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El estudiante ruso Razumov se ve envuelto en un atentado cometido por un compañero revolucionario al que acaba delatando a la policía. Empleando similar dureza contra la perversidad de las autoridades zaristas y la crueldad de los revolucionarios, Conrad reconstruye el drama psicológico del delator, que se agudiza aún más cuando éste es enviado a Ginebra para infiltrarse en la organización a la que pertenecía el activista traicionado. Su lucha interior para convivir con el remordimiento acaba convirtiéndose en una patología que afecta a su salud mental y física. Pero entre las múltiples lecturas posibles también está la del hombre desamparado, que no puede confiar en los despóticos funcionarios rusos que le encargan la misión ni en los opositores en el exilio a los que se ve obligado a traicionar. Narrada desde la perspectiva occidental de un inglés afincado en la capital suiza, Bajo la mirada de Occidente está a la altura de las grandes novelas de Conrad como Lord Jim, El agente secreto o El corazón de las tinieblas.
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Veröffentlichungsjahr: 2016
El estudiante ruso Razumov se ve envuelto en un atentado cometido por un compañero revolucionario al que acaba delatando a la policía. Empleando similar dureza contra la perversidad de las autoridades zaristas y la crueldad de los revolucionarios, Conrad reconstruye el drama psicológico del delator, que se agudiza aún más cuando éste es enviado a Ginebra para infiltrarse en la organización a la que pertenecía el activista traicionado. Su lucha interior para convivir con el remordimiento acaba convirtiéndose en una patología que afecta a su salud mental y física. Pero entre las múltiples lecturas posibles también está la del hombre desamparado, que no puede confiar en los despóticos funcionarios rusos que le encargan la misión ni en los opositores en el exilio a los que se ve obligado a traicionar. Narrada desde la perspectiva occidental de un inglés afincado en la capital suiza, Bajo la mirada de Occidente está a la altura de las grandes novelas de Conrad como Lord Jim, El agente secreto o El corazón de las tinieblas.
Joseph Conrad
Título original: Under western eyes
Joseph Conrad, 1911
BAJO LA MIRADA DE OCCIDENTE se editó en 1911, cuando el autor estaba en plena madurez creativa: Conrad ya había publicado varias de sus obras más célebres, como El corazón de las tinieblas (que data de 1899) o Lord Jim (1900). Bajo la mirada de Occidente es la novela inmediatamente posterior a El agente secreto (1907) y junto a ésta y a Nostromo (1904) conforma una suerte de trilogía política: si en Nostromo recrea la corrupción de las dictaduras americanas y en El agente secreto el espionaje y la agitación anarquista en Gran Bretaña, en Bajo la mirada de Occidente retrata el ambiente revolucionario ruso, tanto en el San Petersburgo zarista (ciudad en la que transcurre la primera parte de la obra) como en Suiza, donde exiliados y conspiradores rusos alientan la esperanza de destruir el orden establecido y de expandir por toda Europa la revolución. Como en las novelas citadas, la violencia, el terrorismo y la corrupción están muy presentes y el ambiente social queda excelentemente retratado a través de un amplio friso de personajes; pero a la vez —y fundamentalmente— son novelas interiores, porque es en la conciencia de los protagonistas donde se dirimen los conflictos éticos, que son los que más le interesaban a Conrad. En Bajo la mirada de Occidente esa batalla interna, esa potente colisión de intereses y escrúpulos, tienen como escenario el alma del estudiante Kirylo Sidorovitch Razumov. Este Razumov es uno de los grandes personajes de la literatura del siglo XX, el heredero del Raskolnikov de Crimen y castigo y un verdadero paradigma de los antihéroes «conradianos», que arrastran un secreto o una culpa y deben redimirse a través de un sacrificio excepcional.
La primera intención de Conrad fue redactar un relato o una novela breve que pensó titular sencillamente Razumov. Esta obra no podía ser más «dostoievskiana» en ambiente, personajes y dilemas morales: San Petersburgo, estudiantes pobres de ideas exaltadas, nihilismo, borrachines, comisarías, secretos, pesadillas y visiones, funcionarios suspicaces, remordimientos. Sin embargo, Conrad se obsesionó con la historia, continuó la trama fuera de Rusia, desarrolló nuevos personajes (también «dostoievskianos» a más no poder: mujeres compasivas y sacrificadas, una madre devota de su hijo, una hermana con voluntad de hierro, fogosos revolucionarios, aristócratas) y cambió el título por el que conocemos hoy. Aunque Razumov sigue siendo el protagonista, su historia nos la va a contar un viejo profesor de idiomas inglés que vive en Ginebra. Este extranjero nos aporta su testimonio sobre los exiliados rusos que trató en Suiza y traduce unos apuntes personales del propio Razumov a los que da forma literaria, plenamente novelística. Estamos, pues, ante una curiosa variante del viejo tópico literario del manuscrito encontrado, convertido en novela por este profesor que es al tiempo personaje y narrador y que no deja de apostillar los diálogos de los protagonistas. La mirada del título alude, precisamente, a la de este profesor (el único personaje occidental, no ruso, de la historia) y también a la del lector a quien el texto va dirigido. Por extensión, es la mirada de toda Europa, que observaba atónita las convulsiones de la vida política y social rusas sin comprender sus motivaciones profundas ni prever sus consecuencias. Conrad estaba firmemente persuadido de que la mentalidad rusa era completamente ajena a la occidental y de que el entendimiento o la empatía eran imposibles. Por ello escribe una novela rusa, obsesivamente rusa, pero desde la perspectiva de un inglés y no desde la de Razumov.
Joseph Conrad trabajó en la novela entre diciembre de 1907 y enero de 1910. Fue un trabajo largo y constante, al que el autor concedió una gran importancia y que llegó a remover sus sentimientos más hondos. Su publicación en Gran Bretaña tuvo poco éxito (lo mismo había sucedido con la anterior, El agente secreto) y recibió numerosas críticas adversas que cuestionaban especialmente la oportunidad del mencionado personaje del profesor. Cuando el texto se reeditó en 1920 con el añadido de una nota de Conrad (que también se incluye en la presente edición) el mundo había cambiado radicalmente en menos de un decenio por acontecimientos tan trascendentes como la Primera Guerra Mundial, el desmembramiento del Imperio ruso o la Revolución rusa. En aquellos momentos, el Ejército Rojo estaba a punto de vencer definitivamente la guerra civil que conduciría a la plena implantación de la dictadura del proletariado. En esas circunstancias, se comprende que Conrad (un tanto desalentado) considerara su obra como una novela «histórica», el testimonio de un pasado ya muy remoto, cuando se larvaba el cataclismo que en aquel momento convulsionaba Rusia y estremecía al mundo. En realidad, Bajo la mirada de Occidente parece la obra de un autor del XIX, de un contemporáneo de Dostoievski más que de Andrei Biely: su estilo (preciso, certero, con abundantes diálogos), sus temas (la bondad, el remordimiento, el valor expiatorio del amor y el sacrificio), su preocupación por definir el alma rusa (que el novelista juzga duramente), el mesianismo, la brutalidad despiadada del Estado zarista, la corrupción intrínseca tanto de los revolucionarios como de sus represores… todo ello nos remite a la gran literatura rusa del pasado, no desde luego a la que iba a imponerse en el nuevo Estado soviético. Por todo ello, resulta curioso que Conrad desdeñara a Dostoievski y le considerara un personaje gesticulante y obseso («the grimacing, haunted creature»), porque Bajo la mirada de Occidente comparte gestos y obsesiones con Crimen y castigo y el lector no puede dejar de relacionarlas y de establecer paralelismos. Me resulta curioso pensar cómo, hasta hace muy poco, a estos autores se les descubría y leía en la juventud. Es muy probable que esto haya cambiado por completo y que ahora los adolescentes vivan totalmente ajenos a sus historias. Me da cierta ternura recordar a aquellos chavales de barriada que volvíamos de la biblioteca pública con un libro de Stevenson, Kipling, Verne, Wells, Melville, Dumas, Maugham o Poe sin saber quiénes eran esos autores (quiero decir: sin ser conscientes de su importancia, sin conocer su peso en la historia de la cultura). Así descubrí a Conrad. La primera obra suya de la que tengo memoria es Lord Jim. En aquel tiempo no leí Bajo la mirada de Occidente, que ha sido una novela sin apenas ediciones en España y que no estaba (o yo no supe encontrar) en aquella biblioteca pública. Hoy, ya de adulto, pienso que este libro habría conmovido profundamente al adolescente que fui: no se me van de la cabeza las escenas que comparten Victor Haldin y Razumov, en las que arranca todo el conflicto que se desarrolla en la novela. No sería justo desvelar al lector mayores detalles, sólo diré que el libro me ha proporcionado las mismas emociones, la misma desazón y entusiasmo que Lord Jim o que la citada Crimen y castigo.
Estas son, claro está, sensaciones personales que no tienen ninguna importancia. Hoy todos los historiadores de la literatura coinciden en considerar Bajo la mirada de Occidente como una de las obras mayores de Conrad y con esto ya está dicho todo. Quien no la conozca no debería demorar más su lectura.
A Agnes Tobin, que trajo a nuestra puerta su talento para la amistad desde la orilla.
«Tomaría la libertad de cualquier mano, igual que un hombre hambriento robaría un pedazo de pan…».
SEÑORITA HALDIN
HE DE EMPEZAR POR DECIR que no alardeo de poseer esos altos dones de la imaginación y la expresión que habrían permitido a mi pluma crear para el lector la personalidad del hombre que se hacía llamar, según la costumbre rusa, Cyril, hijo de Isiodr —Kirylo Sidorovitch— Razumov.
De haber tenido yo alguna vez estos talentos en cualquier modalidad de forma viva, a buen seguro que se habrían extinguido hace ya mucho tiempo bajo una selva de palabras. Las palabras, como es bien sabido, son las grandes enemigas de la realidad. Soy desde hace muchos años profesor de idiomas. Es ésta una ocupación que a la larga resulta fatal para la cuota de imaginación, observación o perspicacia que puede heredar una persona corriente. Llega un momento para el profesor de idiomas en el que el mundo no es sino un lugar repleto de palabras y el hombre un simple animal parlante no mucho más extraordinario que un loro.
Siendo ésta mi condición, difícilmente hubiera yo podido observar al señor Razumov o adivinar su realidad por pura intuición, y mucho menos imaginarlo tal como era. Incluso el inventar los hechos más elementales de su vida habría excedido por completo mis posibilidades. Creo, sin embargo, que aun cuando no hiciera esta aclaración los lectores de estas páginas detectarían en el relato las señales de la prueba documental. Y su impresión sería correctísima, pues la presente narración está basada en un documento; todo cuanto yo he aportado es mi conocimiento de la lengua rusa, suficiente para lo que aquí se persigue. Dicho documento, claro está, es de índole similar a un diario, si bien su estructura no es exactamente la misma. No se atiene en lo esencial a una escritura cotidiana, aunque todas las entradas llevan su fecha correspondiente. En algunos casos, las anotaciones abarcan varios meses y ocupan docenas de páginas. La primera parte es un relato retrospectivo sobre un hecho acaecido aproximadamente un año antes.
Debo mencionar que he vivido mucho tiempo en Ginebra. Un barrio entero de esta ciudad se conoce como «La Petite Rusie» —La Pequeña Rusia—, por la cantidad de rusos que allí residen. Tenía yo por aquel entonces abundantes vínculos con esta comunidad, aunque confieso que en absoluto comprendo el carácter ruso. Su actitud ilógica, la arbitrariedad de sus conclusiones y la frecuencia de lo excepcional no debieran revestir dificultad alguna para un estudioso de tantas gramáticas; pero por fuerza debe haber algo más, cierto rasgo humano peculiar: una de esas diferencias sutiles que escapan a la capacidad de un modesto profesor. Lo que nunca deja de sorprender a un profesor de idiomas es el extraordinario amor a las palabras que profesan los rusos. Las atesoran, las aprecian, pero no las esconden en su corazón, antes bien se muestran dispuestos a derramarlas en cualquier momento, con un entusiasmo, con una abundancia tan arrolladora, con tanto tino y tanta precisión en ocasiones que, como sucede con los loros más listos, no puede uno desprenderse de la sospecha de que en verdad entienden lo que dicen. Hay en su ardor expresivo una generosidad que se aleja cuanto puede de la locuacidad común y que tampoco guarda relación con la elocuencia… Mas he de disculparme por esta digresión.
Sería ocioso inquirir por qué el señor Razumov dejó esta crónica. No parece concebible el deseo de que alguien la leyese. Entra aquí en juego un misterioso impulso de la naturaleza humana. Si exceptuamos a Samuel Pepys, que ha forzado de este modo la puerta de la inmortalidad, son innumerables las personas —criminales, santos, filósofos, muchachas, estadistas y simples idiotas— que han aireado su intimidad en sus diarios, sin duda por vanidad, aunque también por otros motivos más inescrutables. Debe de haber en las palabras por sí solas un fabuloso poder de alivio cuando tantos hombres las han empleado para entrar en comunión consigo mismos. Siendo como soy un individuo tranquilo, supongo que lo que todos los hombres buscan en realidad es una modalidad o acaso tan sólo una fórmula de paz. Son muchos ciertamente los que hoy la piden a gritos. Qué clase de paz esperaba encontrar Kyrilo Sidorovitch Razumov con la escritura de su diario es un asunto que escapa a mi entendimiento.
El hecho es que lo escribió.
El señor Razumov era un joven alto y bien proporcionado, bastante moreno para ser un ruso de las provincias centrales del país. Su belleza habría sido incuestionable de no ser por una peculiar falta de elegancia en sus rasgos. Era como si un rostro enérgicamente modelado con cera (no sin cierto parecido con una perfección de tipo clásico) se hubiera dejado junto al fuego hasta quedar borrada toda la nitidez de sus líneas al reblandecerse su sustancia. Con todo y con eso, Razumov era suficientemente apuesto. También sus modales eran agradables. En las discusiones se dejaba influir fácilmente por los argumentos o por la autoridad. Adoptaba con sus jóvenes compatriotas la actitud de un oyente impenetrable, un oyente que escucha con inteligencia y acto seguido cambia de tema.
Esta clase de argucia, que puede tener su origen en una insuficiencia intelectual o en una incompleta confianza en las propias convicciones, le procuraba a Razumov fama de hombre profundo. Una personalidad relativamente taciturna pasa por poseer el poder de la reserva entre un montón de entusiastas habladores acostumbrados a agotarse a diario en acalorada conversación. Sus compañeros de la Universidad de San Petersburgo tenían a Kirylo Sidorovitch Razumov, estudiante de tercer curso de Filosofía, por un hombre de carácter, por un hombre plenamente de fiar. Esto, en un país donde una opinión puede ser un delito legalmente castigado con la muerte, y a veces con un destino peor que la muerte, significaba que Razumov era digno de que le fueran confiadas opiniones prohibidas. Se le apreciaba además por su amabilidad y por mostrarse siempre dispuesto a hacer un favor a sus compañeros, aun cuando ello le acarreara molestias personales.
Se creía que Razumov era hijo de un arzobispo y protegido de un distinguido aristócrata, probablemente originario de su misma provincia remota. Su aspecto físico no casaba bien con un origen tan humilde. Semejante ascendencia no resultaba creíble. De hecho, se insinuaba que Razumov había nacido de la hermosa hija de un arzobispo, lo que sin duda daba al asunto un cariz bien distinto. Esta última teoría, de paso hacía creíble la protección del distinguido aristócrata, si bien nada de todo esto llegó a investigarse nunca, ni por malicia ni por otras razones. Nadie sabía ni a nadie interesaba quién era el aristócrata en cuestión. Razumov recibía una modesta aunque suficiente asignación de manos de un oscuro abogado que en cierta medida parecía actuar como su protector y que de cuando en cuando participaba en la recepción informal de algún profesor universitario. Salvo esto, no se le conocían a Razumov otras relaciones sociales en la ciudad. Asistía con regularidad a las clases obligatorias y era considerado por las autoridades académicas un estudiante muy prometedor. Trabajaba en su cuarto a la manera del hombre que se propone tener éxito, pero tampoco se sometía a un encierro severo con esta intención. Se mostraba siempre accesible y no había en su vida nada que fuera secreto o reservado.
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