Banquete de perros - Hernán González - E-Book

Banquete de perros E-Book

Hernán González

0,0

Beschreibung

Banquete de perros, de Hernán González, es una colección de cuentos que transcurre al filo de la medianoche, cuando el coyote aúlla y lanza sus alaridos la hiena. Son relatos en ese filo donde todo es posible, hasta lo más ignoto y extraño, pero también lo real que se asoma en las madrugadas de México –porque aparece vívido este país que sé ha marcado al narrador–, y que Hernán vive y revive en doce notables relatos. Es la violenta Ñamérica, como diría Caparrós, y es también un desbarrancadero vallejeano el que González nos hace recorrer, siempre baudeleriano flaneur, de estas tierras del demonio o del diablo, del que camina insomne en la medianoche de la violencia desmadrada. Banquete de perros hay que leerlo sin temor a las dentelladas. Su realismo sangrante no nos libera de lo que somos sino que nos enfrenta a ello: onírico, cinematográfico, realista, surreal, conmovedor. Somos este banquete latinoamericano, una comilona como de la William Burroughs, Almuerzo desnudo, donde ves la carne cruda en la punta del tenedor y que tienes que masticar y tragar. Tomás Harris.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 194

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Llueven las mañanas nocturnas pateando bellotas endureciendo la piel que cubre mis huesos congelados en el sur cuna de escarchas y perros que ladran la madrugada taladrando el frío de la memoria

Soplan los vientos que sacuden mi inocencia ignorando los puntos cardinales tropezando en los charcos fangosos la aventura incierta tierra de Tláloc y de tormentas furiosas

El diablo anda suelto

Llevaba días enteros derrochando sudor con tanto ensayo. El triple salto mortal que tantos dolores de cabeza le había obsequiado por fin le dejaba asomar una leve sonrisa de satisfacción. Cuando terminó el ensayo, pasó a tomarse un jugo a la tienda de Ramón, insuperable en mezclas explosivas y milagrosas. Le costó decidirse, pero se inclinó por un Pegaso, refrescante cóctel de betabel, naranja y zanahoria. Lo bebió sin respirar y se marchó a su casa rodante. Al llegar se lavó la cara y cuando iba a recostarse, se encontró con un nuevo mensaje tirado sobre su cama. Nos veremos en el infierno decía la nota encontrada por Vicente Zavala. La tinta morada era gruesa y se notaba que la habían escrito con ganas. Era el tercer mensaje en veinte días y en esta ocasión las palabras se inclinaban del lado izquierdo. De tanto pensar en la serie de amenazas, el sueño lo fue venciendo y ni cuenta se dio cuando se quedó dormido.

A pesar de ser una mañana de domingo pasada por lluvia, el trapecista estrella se levantó temprano y se fue a trotar a un parque cercano. A cada paso que daba parecía recordar que lo estaban amenazando con el infierno. Era comprensible que deseara consumir la energía que lo estaba atormentando. Tal vez por eso o porque se le había despertado el apetito, apuró el tranco. Por lo general se bañaba de inmediato cuando regresaba de correr y luego desayunaba. Pero en esta ocasión invirtió el orden y de primera se puso a preparar unos huevos revueltos con chipotle, los que saboreó enseguida, pensando en que la única función programada sería la ocasión perfecta para estrenar su rutina. Con el estómago lleno y satisfecho, Vicente dedicó la mañana a limpiar los aparatos y ponerlos a punto. Revisó especialmente la red donde caería en caso de que algo no saliera bien. Fue paciente y minucioso y no estuvo tranquilo hasta verificar el más ínfimo detalle.

Era la primera vez que el circo Fénix se estacionaba una temporada en Huaquillas, en la frontera ecuatoriana con Perú. Hacía cuatro meses que habían salido de Guadalajara y aunque en México nadie los conocía, se presentaban como “El circo más grande de América”.

Justo cuando el reloj marcaba las seis con quince minutos, la tercera llamada más demorada de la que se tenga memoria, dio inicio a la función. Los primeros aplausos de la tarde los recibió Cristóbal, un joven chimpancé que condujo un monociclo e hizo reír al público con una serie de torpezas que sirvieron para calentar el ambiente y recibir a Vicente Zavala, quien corrió al centro de la pista, saludó al público que había agotado la función y despidió al equilibrista. Rápidamente trepó por la escalera de cuerda y dio inicio a su actuación. Todo transcurrió como se esperaba, los brazos mantuvieron el “Cristo” por varios segundos y la serie de acrobacias junto a los Zavala provocó que el emocionado público se pusiera de pie. No dándole tiempo para que volvieran a sus asientos, el presentador anunció la rutina que Vicente tanto había ensayado.

Los niños permanecían con la boca abierta y todos, incluyendo a sus padres, exclamaron ¡Oh!, cuando lo vieron soltarse del columpio y dar tres giros sobre su eje, con la cabeza hundida entre sus piernas, abriendo la posición en el momento preciso en que uno de sus hermanos le alcanzaba un trapecio para no caer a la red. La ovación no se hizo esperar, momento que aprovecharon los hermanos Zavala para juntarse en la plataforma de salida, a varios metros de altura y agradecer al público los generosos aplausos. Ahí fue donde uno de ellos le avisó a Vicente que se estaba incendiando su remolque.

A todos le sorprendió la rapidez con que bajó por una cuerda y desapareció de escena. Las luces se apagaron y un círculo luminoso envolvió el paso del domador y sus envejecidas fieras. Era la primera vez en años que Vicente Zavala no se despedía con su célebre frase “El diablo anda suelto”, que usaba como broche de oro para cerrar su actuación. Era una frase extraña, pero la había hecho suya una noche en que un payaso se disfrazó de diablo y se dedicó a interrumpir y alborotar toda la función. Cuando uno de sus colegas intentó atraparlo, las luces parpadearon y el diablo se alejó misteriosamente.

El aseador de elefantes aseguró haber visto salir con prisa a un payaso poco antes de que el hogar de Vicente ardiera en llamas. La conmoción invadió al circo Fénix y, pese a lo sucedido, el show continuó hasta el final. Quienes deambulaban detrás de la carpa se acercaron al trapecista para consolarlo. Éste, con el rostro desdibujado, avanzó nervioso el corto camino y metros antes de llegar a lo que quedaba del remolque, una explosión estremeció la tierra. Vicente alcanzó a protegerse detrás de una camioneta y luego se echó a llorar como un niño sumido en el desconsuelo. Quien fuera el pirómano por fin ajustaba las cuentas pendientes que tenía con el trapecista. Éste vivía con las pocas reservas de cariño que su último amor le había dejado antes de marcharse con un gitano que prometió cambiarle la suerte.

Ahogado de tanto llorar, pasó su primera noche fuera de casa refugiado en un remolque que servía de bodega. La madrugada fue testigo del insomnio que no lo dejaba dormir. Un fuerte escalofrío recorrió su cuerpo al mismo tiempo que la idea de vengarse cobraba fuerza, taladrando duro sus oídos. Con ese impulso nublando su cabeza, se levantó como resorte, tomó una de las cuerdas que guardaba en una caja y salió caminando sigilosamente en medio de los camiones y remolques estacionados, convencido de que su plan le devolvería su dignidad.

Lleno de rabia e impotencia, eliminaba la posibilidad de perdonar al payaso, a quien suponía su amigo de tantos años de gitaneo circense y al que tan solo unos días atrás le había dejado claro que nunca se le había pasado por la cabeza involucrarse con su novia.

La gruesa cuerda sirvió de escarmiento para asustar al frágil Edmundo Cárdenas, el más viejo de los aseadores, quien por unos cuantos billetes y ante la idea de verse colgado del manzano que soportaba la hamaca que tan agradables sueños le brindaba, le confirmó la identidad de la sombra que dijo haber visto antes de la explosión.

Sin tiempo que perder y habiendo comprado el silencio de Edmundo, llegó hasta el remolque de Tomasito, quien ajeno al dolor, dormía sin sospechar lo que se le venía encima. Zavala abrió la puerta con absoluto sigilo y se sentó en un rústico banquillo de madera casi al borde de la cama en la que dormía sus últimos sueños el payaso más famoso del circo. Podía escuchar su respiración, la que por momentos se agitaba, permitiendo una sinfonía de rítmicos ronquidos.

La noche fue avanzando y no recuerda cuánto tiempo permaneció sentado, observando a su víctima en la penumbra mientras la madrugada cubría de pánico la venganza. A Vicente Zavala el matar al amigo con el que había subido y bajado por el continente, le estaba pasando la cuenta, por lo que comprendió que no podía seguir postergando más el objetivo, de lo contrario se echaría para atrás.

Más dormido que despierto, Tomasito se sentó en la cama y cuando buscaba el interruptor de la luz, una soga lo paralizó alrededor de su cuello. Poco antes del último aliento, Zavala se acercó al oído del payaso y le repitió por enésima ocasión que no había estado nunca con su mujer. Enseguida presionó la soga con fuerza y consumado su consuelo, regresó a su improvisado hogar, tomó su mochila junto a las escasas pertenencias que se habían salvado y sigilosamente abandonó para siempre al circo más grande de América.

Banquete de perros

Camino cansado, mis manos se hunden en los bolsillos del pantalón, tengo sed. Un perro que parece haber librado una dura batalla callejera sale a mi encuentro y me sigue dispuesto a acompañarme a donde sea; el brillo azul que rebota en los adoquines lo viste de un aspecto fantasmagórico. Con el quiltro rezagado algunos metros, lamiéndose las heridas, somos testigos de que la noche no es para todos. Un seco impacto entre dos coches provoca ladridos de alerta. No sé quién fue el infractor, pero el adolescente que conduce el Jeep huye del lugar, dejando a sus amigos hechos polvo sobre el pavimento. Su acompañante convulsiona a mi lado un instante y se aleja de esta tierra tramposa. Las primeras sirenas se acercan, le pido fuego a un curioso y me fumo la adrenalina que me acompaña. Al llegar la ambulancia, desaparezco del lugar, acompañado por mi ocasional amigo. Avanzamos bajo plátanos orientales y sobre la humedad de las veredas regadas en el sosiego nocturno.

El perro se aleja cuando descubre mis intenciones de terminar la amistad a las puertas de un bar. En la barra de Genaro un mesero me desliza una cerveza y me la acabo de un jalón. Lágrimas amargas de fin de año gotean sobre la mesa cercana.En fecha de recuentos no todo es happy end.

Un poema en la pared revive mientras en el nauseabundo water aliviano mi vejiga. En plena soledad, mis ojos lloran y elevan oraciones de truenos y relámpagos. Después de calmar el alma por un rato, abandono a Genaro y compañía, acorto camino por el bandejón central de Santa Teresa y atravieso el Parque Lincoln, pisoteando las hojas que crujen a mi paso. Solo una pareja oculta; las otras, sin problemas fotográficos.

Mi cabeza gira y no para de recordar las llamadas telefónicas que amenazan con insistencia mi vida. Pasado el mediodía dejaban en claro que no estaban jugando conmigo: o frenaba el alboroto por las muertes en terapia intensiva o sería el próximo.

Al filo de la medianoche, cuando el coyote aúlla y lanza sus alaridos la hiena, introduje la llave en la cerradura y entré. Amortiguada en mi cuerpo, cerré despacio la puerta para no alterar ningún sueño. Me fui al baño, eché a correr el agua caliente y nunca encendí la luz. Sumergido en una nube de vapor, la noche asomaba por la ventana, alivianando mi ser.

Mitla nuevamente había extraviado un cachorro, empujó la puerta del baño y entró directa al vestidor. Su nariz estaba en lo cierto. No era la primera vez que uno de los perros buscaba el calor que guarda la pared junto al calentador. Su madre lo tomó del cuello y desapareció meneando la cola, como si nada. Un caballo sin montura arranca en un travelling infinito; la cámara viaja segura en el arnés. Un hombre le clava la vista y luego se aleja por un camino de tierra. En su hombro derecho carga un azadón; con su mano izquierda sostiene un impermeable color vino. Apago el monitor y me quedo boca arriba tendido en la cama sin almohada.

Duendes y más duendes. Convertido en un ovillo, siento mis latidos golpeando seco. El reloj atestigua la profundidad de los sueños y se me viene encima el duro rostro del Vikingo. Éste bebe vodka tirado en una hamaca hasta borrarse del mapa. Un charco de vómito es testigo de que las cosas no andan bien.

Hoy será un día especial. Al retornar el presidente por la bajada de Las Cuevas, después de descansar junto a civiles y militares en el búnker de Andacóyotl, deberá ser interceptado un kilómetro antes de la Rotonda de los Hombres Ilustres. El comando que se ha preparado durante meses recibirá un jugoso cheque por vender la primicia a una revista en internet. A las seis de la tarde, en un silencio sepulcral, abandonan el encierro, la carretera los acerca y muy pronto la adrenalina los sumerge en sudorosos dedos engatillados.

En el horizonte una comunidad de cuervos se aleja como si se hubiera aparecido el mismísimo diablo. Al cuarto para las siete la comitiva comienza a descender. Pascual, escondido a pocos metros, se comunica por radio, haciendo así el último control e implorando a Dios su bendición para todos.

Tiempo regresivo, respiramos miedo y zarzamora. Al Vikingo el sudor le corre por el cuello y le empapa la camisa. Comienza el conteo, cierro los ojos, tres, dos, uno, fuego...

Aturdido he caído al vacío y he despertado justo antes de rebotar en el pavimento. Permanezco sentado en la cama unos segundos en plena oscuridad. Recuerdo a los malos espíritus, la piel se me enchina y mi manzana traga la saliva retenida. Soy el personaje central de esta historia y dicen que me llevo mal con los alguaciles.

El sueño nuevamente me llama.

Desnudo despierto y camino la luz de la mañana, despejando los cerros que tengo a mi merced. Respiro profundo y lleno mis pulmones. El agua caliente rebota en mi cara y corre hacia abajo.

Habito en una zona boscosa junto a la casa de Los Socorros Mutuos. Cuando me buscan, soy el médico del bisturí.

Demoro un rato frente al espejo, anudando la corbata. Bajo a la cocina y me sirvo un café sin azúcar. Apoyando ambas manos sobre la mesa, hojeo el periódico del día.

Nora, mi esposa, ha entrado al baño y mi hija Francisca duerme en una habitación del segundo piso. Juan, el jardinero, me acompaña mientras desayuno. De pie, recargado en el mesón de la cocina, da rienda suelta a su curiosidad sobre los vecinos del Opus Gay. No recuerda haber visto salir a nadie y tampoco entiende por qué dejan que se pudra la fruta que cae de los árboles. Luego de un rato decide marcharse, despidiéndose con afecto.

Devoro unas tostadas con mantequilla, irrumpen unos especímenes. Alcanzo a levantar la cabeza y a observar que el más bajo, el del machete en mano, asiente como diciendo es él. Mi cuerpo paralizado comienza a sudar. El mastodonte que dirige la acción desenfunda la silenciosa automática y apunta sin titubeos. Su mirada se encuentra con la mía unos instantes, pero no me da tiempo de nada.

Me observa con cara de ¡Es mi trabajo!, aprieta el gatillo y baja la cabeza. El único dardo se hunde a tope en mi cuerpo. Imágenes fraccionadas viajan de prisa por mi cerebro. El tipo que hasta ese momento había sido un mero espectador, acerca su oído hasta mi pecho, envuelve el dardo con su mano derecha, toma el pulso con la izquierda y con una seña rápida da a entender que sólo resta el epílogo. Con una cicatriz que viaja desde el lóbulo derecho hasta la sien del mismo lado, el hombre del machete hace una mueca de asco y levanta sin ningún esfuerzo mi cuerpo sobre sus hombros para llevarlo hasta la salida. Mi mujer, aún en el baño, canta bajo la ducha Strangers In The Night, acompañando a Frank.

Ahí voy, saliendo de la casa entre confusos rastros, en medio de una luz solar que sobreexpone el desconcierto. Viajo en una station wagon fúnebre dentro de un ataúd individual, vulgar pino, que se ve aún más corriente por la falta de cepillado. La ciudad convertida en un horno parece tragar al pobre diablo que bajo treinta y cuatro grados malabarea pelotas de goma en un alto del semáforo. Bocinazos por doquier aturden a quienes circulan allá afuera. Viajo estrecho, como si tuviera puesta una camisa de fuerza. La marcha se hace lenta ante la interminable fila de coches.

Treinta minutos han transcurrido desde que bajamos por el Boulevard Ensenada y conectamos con la vía rápida que nos lleva hacia el norte. El engominado chofer se rasca el cuello hasta enrojecerlo. Pese a llevar la ventana abierta, ni un pelo se le mueve. Luce un look de los años treinta, más que gansteril; seguro que ha pasado un buen rato frente al espejo.

Hemos llegado a un intransitable camino de tierra. Las piedras castigan enojadas la parte baja del vehículo. Luego se asoma una pequeña recta pavimentada y una rampa suave por la que descendemos un nivel. El viaje ha llegado a su fin. El subterráneo está lleno de piezas oxidadas de automóviles, algunas de ellas de modelos recientes. La radio se apaga, un enorme ascensor abre sus puertas y eleva el vehículo que por momentos se sacude violentamente. Es el último piso de un edificio que se quedó en obra negra. Las paredes mantienen impregnadas el olor de la grasa y el aceite. En quinientos metros cuadrados cerca de diez coches están siendo desmantelados y transformados. La station wagon cruza diagonalmente el garage y se detiene.

Sin despegarse de su asiento, el chofer abre la puerta trasera y con un control remoto activa la correa transportadora. Las pesadillas recomiendan dejar desconectada la memoria. Los azulejos y ganchos brillan impregnados de carne nauseabunda. Los ventiladores no parecen interesados en renovar el aire. El recorrido acaba en un mesón. El tipo más cercano me observa como un médico a su paciente. Con rápidos y grandes cortes comienza a destazarme. Los brazos son separados en cuatro segundos de temporal sangrante. El cuerpo aún caliente no inmuta a los carniceros; se muestran precisos con la sierra mientras los músculos de sus rostros permanecen inmóviles.

La cabeza la arrancan de un certero machetazo, del mesón escurre la sangre que se va por el desagüe. Los ojos de los victimarios, inyectados a todo galope, no parpadean. El matarife estrella llena la primera bolsa y con una cuerda amarilla de nylon le hace un nudo marinero. En tan solo minutos me reducen a tres bolsas negras. Por momentos soy abandonado junto a una pared. Una cuadrilla asea el lugar; las ropas y restos pequeños se queman en un horno. Una vez concluida la tarea se despojan de los overoles y lavan sus manos. La puerta se abre y dos tipos trajeados de rudo aspecto recogen los bultos y desaparecen por un ascensor que baja hecho un diablo.

Castigado en la cajuela de un Chevrolet 58, amplia y confortable, viajo entre un neumático recién comprado y sucios envases plásticos. El silencio de la carretera lo rompe Mr. Siegal: Tom Waits nos acompaña, pero es inocente, supongo. Los álamos se multiplican y forman columnas interminables en éste, mi último viaje. El viento ruge, pero el sol quema la capota del convertible.

Ya no podré rezar cinco Ave Marías como me aconsejó alguna vez el sacerdote familiar ni tampoco implantarle un marcapasos a la señora Arce, madre de Emilia, mi secretaria. Tan sólo anoche revisé los últimos expedientes y guardé en un disco duro lo que había que proteger. El Colegio Médico parece culpable de encubrimiento al declarar que es falso que en el pabellón de la UTI se ayude a viajar al más allá. Dos colegas murieron en el último año en condiciones aún no aclaradas. A uno de ellos lo castraron y le dejaron los testículos carbonizados dentro de la boca y después le dieron el tiro de gracia. Las investigaciones permanecen bajo reserva, pero todo indica como sospechosos a los mismos de siempre. Se dice que Las Ovejas Descarriadas son culpables de la desaparición de cinco enfermeras, nueve pacientes y siete médicos hasta hoy, 16 de julio de 1995. A comienzos de los noventa, el grupo formado por personal médico del Hospital Samuel Bianchi se desvía del camino para horadar oscuras pesadillas.

Entre inviernos de lluvia y musgo en las ventanas, se apaga la luz de esta alma... Me han dejado sin desquite.

El coche frena y el copiloto se baja rápido, mea la rueda trasera haciendo dibujos en zig-zag, se sube el cierre y panea con su mirada hacia ambos lados. Al subirse le baja a la radio e indica seguir por el camino de la derecha. Es un angosto sendero de tierra lleno de piedras blancas que al fondo se bifurca. La izquierda te deposita en un molino abandonado, por la derecha subes al infierno: allá voy. Del grueso portón de madera cuelga un letrero que da la bienvenida a la Colina del Perro. Un anciano apoyado en un bastón brilloso sale a recibirnos; trae sobre el hombro derecho el azadón de la noche anterior. Me llevan a un galpón y me dejan solo. El chofer enciende el motor y se marcha junto al cerdo que lo acompaña.

El anciano abre la puerta, viene sonriente contando el fajo de billetes. Lleva su mano izquierda al labio inferior y lo dobla. Un fuerte chiflido alerta a media docena de perros hambrientos. Los ladridos se escuchan cada vez más cerca. El viejo abre las bolsas y bruscamente tira los restos para no ser alcanzado por las dentelladas. Al generoso banquete los perros responden con excitación, devorando coléricos lo esparcido. Cuando han visto rendirse al apetito, avanzan hasta el pasto que rodea el pozo y se tienden para echar la siesta.

No muy lejos, Nora ha dejado a Francisca en la escuela y regresa a casa. Todo parece estar en su sitio, incluyendo la chaqueta del traje.

El viejo no parece adicto al espectáculo. Se encamina al granero y guarda los billetes en un escondite, lejos del alcance de cualquiera. Más tarde regresa por mis huesos, que recoge y guarda en una bolsa. A paso lento arrastra el bulto y se detiene en el lugar que había excavado. Sin protocolo fúnebre la tierra me va cubriendo hasta la oscuridad total. Una vez concluida la tarea, abandona el azadón y se recarga por unos instantes junto al sauce, a la orilla del río.

Pomona

Una fuerte lluvia había ahuyentado a Matías Bielefeld, un flaco de hundidos ojos azules que en contadas ocasiones dejaba de pasar donde Samuel después de cerrar la gasolinera.

Aunque le extrañó que su amigo no apareciera, Samuel le prestó poca importancia; sabía que la lluvia era de los pocos motivos que lo ausentaban. Solo y sin clientes a la vista, apoyó ambas manos en la vieja máquina de discos y luego de viajar por los recuerdos, introdujo una moneda de cien pesos. San Franciscan Nights le abrió el corazón mientras miraba a través de la ventana y tarareaba con timidez la canción que solía cantar a dúo con su mujer. La próxima navidad se cumplirían los primeros trescientos sesenta y cinco días de abandono conyugal.