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Una vez creyeron que su amor sería eterno… Bobby Winslow siempre había sido veloz, pero, a pesar de las carreras que había ganado, el sexy piloto nunca conseguía alcanzarla. Leeann Harris era su amor del instituto, la que le había partido el corazón cuando lo abandonó por los focos y el destello de los flashes para ser modelo en Nueva York. Ahora que ambos habían vuelto a su pueblo para curar sus heridas, quizás se dieran cuenta de que lo que habían estado buscando había estado siempre allí.
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Seitenzahl: 233
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Christyne Butilier. Todos los derechos reservados.
BIENVENIDO AL HOGAR, Nº 1968 - Febrero 2013
Título original: Welcome Home, Bobby Winslow
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2658-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Bobby Winslow había vuelto al pueblo. Según el periódico local, todavía no se había visto al hombre que salió votado como «Mejores manos en lo relativo a trabajar con coches» en el instituto, pero eso daba igual. El periodista estaba seguro de que la oveja negra del pueblo, quien había pasado los seis últimos años escalando a lo más alto del circuito de carreras profesionales de coches trucados, estaba volviendo a casa.
Leeann Harris, ayudante del sheriff, resopló con fastidio y tiró el periódico al asiento trasero del coche patrulla. Tuvo que hacerlo, sino estaría tentada de apartar la mirada de la carretera de montaña y volver a mirar las fotos que había bajo el titular, entre otras, una sacada hacía unos días, cuando Bobby salió en silla de ruedas del centro de rehabilitación. Era la primera vez que se le veía desde hacía cinco meses. Se había puesto trabajosamente de pie y había hablado un poco para dar las gracias a quienes lo habían cuidado después del accidente y afirmar que estaba deseando seguir la recuperación en casa. En casa... Todo el mundo en el pueblo dio por supuesto que se refería a Destiny, Wyoming. Daba igual que Bobby se hubiese marchado a los dieciocho años y hubiese jurado no volver a pisar ese condado. Un juramento hecho en un arrebato de rabia y dolor propio de un joven con el corazón roto. Un juramento dirigido directamente a ella. Naturalmente, ella también hizo un juramento aquel día de primavera de hacía catorce años.
Tuvo que sacudir la cabeza para volver a concentrarse en la carretera. Se negaba a que el pasado la obnubilara. Empleó la técnica que aprendió hacía mucho tiempo para centrarse en el presente y empezó a describirse mentalmente el precioso día de finales de septiembre que veía por el parabrisas. Los abedules, arces y fresnos flanqueaban majestuosos la carretera y sus hojas empezaban a lucir los amarillos, naranjas y rojos del otoño. Sin embargo, cuando bajó la ventanilla y tomó una bocanada de aire, este todavía conservaba restos de la calidez del verano.
«Es un día precioso para estar desempleada», se dijo a sí misma. Realmente, no dejaría de trabajar hasta dentro de dos horas, cuando terminase su turno. Entonces terminarían los tres años que había pasado en el Departamento de Policía de Destiny, Wyoming.
Había sido la última contratada y sería la primera despedida por los recortes de presupuesto. Había llegado el momento. Llevaba un tiempo pensando en cambiar. Sus dos mejores amigas habían encontrado el amor y habían sentado la cabeza el año anterior. Tenía que reconocerse que estaba un poco inquieta, no por el amor, un hogar o el matrimonio como Maggie y Racy, pero quería hacer algo, algo distinto. Ella, como en todas esa «bifurcaciones del camino» de las que tanto hablaba su tía Ursula, estaba dispuesta a tomar el sendero menos transitado sin saber a dónde llevaba ni lo que le esperaba. Era la historia de su vida.
Salió de la carretera y se paró en su punto de vigilancia favorito, desde donde podía ver con claridad la carretera de montaña. Esperaba que las horas que le quedaban de su turno fuesen tranquilas, pero hacía como media hora que los chicos habían salido del instituto y esa parte de la carretera les gustaba mucho para recorrerla en coche, como cuando ella, hacía unos años, la bajaba como un tiro con una sonrisa y aferrada al asiento mientras...
Oyó un estruendo. Un vehículo enorme pasó tan deprisa que zarandeó su coche. ¿Era una autocaravana? Leeann encendió la luz y la sirena y salió detrás mientras la autocaravana desaparecía por la primera curva. La perdió de vista, pero un vehículo de ese tamaño no podía girar hasta un par de kilómetros más lejos. Aceleró, pasó volando una cuesta y vio que el monstruo ese se paraba al costado de la carretera. No pudo ponerse detrás y tuvo que meter el morro de su coche delante de la autocaravana. Sin apartar la mirada del retrovisor, llamó para informar del incidente y del número de matrícula de Carolina del Norte y se bajó del coche.
Se apartó el pelo de la cara y se puso la gorra del Departamento de Policía de Destiny. Serían turistas. Seguramente, algún jubilado con afición por la velocidad.
Se detuvo detrás de su coche con una mano muy cerca de la pistola y analizó la situación. Todo tranquilo, salvo que el sol le impedía distinguir a las personas que había dentro, solo podía ver dos, al menos. Se acercó unos pasos moviendo una mano y el conductor bajó la ventanilla.
—¿Pasa algo, agente?
No era un jubilado. Tenía el pelo muy corto y entrecano, gafas de sol y un brazo más grueso que el muslo de ella. La manga de la camiseta negra le permitió ver un tatuaje que no entendió.
—Por favor, bájese del vehículo con el permiso de conducir y los papeles de la autocaravana.
—Voy a tener que utilizar la puerta trasera —él dio unas palmadas en la lisa superficie que tenía debajo de la mano—. Ésta no funciona.
—De acuerdo.
Él sonrió y giró la cabeza. Leeann lo observó mientras hablaba con el pasajero antes de desaparecer dentro del vehículo. Ella volvió al coche patrulla y lo dejó entre ella y la autocaravana. Parecía recién estrenada y hecha a medida, estaba pintada de forma muy caprichosa y tenía los cristales ahumados, pero seguía sorprendiéndole cómo pasó a toda velocidad. La sombra de los árboles le permitía ver mejor a la persona que seguía sentada dentro. También era un hombre con gafas de sol, pero con cristales de espejo, y una gorra muy usada puesta al revés. La había mirado a través de la ventanilla con detenimiento. Ella le aguantó la mirada y, a pesar de las gafas de sol, los años de experiencia le dijeron que la había mirado de arriba abajo. Notó cierta calidez en la piel. Hacía muchos años que no tenía una reacción física a la mirada de un hombre y sintió fastidio mezclado con sorpresa.
¿Por qué en ese momento? ¿Por qué con él? ¿Lo conocía de algo? No, eso era un disparate. El desconocido acabó mirando hacia otro lado y ella achacó su reacción al calor que hacía.
Aun así, hacía mucho tiempo que no reaccionaba así ante alguien. Cuando empezó a trabajar como ayudante del sheriff, le pasaba a menudo cuando alguien la reconocía, pero ya había dejado muy lejos su vida anterior en la gran ciudad y bajo los focos. ¿Sabía él quién era... mejor dicho, quién había sido? Quizá, sencillamente, no le gustase la autoridad. Sin embargo, un levísimo movimiento de la comisura de la boca le hizo pensar que iba a sonreír para librarse de la multa coqueteando con ella.
Entonces, se abrió la puerta trasera y salió un hombre de unos dos metros y un cuerpo en consonancia con el brazo que había asomado por la ventanilla. La camiseta negra se le ceñía a un pecho descomunal, los vaqueros, también negros, eran como una segunda piel y las botas le daban un par de centímetros más que no necesitaba para nada. Se acercó mirándola a los ojos, pero no sintió lo mismo que cuando la había mirado el pasajero. Sin darle más vueltas, dejó de pensar en eso cuando el conductor se detuvo a un par de metros, sonrió con una franqueza que no le pareció fingida y le tendió una mano. Ella tomó los documentos, ojeó el permiso de conducir y volvió a mirarlo.
—¿Dean Zippenella?
—Sí, señora.
La foto del permiso de conducir se correspondía con el hombre que tenía delante, pero...
—¿Su nombre completo es Dean Martin Zippenella?
—Sí —contestó él sonriendo más y encogiéndose de hombros—. Vengo de una familia italiana y mi abuelita adoraba a Dean Martin, pero casi todo el mudo me llama Zip.
—Debería conocer a sus hermanos Frank y Joey.
Leeann miró al hombre que seguía en la autocaravana. Fue poco más que un susurro, pero su voz le llegó con claridad a pesar de la distancia. No podía decir que le parecía conocida, pero notó cierto estremecimiento. Entonces, se dio cuenta de que tenía un perro en el regazo con las dos patas delanteras en el marco de la ventanilla. Era un perro callejero con el pelo de distintos tonos de marrón y una mancha negra en un ojo.
—¿Por Frank Sinatra y Joey Bishop? —preguntó ella.
Los dos asintieron con la cabeza.
—¿Cuál es usted? —volvió a preguntar ella al hombre de la autocaravana.
—¿Cómo...? —él dejó de rascar la oreja del perro.
—¿Son ustedes familiares?
—No.
—Sí.
Las respuestas al unísono hicieron que los mirara alternativamente y con recelo.
—¿Ha sido una pregunta tan complicada?
El conductor se cruzó los brazos sobre el imponente pecho.
—No somos familiares propiamente dichos, pero estamos tan unidos como si lo fuéramos.
—¿Qué más da? —preguntó el hombre de la caravana sin elevar la voz pero con un tono más enérgico—. Además, ¿por qué nos ha parado? No hemos pasado el límite de velocidad...
El «demasiado» que terminaba la frase se quedó flotando en el aire.
—Estoy empezando a estar un poco cansada de mirar a uno y a otro. ¿Por qué no baja con su amigo y deja al perro dentro?
Él volvió a mirarla fijamente hasta que ella miró a su amigo sin hacer caso de la sensación de que conocía de algo a ese hombre.
—¿Es absolutamente necesario, agente Harris? —preguntó él.
Leeann giró la cabeza bruscamente al oír su nombre. El tono de su voz había sido distinto, más delicado, casi reconocible. ¿Por qué la había llamado por su nombre? ¿Acaso podía leer la chapa que llevaba en el uniforme? Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
—Sí, es necesario.
Él miró a su compañero de viaje y ella vio que este sacudía ligeramente la cabeza.
—Voy.
El hombre de la caravana dejó el perro en la parte de atrás y giró el enorme asiento individual. El conductor suspiró. Leeann lo miró sin entender por qué no quería que su amigo saliera.
—Es una perra —comentó el forzudo sonriendo otra vez—. Se llama Daisy por Daisy Duke...
Leeann tuvo que hacer un esfuerzo para contener una sonrisa y no poner los ojos en blanco.
—Sí, la conozco. ¿Hay alguien más ahí dentro?
—No, solo nosotros tres.
Ella asintió con la cabeza. Se sentía cómoda con el grandullón, pero siguió contando para sus adentros. Ya había contado ciento ochenta, unos tres minutos, desde que le pidió a su amigo que se bajara. El conductor siguió mirando hacia la puerta lateral de la autocaravana. Parecía inquieto, como si quisiera ir a ver qué le pasaba a su amigo. Pasaron un par de minutos más antes de que la puerta se abriera por fin. El hombre se bajó con mucho cuidado y se acercó a ellos lenta y trabajosamente. Ella se preguntó si estaría bajo los efectos de alguna sustancia. Sus ropas, al revés que las de su amigo, parecían quedarle grandes pese a su altura y a la anchura de su espalda. La camiseta blanca estaba arrugada y le colgaba sobre unos vaqueros muy amplios. Arrastraba las zapatillas de deporte como si le costara poner un pie detrás del otro. Se había puesto la visera de la gorra hacia delante y ella solo podía ver sus labios apretados. ¿Estaría furioso? No, estaba dolorido. Cuando llegó hasta ellos, tenía la cara y el cuello sudorosos.
—¿Está bien?
Él asintió con la cabeza y se pasó una mano por el pecho.
—¿Puedo ver su permiso de conducir, por favor?
Él se rio sin ganas y a ella le dio un vuelco el corazón. Entonces, él se quitó la gorra y las gafas y sonrió desmayadamente.
—No hace tanto tiempo, ¿verdad, Leeann?
Ella se quedó sin respiración y se le heló la sangre. Era Bobby Winslow. Estaba vivo y justo delante de ella. El combativo desconocido había desaparecido y en su lugar estaba el hombre con quien prometió casarse una vez. El periódico no había mentido. Bobby había vuelto al pueblo y se parecía mucho a cuando tenía dieciocho años. Seguía teniendo el pelo moreno y ondulado y un mechón que le caía sobre la frente. Los dientes le resplandecían al hablar y los hoyuelos que recordaba estaban a punto de aparecer con su indolente simulacro de sonrisa. Por un instante, un destello iluminó sus ojos azules, de pirata canalla y niño encantador a partes iguales, pero parpadeó y la sensación desapareció. Las fotos en blanco y negro del periódico le habían restado atractivo, pero ella sabía de primera mano lo impresionantes que podían ser los ojos de Bobby, aunque en ese momento estuviesen apagados. A los quince años, la conquistaron si poder defenderse de ellos. A los treinta y dos, las rodillas volvían a flaquearle al verlos, pero se mantuvo de pie.
Él estaba esperando una respuesta y ella dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Pareces un poco maltrecho.
—Vaya, eso se llama ir al meollo del asunto —Bobby se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón con las gafas y la gorra colgando—. La misma Lee de siempre...
Era el único que se había salido con la suya al acortarle el nombre, algo que no soportaba hasta que él se lo dijo antes de besarla en el asiento trasero de su Duster del 71.
—Yo... yo no quería decir eso. Estás bien... bueno, teniendo en cuenta que...
—Salí hace una semana de rehabilitación —Bobby agitó una mano, se tambaleó y se equilibró otra vez—. Sí, no estoy mal para ser alguien que estuvo a punto de morir hace cinco meses.
—¿Qué... qué haces aquí? —preguntó ella con el corazón en un puño.
—Vivo aquí.
No, ya no vivía allí. Independientemente de que su madre siguiera viviendo muy cerca de Leeann, en una casita muy bonita con un jardín precioso y una valla blanca que Bobby le compró cuando ganó la primera carrera importante. Valzora Winslow le contó eso con orgullo cuando le sorprendió con una bandeja de galletas recién hechas como bienvenida el día que se marchó de la casa de su tía y se fue a vivir por su cuenta. Trabaron una buena amistad de vecinas y solían charlar por encima de la valla. Sin embargo, nunca hablaban del pasado entre Bobby y ella. ¿Dónde estaba Val cuando Bobby volvía al pueblo? En vez de preguntarlo, Leeann dijo lo evidente.
—Hace más de diez años que no vives aquí.
—Ni tú —replicó él.
¿Cómo lo sabía? No habían estado en contacto y tampoco creía que a él le gustara la moda, aunque hubiese sido la vida de ella.
—Volví al pueblo hace tres años y vivo en Laurel Lane desde hace dos.
La sorpresa se reflejó en sus ojos al asociar el nombre de la calle con la de su madre. Lo había sorprendido y se habría quedado atónito si hubiese sabido que llevó a su madre al aeropuerto la noche de su accidente.
—Destiny es mi pueblo —insistió él con cierta arrogancia—. He venido a visitar mi nueva vivienda en lo alto del camino.
Su nueva vivienda era una monstruosa mansión de troncos que se construyó durante el verano. En julio, el periódico confirmó el rumor de que la casa, que había costado varios millones, era del hijo predilecto del pueblo. Ella no se había acercado por la construcción, llamada el «castillo Winslow» por los lugareños, desde que se enteró de quién era el dueño de la empresa que había comprado sus terrenos unos meses antes.
—Bueno, al menos, tu aparición explica la velocidad de tu desmesurada casa sobre ruedas. Nunca pudiste resistirte a enredar en un motor. ¿Cuánto has retocado ese?
—Es un motor Triton SEFI V10 Super Duty de trescientos sesenta y dos caballos y 6,8 litros. Y no lo he tocado... todavía —contestó él esbozando una levísima sonrisa.
—¿De verdad? Ibais a toda pastilla —Leeann le devolvió los documentos a su amigo sin dejar de mirar a Bobby—. Aunque... quizá tu amigo no estuviese detrás de volante...
—Te lo aseguro —Bobby dejó de sonreír—, yo no estaba conduciendo.
—No recuerdo que fueses muchas veces de copiloto.
—No, si mal no recuerdo, ese lugar solía ocuparlo mi novia.
Ella sintió una punzada de rabia por el tono burlón de él, pero conservó la calma.
—Entonces, ¿ya has aprendido a ceder?
Él ladeó la cabeza y volvió a sonreír.
—Solo por necesidad. Sabes cuánto detesto tener que ceder la posición dominante.
Dominante detrás del volante, con ella... Desde que empezaron la relación siendo muy jóvenes, Leeann nunca pudo resistir el magnetismo de Bobby. Su personalidad arrogante, apasionada e indomable la atrajo desde el momento en que lo conoció. Quizá, porque era muy distinto a la vida rígida y convencional que llevaba con sus padres. Estar con Bobby le daba una libertad que no había conocido, incluso cuando el febrero del último curso del instituto le regaló un anillo de compromiso y la convenció de que lo mejor que podían hacer era casarse después de la graduación.
—Lo recuerdo. Tuve que tirarte un diamante a la cabeza para que aceptaras un «no» por respuesta.
Él dejó de sonreír y ella no pudo creerse que lo hubiese dicho en voz alta y delante de un desconocido.
—Lo siento, no ha sido...
—Da igual —la interrumpió él agitando una mano—. Creo que ya nos hemos disculpado lo bastante.
El tono cortante hizo que lo recordara al instante. No lejos de allí, entre llantos y disculpas, intentó explicarle por qué había decidido marcharse del pueblo... sola. Por qué había aceptado un contrato de modelo en Nueva York que había sido el premio de un concurso al que le había inscrito su madre sin que ella lo supiera. Por qué había cambiado de opinión sobre casarse con él cuando iba a marcharse al ejército la semana siguiente de la graduación del instituto, una ceremonia que se había celebrado unos días antes. Leeann tragó saliva por un dolor que creía haber enterrado hacía mucho tiempo. Sin embargo, fingió la mejor de sus sonrisas, como había hecho durante años delante de una cámara.
—Muy bien, tomadlo como una advertencia a los dos —Leeann miró al amigo de Bobby—. Respete el límite de velocidad mientras esté aquí, señor Zippenella.
—Sí, señora —dijo él mientras se guardaba el permiso de conducir—. Sin embargo, puede llamarme Dean o Zip, aunque también le contestaré si me llama «¡eh, tú!».
La sonrisa de Leeann dejó de ser fingida. Ese tipo tenía tanto encanto como su tocayo.
—Lo tendré en cuenta, Dean.
—Entonces, ¿podemos irnos, agente?
Leeann retrocedió hasta el coche patrulla y miró a Bobby, quien se tambaleaba levemente y sudaba un poco más. Quiso preguntarle qué tal estaba, pero abrió la puerta del coche.
—Sí, caballeros. Disfruten de lo que queda de este precioso día. Bobby... bienvenido a casa.
Bobby dejó caer los brazos y se tambaleó otra vez. En jarras, observó el coche patrulla hasta que desapareció. Un conocido temblor en las piernas le avisó de que se acercaba el intenso dolor con el que había aprendido a convivir durante los meses pasados. Consiguió dar seis pasos hacia la autocaravana antes de caerse al lado de la rueda delantera. Zip se acercó corriendo y se agachó.
—¡Ace!
Bobby se quedó con la mirada clavada en el asfalto mientras intentaba asimilar que la chica que se había marchado de sus sueños juveniles para convertirse en modelo había vuelto a Destiny y trabajaba de ayudante del sheriff. De no haber sido por esa voz sexy y aterciopelada, nunca se habría creído que su primer amor era la misma persona que tuvo delante vestida de caqui y con el pelo casi hasta los hombros, en vez de la famosa melena que le llegaba hasta la cintura. ¿De verdad era policía?
—Eh, hermano... —Zip lo zarandeó suavemente—. ¿Te pasa algo?
Bobby sacudió la cabeza para alejar los recuerdos que había desterrado hacía mucho tiempo e intentó concentrarse en las miles de agujas abrasadoras que se le clavaban desde las caderas hasta las rodillas.
—Estoy bien —contestó con los dientes apretados—. Muy bien.
—Eres estúpido. Evidentemente, ella sabía que habías tenido un accidente. Podías haber tenido esa charla tan agradable a través de la ventanilla.
Zip le pasó uno de sus enormes brazos por la espalda como hizo en el hospital cuando abrió los ojos y como hizo cuando se conocieron en un tugurio del desierto hacía diez años.
—¿Por qué no te quedaste dentro? —le preguntó Zip.
No pudo. Tuvo que mirarla muy detenidamente para asociar esa voz a la chica. No, a la mujer. Ya no era la chica aniñada que conoció en el instituto, que participaba en todos los concursos de belleza y que casi no tenía fuerzas para llevar los libros. Cuando por fin supo quién los había parado, quiso volver a encontrarse con Leeann Harris cara a cara y por sus medios.
—Entonces, era ella —comentó Zip.
—¿Mmm...?
—Sí, la reina de la belleza, el primer amor, la que te partió el corazón, la cotizada modelo de Cosmopolitan, Vogue...
—Maldita sea tu memoria de elefante —Bobby se puso de rodillas—. Ayúdame a levantarme.
Zip consiguió encogerse de hombros mientras lo agarraba para ayudarlo.
—¿Cómo iba a olvidarme con todo lo que lloriqueaste aquella noche?
Bobby se apoyó en la autocaravana. No podía andar todavía aunque el dolor estaba remitiendo.
—Esa noche bebimos mucho.
—Celebrábamos haber vuelto a suelo americano —Zip se apartó, pero no se alejó—. Bebíamos por los que nunca volverían.
Bobby se acordaba. Era su primera noche después de haber pasado una temporada en Oriente Próximo por cortesía del ejército de Estados Unidos y durante la época «tranquila» entre la primera Guerra del Golfo y la segunda. Como eran los dos únicos de su compañía que no tenían con quién ir, Zip y él acabaron en un bar de mala muerte hasta que lo cerraron. Luego, llegaron como pudieron a un motel cercano y siguieron bebiendo y charlando hasta el amanecer.
—Mira, Ace, si estabas tan empeñado en salir por tus medios, podías haber tomado una...
—Ya está, Zip. Lo hice y se acabó.
—Las famosas últimas palabras.
—Ella se ha marchado —insistió Bobby mirando con rabia a su amigo.
—Sí, por ahora. Si no recuerdo mal, Destiny es un pueblo bastante pequeño.
Volverían a encontrarse, pero esa vez, estaría preparado. Apoyó la cabeza en la carrocería de la casa rodante que se construyó hacía un año. Debería haber sido su medio de transporte durante la temporada anterior, pero en ese momento era una ambulancia muy cara que lo llevaba a casa.
—Vamos, Zip. Ya quiero instalarme en la casa que he pagado durante todo el verano con mis dólares tan arduamente ganados.
—¿Quieres decir que las fotos, vídeos y maquetas que te mandaron al hospital de rehabilitación no fueron suficiente?
Desde que Bobby fue a los campamentos de verano, primero como niño y luego como instructor, siempre quiso vivir en una cabaña de troncos. Sin embargo, nunca pensó que sería en Destiny. El destino le había permitido cumplir esa promesa tanto tiempo mantenida.
En febrero había dado el visto bueno a los planos de su versión a tamaño gigante, pero en mayo, cuando tuvo el accidente, solo se había terminado la mitad del exterior. Siguió el resto de la construcción desde la cama del hospital.
—No, ni mucho menos —miró a su sonriente amigo—. Además, lo sabías antes de preguntarlo.
—Es verdad —Zip se acercó a él—. ¿Puedes andar?
Bobby se agarró al descomunal brazo de su amigo y empezó a andar lentamente. El dolor había remitido, pero sentía pinchazos en los pies.
—Con un poco de ayuda —reconoció Bobby con los dientes apretados.
—Para eso estoy, amigo. Una promesa es una promesa.
—¿Te importaría dejarte de promesas? —replicó Bobby con fastidio—. Ya sabes lo que me parece.
—¿Y cuándo fue la última vez que te hice caso?
—Hace tres años, en Jersey, en casa de tu familia.
Bobby se agarró al pasamanos y se montó. Aunque sabía que su amigo estaba detrás preparado para agarrarlo si se caía, algo que ya no hacía a pesar de lo que había pasado.
—Estuve de acuerdo con tus hermanas y con Frank y Joey —siguió Bobby—. Aquella chica que llevaste no te convenía en absoluto.
—Pero era perfecta para Frank... —replicó Zip con una sonrisa irónica.
Bobby pasó trabajosamente junto al comedor y el sofá de cuero donde estaba tumbada Daisy. La perra siempre sabía no molestar, algo que seguramente aprendió en la zona de guerra donde Zip la encontró. Bobby dejó escapar un suspiro y se dejó caer en el mullido asiento del acompañante.
—Sí, sobre todo, cuando la pillamos en plena faena con Frankie en el mirador del jardín.
—No fue culpa de mi hermano —le disculpó Zip mientras se sentaba detrás del volante—. Era joven y necio.
—Tenías veintitrés años y, además, lo sacaste por la puerta de un puñetazo.
—Mi orgullo estaba en juego.
—Y te cercioraste de que ella llegase bien a casa. Ni Daisy quería saber nada de ella.
Zip se encogió de hombros y encendió el motor.
—A Daisy no le gusta ninguna mujer, al revés que a mí. ¿Qué puedo decir?, estaba enamorado y obnubilado. Es cosa de familia, ¿de acuerdo?
Efectivamente, Zip y él no serían hermanos de sangre, pero sí eran una familia.
—Adelante, hermano —le pidió Bobby mirando la carretera—. Quiero llegar a casa.
A las nueve de la mañana siguiente, Bobby se encontraba mucho mejor. Habían terminado los ejercicios inaugurando la piscina cubierta con una carrera que había ganado Zip por poco y con veinte minutos en el baño turco. En ese momento, duchado y vestido, tomó una taza de café caliente en su despacho. Se dejó caer contra el respaldo de sillón y miró por la ventana todos los árboles que rodeaban su casa nueva. Había mucho verde y dorado y naranja y rojo... El otoño era su estación favorita en Wyoming.
Se había criado como hijo de una madre sin pareja porque su padre se marchó antes de que él entrara en el jardín de infancia. Vivieron en un tercer piso con dos habitaciones cerca del centro del pueblo, al lado del taller de Mason. Aunque Destiny era pequeño, tenía muchos parques y espacios abiertos, pero él siempre había anhelado tener un jardín con árboles. Por fin lo tenía y era un jardín que había pertenecido a Leeann. Un jardín donde estuvo la casa georgiana de su familia hasta que la casa vacía se incendió por una tormenta eléctrica. Solo había estado algunas veces en la casa de los Harris cuando era joven, pero nunca le habían dejado entrar. Sus padres habían prohibido a Leeann que lo invitara, aunque tampoco estuvo muy lejos. Una poza cercana que no podía verse desde la casa de los Harris, y que seguía sin verse por la arboleda, era el sitio favorito para encontrarse los dos solos, para hablar, para reírse, para enamorarse... Allí le pidió a Leeann que se casara con él un nevado día de San Valentín y le regaló un anillo barato con un diamante diminuto. Ese sitio todavía pertenecía a su exprometida.