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Un recorrido entre lo sociológico y lo fantástico por el valle del Baztán, en el que su autor, Fernando Telletxea, nos presenta conjuros, enigmas, malas y buenas artes de las mujeres que los recorrieron y que tan presentes estuvieron en las leyendas populares con forma de brujas, sacamantecas y monstruos. Una colección de cuentos escalofriante y esclarecedora a partes iguales. Imprescindible.
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Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Fernando Telletxea Oskoz
CUENTOS Y LEYENDAS
Saga
Bidasoa y Baztán. Los valles encantados.
Copyright © 2016, 2023 Fernando Telletxea and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374894
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Desde la Edad Media existía en Navarra el Señorío de Larrain, situado en el valle del Bidasoa, comprendía buenas tierras, el palacio de cabo de armería de Larraín, la capilla de San Miguel con enterramiento familiar y casas labradoriegas. Joanes Var, Juan, Marqués de Larrain, al que se le asociaba una casa de tres pisos con escudo de armas en la puerta y enterramiento en la iglesia parroquial, además de huertas, bordas y casales anexas. Joanes fue regidor y alcalde de Aranaz entre mil quinientos treinta y seis y mil quinientos sesenta y seis. Larrainetxea era la vivienda de tan ilustre familia, situada a unos diez kilómetros de la carretera que llevaba a la ciudad de Pamplona. Perteneciente a la nobleza del reino de Navarra, apodados por sus habitantes, Los marqueses. El señor marqués gobernaba la comarca con extrema bondad y honestidad.
Los tiempos que corrían allá por las postrimerías de la edad media, la miseria y las enfermedades, solían hacer estragos en la población; los campos que circundaban la aldea se hallaban trabajados; los maizales procuraban la harina necesaria para pasar el invierno; el maíz era el pan de cada día, excepto los días en que se celebraban las fiestas del pueblo, que solían ser en el mes de agosto venerando a la Virgen de los Milagros, y por Navidad, que el pan de trigo solía acompañar a los exquisitos manjares que sobre las mesas de quienes habían trabajado sin descanso las pocas tierras que poseían, arrendadas al señor marqués de ilustre nombre y apellidos.
Los akelarres solían tener lugar en las zonas más insospechadas, en el interior de cualquier cueva, o sobre las montañas, siempre que la luna llena se dibujara sobre el cielo.
Doña María, la señora de la mansión de tan ilustre abolengo, se encontraba enferma. El motivo de semejante enfermedad era la pérdida de Elvira, la anciana que cuando la señora era aún una niña, cuidaba de ella. Más tarde tomaría las riendas de la casa por deseo de doña María, porque la quería como si fuera la continuación de su verdadera madre, pero como Elvira dejó de cumplir con el compromiso que había adquirido con una de las discípulas del diablo que pululaban por la región, halló la muerte de la noche a la mañana, cuando dormía. La deuda que la recién fallecida había adquirido con aquella dichosa bruja, no era, ni más ni menos, que la entrega de los pelos que la señora perdía cuando Elvira le cepillaba el cabello para poder tener la salud de tan ilustre señora en sus manos, haciéndola enfermar a capricho, o en el momento en que la diosa Mari, adorada y temida por los habitantes del pueblo Euskaldun lo requiriera, o por petición del Sultán de las tinieblas.
Doña María apenas podía conciliar el sueño, y cuando lo conseguía, las pesadillas la atormentaban, la imagen de doña Elvira se repetía una y otra vez en sus sueños.
—¡Ayúdeme, mi buena señora, ayúdeme —Elvira repetía una y otra vez desde el otro lado del cristal de la ventana.
—Mi buena señora, a mi muerte, las ventanas de la casa no se abrieron, y por tal motivo, mi espíritu no pudo salir al exterior y ahora me encuentro encerrada dentro de mi propio cuerpo presenciando la descomposición de la muerte.
Doña María, angustiada, acudió a visitar al párroco del pueblo, y después de relatarle lo que en sus sueños sucedía, preguntó:
—¿Qué es lo que me está pasando, padre?
—Nada que no se pueda solucionar. ¿Tiene usted la certeza de que Elvira no estuviera metida en brujería?
—¡Por Dios, padre! Era una mujer de religión, rezaba el rosario diariamente.
—Pues le diré algo que tal vez usted no sepa. Elvira era sobrina de Maritxu, una bruja de nivel superior en la escala del mal, y se dice que por ordenamiento del diablo se le trasladó a vivir a Oyarzun para hacerse con el control de las demás aspirantes a la brujería, ofreciendo a las recién iniciadas al señor de las tinieblas, para su uso y disfrute.
Doña María, sabedora de semejante revelación, defendió con ahínco el buen nombre de su querida sirvienta, negando cualquier relación de la difunta en vida con Maritxu.
Las noches continuaban atormentando a doña María, el espíritu de la desafortunada difunta no cesaba en el empeño de que su señora la ayudara a surgir al exterior del féretro donde se hallaba envuelta entre el silencio que producen los aposentos de los demás difuntos que la acompañaban bajo el rectángulo marmóreo que los ocultaba del exterior del mundo de los vivos.
Doña María, en su desesperación, acudió a pedir ayuda al enterrador, contándole lo que le venía sucediendo desde que su sirvienta falleciera. El buen hombre, a pesar de no creer en la existencia de los espíritus, se comprometió a separar la enorme losa del panteón de la señora cuando las luces del día se hubieran desvanecido por completo.
Una noche en que la luna no lucía, el enterrador, acompañado por su hijo mayor, se dirigió hacia el panteón con el propósito de deslizar la pesada losa, aún utilizando las herramientas necesarias, el marmóreo manto no se despegaba del lugar en que yacía desde tiempos inmemoriales.
—Hijo, haz más fuerza, hombre, que esto no hay quién lo mueva —decía el enterrador, cuando de pronto, el Ángel tallado en mármol que yacía a la cabecera del mausoleo, elevó su cabeza, y fijando su mirada sobre la oscuridad que el cielo emitía, se pronunció:
—Volved a casa. Dejad a los muertos que descansen en paz.
El enterrador, sorprendido por semejante hecho, dirigió la luz que sostenía su mano izquierda y la envió hacia donde la estatua de aquel ángel de belleza incomparable se hallaba, cuando de pronto comprobó con el mayor asombro cómo la boca del serafín se abría de manera alarmante, dando paso a la presencia de un gato negro, que amenazante mostraba su dentadura.
—Fuera de aquí, maldito animal —espetó el enterrador, ahuyentado su presencia para dar paso a multitud de pajarracos de negrura inconmensurable que surgían de la boca del ángel.
Entretanto, doña María, temerosa de entrar una noche más en el espacio de sus pesadillas, se esforzaba en ahuyentar el letargo de su memoria, hasta que rendida por semejante esfuerzo, el sueño la venció y se prolongó en el tiempo hasta bien entrada la mañana, cuando su marido la despertó, descorriendo las cortinas que mantenían la habitación en la más profunda oscuridad.
—¿Has dormido bien? — preguntó el esposo.
—Sí, muy bien, qué raro, hoy no he tenido ninguna pesadilla.
Cuando la mujer del enterrador se percató de que las primeras luces de la mañana devolvían la visión de los campos a su mirada y comprobó que ni su hijo ni su marido habían vuelto del cementerio, dio rienda suelta a sus pasos y los dirigió hacia allí. Un grito de dolor surgió de su garganta al comprobar que ambos habían encontrado la muerte junto al panteón de los señores de Larrain. Sus cuerpos se habían desfigurado por los continuos picotazos que las aves de la muerte les habían propinado. La mujer corrió a avisar a las autoridades, que de inmediato, acudieron al lugar de los hechos. Como el cadáver del enterrador sostenía entre sus manos las herramientas que le sirvieron para abrir un pequeño espacio del panteón, se decidió comprobar el estado de los cadáveres, no fuera que el enterrador hallara la muerte peleando con algún ladrón de tumbas para llevarse las joyas con las que los muertos habían sido enterrados. Al comprobar que nada había sido sustraído de los féretros, volvieron a colocar en su lugar el inmenso manto de mármol que daba cierre al panteón y todos regresaron a sus casas.
A partir de aquel día, doña María recupero el sueño, pues ningún espíritu vino a molestarla. La mujer del enterrador fue recompensada con un mejor vivir y trabajó para doña María hasta que la muerte le arrebató la vida, devolviéndole al espacio de los difuntos.
Arantze se llamaba el pueblecito donde Maialen había nacido. Cuando aprendió a andar, una rara enfermedad se apoderó de su cuerpecito, obligándole a descargar todos los aires y tempestades que en su vientre anidaban de manera continuada.
Por aquel entonces la brujería en el lugar estaba en auge, teniendo las buenas gentes que vigilar el sueño de sus más pequeños; de tanto en tanto, y cuando todos dormían, las brujas se introducían en los hogares para chupar la sangre a los recién nacidos llevándoselos después para ofrecerlos como alimento extraordinario al diablo, que era quién mantenía a todas ellas contentas cuando los akelarres tenían lugar.
Los niños eran retirados de sus cunas adormecidos por los hechizos de estas mujeres, que entregadas a la brujería, habían alcanzado el nivel máximo de crueldad, chupándoles la sangre a través de los sesos, apretando con fuerza sus cuerpecitos para que la sangre fluyera con mayor rapidez.
Sabedores los padres de Maialen de lo que sucedía, los primeros meses de vida de la niña se turnaban por las noches para evitar que se la llevaran, manteniendo los ojos bien abiertos, pues las maldades de estas mujeres eran de semejante magnitud, que tomando formas animales, se introducían en las casas mezclándose con las cucarachas y las ratas, tan abundantes en aquellos tiempos en los caseríos. En más de una ocasión, los padres de Maialen solían golpear el suelo con un bastón mientras hacían guardia sentados sobre una silla que se hallaba junto a la cuna para ahuyentarlas del lugar, manteniendo los ojos bien abiertos, no fuera que la bruja de turno camuflada entre las ratas se llevara a su hija cuando el sueño los venciera.
Los padres de Maialen habían observado que la niña siempre olía mal; revisaban los pañales y nunca se hallaban manchados. La llevaron al médico y tras examinar a la criatura llegó a la conclusión que la niña no hacía caca porque sus intestinos la convertían en vientos y tempestades.
—Vayan ustedes tranquilos que a la niña no le pasa nada, cuando se haga mayor ya cagará, ya —dijo el doctor tranquilizando sus ánimos.
—Es que solo se echa putzas, nunca putzkerras —(putza, pedo sin ruido en euskera, y putzkerra, con ruido)
—Claro, porque la leche que toma se le convierte en aire; ustedes no se preocupen, váyanse tranquilos a casa y tráiganmela cuando cumpla cuatro años, verán como para entonces, la niña ya hará sus funciones con normalidad.
Pasaron los años y la niña seguía sin desahogar sus intestinos, la aerofagia que padecía había ido a más y resultaba imposible estar a su lado, pues el olor que despedía era terrible de soportar, ni los malos espíritus de la brujería mayor, osaban acercarse a ella.
Volvieron al médico, la niña ya había cumplido los cuatro años, fue examinada de nuevo no encontrando nada raro en el estado general de su salud.
—Bueno, miren ustedes: La niña está sana y no hay porque alarmarse porque no haga de vientre, mientras no sea más que eso, adelante, así no tendrá que secarse el trasero. Ha nacido así y no hay nada que hacer.
—Mire usted, doctor, cuando me quedé embarazada de la niña tuve un problema con una de esas mujeres que se dedican a embrujar a la gente y yo siempre pensé que alguna maldición debió echarme, y por eso la niña ha salido como ha salido —dijo la madre de Maialen llorando.
—Ay, mi buena señora, con esas cosas hay que ser muy cauto y no dejarse guiar por el genio. Con esas mujeres es mejor no discutir, y aún así...
—Doctor, ¿Cree usted que Maialen algún día se curará y podrá hacer caca como todo el mundo?
—Esperemos que sí —y los buenos padres de Maialen volvieron a casa algo más esperanzados.
Los años pasaron y la niña se hizo mujer, siendo objeto de las risas de los habitantes del lugar.
Cuando se celebraban las fiestas del pueblo, las jóvenes de su edad se reunían en la plaza del ayuntamiento para bailar al compás de la música del acordeón, ella en cambio, se quedaba en casa por miedo a ser vilipendiada, pero cuando se hacía de noche, se aproximaba a las afueras del pueblo para escuchar las bellas melodías del momento, y aún así, en más de una ocasión, tuvo que correr para no ser vista, pues más de uno y más de dos la perseguían diciendo:
—¡¡La Maialen Putz debe andar por ahí. Vaya tufo!!
Maialen era de muy buen ver, aunque fuera de muy mal oler. En más de una ocasión, los jóvenes de la comarca se acercaban a ella para conquistar su corazón, pero al poco de permanecer a su lado, se alejaban a la carrera.
Maialen trabajaba los campos junto a sus padres cuando la primavera se dejaba sentir. El viento solía barrer los campos favoreciendo el continuo discurrir de las tempestades que desde el vientre de Maialen surgían, desviándolas hacia otros lares. Sus padres, acostumbrados a la atmósfera viciada que se veían obligados a soportar, aprovechaban dicha circunstancia para llenar sus pulmones de aire puro.
En más de una ocasión, Maialen se vio obligada a ir al río en plena noche a por agua temiendo ser acosada por los malos espíritus de aquellas mujeres que reinaban cuando la oscuridad se hacía. Caminaba con prisa para que el recorrido que tenía que hacer fuera lo menos largo posible; los ruidos que la noche suele emitir la confundían, creyendo que las brujas se movían en torno a su persona. Tras llenar el balde de agua, lo colocaba sobre su cabeza y deshacía el camino andado con la precaución que requería el peso que soportaba sobre su cabeza. El sendero se hallaba rodeado de árboles, desvestidos en invierno y floreados en primavera. Las malas brujas solían apostarse tras ellos y cuando vislumbraban la imagen de Maialen se dejaban ver, asomándose hacia el camino, entonces, Maialen, sabedora de que el mal olor que despedía las ahuyentaría, comenzaba su particular concierto de ventosidades provocando la risa de aquellas mujeres, que al unísono gritaban —¡¡Maialen putz!! ¡¡¡Ja,ja, ja,ja,ja!!! . Cuervos y otras aves graznaban revoloteando en torno a Maialen obstaculizándole el caminar, viéndose obligada a sujetar el balde fuertemente con ambas manos. Conocedora de que las aves no eran tales, sino brujas que metamorfoseadas pretendían desestabilizar sus ánimos, derramaban sus excrementos sobre el agua que serviría para cocinar y otros menesteres, teniendo que volver de nuevo al río para repostar el balde de agua limpia, aguardando a que aquellas mujeres desaparecieran del camino, cansadas ya de jugar al tenebroso escondite.
Una noche de un frío intenso, Maialen se encontraba charlando con su madre junto a la chimenea que hacía las veces de fogón alumbrador, cuando de pronto, se escuchó una voz proveniente del exterior del caserío diciendo:
—Maialen, si quieres saber quién te puso en el vientre esa ventolera, ve mañana por la noche al cementerio y escóndete detrás del panteón que pertenece a los señores de Larrain y verás a la persona que metió en tu tripa lo que tanto daño te está haciendo. Al día siguiente y a la misma hora, aquella dichosa voz se pronunció de nuevo, diciendo las mismas palabras que dijera el día anterior, y así una semana y hasta dos.
Una mañana a eso de las nueve tocaron a la puerta del caserío de Maialen. Cuando su madre abrió, se encontró con la presencia de una mujer mal vestida, con el pelo desaliñado diciendo:
—Buena señora, ¿me podría usted dar algo de comer? hace más de dos días que no como y tengo mucha hambre.
—Pase usted y siéntese a la mesa, que enseguida le daré de comer como es debido.
La madre de Maialen frió un par de huevos con tocino y le dio de comer a la pobre mujer, después la bañó y la despiojó, y peinándola debidamente la invitó a que se quedara en el caserío el tiempo que quisiera, no sin antes advertirla de la enfermedad que padecía su hija.
Cuando Maialen volvió de trabajar el campo junto a su padre, encontró a aquella buena mujer sentada a la mesa zurciendo un par de calcetines de su padre con la ayuda de un huevo de madera. Maialen, al poco de llegar, se ausentó de la cocina porque su vientre era imparable, más aún que de costumbre; los nervios solían acelerar el vendaval que en su interior anidaba. Llegó la noche y de nuevo aquella voz aconsejando a Maialen acudir al cementerio.
—No se asuste buena señora, por aquí hay mucha brujería y algunas son burlonas, y se ríen de la pobre Maialen porque como la chica tiene lo que tiene, ya sabe usted —explicó la madre de Maialen a la mendiga.
—De sobra sé lo que tiene a su hija como la tiene, es porque... —respondió la pobre de pedir— Pero esa voz que vienen ustedes escuchando hace ya un tiempo, no es de las brujas que se dedican a hacer el mal, sino todo lo contrario, es de una bruja que pertenece a lo que ustedes llaman bruja buena, sí, a ese tipo de bruja. Somos magas del universo y cuando vemos que alguien nos necesita abandonamos nuestros ríos y montañas del mundo de la felicidad y nos hospedamos en los ríos en compañía de nuestras hermanas las Lamiak. Yo he venido a quitarle el maleficio que cuando usted estaba embarazada de Maialen le pusieron en el vientre, fue una mujer a la que su marido antes de conocerla a usted, se había comprometido dejándola después abandonada al contraer una nueva vida en su vientre. Ahora, esa mujer ha muerto, y antes de que su corazón se pudra hay que sacarlo y prenderle fuego, regándolo primero con agua bendita. Es la única manera de que su hija recupere el normal funcionamiento de su vientre.
—O sea, que ¿Usted es una bruja buena? —preguntó la madre de Maialen.
—Sí, y la voz que cada noche oyen ustedes es la mía, pero como no han acudido al cementerio, he tenido que venir tomando este disfraz para que ustedes me dejaran entrar en casa.
—¡¡Detente ya!! —ordenó la buena mujer a su propia voz, que desde el exterior se pronunciaba, y abandonando el asiento dijo de nuevo: —Mañana, a eso de las doce de la madrugada, esperaré a Maialen junto al panteón de los señores de Larrain para indicarle donde está enterrada la muerta que tanto y tanto le ha hecho sufrir.
Y dicho esto, la buena mujer se esfumó dejando un aroma por demás agradable.
A la mañana siguiente Maialen se encomendó al Dios todopoderoso, pidiéndole que la ayudara a cumplir con lo prometido la noche anterior a la señora de las sorgiñas buenas.
Cuando Maialen se dispuso a tomar el camino al cementerio, la noche brillaba de esplendor; el cielo repleto de estrellas se mostraba de un azul oscuro admirable; Maialen caminaba con tranquilidad sabedora de que las brujas malas, no rondarían por las calles dejando los caminos y senderos libres a los habitantes de la comarca, pues se encontraban en algún lugar recóndito en pleno akelarre, cada lunes, miércoles y viernes, además de las noches de luna llena para entregarse a semejantes menesteres.
El portón del cementerio se hallaba entreabierto. Para que no crujiera al intentar abrirlo, Maialen deslizó su cuerpo para introducirse en el camposanto. La tenue luz que despedía el cielo se había posado sobre los panteones pertenecientes a los más pudientes del lugar, el resto de los difuntos, descansaban su muerte bajo tierra con tan solo un rectángulo de hormigón sobre lo que en vida fueran sus cuerpos, custodiados por una humilde y desgastada cruz de madera.
Maialen encaminó sus pasos hacia el lugar donde se hallaba el impresionante panteón de los señores de Larrain; el sendero a seguir se manifestaba recto en su discurrir; los arbustos que a ambos extremos lo dibujaban, se balanceaban por capricho del viento. De pronto y bajo los pies de Maialen, los cinco escalones descendentes que la conducirían al panteón donde la Sorgiña de las bondades infinitas la esperaba.
—Ya estoy aquí —dijo Maialen.
—Allí, ve a aquella tumba —respondió doña Sorgina señalando con el dedo el lugar donde se encontraba la difunta a la que Maialen tenía que arrancarle el corazón y prenderle fuego. La tierra había sido removida por deseo de la buena Sorgiña mostrando el féretro a la vista. Maialen se introdujo en su interior destapando el féretro y clavando un cuchillo de enormes proporciones en el costado izquierdo de la difunta; de inmediato, se detuvo, pues un quejido de dolor surgió de la garganta de la muerta.
—Sigue, no te detengas —se oyó decir a doña Sorgiña.
Cuando Maialen halló de nuevo el corazón, se detuvo una vez más, pues los quejidos de la difunta eran muchos, pero ante la insistencia de su protectora, se hizo fuerte y arrancó el corazón de cuajo, que gélido por demás, aún palpitaba. Maialen lo impregnó en alcohol y lo prendió fuego, tirándolo hacia el exterior de la tumba con intención de que el resto del inerte cuerpo de la difunta no se quemara como mandaba la recomendación de la Sorgiña buena. El fuego se defendía con fuerza de aquel corazón, que aún ardiendo se resistía a dejar de latir, botando de un lado para otro entre las tumbas de los más pobres.
Maialen se dispuso a salir del foso que custodiaba el reposo de la Sorgiña, cuando de pronto, se percató de que le sería imposible alcanzar la corteza terrestre que el exterior mostraba.
—¡Ayuda, por favor, ayuda! —se oyó decir en medio del silencio del reposo de los muertos, cuando la imagen de la Sorgiña buena se asomó al hueco que la muerta ofrecía, pronunciándose:
—Tranquila, Maialen, tranquila —cuando de pronto, Maialen comenzó a elevarse del foso de la muerte como si de un ser divino se tratara, impulsada por el enorme vendaval que en su vientre anidaba.
—Anda, ve y corre a contar a tus padres que ya estás limpia del dichoso maleficio que te aquejaba.
El corazón que aún acompasadamente ardía se había detenido al borde de una de aquellas pobres tumbas. Maialen se aproximó a él para comprobar si en verdad se estaba consumiendo, cuando de pronto, el fuego la alcanzó atraído por la constante pedorrera a la que se veía sometida. Sofocado este último, fue alertada por la buena Sorgiña de que se alejara del fuego, no fuera que el gas que despedía de manera constante la atrajera al él y se la llevara junto al corazón de la malvada Sorgiña.
Aquella noche Maialen durmió como de costumbre envuelta en sus propios hedores, pero cuando la luz del día se asomaba a través de la ventana, Maialen se despertó y se dio cuenta de que su vientre apenas contenía algún gas que otro, obligándola a bajar a la cuadra a expulsar lo que durante años y años se había amontonado en el interior de su vientre posicionándose en cuclillas junto a las vacas que despertaban al nuevo día y deshaciéndose de la gran cagata, nunca más tuvo que huir de la gente.
Según el sentir popular, en una montaña que se acercaba al cielo, vivían Leoncio y Epifania en un caserío que antaño fuera una borda, lugar donde se guardaba la hierba que serviría para alimentar al ganado cuando las inclemencias del invierno cubriera los campos, arrasando cualquier resquicio de pelaje sobre la corteza terrestre.
Epifania y Leoncio fueron bendecidos con la venida al mundo de su primogénito. Un hombre de avanzada edad logró emplearse bajo las órdenes de ambos para atender los campos y demás quehaceres. Como el matrimonio en cuestión confiaba de manera absoluta en aquel hombre, en ocasiones le dejaban al cuidado de su hijo cuando Epifania se ausentaba para hacerse con algunos víveres en el estanco del pueblo, viéndose obligada a recorrer a pie siete kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. En ese tiempo en el que el anciano se hallaba a solas con la criatura, se entregaba a los conjuros más extraños para atraer a cuatro mujeres de idéntica condición a él, ofreciendo a la criatura al máximo poder de la brujería.
Las cuatro mujeres, venidas a través de la chimenea, desnudaban al niño y le untaban el cuerpecito con una especie de ungüento hecho a base de excrementos de serpiente, frotándolo con fruición a la vez que lo lamían.
Como Epifania tan solo se ausentaba del hogar cuando algunos víveres necesarios lo requerían, el poder del mal se hacía en el hogar del joven matrimonio cuando dormían apaciblemente, para continuar con sus malas artes, haciendo que Epifania y Leoncio no despertaran, envolviendo de nuevo al niño en semejante nauseabundo ungüento.
Una mañana de intensa niebla, Epifania se había dispuesto a partir hacia el pueblo, cuando de pronto, dirigió su mirada a través de la ventana de la cocina y vio que el burro trataba de deshacerse de los capazos que le habían sido adheridos a sus espaldas para ayudarse con la compra, porque los escollos que en el camino se presentaban eran constantes y a Epifania se le hacía imposible hacerse con el peso de la compra, menos aún, cuando los sacos de harina de maíz se hacían imprescindibles.
Epifania abrió la puerta, y tratando calmar el nerviosismo del burro, llamó al anciano que dispuesto a alertar a las cuatro mujeres del mal con el poder de su mente, se deshizo de sus poderes y acudió de inmediato a la llamada de su señora.