Bajemos la luz - María Utrilla - E-Book

Bajemos la luz E-Book

María Utrilla

0,0

Beschreibung

Una mujer al borde de la locura, pero sorprendentemente lúcida. Un músico venido a menos pero dispuesto a todo con tal de conservar la custodia de su hijo. Una joven ingresada en cuidados intensivos por un misterioso accidente que no es capaz de recordar. Bajemos la luz reúne las experiencias de cinco personas (y un gato) en situaciones límite, que les enfrentarán a lo que más temen y de las que tendrán que encontrar una salida. Problemas como la prostitución, el acoso, la violencia de género y el maltrato animal se mezclan en seis historias de suspense, todas ellas ocurridas en lo más profundo de la noche…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 333

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



María Utrilla Julve

Bajemos la luz

y otros relatos nocturnos

1ª edición en formato electrónico: marzo de 2021

© María Utrilla Julve

© De la presente edición Terra Ignota Ediciones

Diseño e ilustración de cubierta: Blanca Buenafé Cerdán

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 – Barcelona

[email protected]

ISBN: 978-84-123449-5-0

THEMA: FYB FH 2ADS

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

María Utrilla Julve

Bajemos la luz

y otros relatos nocturnos

Una noche en la jungla

Bajemos la luz

Nuevas Amistades

Pólvora y basura

Puerta cerrada

El escondite

A mis padres, por poner tantos libros, cuadernos y lápices a mi disposición.

A mi hermana, por ser el mejor apoyo que cualquiera podría tener.

A Maggie y Mia, por ser uno más de la familia.

Una noche en la jungla

El semáforo se puso en verde, pero yo tardé todavía unos segundos en darme cuenta. Los coches que se alineaban detrás del mío empezaron a pitarme y reaccioné haciendo circular el coche avenida adelante.

Los ojos me escocían de forma muy molesta, y me los froté con el puño, consiguiendo que todo mi maquillaje se corriese y me pringase la piel. No sabía para qué demonios me habría maquillado. Dirigí una rápida mirada al reloj del coche: las once y media de la noche. Resoplé malhumorada y pisé el acelerador, recorriendo la avenida como una exhalación. Estaba de muy mal humor, y me sentía incómoda. Un año más me dirigía a la reunión de antiguos alumnos del instituto. Todos los años se celebraba al llegar la Navidad, y todos los años era exactamente lo mismo. Pero lo peor era que cada vez yo volvía de la reunión exactamente igual: con aquella sensación tan molesta, aquella quemazón en el pecho, aquellas ganas tan irritantes de llorar, que solo tengo cuando me siento profundamente humillada, o muy disgustada por algo.

Yo nunca había querido ir a la reunión de antiguos alumnos. Jamás me han gustado esos espectáculos tan absurdos. Ni siquiera entendía por qué mis ex compañeros tenían que celebrar algo así. Parecía una estupidez propia de una película americana mala, de esas que repiten en la televisión una y otra vez… Pero mi amiga Elisa adoraba todo aquello… Las celebraciones multitudinarias, los eventos llenos de gente… Esas fiestas que dan las personas cuando quieren quedar bien, y recibir los halagos de los invitados. Y por ese motivo, año tras año, Elisa se encargaba de organizar aquella maldita reunión de antiguos alumnos. Y año tras año, yo acudía por compromiso. Aquel año las cosas no iban a ser diferentes, y yo me presentaba una vez más. A pesar de que hacía casi dos meses que no sabía nada de Elisa.

Giré por una calle secundaria, alejándome del centro de la ciudad. El barrio al que me dirigía no estaba muy lejos. Un mechón de flequillo lacio me caía constantemente sobre los ojos, y me lo aparté de un manotazo. Tampoco sabía por qué demonios me había molestado en hacerme un peinado elegante; después de todo llegaba tarde, como siempre.

Ya podía imaginarme lo que me iba a encontrar al llegar a la cena. No me resultaba difícil hacerlo, ya que todos los años era lo mismo. Cuando me había despedido de mis antiguos compañeros al acabar el instituto, todos ellos eran todavía unos chiquillos deseosos de lanzarse al mundo de los adultos. Después de aquello, se habían dispersado por diferentes carreras y trabajos. Todos habían ido buscando su lugar en aquel mundo que se presentaba ante ellos, habían crecido y se habían convertido en adultos. Y cada año habían vuelto a encontrarse, en diciembre, en una fiesta. Y yo había podido ver los cambios operados en ellos año tras año. Tamborileé con los dedos sobre el volante, pensativa. No se podía decir que mis compañeros hubieran cambiado precisamente para mejor.

Lo que me había encontrado cada diciembre al llegar a la reunión, era un grupo de gente salvaje, egocéntrica, vacía, gente que en sí misma, resultaba una auténtica contradicción: había visto a ex compañeros abrazarse y saludarse en medio de la fiesta como si realmente estuvieran muy felices de volver a verse. Como si se apreciasen y se hubieran echado de menos. Y después, cuando uno de ellos se había ido, había visto como el otro lo criticaba con una crueldad feroz, en el mismo lugar y frente a las mismas personas que antes les habían visto saludarse y abrazarse.

Había observado a gente que aparecía aferrada a sus parejas, los dos novios radiantes, hablando a los demás de lo felices que eran juntos. De lo maravillosa y especial que era su relación. Cuando todos los habían escuchado por separado un rato antes, en sus diferentes grupos de amigos: ella quejándose de que él no le dedicaba tiempo suficiente a su relación, y nunca sacaba tiempo para hacer cosas juntos. Y él tachándola a ella de estrecha y de histérica frente a sus amigos.

Y lo más gracioso era que aquellas personas presumían de amor. De tener uno de esos amores de novela, de estar destinados el uno al otro, de ser tremendamente afortunados por haber encontrado a la persona perfecta para ellos. Sacudí la cabeza con tristeza: como si todos no supiesen que Lara, antes de empezar a salir con Jaime en el instituto, se empleó a fondo en seducir a Marcos, y que solo cuando vio que este no le hacía ningún caso, decidió probar con Jaime, que parecía prestarle algo de atención cuando se encontraban por ahí. Cómo si Pedro no hubiese puesto los cuernos a sus últimas tres novias en el instituto, aunque ahora Ibis, su última conquista, presumiera delante de todos de cómo ella lo había cambiado, y de los preciosos regalos que él le hacía por su cumpleaños.

Doblé una esquina con un giro brusco del volante, perdida en mis pensamientos. Habría cientos de personas muchísimo más indicadas en este mundo para hablar de amor. De amor de verdad. ¿Por qué precisamente aquella clase de gente se empeñaba en presumir de él?

Pulsé el botón de la radio, buscando algo con lo que distraerme, y enseguida la música de una emisora desconocida empezó a sonar en el coche.

Y luego estaban aquellas maravillosas personas que no sabían hablar de otra cosa que no fuera de ellas mismas. Y no eran pocas. Personas que, las pocas horas que habían pasado junto a mí en aquellas cenas, me habían taladrado sin piedad con sus vidas llenas de emoción, y con sus grandes hazañas. Y que cada vez que yo intentaba abrir la boca, me cortaban para contarme algo que tuviera que ver con ellos. Personas que presumían de su carrera de Derecho como si no hubiera otro abogado en el mundo. Personas que hablaban de sus vacaciones como si a nadie se le hubiese ocurrido visitar la India antes que ellos. Incluso algunas personas que me habían preguntado si seguía sus últimas publicaciones en Facebook.

La música que sonaba en la radio, una balada tristona de los ochenta, empezaba a deprimirme, así que cambié de emisora en busca de algo más animado. Como si yo no tuviera nada mejor que hacer que leer las gilipolleces que escribían mis ex compañeros en Facebook. Yo también tenía una cuenta de Facebook, y no esperaba que nadie siguiera mis publicaciones como si fueran algo importante. Aquellas pretensiones me parecían tan absurdas… Como si nadie más en la Tierra publicara las mismas canciones, las mismas frases hechas, o los mismos fragmentos de novelas y películas que ellos publicaban.

Lo que en cualquier caso tenía muy claro, es que yo no era como mis antiguos compañeros de clase. Ni siquiera lo había sido cuando iba con ellos al instituto. Desde muy joven había sentido que yo iba aparte de ellos. Por suerte había encontrado buenos amigos en otras actividades y en otros ambientes, pero nunca había tenido mucha vida social con mis compañeros de instituto. Nunca había sido una más de la clase. Y ellos lo sabían, seguían dándose cuenta de ello cada año, en las reuniones de Navidad, y seguían tratándome como tal. Hablaban conmigo, pero me hablaban como a una extraña. Y a veces eran directamente desagradables, y me hablaban como si fuera idiota, o estuviera por debajo de ellos.

Suspiré profundamente, mientras giraba por una nueva calle. Yo no pertenecía a su mundo. A mis antiguos compañeros les encantaba presumir de sus vidas. Les gustaba proclamar su éxito, que todos supieran lo genial que era su día a día. Les encantaba aparentar, y eran muy competitivos unos con otros. Yo en cambio no lo era. A mí solo me movían aquellas cosas que me hacían feliz, aún sin tener claro que fueran las correctas. Por eso había estudiado Filología, aunque mis compañeros se habían reído de mí, porque esa carrera jamás me proporcionaría un puesto de trabajo fácil, ni un gran estatus social, ni mucho dinero.

Yo también había tenido novio, como todas aquellas felices parejas que aparecían en las reuniones. Pero él me había dejado, y después de aquello no había vuelto a encontrar a otro chico del que enamorarme. Es cierto que la soledad es dura, y que lo pasé muy mal al principio, pero con el paso del tiempo me había replanteado si realmente merecía la pena estar con cualquier payaso que se te acerque una noche solo para tener alguien con quien salir. Y había decidido que no, aunque mis compañeros me mirasen con una mezcla de lástima fingida y malicia mal disimulada cuando les decía que seguía soltera.

Por supuesto yo era consciente de que aquellas personas se burlaban con crueldad de mí en cuanto les volvía la espalda. Aunque aquello no me preocupaba demasiado. Solo empezaba a mosquearme de verdad cuando ellos ni siquiera se molestaban en esperar a que me diera la vuelta para empezar a reírse de mí.

En la radio empezó a sonar una canción de Depeche Mode, con su inconfundible aire electrónico. Cuando quise darme cuenta, estaba tarareando entre dientes, algo más animada. Me había adentrado en un barrio de calles algo más estrechas, con un trazado perfectamente regular. Uno de esos barrios llenos de callejuelas idénticas, en los que resulta tan fácil perderse. Se suponía que en aquella zona estaba la sala de fiestas que habían alquilado esa vez para celebrar la reunión. Uno de esos restaurantes de precio módico aunque decorados de forma elegante y con espacio para bailar.

Yo no tenía GPS en el coche, ni en el teléfono móvil, así que había buscado la dirección en casa y la había apuntado en la hoja de una libreta. Confiaba en poder encontrar el lugar. Reduje la velocidad y leí el letrero con el nombre de la calle en la que me encontraba. La sala no debía de estar muy lejos.

Sí, de buena gana habría pasado aquel año de la reunión de antiguos alumnos, y me hubiera dedicado a hacer cualquier otra cosa, como leer un buen libro o ver una película bajo la manta eléctrica. El único motivo por el que asistía, era por mi amiga Elisa.

Elisa era la única persona que había conocido en el instituto a la que me atrevía a llamar “amiga”. Las dos nos habíamos conocido en el primer curso, y habíamos congeniado bastante desde el principio. A pesar de que teníamos muy poco en común. De hecho, en ocasiones había llegado a plantearme si en realidad no seríamos completamente opuestas. Elisa, a diferencia de mí, sí era una más de la clase. Caía bien a todo el mundo, era la primera en apuntarse a excursiones o a cualquier evento que organizara la clase, y era el alma de todas las fiestas. Era atractiva, pero además muy coqueta, y le encantaba llamar la atención. Había salido con tantísimos chicos a lo largo de todos los años de instituto, que ya nadie llevaba la cuenta. Yo era muy diferente de ella. Mucho más sencilla, mucho menos orgullosa y me gustaba pasar desapercibida. Lo curioso era que Elisa y yo habíamos ido juntas a todas partes, pero la que llevaba la voz cantante siempre era ella: la que decidía lo que íbamos a hacer y cómo, la que organizaba los planes, la que acababa siendo la protagonista de todo, mientras que yo permanecía cómoda y satisfecha en un segundo plano. Era como si a lo largo de todo el tiempo que habíamos pasado juntas, cada una se hubiese acomodado a un rol concreto, pero contando siempre con el papel de la otra como apoyo. Como si las dos juntas formásemos la combinación perfecta, aportando la una lo que le faltaba a la otra.

Giré una calle a gran velocidad, tan ensimismada que apenas reparé en las dos chicas que cruzaban por un paso de cebra, frente a mí, atravesando la calle. En cuanto las vi, musité una maldición entre dientes, y di un frenazo brusco, hasta detener el coche por completo, a solo unos centímetros del paso de cebra. Las dos chicas se habían detenido de golpe, al ver aparecer el coche de la nada. Las observé bajo la luz de los faros de mi coche, paralizadas, mirándome con los ojos muy abiertos por la sorpresa y el susto. No pude evitar que me recordaran a dos pequeños conejillos indefensos, deslumbrados por las luces de un coche en medio de una autopista. Hice un gesto de disculpa con la mano, y las chicas, al ver el coche detenido, por fin se decidieron a terminar de cruzar la calle, y desaparecieron rápidamente al llegar a la otra acera. Puse de nuevo el coche en movimiento, dejando a las chicas atrás, y suspiré profundamente. Estaba demasiado alterada para conducir, demasiado encerrada en mis pensamientos. Si seguía circulando en ese estado podía tener un accidente. Ya había visto el susto que acababa de dar a aquellas chicas. Sería mejor que aparcase en el primer sitio que encontrase y siguiera buscando la sala a pie. Después de todo, aquel lugar no podía estar muy lejos, y ya llegaba tarde de todas formas.

Continué circulando calle adelante, hasta encontrar un sitio libre. Aparqué el coche, me puse el abrigo, cogí el bolso y salí a la calle. Me recibió un viento frío, propio de una noche de principios de diciembre. Me froté las manos para entrar en calor. No solo la temperatura era fría, sino que además soplaba un viento muy desagradable, de esos que te arrancan constantemente el poco calor que conserva tu cuerpo. También había bastante humedad en el ambiente, como si fuese a llover de un momento a otro. Concluí al fin que era una noche muy desapacible, me subí el cuello del abrigo para protegerme del frío y la humedad y eché a andar por la calle. La acera estaba totalmente desierta. De hecho, no parecía haber nadie por aquellas calles, aparte de las dos chicas que había dejado atrás. Las farolas proyectaban sus luces estériles a intervalos regulares sobre la acera, dejando ver un pequeño halo de niebla al trasluz. Había tanto silencio que podía oír el sonido amortiguado de las pisadas de mis suaves botas de piel. Leí el letrero de la calle en la que me encontraba. El nombre me sonaba y creía que la sala de fiestas debía de estar un poco más adelante. Continué caminando, pensativa.

Después de que Elisa y yo nos graduásemos y dejáramos el instituto, las dos habíamos mantenido la relación, y aunque ya no nos veíamos tan a menudo como antes, continuábamos saliendo juntas. Seguíamos confiándonos nuestras cosas, seguíamos estando pendientes la una de la vida de la otra. Aunque yo había hecho amigos nuevos en la universidad, amigos que seguramente eran mucho más afines a mí que Elisa, me sentía satisfecha de que siguiéramos siendo amigas.

Sin embargo, algo había cambiado en los últimos meses. Desde que había empezado el nuevo curso, yo tenía la sensación de que Elisa se estaba alejando de mí cada vez más. Ya no me llamaba tan a menudo como antes, no me avisaba cuando organizaba un viaje o una escapada de fin de semana. Y cuando yo la llamaba, Elisa ya no siempre respondía al teléfono a la primera. Algunas veces me llamaba unos días más tarde, para preguntarme qué quería. Y si le mandaba un mensaje, podía tardar semanas en contestarme. Yo no comprendía por qué se estaba produciendo aquel cambio, pero era evidente que allí estaba, que Elisa se estaba distanciando a pasos agigantados de mí. Y aquello me preocupaba cada vez más, empezaba a llenarme de inquietud. De hecho, cuando había visto la invitación de Elisa a la reunión de antiguos alumnos de aquella noche, me había sentido bastante aliviada, debía reconocerlo. Aunque odiaba aquella reunión con toda el alma, me tranquilizó ver que Elisa, que todos los años se encargaba de reunir a la gente, me había invitado una vez más. Por un momento, había temido que aquel año no lo hiciera.

Saqué del bolsillo de mi abrigo el papel donde llevaba apuntada la dirección de la sala. Cada año escogían una diferente para la celebración y la alquilaban toda la noche. Había anotado el nombre en una hoja. Al parecer se llamaba Natural and Wild. “Qué nombre tan absurdo”, pensé con un mohín de desagrado. Me preguntaba qué tipo de garito habrían elegido para la fiesta de aquel año.

Una ráfaga de aire frío me obligo a guardar rápidamente el papel de nuevo en el bolsillo de mi abrigo, y a seguir caminando calle adelante, con rapidez. Mientras andaba, volví a sumirme en mis pensamientos: debía reconocer que tenía una razón para decidir ir a la fiesta, una sola razón por la que no me había quedado en el sofá, o me había ido a dormir. En aquella fiesta vería a Elisa, es más, Elisa estaría allí seguro, porque todos los años se ocupaba de la organización, y jamás se perdería su querida reunión de antiguos alumnos. Esa sería la ocasión perfecta para verla, y si conseguía hablar con ella un momento, con calma y con tiempo suficiente, quizás pudiese averiguar por qué ella parecía cada vez menos interesada en mí. Por qué ya apenas nos veíamos, por qué hacía tanto tiempo que no charlábamos de verdad y no sabíamos nada la una de la otra. Y tal vez, hablar con ella sirviera para que todo volviese a la normalidad. Quizá Elisa se diera cuenta de que había descuidado su relación conmigo, y quisiera enmendarlo. O quizá no hubiera ninguna razón grave por la que Elisa se hubiera distanciado de mí, y todo se debiera a una simple distracción, o a que ella estaba demasiado ocupada últimamente. Tal vez todo se solucionara.

Suspiré, agotada pero esperanzada. No es que yo tuviera especial interés en saber todo lo que Elisa hacía con su vida, o en acapararla para mi sola. Simplemente ella era la única amiga que había conservado del instituto, y aunque ahora ambas tuviéramos nuevas vidas, quería conservar su amistad.

Una nueva ráfaga de aire helado me golpeó en la cara mientras andaba, haciendo que me llorasen los ojos. En el fondo, pensé, era muy triste ir a una fiesta con decenas de personas y solo tener interés por ver a una de ellas. Bueno, en realidad había otra persona en aquellas reuniones de antiguos alumnos a la que también me apetecía ver. Se trataba de Alberto, el chico que había sido durante bastante tiempo mi compañero de pupitre. Alberto era un chico callado y sensato que nunca se metía con nadie, ni trataba de ser más que los demás. Era una de las personas con las que mejor había podido hablar yo de todos mis antiguos compañeros, ya fuera cuando íbamos al instituto, o en aquellas insufribles reuniones. Alberto siempre tenía un tema de conversación interesante, un consejo sensato cuando alguien tenía un problema, y aunque él y yo nunca habíamos sido amigos como tal, ni nos habíamos visto fuera del marco de las clases, él siempre era muy agradable conmigo. Así que, en realidad, no estaría mal aprovechar aquella fiesta para saludar también a Alberto, después de tanto tiempo.

De pronto percibí un suave zumbido, que se hacía más fuerte conforme más caminaba. Pronto el zumbido se convirtió en música de fiesta, que sonaba lejana, por delante de mí. ¿Sería aquella la música de la sala a la que me dirigía? Según mis cálculos ya no debía de estar muy lejos. Seguí caminando calle adelante, y pronto distinguí entre la neblina una luz blanca y dorada de neón, que se iba haciendo cada vez más intensa. Seguí los neones y pronto me encontré frente a la puerta de una sala de fiestas, bajo un cartel luminoso y con el inconfundible sonido de la música viniendo del interior. En el letrero luminoso, flanqueado por un elegante dibujo de palmeras, aparecía el nombre de la sala: Natural and Wild. Así que ese era el lugar. Me quedé allí parada durante unos instantes, inmóvil bajo la luz temblorosa de aquellos neones. Suspiré lentamente, llenándome los pulmones de aire todo lo que pude, antes de dejarlo escapar con calma. Allí estaba al fin, al otro lado me esperaban Elisa y la reunión de cada año. De pronto, al pensar en ello, me sentí llena de abatimiento y pesadez. Era como si en un segundo todas mis fuerzas me hubieran abandonado, como si estuviera a punto de ponerme enferma. Por un momento me sentí incapaz de entrar allí, y pensé que quizá hubiese sido mejor quedarme en casa, o haber quedado con un amigo a dar una vuelta por un lugar más agradable. Todavía estaba a tiempo de volver atrás y marcharme a otra parte. Suspiré, me froté los ojos, agotada, y traté de pensar con sensatez. No tenía sentido marcharme después de haber llegado hasta allí. Me había propuesto acudir a la fiesta y hablar con Elisa, aunque solo fuera un momento. Después de verla ya podía marcharme si quería; nadie me iba a echar de menos ni me iba a pedir que me quedase. Y, además, ya estaba llegando tardísimo.

Así que respiré hondo y crucé los pocos pasos que me separaban de la puerta de cristal. En un segundo me encontré en el pequeño recibidor del local, con la música resonando a mí alrededor con fuerza. Frente a mí se encontraba la puerta que debía dar a la sala principal, cubierta con una cortina de raso oscuro y brillante. Un par de personas charlaban en un rincón, seguramente tratando de huir de la aglomeración de gente, y a mi derecha, una chica se sentaba frente al guardarropa, mirándose las uñas, con pinta de estar bastante aburrida. Cuando entré, levantó la vista hacia mí sin mucho interés, y enseguida volvió a bajarla a su manicura.

―Esta noche es privado ―dijo sin mirarme―. ¿Eres una de las invitadas a la fiesta?

Por un instante volví a tener aquella sensación de que debería haberme quedado en casa. No me sentía con ánimo ni para pelearme con una empleada del pub. La invitación a la fiesta me había llegado por correo. Desde luego esperaba que mis compañeros no hubieran sido tan repelentes como para encargar entradas en papel para aquella fiesta absurda. Si era así, yo no tenía ninguna.

Abrí la boca para preguntarle a la chica si había alguna especie de lista de invitados en la que pudiera estar apuntado mi nombre, cuando de pronto, una voz vagamente conocida me hizo detenerme.

―¡Oh, Teresa! ¡Estás aquí! Tranquila Sonia, Teresa es una de nuestras invitadas más importantes.

Me di media vuelta para ver quién se había referido a mí como a alguien importante, y me topé con una sonrisa aduladora e insegura, y unos ojillos a juego con el conjunto.

―Igor… ―contesté.

El chico me dedicó una sonrisa aún más amplia, pero todavía insegura, y se pasó una mano por el pelo, con gesto nervioso.

Igor era uno de mis antiguos compañeros de clase, en concreto el más pardillo y torpe de todos. Igor era una de esas personas que tienen problemas para relacionarse con los demás, y nunca los había superado del todo. Al contrario, había desarrollado una desquiciante afición por tratar de agradar a todo el mundo, hasta el punto de resultar verdaderamente incómodo. Solamente Igor en toda la clase se hubiera referido a mí como a “una de las invitadas más importantes”.

―¿Qué tal? Vaya, llegas súper tarde. Ya tenía miedo de que no vinieras. Hay que mejorar esa puntualidad… ―dijo Igor en un tono terriblemente petulante, sin perder su sonrisa temblorosa, y la chica del guardarropa dejó de prestarle atención y dirigió de nuevo la mirada a sus uñas.

―Sí, bueno… me he entretenido un poco ―contesté, sin saber muy bien qué responder a aquello.

Igor solía tener ese efecto en la gente. Sobre todo cuando la abordaba con frases enrevesadas, afectadas y excesivamente educadas, buscando la aprobación a toda costa. Sin embargo, lo que solía conseguir era, por el contrario, el rechazo de casi todos. Aquel chico había sido el delegado de la clase durante tres años seguidos, por voto casi unánime de sus compañeros. Él creyó, halagado, que se debía a que ellos valoraban sus dotes de liderazgo y su capacidad para solucionar problemas, cuando en realidad, todos lo votaron porque creyeron que así le fastidiarían y le pasarían un marrón. Durante todos aquellos años Igor se había enfrentado a las burlas y al desprecio de la mayor parte de la clase, que solo le valoraban cuando podía serles útil para algo concreto, como para representarlos en el consejo de estudiantes o para organizar aquellas reuniones de antiguos alumnos. Cierto, lo había olvidado: Igor era uno de los principales organizadores como antiguo delegado, de aquellas reuniones navideñas, junto con Elisa.

―Ven, déjame tu abrigo, puedes dejarlo aquí todo el tiempo que quieras ―dijo Igor haciendo el gesto de acercarse a mí para ayudarme a quitarme el abrigo.

―¡No, gracias, Igor! ―repliqué, apartándome lo justo para no parecer maleducada―. Yo… no me quedaré mucho rato.

Lo cierto es que yo nunca había maltratado a Igor, ni me había reído abiertamente de él. Generalmente, intentaba ser educada y evitar a la vez que me diera la paliza (algo a lo que era muy aficionado). Por un lado me daba cierta lástima aquel chico inadaptado, pero también me ponía muy nerviosa aquella actitud servil que tenía ante todos, siempre buscando la aprobación de los demás. En realidad, Igor siempre me había recordado a un perrito faldero, moviendo el rabo detrás del resto de personas, esperando siempre una palmadita en el lomo.

De hecho, aquella misma noche, tras oírme decir que no me quedaría demasiado tiempo, Igor bajó la mirada con un mohín consternado, que me recordó muchísimo al de un perrito faldero.

―Vaya… ¿vas a marcharte pronto, ¿eh? ¡Qué lástima! ¡Con todo el tiempo que hemos dedicado mis compañeros y yo a preparar una fiesta genial…! ―comentó Igor, con un aire abatido y afectado muy propio en él.

Por un momento quise animarle, pero tampoco me interesaba comprometerme a quedarme demasiado tiempo allí. Nunca sabía cuánto aguantaría en aquellas fiestas.

―Bueno, no te pongas así, aún acabo de llegar… ―repliqué, tratando de sonar más amable― Aún tengo que saludar a unas cuantas personas.

―Claro, ¿no es genial? ―contestó Igor, y sus ojos adquirieron un brillo muy alegre―. Volver a estar todos los compañeros juntos después de tanto tiempo… ¡Es algo que me emociona todos los años!

Siempre tan adulador. Decidí que había llegado el momento de aligerar la conversación, antes de que Igor se animara y me retuviese en el recibidor durante media hora con una charla de besugos.

―Oye, ¿no sabrás dónde está Elisa, ¿verdad? ―le pregunté de sopetón―. Me apetece saludarla lo antes posible.

―¿Elisa? ¡Ah sí, tu gran amiga Elisa! ―respondió Igor―. Está por ahí dentro, muy ocupada saludando a todos los invitados. Ella también se ha implicado mucho en montar esta fiesta.

“Sí, y seguro que ha estado encantada de contar contigo para cargarte el trabajo más duro”, pensé mientras sonreía y asentía con la cabeza, tratando de disimular mi impaciencia.

―¡Oh, este año incluso me ha felicitado personalmente por mi esfuerzo con lo de la fiesta! ―continuó Igor alegremente―. ¡Me ha dicho que he hecho un buen trabajo! ¿Qué te parece?, ¿eh?

“Igualito a un perro faldero”, pensé tristemente, mientras observaba la sonrisa de autocomplacencia de Igor. Incluso aquella sonrisa ansiosa y servil me resultaba un tanto perruna.

―Seguro que has hecho un trabajo genial, y que todos disfrutamos mucho de la fiesta ―respondí, porque sabía que eso era lo que Igor quería oír, y lo que le haría sentirse bien.

Y al instante la sonrisa de Igor creció, y su parecido con un perro doméstico que acaba de recibir una galleta como premio, se hizo aún mayor. Tenía que reconocer que era sorprendente.

―Me alegro mucho de que hayas venido, Teresa ―dijo Igor, como si sintiese que la conversación se acercaba a su fin. Y supe que estaba siendo sincero. Después de todo, Igor podía tener muchos defectos, pero no era retorcido ni mentiroso.

―Yo también me alegro de verte ―contesté, y a Igor solo le faltó mover el rabo―. Bueno, creo que va siendo hora de que entre a la fiesta.

―Claro, por supuesto ―respondió Igor, y por primera vez pareció darse cuenta de que estaba justo en medio, entre la puerta de la sala y yo.

Se echó a un lado con un gesto nervioso, y trató de hacer un caballeroso gesto hacia mí invitándome a pasar. Pero el resultado fue bastante torpe y muy poco elegante. Seguía recordándome a un perrito inseguro, y no me quedó más remedio que preguntarme de dónde provendría aquella semejanza. Tal vez no solo fueran sus gestos. Lo cierto es que su nariz larga y recta siempre me había recordado un poco a un hocico.

―Pasa y diviértete ―dijo Igor una vez se hubo apartado por fin de la puerta de la sala―. Yo me quedo un rato charlando con Sonia.

―De acuerdo. Diviértete, Igor ―le deseé antes de volverme hacia la puerta.

Igor me sonrió un momento antes de encararse hacia el mostrador de la tal Sonia, que no parecía muy entusiasmada de tenerle allí. Pensé que, definitivamente me recordaba a un perrito moviendo el rabo. Es más, incluso tuve la impresión, durante un breve segundo, justo antes de volverme hacia la puerta de la sala, de que Igor realmente tenía un rabito de perro meneándose con viveza bajo su espalda.

Aparté la cortina con la mano y entré en la sala principal. De pronto me sentí como si me hubiese sumergido en un universo totalmente diferente: me encontraba en una sala enorme, decorada en colores crema y alumbrada con luces tenues, lo que daba al espacio un aire íntimo. De vez en cuando se encendían unos focos de colores suaves, que cambiaban la atmósfera de la sala durante unos segundos. La música que sonaba era un popurrí de canciones de moda, de esas que suenan todas iguales, aunque por suerte estaba a un volumen aceptable. No como en algún pub donde habíamos acabado otros años, donde la música martilleaba sin piedad por toda la sala, como si pretendiera hacer vibrar hasta el último rincón. Un escenario cerraba la sala en el lado enfrentado a la puerta, con un rotundo piano de cola justo en su centro, reclamando la atención como la guinda de un pastel. Me froté los ojos, tratando de acostumbrarme a la escasa luz, y fue entonces cuando me di cuenta de que la sala estaba hasta arriba de gente. Ya desde la puerta, hasta el interior, la gente se amontonaba en grupitos, charlando a voces y sosteniendo una copa en la mano. Otros se sentaban en bancos colocados cerca de las paredes. Me pregunté de dónde demonios habría salido tanta gente. No recordaba que otros años se hubieran reunido tantos… Había tantas personas que ni siquiera podía ver el final de la sala, donde suponía que debía encontrarse la barra. Quién sabe, tal vez este año habían invitado a acompañantes. Entre toda aquella gente iba a ser muy complicado encontrar a Elisa.

Di un par de pasos vacilantes por la sala, sintiéndome más perdida que un pulpo en un garaje, cuando de pronto alguien me tocó en la espalda.

―Vaya, Teresa, ¡pero si eres tú! ―dijo una voz femenina por encima de la música.

Me volví al instante y me encontré con dos ojos castaños, que me observaban divertidos. La reconocí al momento: se trataba de Cristina. Bueno, Cris para la mayoría del instituto. Pero para mí, mejor no usar diminutivo. Cristina era una chica de pelo castaño, inmaculadamente liso y de reflejos rojizos, perfectamente trabajado en alguna peluquería carísima. Sus facciones eran bastante armoniosas, y sin ser una belleza, Cristina resultaba bastante guapa. Aunque yo creía que podría haberlo sido aún más sin aquella sonrisa llena de desdén que solía llevar puesta. Al menos delante de mí siempre parecía tenerla, y es que Cristina, la reina del glamour, la clase personificada, nunca había mostrado ningún aprecio por mi persona. Más bien todo lo contrario.

―Hola, me alegro de verte… ―contesté, pero al instante reparé en algo que me dejó tan boquiabierta que apenas pude acabar la frase.

Cristina llevaba un vestido hecho totalmente de plumas de pájaro, más cortas en el escote y más largas conforme se acercaban a la falda y a la inmensa cola, simulando el plumaje de un pavo real. A la luz irregular de la sala, las plumas parecían verdes y rosas. El conjunto era francamente impresionante. Incluso sus complementos, pulseras, y pendientes, estaban adornados con plumas a juego. Con aquel vestido, Cristina parecía la reina de los cisnes, o más bien un ave del paraíso.

La observé durante unos segundos, realmente impresionada, mientras ella sonreía, halagada.

―¡Vaya! Menudo vestido. Es… increíble ―dije sin esconder mi sorpresa.

―Sí, ¿verdad? ―respondió Cristina, sin ningún asomo de modestia, y sonrió abiertamente. Después me miró de arriba abajo, y sin cortarse ni un pelo añadió―: El tuyo en cambio no tiene nada de especial, igual que siempre.

Me quedé pasmada, sin saber qué decir. Cristina nunca se había caracterizado por su humildad, ni por su tacto, pero no recordaba que fuera tan… sincera. Frente a mí, Cristina me observaba con satisfacción, henchida como un inmenso y orgulloso pájaro.

―Bueno… ¿qué tal te va todo? ―le pregunté. En vista de cómo iban las cosas, decidí evitar los halagos.

―¡Oh, genial! ¡Me va genial! ―exclamó Cristina, como si aquella pregunta le entusiasmase―. Este año voy a terminar mis estudios en Relaciones Públicas, pero la verdad es que ya apenas me importa, porque llevo trabajando desde hace dos años. Mi tío trabaja en un programa de noticias en una televisión local, y me consiguió un trabajo de reportera. Ahora hago la mayor parte de los reportajes del programa. ¡Y sin haber estudiado ni un año de periodismo! ¡Es genial! La televisión es increíble. Todo el mundo está pendiente de lo que dices, a todos les encanta verte, y sientes como la gente te admira. ¡Tengo el mejor trabajo de toda mi promoción!

Yo me esforzaba por seguir todo aquel parloteo de Cristina, lo cual no me resultaba fácil, en parte por el barullo de toda la gente que nos rodeaba, pero había algo más. Conforme Cristina iba hablando me pareció ver como una serie de aspectos iban cambiando en ella, como si se estuviera transformando ante mis ojos. Era algo muy leve, pero podía sentirlo. Era como si mientras Cristina hablaba, las plumas de su atuendo pareciesen cobrar vida y volverse más brillantes y sedosas. Como si la piel alrededor de sus ojos, comenzara a teñirse de un tono similar al de los colores de su vestido emplumado. Como si sus ojos fueran pasando del castaño a un tono bastante más oscuro. Aunque resultaba difícil estar seguro en aquella sala en penumbra, con las luces cambiando de un color a otro.

Sentía que debía contestar algo a toda aquella perorata de Cristina, pero lo cierto es que no me dejó hacerlo:

―Y no te lo vas a creer, este verano conseguí mi primer trabajo como modelo ―dijo Cristina, y acto seguido alzó la cabeza y emitió una risita que sonó muy parecida al gorjeo de un pájaro―. Eso sí que es increíble. Ya he hecho varias sesiones de fotos, y he aparecido en revistas, ¡y no puedes imaginarte lo que es! La gente me mira como si no pudieran creerse lo que ven, y todas las mujeres que conozco se mueren de envidian. ¡Es fantástico!

Asentí como una idiota, sin saber muy bien qué decir.

―De modelo, qué interesante…

―Si esto funciona, tal vez me plantee dedicarme a ser modelo en exclusiva. Y creo que tengo muchas posibilidades ―siguió Cristina, sonriendo orgullosa.

Decididamente, algo había cambiado en ella, y no solo en su aspecto: si bien Cristina siempre había sido presumida, arrogante y egocéntrica, yo no recordaba que hubiese llegado nunca a esos extremos. Realmente se estaba comportando como la reina de los cisnes, o de los pavos reales, o de lo que fuera vestida.

―¿Sabes? Creo que no debe haber una profesión mejor que la de modelo ―suspiró Cristina, y sus ojos parecieron brillar tanto como las plumas de su traje―. Es tan agradable y tan cómodo que todo el mundo te admire y quieran vestir lo que tú vistes, tener el aspecto que tú tienes... no se puede comparar a estar sentado en una mesa de oficina rodeado de fracasados, ¿verdad?

Me quedé boquiabierta ante esa última afirmación, y ante aquella persona que de repente me parecía una completa desconocida. De pronto Cristina pareció reparar en que yo también estaba allí, y me preguntó con brusquedad:

―¿Y tú? ¿Qué estás haciendo con tu vida?

―¿Yo? Pues… este año voy a acabar la carrera, igual que tú ―respondí con torpeza. La pregunta de aquella imponente reina ―pájaro me había pillado por sorpresa―. Voy a terminar Filología.

Cristina me observó perpleja durante un instante, antes de romper a reír a carcajadas. Me quedé paralizada de sorpresa e indignación. Cristina reía sin parar, echando hacia atrás la cabeza y su nariz afilada, tan parecida a un pico de pájaro.

―¿Filología? ¿Y para qué demonios sirve eso? ¿En qué piensas trabajar después? ―preguntó con inmenso desdén.

Por un momento me quedé sin palabras, perpleja. La gente de mi clase me había dicho en ocasiones que mi carrera no valía para nada, pero nunca habían sido tan hirientes.

―Pues… aún no lo he decidido, me gustaría ampliar mis estudios después de la carrera, pero supongo que me gustaría investigar… o tal vez ser profesora ―contesté, titubeando.

Cristina pareció reír aún más fuerte y con más descaro, con aquella risa tan parecida a un gorjeo, agitando sus plumas relucientes. Aunque me hubiesen tomado por loca, en aquel preciso instante habría jurado que Cristina tenía tanto de pájaro como de humana.

―Menuda mierda de trabajo… ―contestó. Había parado de reírse por fin, y se pasaba una mano por el pelo, como para asegurarse de que sus adornos emplumados seguían estando en orden―. ¿Quién puede querer un trabajo tan aburrido y deprimente? Es lamentable.

Yo casi podía sentir como mi cuerpo se encogía y se arrugaba ante sus palabras. Agaché la cabeza y clavé la mirada en el suelo, y por un instante volví a sentirme como cuando estaba en el instituto, cuando la gente como Cristina me despreciaba y yo me hacía amablemente a un lado. Desee marcharme de allí y alejarme de aquella pajarraca despiadada. Pero cuando levanté la cabeza para volver a hablar a Cristina, lo que salió de mi boca no fue una disculpa. Un pequeño poso de indignación y rabia había ido apareciendo en mí sin que me diese cuenta, y de pronto, y sin saber muy bien lo que estaba diciendo, me escuché decir:

―Bueno, yo me siento aliviada de saber que nunca me voy a ganar la vida siendo un objeto. Debe ser muy triste que la gente solo te aprecie por lo que ve de ti por fuera y te aparte de una patada cuando dejes de alegrarle la vista.

Cristina se volvió hacia mí, petrificada de la sorpresa. Sus ojos relampaguearon aún más negros, las aletas de su afilada nariz se dilataron. Vi como las plumas de su vestido comenzaban a erizarse a su alrededor, y la cola del mismo se sacudía tras ella, como si tuviera vida propia. Me pregunté cómo demonios lo había hecho Cristina para mover así su vestido. Retrocedí un paso, inconscientemente, intimidada bajo la mirada acerada de aquella reina de los pájaros, que me observaba indignada y rabiosa. Pero de pronto aquella mirada perdió fuerza. Cristina pareció relajarse, y abandonó aquella expresión de ira para cambiarla por una de desprecio. Me miró de arriba a abajo y sonrió con desdén.

―Me largo de aquí, tengo mucha gente con la que hablar y cosas más interesantes que oír ―dijo, y las plumas de su vestido parecieron relajarse y volvieron a colgar de la tela.

Yo observaba a Cristina boquiabierta y me sentía incapaz de decir una palabra.

Entonces la reina de los pájaros se dio media vuelta y se alejó de allí, sin decir una palabra más, arrastrando su cola emplumada como un inmenso pavo real.

Una vez que me quedé sola, tragué saliva con fuerza y un escalofrío me recorrió la espalda. Tenía una sensación muy extraña. No estaba completamente segura de lo que acababa de ver. Estaba envuelta en un sudor frío y pegajoso y el corazón me latía desbocado. Me sentía como si acabase de despertar de un mal sueño. Finalmente me alejé unos pasos de allí hasta apoyar la espalda en una pared cubierta de elegantes dibujos florales. No sabía qué demonios le pasaba a Cristina, pero estaba rarísima. No la recordaba así. Tan fría, tan despiadada…. tan poco humana.