –ella entreabrió los labios–. ¡Pero si acabamos de llegar!

–¿Y? –le preguntó él con impaciencia.

Ella miró con ansiedad hacia la pista de baile.

–La gente te espera para hablar contigo.

–Ya tienen mi dinero.

–No se trata solo de dinero. Claramente quieren conversar contigo. Quieren un poco de tu atención y de tu tiempo –le dijo ella, esbozando una sonrisa pícara–. Aunque solo Dios sabe por qué. Yo todavía no te veo el encanto por ningún sitio.

Él le dedicó su sonrisa más sensual.

–¿Quieres que me esfuerce un poco más?

Ella abrió mucho los ojos y él la oyó tomar aire.

–Esto no se me da bien.

–Al contrario.

Ella sacudió la cabeza.

–Olvídalo. No trates de cautivarme, ¿de acuerdo? No tiene sentido y podría… Quiero decir que… Este ha sido un arreglo de conveniencia para los dos. Dejémoslo ahí.

La mirada de Alessandro cayó sobre sus labios temblorosos.

–Muy bien. Estás aquí para vengarte. Todavía no lo has visto, ¿no?

–No –dijo ella, bajando la voz.

–Caerá rendido a tus pies en cuanto te vea –le dijo él.

Agarrándola de la mano, la hizo bajar del escenario y la condujo a través de la pista de baile, abriéndose camino entre las parejas que bailaban y reían. En otra época él hubiera sido de los primeros en ponerse a bailar. Hubiera estrechado a Lilley entre sus brazos y la hubiera hecho moverse al ritmo de la música. Pero ya llevaba dieciséis años sin bailar. Siguió cruzando la pista de baile sin detenerse ni un momento.

De pronto, Lilley se puso tensa.

–Jeremy –susurró.

Alessandro tardó unos segundos en entender lo que ella acababa de decir. Y entonces sintió que ardía por dentro. Sentía mucha envidia de ese empleado del departamento de joyería; ese hombre que la había tenido en sus brazos y la había dejado marchar.

–Discúlpennos –le dijo a la gente que estaba a su alrededor. Se llevó a Lilley a un rincón tranquilo junto a una ventana.

–¿Dónde está? –le preguntó, manteniendo el rostro impasible.

–Allí mismo.

Él siguió su mirada. Aguzó la vista, pero no hubo nadie que le llamara la atención. Se sentía ansioso, celoso… No. Imposible. Los celos eran para los débiles, para los hombres tristes y vulnerables que servían sus corazones en bandejas de plata.

–Va bene –masculló–. Si todavía quieres a ese idiota, ese imbécil sin sentido de la fidelidad, entonces te ayudaré a recuperarle.

Lilley sonrió.

–Eh, me sorprende tanta amabilidad.

–Solo dime una cosa.

–¿Qué?

Él deslizó la mano a lo largo de sus hombros y le acarició la piel desnuda de la espalda. Vio que abría mucho los ojos, la sintió temblar y entonces tuvo que reprimir las ganas de tirar de ella y apretarse contra su exquisito cuerpo.

–¿Por qué ibas a querer que volviera después de todo el daño que te ha hecho?

La sonrisa de Lilley se desvaneció. Respiró hondo y levantó la muñeca izquierda.

–Mira esto.

¿Cambio de tema? Alessandro miró el brazalete que llevaba. Ya se había fijado antes en él. Era un pastiche de materiales soldados, cristales de colores sobre una cadena de latón, con números de metal oxidado intercalados y sujetos por un cierre antiguo.

–¿Qué pasa con eso?

–Lo hice yo.

Le agarró la muñeca y miró el brazalete fijamente, tratando de darle sentido. Señaló el número metálico que colgaba de la cadena.

–¿Qué es eso?

–Un número de habitación de un hotel de París del siglo XVIII.

A Alessandro le parecía muy raro. Aquello era una mezcolanza de baratijas.

–¿Y de dónde has sacado esos materiales?

–De mercadillos y tiendas vintage, sobre todo. Hago bisutería con cosas antiguas que encuentro –le dijo, tragando con dificultad–. Conocí a Jeremy en una feria en San Francisco hace unos meses. Mi jefe creía que yo me iba a visitar a mi familia. A Jeremy le encantaba mi bisutería. Decidimos hacernos socios y abrir una tienda juntos. Él se iba a ocupar de toda la parte financiera. Y yo iba a crear las piezas –Lilley parpadeó deprisa y apartó la vista–. Cuando se acostó con mi compañera de piso, se acabó el sueño.

Alessandro pudo ver que sus ojos estaban llenos de lágrimas. El corazón le dio un pequeño vuelco.

–Ese hombre es un tonto –le dijo, intentando ofrecerle consuelo–. Tal vez sea mejor así. Llevar un negocio conlleva un gran riesgo. Podrías haber perdido toda tu inversión. La gente no quiere baratijas antiguas. Quieren joyas relucientes y nuevas.

A Lilley le temblaron los labios. Levantó la vista y sonrió. Sus ojos estaban velados.

–Bueno, supongo que me quedaré con las ganas de saber si habría funcionado.

La orquesta empezó a tocar una nueva canción, y las notas de un exquisito vals clásico florecieron a su alrededor como las plantas en primavera. Lilley miraba hacia la abarrotada pista de baile con gesto triste. Le había dicho que no bailaba bien, pero él no se lo había creído ni por un instante. Había visto cómo se movía. Incluso cuando andaba, su cuerpo se mecía como el sol del crepúsculo sobre las olas del mar. Pero no podía bailar con ella. Apretó las manos a ambos lados. Era incapaz de ofrecerle ese placer. A menos que le hiciera el amor…

–Siento no bailar –le dijo.

Ella bajó la vista.

–No pasa nada.

El aroma de su cabello era como el de las rosas silvestres. Alessandro se acercó un poco, fascinado por la elegancia de su cuello, la delicadeza de su barbilla.

Sus mejillas se sonrojaron levemente.

–¿Cuántos años tienes, Lilley? –le preguntó de repente.

–Tengo veintitrés años –dijo ella, frunciendo el ce ño–. ¿Por qué? ¿Cuántos tienes tú?

–Muchos más que tú. Treinta y cinco.

–Treinta y cinco, ¿y todavía no te has casado? –exclamó ella, sorprendida–. En el lugar de donde yo vengo, la mayoría de la gente se casa antes de los treinta.

–Supongo que es mejor así para la vida en la granja.

Ella arrugó el entrecejo.

–No vengo exactamente de…

–En mi mundo… Un hombre se casa para asegurar su estirpe, para tener un hijo que herede el título y el patrimonio a su muerte.

Ella sonrió.

–Vaya, así suena muy romántico.

–No se trata de romance, Lilley –le dijo él en un tono cortante–. El matrimonio es una alianza. Mi esposa será una líder en la sociedad. Una heredera con el linaje apropiado, la futura madre de mi heredero.

La sonrisa de Lilley se desvaneció.

–Alguien como Olivia Bianchi.

Con solo oír el nombre, se ponía tenso.

–Sí.

Los ojos de Lilley parecían enormes bajo la resplandeciente luz de las arañas.

–Entonces, si ella es la novia perfecta, ¿por qué estoy yo aquí?

–Me amenazó con marcharse si no le proponía matrimonio, así que le dije que se fuera.

Lilley parpadeó.

–Lo siento por ella.

Él soltó una carcajada.

–No malgastes tu solidaridad con Olivia. Sabe cuidarse muy bien.

–¡Está enamorada de ti! –tragó con dificultad–. No tendría que haber accedido a esta… farsa… Cuando lo único que quieres es manipularla.

–No quiero volver a ver a Olivia.

Ella frunció el ceño. No estaba muy convencida.

–¿Y cuándo decidiste eso?

Alessandro la miró a los ojos.

–Lo supe en el momento en que te vi con ese vestido.

Lilley se quedó boquiabierta. Tardó unos segundos en volver a hablar.

–Eh, ¿me traes algo de beber? –le dijo con la voz ronca–. ¿Algo de comer? No he comido nada en todo el día.

–Certamente –murmuró él–. ¿Qué quieres? ¿Un Martini? ¿Un Merlot?

–Elige tú.

–Empezaremos con una copa de champán –le acarició la mejilla brevemente–. Espera aquí, cara.

La sintió estremecerse bajo las yemas de los dedos.

–Espero –le dijo ella, humedeciéndose los labios.

Él dio media vuelta y echó a andar, pero, unos pasos después, no pudo resistir la tentación de volverse un instante. Lilley seguía parada al borde de la pista de baile como una estatua, gloriosamente seductora con aquel vestido, observándole. Estaba rodeada de hombres que ya empezaban a mirarla de reojo.

Alessandro frunció el ceño. Tendría que darse prisa.

Mientras avanzaba por la sala de fiestas, no pudo evitar preguntarse cuándo había sido la última vez que había sentido una necesidad tan imperiosa de hacer suya a una mujer.

Y podía hacerla suya. Ella era libre y estaba a su disposición. Sí. Era su empleada, pero era él quien había puesto esa regla. Él era el jefe. Podía romper sus propias reglas cuando quisiera.

Pensó en los diez dormitorios de su mansión. De repente tuvo una visión de ella, desnuda en la cama, sonriendo con sensualidad, mirándole con ojos de lujuria y deseo. Alessandro casi se tropezó…

Y así, sin más, la decisión fue tomada. Una oleada de energía le recorrió por dentro. Fuera su empleada o no, Lilley tenía que ser suya.

Esa noche.

La tendría en su cama esa misma noche.

Capítulo 3

LILLEY se sintió observada por muchos hombres al borde de la pista de baile. Las mujeres, sofisticadas y escuálidas, la fulminaban con miradas sombrías. Respiró hondo y trató de controlar el temblor de las manos. La cabeza de Alessandro sobresalía por encima de las del resto. Iba hacia la barra, seguido por las miradas de sus adoradoras. Y ella se estaba convirtiendo en una de ellas. Soltó el aliento. ¿Qué estaba haciendo?

« No quiero volver a ver a Olivia… Lo supe en el momento en que te vi con ese vestido», le había dicho él.

Una corriente eléctrica la recorrió por dentro al recordar ese momento.

–¿Lilley?

Jeremy estaba justo delante de ella, boquiabierto, contemplando su magnífico vestido rojo. Se quitó las gafas de pasta negra que llevaba puestas.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Ah. Hola, Jeremy –dijo Lilley con un hilo de voz. Se lamió los labios y miró hacia la mujer morena que estaba justo detrás de él–. Hola, Nadia.

La cara de su compañera de piso era todo un poema. Era como si estuviera a punto de echarse a llorar.

–Lo siento mucho, Lilley –dijo, casi atragantándose con las palabras–. Nunca quisimos hacerte daño. Nunca…

–Deja de disculparte –le dijo Jeremy. Su prominente nuez subía y bajaba por encima de la pajarita–. Te lo hubiéramos dicho muchos días antes… –añadió, fulminando a Lilley con la mirada–. Si nos hubieras dejado. Pero no hacías más que evitarnos. Me evitabas.

Lilley se quedó boquiabierta.

–¡Eso es ridículo!

–Me hubiera gustado que hubieras tenido las suficientes agallas desde el principio para decirme que no me querías, en lugar de dejarme en manos de Nadia, como si fuera un bulto del que tenías que deshacerte. ¿Y ahora te sorprende que haya surgido algo? ¡Pero si nunca estabas ahí para mí!

Lilley sacudió la cabeza con firmeza.

–Solo estás inventando excusas. ¡Sabes que tenía que trabajar! ¡Toda la culpa es tuya!

Él la miró a los ojos.

–¿Mía? –la miró de arriba abajo–. Para mí nunca te vestiste así. Claramente estás aquí con alguno que sí te importa de verdad. ¿Quién es, Lilley?

Lilley pensó que ya era hora de dejar caer la bomba; ya era hora de ejecutar la dulce venganza. En cuanto les dijera que su acompañante era el príncipe Alessandro, se quedarían de piedra, muertos de envidia. Lilley abrió la boca.

Y entonces vio que Jeremy agarraba a Nadia de la cintura. Era un gesto protector; uno al que ella siempre se había resistido cada vez que Jeremy se acercaba un poco. Lo cierto era que, después de aquel divertido fin de semana en la feria, la relación entre ellos siempre había sido tensa. Había dejado su trabajo en Francia y se había ido a vivir a San Francisco para empezar una nueva vida, pero no había hecho nada para seguir sus sueños. Cuando Jeremy trataba de besarla, ella se alejaba. Evitaba a toda costa estar cerca de él, y siempre buscaba excusas para quedarse un poco más de tiempo en el trabajo. Retrospectivamente, Lilley tampoco podía culparle por querer estar con Nadia, una chica que sí tenía tiempo para él y que deseaba sus besos y caricias.

–¿Con quién has venido, Lilley? –dijo Nadia, casi entre lágrimas–. ¿Has conocido a alguien?

Jeremy la había engañado, pero ella le había abandonado y rechazado durante meses. A lo mejor Nadia había cargado con ese peso después de todo… Muchas veces le había pedido que inventara alguna excusa para Jeremy antes de irse al trabajo a toda prisa. Ellos habían cometido un error. Pero la cobarde había sido ella de principio a fin. Temblando, les hizo frente.

–Estoy aquí con… –tragó en seco y entonces levantó la barbilla–. Un amigo. Estoy aquí con un nuevo amigo –se volvió hacia Jeremy–. Y tú tenías razón –le dijo–. Nunca estuve ahí. No para ti. Ni tampoco para nuestro negocio. Tenía muchos sueños, pero tenía miedo de ponerlos en práctica. Lo… lo siento.

Jeremy parpadeó y la rabia que brillaba en sus ojos se desvaneció.

–Yo también lo siento –le dijo–. Eres una buena persona, Lilley, dulce y generosa. No te merecías enterarte de lo mío con Nadia de esa manera –esbozó una sonrisa incómoda–. Siempre me gustaste. Pero cuando te trasladaste a San Francisco, simplemente… desapareciste.

–Lo sé –dijo Lilley. Le picaba la garganta.

Cada vez que Jeremy conseguía una cita importante, con un banco, con un posible inversor, ella tenía que estar en otro sitio. Se había escudado en el trabajo; sus miedos habían ganado.

–Lo siento.

–¿Me perdonas, Lilley? –le susurró Nadia.

Lilley trató de sonreír.

–Si me lavas los platos durante lo que queda de mes…

–Hecho. Dos meses. ¡Tres!

–Y siento que lo de la tienda no haya salido bien –dijo Jeremy, frotándose la nuca con gesto avergonzado–. Sigo pensando que tus diseños son fantásticos. Todavía no estás preparada para dar el paso, pero a lo mejor algún día…

–Sí –dijo ella, con un nudo en la garganta, sabiendo que era mentira–. Algún día.

Nadia estaba llorando a lágrima viva. Se inclinó hacia adelante y abrazó a Lilley.

–Gracias –le susurró.

Un momento después, ambos desaparecieron entre la multitud. Y entonces oyó una risa sarcástica e incisiva a sus espaldas.

–No les has dicho nada de mí.

Lilley se dio la vuelta.

–Alessandro.

–Estaba esperando a ver tu venganza –le ofreció una copa de champán–. ¿Por qué no les has dicho nada?

–Porque Jeremy tenía razón. Yo nunca le quise. Realmente no –le quitó la copa de champán de las manos–. Si no tengo suficientes agallas para seguir mis sueños, entonces no debería enfadarme con los demás.

–Podrías haberles hecho sufrir –los ojos de Alessandro parecían llenos de confusión–. No lo entiendo.

–Bueno, ya somos dos –susurró ella y bebió un buen sorbo de champán.

Las burbujas fueron un golpe de frío contra sus labios. Echó atrás la cabeza y se lo bebió de un trago. Cerró los ojos y esperó a que el alcohol se le subiera a la cabeza. Tenía que olvidar ese miedo al fracaso que tanto daño le había hecho.

¿Qué sentido tenía evitar el riesgo, si al final terminaba perdiéndolo todo de todas formas?

–Estás llorando –le dijo Alessandro de repente. Parecía realmente preocupado.

Ella soltó el aliento. Se frotó los ojos.

–No.

–Vi cómo te miraba. Todavía podría ser tuyo si quisieras.

Lilley recordó la cara de Nadia, el gesto protector de Jeremy… Recordó que jamás había sentido ni la más mínima atracción física por él; algo de lo que no se había dado cuenta hasta la descarga eléctrica que había experimentado al conocer a Alessandro.

Sacudió la cabeza.

–Les deseo lo mejor.

–Dios, sí que eres buena chica –susurró él, quitándole mechones de pelo de la cara–. ¿Cómo es que eres tan misericordiosa?

Un inesperado relámpago de dolor la atravesó de arriba abajo. Otro hombre que la llamaba «buena chica». Eso era más o menos lo mismo que llamarla «tímida ».

Parpadeando rápidamente, se miró el vestido tan provocador que llevaba puesto, los tacones de diez centímetros.

–¿Crees que soy una cobarde? –le susurró.