Barrera - Amilcar Bettega - E-Book

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Amilcar Bettega

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Beschreibung

Hija de un inmigrante turco establecido en el sur de Brasil, Fátima, una joven fotógrafa, se va a vivir a Estambul. Su padre regresa por primera vez después de cincuenta años a su ciudad natal para reencontrarse con su hija, pero no puede volver a verla. Emprende una búsqueda frenética -y sin éxito- por las calles de una ciudad que ya no conoce. Y poco a poco, la búsqueda se convierte en el intento de recuperar la propia identidad. Pero la desaparición de Fátima encierra otros misterios, y no solo para su padre. Robert Bernard, autor de guías de viaje, también se enfrenta a la pérdida de su hijo, que lo lleva al centro de un universo oscuro y resbaladizo, representado por la obra de Ahmet, un artista turco solitario, cuya propia existencia puede ser parte de su trabajo. Lo inexplicable y lo tácito son hábilmente trabajados en esta novela debut de uno de los cuentistas brasileños contemporáneos más talentoso y premiado.

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Barrera

Amilcar Bettega

Traducción de Pilar Altinier

 

Para Maria João, que de vez en cuando me preguntaba por dónde andaba mi historia.

Por la mañana no quedaba del sueño más que una posmonición de calamidad.

Samuel Beckett, Murphy

Porque las inmediaciones de un secreto son más secretas que él mismo.

Maurice Blanchot, El libro por venir

bariyer

 

Mira, y su brazo hizo un movimiento lento, largo, se fue estirando poco a poco como si del hombro saliera una ola que despertaba las articulaciones del codo, pasaba por el antebrazo, la muñeca, la mano, el dedo, y orientaba huesos y músculos en dirección a una línea fluida y más o menos horizontal que apuntaba a un ventanal justo después del movimiento brusco de la webcam pasó a ocupar toda la pantalla de mi ordenador, un rectángulo oscuro recortado contra la pared blanca y que componía una imagen granulosa, completamente irreal de colores saturados y contornos distorsionados en la que yo tendría que ver, en tiempo real, la ciudad que ella descubría, la ciudad escondida durante tanto tiempo en historias que un día existieron solo para dar cuerpo y sentido a un pasado que yo creía digno de ese nombre, hermético, todavía capaz de constituir una referencia, de apegarse a una identidad y mendigarle un pedacito de carácter o de semblante, pero nada más que eso, nada más que una memoria postiza, esta sopa de recuerdos volátiles, algunas fotografías en blanco y negro y nombres con sonoridad y grafías curiosas, todo recalentado por relatos a veces más a veces menos inventivos de algún anciano y repetidos hasta el cansancio en las reuniones familiares hasta que se convierten en leyenda, como lo son, por cierto, todos los pasados, mira, repitió ella, detrás de esas luces está el Haliç, y ella decía alitch esforzándose en hacer pasar por natural la pronunciación recargada y típica del estudiante durante las primeras clases de turco, y todavía más atrás, continuó, en la otra orilla, están Fener y Balat, hoy por la tarde estuve allí, caminé mucho, caminé con el único objetivo de sentirme allí, de sentirme pisando esas callejas, de sentir que mi cuerpo habitaba un espacio que hasta entonces era solo un nombre, un sueño o una imaginación, mira, insistió, mira cómo es casi palpable desde aquí, de repente muchas de las imágenes que me eran familiares se materializaban frente a mí sin que yo las reconociera como esas imágenes tan familiares, creo que fue por eso que saqué tantas fotos, no es que quisiera, como dicen, aprovechar el momento para inmortalizarlo, si una foto sirve para algo la verdad es que no es para eso, lo que yo sentía allí era la necesidad de al menos tratar de mirar desde fuera lo que estaba viendo desde dentro, tal vez yo quería protegerme, es probable, pero sé que cada vez que mire de nuevo cada una de estas fotos lo que voy a ver es a mí misma, como si no estuviera detrás sino frente a la cámara, mira, mira, le oí decir aún, una y otra vez, pero yo no veía nada, apenas el rectángulo oscuro de una ventana que daba a la nada, a través de la cual no veía nada, en donde no podía, a pesar de todos los esfuerzos posibles, reconocer lo que sea solamente porque no hay cómo reconocer algo que ya no existe o, aún mejor, no hay cómo volver a ver lo que vio alguien que ya no existe, no, no puedo ver nada, quería decirle, no sirve de nada, no veo nada, quería de una vez por todas hacerle entender eso, pero me callaba ante el entusiasmo emitido por la voz que me llegaba un poco metálica y desfigurada por la mala calidad de los altavoces, me callaba ante el movimiento de ese brazo, evasivo y flotante en la instantánea de una imagen truncada por la conexión inestable, un movimiento que parecía continuar todavía, incluso ahora y siempre, como si el brazo nunca dejara de estirarse, lenta y largamente, hombro, codo, antebrazo, muñeca, mano, dedo, y después del dedo, en la prolongación del gesto que insistía en avanzar más allá del rectángulo oscuro hacia dentro de algo que debía moverse también, en ese instante preciso, del otro lado de la ventana, no, yo no veía nada, pero el simple pensamiento de que pudiera haber algo más allá de esa ventana, que dentro de la oscuridad estampada en la pantalla de mi ordenador una ciudad pudiera esconderse, ese simple pensamiento me produjo un vértigo y la necesidad de correr hasta la ventana de la habitación pequeña que me servía de despacho y ver, aliviado, que el sol caía suavemente detrás de las palmeras de la avenida Oswaldo Aranha, que los autobuses cruzaban la avenida con el mismo estruendo de siempre que hacía que los cristales temblasen entre los marcos, que una masa verde y llena de reflejos se esparcía bajo mis ojos allí abajo y que esta era la vista que yo prefería de mi ciudad, el parque de la Redenção cercado por la avenida Oswaldo Aranha de un lado y por la João Pessoa del otro, el sol de invierno cayendo oblicuamente entre las hojas de los árboles y la certeza de que, detrás de la cadena de edificios a mi derecha, el río Guaíba corría silencioso y casi desapercibido junto al muro de la avenida Mauá, contorneaba la punta del Gasômetro e iba a construir, a la altura del estadio Beira-Rio y con ese mismo sol cayendo entre las palmeras, la tarjeta postal por excelencia de Porto Alegre, eso era lo que yo veía, una tarjeta postal, y eso me alcanzaba, no necesitaba ninguna otra imagen para distinguir mi ciudad y tampoco para describirla, además nunca necesité describir o contar Porto Alegre como sí lo hice tantas veces con Estambul delante de una Fátima muy concentrada y acompañando, vaya a saber con qué imagen en la cabeza, cada calle mencionada, cada descripción de algún barrio, de algún mercado, de tiendas, mercerías, de todos los lugares por donde un día mi padre me llevó tirándome de la mano mientras libraba detalles sobre la época de las construcciones, los movimientos migratorios, la formación de los barrios y la fundación de las tiendas por las que pasábamos y en las que él paraba para beber un té con el dueño, cuya historia, la de la familia y la del establecimiento, él empezaba a contar una vez que había terminado el té y se había despedido de su interlocutor, era cuando nos poníamos en marcha otra vez, llegábamos a la calle y ahí los sonidos de la ciudad se mezclaban al de su voz, a veces la ahogaban, se superponían a ella con el nerviosismo típico de los ruidos urbanos, pero sin que yo nunca dejara de oírla y dejara de guiarme por ella y por el flujo confuso de relatos que a decir verdad no me interesaban mucho, o mejor dicho, no era exactamente la supuesta sucesión de acontecimientos lo que retenía mi atención, en el fondo las historias no tenían ninguna conexión ni un fin muy definido y se enmendaban en la historia de algún otro conocido con el que nos cruzábamos después, nombres y fechas se mezclaban en un único torrente de informaciones que siempre me parecieron que pertenecían a un mundo que no estaba relacionado con el Ibo que yo era, ajeno a todo lo que no formaba parte del pequeño universo cotidiano de sus juguetes y protegido por esa burbuja concentrada de presente que llamamos infancia, en la que las distancias físicas o temporales son siempre demasiado grandes como para vincularnos a algo que no está allí al alcance de los sentidos, y lo que él, Ibo, veía y podía sentir no estaba en lo que se contaba, sino en la voz que contaba y en su capacidad de avanzar siempre y siempre como si fuera tomada por una ingeniería compleja cuyo movimiento generaba el combustible necesario para el mantenimiento del movimiento mismo, para su extensión, para su prolongamiento, un poco como el movimiento del brazo de Fátima que yo veía ahora, flotante y fluido, ampliando el espacio mucho más allá de su extremidad física, dotándose de una fuerza que, a partir de un momento dado parece desprenderse del impulso inicial, deja de ser un esfuerzo o intención y se vuelve autónoma, dejándose llevar por el simple deseo de seguir (el gesto), de seguir hablando a través del gesto (mira), de seguir contando (la voz) y acumulando detalle sobre detalle con el apremio que el discurso abundante hacía evidente, como si él (el padre) supiera que un día todo eso desaparecería y como si yo (el hijo) tuviera que aprender todo eso de una sola vez, como si fuera necesario memorizar cada calle, cada esquina, edificio, fachada, farola, acera, cartel, semáforo, cada piedra, cada elemento material que componía la ciudad, pero también cada ruido, cada olor, cada luz, cada tono de color, cada molécula de la ciudad para establecer el mapa definitivo y particular de esta (otra) ciudad que solo entonces podríamos recorrer, y no solo con los pies sino también con los oídos, los ojos y todos los sentidos, dondequiera que estuviéramos, dondequiera que nos encontráramos más tarde, después de la desaparición, porque en el fondo era eso, sí, era eso lo que en el fondo estaba siendo contado, cuando ahora miro hacia atrás y veo a Ibo en medio de la multitud que desciende de los barcos en Eminönü, de la mano con su padre que apunta al puente de Galata y le dice algo antes de cruzar la calle y caminar entre las palomas que pelean por restos de comida, cáscaras de pistacho y sobras de maíz esparcidos en el amplio espacio embaldosado frente a la Mezquita Nueva, cuando los veo contornear el Bazar Egipcio, adentrarse en una calleja estrecha en la que, según el padre, se consigue el pescado más fresco de la ciudad, que ellos llevarán envuelto en un papel parecido al que los vendedores ambulantes de simits usan y que coleccionábamos con cuidado recortándolos en cuadrados de cuatro por cuatro centímetros y pegándolos en un cuaderno en el que él anotaba el día, la hora y el lugar donde habíamos comprado ese simit, la textura suave de esos papeles y la delicadeza de los dibujos formaban un mapa más de la ciudad que recorríamos, un mapa codificado, cerrado a los otros pero que se abría a nosotros en una serie de conexiones que se desencadenaban con un simple roce o mirada y que podían llevarnos de nuevo y cuantas veces quisiéramos a un punto preciso de la ciudad, cualquiera, por ejemplo aquel en el que ahora ellos se encontraban, no tocando el papel de seda y colorido de los simits, pero sí sintiendo en las manos la textura más áspera de este otro tipo de papel, más grueso y lo suficientemente resistente como para mantener las manos secas durante el trayecto de vuelta al piso en Kasımpaşa que los recibirá con el salón a oscuras, en el que se van a sentar y leer algo juntos mientras la madre limpia el pescado y prepara el almuerzo del domingo, cuando ahora miro hacia ese niño de seis o siete años de rodillas sobre la silla y leyendo con una destreza aún tambaleante las frases que el dedo del padre le va señalando a lo largo de la página como si las arrancara, como si las inventara ahí mismo, sobre la página y en el momento en que pronuncia la primera sílaba de la palabra y espera que Ibo la complete, cuando trato de descifrar lo que dicen esas palabras, lo que cuentan esas frases, de qué trata el libro abierto sobre la mesa, no puedo construir una imagen que vaya más allá de ese salón oscuro, de esa mesa, del libro abierto y de ese dedo acompañando la lectura, ya que el niño entre seis y siete años todavía no es capaz todavía de recorrer una ciudad o las líneas impresas en las páginas de un libro sin la ayuda de un adulto, sin que este le preste sus pasos y sus ojos y le revele lo que todavía él no puede descifrar, traducir, leer, ver o sea cual sea la palabra que se quiera usar para hablar del sentido que puede tener para alguien lo que se presenta ante sus ojos, por eso cuando veo los ojos vidriosos de aquel hombre sosteniendo la mano del pequeño Ibo con mucha más fuerza que la de costumbre, los dos parados delante del cordón de seguridad que los separa de una montaña de vigas caídas, paredes desmoronadas, tejas enteras desplomadas sobre un caótico montón de pedazos de hormigón y hierros retorcidos, y telas, cueros, plásticos, vidrios, piedras de bisutería, cadenas, collares y una cantidad infinita de otros materiales, todos derretidos y carbonizados y formando una montaña negra de escombros y cenizas que exhalan un olor muy fuerte y mandan al aire un humo que cinco días después e incluso con el fuego ya extinto seguirá subiendo al cielo de Estambul, cuando me doy cuenta de que en ese preciso momento esa voz, que ya era una especie de respiración o latido cardíaco, algo ya incorporado en mi interior y formando parte de mi existencia, cuando me doy cuenta de que esa voz está ahora callada, que lo que parecía no interrumpirse nunca está ahora en suspenso y como a la espera de una tragedia aún mayor, cuando el humo y el olor a quemado exaltan con una nitidez sorprendente, podría decirse material, el silencio absoluto en el que están sumidos todos los que se amontonan junto al cordón de seguridad, un silencio marcado apenas y de vez en cuando por los chasquidos de la madera que aún arde sin llamas dentro de las cenizas, y por el sonido sordo del movimiento de los bomberos arrastrando sus pies y palas y palos y toda una parafernalia de herramientas en medio de una capa de polvo ensombrecido que les llega hasta la parte alta de las botas, en busca de algún sobreviviente, cuando en el desamparo de ese silencio casi religioso miro a mi padre y veo en sus ojos el reflejo de lo que está delante de nosotros, solo ahí, mucho después de que todo haya sucedido, es que entiendo la urgencia de aquel relato impuesto a Ibo en sus deambulaciones por toda la ciudad, inconsciente y premonitoriamente era el relato de una desaparición que corría bajo aquel torrente de palabras, la desaparición de una geografía, una historia, un idioma, una ciudad entera que deja de existir, que será sustituida por otra sin que el vacío de su muerte se llene con algo diferente y más constructivo que este sentimiento de ausencia un poco patético que más tarde se imprimió en mis relatos y en las descripciones de Estambul que le hacía a una Fátima concentradísima, guiado yo también por una urgencia inocultable y un cierto compromiso con la transmisión de algo de lo que bien o mal yo era el depositario vivo, aunque la gran diferencia era que yo hablaba con ella cuando ya todo había desaparecido, cuando ya no era posible experimentar una familiaridad con lo que estaba siendo contadocapaz de darles autenticidad al relato y al deseo de relatar, porque era evidente que yo no hablaba para ella, no era a ella a quien describía Estambul, ella me escuchaba, por supuesto, muy concentrada y formándose vaya uno a saber qué imagen de la ciudad, pero debería saber que no era a ella a quién yo hablaba, no, Fátima, no es a ti a quien cuento todo esto, no eres tú quien tiene que inventar el pasado para justificar lo que eres ahora, no, Fátima, no podías saber que no era a ti, eras solo una niña y para un niño todo es presente y realidad, cuando te hablaba de Estambul ya no había una Estambul real, por mucho que la buscara solo podía repetir los lugares comunes petrificados en los libros de historia y en los relatos de viajes desbordantes de exotismo fácil, muy pronto comprendí que nunca podría reproducir para ti la verdad de aquella voz que, incluso sin evitar todo lo pintoresco que con el tiempo se acopla inevitablemente a las historias repetidas mil veces, me hablaba, una voz que me conmovía hasta tal punto que aún hoy recuerdo lo que ella contaba, el episodio de la toma de Constantinopla por los otomanos, por ejemplo, y el sultán Mehmet II entrando a caballo en la basílica de Santa Sofía, el detalle de ese charco de sangre en el que las patas del caballo chapoteaban sobre el suelo de mármol al cruzar entre cadáveres apilados junto a las paredes cubiertas de mosaicos bizantinos, porque puedo recordar, y recuerdo, cada detalle de esa historia contada en el interior mismo de Santa Sofía, pero no puedo reconocer ni una sola fotografía de su interior que escape del ángulo clásico en el que se ve, de abajo hacia arriba, la magnífica cúpula que se eleva por encima de una corona de arcos y como suspendida de la luz que invade sus ventanas, no puedo reconocer ni un solo detalle que no sea uno de esos muchos que se reproducen obstinadamente en folletos turísticos, guías de viaje o documentales sobre las bellezas arquitectónicas de Estambul, recuerdo lo que oía y no lo que veía, recuerdo que oía y no que veía, así como ahora oigo y no te veo decir mira, mira la Mezquita Nueva y las de Süleymaniye y Beyazıt iluminadas, mira las embarcaciones que cruzan el Bósforo día y noche, mira las luces de Eyüp hacia la derecha, mira del otro lado la Mezquita Azul con sus alminares enormes, mira Santa Sofía y el palacio de Topkapı, te escucho repetir mira, mira, mira, pero me hago el distraído y pregunto si ya es tarde, nunca sé cuántas horas hay de diferencia, Fátima, y ella confirma, es tarde, muy tarde, pero todavía se puede ver, mira, y le digo que no, ella no entiende, pero yo no veo nada más allá del movimiento de su brazo, aunque ya no aparezca en la pantalla del ordenador y ahora sean, el brazo y ella misma, apenas la continuación de su gesto, ese es el movimiento que veo y esa la voz que oigo, como si fueran inseparables, mira, y su brazo se fue estirando poco a poco como si despertara de un sueño ancestral, desperezándose, hombro, codo, antebrazo, muñeca, mano, de-do, y después, delante, abriendo espacio delante con esa voz que insiste, mira, mira, papá, mira.

Fue la última vez que vi a mi hija.

 

Como en una conversación por Skype, de repente todo queda muy cerca, y una noche en vela en el asiento que casi no se reclina, sin saber cómo acomodar las piernas y acunado por el rumor constante de las turbinas, alcanza para lanzarte al otro lado de tu historia, un par de horas bajo la luz fría y la siempre inalterable temperatura de esas verdaderas burbujas artificiales que son los vestíbulos de los aeropuertos, toda tu dificultad para dar el primer paso hacia lo que hasta hace poco juzgabas demasiado lejos te parece de un ridículo excesivo, todo adquiere otro aspecto desde el momento en que sales de tu ciudad, desde la gente, la forma en que se visten o caminan o tratan al otro, incluso las tiendas, los cafés y los productos que se venden en esas tiendas y cafés, todo adquiere otra cara y otro color, aunque esa cara y ese color no puedan ser más insípidos de lo que son siempre las caras y los colores dentro de un gran aeropuerto internacional como es este de París por donde deambulas medio dormido y sin saber qué hacer para matar el tiempo hasta la salida del próximo vuelo a Estambul porque perdiste la conexión casi inmediata que la vendedora de la agencia de viajes de Porto Alegre realzaba como la mejor ventaja del itinerario que te había arreglado y que reduciría al mínimo el tiempo de espera entre un vuelo y el otro, una conexión demasiado inmediata para ser verdad, te darías cuenta después, y mucho menos para alguien cuyo sentido práctico es tan limitado que cualquier tarea que requiera un poco más de logística e ingenio le deja completamente aturdido e incapaz de descifrar en los monitores dispersos en las salas de embarque la información necesaria para identificar el número de vuelo, encontrar la puerta correcta, subir a otro avión y continuar viajando a su destino, ¿mi destino?, dirías si pudieras leer lo que acaba de ser escrito, pero ese derecho no te pertenece, y por ahora estás obligado a conformarte en observar lo que sucede a tu alrededor mientras esperas, y piensas en lo que te espera en tu vuelta a Estambul luego de una ausencia que, si no fuera porque Fátima insistió tanto, todavía pasaría mucho tiempo más sin que se te pase por la cabeza la idea de un día tratar de encontrar la otra punta de tu pasado en vez de pasar todo este tiempo tratando de negarlo y, al hacerlo, afirmándolo cada vez más, sea por rechazo, por desprecio o por esta huida que hiciste durar hasta el último momento, cuando terminaste cediendo al llamado de tu hija de una manera que te resume bien, voy, pero si me prometes que después pasamos unos días en París, le dijiste a Fátima, vale, papá, vale, vamos unos días a París, pero ¿no piensas que puede ser interesante hacer este viaje?, no estamos hablando solamente de turismo, ¿no?, y esa era tu hija hablándote como si fueras tú el hijo, el niño que necesita una contraparte para hacer lo que no quiere o tiene miedo de hacer, voy pero si me dejas quedar a dormir en la casa de Semir cuando yo quiera, dijo Ibo en uno de los pocos recuerdos de aquellos días que precedieron a tu primera muerte, luego, poco a poco, otra vida se superpuso a la de aquel niño que se quedó allí, entre las idas al colegio cerca de Galata y el fútbol en los callejones de Kasımpaşa, como algo que se pega encima, como una cinta adhesiva que esconde mientras ofrece al mismo tiempo en su superficie visible algo nuevo, virgen, y lo que estabas haciendo ahora era quitar esa cinta que ya se había desgastado y usado por sí misma para descubrir que debajo ya no quedaba casi nada íntegro, solo fragmentos de una totalidad que ya no te decían nada porque muy dispersos de un todo definitivamente perdido, escombros, pedazos, ruinas, sobras, nada más que sobras, era eso lo que, pensabas, te estaba esperando en Estambul en poco más de seis horas, cuando entonces aterrizarías en el aeropuerto de Atatürk y verías la alegría de Fátima estampada en una sonrisa que sería el eco visual de una sucesión de rostros y brazos que se abren en cadena para recibir a los que aparecen cuando se abre la puerta de salida, piloteando los carritos de maletas y siendo tragados uno a uno por la muchedumbre retenida tras el cordón que los separa de la puerta de salida, y que espera, cada uno del otro lado del cordón espera y busca en cada nuevo rostro que aparece por la puerta que se abre y cierra automáticamente el rostro del que espera y que le trajo hasta allí en medio de la multitud, pero por ahora eres tú el que espera, por ahora no hay nada más que hacer que seguir caminando para matar el tiempo, sentarse, caminar un poco más, sentarse de nuevo e integrarse en este paisaje humano insulso compuesto de caras aburridas y expresiones cansadas, muchos duermen recostados como pueden sobre maletas y mochilas, otros recorren lentamente con la mirada vacía las tiendas de souvenirs, otros tantos sentados en las mesas de las cafeterías se hartan de café o cerveza y, aunque parezca repentino y extraño, alguien, el hombre sentado a tu lado, por ejemplo, empieza a llorar con la cabeza apoyada en la maleta que puso entre las piernas, aunque este llanto empiece bajito, casi imperceptible hasta el punto de confundirlo con los ronquidos de quien, exhausto, apoya la cabeza sobre la maleta y se duerme unos instantes, aunque este llanto va creciendo y se transforma en un llanto abundante y entrecortado por grandes espasmos del torso curvado sobre el equipaje, y si la cabeza del hombre, cada vez más hundida entre los brazos apoyados en la maleta, tiembla al son de sollozos y gemidos, aunque el espectáculo incómodo de este llanto ahora tan sincero también te incluye por estar al lado del hombre que llora y te avergüenza frente a las miradas de sorpresa e incluso de reproche de la gente alrededor, aunque en un impulso igualmente sincero de solidaridad y compasión o de simple justificación ante las miradas de los demás, te prepares para poner tu mano en el hombro del hombre y preguntarle si puedes ayudarlo, un gesto, o una intención, que llega demasiado tarde como todos tus gestos e intenciones, que solo se declaran y traslucen en presencia de algo que les impide materializarse y que ocurren una fracción de segundo antes de tu gesto, pero con el peso efectivo de una acción, de un acontecimiento, de un hecho, algo sin lo cual la conciencia misma de tu intención de llevar tu mano hacia el hombro del hombre quedaría oculta para siempre, es así, esta vez es una mujer que se acerca y se agacha hacia el hombre y su maleta, le pasa la mano sobre la cabeza, los dedos entre las mechas en una caricia contenida, el hombre levanta la cabeza, la mira, los dos se levantan y se van sin decir una palabra, y se van dejándote con tus gestos e intenciones abortadas, mirando alrededor y dándote cuenta de que, incluso ante una escena inusitada como esta, todos allí siguen pareciendo muertos vivientes, una expresión que no expresa nada a no ser la falta de referencias que el hecho de estar en tránsito y transformado en habitante de un no lugar impone durante un período en el que la existencia está suspendida y todas las actividades útiles dan paso a un letargo que se va asentando poco a poco en el cuerpo, invadiendo cada centímetro cúbico del mismo, amortiguándolo, anestesiándolo, para devolverlo a la vida miles de kilómetros más tarde, cuando entonces otra burbuja te recibe, con la misma luz fría y aséptica, la misma temperatura estándar, pero con algunos pequeños reparos, indicios claros de una particularidad que funcionan como una cámara de aclimatación y reconocidos, esos tales indicios, solo por quien llega, colores, forma y señalética propia al aeropuerto, por ejemplo, como si te llevaran de la mano desde la salida del avión hasta el equipaje, pero sobre todo el idioma, la desconcertante grafía que te salta a la vista y que en lugar de despertarte reminiscencias dormidas en el subconsciente te prepara para lo que no tardarás en reconocer, eres un completo extranjero en esta ciudad, el más cabal de los extranjeros que puede existir en Estambul, te dirías más tarde, solo en la habitación del hotel que te consiguió el taxista y preguntándote dónde podía estar Fátima en este momento, qué broma te estaba gastando ahora, la noche iba cayendo y a través de la ventana diminuta con vista al muro desconchado del edificio vecino subían los sonidos de esa hora difusa en que la gente sale del trabajo y se va a la casa o a los bares o cines o deambula sin rumbo porque no tiene a dónde ir o porque no quiere ir a ninguna parte, una ciudad que termina un día más y que emprende una noche más, otra ciudad más que termina otro día y emprende otra noche, salvo que esa ciudad era Estambul y que tú estabas allí, en el medio de ella, esperando una llamada improbable de la dueña de la pensión cuya dirección copiaste con cuidado del reverso del sobre que recibiste unos días antes de partir y que, llegando, a la salida del aeropuerto, mostraste copiada en un trozo de papel al primer taxista que se te acercó, mostraste el papel pronunciando el nombre de la calle de una manera que visiblemente le confundía, entonces el taxista cogió el papel de tus manos y te hizo una pregunta cuya mejor respuesta fue una media sonrisa que la única cosa que expresaba era tu incapacidad para comunicarte con el que ahora te llevaba, te traía al corazón de Estambul por la autovía que bordea el mar de Mármara, y ya lo sabías, allí, dentro del taxi ya sabías que no había nadie más extranjero que tú en esta ciudad, todo alrededor era prueba de ello, desde el aire caliente entrando por la ventanilla baja hasta la silueta de los barcos buscando la desembocadura del Bósforo, la gente en los parques que bordean la orilla, el perfil del palacio Topkapı, la primera visión de los alminares de la Mezquita Azul, el tráfico cada vez más congestionado y tenso a medida que se acercaban a la ciudad, la discusión entre el taxista con el conductor de un coche que se le cruzó en una de las tantas esquinas caóticas por las que pasaron, las cuatro o cinco veces que se detuvo a preguntar por la calle de la pensión a los ancianos que estaban bebiendo té en alguna de las mesas improvisadas en las aceras, no preguntaba por la calle, sino por la pensión, eso lo supiste después, pues nadie sabe localizar las calles de Estambul, ningún habitante de esta ciudad puede identificar en un mapa la calle donde vive, y la maraña de callejas, pasajes, callejones, vías de todo tipo, tamaño y curvas están grabadas en sus cabezas de acuerdo a referencias muy particulares e imposibles de entender para aquellos que no pertenecen a ese universo, porque todo eso, cada detalle de tu llegada solo confirmaba la idea de que tu viaje había sido un error, una locura imaginar que podrías encontrar algo que encajara con tu pálido recuerdo de hace cincuenta años, y si el hombre del que veías la nuca y la sombra del bigote reflejada en el retrovisor entendiera un mínimo de inglés le dirías de dar media vuelta y volver al aeropuerto, sí como me escuchó, señor, volvamos ahora mismo, no quiero hacer de cuenta que vuelvo a un lugar en el que nunca he estado, no quiero ver edificios y pasar por plazas y calles sin reconocerlas y con la sensación de haber soñado, o inventado, que un día pasé por ellas, no quiero, señor, conductor, chofer o como le digan por estos lares, demos media vuelta que ya no quiero ver u oír más esta voz, ni ver ni oír la voz de esta mujer regordeta con el pelo teñido despotricando en un inglés rudimentario que soy la tercera persona en dos días que pregunta por la brasileña de la habitación 31, que no tiene ni idea a dónde se ha ido esa fulana, que ya hacía una semana que no aparecía, que encima la chica se había llevado las llaves del cuarto y de la entrada, y lo peor, la astuta no estaba al día con el pago del cuarto, porque las reglas de la pensión, y la pensión se mantenía porque entre otras cosas tenía reglas que había que respetar, entre las cuales estaba el pagar una semana por adelantado, que ella esperaba dos días más y si la condenada no aparecía iba a desocupar la habitación y sacaría todas sus cosas a la acera, porque no podía darse el lujo de dejar de alquilar una habitación porque una lunática había decidido dejar sus cosas allí, y la mujer hubiera seguido dándote la lata si no la hubieses interrumpido con cuatro billetes de cien liras que alcanzaban de sobra para pagar esa semana, según las reglas de la casa, y que lo único que le pedías era el número de teléfono para poder llamar de vez en cuando y saber si Fátima había llegado, y fue lo primero que hiciste luego de instalarte en el cubículo que te había conseguido el taxista, que sintió lástima de ti y propuso llevarte al hotelucho de un amigo, no muy lejos de aquí, dijo, usando como intérprete a la dueña de la pensión, que ahora estaba más tranquila con respecto a su tesorería y lamentaba no tener ninguna habitación disponible para alojarte, tranquilidad que empezó a dar muestras de fragilidad cuando llamaste por tercera vez en poco más de una hora y notaste el tono nervioso de su voz diciendo que era inútil seguir llamando cada cinco minutos, que ella le daría el mensaje a la chica cuando llegara, o mejor dicho, que te llamaría ella misma para decirte que la joven había llegado, que esperes su llamada, que lo mejor que podías hacer era esperar, de hecho lo único que podías hacer era esperar, así que empezaste a esperar, te quedaste allí esperando, estás esperando, la maleta aún cerrada sobre la cama y esperando esa llamada improbable, así es como te vemos ahora y hasta alrededor de las diez u once de la noche, cuando finalmente decides salir del hotel, es tu primera noche en Estambul, no la primera después de cincuenta años como diría Fátima si estuviera allí, sino simplemente la primera, así que sales sin rumbo, no piensas en si coger a la derecha o a la izquierda o lo que tú quieres ver, tú te entregas a tus pasos, dictados a su vez por las señales que te envía la ciudad, es ella la que te lleva, es ella la que te ofrece la fachada oscura de este edificio, la ventana en cuya penumbra baila una cortina blanca, el olor suave de algo que no identificas, el sonido de un televisor, las luces de una cafetería o de un bar o de una farmacia o de un prostíbulo disimulado, cada una de esas cosas es un gesto que la ciudad te hace, una palabra (incomprensible) que te susurra, tú andas sin rumbo por la ciudad y eso no es una opción, cualquier dirección que cogieras sería una salida sin rumbo, tú andas con la única intención de airear un poco tus ideas, es una noche agradable de principios de verano, hay mucha gente en las calles y enseguida tú ya circulas perdido alrededor de una ancha calle peatonal que luego conocerás por su nombre, irónicamente el mismo que la avenida que cogías todos los días en Porto Alegre de camino al trabajo, e incluso dirás, pronunciando muy bien, Istiklâl Caddesi, tu nueva avenida de la independencia en cuyos adoquines imprimirás tus pasos miles de veces, entrando y saliendo de ella y metiéndote en las callejas adyacentes llenas de cafeterías, bares y discotecas, música a todo volumen, mesas en las aceras, muchísimos jóvenes bebiendo y charlando, y tú, extranjero, bajo el deslumbramiento inicial y hasta comprensible, en medio del hormiguero nocturno de Beyoğlu, tú no puedes evitar esa especie de placer en mezclarte entre toda esa gente como uno más de esos miles de turistas que acuden al espectáculo de esta «ciudad palpitante», «verdadero puente entre Oriente y Occidente», una ciudad «misteriosa», «mítica», «mágica» y todos los adjetivos que se quieran agregar para no decir absolutamente nada, nada de lo que de verdad se esconde detrás de la fachada pasteurizada que traduce una ciudad para aquel que viene de fuera, o mejor dicho, no se esconde, todo está ahí bien expuesto, la fachada es puesta en evidencia por el turista ciego que ya trae la ciudad en la maleta y no busca mas que ratificarla in situ, punto por punto, como si desdoblara sobre la ciudad un mapa a escala natural, el mismo que compró el día anterior en la sección de turismo de la librería del centro comercial, pero no, tú dirás, casi a modo de defensa, tú eres diferente, no hay nadie más extranjero que tú en esta ciudad, no porque no traigas ninguna referencia o idea preconcebida, sino porque lo que traes contigo no se puede verificar ni aquí ni en ningún otro lugar, lo que traes contigo ya no está, ya no es, y quizá fue eso de lo que te diste cuenta dentro del taxi cuando llegaste a Estambul, quizá no de la misma manera en que lo formulas ahora mientras bebes la tercera cerveza y observas a la gente y al tiempo pasar mientras la noche avanza sin que te importe, estás ahí esperando, tienes todo el tiempo del mundo para beber tus cervezas para que luego, cuando ya te encuentres borracho o cansado de estar sentado, tú te levantes y salgas de nuevo a caminar sin destino ni propósito, y así es como te vuelves a mezclar con la multitud, escuchas las voces, intentas acostumbrarte a esta nueva música del idioma, te pierdes en las calles, tú caminas, caminas mucho, tú pasas delante de un bar, tú le sonríes a una chica de veintitantos años que, medio borracha, te devuelve la sonrisa, tú sigues caminando, arriba de una puerta ves un @ en neón azul y entras, tú subes por la escalera y te recibe un joven con perilla al que no necesitas decirle nada para recibir en respuesta ese gesto del brazo que se extiende e indica un puesto libre junto a la ventana, tú te sientas frente al ordenador, y el sonido de las voces y de la música que viene de la calle se mezclan con el sonido de varias otras voces que hablan casi susurrando, cada una con un interlocutor lejano, cinco hileras cada una con siete ordenadores que están casi todos ocupados, la gente tiene auriculares puestos y habla con los ojos fijos en la pantalla donde a veces se puede entrever la imagen truncada de una cara con expresiones congeladas que de un sopetón alterna con movimientos parecidos al de los robots, tú, todos allí oyen solamente un lado de la conversación, en idiomas que vas identificando con mayor o menor dificultad, turco, ruso, inglés, español, chino, italiano, francés, alguien habla francés detrás de ti y parece nervioso y a punto de perder el control juzgando por algunas de las palabrotas que logras identificar, quisieras darte vuelta para ver quién habla o incluso para mostrar tu disgusto, pero enseguida tu impulso es frenado por ese sentido de discreción que te gusta pensar que es cortesía y que Fátima llamaría frialdad, aunque tú y ella sepan que en el fondo es tan solo timidez, entonces tratas de cerrar los oídos a lo que sucede a tus espaldas y de concentrarte en la pantalla que está delante de ti, tú abres la página de tu correo, en tres segundos te das cuenta de que no hay nada más que spam y mensajes sin ninguna importancia, tú haces clic en «redactar», pones la dirección de Fátima en la línea del destinatario y escribes abajo: ya llegué, estoy en Estambul, Fátima ¿por dónde andas?, pero el francés detrás de ti no para y parece cada vez más nervioso y, como está muy cerca, su voz, aunque mezclada a todas las otras, las cubre dentro de esa torre de babel instalada en la lan house, envías tu correo, abres Skype, confirmas que Fátima está desconectada, vas a Google y escribes Estambul, aproximadamente 109 000 000 ocurrencias en 0,14 segundos, el francés, totalmente descontrolado, empieza a insultar a su interlocutor que vaya a saber uno en qué lugar del mundo se encuentra, hasta que el joven encargado de la lan house se acerca y le pide que se calme, el francés le monta un pollo, el encargado se cabrea y amenaza con llamar a la policía, el francés se arrebata aún más y empieza a gritar e insultar en inglés y turco y, copiosamente, en el hermoso idioma de su madre, el joven pierde la calma y dice que no va a llamar a la policía de mierda porque no necesita que vengan los cabrones de la policía para sacarlo de allí, que un brazo y puño bien cerrado alcanzan para ponerlo de patitas en la calle y que es exactamente eso lo que va a hacer, en ese momento oyes el ruido de sillas arrastrándose y sientes un golpe contra el respaldo que te empuja sobre el teclado del ordenador y al mismo tiempo al centro de la confusión, exactamente entre dos matones, y no tienes más remedio que tratar de calmarlos, y mientras algunos retienen al joven de perilla, tú tratas de sacar de allí al francés para calmarlo un poco, y como siempre sucede en estas ocasiones, una vez separados los contrincantes aumenta aún más el nivel de los insultos hasta que finalmente se calman, y a estas alturas tú ya te encuentras en la calle con el francés, tú te agarraste a él, que no era muy fuerte y probablemente habría recibido una buena paliza si se hubieran peleado de verdad, y lo fuiste empujando hacia la puerta, tranquilizándolo y haciéndole ver que todo eso era tan ridículo como una pelea de adolescentes, ahora el francés parece más calmo e incluso se ríe de la situación, pasada la rabia parece divertirse de todo eso y entre risas pronuncia algunos insultos más y hace un corte de manga en dirección de la ventana de la lanhouse, tú también te ríes y bromeas, entonces el francés, ya sin rastros del camorrista de hace unos instantes, te invita a beber unas cervezas por ahí cerca, lo que a primera vista te parece una buena idea, pero de repente recuerdas que dejaste tu mochila arriba y te da pánico la idea de que alguien se haya aprovechado del alboroto para llevarse tu cartera, le dices que tienes que volver, y el francés, vale, queda para la próxima, y te entrega una tarjeta que en el centro dice artist en mayúsculas y en el borde inferior un nombre y un número de teléfono, tú la guardas y te despides con prisas para volver a la lan house y comprobar, aliviado, que tu mochila sigue en el mismo sitio y que tu cartera permanece intacta, entonces tú te sientas frente al ordenador de nuevo, todo está en orden como si nada hubiera pasado, todo el mundo parece estar inmerso en esa calma hecha de voces susurradas, del ruido de los teclados y del zumbido constante de treinta y cinco ventiladores de ordenadores funcionando al unísono, ahora tienes la pantalla frente a ti, una conexión rápida, y tus dedos se desplazan por el teclado a la misma velocidad que las páginas se suceden en la pantalla, cada una llevándote a otra y a otra y a otra más en una cadena interminable que dilata el tiempo, paraliza el mundo, te extrae de la marcha lógica que dice que una hora tiene sesenta minutos y un minuto sesenta segundos, tú vuelves a abrir tu correo, ningún mensaje nuevo, por supuesto, era de esperar, esperas, envías algunos mensajes a dos o tres amigas de Fátima cuyas direcciones encontraste por casualidad entre tus contactos, tú les preguntas si las ha contactado, si saben algo, tú esperas, tú navegas por algunas páginas de viajes, abres tu correo una vez más y sigues repitiéndolo indefinidamente sin darte cuenta de que el volumen de voces entrelazadas fue disminuyendo poco a poco, es muy tarde y te das cuenta de que eres el último cliente en la lan house vacía y que ahora va a cerrar, dice el joven de perilla, abrimos mañana a partir de las diez, entonces tú te levantas y vas para la calle de nuevo, ahora hay mucho menos movimiento, unos borrachos salen de una discoteca hablando en voz alta, un camión pasa no muy lejos recogiendo la basura, un vendedor ambulante de maíz guarda toda la parafernalia dentro del carrito y tira el agua hirviendo de una olla a la calle haciendo que unos gatos salgan huyendo de la alcantarilla, no tienes ni idea por dónde ir para volver al hotel, ni siquiera sabes cómo se llama y en qué calle se encuentra, la temperatura ha bajado un poco, tú caminas sin rumbo, tú tienes casi frío, metes la mano en el bolsillo y te das cuenta de que allí todavía está la dirección de la pensión que hace un par de horas le tendiste al taxista que te trajo del aeropuerto, un taxi se acerca, le haces señal, se detiene casi a tus pies, tú abres la puerta sin ni siquiera dar un paso, te subes al coche, le tiendes el papel con la dirección de la pensión al taxista y no dices nada más, tú te recuestas en el asiento, la cabeza contra la ventanilla, las luces van pasando y tú tienes la impresión de estar dentro de un sueño, de repente todo el cansancio de treinta y seis horas de viaje parece bajar de golpe sobre tu cuerpo, el taxi avanza por una avenida que te parece interminable, el perfil del conductor se va apagando, de repente se enciende bajo la luz yodada de las farolas alineadas a lo largo de la avenida, se apaga, se enciende de nuevo, se apaga, se enciende, se apaga, se enciende, hasta que el taxi entra por una calle a la izquierda (¿o a la derecha?), luego de dos o tres esquinas gira (¿a la izquierda o a la derecha?) y se detiene finalmente delante de un edificio que no reconoces pero que el taxista confirma, es aquí, y aunque te hable en turco tú le entiendes perfectamente por su vehemencia, es aquí, no hay duda, y el gesto de su brazo apuntando hacia el edificio sirve como para empujarte fuera del coche, es aquí, y tú ya en la acera le entregas el dinero sin esperar el cambio, tú vas a la puerta, tocas el timbre, una, dos, tres veces hasta que la mujer regordeta aparece envuelta en una bata y te mira y en vez de insultarte y decirte que no son horas estas de llegar a una pensión de familia, compadecida, te entrega la llave de la habitación 31 sin decir una palabra, te muestra el camino con un movimiento lento del brazo que indica el final del pasillo y te observa mientras te alejas como si tú mismo fueras la prolongación de su gesto, tú avanzas como un sonámbulo, tú llegas a la puerta de la habitación 31, tú introduces la llave en el ojo de la cerradura, tú giras el pomo de la puerta, tú empujas la puerta y, sin que ningún pensamiento se te cruce por la cabeza, tú te dejas caer en la cama vacía y duermes como si fuera para siempre.