Bajamar - Robert Louis Stevenson - E-Book

Bajamar E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

"Bajamar" era en origen el principio de una obra muy ambiciosa y extensa que luego, por el desánimo del propio Stevenson y las vueltas que da siempre el mundo de los escritores, acabó convirtiéndose en una novela corta. Así y todo, resulta una historia terriblemente interesante y entretenida, con un tratamiento de la psicología de los personajes y, quizá sobre todo, un exotismo aventurero, que la hacen una lectura más que agradable. Se trata de la última novela del maestro Robert Louis Stevenson y un clásico comparable a su obra más conocida, "La isla del tesoro".

Herrick, un hijo de buena familia demasiado torpe para desempeñar ningún trabajo, Huish, un cockney londinense de carácter miserable, y Brown, un alcohólico capitán de barco sobre el que pesa el hundimiento de su barco mientras estaba borracho, malviven en un puerto isleño después de haber caído en desgracia. El azote de la influenza (tuberculosis) les pone inesperadamente en sus manos una goleta sin capitán y cargada de cajas de champagne que deciden robar. En su periplo por los mares del sur, en el que se pone de manifiesto la incompatibilidad de tres personalidades tan opuestas, acabarán encontrando una islita casi olvidada y a un personaje tan extravagante como casi sobrehumano, Attwater, un misionero que comercia con perlas...

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Robert Louis Stevenson

Bajamar

Tabla de contenidos

BAJAMAR

PRIMERA PARTE - El trío

Noche en la playa

Amanecer en la playa: las tres cartas

El viejo calabozo: el destino a la puerta

Bandera amarilla

El cargamento de champán

Socios

SEGUNDA PARTE - El cuarteto

El pescador de perlas

Aprendiendo a conocerse

La cena

Una puerta abierta

David y Goliat

Final

Notas a pie de página

BAJAMAR

Robert Louis Stevenson

PRIMERA PARTE - El trío

Noche en la playa

En las islas del Pacífico, aquí y allá, hombres de diferentes pueblos europeos, de varia clase y condición social, desempeñan actividades de toda índole, y contagian enfermedades. Unos prosperan, otros vegetan. Los hay que han ascendido por las gradas de los tronos, que han llegado a poseer islas y compañías de navegación. Sin embargo, otros se casan para sobrevivir. Hay damas bien parecidas, de buen carácter y del color del chocolate, que los toman a su cargo y los mantienen en completa ociosidad. Vestidos como nativos, reposan bajo tejadillos de hoja de palma, apenas conservan algún elemento extranjero en los andares, en los gestos, tal vez incluso no se hayan desprendido de algún recuerdo del pasado (quizá un monóculo), de cuando fueran oficiales o caballeros; se dedican en general a entretener a un público de aborígenes con recuerdos de los music-halls. Los hay menos dóciles, con menos talento, con peor fortuna, acaso menos degradados, que incluso en estas islas de la abundancia siguen careciendo de pan que llevarse a la boca.

En las afueras de Papeete, en la playa, sentados bajo un purao[1], se hallaban tres hombres pertenecientes a esta última categoría.

Se había hecho tarde, hacía rato que la banda había desfilado sin dejar de tocar, mientras la seguía bailando un pintoresco grupo de hombres y mujeres, tenderos y oficiales de marina, cogidos ellas y ellos de las cinturas, coronados con guirnaldas. Ya hacía rato que la oscuridad y el silencio reinaban en todas las casas de esta frágil ciudad de paganos. Sólo brillaban las farolas, que dibujaban un halo como de luciérnaga entre las frondosas alamedas o sobre las aguas del puerto. Entre los montones de leña del embarcadero, junto a las oficinas del puerto, se escuchaba un ronquido. El viento lo llevaba a la orilla, donde las graciosas goletas, cuya obra muerta era como la de los veleros, estaban amarradas unas a otras como barquitas; los tripulantes dormían en cubierta, bajo las estrellas; o se apretujaban bajo unos deteriorados toldos, entre las mercancías.

Pero los que estaban bajo el purao no tenían intención de dormir. Cualquiera habría pensado que la temperatura era la normal en un verano en Inglaterra, pero era demasiado fría para los mares del sur. La muda naturaleza lo sabía, porque el aceite de coco se había helado en las botellas de todas y cada una de las muy ventiladas casas de la isla. Estos tres hombres también lo sabían, porque tiritaban. Se abrigaban con unas prendas de algodón muy finas, en las que habían estado sudando a lo largo del día, en las que habían soportado el castigo de las lluvias tropicales; para completar la desgracia, no habían desayunado, no habían almorzado ni, por supuesto, habían cenado.

Como dicen en los mares del sur, estaban on the beach (en las últimas). Una desgracia similar había reunido aquí a estas tres criaturas, las más desdichadas de habla inglesa en Tahití. Ninguno sabía cómo se llamaban los otros dos, sólo sabían que los tres eran unos desgraciados. Haber caído tan bajo había sido el resultado de un largo proceso, durante el cual los nombres habían encogido hasta convertirse en apodos. Sin embargo, ninguno de ellos había tenido que comparecer ante un juez. Dos de ellos demostraban poseer buen carácter: uno de estos dos, sentado, tiritando bajo el purao, llevaba un deteriorado Virgilio en el bolsillo.

Seguro que si de este libro hubiera podido sacarse algún dinero, Robert Herrick habría sacrificado su última posesión hacía mucho tiempo; pero la demanda de literatura, muy elevada en algunos lugares de los mares del sur, no parecía que favoreciera las lenguas muertas; este Virgilio que no había podido canjear por una comida, sin embargo, le había servido para engañar el hambre. Tumbado en el suelo del viejo calabozo, con el cinturón apretado, buscaba en él los pasajes favoritos, pero hallaba tal vez otros pasajes que acaso no le parecerían tan buenos, porque les faltaba la consagración del recuerdo. A veces, cuando paseaba por el campo, se detenía, se sentaba a un lado del camino, contemplaba, sobre el horizonte del mar, los montes de Eimeo, y se zambullía en la Eneida para hacer la prueba de las sortes[2]. Cuando el oráculo (como todos los oráculos) titubeaba y traía pronósticos desalentadores, por lo menos las imágenes de Inglaterra colmaban la memoria del exilio: la escuela tan llena, los verdes campos de juego, la ruidosa y perenne actividad de Londres, el hogar, los blancos cabellos de su padre. El destino de esos escritores clásicos, serios y circunspectos, con los que con frecuencia mantenemos una relación difícil y dolorosa en la escuela, es el de adquirir carta de naturaleza en nuestra sangre, y la de ser parte importante de nuestros recuerdos. Por ello, un verso de Virgilio apenas dice nada de Mantua o de Augusto, pero sí que habla de lugares ingleses, y de la abolida juventud de quien fue estudiante.

Robert Herrick era hijo de un hombre inteligente, enérgico y emprendedor, que tenía una modesta participación en una importante empresa de Londres. Se pusieron muchas esperanzas en el muchacho. Fue a un buen colegio, consiguió una beca para estudiar en Oxford; a su debido tiempo, concluyó los estudios en la universidad. A pesar de su talento y de su buen gusto (muy considerables), carecía de determinación y de madurez intelectual: se entretuvo en varias ramas del árbol de la ciencia, se interesó por la música y la metafísica, cuando debía haberse aplicado al griego; en fin, se licenció sin pena ni gloria. En ese momento, la prestigiosa empresa de Londres quebró. Mr. Herrick tuvo que empezar de cero, como empleado, en otra compañía; Robert se vio obligado a renunciar a sus esperanzas, tuvo que agradecer que lo admitieran en la carrera que siempre había detestado y despreciado. No era bueno para las cuentas, no sentía ningún interés por la economía, detestaba los inconvenientes de los horarios de trabajo, despreciaba las metas y éxitos de los comerciantes. Desde luego, nunca había pensado en hacerse rico, sólo quería que le fueran moderadamente bien las cosas. Cualquier joven peor o más valiente habría luchado contra el destino, quizá habría probado suerte con las letras, o, incluso, habría preferido la milicia. Robert, más prudente, quizá más tímido, aceptó la forma de vida que le brindaba más oportunidades para ayudar a la familia. Lo hizo sin convicción, por ello quiso alejarse de sus antiguos compañeros; eligió, entre varias posibilidades, un empleo mediocre en una oficina de Nueva York.

Su vida profesional fue una concatenación de humillaciones. No bebía, era escrupulosamente honrado, se llevaba bien con los jefes, pero a pesar de todo lo despedían de todas partes. Como no le interesaba lo que hacía, no ponía ningún entusiasmo. Los días eran para él un rosario de asuntos inconclusos y mal hechos, a donde quiera que fuera, la fama de incompetente lo precedía. No hay nadie capaz de soportar el reproche de esa fama sin, al menos, ruborizarse un poco, porque ninguna otra ofensa contra el amor propio es tan hiriente; Herrick, que sabía cuál era su talento, su mérito, y que, además, desdeñaba los humildes empleos que le ofrecían, hallaba en el dolor un sufrimiento exquisito. Al principio de su decadencia había dejado de enviar dinero a casa, después, al no tener nada que comunicar, excepto su propia derrota, dejó de escribir. Un año antes de que comenzase esta historia, arrojado en medio de las calles de San Francisco, víctima de un vulgar pero colérico judío alemán, rompió los últimos lazos de su amor propio; un impulso repentino le hizo cambiarse de nombre, e invertir el último dólar en una huida en el bergantín correo Ciudad de Papeete. Herrick no sabía muy bien qué esperaba hallar en los mares del sur. Sí, podía hacerse una fortuna con el negocio de las perlas o la copra; por supuesto, otros, no con más talento que él, habían prosperado en el mundo de las islas, se habían convertido en reyes consortes o en ministros. Si Herrick hubiera ido allí con alguna finalidad bien definida, habría mantenido su apellido, pero el cambio de nombre hacía explícita su bancarrota moral. Había arriado la bandera, había perdido la esperanza de volver a ser el que fue, de poder ayudar a su empobrecida familia; decidió irse a las islas, donde sabía que lo aguardaban un clima suave, unas costumbres fáciles, una forma sencilla de ganarse la vida; se fue como quien huye de la batalla de la vida y de sus obligaciones. Se dijo que el fracaso era lo que le había tocado en suerte, por lo tanto había que dejar que fuese un fracaso agradable.

Por fortuna, decir «seré un fracasado» no es suficiente. La carrera de Herrick hacia el fracaso continuó en las islas; aun en un nuevo paisaje, con nombre nuevo, siguió sufriendo como antes. Obtuvo un nuevo empleo, lo echaron; pasó del sufrimiento de ser sustentado por los propietarios de los restaurantes a un tipo de caridad mucho más evidente, la que se ejerce junto a la cuneta. Con el paso del tiempo, disminuía la caridad: después de uno o dos rechazos, Herrick renunció a mendigar. Había muchas mujeres que habrían mantenido a alguien mucho más feo y peor, pero Herrick no llegó a conocerlas ni a saber nada de ellas; si las conoció, algún sentimiento de orgullo brotó de su interior, y hubiera preferido, en ese caso, morir de hambre. Empapado con las lluvias, asfixiado de calor durante el día, tiritando por las noches, su techo era el de una deteriorada prisión abandonada; mendigaba el alimento, o lo obtenía de las inmundicias que hurtaba de la basura; sus amigos eran dos desterrados como él. Éste era el vaso de la penitencia que había estado apurando durante meses. Demasiado bien conocía la experiencia de ser despedido, la de estallar con infantil rebeldía ante el infortunio, lo que significaba entrar en el coma de la desesperación. Había cambiado. Dejó de engañarse con cuentos de una suave decadencia, acaso grata, empezó a considerarse de forma diferente. Había aceptado que no podía ascender, la experiencia le había enseñado que no sabía resignarse a la caída. Algo que apenas podía calificarse de orgullo o vigor, que tal vez sólo fuese refinamiento, le impedía rendirse; en cualquier caso, a veces, contemplaba su desgracia con ira creciente, otras veces se admiraba de su propia paciencia.

Habían pasado cuatro meses, todavía no había ningún signo de que aquello fuese a cambiar. La luna, deslizándose entre nubes de diferentes tamaños, formas y densidad, algunas tan negras como la tinta, otras tan delicadas como la suave hierba, ofrecía su maravilloso brillo sureño sobre un paisaje que era al mismo tiempo detestable y encantador: las montañas de la isla siempre coronadas por estáticas nubes, la exuberante ciudad adornada de extrañas farolas, los mástiles del puerto, la delicada imagen del atolón, y el espigón del arrecife donde las grandes olas se desvanecían en blanca espuma. La luna brillaba con ráfagas destellantes sobre sus compañeros: sobre el robusto americano que se hacía llamar Brown, un oficial de marina a quien le habían ido mal las cosas; y sobre el empleado londinense de corta estatura, de ojos claros, sonrisa desdentada y mal corazón. ¡Menuda compañía la de Robert Herrick! Al menos el capitán yanqui era un hombre de veras: tenía excelentes cualidades de comprensión y decisión; era uno de esos hombres a los que no te avergonzaría darle la mano. Por el contrario, no había ninguna cualidad que pudiese destacarse del otro, que a veces se hacía llamar Hay, otras veces, Tomkins, y que se reía de esta discrepancia. Había sido dependiente en todas las tiendas de Papeete, porque tenía aptitud para ello, pero lo habían despedido de todas por su vileza; había conseguido ofender a sus antiguos jefes, con lo cual éstos ahora lo trataban como si fuese un perro cuando lo veían en la calle, todos sus antiguos compañeros lo evitaban como si fuese un acreedor.

No hacía mucho tiempo que un barco de Perú había traído la gripe, que se había extendido por toda la isla, especialmente en Papeete. Desde el purao se oía el escalofriante sonido intermitente de hombres que tosían, que incluso se ahogaban al toser. Los aborígenes enfermos, que desconocían la fiebre, habían salido a rastras de las casas para refrescarse; tendidos en la orilla o en las canoas de la playa, esperaban dolorosamente a que llegase el nuevo día. Como se oía el canto de los gallos por las noches en todas y cada una de las granjas de la isla, así se oían estos accesos de tos; se escuchaba cómo se propagaban, cómo morían en la distancia y cómo renacían. Cada uno de estos enfermos imitaba a su compañero, es decir, se desgarraba durante unos minutos, víctima de un cruel ataque de tos que lo dejaba sin ánimo ni voz cuando había pasado. Si alguien no hubiera sabido dónde invertir su piedad, la playa de Papeete en esas frías noches y en esa estación insalubre habría sido un buen lugar para hacerlo. De todos los que sufrían esta enfermedad, quizá el menos digno de piedad, pero al mismo tiempo el más lamentable, era el empleado londinense. Estaba acostumbrado a otra forma de vida: a un hogar con camas, a los cuidados delicados que suele haber en la habitación de todo enfermo; sin embargo, ahora yacía allí, a la intemperie, expuesto a los vientos repentinos, y con el estómago vacío. Además se sentía muy débil, la enfermedad lo había destrozado; a sus compañeros los sorprendía su resistencia. Los invadía una profunda compasión, y hacía que por un momento desapareciese el odio que sentían hacia él. El asco que provocaba una enfermedad tan repulsiva hacía mayor el desagrado. A la vez, con idéntica fuerza contraria, el remordimiento por su falta de piedad los movía a ser más solícitos. Incluso ese diabólico carácter suyo hacía que sus compañeros se ofreciesen a ayudarlo con más afán, porque la idea de la muerte es la más insoportable cuando se aproxima a lo sensorial y egoísta. De vez en cuando, lo incorporaban entre los dos; entorpeciendo más que ayudando, le daban golpecitos entre los hombros; cuando el desdichado volvía a tumbarse, exhausto después de un ataque de tos, sus compañeros se le quedaban mirando, como si quisieran asegurarse de que seguía vivo. No hay nadie que no tenga, al menos, una virtud, la de este empleado era el valor; siempre se apresuraba a tranquilizarlos aunque no siempre de forma refinada.

—Estoy bien, chicos —dijo con voz entrecortada—, esto viene bien para fortalecer los músculos de la laringe.

—¡Como quiera! —exclamó el capitán.

—Estoy bien, me siento fuerte —continuó el enfermo con voz apagada—. Pero me parece realmente duro que deba ser el único que tome parte de este vicio, y que sea yo lo único que les divierta. ¿Qué tal si despiertan?, ¿qué tal si me cuentan algo?

—El problema es que no tenemos nada que decir, muchacho —respondió el capitán.

—Si quieren, puedo contarles lo que estaba pensando —dijo Herrick.

—Lo que sea —dijo el empleado—; sólo quiero sentir que sigo vivo.

Herrick empezó a contar su parábola, tumbado boca abajo y hablando lentamente, como si le faltara el aliento; se notaba que no hablaba como alguien que tuviese ganas realmente de decir algo, sino que lo hacía más bien como si le faltara tiempo.

Empezó a hablar:

—En fin, estaba pensando en que estaba tumbado en la playa de Papeete una noche, brillaba la luna, soplaba el viento, los compañeros tosían; tenía frío, tenía hambre. Me sentía derrotado. Tenía unos noventa años, y llevaba unos doscientos veinte en Papeete. Estaba pensando en que desearía tener un anillo que frotar, o poder convocar un hada madrina, o, quizá, a Satanás. Intentaba recordar cómo se hacía. Sé que se hacía un círculo de calaveras, lo vi en Freischütz. Te quitabas el abrigo y te remangabas, vi a Formes hacerlo cuando interpretaba el papel de Kaspar [3], y te dabas cuenta, por la forma en que lo hacía, de que era una tarea que conocía bien. Tenías que tener a mano algo de donde saliera humo y un olor apestoso, supongo que valdrá un cigarro; después, tenías que decir el Padrenuestro al revés. Me preguntaba si yo podría hacerlo, porque parecía realmente una proeza, también me preguntaba si luego sabría decirlo bien, me dije que sí. Sí, en cuanto llegué a «por los siglos de los siglos», vi a un hombre que vestía un pariu[4], con una estera bajo el brazo; venía paseando por la playa desde la ciudad. Era un señor mayor con mal aspecto, estaba tullido, cojeaba y no dejaba de toser, al principio no me gustó, pero después sentí lástima por él, porque la tos demostraba que estaba enfermo de verdad. Entonces recordé que nosotros teníamos un jarabe para la tos que nos había dado el cónsul americano para Hay. A Hay no le había servido de nada, pero pensé que podría serle útil a aquel hombre, entonces me puse de pie. Saludé:

»— Yorana —dije.

»Me contestó: — Yorana.

»—Mira esto, tengo algo muy bueno para la tos en este frasco, ¿tú entender?, aquí, te daré una cucharada en la palma de la mano, porque el servicio de mesa lo tenemos en el banco.

—Dije esto para que se acercara, pero cuanto más se acercaba menos me gustaba. Pero ya me había comprometido, ¿no?

—¿Qué es toda esta tontería? —interrumpió el empleado—. Se parece a las sandeces de los sermones.

—Es un cuento. Solía contar cuentos a los niños en casa —dijo Herrick—, pero si le aburre, lo dejo.

—No, no, continúe. Siempre será mejor que nada —respondió algo irritado el enfermo.

—Bien —continuó Herrick—, apenas había terminado de darle el jarabe, cuando el tipo pareció enderezarse y cambiar de repente; entonces me di cuenta de que no debía de ser de Tahití, más bien parecía árabe, llevaba una barba muy larga.

»—El bien con el bien se paga —dijo—. Soy un genio de Las mil y una noches, esta estera que llevo bajo el brazo es la auténtica alfombra de Mohamed-Ben-como-se-llame. Pronuncia la palabra, y podrás viajar en esta alfombra.

»—¿Quiere decir que ésta es la auténtica alfombra mágica? —pregunté.

»—Usted lo ha dicho —respondió.

»—Se supone que ha aparecido por América desde la última vez que leí Las mil y una noches —comenté un tanto desconfiado.

»—Así es. He estado por todas partes. Con una alfombra como ésta no va a dejarse pudrir uno en su casita.

»Aquello me convenció.

»—Bien —dije—, ¿quiere decir que puedo subir a esta alfombra, e ir volando, por ejemplo, a Londres, Inglaterra?

—Dije a Londres, Inglaterra, capitán, porque él parecía haber pasado mucho tiempo en esa parte del planeta que usted tan bien conoce.

»Contestó:

»—En un abrir y cerrar de ojos.

»Quise calcular el tiempo.

—¿Cuál es la diferencia horaria entre Papeete y Londres, capitán?

—Tomando como punto de referencia Greenwich y el punto Venus, unas nueve horas y pico —respondió el capitán.

—Sí, eso es lo que yo pensaba —dijo Herrick—, unas nueve horas. Como esto ocurría a las tres de la mañana, calculé que podría estar en Londres alrededor del mediodía. Estaba emocionado con la sola idea de que pudiera ser verdad.

»—Sólo hay un problema —dije—, no tengo ni un centavo, y sería una pena llegar a Londres y no comprar la edición de la mañana del Standard.

«Contestó:

»—Veo que no conoce las ventajas de esta alfombra. ¿Ve este bolsillo? Sólo tiene que meter la mano, y la sacará llena de soberanos».

—¿Está hablando de esas monedas de veinte dólares? —preguntó con curiosidad el capitán.

—¡Justamente ésas! —exclamó Herrick—. Eran muy grandes, ahora recuerdo que tuve que ir a Charing Cross a cambiar el dinero por libras.

—¿Estuvo allí? —preguntó el empleado—. ¿Qué más hizo? Seguro que se tomó una copa de brandy.

—Pues bien, fue exactamente como dijo el viejo, en un abrir y cerrar de ojos —dijo Herrick—. Eran las tres de la madrugada, estaba en la playa; de repente era mediodía, y estaba ante la Golden Cross. Al principio, estaba deslumbrado y me tapé los ojos, no cambió nada. El sonido en Strand era muy parecido al de los arrecifes, escuchen, ¡a que oyen el ruido de los taxis, de los autobuses, el ruido del tráfico de las calles! Abrí los ojos, todo seguía igual, no había duda. Allí estaban las estatuas de la plaza, los monumentos, St. Martin’s-in-the-fields, los policías, los gorriones, los coches de alquiler; no puedo explicar lo que sentí. Tenía ganas de echarme a llorar, supongo, de bailar, de saltar por encima de la columna de Nelson. Me sentía como una persona que hubiera estado atrapada en el infierno, y, de repente, apareciera en la parte más maravillosa del cielo. Después alquilé un cabriolé que tenía un caballo espléndido y veloz.

»—¡Le doy un chelín si consigue llegar en veinte minutos! —le dije al conductor. Iba bastante rápido, aunque, desde luego, no podía compararse con la alfombra; en diecinueve minutos y medio estábamos delante de la puerta.

—¿Qué puerta? —preguntó el capitán.

—La puerta de una casa que conozco —respondió Herrick.

—¡Seguro que era un bar! —exclamó el empleado, pero no lo dijo con estas palabras.

—¿Por qué no fue en la alfombra en lugar de ir traqueteando en un carruaje?

—No quería llamar la atención en una calle tan tranquila. Es de mala educación. Además, era un cabriolé —continuó el narrador.

—Bueno, y ¿qué más? —preguntó con curiosidad el capitán.

—Entré —respondió Herrick.

—¿Sus padres? —preguntó el capitán.

—Eso es —contestó, tenía una hierba en la boca.

—¡Me parece a mí que no es usted muy bueno para esto de inventarse cuentos! —replicó el empleado—. ¡Dios mío!, es como de la Asociación para la Defensa de la Infancia. Yo sí que podría contar un buen cuento sobre mi viajecito. Yo habría entrado y habría tomado una copa de brandy, para propiciar la buena suerte. Después me habría conseguido un buen abrigo de astracán, y, con mi bastón, me habría ido a presumir por Piccadilly. Después habría ido a un lujoso restaurante y habría pedido un plato de guisantes, una botella de champán, y unas buenas chuletas de cordero, ¡ah!, se me olvidaba, también habría pedido para empezar un plato de pescaditos fritos bien sazonados, también pediría una tarta de grosella, y una copa de esa representación del placer que viene en grandes botellas con un sello, ¡Benedictine!, ése es el nombre. Después iría al teatro, charlaría con los amigos, iría a salones de baile y a bares, no volvería a casa hasta por la mañana, hasta que empezase a amanecer. Al día siguiente, tomaría ensalada de berros, jamón, bollitos con mantequilla, ¡vaya que sí…!

Lo interrumpió un nuevo ataque de tos.