El arcángel de la muerte - Fernando Telletxea Oskoz - E-Book

El arcángel de la muerte E-Book

Fernando Telletxea Oskoz

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Beschreibung

El autor Fernando Telletxea nos vuelve a demostrar que es un fiel discípulo de los mejores Hermanos Cohen y de Oliver Stone en esta novela dura y desgarradora que nos introduce en la mente de un psicópata. Del frío del norte de Navarra a las cálidas tierras murcianas, nuestro protagonista emprende un periplo en pos del fantasma de su abuela y de los cuentos que le contaba de pequeño. En su viaje irá cediendo poco a poco a sus más bajas pulsiones sexuales hasta convertirse en un monstruo capaz de cualquier cosa por satisfacerse. Una novela diferente y tan brutal como la vida.

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Seitenzahl: 400

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Fernando Telletxea Oskoz

El arcángel de la muerte

 

Saga

El arcángel de la muerte

 

Image en la portada: Unsplash

Copyright ©2018, 2023 Fernando Telletxea Oskoz and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728375051

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

EL ARCÁNGEL DE LA MUERTE

Capítulo I

Madrid, año dos mil quince, madrugada de un lunes del mes de agosto.

Las calles de la ciudad apenas recogían el tránsito al que estaban acostumbradas. El calor se había instalado en la mitad norte del país, haciendo que el asfalto de la urbe que nos ocupa desprendiera el vapor del fuego que durante el día se había acumulado sobre él.

Un vehículo de proporciones considerables encaminaba su presencia en dirección al extremo noroeste de la ciudad. El conductor que manejaba el volante se hallaba excitado por demás, pues los órganos vitales que entre ambas piernas descansaban a la espera de ser atendidos debidamente excitaban sus ánimos, obligándolo a hacerse con algún lugar adecuado que satisficiera sus necesidades.

La carretera que lo conducía al lugar elegido impedía a la vista apreciar su presencia; los sólidos neumáticos del ya citado vehículo se mostraban ennegrecidos debido a la cerrazón que el cielo ofrecía. A ambos extremos de la calzada, la presencia de diversos árboles, trazados en oposición a la delicia de su creador, proporcionaba un panorama desasosegante al normal discurrir de la mirada humana, no así a nuestro enigmático conductor, que pisaba el acelerador del vehículo para alcanzar el lugar elegido a la mayor brevedad posible. Tras girar el volante a consecuencia de una curva no demasiado agresiva, la carretera se deshizo en estrechez para mostrar una explanada, dibujando en su interior figuras rectangulares, perfectamente diseñadas para recibir el descanso de los automóviles de quienes durante el día acudían a visitar los alrededores del Pardo y de quienes, siendo hijos de la noche, se dejaban caer por allí cuando las agujas del reloj transitaban por las horas en que los durmientes sueñan con sus mejores augurios y sus peores pesadillas.

El lugar que se acaba de exponer, de normal funcionamiento, solía acomodarse al capricho de los que en él se acomodaban con el propósito de intercambiar sus placeres más deseados; sin embargo, en el momento que nos ocupa, la soledad se configuraba en medio de la oscuridad, mostrando tan solo a nuestro enigmático conductor al acecho de alguna sorpresa que le resultara interesante; la presencia de un automóvil unido a una caravana, que iluminada escasamente en su interior se configuraba en medio de la nada, avivó el interés de este último.

A una distancia prudencial del ya citado vehículo, el motor que nos ocupa detuvo su andadura desarticulando el sistema eléctrico central. La puerta del lado del conductor se deslizó hacia el interior de la negrura de la noche, dando paso a un individuo de mediana edad y robusta complexión física, rostro inanimado aunando en su interior una nariz sin definición concreta, pues los ojos de color azul diluido se personificaban abultados y excesivamente cercanos a esta última, trastornando el juicio de quien lo miraba.

Bordeando la caravana ya citada, el misterioso hombre de la noche se fue aproximando al extremo contrario al del conductor. Un fuerte olor a perfume de invierno atrajo el interés de este último; sin duda, se trataba de un perfume de mujer. Se detuvo unos instantes cavilando qué hacer. De inmediato, su subconsciente lo empujó a retroceder unos pasos, con el propósito de que su presencia fuera vista, a la espera de ser llamado al festín sexual que de manera habitual se solía realizar al abrigo de la noche, hiciera frío o calor.

Cuando creyó que la distancia a la que se había adherido fue la más inteligente a vista de su subconsciente, sus ojos se posicionaron mirando hacia el frente con objeto de ver la presencia de quienes acomodados en los asientos cercanos a la tracción delantera de dicho vehículo se encontraban. Una mujer de aspecto agradable se hallaba acompañada por un hombre de extrema delgadez con la mirada fija en la entrepierna de su compañera, pues la mano de esta última se entretenía proporcionando placer al extremo vital de su anatomía, mirando de soslayo al que nos ocupa desde su madurez latente, de lasciva sonrisa y mirada de deseo apetente.

Los pasos del conductor que nos muestra esta peculiar escena se fueron aproximando hacia la apariencia de los allí presentes, al gesto de confirmación del elemento masculino dominante del vehículo en funciones. Al arribar junto a la ventanilla, la mujer separó sus piernas mostrando, si cabe aún más, el hundimiento que en forma de caverna se configura allá donde los muslos inician su andadura.

—Tócala —se oyó decir al susurro al compañero de esta última, dirigiéndose al recién llegado. De inmediato, la diestra del que nos ocupa se posó sobre el volcán de la vida, iniciando su particular danza manual, al tiempo que la receptora de semejante compás a ritmo precipitado, se retorcía de placer desviando sus pupilas hacia el extremo superior de los ojos. De súbito, el compañero de esta última abandonó su asiento y, volviéndose, se perdió en el interior de la caravana, retornando al instante con una especie de maletín repleto en su interior de objetos de sádicos elementos, creados para semejantes menesteres.

—¿Te mola? —preguntó el preceptor de dichos artilugios al recién llegado.

—Sí —respondió el receptor haciéndose a un lado, con el favor de ceder el paso a la mujer, que, en un movimiento de cierre del objeto del placer humedecido, inició su andadura junto a su compañero hacia la presencia de un árbol de enormes dimensiones.

Un par de pinzas abiertas fueron ajustadas sobre los senos creados por la naturaleza para la infantil alimentación, entre otras funciones, de placeres indefinidos.

Una bolsa de plástico de color verde primavera cubrió la parte posterior del cuello de la mujer, al tiempo que su compañero la ataba de pies y manos al ya referido árbol, ofreciendo la parte posterior de esta última al capricho del que nos ocupa. Una ráfaga de viento del sur se pronunció sobre el lugar de los hechos, invitando a las hojas de tersas cualidades que cubrían la magnitud de los tentáculos del árbol elegido para semejante espectáculo a iniciar su peculiar andadura, al canto del rumor que al sacudir del viento se suele producir. En lontananza, el cielo se expresó con rotundidad al colisionar de las nubes.

El látigo se enunciaba una y otra vez sobre la mujer, allá donde la espalda se difumina, dando paso al promontorio que guarda en su interior las delicias de quienes de degustar, han degustado el placer de lo prohibido.

El viento, enfatizado por momentos, devastaba la fragilidad de las hojas de los árboles que, de descansar el escaso ciclo de vida que poseían, se hallaban adormecidas por el tórrido calor al que la jornada anterior les había sometido.

De pronto, el cielo se encendió de manera alarmante, pronunciándose de nuevo al trueno para abrir sus compuertas de par en par, enviando multitud de partículas congeladas por el capricho de los extraños y diminutos seres que habitan en el interior de las nubes, cuando estas últimas se dibujan sobre el cielo.

El látigo se balanceaba entre el ir y venir del impulso pronunciado por el precursor de esta historia sobre el cuerpo empapado de la mujer que lo recibía al máximo placer. El sonido emitido por este último al adherirse a la piel chasqueaba los oídos de los allí presentes, confundiéndose con el inmenso ruido que el caer de la granizada proporcionaba.

Como de descargar del total congelado, se habían propuesto las nubes, al término de este último, iniciaron su peculiar danza al compás que marcaba la lluvia, torrencial por momentos, engalanada de barro del desierto que sobre el continente africano se dibuja a capricho de la naturaleza.

Cuando el sonido del látigo se detuvo, la lluvia aún continuaba con su interminable ritmo acelerado.

Los cuerpos empapados por demás se aferraban a dichas prácticas, sin entretenerse en los caprichos de la naturaleza.

Como en el espacio vital en el que nos movemos, no hay ningún acto que perdure en el tiempo, el silencio se hizo ante el oído humano, no así para quienes de existir, existen entre el espesor de la oscuridad que todo lo presencia y de nada se pronuncia, ya que su reinado depende del espacio que la noche le proporciona.

Capítulo II

La lluvia había multiplicado su intensidad, cuando el conductor que ha iniciado el relato de esta historia, se volvió hacia el coche que lo aguardaba salpicado por el barro que se había filtrado en el líquido benefactor, cuando este último se fue acumulando sobre la presencia que las nubes suelen adquirir cuando la atmósfera recalentada lo requiere.

El parabrisas se esforzaba por dar visibilidad al cristal que configuraba el frontal superior del coche sin éxito aparente, pues el torrencial que descendía desde el cielo se hacía más y más violento al transcurrir de la noche.

La ciudad amaneció envuelta en barro y charcos de agua sucia, a pesar de que los bomberos se vieron obligados a intervenir en semejante despropósito caído desde el espacio más cercano a la tierra del cielo protector.

El sol ya alumbraba de nuevo, volviendo a recalentar el asfalto y el sentir humano.

Cuando el anónimo conductor de la noche pasada iniciaba la vuelta a casa, su imagen se configuró vulgar y confundible con cualquier otro mortal al uso, de ahí que ya revelemos su propio nombre. Félix, tras ocuparse de que le adecentaran adecuadamente el vehículo que le transportaría al lugar de origen de su nacimiento, enfiló el volante del animal motorizado, en dirección a la Comunidad Murciana.

Capítulo III

El lugar en el que la noche anterior tuvieran fundamento las expresiones sexuales más cercanas al precipicio de lo establecido en dicha materia, se mostraba al alumbramiento del día empobrecido, sucio por demás. El barro que trajera la última lluvia había arruinado el paisaje, mostrándolo como si de un espacio infernal se tratara.

La mujer que había sido expuesta al capricho del látigo conductor se encontraba arrodillada junto al árbol que la noche anterior fuera atada. Su prolongado cabello de tonalidades enrojecidas por la mano del profesional de la peluquería se había cubierto de fango extraído de la tierra más árida del continente africano; apoyada sobre la corteza del árbol ya mencionado, se podía apreciar su rostro tiznado por la muerte, además de por la materia ya referida; los párpados semientornados permitían entrever el interior de los ojos sorprendidos por haber sido expuestos ante la muerte. El hombre que en vida la acompañara por el recorrido de su existencia ofrecía una imagen similar a la que acabamos de mostrar en esta página de pasión y muerte.

El descubrimiento de semejante imagen fue realizado por la persona de un hombre de mediana edad, que de costumbre solía sacar a pasear a sus dos perros por el lugar ya referido.

La brigada central de investigación criminal se personó en el lugar de los hechos, tratando hallar algún móvil que les permitiera iniciar la indagación correspondiente; a la espera de que se personara el forense de la policía científica, acordonaron debidamente la zona.

Sobre la piel embadurnada de los cadáveres, se podían apreciar las huellas que el látigo dejara, de un extraño color azul amoratado.

Tras realizar los pormenores correspondientes, los cuerpos del delito fueron trasladados al Instituto médico forense con el propósito de realizarles la autopsia.

Capítulo IV

El transitar del animal motorizado que en su interior transportaba el motivo principal del delito ya expuesto, más conocido por el sobrenombre del «Malparío» a consecuencia de sus extraños hábitos en materia sexual según palabras de quienes le conocían, pues de sobra era sabido que sus gustos transitaban de idéntica manera a ambos lados del discurrir humano, obteniendo idéntico placer a pesar de que la morfología de estos últimos sea claramente diferenciable. De uso común en dichas prácticas, disfrutaba como de quien, siendo tan solo un bebé, posa sus labios sobre el saliente que la naturaleza ha creado para amamantar a los que más tarde se desharán del pecho materno para iniciar su andadura por los senderos de la alimentación adulta; en cambio, Félix, además de haber sido amamantado a la antigua usanza, jamás prescindió del pecho materno.

Hasta bien entrados los diez años de edad, Félix se acogía al pecho de su progenitora, sorprendiendo a propios y extraños, pues su madre argumentaba conocer el verdadero motivo de semejante despropósito; según su criterio, el niño necesitaba más esmero, y se entregaba a semejantes prácticas para llamar su atención.

Francisca, la abuela paterna de la criatura, que vivía en la capital murciana, en ocasiones se trasladaba al hogar de estos últimos para pasar grandes temporadas cuando las cosechas se realizaban, disfrutando de la recogida, pues en tiempos pretéritos solía ayudar a su difunto marido con el recuento del valor total de lo adquirido.

Francisca se destacaba por ser mujer de carácter, de impresionante presencia física. Cuando era joven, conoció al que hoy le concediera el título de viuda en la ciudad de San Sebastián, al paso por el veraneo de este último del año que le modificaría la vida por completo, cambiando el quejido del mar Cantábrico por el del Mediterráneo. Para cuando su único hijo vino al mundo, Francisca ya se había adaptado al poder del clima que los alumbraba.

En sus ratos libres solía leer el significado de las cartas del tarot, pues en su familia se decía que una antepasada suya, por parte materna, había sido apresada por la inquisición en la localidad guipuzcoana de Oiarzun por haber violado las leyes de la convivencia social, entregándose a la brujería adivinatoria y demás conjuros maléficos. Como de costumbre, Francisca solía dar en el clavo en sus predicciones, gustaba de entretener sus momentos de ocio entregándose a dicha práctica.

Además de los aciertos que la conformaban en dicha materia como una auténtica y fidedigna lectora del tarot, poseía una gran intuición configurativa para los hechos que vendrían a mostrarse en su devenir diario, además del de aquellos que en torno a ella se manifestaban.

Al nacimiento de Félix, Francisca se acogió a su subconsciente, desechando el verdadero significado de su intuición, ya que las sombras de la inquietud humana se habían detenido en el umbral de su pensamiento intuitivo. A pesar de ello, Francisca se desvivió por el nieto que le había tocado en suerte, pues el que fuera su marido se había desvanecido entre los brazos del cáncer, apartándolo de este mundo apenas cumplidos los cincuenta años de vida.

Cuando la criatura fue creciendo en su distribución física, su aspecto fue tomando caracteres un tanto extraños; al movimiento de su persona, de complexión robusta, gustaba de entretenerse en apresar grillos y abrirlos en canal, para después suturar la herida, adjudicándose el hecho de poseer el secreto de volverlos a la vida; más tarde, cuando el poder de la pasión sexual se entretuvo entre sus genitales, acudía al gallinero con el pretexto de hacerse con los huevos recién puestos e introducía en el interior de la gallina que más le gustara su micropene, consumando el placer de lo prohibido. También gustaba de cazar ratas vivas para enfrentarlas a un gato que vivía acompañado de sus congéneres al abrigo de la bondad humana, pues en torno a la finca del que nos ocupa se aunaban infinidad de animales a la búsqueda de algún alimento que llevarse a la boca. El gato en cuestión atendía las órdenes de su benefactor con el máximo agrado, acostumbrado a enfrentarse a sus rivales más deseados, aguardaba dicha ocasión con impaciencia. Semejante hecho solía realizarse cuando la noche comenzaba a aparecer allá en el horizonte en el interior de una vieja casucha abandonada a unos tres kilómetros de la hacienda a la que él pertenecía, dando rienda suelta a las luchas más encarnizadas entre el felino y los roedores, en el interior de un foso fabricado por sus hábiles manos para semejante menester. Como nuestro protagonista entretenía su afición masacrando la existencia de los insectos, además de la curiosidad que sentía por la muerte violentada por la mano del hombre, se acercaba a la vera de la casucha en la que realizaba el enfrentamiento de los animales ya citados, pues un hombre de avanzada edad habitaba en ella, en la soledad más absoluta, ya que sus padres habían fallecido cuando él contaba los cincuenta años de edad.

Félix gustaba de escuchar los relatos proferidos por este último, se remontaban a los años de la guerra civil española, cuando el hambre obligaba a buscarse la vida como les era posible; fue entonces cuando Tomás, el hombre del que nos estamos ocupando en este preciso momento, sacó a colación las peripecias que sus padres se vieron obligados a realizar.

—Mira, chaval, mi padre se dedicaba a cazar ratas y venderlas a los que podían comprarlas, entonces nos las comíamos, y bien ricas que estaban, mi madre las guisaba muy bien.

Como a Félix dicha práctica le provocaba tal emoción, convenció al hombre de que lo introdujera en la enseñanza de dicho oficio, y a pesar de que en un principio Tomás se negara, finalmente amansó su desaprobación, pues el chaval, como él lo llamaba, lo convenció, amenazándolo a denunciarlo por abuso en materia sexual hacia su persona, pues de cierto a semejante atribución, en realidad poco o nada había, ya que dicha relación se iniciara a capricho de este último, amamantándose a voluntad con el símbolo del sostén de la vida que Tomás conservaba en la entrepierna, cansado de aguardar la promesa que a cada cual se nos ofrece cuando despertamos a la pubertad, disfrutando de semejantes prácticas a cambio de instruir al mocoso en el arte de la caza de los roedores más desarrollados.

El progreso de la amistad que unía al hombre de la casucha nos guiará por los senderos de esta historia recién iniciada, que se prolongaría durante el tiempo que la vida le permitiera a Tomás compartir el aliento con el que esta última envuelve a quienes de paridos por el vientre del mundo coexistimos al abrigo de la respiración que se nos permite atrapar al surgir a la superficie, tras un periodo prolongado de amable tranquilidad envuelto entre los flujos acuáticos que el vientre de nuestras madres nos proporcionan.

El hombre de la casucha enfermó cuando sus años ya eran muchos, teniendo que ser trasladado al hospital. Tratado debidamente, se recuperó y volvió de nuevo a las andanzas, esta vez como mero espectador, ya que Félix conocía el oficio anteriormente ya citado a la perfección. Las ratas que habían sido atrapadas con vida aguardaban el turno de ser expuestas al macabro espectáculo citado, encerradas en jaulas que colgaban del techo para mayor seguridad, ya que nuestro protagonista temía que en su ausencia el anciano las soltara, arruinando el placer que le producía la lucha entre la vida y la muerte. El anciano, que apenas se ausentaba de su casa debido a la dificultad que le proporcionaba la escasa salud que poseía, a menudo se veía obligado a exponer su maltrecho cuerpo al desnudo a los caprichos del dueño de su voluntad, para hacer de él lo que a Félix se le antojara, comenzando como de costumbre por amamantarse por el extremo superior del órgano genital del anciano.

Capítulo V

Cuando Félix se había acomodado ya sobre la veintena, el anciano feneció acribillado por el feroz apetito de las ratas. La muerte, al parecer, le sobrevino cuando su corazón dejó de latir a consecuencia de la avanzada edad que lo envolvía, según el criterio médico. Tres días con sus tres noches estuvo el cadáver expuesto al capricho de los roedores, muerto, sin que nadie visitara su casa, hasta que la persona de un empleado de la finca, al paso por la casucha, tocó la puerta para interesarse por la salud del anciano. La puerta estaba entreabierta, y a la llamada, nadie respondió; empujando esta última, el visitante se adentró en ella, y volviendo a pronunciar el nombre del anciano en cuestión, dirigió sus pasos hacia la habitación de este último, hallando al susodicho tendido sobre la cama con las cuencas de los ojos al descubierto sin materia en su interior, el rostro masacrado por el ansia del feroz apetito de las ratas, que, enjauladas, habían sido sometidas al ayuno más estricto por voluntad de Félix, que, cansado ya de soportar la vejez del difunto, decidió acabar con él de la manera más excitante para sus macabros instintos.

El enterramiento de Tomás se realizó en la más estricta soledad: un par de empleados de la finca acompañaron al féretro tras haber sido introducido en el vehículo.

Félix, no queriendo que lo relacionaran con el difunto en materia de amistad, sino todo lo contrario, como de empleado de sus padres a tiempo completo, aguardó la llegada de este último disfrutando sobremanera al realizar los trabajadores del camposanto la labor del enterramiento, frotándose las manos de emoción al abrigo de los dos empleados que, apostados junto al hoyo del olvido, trataban de despedir al difunto con el rezo de un padrenuestro, siguiendo las directrices del cura, contratado para despedir la última voluntad de la progenitora del difunto, cuando hallándose esta última en vida, rogó al religioso enterrara a su hijo con todos los honores.

Al término de dicha acción, el cementerio volvió a su estado natural, dentro de la soledad que le confiere el descanso de los muertos. Cuando los dos empleados que acompañaron el último adiós del difunto se dispusieron a partir, el religioso se precipitó camino a la iglesia, pues sus feligreses aguardaban su presencia para recibir la santa misa que cada día se realizaba cuando las campanas de la iglesia llamaban a dicha congregación a santificar sus almas con el sermón que el joven prelado solía verbalizar desde el púlpito, además de haber oído en confesión al elemento femenino en su gran mayoría, concediéndoles el perdón para más tarde purificar sus pecados, introduciéndoles en sus bocas el cuerpo de Cristo, concediendo a los espíritus culpables la tranquilidad necesaria para poder enfrentar sus vidas al Todopoderoso.

Cuando el enterrador realizaba sus funciones, Félix, a la partida de los ya mencionados, se perdió entre las tumbas argumentando visitar el panteón familiar; de propósito, se personó de nuevo al pie de la fosa recién cavada para disfrutar de semejante hecho, al tiempo que, tratando disimular sus verdaderas intenciones, entabló conversación con el enterrador. La tierra iba ocultando el féretro en el que el difunto encubría su muerte; semejante hecho provocó una enorme excitación en el sistema genital de este último, teniéndose que aliviar con la diestra que, situada de propósito, se hallaba en el bolsillo del pantalón.

Capítulo VI

Como sus funciones mentales caminaban por el extraño sendero de la oscuridad más abyecta, Félix, de tanto en tanto, se alejaba del lugar que le vio nacer en dirección a las ciudades de mayor población, donde hallar el lugar prometido para poder consumar sus actos sodomitas y otras variedades que nada tienen que ver con estas últimas, aconsejado por las señalizaciones inscritas en las páginas de una revista de contenido homosexual que ofrecía información de dichos lugares, de edición mensual.

En una de aquellas escapadas, Félix se introdujo en dicho ambiente con el propósito de hacerse con algún individuo que aceptara someterse a sus caprichos. Como de natural condición la noche había descendido sobre el paisaje campestre al caer de la tarde, la oscuridad se había apoderado de la visibilidad de los que se encontraban a la búsqueda de congeniar con algún individuo que quisiera entretenerse en el juego de la pasión; el frío era intenso, pues el mes de enero iniciaba su andadura amenazante en dicho propósito. La noche anterior había nevado, ofreciendo al sol de la mañana la dulzura más purificadora; los campos se precipitaron en absorber el contenido de esta última por la sed que provoca el intenso frio bajo un sol de ardientes propósitos.

Las huellas que Félix dibujaba sobre la tierra humedecida a la búsqueda del intento anteriormente referido, se introducían bajo la arboleda que ofrecía el paisaje, ya que un joven de edad similar a la de él ofrecía su nebulosa y excitante imagen al paso adelantado, atrayendo el interés de este último al volteo de sus insistentes giros de cabeza.

Al hallarse uno frente al otro, el ardor que anidaba en ambos se excitó sobremanera, descubriendo las partes más íntimas al vacío de la noche. De condición violenta se realizó el hecho, pues Félix ya se había entregado a dichas prácticas contactando con gente de ambos sexos por medio de los avances tecnológicos que ofrecía internet. El que nos ocupa, había acariciado la idea de sesgar la vida de alguien que se le cruzara en el camino, cuando sus sádicos actos al manejo del látigo se realizaran. Bajo la oscuridad que la noche ofrecía sin el brillo luminoso que la luna produce, accionó su maquinaría cerebral y comenzó a conceder fuerza a sus manos, que se encontraban rodeando el cuello del que lo acompañaba en dicho juego.

Cuando la muerte se había iniciado sobre el rostro del elegido para semejante menester, la niebla que cubría dicho espacio en su totalidad, se deshizo en sí misma dibujando un hueco de proporciones considerables, mostrando la imagen de una inmensa cruz vista por la parte posterior de su presencia, sobresaliendo por encima del muro que la custodiaba, como al resto de los difuntos que en el interior del cementerio al que tratamos de referirmos descansaban las fatigas que el cuerpo produce en vida; al instante, las manos de Félix se deshicieron del cuello en cuestión, a consecuencia de la visión del camposanto, que tanto y tanto había sido mencionado por su abuela Francisca en los cuentos que cuando niño le solía contar alrededor de la mesa que se encontraba próxima a la chimenea; el pánico se apoderó de sus ideas y subiéndose los pantalones se dispuso a marchar, no sin antes asegurarse de que su compañero en cuestión se repusiera por el favor del aire frío que entraba y salía del interior de sus pulmones. A la carrera, Félix abandonó el lugar que nos ocupa dando marcha al motor de su vehículo con dirección al término que por derecho le pertenecía.

La ruta a la que había accedido se mostraba de una negrura impertinente, flanqueada en sus extremos por un blanco encintado, dibujando el camino a seguir; el rostro de su abuela se le dibujaba en el imaginario de su mente, mirándolo con fijeza, significando este último la más absoluta reprobación ante semejantes hechos realizados por el heredero de sus posesiones. De tanto en tanto, la luz de los faros enfrentados por el discurrir de la carretera, le cegaban la visión. El sueño de ser niño de nuevo alcanzaba su imaginación, transportándolo allá donde sus primeros años de vida se configuraban límpidos y repletos de atenciones por parte de los suyos, acompañando su recién estrenada niñez por los inolvidables cuentos que su abuela Francisca le relataba cuando el invierno se aposentaba sobre sus escasas primaveras.

—Te voy a contar un cuento, que en la tierra donde yo nací, se contaba a los niños antes de ir a acostarse. —La voz de su abuela se pronunciaba en el imaginario de su mente al rodar de los neumáticos que configuraban las ruedas del vehículo que lo transportaba.

La aldea donde tenía lugar esta historia, se hallaba en una especie de valle rodeado de montañas que parecían tocar el cielo; los caseríos que circundaban el centro neurálgico ya citado, se esparcían a lo largo y ancho de las montañas. A un par de kilómetros de la aldea se encontraba el cementerio custodiado por un hombre que había ya traspasado la cincuentena, de estatura muy elevada, muy flaco, muy flaco, con los ojos grandes por demás y con las niñas de estos últimos, negras como el carbón. El cuello era largo, muy largo; las orejas vueltas hacia la cara le conferían un aspecto de murciélago. Siempre vestía de negro, sus manos huesudas por demás, se mostraban a quién las miraba manchadas de tierra bajo las uñas de larga presencia. Su casa descansaba a un extremo del interior del cementerio. Vivía con su anciana madre, y se decía de ella que tenía tratos con las brujas que vivían en el interior de unas cuevas, estas últimas se movían cuando la noche descendía hacia la corteza terrestre, alarmando el sueño de los habitantes del lugar.

Emiliano, el enterrador, que así se llamaba, cuando los demás se entregaban al sueño reparador que la noche ofrece, solía conversar con los espíritus de aquellos que sin querer someterse al vacío de la muerte, vagaban sobre las tumbas sujetos por el hilo conductor que desde el interior del féretro los atraía hacia sí, para culminar con el proceso de putrefacción que dicta la naturaleza, aun así, y negándose a cumplir con lo establecido, los ya citados se negaban a unirse a las huestes que configuran las almas muertas en el otro extremo de la vida.

Félix, tratando desviar su memoria, se detuvo a un extremo de la carretera con el propósito de despejar su mente, pues el relato al que nos estamos refiriendo, le suscitaba temor de infancia, a la vez que una sensación extraña que conducía sus impulsos del lado obscuro de la formación humana hacia la destrucción del pálpito que proporciona a nuestra morfología presencia y fundamento al caminar.

Tras abandonar el área de servicio, se introdujo en el interior del coche con las papilas gustativas impregnadas del sabor al café que acababa de ingerir. De nuevo, el acelerador del vehículo se puso en marcha, al tiempo que su memoria se hacía de nuevo con el relato que nos ocupa. El rostro de su abuela Francisca se conformó de nuevo en su mente, verbalizando al detalle los pormenores de la historia del enterrador.

Según el dicho popular, las brujas se comían a los niños recién nacidos, comandadas por Maritxu Etxabe, la más temida por los ancianos del lugar, pues convertida en gato de proporciones más que considerables, se paseaba por los tejados cuando la oscuridad se hacía, con el propósito de elegir a su víctima.

Una noche de un calor insoportable, las ventanas y los balcones de la aldea se encontraban abiertas para refrescar el sueño de sus habitantes. De una de las casas surgía el llanto de un niño que apenas contaba con tres meses de edad; Maritxu, agazapada al tejado, se deslizó lentamente hasta el balcón desde donde poder apreciar la imagen de este último, adentrándose en el cuarto con sigilo, en la creencia de que persona alguna apreciaría su imagen, pero al instante, le fue propinada una patada, que la hizo voltearse hacia los barrotes del balcón, seguida de una voz de tonalidades masculinas que decía así: «Fuera de aquí, gato asqueroso».

Al poco, la criatura enfermó debido a las malas artes de Maritxu, pues con la grasa de un sapo que guardaba escondida debajo de la tarima de la fregadera del hogar que custodiaba a la familia de la criatura, confeccionó una pócima para que los poderes del mal se congratularan con ella y se llevaran al pequeño de este mundo.

El entierro tuvo lugar un quince de agosto, a eso de las nueve de la mañana, mientras las fiestas del pueblo se encontraban en pleno apogeo rindiendo tributo al día de la Virgen. Como de costumbre, la fosa que acogería el cuerpecito inerte de aquella desafortunada criatura, se encontraba preparada para semejante actitud.

Cuando la noche al fin cubrió los campos, la música bailable se estableció entre los presentes del lugar, prolongándose hasta altas horas de la madrugada. Al fin, el silencio se hizo en la aldea; Emiliano desenterró el cuerpecito del delito y se lo entregó a doña Emeteria, su madre, pues debería entregarlo a Maritxu en el interior de la cueva que dicho emplazamiento tan solo conocía la madre del enterrador.

El trayecto que aún dividía la presencia de Félix del hogar que lo aguardaba se dilataría un par de horas más, como la fatiga se había apoderado de su energía, decidió tomar una habitación en el hotel más cercano donde poder dormir su cansancio hasta que el nuevo día despertara. La habitación que le asignaron ofrecía un aspecto agradable. Tras asear el sudor que la calefacción del vehículo produce sobre el cuerpo humano, Félix destapó las sábanas y se introdujo entre ellas, saboreando el agradable tacto que se experimenta al roce de estas últimas con la piel. Afuera, el viento frío de presencia y sonido, golpeaba las persianas con furia provocando el aullido de estas últimas. De tanto en tanto se dejaba sentir el chasquido que produce el rodar de algún vehículo sobre la autovía, desestabilizando el normal discurrir del sueño de nuestro protagonista.

Capítulo VII

El amanecer aún se hallaba lejano, cuando la madre del en— terrador alcanzó la puerta de su hogar con el cuerpo ensangrentado a consecuencia de los golpes recibidos por el poder de un martillo sostenido por la mano de un hombre, que cansado ya de soportar los maullidos de esta última, salto de la cama y haciéndose con la herramienta ya citada, se ensañó al grito de las siguientes palabras:

—¡Muere, bruja inmunda, que el diablo te proteja ahora, si es capaz! —y haciéndose a la carrera, la madre del enterrador convertida en gato, se perdió entre las tinieblas que produce la noche.

Tras hacerse con el cuerpo maltratado de su madre, Emiliano la tendió sobre la cama, despojándola de la ropa, que ensangrentada, se pegaba sobre la piel de esta última. Tras asearla, la cubrió con las sabanas proporcionándole acomodo necesario. Cuando las primeras luces se hicieron sobre los cristales de la ventana de la habitación, la madre del enterrador, pudiendo apreciar las cruces que configuraban las tumbas del cementerio desde la cama, se pronunció de la siguiente manera:

—Hijo mío, ve corriendo al primer gallinero que encuentres y hazte con un pollo y vuelve a mí; de inmediato, Emiliano se precipitó hacia el caserío más próximo, haciéndose con el primer ejemplar que tuvo más a mano, no sin antes armar un tremendo alboroto entre los congéneres del que acababa de sustraer. Precipitó el paso con intención de alcanzar la agonía que su madre padecía, a tiempo de complacer el último deseo de esta última con vida. La claridad que el día suele ofrecer principiando su andadura, de natural circunstancia, desborda paulatinamente su presencia dejando al descubierto los incontables secretos de quienes elevan su anatomía al despertar de cada jornada, prestos a mostrar el otro yo que suele preceder al verdadero personaje que cada cual oculta en su interior sin desviar su mirada hacia atrás.

Los propietarios del ya citado caserío, alarmados por el continuo cacareo de las gallinas, se hicieron a la búsqueda, escopeta en mano, de quien hubiera osado introducirse en dicho emplazamiento.

La niebla se desperezaba dejando al descubierto las tumbas, cuando Emiliano alcanzó la habitación que sostenía el maltrecho cuerpo de su madre.

—Corre, hijo mío, ven y siéntate aquí al borde de la cama. Sujeta el pollo bien para que no se te escape, y cuando yo te diga, «cógeme esto», me respondes «te lo cojo» mientras le retuerces el pescuezo al pollo, así me podré ir de este mundo dejándote con lo que yo poseo, con ello podrás conseguir aquello que desees. El camino a la cueva donde Maritxu conduce el destino de nuestra especie, lo encontrarás sin que tengas que buscar el lugar, tus propios pies te llevaran a ella.

Al entierro de Emeteria, el pueblo en su totalidad se personó al pie de su tumba, el último responso por boca del párroco del lugar hacia la difunta, fue pronunciado al viento, que de súbito, se hizo volteando los jarrones que sostenían las flores de algunas sepulturas. El personal acompañante al entierro se fue dispersando; el viento se hacía más y más poderoso en su andadura, elevando las prendas femeninas a la altura de la cintura, dejando entrever la prenda interior más preciada por el elemento masculino, cuando no también, al descubierto, el objeto del poder del nacimiento a la vida en alguna de aquellas que de costumbre prescindía de semejante prenda.

Emiliano, huérfano de amor maternal, consumía las noches recorriendo los tejados y ventanas del lugar utilizando su nueva morfología para semejante hecho, convertido en un hermoso y deslumbrante gato negro, pues esa fue la voluntad de su difunta madre, convirtiéndolo en brujo de indiscutible poder.

Como de mirada profunda y deslumbrante se hallaba dotado este último, cuando la oscuridad se profundizaba en su propia negrura, sus ojos alumbraban el recorrido que realizaba al ritmo de sus robustas patas de felino insatisfecho, dibujando en el sostén de la oscuridad más absoluta la impronta de estos últimos sin apoyo alguno sobre el suelo.

Félix, que inmerso en el sueño de los vivos se hallaba, se había introducido en el relato que ocupa el discurrir de la existencia de Emiliano, como si por pertenecer, perteneciera al conjunto de los habitantes de la aldea que nos ocupa, convertido en hijo de su abuela Francisca, y al abrigo de su protección, pues el poder que ejercía Maritxu sobre los habitantes del lugar, hacía que los menores de diez años permanecieran en el interior de sus casas, no fuera que las huestes de esta última, disfrazadas de bondad, se hicieran con la persona de algún chaval para satisfacer el insaciable apetito de Maritxu.

Una noche de ruidosos e inmensos nubarrones, la aldea se hallaba en silencio; las casas se habían diluido ante el ojo humano a consecuencia de la oscuridad reinante. Francisca se encontraba al pie de la cama de su pequeño, relatándole la historia que en estos precisos momentos discurre sobre el papel que ocupa esta página, cuando de improviso, Félix es devuelto al despertar de los vivos con la imagen de Emiliano expuesta sobre su cama a modo de cuadro enmarcado pendiendo de la pared, con el rostro de este último envuelto en llamas a la sonrisa de quién ni estas últimas pueden arder sobre su piel. Félix encendió la luz de la mesilla; el sudor que produce el miedo, había empapado el cuerpo de nuestro protagonista al encendido de la lámpara.

—No, no puede ser. Aquí no hay nadie, ha sido una pesadilla.

De pronto, el recuerdo de la masacre que había cometido, le inquietó sobre manera, a la vez que el poder de su virilidad se encendía, elevando el órgano fundamental de su existencia. Entregado al onanismo, el recuerdo de lo realizado con el malogrado matrimonio de origen francés, hacía que hirviera dentro de sí el instinto del matarife, acompasado todo ello con la imagen de Emiliano, que entre las sombras de la habitación parecía dibujársele sonriendo al recuerdo del crimen ya citado. Cuando la explosión se produjo en los testes del principal protagonista de esta historia, el cielo se pronunció al trueno, tras encenderlo de manera alarmante, iluminando por unos instantes la imagen del principal protagonista de la leyenda que nos ocupa, ataviado con su mejor y más elegante traje de felino satisfecho. La lluvia, incesante en su discurrir, se precipitaba con fervor sobre las ventanas del edificio que guarecía a la persona que da fundamento a esta historia de leyendas y realidades, elevando su presencia con el propósito de dirigirla hacia el lugar donde las aguas contenidas por el capricho del hombre aguardan el sentir de este último para discurrir apaciblemente con el único objeto de despojarlo de la suciedad reinante sobre la corteza de su cuerpo.

Capítulo VIII

Cuando a la mañana siguiente Félix reanudó el recorrido que le llevaría a su hogar el cielo aún desaguaba sus excesos, dificultando el rodar de quienes se deslizaban por el asfalto de la autopista.

El doble crimen cometido por el que nos ocupa, se plasmaba sobre la primera página de la prensa madrileña, encuadrado al extremo derecho de esta última, dando prioridad a la gran noticia del día, que como de costumbre, mostraba el rostro del político del momento en pugna con sus rivales en las próximas elecciones.

Félix, al ser enterado de semejante hecho por la voz que desde la radio se pronunciaba al paso por la línea de rectas interminables que conformaba la autopista, se frotó las manos en actitud regocijante, pues le era muy satisfactorio el saber que el cuerpo de policía tendría que contentarse con realizar la autopsia a los cadáveres para conocer el verdadero motivo de sus muertes, ya que el barro y la lluvia les dificultaría averiguar con exactitud la verdadera identidad del asesino.

En principiando las pesquisas acerca de los hechos ya referidos, la policía efectivamente no halló nada relevante que pudiera esclarecer el motivo de semejante barbaridad cometida con la pareja ya citada, pues en los vestigios de semen hallados en el interior del conducto urinario de la mujer, se descubrió que pertenecían a su compañero.

Se trataba de un matrimonio que viajaba por España en una roulotte consumiendo sus vacaciones, al parecer, al gusto de sus instintos sexuales, pues en su equipaje se halló un informativo en forma de libro donde podía uno ser enterado de todos los lugares en los que se practicaban las formas de sexualidad más acomodaticias al gusto de cada cual al aire libre, a lo largo y ancho de la geografía española en el caso que nos ocupa, pues la información se extendía por toda la Europa occidental.

La residencia habitual del desafortunado matrimonio, sita en los inicios de la Francia del suroeste, orillando con la península ibérica al paso del río del Bidasoa, allá donde el generalísimo Franco se entrevistara con Hitler en la Segunda Guerra Mundial, Hendaya, la pareja regentaba un establecimiento de aparatos electrónicos de su propiedad, involucrando a sus dos hijos en dicho negocio, de condición femenina y masculina, casados ambos y con descendencia en escaso número familiar.

El reconocimiento de los cadáveres se realizó a instancias de los hijos del desafortunado matrimonio, escandalizando el buen nombre de la familia al completo, ya que la noticia corrió como la pólvora enterando a los habitantes de la pequeña localidad de lo sucedido con los pormenores sellados sobre el papel de periódico, que confiere el lenguaje de un extremo y otro de la frontera que divide los países ya citados.

Tras realizar los pasos pertinentes a efectos policiales, el informe del patólogo forense verificó los verdaderos motivos de la muerte de quienes disfrutan del placer que produce el maltrato físico controlado, cuando los juegos amorosos se tornan obscuros.

Las pruebas que podrían dar luz al asunto se habían desvanecido a consecuencia de la tromba de agua caída sobre el lugar de los hechos. El barro se había extendido a través del área que comprende el volumen que las nubes abarcaban en el instante mismo en que se había cometido el crimen.

La familia del desafortunado matrimonio se vio expuesta a los comentarios de los habitantes de la pequeña localidad que se configura apacible en su discurrir a orillas del inicio del mar Cantábrico.

Las cenizas de quienes en vida tuvieron el respeto de sus convecinos, fueron a parar a instancias de sus dos hijos sobre las aguas del puente internacional que descansa su histórico emplazamiento allá donde confluye el río Bidasoa, cuando la noche desdibujaba sus imágenes a ojos de los demás habitantes de la recoleta ciudad fronteriza.

Capítulo IX

Félix se había acomodado de nuevo al ambiente familiar tras ausentarse del hogar por motivos de trabajo, ejerciendo de padre y marido ejemplar, dejando atrás los excesos a los que en dichos viajes se entregaba con el máximo placer.

Genara, habiendo contraído matrimonio con el que ocupa esta historia en primera persona, se había asegurado el porvenir, ya que desposeída de cualquier preparación académica, se configuraba su existencia. Félix, en cambio, había sido sometido a una estricta formación universitaria. Sabedor de sus limitaciones, en cuanto al órgano reproductor masculino se refiere, eligió como acompañante en el devenir diario a la ya referida.

Al paso por el devenir diario, y tras haber soportado a duras penas la presencia física de su marido sobre la suya, Genara se percató de que el normal discurrir de las funciones que se realizan en el aparato genital femenino, se habían detenido. La alegría la colmó de bienestar ante la idea de alumbrar una nueva vida.

Jesús le pusieron de nombre al que conformaría el único fruto habido en dicho matrimonio, pues las funciones conyugales que suelen consumarse sobre el lecho marital, fueron distanciándose de tal manera, que el único hilo conductor que unía a ambos era la crianza de aquel hijo.

Félix había fijado su interés en la persona de un ucraniano, que empleado como cuidador de sus caballerizas, se aproximaba a los cincuenta años de existencia. De porte bien estructurado, lucía su origen eslavo al paso de quienes fijaban su mirada sobre él. En su país había dejado mujer y una hija al abrigo de la madre de esta última.

La capacidad reactiva de Félix se solía poner en marcha cuando sus propósitos se referían al sentido que genera el deseo de conseguir el placer que proporciona lo que de sentir, se siente, cuando los deseos sexuales se excitan.

De amable condición, el extranjero, que era así como lo llamaban, se solía desvivir en el trato cuando Félix aparecía por las caballerizas adecuando el caballo preferido de este último, al punto y manera.

En cierta ocasión en que Félix se vio obligado a viajar al sur de Andalucía, se llevó consigo al extranjero, relegando al capataz de semejante compromiso a un segundo término, pues según el criterio de Félix era necesario que el extranjero fuera familiarizándose con el negocio de los caballos.

Al transcurso del mencionado viaje, Félix trató de adentrarse en la vida privada de Eduardo, transitando a través de los recovecos que el lenguaje ofrece a quienes, de propósito, se empeñan en conseguir la información necesaria para poder manejar la situación.

—¿Te gustaría traer a tu familia, Edu?

—Eso es lo que queremos mi mujer y yo, allí no hay nada, la gente gana muy poco, yo me vine a España porque el primo de mi mujer volvió a Ucrania con coche, me dijo que aquí había trabajo para todo el mundo. Cuando volvió de las vacaciones, me vine con él. Por mediación de un amigo suyo me buscó este trabajo, y aquí me tiene. En cuanto pueda me traeré a mi familia, claro que, con lo que gano, no sé si podré alquilar un piso.

—Tú por eso no te preocupes —apuntó Félix posando su diestra sobre el muslo del extranjero—. Eres un buen trabajador. Dentro de un año, si te portas bien y aprendes a tratar con los compradores, ocuparás el puesto del capataz, él ya está mayor y… bueno, le adelantaré la jubilación.

—Yo aprendo rápido, y puedo hacer lo que usted quiera, sé de todo un poco, electricidad, albañilería, carpintería, fontanería…

—Por cierto, Edu, acabas de hablar de Ucrania, yo te hacía de Rumanía.

—Sí, claro, la verdad es que mi pueblo está cerca de Rumanía, y es por eso que hablo rumano, por eso he aprendido el español más fácil, el idioma de mi país es muy duro, tiene palabras que se parecen al alemán y al ruso también.

—Bueno, de hoy en adelante te pondré en manos del capataz para que te enseñe todo lo que necesitas saber.

—Gracias, señor Félix, estoy dispuesto a hacer lo que usted me diga.