Enemigos íntimos - Christyne Butler - E-Book

Enemigos íntimos E-Book

Christyne Butler

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Hay algo más dulce que el primer amor? Después de una noche loca en Las Vegas, Racy Dillon y Gage Steele lo hicieron por fin. Oficialmente se convirtieron en marido y mujer; un secreto difícil de mantener… Racy se había llevado al altar al sheriff más sexy de todo el estado de Nevada, aquél que le había dado el beso más dulce en el instituto… Pero la verdad no podía salir a la luz, al menos hasta conseguir la nulidad. Gage, por su parte, aún recordaba el sabor de sus labios, pero no sería él quien le pusiera las cosas difíciles a la camarera más hermosa de todo Wyoming. El destino, caprichoso, los había separado y los había vuelto a unir. Esta vez quizá para siempre...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 226

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2010 Christyne Butilier

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Enemigos íntimos, n.º 1864- marzo 2022

Título original: The Sheriff’s Secret Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-595-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

La última semana de agosto…

 

 

Racy Dillon masculló un juramento sobre la tumba de su padre. El trofeo de imitación, con su soporte de madera de nogal y sus tres escalones, separados por brillantes columnas doradas y moradas, era lo más horrible que había visto en toda su vida.

Su cerebro, todavía confuso y nublado, tardó unos segundos en enfocar aquel premio tan poco agraciado.

«Horrendo», se dijo para sí.

Y la figura femenina alada que estaba posada sobre la punta era lo más hortera de todo. Las braguitas de encaje rosa de Racy colgaban de la estrella de cinco puntas que decoraba la cabeza de la figura.

La placa conmemorativa decía Primer Premio, Regionales del Medio Oeste, U.S. Bartenders Challenge, Las Vegas, Nevada.

Había recorrido un largo camino desde Destiny, Wyoming, en pos de un sueño alocado.

Misión cumplida. Resaca cumplida.

Un martilleo constante retumbaba dentro de su cabeza, una y otra vez. Sin embargo, aún recordaba la noche anterior.

Habían dicho su nombre, y entonces se había metido el dinero del premio en el escote de su apretado corsé y…

Fiesta, fiesta y fiesta.

Los camareros eran los que mejor sabían cómo pasarlo bien. Todo había empezado con una ronda de chupitos de tequila y entonces había llegado lo bueno de verdad.

Pero… los recuerdos se difuminaban un poco a partir de ese momento.

Hacía tantos años desde su última juerga.

Racy cerró los ojos, no sólo para intentar estabilizar la tambaleante habitación, sino también para protegerse de los rayos de sol que se colaban a través de las cortinas. Al otro lado de aquellos enormes ventanales estaba la mejor vista de Las Vegas.

Otro de los extra de haber ganado.

Había pasado de estar en una habitación común a alojarse en la suite más lujosa de todo el casino, y podía quedarse todo el fin de semana.

Se estiró bajo las sábanas y disfrutó del frescor de la ropa de cama recién lavada. Las mullidas almohadas acariciaban su cabeza palpitante y aplacaban el dolor.

Rodó hasta el borde de la cama.

«Maldita sea. Necesito un vaso de zumo de manzana helado», pensó para sí. No sabía por qué, pero el zumo siempre le aclaraba la cabeza después de una noche salva…

Un gemido profundo a sus espaldas…

Racy se quedó de piedra y, antes de que pudiera volver a moverse, sintió como si una pared de calor y músculos se le cayera encima.

Una barbilla, cubierta de una barba de medio día, reposaba sobre su hombro, y un brazo corpulento caía como un peso muerto sobre su cadera.

Otro gemido gutural…

«Oh, no», pensó Racy.

Más bien se trataba de un jadeo…

De pronto le tiraron de un mechón de pelo y entonces sintió el calor de unos labios sobre la piel.

«Oh, no», repitió para sí.

Por suerte, él se quedó quieto y su respiración se hizo regular. Un sueño apacible parecía haberse apoderado de él, pero en realidad no era tan apacible, a juzgar por la dura protuberancia masculina que Racy sentía en la parte baja de la espalda.

«Oh, no», pensó por tercera vez. «Yo ya no hago estas cosas. En el pasado sí las hacía, pero ahora ya no…».

Se llevó las manos a la cabeza, que retumbaba sin cesar.

«Piensa, chica, piensa…».

¿Qué podía haber pasado la noche anterior?

Recordaba haber estado en una fiesta en uno de los bares del hotel. Había un hombre guapo que parecía sacado de una de las películas de El Padrino… Y no aceptaba un «no» por respuesta.

Le había pellizcado el trasero, ella le había dado una bofetada, él le había levantado la mano y entonces alguien… Un hombre alto, de espaldas anchas, con una sonrisa de infarto… Alguien se había metido en medio y resuelto la situación.

«Y entonces… ¿qué?… Dispárales».

¿Le había dicho a un completo extraño que disparase a alguien? La cabeza le daba vueltas.

El resto de la noche estaba sumido en un difuso borrón de recuerdos, luces brillantes, música estridente, el tintineo de las máquinas tragaperras, el alcohol y… Él.

Su rostro estaba borroso, pero sí recordaba unas manos fuertes y, pelo moreno. Esas manos la habían acariciado mientras bailaban; unos brazos poderosos que la habían sacado de la fuente en la que se había metido.

Y sus labios… Unos labios que la habían colmado de besos calientes, húmedos, arrebatadores… En la pista de baile, contra el tronco de una palmera, en el taxi de camino… ¿adónde?

¿Y Elvis?

«No. Tiene que haber sido un sueño. Un mal sueño. Una pesadilla».

Pero no. Había sido muy real; tanto así que se había llevado a su salvador a la habitación.

De pronto una descarga de recuerdos relampagueó en su mente.

La desesperación por librarse de la ropa, manos que se tocaban con avidez, ropa que volaba por la habitación… Como sólo llevaba un corpiño, una minifalda vaquera y unos tacones de aguja, ella había sido la primera en desvestirse.

Él se había abalanzado sobre ella, pero entonces ella había escapado de él. Y después…

Estaba en una enorme bañera con hidromasaje, dándose un baño de sales.

A él, en cambio, le había llevado más tiempo desnudarse.

¿Pero por qué?

Botas camperas.

No podía quitarse las botas y ella se había reído de él sin parar.

Y entonces él se había metido con ella en la bañera y la había hecho gemir, allí y también en las escaleras, de camino al dormitorio.

El dormitorio…

Y la cama de matrimonio, las sábanas frescas y blancas contra su piel bronceada.

—No —la negación le salió de los labios en un delicado susurro.

Bajó la mano y agarró la sábana con fuerza.

—No, no, no…

Tenía que salir de allí y alejarse de…

«Oh, Dios…».

Ni siquiera podía recordar su nombre. ¿Cómo era posible que pudiera recordar el tacto de sus labios sobre la piel sin ser capaz de recordar su nombre?

Al intentar quitarse la mano de él de encima se rozó con algo frío y suave.

Un alianza…

El estómago le dio un vuelco y una avalancha de náuseas la hizo tambalearse. Ella nunca se había ido con un hombre casado. Siempre había tenido muy buen ojo para esas cosas y su instinto nunca le fallaba, llevaran anillo o no.

A punto de vomitar, trató de taparse la boca y entonces se dio en el labio con algo duro y metálico.

Otra alianza de oro brillaba en su propia mano izquierda, en el mismo sitio donde antes habían estado las otras dos.

La primera vez había sido a los diecinueve años, cuando era joven y estúpida. Sin embargo, no debía de haber escarmentado lo suficiente porque seis años más tarde había vuelto a caer, otra vez sin éxito.

Aquella aventura no había durado más que un año y medio y entonces había jurado no volver a pasar por el altar.

Pero el anillo que llevaba puesto en ese momento parecía diferente. No era como las baratijas que había llevado en las dos ocasiones anteriores. La alianza que brillaba en su dedo anular estaba adornada con una fila de rutilantes diamantes que sin duda debían de ser falsos.

No podía haberse casado de nuevo.

No. Tenía que ser una broma.

Miró a su alrededor y contempló la lujosa suite en la que se encontraba. Su bolso estaba sobre la mesa que estaba junto a la puerta de entrada, junto a un ramo de rosas blancas.

Racy hizo un esfuerzo por levantarse y corrió hacia la mesa.

Mala idea. La cabeza le daba vueltas y las náuseas se intensificaban por momentos.

Junto a sus pertenencias había un papel enrollado y atado con una cinta azul, y también una cartera de hombre, entreabierta.

La joven se fijó en lo que había dentro.

Una placa de policía…

«Oh, Dios mío…», pensó, parpadeando con ojos perplejos.

No podía haberse casado con él. No, no, no…

En una fracción de segundo se vio arrollada por los recuerdos.

La conferencia de agentes de la ley, el concurso de camareros… Todo en el mismo hotel. Los asistentes a ambos eventos se habían mezclado en los casinos, bares y restaurantes.

Los policías habían asistido a las fiestas de bienvenida al campeonato de camareros, que eran de acceso libre.

Y un policía en particular…

Se había fijado en él dos noches antes, durante las eliminatorias de la primera fase de la competición.

Él estaba de pie, con los brazos cruzados, observando el emocionante espectáculo desde la parte de atrás.

Aquélla era la parte favorita de Racy. Los camareros tenían que dejarse la piel sobre la barra y mostrar sus mejores movimientos y trucos. Giraban, lanzaban las botellas, las agarraban al vuelo y hacían malabares con ellas mientras preparaban una gran variedad de cócteles.

Al terminar su número, él le había sonreído y le había guiñado un ojo, y entonces ella le había lanzado un beso de forma impulsiva. Pero, como era de esperar, todos los hombres que estaban entre la enardecida multitud habían creído que iba dirigido a ellos.

Y ésa era la última vez que lo había visto hasta que…

Abrió el papel enrollado y las palabras más temidas aparecieron ante sus ojos.

Certificado de Matrimonio, decía el documento, en letra grande y adornada.

La vista se le empezó a nublar mientras intentaba leer lo que estaba escrito debajo.

Novia: Racina Josephine Dillon. Novio:….

—Buenos días.

Racy se dio la vuelta de golpe. La habitación giró a su alrededor y tuvo que agarrarse de la punta de la mesa para no caerse.

Él estaba sentado en el borde la cama con la cabeza gacha, entre las manos. La sábana no le tapaba más que la entrepierna.

«Oh, Dios bendito…».

Gage.

¿Se había casado con Gage Steele?

—Esto no puede estar pasando —dijo en un hilo de voz que él no podía haber oído.

Sin embargo, sí que lo oyó.

Levantó la vista e hizo una mueca de dolor.

—En cuanto averigüe qué pasa aquí, volveré con…

Sus ojos se volvieron más grandes y su mirada se clavó en Racy.

De pronto ella se dio cuenta de que estaba como Dios la había traído al mundo, completamente desnuda.

Rápidamente buscó algo para taparse y lo primero que encontró fue una camisa blanca de hombre. Se la puso a toda prisa y se abrochó tres botones.

Ese olor a limpio, esa fragancia…

Era la camisa de él; olía como él, incluso después de una noche de fiesta.

Olía a agua del lago, a árboles y hojas, a tierra fresca y húmeda…

—No está mal, pero me gustaba más antes.

Racy sintió otra rabiosa embestida de náuseas y un rubor insoportable.

Con manos temblorosas trató de abrochar los botones restantes, sin reparar en el papel arrugado que sostenía entre los dedos.

—¿Qué vamos a hacer con esto?

—No empieces… —dijo él, pasándose la mano por la cara, y después por el pelo—. Maldita sea. Estoy hecho un desastre. Ya estoy demasiado viejo para tantos tequilas y trasnochadas.

Racy no estaba de acuerdo.

A sus treinta y dos años de edad, seguía teniendo el cuerpo de jugador de fútbol de siempre. Pura fibra, músculos firmes, bien torneados, una figura atlética…

El sheriff de Destiny, Wyoming, se ocupaba de los problemas del pueblo sin pestañear.

Sin embargo, a ella no le había traído más que problemas desde la adolescencia.

—Éste es el problema —dijo ella, yendo hacia la cama—. Según este papel y los anillos que llevamos, parece que anoche pronunciamos nuestros votos nupciales —le dijo, en un tono irónico.

Los ojos de él se llenaron de confusión.

—¿Qué? —exclamó.

—¿No te acuerdas?

Él le arrebató el papel de las manos y frunció el ceño.

—Maldita sea, sí que lo hicimos.

A Racy se le cayó el alma a los pies.

—¿Lo hicimos?

—Demonios, creía que estabas de broma cuando te declaraste.

—¿Qué? —dijo Racy en un grito que la hizo arrugar el rostro.

Gage también hizo una mueca.

—Te metiste en una joyería y saliste diez minutos más tarde con un juego de alianzas —él se frotó los ojos y contempló el anillo que llevaba puesto—. Y entonces insististe en que fuéramos por una licencia de matrimonio.

—¿Yo hice eso?

—Después nos fuimos a los casinos un rato y yo pensé que la cosa no iba a pasar de ahí —Gage dejó caer la mano y se encogió de hombros—. Cuando ganaste jugando al póquer, impresionante, por cierto, tuve que convencerte de que no iba contigo por el dinero.

¿Había ganado al póquer?

Racy no era capaz de acordarse.

—Espera, espera. ¿Qué hiciste para convencerme?

—¿Te estás quedando conmigo? Me hiciste… —las palabras se le atragantaron y sus azules ojos se nublaron—. ¿No te acuerdas?

—Recuerdo cosas sueltas…

—¿Como qué?

—Mira, yo no soy una de tus sospechosos —se cruzó de brazos y se apartó un mechón de la cara a golpe de melena—. Es evidente que ambos bebimos más de la cuenta anoche. ¿Qué recuerdas exactamente?

—Yo he preguntado primero.

—Recuerdo haber ganado el campeonato.

Gage miró el trofeo y ella siguió su mirada.

«Dios, las braguitas…».

Su ropa interior colgaba del ángel alado que presidía la figura.

—¿Qué más? —dijo él, volviendo a mirarla.

—Recuerdo que estaba de fiesta y entonces un tipo se abalanzó sobre mí. Yo creí que podía ocuparme de ello, pero las cosas se desmadraron un poco y otro tipo se metió en el medio…

Gage arqueó una ceja.

—Fuiste tú. Hiciste de héroe y yo te invité a tomar algo para agradecértelo.

—¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que recuerdas?

La mayor parte de la velada seguía sumida en una humareda de confusión y alcohol, pero poco a poco empezaba a rellenar las lagunas.

Instantáneas de los dos, riendo y bailando, besándose…

Todos aquellos años de disputas y resentimiento se habían esfumado en un abrir y cerrar de ojos mientras disfrutaban de la noche en la ciudad.

Y después, en la habitación, todo ese deseo, esa sed sin saciar…

Pero no podía decírselo.

Racy tragó con dificultad y se obligó a hablar.

—Sí. Eso es todo.

Gage arrojó el certificado sobre la cama y trató de incorporarse.

—¿Qué estás haciendo?

—Intento ponerme de pie —le dijo, tensando sus bronceados músculos de acero.

—¡Pero no puedes! Estás… ¿No estás desnudo?

Él tiró de la sábana.

—¿Y qué importancia tiene eso entre marido y mujer?

Racy dio media vuelta y entonces le oyó alejarse hacia el extremo opuesto de la cama. El espejo largo que estaba situado sobre la mesa le daba una visión inmejorable de su espalda ancha y de su perfecto trasero, tan perfecto que tenía que ser un pecado.

Incapaz de apartar la vista, le observó con atención mientras se ponía unos calzoncillos ceñidos y unos vaqueros que marcaban los fornidos músculos de sus muslos y de sus glúteos.

«¡Basta! Esto no es real. Nada es real», se dijo a sí misma.

Se inclinó y agarró el papel que decía que el matrimonio era auténtico.

Mientras tanto él agarró el teléfono para hacer una llamada.

—¿Qué haces?

—Llamar al servicio de habitaciones —dijo él. Apretó un botón y, mientras esperaba, se entretuvo buscando algo en el cajón superior de la mesita de noche—. Sí, llamo de la suite 3011. Por favor, tráigame unos huevos no muy hechos, dos tostadas y café. Mucho café.

Cerró el cajón con la rodilla y entonces la miró por encima del hombro, arqueando la ceja.

Ella sacudió la cabeza. Comida era lo último que necesitaba en ese momento.

—Que traigan también un bollo, no muy tostado, con mantequilla por un lado, y dos vasos grandes de zumo de manzana. Oh, ¿y podrían traer unas aspirinas? Gracias —colgó y se dio la vuelta—. ¿Qué?

—¿Cómo sabías lo que quería para desayunar?

Él se encogió de hombros y pasó por su lado.

—Los dos solemos desayunar en Sherry’s Diner. Y yo me fijo en las cosas.

—¿Adónde vas?

—Al baño. ¿Te importa?

Sin esperar a que ella le contestara, desapareció tras las dobles puertas que estaban en el otro extremo de la habitación.

Racy contempló las sábanas revueltas y enseguida se vio asediada por imágenes de pasión desenfrenada, escenas de amor…

«No. Eso no ha tenido nada que ver con el amor. Sólo ha sido sexo. Lujuria y deseo…», se dijo a sí misma.

—No puede saber que me acuerdo. No puede saberlo.

Rápidamente hizo la cama, buscó su ropa por toda la habitación y la metió en la maleta. Se puso unos leggins limpios, se quitó la camisa de Gage y buscó la sudadera gris con cremallera.

De pronto se detuvo.

No podía ponerse eso; no cuando su antiguo dueño estaba a punto de volver a entrar. Probablemente él ni se acordara, pero no podía arriesgarse.

Se puso una camiseta a toda prisa justo cuando las puertas dobles volvían a abrirse.

Ya no había tiempo para un sujetador.

 

 

Gage salió del cuarto de baño. Bajo sus pies descalzos sentía el frío del suelo de mármol. Los recuerdos de la noche anterior lo invadían a cada momento. Habían hecho tantas cosas innombrables dentro de aquella bañera llena de agua caliente.

Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que la cama estaba hecha. Todo estaba en su sitio nuevamente y Racy se había enfundado en unos pantalones negros elásticos que realzaban sus kilométricas piernas. Su mata de rizos pelirrojos caía en cascada sobre sus hombros y en su vieja camiseta desgastada se podía leer una leyenda que a Gage le resultaba muy familiar.

Ahoga tus penas en el Blue Creek.

Un buen consejo…

Aquel logo había sido idea de Racy cuando era gerente en el Blue Creek.

—Creo que esto es tuyo —dijo ella, extendiendo la mano con la que sujetaba la camisa de hombre.

La voz de Racy lo hizo volver a la realidad y quitar la vista de la ceñida camiseta que llevaba puesta.

No llevaba sostén…

Fue hacia ella, tomó la camisa de su mano y se la puso por la cabeza, sin siquiera molestarse en desabrochar los botones.

Todavía conservaba el calor corporal de ella.

—A lo mejor no es auténtico, ¿sabes? —le dijo, mirando el certificado que estaba sobre la maleta de ella.

Ella parpadeó rápidamente y agarró el documento.

—¿Y qué te hace pensar eso?

—No es un documento legal. Podrían haberlo hecho con un ordenador cualquiera. La licencia de matrimonio es el único papel oficial.

Racy se apartó el cabello de la cara y miró a su alrededor.

—¿Y dónde está la licencia?

—Recuerdo haberla puesto… —Gage palpó los bolsillos de su pantalón—. ¿Dónde está mi cartera? —preguntó. Ya sabía que su pistola estaba guardada en la mesita de noche. Él siempre sabía dónde estaba su pistola.

—Sobre la mesa —dijo ella.

Gage dio media vuelta y entonces sintió un gran alivio al ver su billetera negra y su placa sobre la mesa.

Fue por ellas.

—Espera un momento. Tú tampoco recuerdas nada de anoche, ¿verdad?

Gage se detuvo un instante y guardó silencio.

—Gage, contéstame. ¿Te acuerdas del momento en que nos casamos?

Él apretó con fuerza la cartera que sostenía en la mano y se dio la vuelta bruscamente. Ella estaba justo detrás.

—Si te refieres a la ceremonia en sí, no. Pero, a diferencia de ti… —extendió la mano y le rozó el cuello con las puntas de los dedos—. Yo sí te puedo garantizar que la luna de miel fue extraordinaria.

Racy se puso roja como un tomate y dio un paso atrás, cruzándose de brazos.

—Yo no recuerdo ninguna ceremonia ni la luna de miel, así que, ¿por qué no miras a ver si tienes la licencia? A lo mejor nada de esto es real, a lo mejor sólo es un gran…

—¿Error?

—Sí, un error —dijo ella, levantando la barbilla y apretando los puños—. Un malentendido, una confusión, una broma de mal gusto —le dijo, clavándole la mirada…

—Entiendo —dijo él, cortándola. Abrió la cartera, sacó la licencia que nunca había creído llegarían a usar y leyó el contenido.

—¿Y bien? —preguntó ella.

—Lo siento, señora Steele. Parece que a las dos y treinta y tres de esta madrugada pronunciamos nuestros votos matrimoniales.

Racy se dejó caer sobre el sofá, perpleja.

—Gage, ¿qué vamos a hacer? —le preguntó, visiblemente desolada.

—No puedo pensar con claridad sin café y, además, me muero de hambre. Deberíamos comer algo antes.

—¿Cómo puedes pensar en comer en un momento como éste?

Racy se puso en pie de golpe y avanzó hacia él.

—¡Esto es una locura! Tú no quieres estar casado conmigo y, desde luego, yo tampoco.

—Racy…

—Tenemos que resolverlo rápido. ¿Te imaginas lo que dirían los buenos convecinos de Destiny si nos presentáramos por allí con alianzas de matrimonio?

«Les doy un par de meses… Seguramente ella está embarazada…», pensó Gage, imaginando los comentarios.

—¡Me odias! Siempre me has odiado, desde el instituto.

—No te odio —dijo él.

Ella soltó un bufido.

—Ni siquiera merezco un poco de rabia por tu parte, ¿no? Muy bien. Me trae sin cuidado que desapruebes mi modo de vida. Me da igual que no soportes a mi familia. Trasnochadas, alcohol, pequeños robos, drogas… Primero fue tu padre, y después tú. Has disfrutado mucho pillando a mis hermanos. Te has asegurado bien de que les encerraran durante un largo tiempo.

—Estaba haciendo mi trabajo.

—La noche en que mi padre estrelló la chatarra de su furgoneta contra el poste de teléfonos, fuiste el primero en llegar a mi casa.

—No quería que te enteraras por otra persona.

—¡No! Querías hundirme… Otra vez. Querías ver cómo lloraba al enterarme de que mi padre y mi patético marido estaban tan borrachos que no había sido el accidente lo que los había matado. Querías disfrutar contándome que más tarde se habían metido delante de un camión de diez toneladas.

—Sí, claro. Estabas tan dolida que no derramaste ni una lágrima.

Ella se detuvo y tragó en seco.

—Yo no lloro por nadie. Ya no.

Antes de que él pudiera responder, se oyó un golpe en la puerta. Ella atravesó la habitación para franquear la entrada al camarero que llevaba el desayuno.

—¿Desean alguna cosa más? La terraza es el sitio favorito para desayunar de nuestros clientes.

Gage miró hacia las dobles puertas que estaban en el otro extremo de la suite. Treinta pisos de altura…

Abrió la cartera, pero Racy fue más rápida y agarró la factura que estaba sobre el carrito del desayuno.

—Es mi suite, así que pago yo —dijo, escribiendo su nombre en el papel y entregándoselo al camarero.

—Gracias, señora —el camarero se retiró.

Gage agarró dos sillas y las puso a cada lado del carrito.

El aroma a café recién hecho era embriagador y reconfortante después de una noche salvaje.

—Vamos, siéntate.

—No me digas lo que tengo que hacer.

—Muy bien —dijo, y se sentó—. Quédate de pie y come. A mí me da lo mismo.

—Gage…

—Mira, los dos estamos de acuerdo en que tenemos que solucionarlo.

—Y mantenerlo en secreto —añadió ella, interrumpiéndolo—. No quiero que nadie sepa lo estúpida que he sido. Lo estúpidos que hemos sido los dos.

El café, negro y caliente abrasó la garganta de Gage, pero no tanto como las palabras de ella.

—Llamaré al conserje. No creo que seamos los primeros que se arrepienten a la mañana siguiente —Gage apartó la tapa con brusquedad y agarró un tenedor—. Como bien dicen, lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas.

De repente Racy arrojó su alianza sobre la mesa.

—¿Qué haces?

—Quédatelo —dijo ella.

—Pero tú lo compraste.

—No me importa —dijo ella, sacudiendo la cabeza con desprecio al tiempo que echaba el anillo dentro de la jarra de agua—. No lo quiero. Tíralo, o regálaselo a la del servicio de habitaciones. A mí me da lo mismo.

Agarró un vaso de zumo del carrito y echó a andar hacia el otro extremo de la suite, derramando algo de líquido por el camino.

Unos segundo más tarde la puerta del baño se cerró con un gran estruendo.

Gage se pasó la mano por el cabello y entonces reparó en su propia alianza. Se la quitó y la tiró sobre el carrito, pero, casualmente, la joya fue a parar a la jarra de agua.

«Un error… Un gran error y nada más…», pensó para sí.

Capítulo 2

 

 

 

 

Última semana de enero…

 

 

—¿De qué demonios estás hablando?

—No hay necesidad de hablar así. ¿Tengo que decirlo dos veces?

Gage miró a su hermana mediana, que estaba sentada al otro lado del viejo escritorio de su padre.

Se había presentado en su casa a primera hora en aquella fría mañana de sábado para contarle que había conseguido trabajo.

En un bar, nada más y nada menos…

Pero no en un bar cualquiera, sino en el de Racy.

—Sí.

—Racy me contrató anoche, así que voy a trabajar en el Blue Creek.

—Estuve en el Blue Creek anoche, pero no te vi.

—Bueno, yo también estuve, pero tampoco te vi.

—Suelo pasarme todas las noches para asegurarme de que todo va bien.

—Sí. Puedo imaginármelo. El sheriff malo exhibiendo su placa y metiendo en cintura a los criminales.